Agravio segundo

Agravio segundo

El agravio jurado

Los enanos estaban reunidos en silencioso grupo, con el rey Barundin en cabeza, mirando hacia el otro lado del campo de batalla. Las piras de cuerpos de orcos ya no eran más que manchas oscuras en el fango y la hierba, y el cielo gris estaba teñido por el humo de los hogares halflings, que rodeaban el campo de batalla.

Sobre un féretro decorado con cuerdas de oro de las que pendían los estilizados rostros de los distintivos de los ancestros, yacía el cuerpo del rey Throndin, sujeto en alto por Ferginal y Durak. Los portadores de la piedra del rey en vida de éste eran entonces los portadores de su cuerpo muerto. Detrás de ellos, un gran grupo de halflings presenciaba la ceremonia; algunos lloraban. Incluso los perrillos de áspero pelaje corto percibían el ambiente de tristeza y permanecían echados en el suelo, gimiendo y ladrando agudamente. Por su parte, la guardia de honor de enanos se mantenía en estoico silencio; las brillantes cotas de malla y las largas barbas estaban escarchadas por el aire gélido.

Arbrek avanzó hasta Barundin y asintió con la cabeza. El nuevo rey de Zhufbar se aclaró la garganta y giró en redondo para encararse con los deudos reunidos.

—En vida, el rey Throndin fue todo lo que debe ser un enano —declaró. Su áspera voz era profunda y fuerte, y las palabras habían sido bien ensayadas—. Dado que nunca fue de los que olvidan un juramento, su vida estuvo dedicada a Zhufbar y a nuestros clanes. Ahora, cuando nos contempla desde los Salones de los Ancestros, damos gracias por su sacrificio. A partir de este momento, yo debo recoger la carga que el llevo sobre los hombros durante todos esos largos años.

Barundin avanzó hasta el cuerpo del rey muerto, cubierto por el sudario. Su semblante, pálido y demacrado en la muerte, estaba enmarcado por una melena de cabello canoso. La barba de Throndin había sido intrincadamente trenzada con nudos funerarios para que tuviera el mejor de los aspectos en los Salones de los Ancestros.

Barundin posó una mano sobre el inmóvil pecho de su padre y miró hacia el este, donde las Montañas del Fin del Mundo se alzaban más allá del horizonte y desaparecían entre las nubes bajas.

—De la piedra llegamos y a la piedra volvemos —declaró Barundin con la vista fija en las lejanas montañas—. En este mismo campo, hace un año, el rey Throndin dio su vida. No murió en vano, pues la vida le fue arrebatada cuando vengaba la muerte de su hijo y cumplía su ultimo juramento.

Barundin miró entonces a los enanos y señaló una zona del suelo situada a poca distancia. Se había cavado una fosa que estaba revestida de losas de piedra talladas, y a un lado, sobre un pequeño pedestal, se encontraba la piedra del agravio de Throndin.

—Aquí inspiró mi padre por última vez para jurar que no retrocedería ni un solo paso, que jamás se rendiría ante nuestros enemigos —continuó Barundin—. Mantuvo su palabra y fue derribado en este sitio. Según su juramento de entonces, nosotros acataremos su voluntad. Hemos regresado aquí desde Zhufbar para ver cumplido su deseo, tras un debido periodo de ceremonias y mi investidura como rey. Los miembros de los clanes le han presentado sus respetos, hemos recibido mensajes de aliento de los reyes de las otras fortalezas, y mi padre ha estado de cuerpo presente como era apropiado a su condición. Ahora ha llegado el momento de desearle un buen viaje hasta los Salones de los Ancestros.

Los portadores del féretro avanzaron con el cuerpo del rey, con Barundin y Arbrek tras ellos, y se detuvieron junto a la sepultura abierta. Hengrid Enemigo de Dragones se reunió con ellos; sostenía una espumosa jarra de cerveza en una mano. Era cerveza halfling, ni con mucho tan buena como la cerveza de los enanos, pero la anciana Melderberry se había mostrado tan inflexible y sincera que Barundin se había doblegado a la apasionada solicitud de proporcionar la última jarra. Arbrek le había asegurado al rey que su padre se habría sentido agradecido por aquel gesto de un pueblo cuyas vidas había protegido con la suya propia.

Hengrid le tendió la jarra a Barundin, que bebió un sorbo antes de colocarla sobre el pecho de su padre. Con gran cuidado, el cuerpo de Throndin fue bajado al interior de la sepultura, hasta que se posó sobre el plinto de piedra situado en el fondo. Luego, para cerrar el sólido sarcófago, se colocó sobre la tumba una losa que tenía incrustadas runas de plata protectoras, hechas por Arbrek. Barundin cogió la pala que le tendían y comenzó a apilar sobre el ataúd de su padre la tierra sacada de la fosa. Cuando quedó terminado el túmulo funerario, Ferginal y Durak alzaron la piedra del agravio del rey y la colocaron encima, marcando así la tumba para toda la eternidad.

—Piedra a la piedra —declaró Barundin.

—Piedra a la piedra —repitieron los enanos que lo rodeaban.

—Roca a la roca —entonó el rey.

—Roca a la roca —murmuraron los enanos.

Durante algunos momentos, permanecieron en un silencio roto sólo por los aullidos de los perros y el sonido de los halflings que sorbían por la nariz, mientras cada enano presentaba sus últimos respetos al rey caído.

Finalmente, Barundin se volvió para encararse con los enanos reunidos.

—Regresamos a Zhufbar —dijo el rey—. Tenemos hechos terribles que afrontar, agravios que deben ser escritos y juramentos que deben hacerse. En éste, el último día de mi padre, juro otra vez que el nombre del barón Silas Vessal de Uderstir vale menos que el polvo y que su vida está condenada a causa de su traición. Yo enmendaré el daño que nos ha causado.

* * *

Barundin condujo a la pequeña hueste hacia el este para adentrarse en las Montañas del Fin del Mundo, y allí siguieron la ruta del sur en dirección a Zhufbar, pasando cerca de la antigua fortaleza de Karak-Varn. Los enanos avanzaron con cautela al aproximarse a la plaza fuerte caída, con las hachas y los martillos sueltos en los cinturones. Los precedían pequeños grupos de exploradores, alerta ante posibles orcos, goblins y otros enemigos que pudieran atacarlos. En la tarde del segundo día, llegaron a las orillas del Van Drazh —Agua Negra—, un vasto lago que llenaba un cráter abierto en las montañas milenios antes.

El nombre lo tenía bien merecido porque era un lago de aguas quietas y oscuras, cuya superficie era agitada sólo por los fuertes vientos de montaña. Mientras marchaban a lo largo de la orilla, los enanos guardaban silencio, temerosos de las criaturas que, según se sabía, acechaban en las profundidades del agua. Su inquietud aumentó cuando la ruta que seguían los llevó a los alrededores de Karaz-Khrumbar, la montaña más alta de las que rodeaban el lago y emplazamiento de la antigua atalaya de Karak-Varn. Las ennegrecidas piedras derrumbadas del puesto avanzado aún se veían sembradas por la ladera; habían sido arrancadas por el fuego casi cuatro mil años antes, cuando los orcos habían atacado Karak-Varn.

Los restos de la fortaleza se hallaban en la orilla sudoeste del lago, y la cara del risco donde había sido excavada aún se alzaba entre las nieblas de la montaña, a lo lejos. Al levantar la vista en esa dirección, Barundin sintió que temblaba de emoción por sus parientes perdidos. Podía imaginar la escena tan vívidamente como si hubiese estado allí hacía cuatro milenios, porque el relato de la caída de Karak-Varn había sido su cuento para ir a dormir cuando era niño, junto con las historias de todas las otras fortalezas de los enanos.

El rey casi podía oír los cuernos y los tambores de alarma resonando al otro lado del lago cuando las hordas de pieles verdes habían atacado las pequeñas torres situadas sobre Karaz-Khrumbar. Llamaban en vano porque Karak-Varn ya estaba condenada. Las montañas se habían estremecido con una ferocidad jamás conocida y el gran risco se había partido en dos, arrastrando las puertas hacia los lados y permitiendo que las frías aguas del Varn Drazh afluyeran al interior de la fortaleza y ahogaran a millares de enanos. Al percibir la debilidad de los enanos, los enemigos se habían reunido.

Por debajo, por túneles roídos en el lecho de roca de las montañas, habían llegado silenciosamente y arropados por la oscuridad los seres rata, para hender gargantas y robar recién nacidos. Los enanos de Karak-Varn habían reunido a todos los efectivos posibles para luchar contra los sigilosos enemigos, pero cuando los orcos y los goblins atacaron desde lo alto los pillaron desprevenidos.

Los enanos de Karak-Varn habían luchado valerosamente, y su rey se negó a huir. Algunos clanes, sin embargo, se dieron cuenta de que estaban perdidos y lograron escapar de la trampa antes de que ésta se cerrara del todo. Unos vagaron durante un tiempo por las montañas, desposeídos, hasta que sus linajes se extinguieron o fueron absorbidos por uno de los otros clanes. Hubo quienes buscaron refugio en Zhufbar o se marcharon en dirección oeste, hacia las Montañas Grises. Ninguno de los enanos que permaneció en la fortaleza sobrevivió.

Ya no existía la majestuosa Karak-Varn. El lugar se llamaba entonces Fortaleza del Peñasco; era un paraje desolado, poblado de sombras y antiguos recuerdos. Barundin miró hacia el otro lado del lago y supo que debajo de la roca y el agua yacía el tesoro de Karak-Varn, junto con los esqueletos de sus antepasados. De vez en cuando, los ingenieros de Zhufbar construían máquinas de inmersión para explorar las sumergidas profundidades de la fortaleza; pero eran pocos los que regresaban. Los que lo hacían hablaban de infestación de trolls, tribus goblins y viles hombres rata que se afanaban por sobrevivir con lo que quedaba dentro de la fortaleza en ruinas. De vez en cuando, se recuperaba algún cofre lleno de tesoros, un antiguo martillo rúnico o algún otro objeto de valor, lo suficiente para alimentar las historias y encender la imaginación de otros enanos lo bastante aventureros o temerarios como para arrostrar los peligros de la Fortaleza del Peñasco.

El nombre de Agua Negra había asumido un nuevo significado y se había convertido en el lugar de muchas batallas entre enanos y goblins. Había sido allí, en la orilla, donde el Señor de las Runas Kadrin Melenarroja se había apostado para proteger los carros cargados de mineral de gromril contra una emboscada tendida por los orcos. Al ver que su destacamento estaba perdido, su último acto había sido arrojar el martillo rúnico a las profundidades para que no cayera en manos de los pieles verdes. Muchas de las expediciones habían intentado recuperarlo, pero aún yacía dentro de las lóbregas aguas.

Fue en aquellas inhóspitas orillas donde los enanos mataron por fin a Urgok Quemador de Barbas, el señor de la guerra orco que había atacado la ciudad de Karaz-a-Karak mas de dos mil quinientos años antes de sufrir la venganza de los enanos por la captura del Alto Rey.

Y así continuaba la historia del Agua Negra, escaramuzas y batallas punteadas por cortos períodos de paz. La más reciente había sido la batalla de las Cascadas Negras, cuando el Alto Rey Alrik había conducido el ejército de Karaz-a-Karak contra una hueste goblin. Al culminar la batalla, Akik había sido arrastrado aguas abajo hacia el interior de Karak-Varn por el jefe goblin Gorkil Arranca Ojos, mortalmente herido.

«Sí —reflexionó Barundin—, el Agua Negra se ha convertido en un lugar maldito para los enanos».

Cuando empezaba a caer la noche, plantaron el campamento cerca del extremo norte del Agua Negra. Barundin n acababa de decidir si debían encender hogueras o no, y consultó con Arbrek. El Señor de las Runas y el rey se encontraban de pie en la orilla y arrojaban piedras a la inmóvil oscuridad del lago.

—Si encendemos hogueras mantendremos alejados a los animales salvajes y a los trolls —dijo Barundin—, pero podríamos atraer la atención de un enemigo más peligroso.

Arbrek lo miró con ojos que destellaban en la luz crepuscular. No replicó de inmediato, sino que posó una mano sobre un hombro de Barundin. Arbrek sonrió, lo que sorprendió al rey.

—Si ésta es la decisión más difícil de tu reinado, querrá decir que tu reinado ha sido bendecido por los ancestros —comentó el Señor de las Runas, y su sonrisa se desvaneció—. Enciende los fuegos, porque si un enemigo debe caer sobre nosotros, será mejor que contemos con algo más que la luz de las estrellas para verlo llegar.

—Apostaré una doble guardia para asegurarnos —replicó Barundin.

—Sí, es mejor asegurarse —asintió Arbrek.

* * *

Al caer la noche, los vientos se calmaron y cambiaron al norte. Por encima del crepitar de las llamas de media docena de hogueras, Barundin oía otro sonido, lejano y más tranquilizador. Era leve, apenas audible, como un zumbido o un tableteo que llegara del norte. Durmió con sueño inquieto y, al despertar, sus ojos fueron atraídos por la quieta amenaza del lago mientras la sensación de ser observado le causaba un cosquilleo en la espalda. Volvió la mirada hacia el norte y vio un ligero resplandor en la oscuridad que se extendía más allá de las montañas más cercanas, una mortecina aura rojiza procedente de las fraguas de Zhufbar. Con pensamientos más felices, volvió a dormirse.

La noche pasó sin incidentes, y cuando el sol asomó por encima de los picos orientales, los enanos acabaron el desayuno y se prepararon para la marcha. Gorhunk Barba de Plata, uno de los Martilladores de Zhufbar, la guardia personal de Barundin, llegó en busca del rey cuando éste estaba cepillándose y trenzándose la barba. El veterano llevaba sobre los hombros una piel de oso curtida, convenientemente confeccionada para su cuerpo. Si era de creer lo que contaban los soldados, había matado al oso con sólo una hachuela de madera cuando era apenas un barbasnuevas. Gorhunk nunca había confirmado ni desmentido aquello, aunque parecía contento con su reputación. El hecho de que era un luchador consumado y experto resultaba obvio con sólo ver las dos cicatrices de bordes irregulares que le bajaban por la mejilla derecha y hacían que en la barba le crecieran dos franjas de pelo blanco.

—Los exploradores han regresado —anunció Gorhunk—. El paso del norte está libre de enemigos, aunque hallaron huellas de jinetes de lobo de hace unos cuantos días.

—¡Bah! Los jinetes de lobo no son más que carroñeros y cobardes —le espetó Barundin—. No nos darán ningún problema.

—Eso es verdad, pero también podrían ir en busca de ayuda —le advirtió Gorhunk—. Donde haya jinetes de lobo, habrá otros. En este lugar abunda la escoria goblin.

—Nos pondremos en marcha en cuanto sea conveniente —dijo el rey—. Vuelve a enviar a los exploradores. No nos hará ningún daño ser advertidos con antelación.

—Sí —replicó Gorhunk con un asentimiento de cabeza. El Martillador dio media vuelta y se adentró en el campamento, dejando a Barundin a solas con sus pensamientos.

Con la caída de Karak-Varn, Zhufbar había quedado parcialmente aislada del resto del antiguo imperio de los enanos. Entonces, estaban rodeados por hostiles tribus de orcos y goblins, y los hombres rata no se encontraban nunca demasiado lejos. Era una batalla constante, y en varias ocasiones la fortaleza se había visto seriamente amenazada por una invasión. Pero habían sobrevivido a esos intentos, y el coraje de Zhufbar era tan fuerte como siempre. Barundin, como nuevo rey, estaba decidido a no permitir que la fortaleza cayera durante su reinado.

No mucho después de que el sol señalara el mediodía, los enanos entraron en el abismo situado en el extremo norte del Agua Negra. Allí, las oscuras aguas corrían sobre el borde del precipicio y caían en una borboteante cascada el rugido del espumoso torrente resonaba en las laderas de las montañas. Por detrás de ese ruido se oía otro mas artificial: un golpetear y rechinar de maquinaria.

Las paredes de la cascada estaban cubiertas por decenas de ruedas hidráulicas, algunas enormes. Engranajes, poleas y cadenas crujían y rechinaban en constante movimiento para impulsar lejanos martillos pilones y bocartes. Acueductos y canalizaciones de piedra conducían las aguas al interior de tanques de enfriamiento y hornos de fusión. Entre la espuma y el agua pulverizada, plataformas de hierro y baluartes salpicaban el paisaje, y las bocas de los cañones, amenazantes, sobresalían por las troneras para proteger la vulnerable entrada de Zhufbar.

El vapor y el humo de los hornos ascendían muy por encima del valle y formaban un sudario en lo alto. El aire estaba cargado de humedad, y en la barba y armadura de Barundin comenzaron a formarse gotitas cuando iniciaron el descenso. El sendero serpenteaba por la cara sur del abismo, en algunos puntos había escaleras de caracol talladas en la roca, y en otros, se cruzaban grietas y fisuras a través de puentes arqueados provistos de parapetos bajos. Debajo, el resplandor de las forjas de Zhufbar teñía el acuoso aire de una destellante tonalidad roja.

Al llegar al fondo del abismo, el camino describía un largo giro en espiral hacia el norte para dirigirse a la puerta principal, dominada por más fortificaciones. Cuando el grupo se aproximó, la voz pasó desde las atalayas hasta los guardias de la puerta. Un trueno profundo hizo reverberar el suelo cuando el agua fue redirigida desde la cascada hacia el mecanismo de apertura de la puerta. Pesadas barras de hierro y cerrojos de granito se separaron unas de otros, y las puertas se abrieron movidas por grandes engranajes y cadenas incorporadas a la roca, a cada lado de la entrada.

Un solo enano se situó en la abertura, que era cinco veces más alta que él. Plantó el martillo a sus pies y les cerró el paso. Barundin avanzó para iniciar el ritual de entrada.

—¿Quién se acerca a Zhufbar? —exigió saber el guardia de la puerta con aspereza.

—Barundin, rey de Zhufbar —replicó Barundin.

—Entra en tu fortaleza, Barundin, rey de Zhufbar —respondió el guardia de la entrada al mismo tiempo que se apartaba a un lado.

Al entrar, los enanos pasaron por debajo de un dintel de piedra tan grueso como la estatura de un enano, donde había talladas runas y rostros de ancestros. Se trataba de la piedra más vieja de la fortaleza, según podía calcularse por las historias antiguas, y la tradición sostenía que si una persona pasaba por debajo sin permiso, el dintel se rajaría y se partiría para derribar las rocas sobre la cabeza del intruso y sellar la entrada de la fortaleza. Barundin se alegraba de que la leyenda nunca hubiese sido puesta a prueba.

Una vez en el interior, los enanos penetraron en la cámara de entrada. Era baja y larga, y estaba alumbrada por lámparas colocadas en nichos cada pocos pasos. Las paredes habían sido talladas en forma de almenas, tres hileras a cada lado, y a lo largo de éstas patrullaban enanos armados con pistolas, los legendarios Atronadores. Cañones y otras máquinas de guerra dominaban la entrada, preparados para lanzar metal mortífero contra cualquier enemigo que lograra pasar por debajo del dintel. Nunca podría decirse que a los enanos los pillarían desprevenidos.

Desde la cámara de entrada, Zhufbar se extendía hacia el norte, el este y el sur, arriba y abajo como un laberinto de túneles. Allí, en el corazón de la ciudad subterránea, los muros eran rectos y perfectamente verticales, decorados con runas e imágenes talladas que narraban las historias de los dioses ancestrales. En algunos sitios se abría en amplias galerías que dominaban comedores y armerías, salas de audiencia y forjas. Puertas acorazadas de piedra y gromril protegían salas de tesoros que contenían riquezas equivalentes a las de naciones humanas enteras.

Despachados por Barundin, los enanos del grupo desaparecieron con rapidez para volver a los salones de su clan y junto a sus familias. Barundin se encaminó hacia las dependencias situadas encima del salón principal, donde los reyes de Zhufbar habían vivido durante siete generaciones. Se desvistió y se lavó rápidamente en sus aposentos, y colgó la cota de malla en la percha que había situada junto a la cama. Tras ponerse un pesado ropón de tela rojo oscuro, se cepilló la barba con un peine de hueso de troll que había pertenecido a su madre. De un baúl cerrado con llave que había debajo de la cama cogió broches de oro, se hizo dos largas trenzas en la barba y se sujetó el cabello en una coleta. Sintiéndose mejor después de haber renovado su aspecto, salió y fue andando hasta la cámara de los susurros, que se hallaba a poca distancia de su dormitorio.

Bautizada por sus asombrosas propiedades acústicas, la cámara de los susurros tenía un techo bajo y abovedado que propagaba el sonido hasta todos sus rincones y permitía que un gran número de enanos conversaran unos con otros sin alzar nunca la voz. En ese momento se encontraba desierta, salvo por una figura solitaria. Sentado ante el extremo posterior de la larga mesa estaba Harlgrim, el jefe del clan Bryngromdal, segundo en tamaño y riqueza después del propio Jan de Barundin, el Kronrikstok.

—¡Salve, Harlgrim Bryngromdal! —dijo Barundin al mismo tiempo que se sentaba en una silla algo apartada del hidalgo.

—Bienvenido, rey Barundin —respondió Harlgrim—. Tengo entendido que el funeral transcurrió sin contratiempos.

—Sí —asintió Barundin.

Hizo una pausa en el momento en que entró una joven doncella enana que tenía puesto un pesado delantal y llevaba una bandeja con cortes de carne fría y pilas de champiñones de caverna. Depositó la comida entre los dos nobles y se retiró con una sonrisa. Un momento más tarde, un joven barbas nuevas les llevó un barrilete de cerveza y dos jarras.

—Hemos recibido más mensajes de Nuln —comentó Harlgrim al mismo tiempo que se ponía de pie y llenaba las jarras.

Barundin atrajo la bandeja hacia sí y se puso a mordisquear un trozo de carne.

—Deduzco que todo va bien.

—Así parece, aunque resulta difícil saberlo con los humanos —replicó Harlgrim, que bebió un sorbo de cerveza y sonrió—. Echo de menos la cerveza de verdad.

—¿Cómo va el trabajo en la cervecería? —preguntó Barundin, que tomó un sorbo de la jarra para probar. No era que se tratase de una cerveza mala. A fin de cuentas, continuaba siendo cerveza de enanos. Pero no era buena de verdad.

—Los ingenieros aseguran que avanza según el plan previsto —replicó Harlgrim—. No será lo bastante rápido, si quieres mi opinión.

—¿Así que el Emperador continúa siendo ese tal Magnus? —preguntó el rey para llevar la conversación de vuelta al tema inicial.

—Así parece, aunque debe estar progresando un poco, para ser un humano —comentó Harlgrim, que cogió deja bandeja una pata; al morderla, el jugo de la carne le corrió por la espesa barba negra—. Al parecer, los elfos están ayudándolo.

—¿Los elfos? —preguntó Barundin, cuyos ojos se entrecerraron instintivamente—. Eso es algo típico de los elfos. Se esconden como insectos durante cuatro mil años sin decir una sola palabra, y luego reaparecen y vuelven a entrometerse.

—Pero es verdad que lucharon junto con el Alto Rey contra las hordas nórdicas —dijo Harlgrim—. Según parece, un príncipe llamado Teclis está ayudando a los humanos con sus hechiceros, o alguna tontería parecida.

—¿Elfos y hechiceros humanos? —gruñó Barundin—. Nada bueno saldrá de eso; recuerda lo que te digo. No deberían estar enseñándoles esa magia de la que tan orgullosos se sienten; la cosa acabará en lágrimas. Los humanos no pueden hacer trabajos rúnicos, pues apenas son capaces de fermentar un litro de cerveza y poner un ladrillo. No puede haber nada bueno en el hecho de que los humanos hagan intercambios con los elfos. Tal vez debería enviarle un mensaje al Emperador Magnus. Ya sabes, advertirlo contra ellos.

—No creo que te escuche —replicó Harlgrim.

Barundin gruñó y acometió un trozo de jamón.

—¿Qué sacan ellos del asunto? —preguntó el rey entre bocados—. Deben de ir detrás de algo.

—Siempre he considerado sensato no pensar demasiado en el consejo de los elfos —sugirió el hidalgo—. Te harás más nudos que una red si te preocupas por ese tipo de cosas. En cualquier caso, este Magnus no sólo intenta hacerse amigo de los elfos. Está instalando una fundición en Nuln a la que llama Escuela Imperial de Artillería, según su mensaje. Le han dicho, y con mucha razón, que los mejores ingenieros del mundo viven en Zhufbar, y quiere contratar sus servicios.

—¿Qué opina el gremio? —preguntó Barundin, que dejó a un lado la comida y se concentró por primera vez—. ¿Cuál es la oferta de Magnus?

—Bueno, el Gremio de Ingenieros no se ha reunido formalmente para discutir el asunto, pero van a plantearlo en el siguiente consejo general. Ya me han asegurado que cualquier compromiso adicional que acepten no afectará a su trabajo aquí, especialmente el de la cervecería. La oferta de Magnus es muy vaga de momento, pero el lenguaje que emplea parece generoso y alentador. Las pobres almas apenas han acabado de disputar entre sí una vez más. Buscan un poco de estabilidad.

—A mí me parece sensato —asintió Barundin—. Estos últimos siglos han sido realmente problemáticos, con los humanos peleando unos contra otros y dejando que los orcos aumentaran en número. ¿Crees que vale la pena enviar a alguien a Nuln para que mantenga una conversación seria con ese tipo?

—Creo que el propio Alto Rey viajó a Nuln hace apenas cinco años —respondió Harlgrim—. No se me ocurre nada que añadir a lo que él ya dijo; es un enano sensato.

—Bueno, esperemos a ver qué tienen que ofrecer —concluyó Barundin—. Hay asuntos más urgentes.

—¿El nuevo agravio? —preguntó Harlgrim.

Barundin asintió con un gesto de cabeza.

—Necesito que los nobles se reúnan para anotarlo en el libro y enviar aviso a Karaz-a-Karak —dijo el rey.

—Ya tenemos casi encima el Banquete de Grungni. Hacerlo entonces parecería lo adecuado —sugirió Harlgrim.

—Es oportuno —asintió Barundin al mismo tiempo que se ponía de pie y se acababa la cerveza.

Se limpió la espuma del bigote y la barba, y asintió con la cabeza a modo de saludo.

Harlgrim observó al rey mientras se marchaba y vio que el peso del gobierno ya cargaba los hombros de su amigo. Con un gruñido, también él se levantó. Tenía cosas que hacer.

* * *

Si las largas mesas no hubiesen sido de la robusta construcción propia de las obras de los enanos, se habrían combado bajo el peso de la comida y los barriles de cerveza. En el aire sonaban los gritos de los nobles reunidos, el gorgoteo de la cerveza al llenar las jarras, las sonoras carcajadas y los pesados pasos de las doncellas de servicio, que corrían desde la cocina del rey al salón y, de nuevo, de vuelta a la cocina.

Se encontraban sentados en tres hileras, en el centro del santuario de Grungni, el más grandioso de los dioses ancestrales y señor de la minería. Detrás de Barundin, que ocupaba el trono que había ante la cabecera de la mesa central, una gran máscara estilizada de piedra miraba con expresión ceñuda a los comensales. Era la cara del propio Grungni, con los ojos y la barba realzados en grueso pan de oro y el casco hecho en destellante plata. Por encima de los enanos, pendían grandes faroles de mina que derramaban una intensa luz amarilla sobre la sudorosa reunión.

Por toda Zhufbar, otros enanos celebraban sus propias fiestas y, al otro lado de las puertas abiertas del santuario, los sonidos de regocijo y las voces de los enanos borrachos resonaban por corredores y cámaras hasta las más profundas minas.

Tras llenar nuevamente su jarra dorada, Barundin se puso de pie sobre el asiento del trono y levantó la cerveza. El silencio fue propagándose por todas las mesas conforme los nobles se volvían para mirar al rey. Barundin iba ataviado con pesados ropones y la corona de guerra que llevaba en la cabeza estaba tachonada con gemas; en el centro, había un brynduraz multifacetado, una piedra brillante, una gema azul más rara que el diamante. Una cadena de oro con remates de gromril y trozos de amatista, distintiva de la dignidad real, pendía en torno al cuello de Barundin. Llevaba la barba recogida en tres largas trenzas entretejidas con hilo de oro y acabadas en ancestrales insignias de plata, que representaban a Grungni.

Al hacerse el silencio, sólo interrumpido por ocasionales eructos, sonoros tragos y crujido de huesos partidos, Barundin bajó la jarra. Se volvió para encararse con la imagen de Grungni.

—A ti, el más anciano y grandioso de nuestra raza —comenzó—, te damos las gracias por los dones que nos has dejado. Te alabamos por los secretos de la prospección y la excavación.

—¡La prospección y la excavación! —corearon los reunidos.

—Te alabamos por traernos gromril y diamantes, plata y zafiros, bronce y rubíes —dijo Barundin.

—¡Gromril y diamantes! —gritaron los enanos—. ¡Plata y zafiros! ¡Bronce y rubíes!

—Te damos las gracias por velar por nosotros, por hacer que nuestras minas sean seguras y por conducirnos hasta las vetas más ricas —salmodió Barundin.

—¡Las vetas más ricas! —rugieron los enanos, que entonces estaban de pie sobre los bancos y agitaban las jarras en el aire.

—Y te damos las gracias por el mejor don que nos has hecho —entonó Barundin al mismo tiempo que se volvía hacia los nobles con una ancha sonrisa en la cara—. ¡El oro!

—¡Oro! —bramaron los enanos, y el trueno de voces hizo que los faroles se balancearan y sus llamas oscilaran—. ¡Oro, oro, oro, oro! ¡Oro, oro, oro, oro!

La salmodia continuó durante varios minutos; subía y bajaba de volumen mientras se vaciaban y se volvían a llenar las jarras. El salón reverberaba con el sonido y hacía estremecer el trono que Barundin tenía bajo los pies, aunque él no lo advirtió porque estaba demasiado ocupado en gritar también. Varios de los nobles de más edad estaban quedándose sin aliento, y al final el alboroto se apagó.

Barundin le hizo una señal a Arbrek, que se encontraba sentado a la izquierda del rey. El Señor de las Runas cogió un barrilete de cerveza y lo llevó hasta la mesa de piedra que estaba situada ante el rostro de Grungni. Barundin cogió el hacha que había permanecido apoyada contra un costado del trono y siguió al Señor de las Runas.

—Bebe en abundancia, ancestro mío; bebe en abundancia —dijo Barundin a la vez que hundía la parte superior del barrilete con el hacha.

El rey empujó el contenedor para derribarlo, de modo qué la cerveza se derramara por la mesa y corriera por los estrechos canales tallados en la superficie. Desde allí, el líquido descendió y penetró en el suelo a través de estrechos conductos que se hundían en las profundidades de las propias montañas. Ya nadie sabía dónde terminaban, en el caso que alguna vez lo hubiera sabido alguien, pero supuestamente lo hacían en los Salones de los Ancestros, donde el mismísimo Grungni aguardaba a los que morían. A todo lo largo y ancho del imperio de los enanos, la jarra de Grungni era colmada esa noche.

Cumplido este deber, Barundin se volvió y le hizo un gesto de asentimiento a Harlgrim, que se encontraba sentado a su derecha. El estado anímico del salón cambió con rapidez cuando el jefe de los Bryngromdal abrió el grueso envoltorio de cuero del Libro de los Agravios de Zhufbar.

Con expresión solemne, Barundin cogió el libro de manos de Harlgrim. El objeto era la mitad de alto que Barundin y medía muchos centímetros de grosor. Las cubiertas estaban hechas con finas placas de piedra unidas con gromril y oro, y sujetas por un pesado cierre decorado con un solo diamante voluminoso.

Tras dejar el libro sobre la mesa, Barundin lo abrió. Las antiguas páginas de pergamino, cosidas con tendones de goblins, crujieron. A medida que pasaba cada página, los enanos reunidos murmuraban más sonoramente; gruñían y refunfuñaban mientras desfilaban ante sus ojos siete mil años de perjuicios contra ellos. Al hallar la primera página en blanco, Barundin cogió el cincel de escribir y hundió la punta del objeto de acero y cuero en un tintero que le presentó Harlgrim. El rey habló en tanto escribía.

—Hágase saber que yo, el rey Barundin de Zhufbar, dejo constancia de este agravio en presencia de mi pueblo —dijo Barundin mientras su mano hacía correr rápidamente el cincel de escribir sobre las páginas para trazar las angulares formas de las runas del khazalid, el idioma de los enanos—. Me declaro juramentado contra el barón Silas Vessal de Uderstir, un traidor, un débil y un cobarde. Mediante su traicionero acto, el barón Vessal puso en peligro al ejército de Zhufbar, y a causa de sus acciones provocó la muerte del rey Throndin de Zhufbar, mi padre. La indemnización debe pagarse con sangre, porque la muerte sólo puede pagarse con la muerte. Ni el oro ni ninguna disculpa pueden purgar esta traición. Ante los nobles de Zhufbar y con Grungni como testigo, hago este juramento.

Barundin alzó la mirada hacia el mar de caras barbudas y vio gestos de aprobación. Le entregó el cincel de escribir a Harlgrim, sopló suavemente sobre el Libro de los Agravios para secar la tinta, y luego lo cerró con un golpe.

—Se logrará la reparación —declaró el rey, lentamente.

* * *

Al día siguiente, el Señor del Saber de Barundin, bibliotecario y escriba del rey, redactó un mensaje dirigido al baron Silas Vessal en el que lo instaba a viajar a Zhufbar y presentarse ante Barundin para ser juzgado. Los enanos sabían perfectamente que ningún humano sería jamás tan honorable para hacer algo semejante, pero había que respetar las formas la tradición. A fin de cuentas, existía una alianza de siglos entre los enanos y los hombres del Imperio, y Barundin no estaba dispuesto a entrar en guerra con uno de los nobles imperiales sin tener su casa en orden.

Ninguna de las más sabias cabezas de la fortaleza era capaz de determinar dónde estaba concretamente Uderstir, por lo que se decidió enviar un contingente de exploradores al Imperio con el fin de localizar tal territorio. Mientras se hacían los preparativos para la expedición, otro grupo de enanos fue enviado por la larga y peligrosa ruta sur que llevaba a Karaz-a-Karak. Estos últimos llevaban una copia del nuevo agravio de Barundin para presentarla ante el Alto Rey Throndin, Custodio de los Agravios, con el fin de que pudiera ser registrado en el Dammaz Kron, el Gran Libro de los Agravios, que contenía todos los desaires y las traiciones hechos contra la totalidad de la raza de los enanos. El primer agravio del Dammaz Kron, ya ilegible a causa del tiempo pasado y el desgaste, había sido supuestamente escrito por el primer Alto Rey, Snorri Barbablanca, contra las inmundas criaturas de los Dioses Oscuros. En el Dammaz Kron estaban registrados siete mil años de historia, una encarnación escrita de la pertinacia y honor de los enanos.

Durante muchos días, mientras aguardaba el regreso de los grupos de viajeros, Barundin se ocupó de los asuntos cotidianos de la fortaleza. Había sido descubierta una nueva veta de mineral de hierro al sur, y dos clanes rivalizaban por la propiedad. Se dedicaron muchas laboriosas horas a consultar los registros de la fortaleza y a dabatir con el Señor del Saber, Thagri, para reconciliar las dos reclamaciones y dilucidar quién era el propietario de la nueva mina.

Barundin pasó un día inspeccionando los trabajos que se llevaban a cabo en la nueva cervecería. Las tinajas y los mecanismos de la antigua, que habían quedado destrozados, habían sido cuidadosamente restaurados, mientras que en el emplazamiento de la anterior cervecería se estaban instalando tuberías, fuelles y parrillas nuevas y se erigían hornos para lúpulo. Los ingenieros y sus aprendices estaban reunidos en grupos para intercambiar opiniones sobre los detalles más minuciosos de la construcción y discutir sobre válvulas y canales con los maestros cerveceros y señores barrileros.

Aunque los trabajos aún estaban en curso, y hacía varios años que lo estaban, se habían tomado medidas para mantener abastecida la fortaleza. Una parte de las dependencias del rey habían sido transformadas en almacén para que madurara la cerveza, mientras que muchos otros clanes habían cedido salones y habitaciones para el proceso de elaboración. A pesar de todo, los resultados eran, según las pautas de los enanos, flojos y aguados, y carecían del cuerpo y la espuma auténticos de la buena cerveza de enanos. Sin excepción, la nueva cervecería era el proyecto de ingeniería más cuidadosamente ejecutado que había tenido la fortaleza desde que se construyeron las primeras ruedas hidráulicas miles de años antes.

Seis días después de haber partido, los mensajeros enviados a Uderstir regresaron. Como se esperaba, las noticias eran malas. Habían tardado cuatro días en encontrar la ubicación y al llegar, al anochecer del cuarto día, descubrieron que no eran bien recibidos. Habían solicitado ver a Silas Vessal y habían acudido a la torre de homenaje a parlamentar. Habían explicado cortésmente tos términos del agravio de Barundin y habían solicitado que el barón los acompañara de vuelta a Zhufbar. Le habían asegurado que estaría bajo su protección y que ningún daño le sobrevendría hasta que el rey lo juzgara.

El barón se había negado a franquearles la entrada, los había maldecido por estúpidos e incluso había hecho que sus hombres arrojaran desde las almenas del castillo una lluvia de piedras y fruta podrida sobre los enanos. Según las órdenes, los enanos habían clavado en la puerta del castillo una copia del agravio traducida lo mejor posible al Reikspiel hablado en la mayor parte del Imperio, y se habían marchado.

Cuando oyó las noticias, Barundin se puso furioso. No había esperado que Vessal accediera a su exigencia de viajar hasta Zhufbar, pero que hubiera actuado de una forma tan descaradamente cobarde e insultante le hizo hervir la sangre. Al día siguiente, reflexionaba en su cámara de audiencias con Arbrek, Harlgrim y varios de los otros nobles más importantes.

El rey estaba sentado en su trono, y los consejeros, instalados en asientos de respaldo alto, formaban un semicírculo ante él.

—No deseo la guerra —gruñó Barundin—, pero este despreciable comportamiento nos obliga a ella.

—Tampoco yo deseo la guerra —dijo Godri, el jefe del clan Ongurbazum.

El interés de Godri era bien conocido, ya que habían sido los Ongurbazum quienes primero habían enviado emisarios al imperio tras la Gran Guerra contra el Caos y la elección de Magnus como Emperador. Se encontraban entre los principales comerciantes de la fortaleza y recientemente habían negociado varios contratos con la corte imperial. Eran ellos los que habían llevado la noticia de la nueva Escuela de Artillería de Nuln y del provecho que podía sacarse.

—Este Magnus parece un tipo bastante sensato —continuó godri—, pero no podemos saber con seguridad cómo reaccionará si atacamos a uno de sus nobles.

—¿El insulto que se nos ha hecho no merece una reacción? —preguntó Harlgrim—. ¿El fallecido rey no exige que el honor sea reparado?

—Mi padre murió luchando al lado de un cobarde —dijo Barundin al mismo tiempo que descargaba un puñetazo sobre el reposabrazos del trono.

Arbrek se aclaró la garganta, y los demás lo miraron. Era, con mucho, el enano más viejo de Zhufbar; tenía más de setecientos años y aún era fuerte, y su consejo raras veces resultaba erróneo.

—Tu padre murió intentando vengar a su hijo caído —comenzó el Señor de las Runas—. Lo honraría que no nos precipitáramos, no vaya a ser que su otro hijo se reúna con él demasiado pronto en los Salones de los Ancestros.

Todos meditaron en silencio hasta que Arbrek volvió a hablar a la vez que le lanzaba una mirada a Godri.

—El jefe de los Ongurbazum tiene algo de razón. Tu padre tampoco te agradecería que vaciaras los cofres de Zhufbar cuando podríamos estar llenándolos.

—¿Qué quieres que haga? —gruñó Barundin—. He declarado el agravio; está escrito en el libro. ¿Quieres que no haga caso de ese humano y finja que no contribuyó a la muerte de mi padre y despreció mi fortaleza?

—No quiero que hagas ninguna de esas cosas —replicó Arbrek, que inhaló profundamente; tenía la barba erizada y los Ojos le destellaban de enojo bajo las pobladas cejas—. No pongas en mi boca palabras que no he dicho, rey Barundin.

Barundin lanzó un gran suspiro y se pasó los dedos por el cabello mientras miraba a los otros que rodeaban la mesa. Tras erguirse en el trono, unió las manos y se inclinó hacia adelante. Cuando habló, la voz de Barundin era baja, pero decidida.

—No se me conocerá como un perjuro —dijo el rey—. He gobernado Zhufbar durante menos de un año. No comenzaré mi reinado con un agravio no reparado. Cualesquiera que sean las consecuencias, si tenemos que hacer la guerra, entonces la haremos.

Godri abrió la boca para protestar, pero no dijo nada porque las puertas se abrieron y dejaron entrar el alboroto del corredor. Thagri, el Señor del Saber, entró con un libro pequeño en una mano y el Libro de los Agravios bajo el brazo. Se había excusado del debate alegando que debía hacer una investigación que podría tener un peso específico sobre el tema que se trataría. El rey, el Señor de las Runas y los nobles observaron con expectación mientras el Señor del Saber cerraba las puertas a su espalda, atravesaba el salón y ascendía los escalones. Se sentó en la silla vacía que habían dejado para él.

Recorrió a los miembros del grupo con los ojos como si reparara por primera vez en sus fijas miradas.

—Nobles parientes míos —comenzó, y su barba se agitó cuando habló—, creo que he descubierto algo de importancia.

Aguardaron a que continuara.

—Bueno, ¿de qué se trata? —preguntó Snorbi de los Drektrommi, un guerrero robusto incluso para un enano, conocido por su temperamento algo irascible—. No nos tengas esperando como a un puñado de idiotas.

—¡Ah!, lo siento, sí —dijo Thagri—. Parece que mi predecesor, el Señor de Saber Ongrik, era un poco descuidado en la atención de los libros. Tu padre, según acabo de descubrir, dejó constancia del último agravio hace varios años. Estaba en su diario, pero Ongrik, que fue testigo del hecho, no lo registró, y por eso no se encontraba con todos los otros documentos. —Agitó el libro más pequeño que llevaba.

—¿El último agravio? —preguntó Godri, que era uno de los asistentes más jóvenes presentes.

—Se trata de una antigua tradición que no ha sido muy practicada en los últimos siglos —explicó Thagri con una sonrisa melancólica—. Tu padre fue un gran tradicionalista, en mi opinión. En cualquier caso, el último agravio era registrado por un enano como juramento que debía cumplir antes de su muerte o, si no podía hacerlo, para legar la reparación de ese agravio concreto a su heredero. Fue algo que comenzó durante una escaramuza, hace muchos, muchos siglos, en la Época de las Guerras Goblins, con el fin de no romper un juramento a causa de una muerte prematura en las numerosas luchas contra la escoria goblin.

—¿Estás sugiriendo que registre ese agravio como el último y eluda mis responsabilidades? —preguntó Barundin, entrecerrando los ojos.

—¡Por supuesto que no! —respondió de forma atropellada Thagri, realmente indignado—. Además, un rey no puede registrar un último agravio hasta no haber estado en el poder ciento un años. Si permitiéramos que los reyes lo llenaran todo de últimos agravios, el sistema se convertiría en un chiste absoluto.

—Entonces, ¿qué tiene que ver eso con este debate? —preguntó Harlgrim.

—El último agravio es el primero que el heredero debe intentar reparar —dijo Arbrek, que habló como si acabara de recordar algo, y miró a Thagri, que asintió para confirmarlo—. Antes de hacer nada más, debes vengar el último agravio de tu padre o deshonrar sus deseos.

—¿Por qué no me dijo que había hecho algo semejante? —preguntó Barundin—. ¿Por qué lo escribió sólo en su diario?

Thagri evitó la mirada del rey y sus dedos se pusieron a jugar con el cierre del Libro de los Agravios.

—¿Bien? —exigió Barundin con una mirada feroz.

—¡Estaba borracho! —respondió atropelladamente Thagri con una expresión desesperada en los ojos.

—¿Borracho? —repitió Barundin.

—Sí —asintió el Señor del Saber—. Tu padre y Ongrik eran íntimos amigos, y según he leído esta misma mañana en el diario de mi fallecido maestro, bebían juntos con frecuencia. Parece que los dos, en aquel día en particular, habían bebido bastante más de lo normal incluso para ellos, y comenzaron a evocar la Época de las Guerras Goblins y cuánto habían deseado estar allí para darles a los goblins una buena paliza. Bueno, una cosa condujo a la otra. Ongrik mencionó la tradición del último agravio, y tu padre acabó escribiéndolo en su diario y jurando vengar las depredaciones cometidas contra Zhufbar.

—¿Cuál fue, exactamente, el juramento de mi padre? —preguntó Barundin con el corazón cargado de presagios—. ¿No se propondría rescatar Karak-Varn o algo parecido?

—No, no —respondió Thagri al mismo tiempo que negaba con la cabeza y sonreía—. Nada tan grandioso. No, nada tan grandioso en absoluto.

—¿Cuál fue su agravio, entonces? —inquirió Harlgrim.

—Bueno, un último agravio no es para nada un nuevo agravio —explicó Thagri en tanto dejaba el diario a sus pies, en el suelo, y abría el Libro de los Agravios—. Es un juramento de vengar un agravio ya existente. Había uno en particular que siempre irritó a tu padre, en especial cuando había bebido.

El Señor del Saber guardó silencio, y los otros lo imitaron al ver una expresión acongojada en el rostro de Barundin. El rey se pasó una mano por los labios.

—Grungankor Stokril —dijo con apenas un susurro.

—Grunga… —dijo Harlgrim—. ¿Las viejas minas del este? Han estado infestadas de goblins desde hace casi dos mil años. —Calló al ver la expresión de Barundin, al igual que todos los demás salvo uno.

—¿Dukankor Grobkaz-a-Gazan? —preguntó Snorbi—. Eso está ahora conectado con el Monte Gunbad. Allí hay miles, decenas de miles de goblins. ¿Qué quería el rey Throndin de ese lugar condenado?

Snorbi miró las pálidas expresiones de los otros enanos, y luego clavó los ojos en Thagri.

—Hay un error —insistió.

El Señor del Saber sacudió la cabeza y le entregó a Snorbi el Libro de los Agravios al mismo tiempo que le señalaba el pasaje relevante. El enano leyó y meneó la cabeza con incredulidad.

—Tenemos una guerra para la que debemos prepararnos —dijo Barundin mientras se ponía de pie. En sus ojos había una luz funesta, casi febril—. Una guerra contra los goblins. ¡Llamad a los clanes, que suenen los cuernos, afilad las hachas! ¡Zhufbar se pone en marcha una vez más!