Agravio tercero
El agravio de la rata
Los salones y corredores de Zhufbar resonaban constantemente con los golpes de los martillos pilones, el siseo del vapor, el rugido de los hornos y los pesados pasos de las botas de los enanos. Para Barundin era una sinfonía artesanal impregnada de la melodía del propósito común y que seguía el ritmo de la industria. Era el sonido de una fortaleza de enanos concentrada en una sola meta: la guerra.
Las armerías habían sido abiertas para sacar una vez más las grandes armas rúnicas de los ancestros. Se pulimentaban hachas con destellantes hojas y feroces runas; escudos y mallas de gromril decorados con las imágenes de los ancestros de los clanes eran sopesados otra vez. Martillos labrados con oro y plata colgaban de las paredes. Cascos de batalla adornados con alas, cuernos y yunques descansaban junto a las mesas en espera de sus dueños.
Los ingenieros estaban sumidos en su arte mientras las forjas se llenaban de fuego y humo. En las cámaras acorazadas se fabricaban barriletes y más barriletes de pólvora, mientras todo tipo de artesanos se concentraban en grandes máquinas de guerra, armas y armaduras. Se sacaron cañones de las fundiciones y se los despertó amorosamente de su sueño con lustre y paños. Fueron reunidos cañones lanzallamas, cañones órgano, lanzadores de virotes y lanzadores de agravios, y se les grabaron juramentos de venganza y valentía.
Aquello no era una mera expedición ni tampoco una incursión en las tierras salvajes para librar una escaramuza. Era una guerra de los enanos, feroz y nacida del agravio. Era la justa cólera que ardía dentro del corazón de todos los enanos, jóvenes y viejos por igual. Era el poder de los antiguos y la sabiduría de generaciones lanzada en una sola línea de acción destructiva.
Barundin podía sentirla corriendo por sus venas mientras los espíritus de setenta generaciones lo contemplaban desde los Salones de los Ancestros. Nunca se había sentido tan seguro de lo que pensaba; nunca su ser había estado decidido a nada tan único y tan digno. Aunque al principio el pensamiento de recuperar Grungankor Stokril había colmado al rey de aprensión, había necesitado pensar en ello apenas unos momentos para reconsiderar la idea.
A pesar de que había comenzado como una necesidad para perseguir después sus propias metas, Barundin se había aferrado a la idea de purgar Dukankor Grobkaz-a-Gazan, la Madriguera de la Ruina Goblin. Sería un modo adecuado de comenzar su gobierno y marcaría la actitud de su pueblo durante todo el reinado. La conquista de las antiguas minas lanzaría a Zhufbar a un nuevo período de empeño y prosperidad. Era más que una simple batalla o un escalón de ascenso para sus propias necesidades. La destrucción del reino goblin en tierras lejanas marcaría su ascenso al trono de Zhufbar.
Aunque la guerra sería terrible y los enanos se mostrarían implacables durante el conflicto, la vida dentro de una fortaleza no cambiaba con rapidez. Los preparativos para la marcha de Barundin contra los goblins se prolongaron cinco años. Una empresa semejante no podía comenzar a la ligera, y ningún enano que valiera su oro lo haría de manera precipitada y sin prepararse.
Mientras los ingenieros y herreros que hacían hachas, los que manufacturaban armaduras y los trabajadores de las fundiciones habían estado afanándose, lo mismo habían hecho Barundin, los hidalgos y el Señor del Saber. Por primera vez en un milenio y medio, se habían sacado a la luz de las profundidades de las bibliotecas los antiguos planos de la mina de Gnmgankor Stokril. Con sus consejeros, Barundin estudió los detallados mapas durante largas semanas y meses. Aventuraron dónde los goblins habrían excavado sus propios túneles y dónde podrían quedar atrapados.
Se enviaron exploradores a los túneles del este para calcular el número de goblins y su paradero. Los rompehierros, guerreros veteranos en la lucha dentro de túneles, dedicaron su tiempo a enseñarles sus trucos de guerra a los jóvenes barbasnuevas, instruyéndolos en la destreza con el hacha y el manejo del escudo. Los más viejos de la población de Zhufbar enseñaron a los más jóvenes sus trucos de grobkul, el antiguo arte de acecho del goblin. Los mineros recibieron el encargo de practicar la demolición y la construcción de túneles con el fin de tapar los agujeros goblins y erigir refuerzos de apuntalamiento.
En medio de todo eso, la fortaleza hacía cuanto podía por continuar con la vida normal. A Barundin se le aseguró que los trabajos seguían a buen ritmo en la cervecería y que no los había afectado para nada la nueva empresa guerrera de la plaza fuerte. Aún había acuerdos comerciales que cumplir, minas que excavar, mineral que fundir y gemas que tallar y pulir.
A despecho del tiempo que había transcurrido hasta el momento, Barundin sabía que dentro de poco sus soldados estarían preparados. Sería un ejército como Zhufbar no había visto en cinco generaciones. Por supuesto, Arbrek le había advertido que unos ejércitos como los que habían luchado durante la Guerra de Venganza contra los elfos o habían defendido valientemente Zhufbar durante la Época de las Guerras Goblins, nunca volverían a verse. Los enanos ya no contaban con tantos efectivos ni con el conocimiento y las armas de aquellos tiempos. Era una advertencia contra el peligro de subestimar la amenaza goblin. Sin embargo, el pesimismo del anciano Señor de las Runas surtía poco efecto en el creciente anhelo que Barundin sentía ante la batalla inminente.
Fue entonces, tal vez apenas unas semanas antes de la fecha en que el ejército debía ponerse en marcha, cuando llegaron a oídos de Barundin noticias inquietantes. Fue por boca de Tharonin Grungrik, jefe de uno de los clanes mineros más grandes, cuando Barundin celebraba el consejo mensual de guerra.
—No sé qué exactamente, pero hemos despertado algo —les informó Tharonin—. Tal vez sean los goblins, tal vez alguna otra cosa. Siempre hay uno o dos jóvenes barbasnuevas que desaparecen de vez en cuando; lo más probable es que yerren el camino. Estos últimos meses, los que no han vuelto han sido más que en los diez años anteriores. Diecisiete bajaron y no han regresado.
—¿Piensas que son los goblins? —preguntó Barundin al mismo tiempo que cogía la jarra de cerveza.
—Tal vez sí, tal vez no —respondió Tharonin—. Quizá algunos de ellos siguieron a los exploradores cuando regresaron del este. Tal vez ellos mismos encontraron el camino a través de los túneles. ¿Quién sabe dónde han estado cavando?
—Más razón aún para que continuemos adelante con nuestros preparativos —bufó Harlgrim—. Cuando hayamos acabado con ellos, los goblins no se atreverán a poner el pie a cincuenta leguas de Zhufbar.
—Se han encontrado cuerpos —dijo Tharonin, cuya profunda voz era ominosa—. No estaban cortados en pedazos, no les faltaba ni un jirón de ropa, ni un anillo, ni un adorno. A mí, eso no me parece obra de los goblins.
—¿Apuñalados? —dijo Arbrek, que se removió y abrió los ojos.
Los demás enanos habían supuesto que dormía, pero, al parecer, había estado profundamente sumido en sus pensamientos.
—En la espalda —asintió Tharonin—. Una sola vez, justo a través de la columna.
—Apuesto un puñado de bryn a que no ha sido ningún goblin quien ha hecho eso —dijo Harlgrim.
—¿Thaggorakis? —sugirió Barundin—. ¿Pensáis que los hombres rata han vuelto?
Los otros asintieron con la cabeza. Junto con los orcos y los goblins, los trolls y los dragones, los thaggorakis, hombres rata mutantes conocidos también como skavens, habían contribuido a la caída de varias de las antiguas fortalezas de los enanos durante la Época de las Guerras Goblins. Carroñeros deformes y malditos, los skavens constituían una amenaza constante; cavaban sus túneles en la oscuridad del mundo, y eran invisibles para hombres y enanos. Habían pasado muchos siglos desde la última vez que Zhufbar había tenido problemas con ellos, ya que los últimos skavens habían sido expulsados hacia el sur por los goblins.
—Hemos trabajado durante demasiado tiempo para que nos desalienten especulaciones y rumores —declaró Barundin, rompiendo el sombrío silencio—. Si se trata de las ratas ambulantes, necesitamos estar seguros. Tal vez sean sólo unos goblins que han seguido a la expedición cuando regresaba, como dice Tharonin. Enviad destacamentos al interior de las minas, abrid las vetas agotadas y cerradas, y mirad qué hay ahí abajo.
—Será una buena práctica para los barbasnuevas —comentó Arbrek con una ceñuda sonrisa—. Si pueden pillar a algunos thaggorakis, los goblins no supondrán ningún problema.
—Hablaré con los otros clanes mineros —se ofreció Tharonin—. Nos dividiremos el trabajo entre nosotros, y enviaremos guías con los destacamentos que no conozcan los túneles del este. Cavaremos en todos los túneles y los haremos salir.
—Bien —dijo Barundin—. Haced lo necesario para salvaguardar vuestra seguridad, pero encontrad una prueba de lo que está sucediendo. Se necesitará algo más que unas pocas ratas en la oscuridad para desviarme de mi camino.
* * *
Una extraña atmósfera descendió sobre Zhufbar al propagarse la noticia de las misteriosas desapariciones. La especulación estaba a la orden del día, en particular entre los enanos de más edad, que citaban relatos de su pasado o del pasado de sus padres o de sus abuelos. Resurgieron las viejas historias, sagas de antiguos héroes enanos que habían luchado contra los goblins y los thaggorakis.
Con meticuloso detalle, los más sabios barbasviejas hablaban de Karak-Ocho-Picos, la fortaleza que había caído ante esas dos fuerzas viles. Rodeados por ocho montañas impresionantes Karag-Zilfin, Karag-Yar, Karag-Mhonar, Karag-Ril, Karag-Lhune, Karag-Rhin, Karag-Nar y Kvinn-Wyr, los enanos de la fortaleza habían creído estar protegidos por una barrera natural tan segura contra los ataques como cualquier muralla. En sus días de gloria, Karak-Ocho-Picos era conocida como la Reina de las Profundidades de Plata, Vala-Azrilungol, y su gloria y magnificencia eran superadas sólo por el esplendor de Karaz-a-Karak, la capital.
Pero los terremotos y erupciones volcánicas que precedieron a la Época de las Guerras Goblins resquebrajaron los ocho picos y derribaron muchas de las murallas y torres que habían sido construidas en ellos por los enanos. Durante casi cien años, orcos y goblins atacaron la fortaleza desde arriba. Los asediados enanos ya estaban amenazados desde abajo por los skavens, y gradualmente se vieron empujados hacia el centro del recinto, sitiados por todos lados.
El último vil golpe llegó cuando los skavens, ingenieros arcanos y manipuladores de la materia prima del Caos, la piedra de disformidad, lanzaron venenos y plagas contra los enanos sitiados. Al sentir que su perdición estaba cerca, el rey Lunn ordenó que se cerraran con llave y enterraran tesoros y armerías, y condujo a sus clanes fuera de la fortaleza, luchando para abrirse paso hasta la superficie a través de los pieles verdes. Expediciones de corta vida se habían aventurado desde entonces al interior de Karak-Ocho-Picos con la intención de recuperar los tesoros del rey Lunn, pero las belicosas tribus de goblins nocturnos y los clanes skavens habían desbaratado o hecho retroceder todo intento de penetrar en las profundidades de la fortaleza.
Estas conversaciones no hacían más que ensombrecer el estado anímico de Barundin. Aunque nadie había sacado aún a relucir el tema, sentía que la disposición de los nobles estaba cambiando. Se preparaban para cavar, como habían hecho siempre los enanos, con el fin de rechazar la amenaza skaven. Sería sólo cuestión de días antes de que se encontrara la primera prueba real de que había skavens cerca, y entonces los jefes sugerirían que se pospusiera la marcha contra Dukankor Grobkaz-a-Gazan. Tendrían buenas razones para hacerlo; Barundin lo sabía, y él mismo dudaba. Su mayor temor, sin embargo, era que volviera a perderse el ímpetu que había comenzado a agitar la fortaleza.
Barundin era joven en términos de enanos; tenía menos de ciento cincuenta años, y cabezas más viejas que la suya lo llamarían impetuoso, incluso irreflexivo. Su creciente sueño de conquistar las minas perdidas, vengar la muerte de su padre y conducir intrépidamente su fortaleza hacia el futuro, se marchitaría lentamente. Los siglos que viviera, los que los ancestros le concedieran, estarían limitados a Zhufbar, mientras observaba cómo el mundo exterior caía en poder de los orcos, y su pueblo se volvía temeroso de aventurarse por lo que en otros tiempos fueron sus tierras, sus montañas.
Estos pensamientos despertaban una profunda cólera dentro de Barundin, la latente ira que yacía adormecida dentro de todos los enanos. Mientras que los pelogris agitaban las barbas, gruñían dentro de las jarras y hablaban de las perdidas glorias del pasado, Barundin sentía la necesidad de buscar venganza, de actuar en lugar de hablar.
Así pues, el rey de Zhufbar aguardaba con agitación cada informe procedente de las minas. Tharonin Grungrik había asumido la autoridad sobre las investigaciones, dado que era el más viejo y respetado de los nobles mineros. Cada día le enviaba a Barundin un resumen o lo informaba en persona cuando sus numerosas obligaciones lo permitían.
Cada informe hacía que a Barundin se le cayera el alma a los pies. Se hablaba de extraños olores en las profundidades, de pelo y excrementos. Los mineros más experimentados mencionaban brisas extrañas procedentes de las profundidades, olores raros que no se percibían en ningún túnel cavado por enanos. Con sentidos nacidos de generaciones de sabiduría acumulada, los mineros informaban de extraños ecos, sutiles reverberaciones que no guardaban relación alguna con las propias excavaciones de los enanos. Se percibían ruidos de rascado en el umbral auditivo, y extraños susurros que callaban en cuanto uno se ponía a escucharlos.
Más inquietantes incluso resultaban los relatos sobre sombras peculiares en la oscuridad, manchas aún más negras que se movían en las tinieblas y desaparecían a la luz de un farol. Aunque ningún enano podía jurarlo, muchos pensaban haber entrevisto ojos rojos que los espiaban, y una creciente sensación de ser observados impregnaba los salones y galerías inferiores.
También las desapariciones estaban haciéndose más frecuentes. Se habían desvanecido destacamentos completos, y la única prueba de su desaparición era su ausencia en los salones a la hora de las comidas. Ni Tharonin, ni Barundin, ni ninguno de los otros miembros del consejo podía discernir una pauta en las desapariciones. Los trabajos de minería cubrían muchos kilómetros hacia el este, el norte y el oeste, y las minas más viejas se extendían varias leguas.
Fue un Tharonin desconcertado el que se dirigió al consejo de Barundin cuando volvieron a reunirse. El noble había acudido a la cámara de audiencias del rey directamente desde las minas, y aún llevaba puesto un largo camisote de gromril y un casco adornado con detalles de oro. Tenía la barba salpicada de polvo de roca y la cara sucia.
—La noticia es mala, muy mala —declaró Tharonin antes de beber un largo trago de cerveza.
La cara del enano se contorsionó en una expresión amarga, aunque no quedó claro si se debía a la cerveza o a las noticias de que era portador.
—Cuéntamelo todo —pidió Barundin. El rey se inclinó hacia adelante, con los codos apoyados sobre la mesa y el barbudo mentón en las manos.
—Hay túneles nuevos, no cabe duda alguna —dijo Tharonin al mismo tiempo que sacudía la cabeza.
—¿Túneles skavens? —preguntó Harlgrim.
—Con certeza. Huelen a rata y se han hallado excrementos. También hemos comenzado a encontrar cuerpos, algunos de ellos son poco más que esqueletos que las alimañas han dejado limpios.
—¿Cuántos túneles? —preguntó Barundin.
—Siete hasta ahora —replicó Tharonin—. Siete son los que hemos encontrado, pero podría haber más. De hecho, apuesto a que sin duda hay más de los que aún no sabemos nada.
—Siete túneles… —murmuró Arbrek, que removió la espuma de la cerveza con un dedo mientras consideraba las palabras. Alzó los ojos al sentir las miradas de los otros sobre él—. Siete túneles; no es un número pequeño de enemigos.
Barundin contempló los rostros de los miembros del consejo y se preguntó cuál de ellos iba a ser el primero en mencionar la planeada guerra contra los goblins. Ellos le devolvieron la mirada en silencio, hasta que Snorbi Threktrommi se aclaró la garganta.
—Alguien tiene que decirlo —comenzó Snorbi—. No podemos marchar contra los goblins mientras haya un enemigo ante nuestras puertas. Tenemos que ir contra los skavens antes de enfrentarnos con los goblins.
Se oyó un coro de aprobaciones gruñidas y, por las expresiones de los rostros, Barundin se dio cuenta de que esperaban su respuesta y tenían los argumentos preparados. En lugar de contradecirlo, asintió lentamente con la cabeza.
—Sí —declaró el rey—. Mi saga no comenzará con un relato de estúpida testarudez. Aunque me duele más que cualquier cosa, pospondré la guerra contra Dukankor Grobkaz-a-Gazan. No seré recordado como el rey que reconquistó nuestro lejano territorio y perdió su plaza fuerte en la empresa. El ejército que ha sido reunido para la marcha debe ser enviado a las minas, y desterraremos a esas viles criaturas de entre nosotros. Mañana por la mañana quiero que compañías de guerreros entren con los mineros en los túneles que han sido descubiertos. Buscaremos su madriguera y la destruiremos.
—Es un rey sabio el que presta oídos al consejo —sentenció Arbrek al mismo tiempo que le daba a Barundin unas palmaditas en un brazo.
Barundin alzó la mirada hacia Thagri, el Señor del Saber, que tomaba notas en su diario.
—Escribe esto —dijo el rey—. He dicho que la guerra contra los goblins queda pospuesta, pero juro que cuando nuestros salones estén a salvo, el ejército marchará para reclamar lo que nos fue arrebatado.
—No habrá discusión por mi parte —dijo Harlgrim a la vez que alzaba su jarra.
Se oyeron similares aserciones por parte de los demás.
* * *
Se hizo correr la voz por la fortaleza para que la noticia llegara a los jefes de los clanes. Por la mañana reunirían sus efectivos en el Alto Salón para que el rey les hablara. Quedaban por delante muchas más planificaciones y acaloradas discusiones que duraron hasta pasada la medianoche. Un Barundin tan agotado que incluso su considerable constitución de enano se había debilitado abandonó la cámara de audiencia y se dirigió a su dormitorio.
El rey percibía la atmósfera de la fortaleza mientras caminaba por los corredores iluminados con faroles. Era silenciosa y tensa, y cada pequeño crujido y arañazo atraía su atención y le hacía sospechar que había cosas viles escondidas en las sombras. Al igual que la ominosa opresión que precedía a un derrumbamiento, Zhufbar estaba inmóvil, cargada de catástrofe potencial. Tras las largas semanas de preparación para la guerra, los túneles y salones se encontraban misteriosamente silenciosos y quietos.
Barundin llegó a sus dependencias y se sentó con gesto cansado sobre la cama. Después de quitarse la corona y abrir con la llave el baúl situado junto al lecho, sacó de él una bolsa de terciopelo acolchada y guardó la corona dentro. Uno a uno se quitó los siete broches de oro de la barba, los envolvió y los dejó al lado de la corona. Cogió un peine de hueso de troll de la mesita de noche y comenzó a peinarse la barba para deshacer los nudos que se le habían hecho durante las nerviosas horas del día. Se soltó la coleta y se peinó el cabello antes de coger tres finos tientos de cuero y atarse la barba. Se quitó los ropones, los dobló con cuidado y los dejó en una ordenada pila sobre el baúl, para luego coger la camisa de dormir y el gorro que había encima de la cama y ponérselos.
Se levantó y atravesó la cámara para echar una palada de carbón al fuego, que agonizaba sobre la rejilla del hogar situado a los pies de la cama. Al prender, las llamas se avivaron, y el humo onduló y desapareció por la chimenea excavada desde arriba hasta una profundidad de centenares de metros y protegida por redes y rejillas para impedir que nada entrara, accidental o intencionadamente. Vertió en la palangana una parte del contenido del aguamanil que había junto a la cama y se lavó las orejas. Por último, abrió la pantalla del farol que pendía sobre el lecho y apagó la vela; la habitación quedó sumida en el rojo resplandor del fuego. Concluidos los preparativos, Barundin se dejó caer de espaldas sobre la cama; estaba demasiado cansado para meterse debajo de las mantas.
A pesar de la fatiga, el sueño no llegó con facilidad, y el rey permaneció tendido sobre el lecho, inquieto, volviéndose de un lado a otro. Tenía la mente llena de pensamientos, de las discusiones de ese día y de los funestos hechos que debían llevarse a cabo al siguiente. Cuando el cansancio lo venció por fin, Barundin se sumió en un inquietante sueño poblado por colmilludas caras de rata. Se imaginaba rodeado por una manada de alimañas que arañaban y mordían, que masticaban sus dedos inertes. En la oscuridad había ojos que lo miraban con malévola intención, esperando para saltar sobre él. Los arañazos resonaban en la oscuridad que lo rodeaba.
Barundin despertó y, por un momento, no supo dónde estaba, ya que las imágenes residuales de la pesadilla aún persistían en su mente. Se puso alerta al darse cuenta de que algo no iba bien, aunque pasaron unos momentos antes de que determinara la causa de su inquietud. En la cámara reinaba una oscuridad negra como la brea y estaba en silencio. No era sólo la oscuridad de una noche nublada, sino la absoluta negrura de las profundidades del mundo que representa el terror para tantas criaturas. Incluso los enanos, acostumbrados a las profundidades subterráneas, llenaban sus fortalezas con fuegos, antorchas y faroles.
Barundin se sentó al mismo tiempo que forzaba sus ojos y oídos; el corazón le golpeaba fuertemente en el pecho. Se sentía como si lo estuvieran observando.
El fuego se había apagado, pese a que había carbón suficiente para toda la noche.
Moviéndose con lentitud, comenzó a deslizar las piernas hacia el borde de la cama, preparado para ponerse de pie. Fue entonces cuando oyó el más leve de los sonidos. Era poco más que una insinuación en el límite auditivo pero estaba allí, un ruido de arañazos. En la oscuridad, a su derecha, al lado del fuego apagado, percibió un destello. Era un pálido resplandor verde enfermizo, una mancha sobre la negrura. Al mirar con el rabillo del ojo, vio que un diminuto punto caía y chocaba contra el suelo.
Oyó más que vio que la figura avanzaba hacia él: un revolotear de tela, el raspar de unas garras contra el piso de piedra. Desarmado, cogió lo primero que le vino a las manos, una almohada, y se la arrojó a la forma que se le acercaba.
Los enanos son un pueblo duro que no sólo es capaz de soportar muchas incomodidades, sino que se enorgullece de este hecho. Evitan las regaladas comodidades de otras razas, y los objetos blandos de su mobiliario lo son todo menos blandos. Así fue como el intruso recibió el impacto de un saco dé lona almidonada rellena con seis kilos de grava finamente molida mezclada con pelo de cabra.
En la oscuridad, Barundin vio que la figura alzaba un brazo, pero el movimiento resultó poco eficaz. La almohada del enano se estrelló contra el hombro de la criatura y la derribó de espaldas; a la vez, el arma que aferraba con una mano cayó y repiqueteó en el suelo. Para cuando el enemigo se recuperó, Barundin había salido de la cama y corría a toda velocidad.
Con un siseo, la criatura se apartó de un salto del camino de la loca carrera de Barundin, brincó contra la pared y pasó por encima de su cabeza. Barundin intentó girar, pero el impulso que llevaba estrelló uno de sus hombros contra el muro. Sintió que algo se partía bajo uno de sus pies descalzos, a lo que siguió un dolor punzante. Con un gruñido, volvió la cabeza y vio que su asesino se lanzaba hacia él con un cuchillo en la mano. Era rápido, tanto que Barundin apenas tuvo tiempo de alzar un brazo antes de que la daga se le clavara en el estómago. El rey lanzó un gruñido y le asestó un puñetazo a la cara de rata de la criatura, que salió despedida hacia atrás.
—¡Martilladores! —bramó Barundin mientras retrocedía ante el asesino skaven hasta quedar de espaldas contra la pared—. ¡A vuestro rey! ¡Martilladores, a mí!
Barundin desvió otro ataque con el brazo izquierdo, y la hoja del cuchillo le hirió la mano. Sentía que la sangre empapaba la tela de la camisa de dormir y le corría por las piernas.
La puerta se abrió con violencia y la luz que entró del exterior cegó momentáneamente a Barundin. Con los ojos entrecerrados vio que Gudnam Diente de Piedra entraba corriendo en la habitación, seguido de cerca por los otros guardias personales del rey. El asesino giró sobre los talones y recibió en las costillas un demoledor golpe del martillo de guerra de Gudnam, que lo lanzó hacia atrás. Al haber luz, Barundin podía ver con claridad a su atacante.
Era más bajo que un humano, aunque un poco más alto que un enano, de espalda encorvada y aspecto vigilante, e iba vestido con harapos negros. Una cola pelada y parecida a una serpiente se movía de un lado a otro con agitación, y su cara de alimaña estaba contorsionada por un gruñido. Unos ojos rojos miraban con ferocidad a los enanos recién llegados.
La criatura dio un salto y pasó junto a Gudnam en dirección al hogar, pero Barundin se lanzó hacia adelante, cogió un atizador y lo descargó sobre el lomo del skaven, cuyo espinazo se partió con un crujido. Al desplomarse, lanzó un monstruoso lamento, y sus patas se contrajeron espasmódicamente. Un Martillador, Kudrik Batidor de Hierro, avanzó y descargó su arma sobre la cabeza del asesino; le aplastó el cráneo y le partió el cuello.
—Mi rey, estás herido —dijo Gudnam, que corrió al lado de Barundin.
Barundin acabó de rasgar el desgarrón irregular de la camisa de dormir y dejó a la vista un corte que le cruzaba el estómago. Era largo, aunque no profundo, y apenas había penetrado en el sólido musculo del enano que había bajo la piel. La herida que tenía en el brazo era igualmente menor, dolorosa pero no peligrosa.
Kudrik recogió del suelo el arma partida y la sujetó aprensivamente pese a llevar la mano enfundada en un guantelete. Del oxidado metal de la espada manaba un icor espeso que se acumulaba en goteantes regueros al llegar al filo. El veneno rielaba con la inquietante no luz de la piedra de disformidad molida.
—Espada supurante —dijo el Martillador con desprecio—. Si esto os hubiera herido, las cosas serían más que serias.
—Sí —asintió Barundin mientras recorría la habitación con la mirada—. Traedme un farol.
Uno de los Martilladores de Zhufbar salió a la antecámara y regresó con una vela protegida por una campana de vidrio, que le entregó al rey. Barundin se metió en el hogar y levantó la vela para iluminar el tiro de la chimenea. Vio el punto en que el asesino había cortado los barrotes que bloqueaban el conducto para abrirse paso.
—Podría haber otros —dijo Gudnam al mismo tiempo que se echaba el martillo sobre el hombro.
—Enviad a los exploradores a la superficie —dijo Barundin—. Que comiencen por las ruedas hidráulicas y las chimeneas de las forjas. Que lo registren todo.
—Sí, rey Barundin —respondió Gudnam, y le hizo un gesto de asentimiento a uno de sus guerreros, que salió de la cámara—. El apotecario debería echarles un vistazo a esas heridas.
Cuando Barundin estaba a punto de responder, se oyó un ruido procedente del exterior, lejano pero fuerte. Era el sonido bajo de un cuerno que tocaba largas notas, un eco triste que llegaba desde las profundidades.
Los ojos del rey se encontraron con la mirada preocupada de Gudnam.
—¡Llamadas de alarma desde las profundidades! —gruñó Barundin—. Averigua dónde.
—¿Y tus heridas? —preguntó Gudnam.
—De mis heridas que se ocupe el peludo culo de Grimnir, ¡nos están atacando! —bramó el rey, haciendo que Gudnam diera un respingo—. Despertad a los guerreros. Haced sonar los cuernos por toda Zhufbar. ¡Tenemos al enemigo encima!
En el túnel resonaban el entrechocar metálico y los pesados pasos de las botas de los enanos mientras Barundin y un destacamento de guerreros bajaban corriendo a través de la fortaleza hacia los niveles inferiores. El rey aún se ajustaba las correas de su coraza de gromril, y se había remetido apresuradamente el pelo suelto dentro del casco coronado. En el brazo izquierdo llevaba una rodela de acero con incrustaciones de gromril que formaban la imagen del abuelo de su tatarabuelo, el rey Korgan, y en la mano derecha sostenía a Grobidrungek —Vencedora de Goblins—, una hacha rúnica de un solo filo que había permanecido en su familia durante once generaciones. En torno a él, los enanos de Zhufbar preparaban hachas y martillos, y sus barbudos rostros presentaban expresiones serias y resueltas mientras avanzaban con rapidez.
Por encima del estruendo del ejército, se oían los gritos y los toques de los cuernos; procedían de las profundidades de la mina, e iban en aumento a medida que Barundin avanzaba. El arqueado túnel bajo se abrió en el Cuarto Salón Inferior, el núcleo de una red de minas y túneles que se extendía al norte de las cámaras principales de Zhufbar. Allí aguardaban Tharonin y los miembros del clan Grungrik armados y acorazados para la lucha. Los jefes iban de un lado a otro bramando órdenes y reuniendo la línea de batalla en el amplio salón.
—¿Dónde? —preguntó con exigencia Barundin al detenerse junto a Tharonin.
—El séptimo túnel norte, el octavo pasadizo nordeste y el segundo pasadizo norte —respondió el enano sin aliento.
Debajo del casco de minero ribeteado de oro, Tharonin tenía la cara sucia y empapada de sudor. La vela que había dentro del pequeño farol que llevaba montado en la frente chisporroteaba, pero continuaba encendida.
—¿Cuántos? —preguntó Barundin al mismo tiempo que se apartaba a un lado para dejar el camino libre a unos Atronadores que llegaron a paso ligero; el estandarte de plata y bronce que llevaban exhibía su lealtad al clan Thronnson.
—No hay forma de saberlo —admitió Tharonin, que señalo hacia la arcada de la izquierda, ante la que estaba reuniéndose el ejército—. Parece que la mayoría está en los pasadizos del norte Por el momento, los hemos contenido en el séptimo túnel. Tal vez solo era una maniobra de distracción o quizá lleguen mas.
—¡Bugrit! —maldijo Barundin mientras que miraba a su alrededor. Entonces había unos quinientos guerreros en el salón, y entraban más a cada momento que pasaba—. ¿Dónde están los ingenieros?
—Aún no hemos sabido nada de ellos —respondió Tharonin con una sacudida de cabeza que hizo caer una cascada de polvo de su barba sucia.
El salón tenía una forma más o menos ovalada, un diámetro máximo de doscientos trece metros y unos noventa metros de profundidad, y estaba orientado de este a oeste. Mediante una serie de plataformas escalonadas descendía casi quince metros hacia el norte, y las tropas de artillería estaban reuniéndose en los escalones superiores para disparar por encima de las cabezas de los demás enanos que se organizaban en lineas defensivas a medio camino del salón.
Con metálicos golpes sordos, una humeante locomotora entro por la puerta este arrastrando tres maquinas de guerra con avantrén. Dos eran cañones cuyos pulidos tubos brillaban a la luz de los gigantescos faroles que pendían del techo del salón a unos tres metros y medio por encima de las cabezas de los enanos. La tercera era más arcaica y consistía en un gran cuerpo central a modo de caldera y un cañón aflautado rodeado por intrincadas tuberías y válvulas: un cañón lanzallamas.
Junto a la máquina marchaban ceñudos ingenieros; iban ataviados con delantales acorazados y llevaban hachas y herramientas. Su llegada fue recibida por vítores de voces graves. La locomotora se detuvo con un refunfuño en el escalón superior, y los ingenieros comenzaron a desenganchar el avantrén de las máquinas de destrucción.
—Martilladores, ¡conmigo! —ordenó Barundin, blandiendo el hacha hacia la arcada que llevaba a los pasadizos del norte. Se volvió a mirar a Tharonin—. ¿Te apetece un paseo por los túneles para echar un vistazo?
Tharonin le dedicó una ancha sonrisa y les hizo una señal a sus guardias personales, los Barbaslargas Grungrik, que echaron a andar junto a los Martilladores de Zhufbar. Los doscientos guerreros atravesaron las plataformas y bajaron los escalones serpenteando entre los regimientos que iban reuniéndose. Por encima del ejército, que era ya de más de un millar de efectivos, brillaban iconos de oro y flameaban pendones bordados, y el murmullo de las graves voces de los enanos resonaba por todo el salón.
Delante, el túnel era oscuro e imponente. Tharonin explicó que habían apagado los faroles para impedir que los guerreros que se retiraban quedaran silueteados por la luz procedente del salón. Barundin asintió con aire de aprobación y se detuvieron durante unos momentos mientras enviaban guerreros a encender antorchas y faroles que llevarían consigo hacia la oscuridad. Adecuadamente iluminados, continuaron avanzando.
El túnel era de casi seis metros de ancho y poco más de tres de alto, lo que permitía que los enanos avanzaran de diez en fondo, con Tharonin al frente de una línea de cinco de los Barbaslargas Grungrik, y Barundin a la cabeza de los Martilladores de Zhufbar. Los sonidos de combate aumentaban en la misma medida que se amortiguaban los ruidos del salón. Túneles laterales, algunos apenas el doble de anchos que un enano, desembocaban en el pasadizo principal; cuando llegaron a una bifurcación, Tharonin señaló el túnel de la izquierda. Los gritos y el entrechocar de armas resonaban contra las paredes de un modo extraño; unas veces parecían estar detrás del grupo, y otras, ser sonidos leves y proceder de uno u otro lado.
No obstante, al cabo de poco, se hizo obvio que se encaminaban en la dirección correcta, pues comenzaron a encontrar cuerpos de enanos tendidos en el suelo. Los justillos y cotas de malla estaban desgarrados y ensangrentados, pero también había pilas de skavens muertos. Las ratas de apariencia humana eran seres repulsivos, con pelo sarnoso y apelmazado, caras calvas y cubiertas de cicatrices. Los que iban vestidos con algo llevaban poco más que harapos y taparrabos, y sus armas rotas eran mazos toscos y algún que otro trozo de metal afilado y con mango de madera. A la mayoría parecían haberles dado muerte cuando huían, porque tenían terribles tajos de hacha en los hombros y el espinazo, golpes de martillo en la parte posterior de la cabeza y el espinazo destrozado.
—Estos son sólo esclavos —dijo Tharonin—. Forraje para nuestras armas.
Barundin no respondió de inmediato, pero miró hacia atrás. Los esclavos skavens eran criaturas cobardes, impulsadas a la batalla por las instigaciones y latigazos de sus amos. Sabía lo poco que había que saber sobre el enemigo por haber leído varios de los antiguos diarios de sus predecesores y relatos de otras fortalezas. Si los skavens habían tenido intención de penetrar en los niveles superiores, los esclavos eran una mala elección de vanguardia, con independencia de lo prescindibles que fuesen.
Barundin se detuvo en seco, y el Martillador que lo seguía se estrelló contra él y lo hizo tambalear.
—¡Alto! —gritó Barundin por encima de las disculpas del guardia. El rey se volvió hacia Tharonin con el ceño fruncido—. Están haciéndonos salir. Los necios los han seguido al interior de los túneles.
Tharonin miró por encima del hombro con repentina preocupación, como si esperara que una horda de hombres rata se les echara encima por retaguardia. Dio un toque a su corneta en un hombro.
—Toca a retirada —le dijo al músico—. Haz que retrocedan.
El corneta se llevó el instrumento a los labios e hizo sonar tres notas cortas. Lo repitió tres veces más. Pasados unos momentos, llegó la respuesta: procedía de más adelante y repetía la orden. Barundin asintió con satisfacción y le ordenó al pequeño destacamento que diera media vuelta y se encaminara de regreso al Cuarto Salón Inferior.
Al entrar nuevamente en el salón, Barundin se separó de los Martilladores de Zhufbar, a los que hizo un gesto para que continuaran adelante, y se detuvo a admirar el espectáculo. El Cuarto Salón Inferior estaba atestado de guerreros enanos de todos los clanes y familias, que de pie, hombro con hombro, se reunían en torno a sus estandartes y con los tambores y cornetas formados a lo largo del frente de batalla. Los feroces enanos armados con hachas del clan Grogstok, con su icono en forma de dragón dorado enarbolado por encima de las cabezas, se hallaban junto a los enanos del clan Okrhunkhaz, protegidos por sus verdes escudos blasonados con runas de plata. Y así, unos tras otros, ocupaban la totalidad del salón de un extremo a otro.
Más allá de ellos esperaban filas de Atronadores armados con sus pistolas, y regimientos de ballesteros que cargaban sus ballestas. Formaban cinco hileras que ocupaban tres escalones del salón; las armas apuntaban hacia abajo, en dirección a las arcadas del norte.
Detrás, los ingenieros tenían entonces cinco cañones; junto a ellos, descansaba la voluminosa y amenazadora forma del cañón lanzallamas. En cada flanco, cerca de las paredes, habían situado cañones órgano de cinco bocas, cuyos artilleros revisaban percutores, inspeccionaban las pilas de balas de cañón y apilaban sacos de pólvora hechos de pergamino para cargarlos.
Arbrek ya había llegado y se encontraba en el centro de la primera línea, donde se habían reunido los Martilladores y otros endurecidos luchadores de los clanes. Barundin avanzó hacia el Señor de las Runas y, al cruzar el espacio que mediaba entre el pasadizo y la línea de enanos, vio los báculos de varios herreros rúnicos menores entre la multitud.
El anciano Arbrek permanecía de pie, con la espalda erguida y sujetaba el báculo de hierro y oro con ambas manos, atravesado ante los muslos; sus penetrantes ojos observaban la aproximación del rey por debajo del borde del vapuleado casco que relumbraba con flameantes runas doradas.
—Me alegro de verte —dijo Barundin al detenerse junto a Arbrek y volverse de cara a los pasadizos del norte.
—Y yo, ¡maldición!, no me alegro de verte a ti —gruñó Arbrek—. En el nombre de Valaya, qué hora tan poco civilizada para una batalla. Ciertamente, esas criaturas son más viles de lo que se pueda suponer.
—Es algo más que sus modales lo que deja muchísimo que desear —puntualizó Barundin—. Pero es verdaderamente escandaloso que no sientan el más mínimo respeto por tu sueño.
—¿Te burlas de mí? —preguntó Arbrek con los labios fruncidos—. Me he afanado durante muchos largos años y me he ganado el derecho de dormir durante toda la noche. Solía pasar una semana entera sin pegar ojo cuando estaba forjando la Runa de Potencia sobre este báculo. Tus antepasados agitarían la barba si oyeran semejante impertinencia, Barundin.
—No quería ofenderte —le aseguró Barundin, contrito de inmediato.
—Creo que no —murmuró Arbrek.
Barundin aguardó sin decir nada más. En el salón sólo se oían el arrastramiento de pies, el tintineo de las armaduras, el raspar de las piedras de afilar y los murmullos de conversaciones dispersas. Barundin comenzó a jugar nerviosamente con los tientos de cuero que envolvían el mango de su hacha mientras esperaba, tironeando de los extremos sueltos. A su izquierda, una voz grave empezó a cantar. Era el noble Ungrik, descendiente de los antiguos gobernantes de Karak-Varn, y al cabo de un rato, el salón se colmó con los antiguos versos que entonaban los miembros de su clan.
Debajo de una solitaria fortaleza de montaña
yacía una riqueza más valiosa que el oro
en una tierra sin júbilo ni alegría,
lejos del calor del hogar.
En la oscuridad de debajo del mundo,
en un lugar nunca antes contemplado,
la riqueza de reyes aguardaba,
sólo hallada por los que fueron osados.
Profundamente cavamos y mucho descendimos,
extrayendo gromril en grandes cantidades,
sin luz de estrellas, sin luz de sol,
duramente nos afanamos sin reparos.
Pero cayeron sobre nosotros enemigos pieles verdes,
acabaron nuestras alegrías y comenzaron nuestras penas
Ninguna hacha, ningún martillo los hizo retroceder.
Su sangre tiñó el lago y lo volvió negro.
Rey nobles dijimos guerra,
sobre nuestros puños se quebrantaron sus ejércitos,
pero desde las profundidades, un temor innombrable
nuestra lucha había despertado con estruendo.
De la oscuridad se alzaba nuestra caída,
un terror desde abajo nos mataba a todos.
Con el corazón triste dejamos a nuestros muertos
con la esperanza rota, convertida en miedo.
Expulsados de nuestros salones y hogares,
obligados a errar por las colinas,
desaparecidos para siempre,
¡qué pérdida tan terrible!,
abandonada en la oscuridad de
la funesta Fortaleza del Peñasco.
En el momento en que los últimos versos resonaban en paredes y techo, se oyeron ruidos procedentes del pasadizo, pies que corrían y gritos de pánico, toses violentas y gritos gorgoteantes, y una inquieta ola de murmullos se propagó por la multitud de enanos.
Por la entrada del túnel comenzó a salir una niebla espesa; al principio, sólo eran jirones, pero la densidad iba en aumento. Era amarilla y verde, teñida por manchas de negrura putrefacta una nube baja que se propagaba por el suelo y cuyos bordes estaban espolvoreados por motas de relumbrante piedra de disformidad.
—¡Viento ponzoñoso! —gritó una voz, y al cabo de pocos instantes el salón se llenó de un estruendo de voces, algunas de consternación, pero muchas de desafío.
Barundin distinguía formas dentro de la nube nociva, sombras de enanos que se debatían mientras corrían y tropezaban. De uno en uno, de dos en dos y de tres en tres, salieron de la niebla tosiendo y atragantándose. Algunos se desplomaban con el cuerpo presa de espasmos; otros se aferraban la cara con las manos, bramaban de dolor, caían de rodillas y golpeaban el suelo de piedra con los puños.
Un barbasnuevas cuyo cabello caía en mechones entre los dedos de las manos avanzó dando traspiés y se desplomó a pocos metros de Barundin, que se arrodilló ante él, giró al joven y le apoyó la cabeza sobre sus rodillas. El rey tuvo que reprimir las náuseas que le contrajeron el estómago.
La cara del enano era un espectáculo espantoso: estaba roja, y llena de ampollas, y los ojos le sangraban. Tenía los labios y la barba sucios de sangre y vómito, y agitó los brazos ciegamente hasta aferrar la cota de malla de Barundin.
—Tranquilo —le dijo el rey, y los manoteos del joven cesaron.
—¿Mi rey? —graznó.
—Sí, muchacho, soy yo —replicó Barundin al mismo tiempo que dejaba el escudo a un lado y posaba la mano sobre la cabeza del enano. Arbrek apareció junto a ellos en el momento en que otros enanos corrían a ayudar a sus compañeros.
—Luchamos valientemente —jadeó el muchacho—. Oímos el toque de retirada, pero no queríamos huir.
—Hicisteis bien, muchacho; hicisteis bien —dijo Arbrek.
—Se nos echaron encima en cuanto les volvimos la espalda —explicó el barbasnuevas, cuyo pecho subía y bajaba de modo irregular; con cada inspiración, se le contorsionaba la cara de dolor—. Intentamos luchar, pero no pudimos. Yo me atraganté y corrí…
—Has luchado con honor —dijo Barundin—. Tus Ancestros te darán la bienvenida en sus salones.
—¿Lo harán? —preguntó el joven, cuya desesperación fue reemplazada por la esperanza—. ¿Cómo son los Salones de los Ancestros?
—Son el lugar más hermoso del mundo —dijo Arbrek, y cuando Barundin alzó los ojos hacia el Señor de las Runas vio que su mirada era distante, como si estuviera fija en algún lugar que nadie vivo había visto jamás—. La cerveza es la mejor que nunca hayas saboreado, mejor que la Bugman’s. En las mesas hay aves asadas y jamones enormes. ¡Y el oro! Todas las clases de oro que hay bajo la montaña se encuentran allí: copas y platos de oro, cuchillos y cucharas de oro. Los más grandes de nosotros moran allí, y oirás sus historias de hechos horrendos y actos de valentía, de inmundos enemigos y bravos guerreros. Todos los enanos viven mejor que un rey en los Salones de los Ancestros. No te faltará nada y podrás descansar sin más cargas sobre los hombros.
El barbasnuevas no replicó, y cuando Barundin bajó la mirada vio que había muerto. Se echó al muchacho sobre el hombro, recogió el escudo, y tras regresar a la formación de enanos, le entregó el cuerpo a uno de sus guerreros.
—Encárgate de que los sepulten con los muertos honorables —dijo Barundin—. A todos.
Al volverse, Barundin vio que el viento ponzoñoso se dispersaba dentro del salón. Le causaba escozor en los ojos y picor en la piel, y cada respiración le pesaba en el pecho, pero entonces era más ligero y carecía de la potencia que había tenido dentro de los túneles de la mina.
Aparecieron otras figuras entre la niebla, encorvadas y veloces. Cuando quedaron completamente a la vista, Barundin vio que eran skavens ataviados con ropones de grueso cuero, cuyas caras estaban cubiertas por gruesas máscaras con oscuros agujeros en el lugar de los ojos. Mientras correteaban hacia ellos, lanzaron al aire orbes de gas que se hicieron añicos contra el suelo y dejaron salir nuevas nubes de viento ponzoñoso. En tanto los enanos se empujaban y tironeaban unos de otros para huir de ese ataque, más skavens atravesaban la húmeda nube. Algunos sucumbieron a la ponzoña y cayeron al suelo entre convulsiones, pero los supervivientes continuaron avanzando sin pensar siquiera en la muerte. Iban pesadamente acorazados con armaduras hechas de trozos de metal y piel rigidida, y llevaban pendones rojos, de forma triangular, hechos jirones.
Se oyó un bramido detrás de Barundin cuando uno de los jefes enanos dio una orden, y un momento después, la cámara resonó con el trueno de las pistolas. Las balas de metal pasaban silbando por encima de la cabeza del rey y derribaban a los skavens tras atravesar las armaduras.
Las oleadas de salvas continuaron de este a oeste, punteadas por el restallar y silbar de las saetas de los ballesteros. Un centenar de skavens muertos cubría el suelo que rodeaba la entrada del pasadizo, pero continuaban avanzando. Detrás de ellos, una hueste de pesadilla irrumpió en el salón y se extendió corriendo a toda velocidad.
La muchedumbre skaven avanzaba entre chillidos y grititos; Las ratas guerreras saltaban e iban armadas con toscas espadas y garrotes que sostenían con las manos provistas de garras. Un rugido de cañón ahogó por un momento el ruido que hacían, y la bala de hierro, envuelta en azul llama mágica, abrió un surco en las filas enemigas al partir cuerpos en dos y lanzar cadáveres destripados al aire. Cuando más balas de cañón cayeron sobre la apretada muchedumbre, el avance de los skavens se enlenteció, y algunos intentaron dar media vuelta. Una nueva andanada de pistolas abrió un espacio en la pululante horda en el momento en que algunos skavens intentaban retroceder; otros empujaban hacia adelante, y aún más procuraban salir de los confines del túnel, trepando por encima de las pilas de cadáveres.
El fuego cruzado de Atronadores y ballesteros convertía la boca del túnel en un terreno minado y obligaba a los skavens que lograban escabullirse a través de la abertura a correr a derecha e izquierda para rodear la devastación. Barundin observó, con recelo, que los hombres rata se reunían en grupos que se mantenían en las sombras de los rincones del norte del Cuarto Salón Inferior. De entre ellos, comenzaron a avanzar hacia el frente de los enanos equipos de artilleros que quedaban parcialmente protegidos de los ataques por las filas de ratas guerreras que los rodeaban.
Compuestos por un artillero y un cargador, los equipos de artillería llevaban una variedad de armas arcanas y obscenas. Ocultos tras barreras de escudos, los ingenieros disparaban con largos jezzails de boca ancha hacia la muchedumbre de enanos, y las balas cargadas de piedra de disformidad atravesaban cotas de malla y corazas sin dificultad ninguna. La atronadora andanada derribó una fila de ballesteros situados en el tercer escalón y mató a más de una docena de enanos con una sola salva.
Delante de los jezzails avanzaban los equipos de artillería. Un par de ellos se detuvo a unos siete metros delante de Barundin. El artillero bajó una pieza de múltiples cañones para apuntarla hacia el frente de los enanos y comenzó a girar una manivela situada en un lateral del mecanismo. Un cinturón transportado dentro de un tubo que el cargador llevaba a la espalda fue introducido en la ranura, y un momento más tarde el arma vomitó un torrente de llamas y balas sibilantes que volaron hacia los Martilladores de Zhufbar. Los pequeños proyectiles silbaban y hacían impacto alrededor de Barundin. Junto a él, Arbrek gruñó cuando una bala le hirió el hombro izquierdo y lo hizo caer sobre una rodilla. De la herida gotearon jirones de energía oscura.
El skaven giraba la manivela cada vez más velozmente y con creciente entusiasmo, y la cantidad de disparos aumentaba. Un vapor teñido de verde salía de la pesada arma y el pelaje de la criatura era salpicado por el aceite de los engranajes, cadenas y poleas.
Con una detonación que lanzó llamas verdes a tres metros de distancia en todas direcciones, el arma se encasquilló y estalló. La explosión arrojó trozos de chamuscada carne peluda al aire y segó las filas skavens con metralla y piezas de munición. Al alejarse, los skavens se pusieron al alcance del cañón lanzallamas, situado en el flanco este del salón.
Mientras ayudaba a Arbrek a levantarse, Barundin observó cómo los ingenieros accionaban fuelles, hacían girar engranajes, ajustaban la elevación de la máquina de guerra y rotaban válvulas y toberas para compensar la presión que aumentaba dentro del lanzallamas. A una señal del maestro ingeniero que se encontraba de pie sobre la plataforma de la máquina de guerra, uno de los aprendices bajó una palanca y dejó en libertad el poder del cañón lanzallamas.
Un chorro de aceite y nafta hirviendo describió un arco alto encima de las cabezas de los enanos que estaban delante, aunque una lluvia ardiente cayó sobre ellos. Rompiendo como las olas contra un acantilado, la llameante mezcla impactó en los skavens más cercanos y les incendió el pelaje y abrasó la carne después de penetrar a través de las armaduras. Bañadas en aceite en llamas, las criaturas gritaban y agitaban las patas, y rodando por el suelo, prendían fuego a sus congéneres con aquellos desesperados pataleos. Sus alados de pánico resonaban por el salón, junto con los vítores de los enanos.
Aterrorizados por el ataque, numerosos skavens de la formación se dispersaron y huyeron por temor a otro estallido de mortíferas llamas. Los siguieron balas y saetas de ballesta que se les clavaban en el lomo, atravesando pelaje y carne, mientras ellos huían en dirección al túnel acompañados por las befas del ejército de Zhufbar.
A pesar de ese triunfo, se había entablado la lucha cuerpo a cuerpo en muchos puntos, donde los enanos acorazados mantenían la formación contra una marea de bestias peludas de malévolos colmillos y garras. A medida que estallaban esos focos de combate encarnizado por todo el salón, las máquinas de guerra y la artillería de los skavens encontraban cada vez menos blancos sobre los que disparar, y el sonido de la pólvora de ignición y el chasquido de las ballestas fueron reemplazados por el sonido metálico del hierro oxidado contra el gromril y del acero que hendía carne.
Barundin bramó la orden de que el frente avanzara con la esperanza de obligar al enemigo a replegarse dentro de los túneles, donde su número no constituiría ventaja alguna. Centímetro a centímetro, paso a paso, los enanos avanzaron alzando y descargando hachas y martillos contra la inundación parda que corría hacia ellos.
Barundin se volvió para echarle una mirada a la herida del hombro de Arbrek. El vil veneno de la piedra de disformidad ya estaba siseando y fundiendo la carne y la malla de gromril alrededor del agujero.
—Necesitas que te limpien y extraigan eso —dijo el rey.
—Más tarde —replicó Arbrek con los dientes apretados, y señaló hacia el túnel—. De momento, creo que seré necesario aquí.
Barundin miró al otro lado del salón, por encima de las cabezas de los enanos que tenía delante y que batallaban contra la horda skaven. Vio un resplandor en la oscuridad de la entrada del pasadizo: una aura sobrenatural de piedra de disformidad. Dentro de aquella oscilante luz tétrica había varios skavens encorvados bajo grandes mochilas. Tenían la cara envuelta en gruesos alambres y los brazos atravesados por clavos y pernos.
—¡Brujos! —murmuró el rey.
Al avanzar, los hechiceros skavens cogieron unas armas largas, parecidas a lanzas, que estaban conectadas a los globos y válvulas de las mochilas mediante gruesos cables que chisporroteaban. Motas de energía danzaban en torno a las afiladas púas que remataban los conductores de disformidad y se reunían para formar diminutas tormentas de energía mágica relampagueante.
Las caras de los hechiceros contorsionadas por muecas, fueron perfectamente visibles cuando se liberaron las energías de las mochilas de disformidad; rayos de energía negra y verde se derramaron sobre enanos y skavens por igual, y calcinaron carne, hicieron estallar armaduras y quemaron pelo. Los arcos que formulaban los rayos de disformidad saltaban de una figura a otra, y de las cuencas oculares y los agujeros abiertos en los cuerpos a causa de la energía descargada salía humo.
Aquí y allá, el ataque mágico era contrarrestado por los herreros rúnicos, que con sus báculos procuraban que los devastadores arcos de energía de disformidad descargaran inofensivamente en tierra. Junto a Barundin, Arbrek murmuraba para sí y pasaba suavemente una mano por el báculo donde las runas que había a todo lo largo ardían. La caricia de las manos nudosas las había despertado.
Detrás de los brujos que avanzaban, apareció otra figura ataviada con ropones; la capucha echada hacia atrás dejaba a la vista un pelaje gris claro y unos penetrantes ojos rojos. Al volver la cabeza de un lado a otro para supervisar la carnicería que sufrían ambos bandos, se vio que en torno a sus orejas se enroscaban retorcidos cuernos. Un nimbo de energía oscura rodeaba al Vidente Gris, que extraía su poder mágico del aire y las rocas que lo rodeaban.
Alzó el báculo en forma de garfio por encima de la cabeza, y los huesos y cráneos que pendían del extremo superior se balancearon y entrechocaron. Una sombra apareció en el túnel, detrás del hechicero skaven, y Barundin forzó los ojos para ver qué había dentro. Las breves treguas del combate permitían percibir un ruido lejano, un sonido distante, como de rascadas y chilliditos, que aumentaba de volumen y resonaba por el pasadizo norte.
Como nubes de dientes, zarpas y ojos inexpresivos, cientos y más cientos de ratas irrumpieron en el Cuarto Salón Inferior y rodearon al Vidente Gris. En una apretada masa de porquería pulgosa, las ratas salían de la entrada del pasadizo, corrían por el suelo y pasaban por encima de los skavens. Las alimañas continuaron adelante hasta llegar a la primera línea de enanos. Los guerreros de Barundin golpeaban con martillos y hachas, pero contra la marea de criaturas era poco lo que podían hacer.
Los enanos manoteaban mientras docenas de ratas se movían por el interior de las armaduras, mordiéndolos y arañándolos, clavándoles las garras en la cara, enredándoseles en las barbas mientras garras y colmillos les laceraban y perforaban la piel. Aunque cada mordisco era poco más que un alfilerazo, cada vez era mayor el número de enanos que caían ante el abrumador número de roedores, cuya mordedura estaba contaminada de vil veneno.
Barundin avanzó un paso para unirse a la refriega, pero lo detuvo Arbrek, que le posó una mano sobre un hombro.
—Esto es brujería —declaró el Señor de las Runas con expresión decidida—. Yo me encargaré.
Salmodiando en khazalid, el Señor de las Runas levantó el báculo, cuyas runas brillaban con una intensidad cada vez mayor. Con un rugido final, adelantó violentamente la punta del palo hacia la inmensa muchedumbre de ratas que inundaban los escalones, y de ella surgió una luz blanca ardiente. Cuando el mágico resplandor se propagó y alcanzó a las ratas, éstas estallaron en llamas, alimentadas por la energía mística canalizada por las runas: La ola de fuego blanco que radiaba desde Arbrek hizo retroceder la marea de alimañas y destruyó a las que tocó con sus fantasmales llamas.
El hechizo de contraataque se disipó cuando el Vidente Gris extendió sus propios poderes mágicos, pero ya era demasiado tarde. Las pocas docenas de ratas que quedaban estaban escabulléndose, de vuelta a la oscuridad del pasadizo. Con un siseo, el Vidente Gris agitó su báculo para animar a los guerreros a continuar adelante, y los skavens volvieron a lanzarse contra el frente de los enanos.
—¡Vamos, es hora de luchar! —les gritó Barundin a los Martilladores de Zhufbar.
Marcharon en sólida formación y acometieron a la horda skaven. Barundin encabezaba la carga tajando carne peluda con el hacha mientras las espadas y los mazos de los skavens rebotaban inofensivamente sobre la armadura y el escudo. A su alrededor, los Martilladores aferraban con fuerza sus armas, con las que destrozaban huesos y lanzaban a los enemigos hacia los lados con amplios barridos. El rey y sus veteranos avanzaban a través de la refriega en dirección al Vidente Gris.
Del pasadizo continuaban emergiendo más skavens en un torrente aparentemente interminable. Barundin se encontró ante un grupo de alimañas vestidas con harapientos ropones sucios y armadas con terribles látigos provistos de púas y con dagas serradas. Tenían zonas calvas en el pelaje, la piel agujereada por bubas y lesiones, echaban espuma por la boca, sus ojos eran reumáticos aunque maníacos, les temblaban las orejas con energía frenética y se lanzaban de cabeza contra los enanos.
Había algunos skavens que hacían girar alrededor de la cabeza grandes incensarios con púas, de los cuales salían grueso chorros de gas de disformidad. Cuando la sofocante nube envolvió a Barundin, sintió que los vapores venenosos le causaban escozor en los ojos y ardor en la garganta. Tosiendo y parpadeando, a través de las lágrimas, vio que los hombres rad avanzaban a saltos hacia él, y levantó el escudo justo a tiempo para parar un terrible golpe de látigo.
Desplazado hacia un lado por la fuerza del impacto, Barundin sólo tuvo tiempo para recobrar el equilibrio antes de que otro latigazo resonara contra un lado de su casco y lo aturdiera por un momento. Sin hacer caso de la sangre que afluía a sus oídos ni del sofocante humo, el rey atacó ciegamente con el hacha lanzando tajos a derecha e izquierda. Sintió que la hoja cortaba algo en más de una ocasión y emitió un rugido satisfecho.
—¡Empujad a esta escoria de vuelta a sus sucios agujeros! —animó a sus compañeros enanos, y sintió que los Martilladores de Zhufbar avanzaban junto a él.
Al aclarársele ligeramente la visión, Barundin continuó adelante rodeado por el torbellino y el estruendo de la batalla. Le cortó la cabeza a un skaven que se había lanzado hacia él con dos dagas en las manos y la lengua colgando de la colmilluda boca. Vencedora de Goblins demostró ser igualmente buena para matar skavens, pues Barundin clavaba la hoja del hacha en pechos, cercenaba extremidades y hendía cabezas una y otra vez.
Mientras arrancaba el hacha del convulso cadáver de otro invasor cubierto de mugre, Barundin percibió que el avance se detenía y oyó un murmullo de consternación que se propagaba entre los guerreros más cercanos. Tras apartar a un lado a otro enemigo con un golpe del plano del hacha, el rey avistó la entrada del pasadizo que tenía delante.
Desde la oscuridad surgían cuatro siluetas enormes, cada una al menos el triple de la altura de un enano. Sus cuerpos se veían distendidos e hinchados por músculos antinaturales; algunas partes estaban rodeadas por fajas de hierro oxidado y atravesadas por pernos de metal. Las colas, rematadas por afiladas hojas, se agitaban de un lado a otro mientras las criaturas eran obligadas a avanzar por los látigos provistos de púas de sus domadores.
Una de las ratas-ogro, como se las llamaba en los diarios antiguos, cargó directamente hacia Barundin. En algunos puntos de la cara, tenía la piel y la carne desgarrada y colgando, y se le veía el hueso. Le habían serrado la mano izquierda, que había sido reemplazada por una hoja afilada clavada en el muñón. Con la otra mano, la criatura llevaba un tramo de cadena de gruesos eslabones sujeto a un grillete que le rodeaba la muñeca, y con ella lanzaba golpes a un lado y otro, y derribaba enanos por todas partes.
Barundin levantó el escudo y echó a correr, y de ese modo, respondió al ímpetu de la criatura con su propia carga. La cadena rebotó con una lluvia de chispas sobre el escudo del rey, y éste se agachó para esquivar un terrible golpe de la espada de la rata-ogro. Con un gruñido, Barundin alzó a Vencedora de Goblins y la hoja se clavó en la parte interna de un muslo de la criatura.
Esta aulló y dio un golpe que impactó contra el escudo de Barundin con la fuerza de un martillo pilón, lo lanzó hacia atrás y le obligó a soltar a Vencedora de Goblins. Tras ponerse de pie, Barundin tuvo que agacharse de nuevo y protegerse debajo del escudo cuando la cadena, después de girar en torno a la cabeza de la rata-ogro, descendió y arrancó esquirlas del suelo de piedra.
Impulsándose con las cortas piernas, Barundin se lanzó hacia la rata-ogro y estrelló el borde del escudo contra el vientre del monstruo. Hizo una mueca de dolor cuando su hombro sufrió la fuerza del impacto. Aprovechando los pocos instantes de respiro que le proporcionaba ese acto desesperado, Barundin cogió la empuñadura de Vencedora de Goblins y la arrancó. Un chorro de sangre oscura brotó de la herida de la pierna de la monstruosidad mutante.
Barundin echó atrás el hacha rúnica para luego lanzarla hacia adelante, y descargando la hoja contra una rodilla de la rata-ogro, hendió carne y partió hueso. Con un alarido lastimero, la rata-ogro se desplomó en el suelo al mismo tiempo que daba un golpe con la afilada hoja que le sustituía la mano y dejaba un profundo arañazo sobre el peto de Barundin. Mientras se valía del escudo para desviar el golpe de retorno, el rey avanzó y descargó un tajo sobre el pecho de la criatura con Vencedora de Goblins, cuya hoja cortó tablillas de madera y pálida carne con zonas peludas.
Barundin alzó el hacha y volvió a descargarla una y otra vez, hasta que la rata-ogro dejó de debatirse. Jadeando a causa del esfuerzo, el rey levantó la mirada y vio que las otras bestias luchaban contra los Martilladores de Zhufbar. Del túnel salían más skavens y el frente de los enanos estaba cediendo bajo el peso del ataque, empujado hacia atrás simplemente por el número de efectivos de la horda.
* * *
Las detonaciones de los disparos de pistola y el trueno de los cañones resonaban de vez en cuando en el Cuarto Salón Inferior. Los relámpagos de disformidad y el resplandor de las runas iluminaban barbudos rostros que gritaban juramentos de guerra y caras de rata contorsionadas por muecas feroces. Un toque de cuerno se unió al estruendo y un apretado grupo de plateados guerreros enanos atravesó el tumulto abriendo un surco con las armas en la masa skaven.
Los Rompehierros de Tharonin corrieron junto al rey; sus armaduras de gromril grabadas con runas relumbraban a la luz de los faroles y las energías mágicas. Prácticamente invencibles ante el ataque de los enemigos, los veteranos luchadores de túneles hendieron el ejército skaven como un pico atraviesa la piedra: derribaron enemigos hacia los lados y marcharon por encima de los cadáveres.
Animados por ese contraataque, los enanos, y Barundin entre ellos, se lanzaron hacia adelante una vez más, sin hacer caso de las bajas, restando importancia a sus heridas para hacer retroceder a los skavens hacia el interior del túnel. Mientras luchaba, Barundin se dio cuenta de que el Vidente Gris ya no estaba, y sintió que tenían la victoria cerca. Un número cada vez mayor de skavens abandonaban el sangriento combate con el valor hecho añicos. Primero por docenas y luego por centenares, daban un salto y huían; en el intento de escapar, se herían unos a otros para llegar a la entrada del pasadizo.