Agravio cuarto
El agravio de la cerveza
A diferencia de la pulcra construcción geométrica y las líneas rectas de las minas de los enanos, los túneles de los skavens eran poco más que agujeros de animales cavados en la tierra y laboriosamente abiertos con las garras en la dura roca. Uniendo entre sí cuevas naturales, ríos subterráneos y oscuras fisuras, se extendían hacia las profundidades de la montaña en todas direcciones.
La madriguera subterránea no tenía ninguna planificación y su trazado carecía de sentido y razón. Algunos túneles se acababan sin más; otros describían a menudo un giro de ciento ochenta grados para buscar rutas más fáciles a través de la roca de las Montañas del Fin del Mundo. Unos eran anchos y rectos, y los había tan pequeños que hasta el enano más bajo se veía obligado a gatear para recorrerlos.
Las paredes estaban pulimentadas por el paso constante de criaturas. Los aceitosos cuerpos peludos habían desgastado la roca en algunas zonas hasta alisarla a lo largo de muchos años. El hedor de su almizcle era como una nube que flotaba constantemente sobre los grupos de cazadores de Zhufbar que intentaban seguir el rastro de los skavens y trazar un mapa de la madriguera. La tarea era casi imposible y se veía aún más dificultada por el temor a las emboscadas y por las esporádicas luchas que aún se producían.
La mayoría de las expediciones estaban encabezadas por destacamentos de Rompehierros, cuya destreza y armadura eran inestimables dentro de unos confines tan estrechos. Al descender al húmedo laberinto de cubiles, llevaron consigo faroles de señalización y dejaron pequeños grupos de centinelas en las encrucijadas y esquinas. Manteniendo así un seguimiento de las luces guía, los diferentes grupos podían comunicarse entre sí, aunque a corta distancia. Los túneles mismos hacían que resultara casi imposible orientarse por el ruido, dado que los extraños ecos y las fisuras de las paredes —a veces, grietas casi invisibles— hacían que cualquier sonido pareciera estar más cerca o más lejos de lo que realmente estaba, o proceder de una dirección diferente.
Al menos, las líneas de faroles les permitían a los enanos hacer señales para pedir ayuda, enviar advertencias o, en ocasiones, sencillamente hallar el camino de vuelta hasta las explotaciones exteriores de las minas del norte de Zhufbar.
Barundin acompañaba a uno de los grupos de excavadores, como habían dado en llamarlos, que registraban las cavernas infestadas de ratas situadas a varias millas al nordeste de la fortaleza de Zhufbar. Se habían entablado muchas luchas en la zona durante los días precedentes, y la opinión de varios de los jefes de equipo era que habían acabado con una considerable concentración de skavens en la región.
Era un trabajo frío y deprimente: trepar por encima de pilas de piedras sueltas, arrastrarse a través de estrechos agujeros de huida, patear a las alimañas que se les metían bajo los pies. Eran los lugares malignos de la montaña, pululantes de escarabajos y gusanos, llenos de manadas de ratas y asfixiantes por el hedor de los skavens y por bolsas de gas.
Hasta donde Barundin podía determinar a aquella gran profundidad, era media tarde. Se habían afanado a través de los túneles desde el desayuno tomado a tempranas horas de la mañana, y tenía la espalda casi doblada debido a las frecuencia con que se inclinaba y gateaba. Intentaban moverse con el máximo sigilo posible para no alertar a ningún hombre rata que pudiera estar por las inmediaciones, pero resultaba un esfuerzo vano. La malla de los enanos tintineaba contra todas las piedras y sus botas claveteadas con punta de acero golpeaban contra la roca y hacían crujir el polvo y la grava.
—Estamos acercándonos a algo —susurró Grundin Piernasmacizas, el jefe del grupo.
Grundin señaló el suelo, y Barundin vio huesos entre la tierra y la escoria dejada por la excavación. Los huesos habían sido roídos hasta quedar completamente limpios de carne. El suelo estaba sembrado de jirones de tela y mechones de pelaje, además de excrementos de skaven. Grundin hizo una señal para ordenar un alto, y el grupo se detuvo. Se hizo el silencio.
Desde más adelante les llegaba un extraño maullido distorsionado por las sinuosas paredes irregulares del túnel. Había otros ruidos: de rascado, chilliditos y un húmedo sonido de succión. Como entonces estaban quietos, Barundin notó que el suelo latía suavemente a través de las gruesas suelas de sus botas; se quitó un guantelete y apoyó la mano contra la pared legamosa sin hacer caso del líquido que le mojó las puntas de los dedos. Sintió claramente la vibración pulsante y, cuando sus oídos sintonizaron adecuadamente, percibió un zumbido procedente de más adelante. Tras limpiarse lo mejor posible la porquería de la mano, volvió a ponerse el guantelete con una mueca.
Grundin se descolgó el escudo de la espalda y sacó el hacha del cinturón, y los otros Rompehierros siguieron su ejemplo y se prepararon. Barundin llevaba un martillo que se blandía con una sola mano, corto y pesado, ideal para los túneles; hizo que el escudo se deslizara por el brazo izquierdo y, con un gesto de asentimiento, le indicó a Grundin que estaba dispuesto.
Echaron a andar con mayor cautela que antes. Barundin sentía cómo los huesos y la porquería se desplazaban y resbalaban bajo los pies, y maldecía para sí cada vez que los oía raspar o entrechocar. Ante ellos, en el creciente resplandor de una luz distante, vio que el túnel se bifurcaba a través de varias aberturas bajas.
Al llegar, se hizo evidente que todos los túneles, por caminos diferentes, conducían a una misma cámara espaciosa, porque la oscilante luz que se veía en cada uno de ellos tenía la misma calidad. Grundin dividió el grupo principal en tres más pequeños, cada uno con una docena de efectivos, y envió uno a la derecha, otro a la izquierda, y el tercero, encabezado por él, se encaminó al centro. Con un gesto de la cabeza, le indicó a Barundin que se dirigiera hacia la derecha. El rey obedeció la orden sin pronunciar palabra. En los salones de Zhufbar nadie podía darle órdenes, pero en aquel terrible entorno no se habría atrevido a cuestionar al canoso luchador de túneles.
Uno de los Rompehierros, Lokrin Ramelsson, sólo reconocible por la cimera en forma de cabeza de dragón que coronaba el casco que le cubría completamente el rostro, le hizo a Barundin un gesto con un pulgar hacia arriba y agitó una mano en dirección al túnel para que el rey entrara; después lo siguió acompañado de otros Rompehierros. Ante el avance de los enanos, las ratas chillaban y huían por el pasadizo, que primero iba hacia la derecha y luego describía un giro de ciento ochenta grados para descender hacia la izquierda. El corredor se ensanchó con rapidez, y Barundin vio que el grupo de delante se reunía al borde de algo que había al final. Se abrió paso entre dos de los enanos para ver qué era lo que había detenido el avance, y entonces se detuvo él.
Se encontraban al borde de una amplia cueva de forma ovalada, cuyo suelo descendía desde donde ellos estaban y que tenía un alto techo abovedado. Era de al menos quince metros de alto y en las paredes había toscas antorchas que bañaban la escena con un resplandor rojo. Por todo el perímetro había otras aberturas que conducían en todas direcciones, algunas de ellas abiertas en las paredes a una altura casi imposible, ala que sólo podría haber llegado la más ágil de las criaturas de no ser por las desvencijadas plataformas y los andamios que había aleatoriamente distribuidos por toda la cámara, conectados mediante puentes, escalerillas y oscilantes pasarelas. Aquí y allá, Barundin reconoció piezas de metal y madera cortada por enanos; habían sido por los skavens, que las habían usado para propósitos nuevos.
El suelo de la cámara era una agitada masa de vida. Estaba cubierto por pequeños cuerpos en movimiento constante; algunos eran rosados y calvos, y otros tenían zonas llenas de pelo. Como una alfombra viviente, los engendros de skaven cubrían la caverna de un extremo a otro. Caminaban unos por encima de otros, peleaban y roían, se mordían y se arañaban, y formaban palpitantes pilas. Gimiendo y chillando, se arrastraban y correteaban ciegamente de aquí para allá. El suelo estaba sembrado de excrementos y de los cadáveres de las crías más débiles.
Entre ellos se afanaban esclavos desnudos cuya piel estaba señaladas por las marcas a fuego y los latigazos. Se abrían paso por la masa de carne en movimiento para recoger a las crías más grandes y llevárselas. Varias docenas de guardias con tosca armadura vigilaban con armas oxidadas mientras los señores de manada azotaban con sus látigos a esclavos y engendros de skaven por igual, chillando órdenes en su áspero idioma.
En el centro de la horripilante multitud había tres criaturas pálidas e hinchadas, que eran mucho más grandes que cualquiera de los otros skavens. Estaban tendidas de lado y sus diminutas cabezas apenas resultaban visibles entre la carnosa masa de sus vástagos y las arcanas maquinarias a las que estaban conectadas. Los engendros de skaven eran mucho más violentos allí, mordían y desgarraban con frenesí por llegar a la comida, y las crías mayores se alimentaban de los cadáveres de las muertas en lugar de beber la secreción gris verdosa que manaba de las distendidas y palpitantes mamas de los skavens hembras.
Barundin sintió que se le revolvía el estómago y tragó con fuerza para no vomitar. El hedor era increíble; una mezcla de orín acre, carne podrida y leche agria. Uno de los Rompehierros se levantó la máscara adornada con oro y dejó a la vista la cara con cicatrices de Fengrim Ceñosevero, uno de los primos lejanos de Barundin.
—Hacía bastante tiempo que no encontrábamos una de éstas —le dijo Fengrim a Barundin.
—Tiene que haber cientos —comentó Barundin pasado un momento, aún mirando con fija incredulidad.
Había oído historias referentes a aquellas cámaras de cría, pero nada podría haberlo preparado para esa espantosa visión de abundante vida nociva.
—Miles —escupió Fengrim—. Tenemos que matarlos a todos y sellar la cámara.
Un sonido que se produjo detrás de ellos hizo que se volvieran rápidamente con las armas alzadas, pero era otro de los Rompehierros.
—Grundin ha enviado una señal para que vengan los mineros e ingenieros —les dijo con una voz que sonaba metálica por haber sido emitida desde dentro del casco—. Tenemos que asegurar la cámara para cuando lleguen.
Al volver la mirada hacia el interior de la cámara de cría, Barundin vio que dos grupos de enanos que avanzaban desde otras entradas aplastaban engendros de skaven con los pies. Los esclavos chillaban de pánico y huían mientras los guardias, alertados del ataque, se reunían con rapidez bajo una de las altas plataformas.
—¡Vamos, entonces! ¡Pongámonos a ello! —dijo Barundin al mismo tiempo que alzaba el martillo y salía por la boca del túnel.
Su paso era inseguro. Caminaba sobre una alfombra de crías de skaven cuyos huesos y carne le destrozaban las pesadas botas. No podía sentir nada a través de la gruesa armadura que llevaba, pero al mirar hacia abajo vio que los engendros se retorcían y que arañaban sin efecto las placas de gromril, o se arrastraban como gusanos para apartarse de su camino Con un gruñido, descargó una bota sobre el lomo de un espécimen particularmente repulsivo cuyos inexpresivos ojos estaban jaspeados de sangre, y le partió el espinazo.
Al verse atacados desde tres direcciones y darse cuenta de que los superaban en número, los guardias huyeron rápidamente sin presentar batalla, pisoteando los cuerpos de sus propios hijos en la desesperación por escapar a los vengativos enanos que avanzaban hacia ellos.
Barundin se abría camino a patadas y golpes a través de la porquería, a veces sumergido hasta los muslos en un mar de engendros de skaven que se retorcían Hundí cráneos con el borde del escudo y aplastaba cuerpos pequeños contra la roca con el martillo. Al fin, llegó a corta distancia de una de las madres de cría. Tenía unos ojos casi inertes, en los que no había ni un destello de inteligencia o conciencia, y su hinchazón mantenida artificialmente era varias veces más alta que él. La totalidad del cuerpo estaba recorrido por venas azules y cubierto de granos y ampollas. Los engendros que comían ni siquiera reaccionaron ante la presencia del enano, debido a lo concentrados que estaban en su insana nutrición.
—Esto es trabajo para el hacha, mi rey —dijo Fengrim, que había seguido a Barundin hasta la hembra más cercana.
Alzando el hacha, Fengrim echó la hoja hacia atrás por encima de la cabeza y la descargó como si cortara leña. El hacha, afilada como una navaja, hendió la carne hinchada, apartó la piel a los lados y dejó a la vista una gruesa capa de grasa. Un segundo tajo abrió la herida hasta la carne y el hueso, y derramó sangre oscura y trozos de tejido graso sobre la hirviente alfombra de engendros de skaven.
Una ola de hedor asaltó a Barundin, que se volvió de espaldas en medio de fuertes náuseas. Aunque ya no podía verlo, aún se sentía asqueado por el chapoteante sonido de los tajos que producía la sangrienta obra de Fengrim. Una erupción de líquidos impactó en las piernas del rey, y fluidos rojo vivo y verde pálido le mancharon las lustrosas grebas de gromril.
Barundin alzó el martillo y comenzó a barrer con él la masa de criaturas que se retorcían a su alrededor. Con la matanza de las viles crías de skaven, se distrajo de los asquerosos sonidos y olores de la sangrienta ejecución de la madre de cría.
Los skavens atacaron la cámara de cría dos veces a lo largo del día siguiente, pero los enanos se habían hecho fuertes y les resultó fácil obligar a retroceder a los hombres rata. Barundin coincidió con Grundin en que parecía que las fuerzas skavens habían sido completamente desbaratadas en la zona. Perdido el terreno de cría, allí no volverían a ser una amenaza en muchos años.
Los ingenieros, pertrechados con toneles de aceite y barriletes de pólvora, fueron conducidos al lugar, y los mineros enanos los ayudaron a preparar la demolición de los muchos túneles que conducían hasta la cámara. En el centro de la caverna ya ardía una pira donde se amontonaban los cuerpos de los skavens, y el aceitoso humo de los cadáveres quemados hacía que el aire resultase sofocante.
Los mineros abrieron agujeros en los lados de los túneles de acceso para colocar las cargas, mientras los ingenieros tomaban medidas, dibujaban planos y discutían dónde colocar los explosivos y dónde cavar en los túneles y quemar los soportes para derrumbarlos. Un equipo de enanos desmanteló las improvisadas pasarelas y las torres de los skavens, y recuperó lo que les había sido robado. Barundin se afanaba junto con ellos cortando tablas y cuerdas, y destrozando maderos y postes para contribuir al trabajo de demolición.
Entre los desechos, Barundin encontró el rostro de un ancestro tallado en piedra, robado de los salones de los mineros. Era Grungni, dios ancestro de la minerías tenía la barba desportillada y estaba cubierto de moho, además de presentar toscas marcas cortantes en el casco astado. Tras limpiarle la porquería con los dedos, Barundin se dio cuenta de que habían pasado diecisiete largos años desde la batalla del Cuarto Salón Inferior.
Desde la primera victoria, los enanos habían estado bajo una gran presión durante muchos años, en los que habían perdido varias de las obras de minería por los innumerables ataques skavens. Una y otra vez habían sido rechazados, a veces a la vista de la mismísima fortaleza central. La resolución de Barundin se había mantenido siempre firme, y no cedía ni un centímetro de terreno a los invasores sin presentar batalla. Habría sido fácil abandonar los pasadizos y minas del norte, sellar las entradas y bloquearlas con acero y runas, pero Barundin, como todos los de su raza, era testarudo y detestaba retroceder.
Dado que estaban perdiendo la guerra de desgaste y se veían superados en número por muchos millares de hombres rata, Barundin y su consejo habían trazado un plan. Se habían cavado nuevas minas al este, donde los skavens parecían menos numerosos, tal vez por temor a los goblins del Monte Gunbad que se encontraban en esa dirección. A través de esos túneles, Barundin y sus guerreros habían hecho varias salidas y habían atrapado a los skavens entre ellos y los ejércitos que salían de la propia Zhufbar.
Mes a mes, año a año, habían hecho retroceder nuevamente a los skavens; primero, hasta el Segundo Salón Inferior, y luego, hasta el Tercero y el Cuarto. Seis años antes, el Cuarto Salón Inferior había sido recuperado, y Barundin se había permitido un mes de respiro para celebrar la victoria y para que su hueste descansara y recobrara fuerzas. Los jóvenes barbasnuevas eran entonces guerreros endurecidos, y centenares de nuevas tumbas habían sido cavadas en las cámaras de los clanes de toda la fortaleza para sepultar a los muertos que había reclamado la amarga lucha.
Tres años antes habían logrado aventurarse por primera vez en los túneles de los skavens, como portadores de muerte y fuego destinados a limpiar las profundidades de las montañas que rodeaban Zhufbar de las inmundas criaturas. Durante el último año, las luchas habían sido esporádicas y poco más que escaramuzas. Barundin no tenía ninguna duda de que los skavens volverían a reunir a sus efectivos y regresarían, pero antes pasaría mucho tiempo. Del mismo modo que había pasado más de un siglo desde el anterior ataque skaven contra Zhufbar, el rey tenía la esperanza de que transcurrirían décadas antes de que volvieran.
Los enanos se afanaron durante tres días más para preparar la destrucción de la cámara de cría. Concluida la tarea, con las mechas lentas colgando de los soportes de las paredes y los fuegos crepitando en grietas y agujeros abiertos en los laterales de los túneles, los ingenieros les ordenaron a los otros enanos que regresaran a Zhufbar. A Barundin se le permitió mirar, e incluso se le concedió el privilegio de encender una de las mechas.
Las minas de los enanos temblaron con la detonación, que resonó durante muchas horas, mientras se hundían cuevas y túneles. No hubo vítores ni celebraciones entre los enanos. Diecisiete años de guerra desesperada los habían dejado lamentando los males del mundo y entristecidos por los caídos.
Fue la primera vez que Barundin se comprendió de verdad a sí mismo y entendió a su pueblo; la larga marcha de los siglos erosionaba sus vidas y su cultura. Podía haber poco júbilo en la victoria, no sólo por su coste sino por el hecho de que no era nada más que un respiro, una pausa para recobrar el resuello en la interminable saga de derramamiento de sangre que se había transformado en el destino de los enanos a lo largo de los últimos cuatro mil años.
La edad dorada de los reyes ancestros había pasado, la edad de plata del reino de las montañas había sido engullida por los terremotos y los pieles verdes. Entonces, Barundin y su pueblo se aferraban precariamente a la existencia dentro de una fortaleza poblada a medias y llena de salones desiertos, donde el fantasmal silencio de las sombras de sus ancestros erraba por corredores y galerías lamentándose por las glorias del pasado.
Pero aunque comprendía mejor la difícil situación de su raza, Barundin no había perdido la esperanza. Mientras que aquellos que eran más viejos y canosos que él se contentaban con refunfuñar mirando las jarras de cerveza y suspirar ante la más ligera mención de los viejos tiempos, el rey sabía que era mucho lo que podía hacerse.
Mientras estaba tendido aquella noche en sus aposentos, decidió que en primer lugar conduciría a Zhufbar a la conquista de Dukankor Grobkaz-a-Gazan y destruiría a los goblins como habían derrotado a los skavens. Tardarían algún tiempo en reconstruirla, pero al cabo de veinte años, tal vez treinta, los salones de Grungankor Stokril volverían a llenarse de buenas y honradas luces de enanos, y de las ásperas risas de su pueblo.
* * *
Al día siguiente Barundin recibió con cierta sorpresa un mensaje del Gremio de Ingenieros. Aún no les había enviado la orden de continuar la producción bélica con el fin de que el ejército pudiera rehacerse para la invasión de Dukankor Grobkaz-a-Gazan. En la misiva se le invitaba cortésmente a asistir esa noche al Alto Consejo del Gremio de Ingenieros. El mensaje estaba redactado como una solicitud, según correspondía al estar dirigido a un rey, pero ni siquiera el rey rechazaba una invitación del Gremio de Ingenieros de Zhufbar. Barundin no gobernaba por consentimiento de ellos, pero sí por su aceptación. Más grande que cualquiera de los clanes, y esencial para que la fortaleza funcionara, el Gremio de Ingenieros ejercía su poder con suavidad, pero no por ello dejaba de hacerlo.
Barundin pasó el día supervisando la retirada de guerreros de los pasadizos del norte, y dedicó mucho a hablar con Tharonin de la reapertura del laboreo de las minas, con el fin de estar en disposición de enviarles otra vez mineral y carbón a los fundidores, cuyas reservas habían mermado mucho durante los períodos de lucha contra los skavens.
Así pues, armado con esa buena noticia y sintiéndose animado, Barundin se vistió para la velada. Una reunión del gremio era un acontecimiento formal; en parte, reunión de comité, y en parte, celebración dedicada a Grungni y a los otros dioses ancestros. Barundin decidió dejar la armadura en el soporte. Esa era quizá la tercera o cuarta vez que no se la ponía en diecisiete años. Ver al rey caminando desarmado por Zhufbar, seguro dentro de su propia fortaleza, sería un buen signo para el pueblo.
Se vistió con calzones azul oscuro y su acolchado justillo púrpura, que sujetó con un ancho cinturón. Decir que los años de guerra lo habían hecho adelgazar no sería cierto del todo, ya que todos los enanos son considerablemente corpulentos incluso cuando pasan hambre; pero ciertamente tuvo que ajustarse el cinturón varios agujeros más que cuando había subido al trono de Zhufbar. Tenía la barba más larga, que le llegaba ya hasta el cinturón, lo que era fuente de secreto orgullo para el rey. Sabía que era joven para la posición que ocupaba —sospechaba que demasiado joven en opinión de algunos de sus consejeros—, pero pronto podría usar broches de cinturón para sujetarse la barba, una señal firme del avance de la edad y la creciente sabiduría. Para cuando hicieran huir a los goblins de Dukankor Grobkaz-a-Gazan de vuelta a sus agujeros del Monte Gunbad, se habría ganado el respeto de todos.
Un grupo de guerreros del gremio que llevaban escudos con la divisa del yunque de los Maestros Ingenieros acudieron a buscar a Barundin a primera hora de la noche para escoltarlo. Él conocía el camino, por supuesto, pero había que respetar la formalidad de la invitación y observarla ceremonia debida.
Lo condujeron a través de las forjas, cuyas energías les era suministrada por las ruedas hidráulicas de Zhufbar que habían continuado su lenta rotación durante toda la guerra sin detenerse una sola vez y sin que se amortecieran siquiera las luces de los hornos. Era mérito de los ingenieros haber hecho tanto con tan poco durante esos diecisiete años, y Barundin decidió que era una prioridad para él felicitarlos a ese respecto. Estaba a punto de pedirles un esfuerzo similar para otra guerra potencialmente larga, y un poco de adulación no perjudicaría a la causa.
Tras pasar por las fundiciones llegaron a los talleres: salones y más salones de bancos y maquinaria, desde el mecanismo de relojería más sofisticado hasta los enormes moldes de los artesanos de cañones. Incluso a esa hora, el lugar hervía de actividad: el golpe de los martillos, el murmullo de acaloradas conversaciones, el girar y raspar de tornos y piedras de afilar.
Al otro extremo de los talleres había una pequeña puerta de piedra; no era más alta que un enano y lo bastante ancha como para que pasaran por ella de dos en fondo. La piedra del dintel era pesada y la adornaban someras runas pertenecientes al secreto idioma de los ingenieros. En la piedra de la puerta había un llamador de latón en forma de cabeza de jabalí, y debajo se veía una placa de metal que los siglos de uso habían dejado cada vez más fina. Uno de los guías de Barundin cogió la cabeza de jabalí con una mano y, con rapidez, la golpeó una y otra vez contra la placa de metal. Otros golpecitos de respuesta sonaron desde el lado opuesto, a lo que el guardia respondió con nuevos golpes.
Pasaron unos momentos, y luego, con un sonido rechinante que procedía del interior de las paredes, la puerta se deslizó hacia un lado, oscura e imponente. Los guardias enanos le hicieron un gesto a Barundin para que entrara. El rey traspasó el umbral al mismo tiempo que asentía con la cabeza, y penetró en la humosa penumbra del otro lado. Un guardia situado en el interior inclinó ligeramente la cabeza para darle la bienvenida mientras la puerta se cerraba rodando sobre engranajes ocultos para volver a su sitio.
Se encontraba en la antecámara del salón del gremio y oía voces altas detrás de la doble puerta que tenía delante. Unas pocas velas pequeñas hacían poco por iluminar la oscuridad, pero al cabo de unos instantes, sus ojos se adaptaron y pudo distinguir los engranajes del cierre de la puerta montados dentro de las paredes que lo rodeaban. Como todas las obras de los ingenieros, no sólo era funcional, sino también un objeto de belleza artística. Los engranajes estaban ribeteados con cordón de oro, y un grueso perno decorado con la cabeza de un ancestro remataba cada diente. Las pulimentadas cadenas aceitadas destellaban a la luz de las velas.
—Están preparados para recibirte —dijo el enano a la vez que atravesaba la estancia, posaba las manos sobre tos tiradores de las puertas y le concedía a Barundin un momento para componerse.
El rey se estiró el justillo, se alisó las trenzas de la barba sobre el pecho y el vientre, y le hizo al guardia un gesto con los pulgares hacia arriba.
El guardia abrió las puertas y entró.
—¡Barundin, hijo de Throndin, rey de Zhufbar! —bramó el guardia convertido en heraldo.
Barundin pasó junto a él para entrar en el Salón del Gremio, y se detuvo mientras las puertas se cerraban detrás de él. Los ingenieros no eran tan orgullosos como para superar a su rey en brillo, por lo que su salón era más pequeño que la cámara de audiencias de Barundin, aunque no mucho más. No había columnas que soportaran la roca de lo alto. En cambio, el techo era abovedado; las vigas se entrecruzaban en intrincados dibujos y se apoyaban en soportes tallados en las propias paredes. Remaches con cabeza de oro destellaban en el resplandor de centenares de faroles, aunque el tamaño del salón hacía que los rincones más alejados permanecieran envueltos en sombras.
En una isla de luz situada en el centro del vasto salón, en torno a una fosa donde ardían las llamas, se encontraba la mesa del gremio. Era circular y lo bastante grande como para que dos docenas de enanos se sentaran ante ella con comodidad, aunque entonces sólo había la mitad de ese número; eran los doce jefes de los clanes del gremio, doce de los enanos más poderosos de Zhufbar. Cada uno ocupaba el cargo de Alto Ingeniero durante cinco años, una posición que más bien consistía en ser portavoz y no director, y de ahí la forma circular de la mesa de reuniones.
El Alto Ingeniero del momento era Darbran Rikbolg, a cuyo clan se le había concedido en el pasado el título de «hacedores de reyes» por los esfuerzos realizados en apoyo del ascenso de los ancestros de Barundin al trono de Zhufbar. Ante él había un gran cetro de acero, cuyo extremo en forma de pinza sujetaba un perno tallado en zafiro, tan grande como dos puños unidos. Los maestros del gremio, como eran conocidos los jefes, iban vestidos con idénticos ropones azul oscuro ribeteados de cota de malla y piel. Sus barbas estaban espléndidamente recortadas y trenzadas, sujetas con broches de acero y adornadas con zafiros mezclados entre el pelo.
—Bienvenido, Barundin, bienvenido —dijo Darbran al mismo tiempo que se ponía de pie y le dedicaba una sonrisa que parecía bastante auténtica.
Barundin avanzó por el salón, mientras los ojos de los maestros del gremio lo seguían, y estrechó la mano del Alto Ingeniero. Darbran hizo un gesto hacia una silla desocupada que estaba situada a su derecha, y Barundin se sentó e intercambió asentimientos de cabeza con los otros maestros. Los restos de la comida aún estaban dispersos por la mesa, al igual que varias botellas de cerveza medio llenas.
Darbran sonrió al reparar en la mirada del rey.
—Por favor, sírvete. Hay de sobra para todos, ¿verdad? —dijo.
El Alto Ingeniero cogió una jarra limpia, y vació una botella en ella y se la entregó, espumosa, al rey.
—Sí, cerveza abundante para todos —asintió Bonn Calzones de Latón, jefe del clan Gundersson—. El gremio no querrá que se diga que le hemos dispensado una mala acogida al rey, ¿verdad?
Hubo muchos noes y negaciones con la cabeza, y Barundin se dio cuenta de que los enanos de más edad ya habían bebido más de la cuenta. No sabía con seguridad si eso era algo malo, ya que cuanto más se emborrachan los enanos más susceptibles son a los halagos y sobornos, pero su vena testaruda se fortalece y sus oídos tienden a cerrarse. Sopesando pros y contras, el rey consideró que lo que iba a proponer era más probable que cayera mejor en oídos borrachos que en oídos sobrios.
—No es ningún secreto que la guerra contra los skavens está prácticamente acabada —dijo Darbran, que se sentó pesadamente. Alzó su jarra, y la cerveza se derramó por el suelo de piedra—. ¡Bien hecho, Barundin! ¡Bien hecho!
Se alzó un coro de hurras y algunos de los maestros dieron palmadas en la mesa con sus callosas manos para manifestar su aprecio.
—Gracias, muchas gracias —respondió Barundin. Estaba a punto de continuar, pero fue interrumpido.
—Les hemos dado una buena, ¿verdad? —rio Bonn.
—Sí, les hemos dado una buena —asintió Bárundín, y bebió un sorbo de cerveza. Era un poco amarga para su gusto, pero no del todo desagradable.
—Ahora que tenemos todo ese repugnante asunto fuera del camino, las cosas pueden volver a la normalidad por aquí —comentó otro de los maestros, Garrek Tejedor de Plata. Llevaba un par de gruesas gafas que habían resbalado hasta el extremo de su puntiaguda nariz y hacían que pareciese que tuviera cuatro ojos.
—Sí, volver a la normalidad —dijo otro.
De nuevo, Barundin dio un gran sorbo de cerveza y les dedicó una débil sonrisa. Darbran reparó en la expresión del rey y frunció el entrecejo.
—Esa guerra ya está ganada, ¿no es verdad? —preguntó el ingeniero.
—Claro que sí, tanto como podrá estarlo nunca contra esa inmunda porquería —respondió Barundin—. No volverán a molestarnos en muchos años.
—¿Y por qué, entonces, esa cara larga como un eje de rueda? —preguntó Darbran—. Pareces inquieto, amigo mío.
—La guerra contra los skavens ha terminado, es cierto —respondió Barundin con lentitud.
Durante todo el día había estado ensayando lo que tenía que decir entre las conversaciones con Tharonin, pero entonces las palabras se le atascaban en la garganta.
—Sin embargo, aún queda por resolver el problema de los goblins.
—¿Los goblins? —preguntó Bonn—. ¿Qué goblins?
—Ya lo sabes, Dukankor Grobkaz-a-Gazan —intervino el ingeniero que estaba sentado junto a Bonn y que le dio un codazo en las costillas como si eso pudiese servirle de recordatorio—. ¡El agravio final del padre de Barundin!
El rey se alegró del comentario, pero sus esperanzas fueron aplastadas por la réplica de Bonn.
—Sí, pero hemos decidido que no podemos meternos en nada parecido, ¿no es así? —dijo el viejo enano—. Era lo que estábamos diciendo hace un momento, ¿verdad?
Barundin le dirigió una mirada inquisitiva a Darbran, que, para descargo suyo, pareció sentirse genuinamente culpable y confuso.
—Sabíamos que querrías hablar de esto, así que lo incluimos como uno de los puntos que debíamos tratar en la reunión de hoy —explicó Darbran—. No podemos apoyar otra guerra; no, ahora.
—No; ni ahora ni nunca —gruñó Bonn, que había traspasado el cargo de Alto Ingeniero hacía muy poco y aún no había perdido el hábito—. ¡Por el amor de Grungni!, apenas si queda una onza de hierro o acero. No podemos forjar con los huesos de hombres rata muertos, ¿verdad? ¡Está fuera de discusión!
—Las minas se están reabriendo ahora mismo, mientras hablamos —dijo Barundin al mismo tiempo que se inclinaba hacia adelante para mirar a los maestros del gremio reunidos—. He hablado con Tharonin y me ha asegurado que habrá mineral en abundancia dentro de pocas semanas. No dejaremos que vuestros hornos se enfríen.
—Ya estamos enterados de tus conversaciones con Tharonin —dijo Darbran—. Puede haberte prometido sus propias minas, pero no hay ninguna garantía de que los otros clanes vuelvan a trabajar de inmediato. Han sido diecisiete años de lucha contra esos malditos skavens, muchacho. Es un tiempo más que considerable en la vida de cualquiera. No se puede correr de una guerra a otra.
Barundin, boquiabierto, se volvió a mirar a los otros pero fue Gundaban Barbarroja, el más joven de los maestros del gremio pese a contar con más de trescientos años, quien habló primero.
—Sabemos que tienes que zanjar el agravio final de tu padre antes de ir tras ese sapo de Vessal —dijo Barbarroja—, pero espera un poco. Deja que todos recobremos el aliento, por decirlo de alguna manera. Los clanes están cansados. Nosotros estamos cansados.
—Vessal es un humano; no vivirá para siempre —le esperó Barundin, lo que mereció que los miembros de más edad del Consejo del Gremio fruncieran el ceño—. El año que viene, o dentro de cien años, la guerra contra los goblins va a ser dura y larga. Cuanto antes la comencemos, antes la acabaremos, ¿no es verdad? Si nos detenemos ahora, tardaremos años en ponernos de nuevo en movimiento.
Rostros inexpresivos respondieron a su ruego. No iban a cooperar. Barundin inspiró profundamente y bebió otro trago de cerveza. Había abrigado la esperanza de que las cosas no llegaran hasta ese extremo, pero contaba con otra mercancía con que negociar.
—Tenéis razón, tenéis razón —convino el rey, que se recostó en el respaldo de la silla. Esperó un momento, luego alzó la jarra y, casi en un tono de conversación ligera, dijo—: ¿Qué tal van las obras de la cervecería?
Hubo muchos murmullos de enfado y sacudidas de barba.
—Vamos con mucho retraso respecto al plan previsto —admitió Darbran con una mueca—. ¡Mucho retraso! ¿Puedes imaginártelo? Te lo digo de verdad, una buena cerveza les devolvería pronto un poco de valor a los clanes.
—¡Maldito sea ese Wanazaki! —refunfuñó Bonn—. Él y sus ideas de nuevo cuño.
—Mira, Bonn, estamos de acuerdo contigo —dijo Barbarroja—. Fue un estúpido por no haber comprobado la máquina automática para hacer barriletes, pero el principio era sensato. Simplemente se hizo un lío con las presiones.
—Sí, pero quemó todas las notas que había tomado, ¿no? —intervino Barundin, y los ingenieros se volvieron como uno solo y le dirigieron una mirada feroz.
—El muy cobarde… —dijo Bonn—. Huir de esa manera… Prometía mucho ese muchacho; pero mira que coger y huir como un humano…
—Puedo hacer que regrese —anunció Barundin, cuya declaración obtuvo miradas perplejas—. Organizaré una expedición para que vaya en su busca y lo traiga de vuelta.
—¿Qué te hace pensar que queremos que vuelva ese perjuro? —gruñó Darbran.
—Bueno, como mínimo, para pedirle cuentas —dijo Barundin—. Sin duda, tiene que rendir cuentas. Además, si lo aceptáis de nuevo, cabe la posibilidad de que se arrepienta e intente enmendarse.
—Si así lo quisiéramos, ¿qué te hace pensar que no podríamos ir a buscarlo nosotros mismos? —preguntó Barbarroja.
—Todos sabemos que podría volver a huir en cuanto viera una bandera o un sello del gremio —respondió Barundin—. Siente terror del castigo que podría imponérsele.
—¿Y por qué crees que se quedará si va una expedición de tu parte? —preguntó Darbran.
—Ya me lo encontré una vez —explicó Barundin—, cuando mi padre marchó a reunirse con Vessal, ¿recordáis? Entonces, no pareció nada tímido.
Los ingenieros se miraron unos a otros y, luego, a Barundin.
—Dejaremos ese tema para una reunión especial —decidió Darbran—. Tenemos que hablar del asunto.
—Por supuesto que sí —asintió Barundin.
—Te comunicaremos nuestra decisión en cuanto la hayamos tomado —le aseguró el Alto Ingeniero.
—No dudo de que así será —dijo el rey al mismo tiempo que se levantaba. Bebió el resto de cerveza que le quedaba—. De hecho, ¿no sería mejor que vosotros, eruditos, continuarais la reunión sin mí? Estoy cansado y tengo la certeza de que os quedan muchas otras cosas de las que hablar, además de sopesar mi propuesta.
—Sí, muchas cosas —dijo Bonn con las cejas furiosamente fruncidas.
—En ese caso, os deseo buenas noches —se excusó Barundin.
Al volverse y alejarse, sintió las ansiosas miradas de todos fijas en su espalda, y tuvo que reprimir una sonrisa. «Sí —pensó con satisfacción—, les he dado mucho de lo que hablar». Un golpe en las puertas hizo que se abrieran, y mientras el guardia las cerraba tras él, oyó que las voces de los maestros del gremio ya comenzaban a alzarse.
* * *
Los últimos fríos del invierno aún se demoraban sobre la montaña, y el cielo era límpido y azul. Barundin había pasado los meses de ese invierno preparándose para la expedición, sabedor de que las nieves convertirían en casi imposible cualquier desplazamiento antes de los primeros deshielos primaverales. Mientras los pasos de montaña aún eran transitables, había enviado exploradores hacia el sur el oeste en busca de noticias de Wanazaki. Cuando las nieves los habían cerrado, unos pocos grupos de valientes habían usado el camino subterráneo que iba a Karak-Varn, aunque estaba inundado y derrumbado en algunos puntos. A pesar de que ninguno había encontrado al ingeniero mentalmente desequilibrado, hubo varios avistamientos de su girocóptero en los territorios del sur.
Así fue como Barundin se encontró conduciendo a un grupo de veinte enanos por la orilla del Agua Negra. Tanto Tharonin como Arbrek se habían opuesto a que el rey acompañara a la expedición, argumentando que era demasiado peligrosa. Barundin no había hecho caso de los consejos, para gran fastidio de los enanos de más edad que él, y había reclutado los servicios de Dran el Vengador, uno de los nobles menos respetables de Zhufbar. Dran tenía buena reputación entre los exploradores y conocía el territorio que se extendía entre Karak-Varn y las Montañas Negras, donde se decía que estaba viviendo Wanazaki.
Barundin estaba de buen humor. Aunque el corazón de todos los enanos pertenece a la roca sólida y los túneles profundos, en la fría mañana de la montaña había algo que despertaba su alma. La noche anterior habían rodeado el Agua Negra por el oeste y había acampado en una pequeña depresión cercana al lago. Entonces, al mirar por encima de las oscuras aguas calmas, se podían ver claramente los picos de las montañas situadas al otro lado. La más alta era Karaz-Brindal, sobre cuya cumbre se alzaba una de las atalayas más grandiosas del reino de los enanos, aunque en ese tiempo estaba abandonada e infestada de trolls de piedra. Se decía que un enano que estuviera en Karaz-Brindal podría ver hasta el Monte Gunbad, y que cuando la ciudad había caído los centinelas de la atalaya habían tapiado las ventanas orientales para no tener que contemplar la vista de su antigua fortaleza saqueada por los goblins.
En la dentada cumbre de Karaz-Brindal, estaba la ancha mina abierta de Naggrundzorn, entonces también inundada por las mismas aguas que habían derribado las defensas de Karak-Varn. Era allí donde el tatarabuelo del tatarabuelo de Barundin había hallado su perdición luchando contra jinetes de lobos del Monte Gunbad para proteger una caravana de mineral que llevaban como tributo al Alto Rey que moraba en Karaz-a-Karak. «El rescate de un rey», se le llamó por entonces, aunque tal vez en ese momento habría sido la mitad de las riquezas de toda Zhufbar. Los tiempos en que el Camino de Plata del Monte de la Lanza de Plata estaba decorado con plata de verdad habían pasado hacía mucho, y el pillaje de las riquezas de los enanos durante cuatro milenios era sólo una razón más para maldecir al mundo por sus defectos.
Aún había nieve hasta muy abajo en las laderas de la montaña, y Barundin llevaba una gruesa capa de lana sobre la armadura de cota de malla y gromril. Se calzaba con un par de robustas botas nuevas que todavía no se le habían adaptado bien a los pies, y tenía en el talón izquierdo muchas ampollas debido a la marcha del día anterior. Sin hacer caso del dolor, se puso las botas mientras Dran llenaba la cantimplora en un delgado riachuelo que corría desde el lago por la ladera de la montaña.
—¿A qué distancia está Karak-Varn? —preguntó Barundin.
El explorador miró al rey por encima del hombro y sonrió. La expresión contorsionó la cicatriz que le corría desde la mejilla hasta el ojo derecho y trazaba una línea calva en la barba de Dran. Nadie sabía cómo había recibido la herida, y el desheredado noble, ciertamente, no estaba dispuesto a contarlo.
—Llegaremos allí al mediodía de mañana —replicó Dran, tapando la cantimplora mientras volvía sobre sus pasos—. Desde allí tenemos tres días, tal vez cuatro, hasta el paso del Fuego Negro.
—¿Cómo puedes estar tan seguro de que Wanazaki se ha dirigido hacia las Montañas Negras? —preguntó el rey al mismo tiempo que se ponía de pie y recogía su mochila—. Podría haberse encaminado al sureste.
—¿Hacia Karaz-a-Karak? —preguntó el explorador con un bufido—. Ni por asomo. El gremio habrá enviado mensaje a los miembros de allí. Wanazaki lo sabe. No, no se acercaría ni a una docena de leguas de Karaz-a-Karak.
—No tengo intención de recorrer todo el camino hasta Karak-Hirn sólo para descubrir que no hay ni rastro de él —dijo Barundin mientras se echaba la mochila a la espalda.
Dran se dio unos toquecitos en la nariz.
—Gano dinero haciendo esto, majestad —declaró Dran el Vengador—. Sé cómo encontrar a la gente, y Wanazaki no es diferente. Recuerda lo que te digo; no sabe mucho, pero es lo bastante listo como para no alejarse del viejo Camino Norte.
—Han pasado casi veinte años desde que lo vi por última vez —comentó Barundin mientras Dran les hacía un gesto a los otros exploradores para que se reunieran—. A estas alturas podría estar en Nuln.
—Bueno, en ese caso, tienes un dilema, ¿verdad? —dijo Dran—. Damos media vuelta ahora, antes de haber llegado demasiado lejos, y nos olvidamos de Dukankor Grobkaz-a-Gazan y de Vessal, o seguimos adelante.
—Condúcenos —dijo el rey.
* * *
Las puertas de Karak-Varn eran un espectáculo lastimoso. Abiertas de par en par a la oscuridad del otro lado, se encontraban medio hundidas en el agua. Las antiguas caras de los reyes de Karak-Varn, talladas en la piedra, estaban erosionadas y de ellas sólo quedaban leves rastros que apenas podían verse desde la orilla.
Toda la ribera que rodeaba la zona estaba sembrada de excrementos de goblins y otras criaturas, aunque ninguno era reciente según el cálculo de Dran. Al igual que la mayoría de los seres vivos, los pieles verdes preferían no aventurarse mucho por el exterior durante el invierno, y permanecían en los lugares oscuros de la fortaleza tomada, lejos de la dura luz diurna.
Los enanos se alejaron de la deprimente visión para rodear la fortaleza hacia el oeste, y vieron desde lo alto las estribaciones de las Montañas del Fin del Mundo. En el lado occidental, estas escarpadas elevaciones sembradas de rocas cedían paso a las praderas y pasturas del Imperio, y extremando la visión, en el horizonte, se veía la oscura extensión de bosques que atravesaba la mayor parte de los territorios humanos.
Se encaminaron hacia el sudoeste y dejaron atrás las inhóspitas orillas del Agua Negra, pasando ante las desoladas torres ruinosas que en otros tiempos habían sido asentamientos exteriores de Karak-Varn. Entonces estaban cubiertos de vegetación y apenas resultaban visibles; eran morada de lobos y osos, y otras criaturas más maléficas.
Las montañas se hicieron menos escarpadas cuando se aproximaron al paso del Fuego Negro, aunque la ruta los llevó a través de empinadas crestas y entre las anchas cumbres de las Montañas del Fin del Mundo como si cortaran camino a través de la roca viva de la cadena montañosa. Dran los conducía sin hacer altos y sin dudar, y encontraba cuevas y depresiones cuando el tiempo empeoraba, lo que sucedía a menudo. Por lo general continuaron avanzando incluso bajo las últimas nevadas y a pesar de los ventarrones que ascendían aullando por los valles desde los Reinos Fronterizos y las Tierras Yermas del sur.
Al llegar el día decimoséptimo desde la partida de Zhufbar, y tras haber cubierto trescientos cincuenta y cinco kilómetros a vuelo de pájaro, llegaron a las faldas de Karag-Kazak. Debajo de ellos, la ladera, de gran pendiente, descendía hasta el fondo del paso, salpicada de pinos y grandes rocas. Aunque aún no era mediodía y quedaban muchas horas de luz diurna, Dran plantó el campamento. Al sol de mediodía, los condujo un corto trecho fuera del vallecito donde habían dejado las mochilas. En el cielo oriental se veían amenazadoras nubes de tormenta, oscuras y temibles, que avanzaban hacia ellos impelidas por un fuerte viento.
El Vengador los llevó hasta una loma de roca que sobresalía de Karag-Kazak a lo largo de unos ochocientos metros. Barundin quedó atónito porque la zona estaba sembrada de túmulos adornados por piedras votivas, tan erosionados por el tiempo que muchos eran poco más que montículos que sólo podían identificarse por las anillas de bronce que se veían en algunos sitios entre la hierba y los abultamientos de tierra. Había docenas de ellos, tal vez centenares; ahí estaban los lugares del descanso final de muchos grandes guerreros enanos que habían preferido resistir y morir en el paso antes que retroceder.
Más abajo de la ladera había una reunión de numerosos humanos; hombres, mujeres y niños se apiñaban en torno a la alta estatua de un hombre barbudo que sujetaba en alto un martillo. Algunos iban vestidos con poco más que harapos, mientras que otros llevaban los pálidos ropones con los que Barundin había visto a los sacerdotes humanos.
—Aquí es donde lucharon, ¿verdad? —dijo Barundin.
—Sí —respondió Dran, asintiendo solemnemente con la cabeza—. Aquí estaba formada la hueste del Alto Rey Kurgan, y allí abajo se hicieron fuertes Sigmar y sus señores de la guerra.
—¿Quiénes son esos humanos? —preguntó uno de los exploradores.
—Peregrinos —explicó Dran—. Consideran que éste es un lugar sagrado y llegan a viajar incluso durante meses para pisar el suelo sobre el que Sigmar luchó a nuestro lado. Algunos vienen a rezarle; otros a darle las gracias.
—¿No tienen miedo de los pieles verdes? —preguntó Barundin—. No veo guarnición alguna; no hay soldados.
—Incluso los orcos recuerdan este sitio —dijo Dran—. No me preguntes cómo, pero lo recuerdan. Saben que millares de los suyos murieron aquí, sobre estas rocas, y la mayoría dan un rodeo para evitar el lugar. Por supuesto que aún pasan por aquí las partidas de guerra y algún ejército que otro, pero los humanos tienen una pequeña fortaleza hacia el este, al otro lado de aquella colina, y un castillo mucho más grande en el extremo occidental. Pueden enviarles una advertencia, y los peregrinos tendrían tiempo de sobra para encontrar refugio si hubiera pieles verdes en movimiento.
—Podríamos preguntarles si han tenido noticia de un ingeniero enano que ande por esta zona —propuso Barundin.
—Sí, ése era mi propósito —asintió Dran—, además de enseñarte esto, por supuesto. Esta noche bajaré hasta su campamento. Probablemente sea mejor que no sepan que uno de nuestros reyes anda por aquí.
—¿Y eso por qué? —preguntó Barundin.
—Algunos están un poco… desequilibrados, digamos —replicó Dran con una expresión de desagrado—. Son adoradores de los enanos.
—¿Adoradores de los enanos? —repitió Barundin al mismo tiempo que miraba la reunión de abajo con una repentina expresión de suspicacia.
—La alianza de Sigmar y todo eso —explicó Dran—. La batalla que se libró aquí fue muy importante para ellos, y consideran el papel que desempeñamos entonces casi como divino. Están todos locos.
* * *
No hablaron mientras ascendían otra vez la ladera y desaparecían de la vista de los peregrinos humanos. Barundin meditaba acerca de las palabras de Dran y la extraña creencia de los humanos. La batalla del paso del Fuego Negro había sido importante también para los enanos, y la alianza con el joven Imperio de Sigmar no menos significativa en aquel momento. Había señalado el final de la Época de las Guerras Goblins: hombres y enanos habían aplastado a una gran hueste de orcos y goblins, a los que habían atraído desde el oeste y habían hecho salir de las montañas. Ni un solo piel verde había vuelto por allí en siglos, y nunca más lo habían hecho en forma de innumerables hordas como las que habían arrasado las tierras desde la caída de Karak-Ungor, unos mil quinientos años antes.
Barundin pasó la tarde leyendo el diario de su padre, que había llevado consigo. Lo había leído muchas veces desde la muerte del viejo rey para hallar inspiración y significado en las palabras de su progenitor. En ocasiones, la escritura rúnica era gruesa y desmañada, y el lenguaje más colorido. Barundin dedujo que pertenecía a las noches en las que se había emborrachado con el Señor del Saber Ongrik. Una y otra vez se veía atraído hacia las páginas en las que Throndin había escrito su último agravio, con las dos firmas debajo. Las páginas estaban casi desprendidas y los bordes muy manoseados.
Ni una sola vez se le pasó a Barundin por la cabeza que era demasiado pedir. En ningún momento había considerado renunciar al agravio contra el barón Vessal, con independencia de los obstáculos que hallara en el camino. No era propio de su nombre aceptar la derrota, del mismo modo que no era propio de la naturaleza de toda la raza de los enanos aceptar que su época de poder en el mundo había pasado hacía ya mucho tiempo.
Barundin conduciría a su pueblo a través de la guerra y el fuego para vengar a su padre, porque la muerte del rey estaba por encima de todo, valía más que cualquier cantidad de esfuerzos. No era sólo el padre quien no esperaba ni un ápice menos de Barundin, sino también sus ancestros, hasta los mismísimos Grimnir, Grungni y Valaya. Sin embargo, ni una sola vez sintió que aquella carga fuera demasiado pesada porque, por esos mismos ancestros, sabía que tenía la fuerza y la voluntad que necesitaría para perseverar y triunfar. Aceptar cualquier cosa que no fuese el éxito era impensable para el rey.
Dran regresó del campamento humano después de que hubiera oscurecido, tras haber pasado varias horas allí. Mostraba cierto aire de satisfacción personal, lo que le dio a entender a Barundin que el Vengador no se había equivocado. En efecto, Dran confirmó que el ingeniero medio loco había aceptado empleo en una ciudad humana que no estaba muy lejos del acceso occidental del paso. Serían dos días de viaje, tres si el tiempo empeoraba, como parecía que iba a suceder. La noticia aumentó aún más la confianza de Barundin, pues sabía que el regreso de Wanazaki llevaría al Gremio de Ingenieros a su terreno y, con eso, la fortaleza estaría dispuesta a embarcarse en otra guerra, esa vez contra los goblins de Dukankor Grobkaz-a-Gazan.
—Construido por enanos, sin duda —dijo Barundin con los ojos posados en la fortaleza situada al pie del paso—. Sí, los humanos le han puesto toda clase de tonterías encima, como esos tejados, pero es obra de cantería de enanos de arriba abajo.
—Sí, nuestros antepasados ayudaron a construir esto —asintió Dran mientras los conducía por una senda que descendía serpenteando entre delgados árboles y rocas sueltas—. Si hubieras viajado tanto como yo, habrías visto la talla del cincel de los enanos por todo el Imperio. Puede ser que los humanos hayan expulsado a los orcos, pero sus castillos y ciudades fueron construidos por las manos de los enanos.
—¿Y Wanazaki está allí? —preguntó Fundbin, un explorador que iba envuelto en una capa rojo oscuro, de cuya capucha le sobresalía poco más que la barba y la punta de la nariz.
El cortante viento que soplaba desde el este a lo largo del paso del Fuego Negro había helado incluso a los duros enanos.
—Sí, ya lo creo que está ahí —replicó el Vengador.
Dran señaló una torre situada en la muralla norte, con una gruesa chimenea que sobresalía entre los bloques de piedras.
La punta, rematada en hierro, eructaba humo gris, que formaba nubes que envolvían la ladera de la montaña. Al mirar por encima de las murallas desde la pendiente del paso, vieron dos enormes pistones que subían y bajaban cerca de la base de la torre, aunque no estaba claro con qué propósito. Una parte de la muralla situada junto a la torre se prolongaba sobre el patio; se trataba de una estructura de madera y una plataforma de hierro sobre la que descansaba el girocóptero, al que le habían quitado las palas, que se encontraban pulcramente apiladas junto a la máquina voladora.
Cuando llegaron al fondo del paso había poca gente en el camino. Dispersos grupos de viajeros, la mayoría caminantes, unos pocos con caballos y carretas, los observaron largamente. Algunos clavaban sin reserva miradas de incredulidad en el grupo de enanos, y otros los contemplaban con una expresión de reverencia, lo que hacía que Barundin se estremeciera de nerviosismo. Aquello que Dran había dicho acerca de los adoradores de enanos lo había trastornado de modo considerable.
Era el final de la tarde, y la larga sombra del castillo se proyectaba sobre el camino. Rodeando por tres lados la edificación, construida en la roca del paso y cuyos cimientos los formaban las propias estribaciones de la montaña, había un foso de casi sesenta metros de profundidad y diez de ancho. Las murallas, de las que sobresalían dos torres de guardia, medían unos quince metros de altura y estaban protegidas por robustas fortificaciones en cada esquina.
Los enanos pasaron por el puente de madera que estaba tendido sobre el foso y repararon en las pesadas cadenas y mecanismos de engranaje que permitirían volcar el puente hacia el vacío con sólo tirar de un par de palancas. El único modo de tomar el castillo por asalto era desde la ladera de la montaña, y al mirar hacia lo alto Barundin vio trincheras y fortificaciones cavadas en la roca. Entonces, estaban desiertas, y el rey enano vio pocos soldados en las murallas de la ciudad; se preguntó si tal vez la vigilancia de los humanos no se habría relajado en los recientes años de paz y prosperidad de que habían disfrutado desde la Gran Guerra.
Ante las puertas había un grupo de guardias, más de una docena, y el capitán se acercó a ellos en cuanto salió del puente. Iba vestido con la misma librea negra y amarilla que llevaban sus hombres; el jubón acuchillado quedaba parcialmente oculto por el peto de acero adornado por un grifo rampante que sujetaba una espada. La celada lucía dos plumas rojas, y el hombre llevaba una alabarda corta cruzada sobre el pecho mientras avanzaba hacia los enanos. La expresión del rostro era amistosa y mostraba una leve sonrisa en los labios.
—Bienvenidos a Siggurdfort —dijo el humano cuando se detuvo ante Dran, que iba por delante de Barundin—. Al principio pensé que había entendido mal cuando me dieron la noticia de que veintiún enanos llegaban por el paso, pero ahora veo que era cierto. Por favor, entrad y disfrutad de las comodidades que podamos ofreceros.
—Soy Dran el Vengador —declaró el enano, que hablaba fluidamente el idioma de los humanos—. No tenemos costumbre de aceptar invitaciones de desconocidos sin nombre.
—Por supuesto, aceptad mis disculpas —se excusó el humano—. Soy el capitán Dewircht, comandante de la guarnición, soldado del conde de Averland. Tenemos a alguien que podría alegrarse mucho de veros, uno de vuestra raza.
—Lo sabemos —asintió Dran, sin que su voz delatara en lo más mínimo las intenciones de los enanos—. Queremos verlo, si podéis enviarle mensaje.
—En este momento, está reparando los hornos de la cocina —explicó Dewircht—. Digo reparando, pero en realidad está instalando una nueva chimenea. Según dice, hará que tengamos que quemar sólo la mitad de leña que hasta ahora. Le enviaré mensaje para que se reúna con vosotros en el salón principal.
Dewircht se apartó a un lado, y los enanos penetraron en la sombra del cuerpo de guardia, sintiendo la mirada de los hombres fija en ellos. Dentro del castillo, el patio estaba lleno de pequeñas chozas y estructuras de madera con tejado hecho de pieles y pizarra. El suelo era poco más que tierra apisonada llena de agujeros y fangosa, y los enanos pasaron apresuradamente entre las desvencijadas construcciones sin hacer caso de los perros y gatos que corrían libremente, ni de los grupos de gente que susurraba.
Ráfagas de viento arremolinaban el humo de los fuegos de cocina, y el sonido del entrechocar de cazuelas y conversaciones amortiguadas les llegaba del interior de las chozas, donde la gente se preparaba para la comida de la noche.
Cuando alcanzaron la parte posterior del castillo, encontraron el salón principal. Era un edificio construido dentro de los cimientos de la muralla, con los mismos enormes bloques de piedra que ésta. El techo era de tejas planas pintadas de rojo, desportilladas, gastadas y lustrosas de musgo. En el extremo posterior, había una gran puerta doble abierta, y la débil luz del fuego del interior apenas resultaba visible. Se oían risas y cantos.
Al entrar, descubrieron que el salón era mucho más largo de lo que parecía, ya que pasaba por debajo de la muralla y se adentraba en el pie de la montaña del otro lado. A lo largo de las paredes había cuatro enormes hogares, dos a cada lado; el humo de los fuegos desaparecía por cañones de chimenea excavados a través de la muralla y la ladera de la montaña. La estancia estaba llena de mesas y bancos, y había varias docenas de personas; muchas con el uniforme de la guarnición, y otras vestidas al estilo de los peregrinos que los enanos habían visto en el paso durante los últimos dos días.
Había un banco desocupado cerca del otro extremo, próximo a los fuegos, y un mostrador de piedra que cubría la casi totalidad del ancho del salón. En el mostrador, se veían varias parrillas sobre las que hervían ollas y se asaba lentamente carne espetada en pinchos. El aroma hizo que a Barundin se le llenara la boca de saliva y se dio cuenta de que hacía bastante que no satisfacía el estómago de verdad, ya que sólo había contado con raciones de camino y los animales que los exploradores habían cazado durante el viaje hacia el sur.
—¿Tienes hambre? —preguntó Dran.
Barundin asintió enérgicamente con la cabeza.
—¡Y cerveza! —respondió el rey, y se oyeron gruñidos de acuerdo de los otros enanos—. Apuesto a que necesitaremos mucha. La cerveza humana es poco más que agua coloreada.
—Habrá que pagar —dijo Dran, lanzándole una significativa mirada al rey.
—Te acompaño —concedió Barundin con un suspiro.
Mientras los exploradores se sentaban en torno a la mesa —su aspecto era ligeramente ridículo en los bancos humanos, ya que los pies les quedaban colgando—, Dran y Barundin se encaminaron hacia el mostrador, detrás del cual había un hombre y una mujer que discutían. La mujer vio que se acercaban los dos enanos e interrumpió la discusión.
—Seguro que querréis una comida fuerte después de vuestro viaje —dijo—. Soy Berta Felbren, y si hay algo que necesitéis, simplemente gritad mi nombre, o el del zoquete haragán de marido que tengo, Víctor, si no me encontráis a mí.
—Tenemos veintiún estómagos hambrientos que llenar —explicó Dran al mismo tiempo que hacía un gesto con la cabeza hacia la mesa llena de enanos—. Pan, carne, caldo, lo que tengáis nos irá bien.
—Y vuestra mejor cerveza —añadió Barundin—. ¡Que corra en cantidades generosas y a menudo!
—Ahora lo traemos todo —dijo Berta—. Si necesitáis habitaciones, preguntaré por ahí. La mayoría de los que llegan a la ciudad acampan en el paso, pero podemos encontrar camas suficientes, si lo deseáis.
—Eso sería fantástico —asintió Dran.
El Vengador miró a Barundin y movió la cabeza hacia Berta. Barundin no reaccionó, y Dran repitió el gesto, esa vez con el ceño fruncido.
—¡Ah! —dijo Barundin con una sonrisa avergonzada—. Querréis que os pague.
Barundin se echó atrás la capa, se subió la manga de la cota de malla y deslizó hacia abajo el brazal de oro que le rodeaba el brazo. Cogió un pequeño cincel que llevaba en el cinturón para este propósito y cortó tres láminas de brillante metal. Las empujó hasta el otro lado del mostrador, donde estaba Berta, mirándolo con los ojos desorbitados de sorpresa.
—¿No basta con eso? —preguntó Barundin al mismo tiempo que se volvía para conocer la opinión de Dran—. ¿Cuánto es?
—Creo que acabas de pagarles lo suficiente como para pasar aquí una semana —le aseguró Dran con una ancha sonrisa.
Barundin reprimió el impulso de volver a coger el oro, aunque sus dedos se contrajeron cuando Berta recogió las esquirlas de precioso metal y las depositó rápidamente fuera de la vista.
—Sí, cualquier cosa que queráis, simplemente dadle un grito a Berta, a cualquier hora, de día o de noche —dijo sin aliento, y dio media vuelta—. Víctor, burro insignificante, saca la Bugman’s para estos huéspedes.
—¿Bugman’s? —dijeron Dran y Barundin a la vez, mirándose entre sí con asombro.
—¿Aquí tenéis cerveza Bugman’s? —preguntó Barundin.
—Sí que tenemos —replicó Víctor a la vez que se acercaba al mostrador y se secaba las manos con un paño—. No mucha; me temo que tal vez una jarra para cada uno.
—No será Bugman’s XXXXXX, ¿no? —inquirió Dran con un susurro cargado de reverencia.
—No, no —rio Víctor—. ¿Pensáis que estaría atrapado aquí con este callo de mujer que tengo si tuviera un barril de XXXXXX? Ni siquiera es Brebaje Troll, lamento decir. Es La Mejor del Barbasnuevas. Nada del otro mundo para vosotros, sin duda, pero mucho más de vuestro gusto que nuestra propia cerveza.
—¿La Mejor del Barbasnuevas? —preguntó Barundin—. Nunca he oído hablar de ella. ¿Estáis seguro de que es Bugman’s?
—Podéis mirar el barril vosotros mismos si no me creéis —dijo Víctor—. Os lo llevaré a la mesa con las jarras.
—Sí, gracias —replicó Dran al mismo tiempo que tocaba a Barundin en un costado con un codo y le hacía un gesto para que regresaran a la mesa.
* * *
La comida fue bastante agradable. Consistió en caldo de carnero viejo, cordero asado y patatas hervidas. Hubo abundancia de pan y queso de cabra, alimentos con los que los enanos pudieron apagar los últimos vestigios de apetito mientras esperaban ansiosamente la llegada de la cerveza.
Aunque no tenía en absoluto la calidad asociada con la cervecería Bugman’s, ciertamente era mejor que la producida por los humanos. Tras haber carecido de auténtica cerveza de enanos, incluso en casa, durante casi veinte años, los enanos sorbieron La Mejor del Barbasnuevas con cuidado. Cada trago provocaba muchas exclamaciones de contento.
En medio de la jovial atmósfera, los enanos comenzaron a relajarse. Mientras la noche caía en el exterior, Berta alimentó los fuegos y encendió velas, cuyo cálido resplandor inundó el salón. El suave murmullo de las voces fue en aumento cuando entraron otras gentes del castillo, soldados y visitantes. Para servir a la creciente muchedumbre llegaron doncellas, muchachas jóvenes de las familias de los soldados. En un rincón, un Juglar sacó un violín y comenzó a tocar quedamente para sí. En general, a los enanos los dejaron tranquilos y sólo los interrumpían las preguntas de Berta y Víctor, que querían asegurarse de que estaban bien servidos.
Barundin sintió que Dran lo tocaba con un codo y lo arrancaba de la silenciosa contemplación de la cerveza, y al alzar los ojos vio que los parroquianos se apartaban para dejar que pasara Rimbal Wanazaki. El ingeniero presentaba el mismo aspecto que cuando Barundin lo había visto al pie de las montañas, al oeste del Agua Negra; tenía la barba más larga, y los ojos se le veían ribeteados de rojo a través de la suciedad y el hollín que le manchaba la bronceada piel. Llevaba un voluminoso martillo en una mano y una lata de aceite en la otra.
—Buenas noches, muchachos, me alegro de… —La voz del ingeniero se apagó al ver a Barundin, que permanecía sentado con una expresión severa en el rostro y los brazos cruzados—. ¡Bueno, que me aspen!
—Siéntate, Rimbal —dijo Dran al mismo tiempo que se ponía de pie sobre el banco para llegar hasta la jarra de cerveza que habían reservado para el ingeniero—. Toma un trago.
Wanazaki pasó con cautela entre el Vengador y Barundin, y aceptó la cerveza con una ancha sonrisa.
—No habéis venido para ver cómo estoy de salud, ¿verdad? —dijo Wanazaki, y Barundin reparó en que el tic del enano era entonces muy marcado, ya que todo su cuerpo se estremecía de vez en cuando—. Pensaréis que después de todo lo que sucedió, sois los últimos a los que quiero ver pero ¡bendita sea mi cota de malla, me alegro muchísimo de veros! Estos humanos son una gente bastante buena cuando los conoces, pero resulta muy difícil conocerlos; demasiado cambiantes. Un año son un crío al que puedes hacer saltar sobre las rodillas, y pocos años después, se casan y se marchan. No hay tiempo para disfrutar de su compañía. Siempre tienen una prisa enorme por hacer cosas.
—Vas a volver con nosotros —declaró Dran, que posó una mano sobre un hombro de Wanazaki—. Hay abundancia de buena compañía en Zhufbar.
Una expresión de pánico invadió el rostro del ingeniero, que se quitó de encima la mano con un encogimiento de hombros, se puso de pie y retrocedió ante el grupo.
—Bueno, es agradable que hayáis venido a visitarme y todo eso, pero no creo que sea una buena idea —dijo con una voz que ascendía al mismo tiempo que su miedo—. El gremio… No puedo… ¡No voy a volver!
Esto último fue un grito en el Reikspiel de los humanos, lo que hizo que se volvieran las cabezas de los otros presentes en el salón. Se oyeron murmullos de enojo y, en torno a los enanos, comenzó a reunirse un grupo numeroso.
El capitán Dewircht se abrió camino entre la gente y se detuvo ante el extremo de la mesa sujetando la alabarda corta fuertemente con la mano.
—¿Qué alboroto hay aquí? —exigió saber—. ¿Qué sucede?
—Rimbal va a volver a Zhufbar con nosotros —declaró Dran con voz carente de emoción.
—Parece que a él no le entusiasma tanto la idea —respondió Dewircht mientras un grupo de soldados lo rodeaba y otros se abrían paso a través de la muchedumbre—. Tal vez deberíais pensar en volver sin él.
—Sí —declaró otro hombre, invisible entre la multitud—. El viejo Rimbal no necesita ir a ninguna parte. Está bastante bien aquí.
—Debe volver a Zhufbar para rendir cuentas de sus actos —dijo Dran—. Soy el Vengador, y no regreso con las manos vacías.
—Vive en un territorio libre y puede hacer lo que le plazca —declaró Dewircht—. Es decisión suya si va o viene, no vuestra.
—No; es mía —gruñó Barundin—. Es mi vasallo; está vinculado a mí por juramento y honorabilidad, y yo se lo ordeno.
—¿Y quién sois vos? —preguntó Dewircht—. ¿A quién os atrevéis a darle órdenes dentro de una fortaleza del Emperador? Habéis llegado de tierras salvajes y sois un desconocido aquí.
Barundin se puso de pie y saltó sobre la mesa, abrió el broche de su capa y la echó a un lado para dejar a la vista su armadura con incrustaciones de oro y plata, que relumbraba sutilmente con poder rúnico. Sacó el hacha y la sujetó ante sí. La reverencia y la sorpresa cayeron sobre el salón.
—¿Que quién soy? —rugió—. Soy Barundin, hijo de Throndin, rey de Zhufbar. ¡No me habléis de derechos! ¿Qué derecho tenéis a negarme lo que quiero, vosotros, que os sentáis y coméis en un salón tallado en roca por manos de enanos? ¿Qué derecho tenéis a negarme lo que quiero, vosotros, que hacéis guardia sobre unas murallas construidas por canteros enanos? ¿Qué derecho tenéis a negarme lo que quiero, vosotros, que conserváis estas tierras sólo gracias al invisible poder de las hachas de los enanos, unas tierras que en otros tiempos eran gobernadas por mis ancestros?
—¿Un rey? —rio Dewircht, atónito—. ¿Un rey de los enanos está aquí? Y si continuamos negándonos, ¿qué haréis?: ¿le declararéis la guerra a todo el Imperio?
Al oír las palabras del capitán, algunos soldados sacaron las armas y unos cuantos alzaron ballestas para apuntar a Barundin. Más velozmente de lo que uno hubiera esperado de un enano, Dran se puso de pie sobre el banco con una hacha arrojadiza en una mano y clavó la mirada en Dewircht y sus soldados.
—Vuestro capitán morirá en el momento en que uno de vosotros haga un movimiento contra mi rey —les advirtió el Vengador, cuyo rostro estaba fruncido en un ceño amenazador.
Barundin miró a Dewircht, y luego bajó el hacha y volvió a colgársela del cinturón.
—Aquí no habrá lucha hoy —dijo el rey enano—. No, las cosas no serán tan simples para vosotros. Si no me entregáis al ingeniero renegado, regresaré a Zhufbar. Allí llamaré al Señor del Saber para que saque nuestro Libro de los Agravios. En sus muchas páginas quedará registrado el nombre de Siggurdfort y el del capitán Dewircht.
El rey se volvió hacia el resto de la muchedumbre con los ojos encendidos de cólera.
—Regresaré con un ejército —declaró Barundin—. Mientras protejáis a Wanaxaki del juicio al que debe someterse, el agravio continuará vigente. Derribaremos las murallas que nosotros construimos, y mataremos a todos los hombres que haya dentro, y cogeremos vuestra aguada cerveza y la derramaremos en la tierra, y quemaremos las chozas de madera con las que habéis estropeado nuestras piedras, y nos llevaremos vuestro oro como recompensa por las molestias, y el ingeniero regresará con nosotros de todas formas. Y si no lo hago yo, entonces lo hará mi heredero o el suyo; hasta después de que acaben las vidas de vuestros nietos, vuestros nombres continuarán escritos en el libro. No tratéis con ligereza la ira de los enanos porque podría llegar un día en que vuestro pueblo vuelva a recurrir a nosotros como aliados, y entonces podríamos abrir nuestro libro y ver la cuenta que habéis dejado pendiente. En este lugar, sobre las mismísimas laderas donde nuestros ancestros lucharon y murieron juntos en una época pasada, ¿negaréis mi derecho sólo para proteger a este pícaro?
El discurso fue seguido por un profundo silencio que cayó sobre el salón. Dewircht miró de Barundin a Dran, y luego sus ojos se posaron sobre Rimbal Wanazaki.
El ingeniero parecía preocupado y alzó la mirada hacia el rey. Avanzó y se detuvo ante el capitán.
—Bajad las armas —dijo Rimbal—. Tiene razón en todo lo que dice. —Se volvió hacia el rey—. No quiero esto, pero menos aún quiero lo que sin duda harás. Iré a buscar mis cosas. ¿Qué hago con el girocóptero?
—Si me das tu palabra de que me seguirás hasta llegar a Zhufbar, puedes volar en él —replicó Barundin.
—¿Mi palabra? —preguntó Wanazaki—. ¿Aceptarás la palabra de un perjuro?
—Aún no eres un perjuro, Rimbal —replicó Barundin, cuya expresión se suavizó—. Nunca lo has sido y no creo que vayas a serlo ahora. Regresa a casa, Rimbal. Regresa junto a tu pueblo.
Rimbal asintió con la cabeza y se volvió a mirar al capitán Dewircht. Estrechó la mano libre del humano al mismo tiempo que asentía con la cabeza. La gente del salón se separó otra vez para dejarlo salir, cosa que hizo con la cabeza orgullosamente alta y con paso enérgico y firme.