Agravio primero

Agravio primero

Duro como la piedra

Las deformes criaturas vociferantes llegaron en forma de masa ingente, aullando y chillando hacia el cielo que se oscurecía. Algunas avanzaban a cuatro patas como perros u osos; otras corrían en posición erecta con largas zancadas. Cada una era un atroz híbrido de hombre y bestia; las había con rostro canino y cuerpo humano, y también con los cuartos traseros de una cabra o un gato. Criaturas con cara de pájaro y alas de murciélago en la espalda avanzaban saltando y planeando junto a gigantescas monstruosidades cuyas extremidades se agitaban y cuyos rostros chillaban.

Mientras el sol brillaba por última vez y se ocultaba tras los picos de las montañas que los rodeaban, la hueste de elfos y enanos contemplaba ceñudamente la nueva oleada de horrores disformes que descendía por el valle. Durante cinco largos días habían resistido contra la horda procedente del norte. El cielo hervía con energía mágica en lo alto y latía con vigor sobrenatural. Nubes de tormenta teñidas de azul y púrpura se agitaban en el aire por encima de la horda oscura.

Al frente del ejército de los enanos se encontraba el Alto Rey, Snorri Barbablanca. Tenía la barba manchada de tierra y sangre, y superaba la pesada hacha rúnica destellante con una mano. Los guardias del rey recogieron escudos, hachas y martillos, y cerraron filas a su alrededor, dispuestos a hacer frente a la nueva acometida. Fue el enano que se encontraba a la izquierda de Snorri, Godri Cantero, quien rompió el torvo silencio.

—¿Creéis que habrá muchos más? —preguntó mientras sopesaba el martillo con la mano derecha—. Es que hace tres días que no bebo una cerveza.

Snorri rio entre dientes y volvió los ojos hacia Godri.

—¿Dónde encontraste cerveza hace tres días? —preguntó el Alto Rey—. Yo no he bebido ni una gota desde la primera acometida.

—Bueno —replicó Godri al mismo tiempo que evitaba la mirada del rey—, probablemente se perdieron uno o dos barriles cuando distribuimos las raciones.

—¡Godri! —le espetó Snorri, enojado de verdad—. Allí atrás hay buenos luchadores con sangre en la boca que han tenido que arreglarselas con ese escupitajo de elfos durante tres días, ¿y tú tenías tu propia cerveza? ¡Si sobrevivo a esto, tendremos unas palabras tú y yo!

Godri no replicó, sino que arrastró los pies y mantuvo la vista firmemente clavada en el suelo.

—¡Mirad arriba! —gritó alguien desde detrás de las filas.

Al alzar los ojos, Snorri vio que había cuatro formas oscuras en el cielo, aunque apenas eran visibles entre las nubes. Una se separó del grupo y descendió en espiral.

Cuando estuvo más cerca los enanos comprobaron que era un dragón, cuyas grandes escamas blancas destellaban en la tormenta mágica. Montada sobre la base del largo cuello de reptil había una figura embozada en una capa azul claro; una armadura de plata brillaba entre los flameantes pliegues. Llevaba la cara oculta tras un alto yelmo decorado con dos alas de oro que se arqueaban en el aire.

El dragón aterrizó ante Snorri y plegó las alas. Una alta y delgada figura saltó grácilmente de la silla de montar al suelo y avanzó hacia Snorri; la larga capa ondulaba justo por encima del fangoso terreno. Al acercarse se quitó el yelmo y dejó a la vista un rostro delgado y unos grandes ojos brillantes. Tenía la piel blanca y el oscuro pelo suelto le caía sobre los hombros.

—Has logrado regresar, según veo —dijo Snorri cuando el elfo se detuvo frente a él.

—Por supuesto —replico el elfo con expresión de desagrado—. ¿Acaso esperabas que pereciera?

—Vamos Malekith no te lo tomes tan apecho —dijo Snorri con un gruñido—. No era más que un saludo.

El príncipe elfo no respondió, sino que observo la horda que se aproximaba. Cuando hablo, continuó con la mirada fija en el norte.

—Estos son los últimos que hay en muchas, muchas leguas —comentó Malekith—. Cuando todos hayan sido destruidos, nos dirigiremos al oeste para hacer frente a las hordas que amenazan las ciudades de mi pueblo.

—Ese fue el trato si —asintió Snorri al mismo tiempo que se quitaba el casco y se pasaba los dedos por el enredado pelo empapado de sudor—. Hicimos juramentos, ¿recuerdas?

Malekith se volvió para mirar a Snorri.

—Si, juramentos —confirmo el príncipe elfo—. Vuestra palabra os compromete. Esa es la tradición de los enanos, ¿no es cierto?

—Como debería serlo en el caso de todos los pueblos civilizados —respondió Snorri a la vez que se ponía bruscamente el casco—. Vosotros habéis mantenido vuestra palabra, y nosotros mantendremos la nuestra.

El elfo asintió con la cabeza y se alejo. Con un grácil salto se situó sobre la silla de montar del dragón, y un momento más tarde, con un atronador batir de alas, la bestia se elevo y no tardo en perderse entre las nubes.

—Son una gente extraña esos elfos —observó Godri—. Y también hablan raro.

—Son una raza extraña en efecto —convino el rey enano—. Viven con dragones, su cerveza no se puede beber, y estoy seguro ¡de que pasan demasiado tiempo al sol! A pesar de todo cualquiera que pueda blandir una espada y se ponga de mi parte es lo bastante amigo en estos tiempos oscuros.

—Muy cierto —respondió Godri con un asentimiento de cabeza.

* * *

El ejercito enano guardaba silencio mientras las bestias del Caos se aproximaban y por encima de los alaridos y aullidos de los deformes monstruos podía oírse la clara llamada de las trompetas de los elfos, que reunían sus filas.

La oleada antinatural de carne mutante se encontraba entonces a sólo unos quinientos metros de distancia, y Snorri podía oler su repulsivo hedor. En la luz crepuscular, flechas de asta blanca disparadas por los arcos élficos ascendieron por el aire y cayeron como una lluvia sobre la horda para perforar pieles peludas y correosas. Una segunda andanada la siguió de inmediato, y luego otra, y otra más. El suelo del valle quedó sembrado de muertos y criaturas agonizantes; docenas de cadáveres atravesados por flechas cubrían la ladera situada ante Snorri y su ejército. Pero las bestias continuaban avanzando a gran velocidad sin hacer caso de las bajas. Ya se encontraban a sólo doscientos metros de distancia.

Tres flechas que ardían con fuego azul describieron un arco alto en el aire.

—Bien, nos toca a nosotros —declaró Snorri.

El Alto Rey asintió con la cabeza mirando a Thundir, que estaba situado a su derecha. El enano se llevó el retorcido cuerno a los labios y tocó una nota larga, que resonó en las paredes del valle.

El ruido aumentó gradualmente con el avance de los enanos. Los ecos del cuerno y los rugidos de las bestias del Caos quedaron ahogados por los pesados pasos de los pies calzados con hierro, el tintinear de cotas de malla y el golpear de martillos y hachas contra los escudos.

Como una férrea muralla, el frente de los enanos avanzó ladera abajo mientras otra andanada de flechas silbaba por encima de sus cabezas. Los dispersos grupos de monstruos, provistos de colmillos y garras, chocaron contra la muralla de hierro. Gruñendo, aullando y chillando, sus retos inarticulados fueron respondidos con ásperos gritos de batalla y juramentos vociferados.

—¡Que Grungni guíe mi mano! —bramó Snorri cuando una criatura con cabeza de lobo, cuerpo de hombre y patas de lagarto lo atacó con las garras.

Snorri describió un arco bajo, de derecha a izquierda, con el hacha, y la destellante hoja cercenó las patas de la bestia justo por debajo de la cadera.

Mientras el descuartizado cuerpo rodaba ladera abajo, Snorri avanzó un paso y blandiendo el hacha en un arco de retorno, cortó la cabeza de una criatura parecida a un oso y cuya cola era una víbora que se agitaba de un lado a otro. Una sangre espesa que hedía a pescado podrido manó como una fluente sobre el rey y se adhirió a las placas de su armadura de hierro. Algunos cuajarones se le pegaron a la apelmazada barba y le provocaron arcadas.

Iba a ser un largo día.

* * *

En la sala del trono de Zhufbar resonaba suavemente el vocerío de los apiñados enanos. Un centenar de faroles proyectaban una luz dorada sobre el trono desde donde el rey Throndin observaba su corte. Había representantes de la mayoría de los clanes, y entre la multitud, atisbó el conocido semblante de su hijo Barundin. El joven estaba conversando con el Señor de las Runas, Arbrek Dedos de Plata. Throndin sonrió al imaginar la conversación: sin duda, su hijo estaría diciendo algo atolondrado e irreflexivo, y Arbrek estaría maldiciéndolo suavemente con un destello divertido en los ojos.

Un movimiento que se produjo en las grandiosas puertas atrajo la atención del rey. El ruido de fondo se apagó al entrar un emisario humano escoltado por Hengrid Enemigo de Dragones, el guardia de la puerta de la plaza fuerte. El humano era alto incluso para alguien de su raza, y lo seguían otros dos hombres, que llevaban un baúl de madera reforzado con bandas de hierro. El mensajero caminaba con pasos deliberadamente lentos para no adelantarse a su escolta de cortas piernas, mientras que los dos que llevaban el baúl estaban visiblemente cansados. Entre la muchedumbre se abrió una brecha, un sendero que conducía hasta el pie del trono de Throndin.

Permaneció sentado con los brazos cruzados y observó la pequeña delegación que ascendía los treinta escalones hasta lo alto de la grada sobre la que descansaba el trono. El mensajero hizo una profunda reverencia al mismo tiempo que extendía a un lado la mano izquierda para hacer una floritura, y luego alzó la mirada hacia el rey.

—Mi señor, rey Throndin de Zhufbar, os traigo nuevas del barón Silas Vessal de Uderstir —dijo el emisario.

El hombre hablaba con lentitud, cosa que Throndin agradeció porque habían pasado largos años desde la última vez que había tenido la necesidad de entender el Reikspiel del Imperio.

Por un momento, el rey no dijo nada, pero luego reparó en la incomodidad del humano ante el silencio que se había producido, así que rebuscó en su memoria y halló las palabras correctas.

—¿Vos sois? —preguntó Throndin.

—Soy el mariscal Heinlin Kulft, primo y heraldo del barón Vessal —replicó el hombre.

—Primo, ¿eh? —dijo Throndin con un asentimiento a modo de aprobación.

Al menos, aquel señor humano había enviado a un pariente suyo para parlamentar con el rey. En trescientos años, Throndin había llegado a concluir que los humanos eran atolondrados, inconstantes y desconsiderados. «Casi tan malos como los elfos», pensó para sí.

—Sí, mi señor —asintió Kulft—. Por parte de su padre —añadió.

El mariscal pensó que tal vez la explicación llenaría el silencio que había caído sobre la gran cámara. Tenía clara conciencia de que centenares de ojos de enanos se clavaban en su espalda y de que otros tantos oídos escuchaban cada una de sus palabras.

—¿Así que tenéis un mensaje? —preguntó Throndin al mismo tiempo que ladeaba ligeramente la cabeza.

—Tengo dos, mi señor —especificó Kulft—. Traigo tanto una noticia lamentable como una solicitud del barón Vessal.

—¿Necesitáis ayuda, entonces? —preguntó Throndin—. ¿Qué queréis?

El heraldo quedó momentáneamente desconcertado por la franqueza del rey, pero se rehizo con rapidez.

—Orcos, mi señor —dijo Kulft, y ante la mención de los odiados pieles verdes, un murmullo colérico llenó la cámara.

El ruido se apagó cuando Throndin agitó una mano para imponer silencio a los presentes. Le hizo un gesto a Kulft para que continuara.

—Los orcos han llegado por el norte de los territorios del barón —dijo—. Ya han sido destruidas tres granjas, y creemos que el número aumentará. Los ejércitos del barón están bien equipados, pero son poco numerosos, y él teme que si no respondemos con presteza, los orcos se volverán más osados.

—En ese caso, pedidle a vuestro conde o a vuestro Emperador que os envíen más hombres —dijo Throndin—. ¿En qué me incumbe eso a mí?

—Los orcos han cruzado también vuestro territorio —se apresuró a responder Kulft, obviamente preparado para la pregunta—. No sólo este año, sino también el año pasado, y más o menos en la misma época.

—¿Tenéis una descripción de esas criaturas? —quiso saber Throndin, cuyos ojos se entrecerraron hasta ser dos rendijas.

—Se dice que llevan escudos blasonados con la tosca imagen de una cara con dos largos colmillos, y se pintan en el cuerpo extraños dibujos con pintura negra —dijo Kulft.

Esa vez, la reacción de la muchedumbre fue más ruidosa aún.

Throndin permaneció sentado y en silencio, pero los nudillos de sus apretados puños se pusieron blancos y su barba tembló. Kulft les hizo un gesto a los dos hombres, que depositaron agradecidos el baúl sobre los escalones del trono y lo abrieron. La luz de un centenar de faroles se reflejó en el contenido: unas pocas gemas, muchísimas monedas de plata y varios lingotes de oro. El enojo de los ojos de Throndin fue rápidamente reemplazado por un destello de codicia.

—El barón no querría que tuvierais que hacer frente a ningún gasto con vuestros propios recursos —explicó Kulft al mismo tiempo que hacía un gesto hacia el cofre—. Os pide que aceptéis este gesto en señal de buena voluntad y como medio para compensar cualquier coste que pueda ocasionar vuestra expedición.

—¡Hummm!, ¿un regalo? —dijo Throndin mientras apartaba la mirada de las barras de oro. Eran de especial calidad; originalmente oro de enanos, si sus expertos ojos no se equivocaban—. ¿Para mí?

Kulft asintió con la cabeza. El rey enano volvió los ojos hacia el cofre, y luego les lanzó ceñudas miradas a los pocos enanos que habían ascendido con paso vacilante por la escalera hacia el cofre. Kulft les hizo un gesto a sus compañeros para que lo cerraran antes de que surgiera algún problema. Había oído hablar de la fiebre de oro de los enanos, pero hasta entonces había creído que se trataba de mera codicia. Sin embargo, la reacción había sido por completo distinta: un deseo del precioso metal que lindaba con la necesidad física, como la de un hombre que encuentra agua en el desierto.

—Aunque acepto este generoso regalo, no es por el oro por lo que el rey de Zhufbar se pondrá en marcha —dijo Throndin a la vez que se levantaba—. Tenemos noticias de esos orcos. En efecto, el año pasado se enfrentaron en batalla con enanos de mi propio clan, y las viles criaturas se cobraron la vida de mi hijo mayor.

Throndin avanzó con los puños apretados a los lados y se detuvo en lo alto de la escalera. Cuando volvió a hablar, su voz resonó en las paredes más lejanas de la cámara. Se volvió hacia Kulft.

—Esos orcos tienen una elevada deuda con nosotros —gruñó el rey—. La muerte de un príncipe de Zhufbar mancha sus vidas, y esa afrenta ha sido incluida en la lista de las perversidades hechas contra mi casa y mi gente. ¡Declaro nuestro rencor hacia esos orcos! Sus vidas están condenadas, y con hacha y martillo les haremos pagar el precio que nos deben. ¡Cabalgad junto a vuestro señor, decidle que se prepare para la guerra y anunciadle que el rey Throndin Corazón de Piedra de Zhufbar luchará a su lado!

Los pesados pasos de las botas de los enanos resonaron en las laderas de las montañas cuando las puertas de Zhufbar se abrieron y la hueste del rey Throndin salió. Fila tras fila de barbudos guerreros pasaron entre las dos grandiosas estatuas de Grungni y Grimnir que flanqueaban la entrada, talladas en la roca de la montaña. Por encima del ejército de enanos se balanceaba un bosque de estandartes de oro y plata que lucían rostros de reverenciados ancestros, runas de clan y símbolos de gremio.

Al golpe sordo de las botas se unió el estruendo de las medas y los gemidos y toses de un motor de vapor. Al final de la columna de enanos apareció una locomotora cuyas ruedas con llantas de hierro provistas de púas raspaban el camino agrietado y cubierto de baches. Volutas de humo gris ascendían al aire desde la aflautada chimenea del motor de la máquina tractora, que avanzaba entre gruñidos y arrastraba un tren de carros cargados de equipaje y cubiertos con pesada tela de saco impermeabilizada y sujeta con cables.

* * *

El otoñal cielo gris que se extendía por encima de las Montañas del Fin del Mundo amenazaba lluvia, y sin embargo, Throndin estaba de buen humor. Caminaba a la cabeza de su ejército; Barundin iba a su izquierda y portaba el estandarte del rey, y el Señor de las Runas Arbrek marchaba a su derecha.

—La guerra nunca fue un acontecimiento feliz en tiempos de tu padre —dijo Arbrek al reparar en la sonrisa que había en los labios del rey.

La sonrisa se desvaneció cuando Throndin volvió la cabeza para mirar al Señor de las Runas.

—Mi padre nunca tuvo motivos para vengar a un hijo caído —replicó con hosquedad el rey, cuyos ojos brillaban en la sombra del casco con incrustaciones de oro—. Le doy las gracias a él y a los padres anteriores a él porque se me haya otorgado la oportunidad de enmendar este daño.

—Además, ha pasado mucho tiempo desde la última vez que cogiste tu hacha para otra cosa que no fuese bruñirla —comentó Barundin con una carcajada breve—. ¿Estás seguro de que aun recuerdas lo que tienes que hacer?

—¡Escucha al barbasnuevas! —rio Throndin—. Apenas cincuenta primaveras de edad y ya es un experto en la guerra. Escucha, muchachito, yo blandía esta hacha contra los orcos mucho antes de que tú nacieras. Veamos quién de los dos mata más, ¿eh?

—Esta será la primera vez que tu padre tenga la oportunidad de ver tu temple —añadió Arbrek con un guiño—. Las historias, cuando corre la cerveza, son muy bonitas, pero no hay nada como presenciadas para que un padre se sienta orgulloso.

—Si —convino Throndin al mismo tiempo que le daba unas palmaditas en un brazo a Barundin—. Ahora eres mi único hijo. El honor del clan será tuyo cuando yo parta a encontrarme con los ancestros. Me harás sentir orgulloso; sé que será así.

—Verás que Barundin Corazón de Piedra es digno de convertirse en rey —declaró el joven con un feroz asentimiento de cabeza que hizo mecer su barba—. Estarás orgulloso, ya lo creo.

Marcharon hacia el norte en dirección al Imperio hasta el mediodía, mientras las altas almenas y bastiones de Zhufbar desaparecían tras ellos y el pico donde se asentaba la sala del trono del rey quedaba oculto tras las nubes bajas.

A mediodía, Throndin ordenó un alto, y el aire se llenó del ruido de cinco mil enanos que comían bocadillos, bebían cerveza y discutían en voz alta, como era su costumbre cuando acampaban. Concluida la comida, el humo de las pipas flotaba como una nube sobre la hueste.

Throndin se encontraba sentado sobre una roca, con las piernas estiradas, admirando la escena. Desde lo alto de la montaña podía ver a muchos kilómetros de distancia; ante él aparecían leguas y más leguas de roca, con algunos árboles y arbustos dispersos. Más lejos, apenas distinguía los más verdes territorios del Imperio. Mientras fumaba en pipa, un toque en un hombro lo hizo volverse. Era Hengrid, y con él había un enano viejo que tenía la larga barba blanca metida dentro de un simple cinturón de cuerda. El desconocido llevaba una capa con capucha de lana rústica que había sido teñida de azul, y una piedra de afilar en las manos agrietadas y nudosas.

—Que el honor de Grungni te acompañe, rey Throndin —dijo el enano con una breve reverencia—. No soy más que un simple viajero que se gana alguna moneda con la piedra de amolar y el ingenio. Concédeme el honor de afilar tu hacha y transmitirte, tal vez, una o dos palabras sabias.

—Mi hacha está afilada por las runas —respondió Throndin a la vez que le volvía la espalda.

—Esperad, rey —dijo el enano viejo—. Hubo una época en que cualquier enano, fuera humilde o soberano, prestaba oídos a alguien de edad y erudición.

—Déjale hablar, Throndin —le gritó Arbrek desde el otro lado del camino—. Es lo bastante viejo como para ser incluso mi padre; muéstrale un poco de respeto.

Throndin se volvió otra vez hacia el desconocido y asintió a regañadientes. El buhonero inclinó la cabeza en señal de agradecimiento, se quitó la mochila y la dejó junto al camino. Parecía muy pesada, y Throndin reparó en el bulto con forma de hacha envuelto con harapos que el enano llevaba oculto entre los pliegues de la capa. Con un bufido, el enano se sentó sobre la mochila.

—Orcos, ¿verdad? —dijo el buhonero mientras sacaba una ornamentada pipa de entre los pliegues del ropón.

—Sí —respondió Throndin, desconcertado—. ¿Los has visto?

El enano no respondió de inmediato, sino que cogió un saquito de su cinturón y se puso a llenar la pipa de hierba. Tras sacar una larga cerilla del saquito, la frotó contra la dura superficie del camino y encendió la pipa, que chupó con contento varias veces antes de devolver su atención al rey.

—Sí, los he visto —asintió el enano—. Ya hace bastante que no los veo pero los he visto. Un grupo muy maligno sin duda.

—Será un grupo muerto cuando los atrape —bufó Throndin—. ¿Cuándo los viste?

—¡Ah!, hace bastante un año, mas o menos —respondió el desconocido.

—¿El año pasado? —dijo Barundin, que avanzó para situarse junto a su padre—. ¡Fue entonces cuando mataron a Dorthin!

El rey miró a su hijo con el ceño fruncido y este guardo silencio.

—Sí, correcto —asintió el buhonero—. Fue a no mas de un día de marcha de aquí donde cayó el príncipe Dorthin.

—¿Viste la batalla? —pregunto Throndin.

—¡Ojalá la hubiese visto! —replico el desconocido—. Mi hacha hubiera saboreado carne de orco ese día. Pero ¡ay!, llegue al campo de batalla demasiado tarde y los orcos se habían marchado.

—Bueno, esta vez los guerreros de Zhufbar zanjarán la cuestión —declaró Barundin al mismo tiempo que se llevaba la mano al hacha que pendía del cinturón—. No sólo eso, sino que un barón del Imperio lucha a nuestro lado.

—¡Bah! ¿Un humano? —escupió el buhonero—. ¿Qué valor tiene un humano en la batalla? Desde los tiempos del joven Sigmar, su raza no ha engendrado un guerrero merecedor de ese título.

—El barón Vessal es una persona de recursos, y eso no es cosa corriente para un humano —dijo Hengrid—. Incluso tiene oro de enanos.

—El oro no es más que uno de los muchos medios para juzgar el valor de una persona —puntualizó el desconocido—. Cuando se alzan las hachas y corre la sangre, no es la riqueza sino el temple lo que más se valora.

—¿Qué puedes saber tú? —preguntó Throndin, agitando una mano con indiferencia—. Apuesto a que apenas tienes dos monedas. No toleraré que un wattock sin nombre y sin un céntimo se muestre irrespetuoso con mi aliado. Gracias por tu compañía, pero ya he disfrutado suficiente de ella. ¡Hengrid!

El fornido veterano avanzó un paso y, con una expresión de disculpa, le hizo un gesto al anciano buhonero para indicarle que se levantara. Con una última chupada a la pipa, el buhonero se puso de pie y recogió la mochila.

—Si las palabras de un viejo caen en oídos sordos —declaró el desconocido mientras se volvía para partir— es que ésta es una época lamentable.

—¡No soy ningún barbasnuevas! —le gritó Throndin.

El enano se alejó lentamente camino abajo hasta desaparecer entre dos altas rocas. Throndin reparó en que Arbrek observaba el sendero con atención, como si aún pudiese ver al desconocido.

—Advertencias vacías que hacen juego con su vacía bolsa —dijo Throndin, que agitó una mano con gesto de indiferencia en dirección al buhonero.

Arbrek se volvió con el ceño fruncido.

—¿Desde cuándo los reyes de Zhufbar han contado la sabiduría en monedas? —preguntó el Señor de las Runas.

Throndin iba a responder, pero Arbrek ya le había vuelto la espalda y avanzaba con pesados pasos a través del ejército.

* * *

El solemne batir de los tambores resonaba en los salones y corredores de Karaz-a-Karak. La pequeña cámara estaba desierta salvo por dos personas. Con la cara tan pálida como su barba, el rey Snorri yacía sobre la baja cama ancha y tenía los ojos cerrados. Arrodillado junto al lecho, con una mano sobre el pecho del enano, estaba el príncipe Malekith de Ulthuan, en otros tiempos general de los ejércitos del Rey Fénix y entonces embajador en el imperio de los enanos.

La habitación estaba decorada con pesados tapices que mostraban las batallas que ambos habían librado juntos y que engrandecían adecuadamente el papel desempeñado por Snorri. Malekith no le envidiaba al rey sus glorias porque ¿acaso no era su propio nombre el que se cantaba con voz sonora en Ulthuan, mientras que el nombre de Snorri Barbablanca era apenas un susurro? «Cada uno con su propia raza», pensó el príncipe elfo.

Los párpados de Snorri se agitaron y abrieron para dejar ala vista turbios ojos azul pálido. Los labios se torcieron en una sonrisa y una mano palpó a tientas hasta hallar el brazo de Malekith.

—¡Ojalá las vidas de los enanos fueran de igual medida que las vidas de los elfos! —dijo Snorri—. Entonces, mi reinado duraría otros mil años.

—Pero, a pesar de todo, nosotros también morimos —precisó Malekith—. Nuestra valía, como la de cualquier otro, se basa en lo que hacemos mientras vivimos y en el legado que les dejamos a nuestros parientes. Una vida de milenios no tiene valor alguno si sus obras acaban en nada cuando ha concluido.

—Verdad, verdad —dijo Snorri con un asentimiento de cabeza mientras su sonrisa se desvanecía—. Lo que hemos construido es digno de leyenda, ¿verdad? Nuestros dos grandes reinos han hecho retroceder a las bestias y los demonios, y las tierras son seguras para nuestros pueblos. El comercio nunca ha sido mejor, y las familias prosperan con cada año que pasa.

—Tu reinado ha sido, en efecto, glorioso, Snorri —dijo Malekith—. Tu linaje es fuerte; tu hijo mantendrá las grandiosas cosas que tú has hecho.

—Y tal vez, incluso, construirá sobre ellas —dijo Snorri.

—Tal vez, si los dioses lo quieren —asintió Malekith.

—¿Y por qué no iban a quererlo? —preguntó Snorri, que tosió mientras se impulsaba con los brazos hasta sentarse; sus hombros se hundieron en mullidas almohadas blancas bordadas en oro—. Aunque mi respiración es leve y mi cuerpo está enfermo, mi voluntad es tan fuerte como la piedra en la que están tallados esos muros. Soy un enano y al igual que todo mi pueblo, tengo en mi interior la fuerza de las montañas. Este cuerpo es ahora débil pero mi espíritu irá a los Salones de los Ancestros.

—Y allí será bien recibido por Grungni, Valaya y Grimnir —dijo Malekith—. Ocuparás tu sitio con orgullo.

—No he acabado —dijo Snorri, frunciendo el ceño. Con expresión torva, el rey prosiguió—. Escucha este voto, Malekith de los elfos, camarada en la batalla, amigo junto al hogar. Yo, Snorri Barbablanca, Alto Rey de los enanos, lego mi título y derechos a mi hijo mayor. Aunque atraviese la puerta que lleva a los Salones de los Ancestros, mis ojos permanecerán fijos en mi imperio. Que nuestros aliados y nuestros enemigos sepan que la muerte no es el final de mi vigilancia.

El enano tuvo un tremendo ataque de tos que le roció los labios con gotas de sangre. Su arrugado rostro tenía una expresión severa cuando miró a Malekith. El elfo le sostuvo la mirada con firmeza.

—La venganza será mía —juró Snorri—. Cuando nuestros enemigos sean grandes, regresaré junto a mi pueblo. Cuando las inmundas criaturas de este mundo ladren ante las puertas de Karaz-a-Karak, volveré a alzar el hacha y mi ira estremecerá las montañas. Escucha mis palabras, Malekith de Ulthuan, y escúchalas bien. Grandes han sido nuestras proezas y grande el legado que te dejo, mi más íntimo confidente, mí mejor camarada de armas. Júrame ahora, mientras el aliento de agonía llena mis pulmones, que mi juramento ha sido oído. Jura sobre mi propia tumba, por mi espíritu, que permanecerás fiel a los ideales por los que ambos hemos luchado durante todos estos años. Y has de saber que en el mundo nada hay tan detestable como un perjuro.

Malekith cogió la mano del rey que tenía sobre el brazo y la apretó con fuerza.

—Lo juro —dijo el príncipe elfo—. Por la tumba del Alto Rey Snorri Barbablanca, señor de los enanos y amigo de los elfos, te ofrezco mi juramento.

Los ojos de Snorri estaban vidriosos y su pecho ya no se levantaba ni descendía. El agudo oído del elfo no detectaba ningún signo de vida, y no sabía si sus palabras habían sido oídas. Soltó la mano de Snorri y cruzó los brazos del rey sobre el pecho; con un delicado gesto de sus largos dedos cerró los ojos del enano.

Tras ponerse de pie, Malekith dedicó una última mirada al rey muerto y salió de la cámara. En el exterior, Throndin, hijo de Snorri, aguardaba junto con varias docenas de otros enanos.

—El Alto Rey ha fallecido —anunció Malekith, cuya mirada pasó por encima de las cabezas de los enanos reunidos y atravesó la sala del trono. Bajó los ojos hacia Throndin—. Ahora eres tú el Alto Rey.

Sin pronunciar mas palabras el príncipe elfo se movió entre los congregados con paso grácil, atravesó la casi desierta sala del trono y salió. Por algún medio secreto la voz como por toda la plaza fuerte, y al cabo de poco, los tambores cesaron. Con Throndin a la cabeza, los enanos entraron en la cámara y alzaron al rey del lecho de muerte. Con el cuerpo ele Snorri en alto sobre sus anchos hombros, los enanos marcharon lentamente a través de la sala del trono hasta un féretro de piedra que habían colocado ante el propio trono. Tendieron al rey sobre la piedra y dieron medía vuelta.

* * *

Las puertas de la sala quedaron barradas durante tres días mientras se hacían los preparativos para el funeral. Throndin aún era príncipe y no sería coronado rey hasta que su padre fuese enterrado, así que se ocupó de enviar mensajeros a las otras fortalezas para que llevaran la noticia de la muerte de Snorri.

A la hora señalada, la sala del trono fue abierta una vez más por una guardia de honor encabezada por Throndin Snorrisson y Godri Cantero. Mientras los solemnes tambores resonaban de nuevo por toda la plaza fuerte, la procesión funeraria llevó al Alto Rey hasta su lugar de descanso definitivo, en las profundidades de Karaz-a-Karak. No hubo panegíricos ni llantos porque las hazañas de Snorri estaban ahí para que todos las vieran, en las tallas que cubrían el sarcófago de piedra, dentro de la tumba. Su vida había sido provechosa y no había motivo para lamentar su fallecimiento.

Según instrucciones de Snorri, el sarcófago había sido decorado con tallas de terribles runas de venganza y rencor labradas por los mas poderosos Señores de las Runas de su fortaleza. Incrustados en oro, los símbolos relumbraron con luz mágica cuando el cuerpo de Snorri descendió al interior. Luego, colocaron la tapiz del ataúd de piedra y la sujetaron con bandas de oro. Los Señores de las Runas, cantando al unísono, grabaron los sellos finales sobre las bandas para alejar la magia inmunda y entregar el espíritu de Snorri a los Salones de los Ancestros. Hubo un crescendo final de tambores y el eco resonando por los salones y los corredores, paso por encima de las cabezas de los enanos que flanqueaban la ruta de la procesión.

Throndin llevó a cabo el último ritual. Cogió un pequeño barrilete de cerveza, llenó una jarra con el espumoso líquido y bebió un sorbo. Con un gesto de aprobación, depositó la jarra de manera reverente sobre el sarcófago de piedra tallada.

—Bebe abundantemente en los Salones de los Ancestros —entonó Throndin—. Alza esta jarra ante los que han fallecido antes que tú, para que puedan acordarse de aquellos que aún caminamos por la faz del mundo.

* * *

A media mañana del día siguiente, el ejército de los enanos ya había salido de las Montañas del Fin del Mundo y se encontraba en las estribaciones que rodeaban el Zhuf-durak, conocido por los hombres como el río Ayer Negro. El golpeteo de los pistones de vapor de la locomotora de carga resonaba en las laderas de las colinas por encima del borboteante río, mientras el murmullo profundo debido a las conversaciones de los enanos era una constante.

A la cabeza de la columna, Throndin marchaba con Barundin y Arbrek. El rey había estado callado desde el encuentro con el buhonero, el día anterior. Barundin no sabía si estaba sumido en sus pensamientos o mohíno por la suave reprimenda de Arbrek, pero en ese momento no tenía intención de entrometerse en las meditaciones de su padre.

Un zumbido lejano procedente del cielo hizo que los enanos alzaran la cabeza y miraran hacia las nubes bajas. Un punto oscuro que había al oeste comenzó a acercarse; aunque apenas subía y bajaba, describía un curso errático. El sonido entrecortado del motor de un girocóptero aumentaba de volumen a medida que la nave aérea se aproximaba. Se levantaron algunos dedos para señalar el artefacto, y se produjo una ruidosa conmoción cuando el piloto hizo que la nave se calara y pasara en vuelo rasante sobre la columna. Casi abriendo un surco en la cima de una colina con los rotores del girocóptero, el piloto consiguió que la máquina, lanzada hacia el suelo, diera media vuelta y pasara sobre la columna con mayor lentitud. Unos ochocientos metros más adelante, una gran nube de polvo señaló el lugar de aterrizaje.

Al aproximarse, Barundin vio al piloto con mayor claridad. Tenía la cabeza y la cara manchadas de hollín, y dos círculos pálidos en torno a los ojos. Las gafas que los habían protegido se balanceaban entonces sobre un hombro, colgadas de un tiento de cuero unido a un costado del casco alado. Sobre un largo camisote, el piloto llevaba un mono de pesado cuero muy zurcido y remendado.

Con una pronunciada bizquera, el piloto observó al rey, que se acercaba con su séquito.

—¿Eres tú, Rimbal Wanazaki? —preguntó Barundin.

El piloto le dedicó un asentimiento de cabeza, y una ancha sonrisa dejó a la vista dientes partidos, amarillentos y desparejos.

—Tienes razón, muchacho —respondió Wanazaki.

—¡Pensábamos que estabas muerto! —dijo Throndin—. Una tontería sobre el cubil de un troll.

—Sí, se habla mucho de eso por ahí —replicó Wanazaki—, pero no estoy muerto, como puedes comprobar.

—Mucho más lamentable aún —replicó Throndin—. Y lo digo en serio. Ya no eres bien recibido en mis salones.

—¿Aún estás enfadado por aquella pequeña explosión? —preguntó Wanazaki con una desolada sacudida de cabeza—. Eres un rey duro, Throndin; un rey duro.

—Lárgate —dijo Throndin al mismo tiempo que señalaba con un pulgar por encima del hombro—. Ni siquiera debería hablar contigo.

—Bueno, ahora no estás en los salones, majestad, así que puedes escuchar y no tienes que decir ni una palabra —respondió Wanazaki.

—De acuerdo. ¿Qué tienes que decir en tu defensa? —inquirió el rey—. No tengo tiempo que perder contigo.

El piloto alzó una mano para acallar al rey. Después, la bajó hasta el cinturón y sacó una jarra de delicado aspecto, no más grande de que el doble del tamaño de un dedal y tan pequeña que sólo un dedo podía meterse dentro de la estrecha asa. Se volvió hacia el motor del girocóptero, que continuaba emitiendo extraños sonidos, e hizo girar un pequeño tapón situado en el lateral e un tanque. Un líquido transparente cayó dentro de la diminuta jarra, que el piloto llenó casi hasta el borde. Los ojos de Barundin comenzaron a llorar debido al escozor provocado por los vapores del alcohol combustible que llegaron hasta ellos.

Con un guiño dirigido al rey, el ingeniero deshonrado se bebió el líquido. Durante un momento permaneció de pie sin hacer nada. Luego, Wanazaki tosió un poco, y Barundin vio que le temblaban las manos. Propinándose un puñetazo en el pecho, el piloto volvió a toser más sonoramente y dio un pisotón en el suelo. Con los ojos ligeramente vidriosos, se inclinó hacia delante y miró al rey.

—Vas tras los orcos, ¿estoy en lo cierto? —dijo Wanazaki. El rey no replicó de inmediato, aún desconcertado por los curiosos hábitos de bebida del piloto.

—Sí —replicó al fin.

—Los he visto —informó Wanazaki—. A unos cuarenta y cinco kilómetros, tal vez cincuenta y cinco, al sur de aquí. Un día de marcha, no más, si acaso.

—¿A un día de marcha? —exclamó Barundin—. ¿Estás seguro? ¿Hacia dónde se dirigen?

—Por supuesto que no está seguro —intervino Throndin—. Este borracho probablemente no distingue un kilómetro de un paso.

—A un día de marcha, te digo —insistió Wanazaki—. Estaréis allí a mediodía de mañana si os dirigís al norte ahora. Están acampados, todos borrachos y gordos a lo que parece. He visto humo hacia el oeste y calculo que han estado divirtiéndose un poco.

—Si vamos ahora, podríamos llegar allí antes de que estén sobrios y pillarlos en el campamento —dijo Barundin—. Sería cosa fácil, sin duda alguna.

—No necesitamos la ayuda de unos desgarbados humanos; podemos nosotros solos —dijo Ferginal, uno de los portadores de la piedra de Throndin y primo de Barundin por el lado de su fallecida madre.

El comentario provocó un grito general de aliento de los miembros más jóvenes del séquito.

—¡Bah! —bufó Arbrek, que se volvió con el entrecejo fruncido a mirar a los vocingleros enanos—. ¡Escuchad a los barbasnuevas! Todos estáis deseosos de entrar en guerra, ¿verdad? ¿Dispuestos a marchar durante todo un día y toda una noche, y librar una batalla? Estáis hechos de roca de montaña, ¿verdad? Entre todos apenas si tenéis una barba completa, y estáis todos dispuestos a precipitaros a la batalla contra los pieles verdes. Temerarios, así os llamarán vuestros hijos si llegáis a vivir durante el tiempo suficiente para temerlos.

—¡No tenemos miedo! —fije la respuesta que gritó alguien.

El enano que había hablado se escondió rápidamente detrás de sus camaradas cuando se posó sobre él la terrible mirada de Arbrek.

—¡Ríete del miedo, y estarás muerto! —le gruñó el Señor de las Runas—. Cuando hayáis recorrido otros mil quinientos kilómetros con esas piernas vuestras, tal vez estéis preparados para ir a marchas forzadas hacia la batalla. ¿Cómo vais a blandir una hacha o un martillo si no tenéis resuello, eh?

—¿Qué dices tú, padre? —preguntó Barundin al mismo tiempo que se volvía hacia el rey.

—Estoy tan ansioso como cualquiera de vosotros por vengar este agravio —respondió Throndin, y se alzó un rugiente vítor que se interrumpió cuando el rey levantó una mano—. Pero sería imprudente correr tras esos orcos basándose en la palabra de un proscrito borracho.

Ante la mención, Wanazaki sonrió y señaló con un pulgar hacia arriba.

Throndin sacudió la cabeza con asco.

—Además, aunque el viejo wattock tenga razón, nada no garantiza que los orcos seguirán allí cuando lleguemos —continuó el rey. Se oyeron refunfuños de decepción entre el ejército—. Y lo más importante —añadió Throndin, alzando la voz para hacerse oír por encima de la confusión de voces—, le prometí al barón Vessal que me reuniría con él, ¿y quién de los aquí presentes querría que su rey rompiera una promesa?

* * *

Mientras marchaban hacia el oeste en dirección al punto de encuentro con los hombres del barón Vessal, el ejército de enanos atravesó la ruta de avance de los orcos. Los signos eran inconfundibles: el suelo estaba pisoteado y sembrado de restos, e incluso el aire se notaba aún cargado del hedor que emanaba de indiscriminadas pilas de excrementos. Los más veteranos en la lucha contra los orcos inspeccionaron las pistas y las huellas, y estimaron que había más de un millar de pieles verdes. Aun contando con sólo ochocientos guerreros, el máximo del que podía prescindir la protección de Zhufbar, Throndin se sentía confiado. Aunque Vessal dispusiera únicamente de un puñado de hombres, el ejército estaría muy por encima de los pieles verdes.

Cuando el crepúsculo vespertino comenzó a bañar las colinas, vieron numerosos fuegos de campamento a lo lejos, a lo largo de la línea de elevaciones.

Aproximadamente a un kilómetro y medio del campamento, la vanguardia del ejército de enanos se encontró con dos hombres en el camino. Había dos caballos atados a un árbol, y un pequeño fuego con una cacerola humeante ardía a un lado del sendero. Llevaban largos abrigos tachonados y voluminosos arcabuces. Throndin percibió olor a cerveza. Los humanos se miraron nerviosamente entre sí, y luego uno de ellos avanzó.

—¡Alto! —gritó—. ¿Quién pretende entrar en los territorios del barón Vessal de Averland?

—¡Yo, maldición! —gritó Throndin a la vez que avanzaba con pesados pasos.

—¿Y vos quién sois? —preguntó el centinela con voz insegura.

—Este es el rey Throndin, aliado de vuestro señor —declaró Barundin, que con el estandarte real, fue a situarse junto a su padre—. ¿Quién le dirige la palabra al rey?

—Bueno —dijo el hombre mientras volvía la cabeza para lanzar una mirada a su compañero, que se estudiaba los pies con gran concentración—, Gustav Feldenhoffen, ése soy. Somos guardias de caminos del barón. Dijo que diéramos el alto a cualquiera que siguiera esta ruta.

—Un orgullo para vuestra profesión —repuso Throndin al mismo tiempo que le daba al hombre una consoladora palmada en un brazo—. Veo que estáis consagrados a vuestro deber. ¿Dónde está el barón?

Feldenhoffen se relajó y tras un suspiro, hizo un gesto hacia una voluminosa tienda que estaba plantada cerca de los fuegos.

—El barón está en el centro del campamento, vuestra, eh…, realeza —respondió el guardia de caminos—. Puedo acompañaros, si lo deseáis.

—No te preocupes. Lo encontraré sin problemas —replicó Throndin—. No querría que abandonaras tu puesto.

—Si, tenéis razón —asintió Feldenhoffen—. Bueno cuidaos. Eh, os veré en la batalla.

El rey gruño cuando el guardia de caminos se apartó a un lado Throndin le hizo una señal al ejercito para que avanzara, y envió orden a sus hidalgos para que organizaran el campamento mientras él buscaba al barón. Al día siguiente marcharían a la batalla, y estaba deseando pasar una buena noche de descanso antes de todos los esfuerzos que se avecinaban.

* * *

El sol apenas asomaba por el horizonte, y el barón Vessal no parecía demasiado complacido ante la visita de su aliado enano. Por su parte, Throndin, que estaba sentado en un taburete que era demasiado grande para él, llevaba la armadura de batalla completa, tenía el hacha de doble filo apoyada contra la pierna, y parecía estar ansioso por ponerse en marcha Vessal en cambio, aun llevaba la camisa de dormir de color púrpura y se rascaba el mentón sin afeitar mientras escuchaba al rey enano.

—Así que sugiero que uséis a vuestros hombres a caballo para que vayan delante y busquen a los orcos —estaba diciendo Throndin—. Cuando los hayáis encontrado, podremos ir tras ellos.

—¿Ir tras ellos? —dijo el barón cuyos ojos se abrieron. Se echo hacia arras el rebelde pelo negro que le colgaba hasta los hombros y dejo a la vista un rostro delgado, casi macilento—. No querría ser grosero, pero ¿como os proponéis darles alcance? Vuestro ejercito no tiene una constitución adecuada para la velocidad, ¿verdad?

—Son orcos, vendrán a por nosotros —le aseguro Throndin—. Escogeremos un buen terreno, les enviaremos un cebo…, vosotros por ejemplo y luego los atraeremos y acabaremos con ellos.

—¿Y dónde os proponéis hacer eso? —inquirió Vessal con un suspiro.

La noche antes el barón había bebido mas vino del que tenía por costumbre y la temprana hora le agravaba el dolor de cabeza.

—¿Dónde han estado los orcos últimamente? —pregunto Throndin.

—Siguiendo el Ayer Negro, en dirección hacia el oeste —replicó Vessal—. ¿Por qué?

—Bueno, nos instalaremos en algún punto situado al oeste del último lugar en el que atacaron y los esperaremos —dijo Throndin.

El rey frunció el entrecejo cuando el tamborileo de las primeras gotas de lluvia hizo estremecer la lona de la tienda.

—Estoy seguro de que a unos guerreros tan endurecidos n o les inquietará marchar con un poco de lluvia —dijo Vessal mismo tiempo que alzaba las cejas.

—Bajo la montaña no llueve mucho —replicó Throndin con una mueca—. Humedece la hierba de pipa y empapa la barba. La lluvia no es buena para un cañón bien construido, ni para la pólvora que se necesita para dispararlo. Algunos de eso ingenieros son listos, pero todavía no he conocido a ninguno que haya inventado pólvora que arda cuando está mojada.

—¿Así que hoy nos quedamos en el campamento? —sugirió Vessal, cuyo entusiasmo ante la idea era evidente.

—Es vuestra gente a la que matan y roban —señaló Throndin—. Nosotros podemos matar orcos cuando nos apetezca. No tenemos ninguna prisa.

—Sí, supongo que tenéis razón —asintió el barón—. Mis arrendatarios tienden a discutir los impuestos cuando hay orcos o bandidos sueltos. Cuanto antes solucionemos esto, antes volverán las cosas a la normalidad.

—En ese caso, preparad a vuestro ejército para la marcha y nos encaminaremos al oeste cuando vos queráis —concluyó Throndin, y dándose una palmada en los muslos al levantarse, recogió el hacha y se la echó al hombro mientras se volvía.

—¿Al oeste? —preguntó Vessal cuando el rey enano se dirigía ya hacia la entrada de la tienda—. Eso nos llevará al Territorio de la Asamblea.

—¿Adónde? —inquirió Throndin, encarándolo.

—Al Territorio de la Asamblea, el reino de los halflings —respondió Vessal.

—¡Ah!, al Grombolgi-Kazan —asintió Throndin con una ancha sonrisa—. ¿Y qué problema hay?

—Bueno, no son mis tierras, para empezar —respondió Vessal mientras se ponía de pie—. Y allí habrá halflings.

—¿Y? —preguntó Throndin, que se rascó la barba y sacudió la cabeza.

—Bueno… —comenzó Vessal antes de sacudir también él la cabeza—. Estoy seguro de que todo irá bien. Mis hombres estarán preparados para la marcha dentro de una hora.

Throndin asintió con gesto de aprobación y salió de la tienda. Vessal volvió a dejarse caer en la acolchada silla con un profundo suspiro. Miró hacia la mesa donde había estado bebiendo con sus consejeros y vio los montones de pollo a medio comer y las copas de vino casi vacías. El pensamiento de los excesos de la noche pasada le revolvió el estómago, y llamó a gritos a sus sirvientes para que lo asistieran.

Para cuando el barón estuvo listo, ataviado con la armadura completa y montado sobre su semental gris los enanos ya se encontraban formados a lo largo de la senda. La lluvia tamborileaba sobre sus armaduras y estandartes de metal como centenares de diminutos bailarines sobre un escenario metálico, lo que irritaba todos los nervios del cuerpo de Vessal, sensibilizados por la resaca. Rechino los dientes cuando Throndin le dedico un alegre saludo con la mano desde el frente de la columna, y alzo un brazo a modo de respuesta.

—Cuanto antes acabe esto, mucho mejor —dijo el barón con los dientes apretados.

—¿Preferiríais que hiciéramos esto solos? —preguntó el capitán Kurgereich, el soldado mas experimentado del baron jefe de su guardia personal.

—No después de haberles enviado todo mi condenado dinero —gruño Vessal—. Pensaba que estarían encantados de contar con algo de ayuda para matar a los orcos que acabaron con la vida del heredero del rey. Se suponía que debían enviarme de vuelta el regalo.

—«Nunca le enseñes oro a un enano», solía decir mi abuela —replicó Kurgereich.

—Bueno, la vieja bruja era una mujer muy sabia, en verdad —gruñó Vessal—. Enviad a los exploradores y dejadme en paz. ¡Todo esto, y encima los malditos halflings!

Kurgereich hizo girar el caballo para ocultar una sonrisa afectada y se alejó al trote en busca de los exploradores. Al cabo de unos minutos, la caballería ligera ya se había marchado, y poco después, unos cincuenta caballeros y los doscientos soldados de infantería del barón avanzaban por el camino, que había comenzado a parecerse a un arroyuelo somero debido al constante aguacero.

Por encima de los pesados pasos ascendió un tono grave cuando Throndin dio inicio a una canción de marcha de su hueste. Muy pronto, ochocientos enanos que cantaban a pleno pulmón hicieron temblar las márgenes del río Ayer mientras avanzaban al ritmo del canto. Al final de cada pareado, los enanos golpeaban los escudos con las armas, sonido que reverberaba a lo largo de toda la columna. Cuando echaron a andar detrás de los hombres del barón, un cuerno de guerra se unió al coro para puntear cada verso con su toque.

* * *

Era media tarde cuando avistaron humo en el horizonte, y al cabo de tres kilómetros se encontraron con una aldea halfling. Entre las onduladas lomas, las casas bajas y extensas aparecían dispersas entre senderos de tierra, junto a un gran lago. Al acercarse, vieron ventanas irregulares abiertas en la turba de las propias lomas, rodeadas de jardines delimitados por setos vivos; detrás, podían verse altas plantas que se mecían en la brisa cargada de gotas de lluvia.

El barón Vessal ordenó un alto, desmontó y esperó a que Throndin se reuniera con él. Heinlin Kulft se detuvo a su lado con el empapado estandarte de su señor. Barundin acompañó a su padre, enarbolando orgullosamente el estandarte de Zhufbar, e intercambió una mirada con Kulft. Una voz aguda llegó hasta ellos desde los arbustos que flanqueaban el camino.

—Enanos y gente alta en Midgwater. Por mi viejo tío que no lo habría creído de no verlo con mis propios ojos —dijo la voz.

Al volver la cabeza, Barundin vio a un personaje pequeño, más bajo aún que él mismo, con una espesa mata de pelo y patillas que le llegaban casi hasta la boca. El halfling llevaba puesta una gruesa camisa verde que estaba chorreando agua de lluvia. Tenía los calzones de cuero en torno a los tobillos; bajó la mirada, se los subió y los sujetó a la cintura con un fino cinturón de cuerda.

—Me habéis pillado desprevenido —dijo el halfling al mismo tiempo que adelantaba el mentón y sacaba pecho.

—¿Quién es vuestro anciano? —preguntó Kulft—. Tenemos que hablar con él.

—Es una anciana, no un anciano —replicó el halfling—. Melderberry Weatherbrook; vive en la casa del otro lado del lago. Diría que a esta hora debe estar tomando el té.

—En ese caso, seguiremos nuestro camino y os dejaremos con vuestros… —La voz de Kulft se apagó ante la mirada fija del halfling—. Cualquier cosa que estéis haciendo.

—¿Vais tras esos orcos? —preguntó el halfling.

Tanto Throndin como Vessal le dirigieron una penetrante mirada al halfling, pero fue Barundin quien habló primero.

—¿Qué sabes de eso, pequeño? —inquirió el hijo del rey.

—¿Pequeño? —le espetó el halfling—. Soy bastante alto. Toda mi familia lo es, excepto mi primo tercero Tobarias, que es más bien bajito. En fin, los orcos. Mi tío Fredebore, por parte de mi abuelo, estaba pescando en el río con unos amigos y los vieron. Volvieron remando rápidamente a la hora del almuerzo. Calculan que los orcos se dirigen hacia aquí.

Vessal escuchó las noticias en silencio, mientras Throndin volvía a mirar a Arbrek, que se había reunido con ellos.

—¿Qué piensas tú? —le preguntó el rey al Señor de las Runas.

—Si vienen hacia aquí, no tiene sentido marchar —replico Arbrek—. Hay buenas lomas para los cañones comida y cerveza en abundancia si lo que se cuenta de los grombolgi es verdad. Podría ser peor.

Throndin asintió con la cabeza y se volvió a mirar al halfling.

—¿Hay algún sitio donde podamos acampar cerca del lago? —preguntó.

—Plantaos en el campo del viejo granjero Wormfurrow —les dijo el halfling—. Murió la semana pasada y su mujer no protestará, ya que está en la casa del granjero Wurtwither. Nadie la ha visto desde el funeral hace cuatro días.

—Muy bien —concluyó Throndin—. Yo iré a ver a la anciana Weatherbrook; que todos los demás acampen en los campos de cultivo.

—Yo os acompañaré —dijo Vessal—. Mis tierras limitan con el Territorio de la Asamblea; conozco a esta gente un poco mejor que vos.

—Me alegro de tener compañía —replicó Throndin al mismo tiempo que le lanzaba una mirada a Barundin—. Ayuda con el campamento, muchacho. No creo que ondear estandartes vaya a impresionar a nadie por aquí.

Barundin asintió y echó a andar para volver junto a los otros enanos. Kulft miró al barón, que lo despidió con un gesto sin apenas mirarlo.

—¿Vamos? —preguntó el rey, y Vessal asintió.

Cuando comenzaron a andar por el camino, Throndin se detuvo y se palpó el cinturón. Con el ceño fruncido volvió sobre sus pasos, pero el halfling no estaba por ninguna parte.

—El pequeño kruti se ha marchado con mi pipa —exclamó el rey.

—Intenté advertiros —dijo Vessal—. Estoy seguro de que la recuperaréis muy pronto; simplemente no acuséis a nadie de robo… En el Territorio de la Asamblea no se dedican a eso.

—¡Pero me robó la pipa! —gruñó Throndin—. ¡El robo es el robo! Sacaré a relucir esto ante la anciana cuando la veamos.

—No servirá de nada —dijo Vessal a la vez que hacía un gesto con la cabeza para que continuaran avanzando por el camino—. Simplemente no lo entienden. Ya lo veréis.

* * *

La blanca piedra de las murallas de la ciudad estaba manchada de hollín, y las llamas y el humo se propagaban por el cielo desde los edificios que ardían dentro del asentamiento elfo de Tor Alessi. Altas cúpulas, cuyas agujas destellaban en tonos plata y oro, desaparecían entre las espesas nubes, alzandose a muchas decenas de metros hacia los cielos cargados de humo.

Una doble puerta protegida por tres esbeltas torres había sido batida y quemada, y bloques de piedra caían al suelo cuando las rocas arrojadas por el aire se estrellaban contra los muros. Junto a la puerta, acorazadas figuras de baja estatura lanzaban hacia delante un ariete con cabeza de hierro.

Andanadas de flechas blancas se precipitaban sobre el ejército de enanos desde las derruidas almenas y atravesaban los escudos alzados y las cotas de malla aceitadas. Los abrasadores disparos de los lanzadores de virotes de repetición derribaban una docena de enanos por vez, de modo que iban abriendo espacios en las apretadas filas que avanzaban hacia las asediadas torres de guardia.

Por encima de los enanos continuaba la andanada de rocas lanzadas por las catapultas de asedio mientras guerreros acorazados corrían a ocupar el lugar de los caídos. Con un resonante crujido, el ariete atravesó la gruesa madera blanca de la puerta de la derecha e hizo saltar por el aire astillas y esquirlas de metal. Con una orden bramada, los enanos echaron el ariete hacia atrás mientras algunos arrastraban a un lado a los muertos para apartarlos del camino de las llantas de hierro de la máquina de guerra.

Con un gruñido colectivo que se oyó por encima del crepitar de las llamas y los gritos de los heridos y agonizantes, los enanos avanzaron otra vez, y la punta dentada del ariete volvió a penetrar entre los resquebrajados tablones de madera de la puerta y atravesó las barras que había detrás. Con un rugido de triunfo, los enanos se lanzaron hacia adelante al mismo tiempo que descargaban su peso contra el ariete y ensanchaban la brecha. Tras sacar las hachas, los enanos continuaron tajando los tablones, hasta que hubo el espacio suficiente para atravesar la puerta.

Una tormenta de flechas pasó a través de la entrada para cavarse en cabezas protegidas por cascos y atravesar eslabones de hierro de camisotes. En el centro de los enanos que cargaban había una figura provista de ornamentada coraza y brillante cota de malla; una capa púrpura ondulaba sujeta a los hombros. Llevaba el rostro oculto tras la metálica máscara ancestral del casco, y debajo se mecía la barba, atada con bandas de oro.

Las runas de la armadura del guerrero relumbraban, y los sigilos que había en su gran hacha a dos manos palpitaron con energías mágicas cuando el guerrero se lanzó hacia la formación de los elfos. La arcana hoja del arma comenzó a cortar armaduras, carne y hueso con facilidad.

Ninguno de los otros enanos sabía quién era el misterioso guerrero ni de dónde había salido, y durante los largos años de lucha nadie podía recordar cuándo había aparecido por primera vez. Como un espíritu vengador, se había presentado en la primera batalla contra los elfos cuando la antigua alianza había sido destruida por la discordia. Al propagarse las historias sobre los poderes de aquel personaje, se le había dado un nombre sencillo, pero que entonces conjuraba imágenes de derramamiento de sangre y venganza: el Enano Blanco.

* * *

Barundin frunció el entrecejo y se volvió hacia la camarera halfling que se encontraba de pie detrás de él.

—Si vuelves a pellizcarme el trasero una vez más… —gruñó.

Pero Shella Caderas lozanas se mostró impasible. Con una sonrisa impúdica y un guiño, dio media vuelta y se alejó entre las mesas de la pequeña taberna al mismo tiempo que agitaba entusiásticamente las jarras hacia los enanos que pasarían la noche en el poblado.

Durante todo el día, Barundin había sido acosado por las quejas de los otros enanos. El padre, en su sabiduría, había delegado de inmediato en el príncipe todos los asuntos relacionados con los halflings y se había encerrado con Arbrek y sus otros consejeros. Desde entonces, Barundin no había tenido un momento de paz.

Se había visto obligado a apostar una guardia permanente en torno al tren de carga después de que le informaran de que los pobladores del Territorio de la Asamblea, con sus ligeros dedos, habían estado sustrayendo cerveza, tabaco, ropa de cama, pólvora y toda clase de objetos. Su padre le había dicho que no hicieran dañó a ningún halfling, pero que los mantuvieran amable aunque insistentemente a distancia.

Luego había habido el episodio de los dos jóvenes halflings a los que había encontrado en medio de un acto de intimidad debajo de la carreta de Norbred Ojo Severo, y Barundin se había visto forzado a recurrir a un cubo de agua antes de que alguno de los enanos de más edad estallara de indignación.

Justo cuando estaba perdiendo las ganas de vivir, había corrido la voz de que la posada Dragón Rojo ofrecía de buena gana cerveza y comida gratis a todos los osados defensores de Midgwater. Barundin, aunque agradecido por las muestras de generosidad, se había visto inmerso en el largo y complicado proceso de meter a ochocientos enanos sedientos dentro de una posada que no era más grande que el crisol de una forja, a la vez que se aseguraba de dejar atrás los suficientes para proteger el campamento de las codiciosas atenciones de los halflings.

Cuando, por fin, había logrado disfrutar él mismo de la hospitalidad de la taberna, a una tardía hora de la noche en que muchos otros se habían retirado ya a dormir, se había sentido menos que emocionado al descubrir que la vieja halfling llamada Shella se había encaprichado de él. Estaba seguro de que le quedaría el trasero todo negro y azul por las juguetonas, aunque dolorosas, muestras de afecto de ella.

Así que fue con cierto alivio que vio desocuparse una mesa cercana a un rincón y corrió a sentarse con un suspiro. Pero el alivio le duró poco porque las puertas se abrieron y entró su padre pidiendo a gritos una jarra de la mejor cerveza. Lo seguían el barón Vessal que tuvo que inclinarse para pasar por la baja entrada, y el mariscal Kulft.

El trío vio a Barundin y atravesó la posada en dirección a él; los humanos caminaban flexionados para no golpearse con las vigas del techo. Barundin se puso de pie para dejar sitio a los recién llegados mientras Shella llevaba tres jarras de espumeante cerveza y las depositaba con un golpe en la mesa. La halfling extendió un brazo para enjugar la bebida derramada, y Barundin intentó pegarse a los ladrillos de la pared cuando ella se le arrimó para pasar al otro lado.

Cuando se hubo marchado, se sentaron, y Barundin logró aclararse la mente y concentrarse en la cerveza, aislándose de las frases ocasionales que intercambiaban los otros. Vagamente oyó que las oxidadas bisagras de las puertas volvían a rechinar, y sintió que su padre se tensaba junto a él.

—¡Por la flameante barba de Grungni! —masculló Throndin, y Barundin alzó la mirada para ver qué sucedía.

Ante las puertas se encontraba de pie el buhonero, aún envuelto en su harapienta capa de viaje, con la pesada mochila sobre los hombros. Recorrió la posada con los ojos durante un momento, hasta que su mirada se posó sobre Throndin. Mientras atravesaba la estancia, el buhonero sacó la pipa del cinturón y comenzó a cargarla con tabaco. Para cuando llegó a la mesa, ya estaba fumando.

—¡Salve, rey Throndin de Zhufbar! —dijo el enano con una breve reverencia.

—¿Un amigo vuestro? —preguntó Vessal, que contemplaba al recién llegado con suspicacia.

—En absoluto —gruñó Throndin—. Creo que ya se marcha.

—Es por la hospitalidad de los grombolgi que me quedo, no por invitación del rey de Zhufbar —replicó el buhonero al mismo tiempo que se instalaba en el extremo de un banco, empujando a Kulft contra el barón.

El rey no dijo nada y sobre todos cayó un silencio incómodo, roto sólo por el crepitar del fuego cercano y el murmullo de las otras mesas.

—¿Así que libraréis batalla mañana, entonces? —dijo el desconocido.

—Sí —replicó Throndin, con la vista clavada en la jarra de cerveza.

—Es un buen ejército de guerreros el que tenéis aquí pero ¿estáis seguro de que será lo bastante numeroso?

—Creo que podremos encargarnos de unos cuantos orcos —intervino Barundin—. También tenemos los hombres del barón. ¿Por qué? ¿Sabéis algo?

—Sé muchas cosas, barbasnuevas —respondió el buhonero antes de hacer una pausa para formar tres anillas de humo que flotaron alrededor de la cabeza de Kulft.

El mariscal tosió sonoramente y las apartó agitando una mano.

El desconocido miró a Throndin.

—Sé que aquel que es tan duro como la piedra se partirá como la piedra —dijo el buhonero, mirando al barón—. Y aquel que es tan duro como la madera se partirá como la madera.

—Mira, vagabundo, ¡tu tono no me gusta en absoluto! —replicó Vessal, y miró a Throndin—. ¿No podéis controlar a vuestra gente? ¿Permitís que lancen difamaciones por todas partes de este modo?

—No es uno de los míos —contestó Throndin con un gruñido.

—Bueno, parece que nada puede cambiar en un día —comentó el desconocido mientras guardaba su pipa y se ponía de pie—. Hasta un viejo necio como yo se da cuenta de cuándo es bien recibido y cuándo sus palabras caen en saco roto. Pero recordaréis esto en un momento futuro, y entonces sabréis.

Lo observaron mientras les volvía la espalda y caminaba de vuelta hacia las puertas.

—¿Saber qué? —le preguntó Barundin en voz alta, pero el desconocido no respondió y se marchó de la posada sin volver la vista atrás.

* * *

Un grupo de cazadores halflings regresó a primera hora de la mañana para advertir que sus predicciones eran correctas. Los orcos avanzaban en masa por el Ayer, directamente hacia Midgwater.

Throndin se mostró impasible porque era precisamente eso lo que había esperado que sucediera. Salió de la aldea halfling sin hacer caso de los perros perdidos que corrían junto a él, y miro hacia los campos que había al este de la ciudad, donde su ejército y los hombres del barón se preparaban para la batalla.

Los enanos ocupaban los terrenos que quedaban más al norte, donde las torrentosas aguas del río Ayer les protegían uno de los flancos. Detrás del ejército de los enanos, sobre una línea de lomas que hasta ese momento había sido el hogar de varias familias halflings —entonces evacuadas por su propia seguridad y por la cordura de Throndin—, se encontraban los cuatro cañones que habían llevado consigo. La locomotora de vapor descansaba como una sombra silenciosa detrás de ellos, con la pequeña chimenea aún apagada. La luz del sol matinal hacía refulgir los pulimentados cañones de hierro y las doradas caras de los ancestros, y Throndin se detuvo un momento para disfrutar de la vista.

Los guerreros estaban desplegados por el campo formando una línea escalonada: los grupos de Atronadores armados con pistolas ocupaban posiciones detrás de cercas y setos vivos, los ballesteros estaban en las faldas de las lomas, delante de los cañones. En el centro se encontraba Barundin con el estandarte de Zhufbar, protegido por los Martilladores de Zhufbar, la propia guardia personal de Throndin.

Al final de la formación había una confusa masa de halflings provistos de arcos, lanzas de caza y otras armas. Habían llegado al amanecer y habían declarado su intención de luchar por su territorio; Throndin no había tenido corazón para despacharlos. Parecían demasiado ansiosos, y muchos tenían en los ojos un destello peligroso que había hecho que el rey enano se lo pensara durante un momento. Había concluido que estarían mucho mejor en el campo de batalla, donde él podría verlos, que causando problemas en alguna otra parte.

Tras consultar con el capitán Kurgereich, Throndin había arreglado las cosas para que los halflings se situaran entre la guardia de su casa, formada por guerreros armados con hachas, y la guardia personal del barón. La intención era protegerlos todo lo posible de sufrir daño alguno.

Al sur se encontraban los lanceros y alabarderos del barón, y detrás los caballeros en reserva, preparados para contraatacar. El plan básico consistía en protegerse bajo las andanadas de los cañones durante todo el tiempo posible antes de que los enanos avanzaran para acabar la batalla en lucha cuerpo a cuerpo. El barón debía garantizar que ningún veloz jinete de lobo o carro rodeara el extremo de la formación de los enanos y los atacara por la retaguardia. Era sencillo, y tanto Throndin como Kurgereich habían coincidido en que era lo mejor.

La espera se prolongó durante varias horas, hasta sobrepasar el almuerzo (los dos desayunos y el almuerzo en el caso de los halflings). Avanzada la tarde, Throndin comenzaba a temer que los orcos no llegarían a Midgwater durante las horas de luz diurna, pero las dudas apenas habían empezado a tomar forma cuando reparó en una nube de polvo que se alzaba en el horizonte. Poco después, la brisa del este transportó el hedor de la horda de orcos hasta el ejército, lo que hizo que los caballos patearan y relincharan, y los halflings se atragantaran.

Al percibir el más leve rastro del olor de los orcos, un humor extraño se apoderó de los enanos, una memoria racial de fortalezas destruidas y ancestros asesinados. Comenzaron a cantar una endecha triste que recorrió la línea y aumentó en fuerza mientras Throndin salía de entre los Martilladores de Zhufbar para contemplar a la horda que se aproximaba. El toque bajo de los cuernos de guerra acompañaba al sombrío himno y resonaba en las lomas que rodeaban el campo de batalla.

Se oyeron ahogadas exclamaciones de consternación entre los humanos cuando los orcos aparecieron a la vista. Eran muchos más de lo que nadie había esperado, varios miles de brutales salvajes de piel verde. La horda se extendía en un frente de un kilómetro y medio desde las orillas del río, y por encima de la verde masa se bamboleaban andrajosos estandartes y tótems de cráneos.

Throndin vio al jefe de guerra. Era un guerrero ancho, que superaba en más de una cabeza la altura de los orcos que lo rodeaban; llevaban la cara cubierta de negra pintura de guerra, así que sólo dejaba ver sus malignos ojos rojos. Un gran casco astado le cubría la cabeza y en cada mano sostenía una cuchilla que era tan larga como alto era un halfling; las hojas serradas destellaban al sol de la tarde.

Al ver a los enemigos, los orcos emitieron gritos y golpearon con las armas las caras colmilludas que había pintadas en los escudos. Las ásperas voces atravesaron el aire y el estruendo de bramidos ahogó el canto profundo del ejército de enanos. Metálicos toques de cuerno y un errático batir de tambores dieron la señal para que el avance volviera a comenzar, y los orcos se lanzaron hacia adelante agitando armas y escudos en el aire.

Throndin les hizo una señal a los portadores de la piedra. Éstos avanzaron con un gran trozo de granito que estaba cortado en forma de escalón largo y plano, y que había sido decorado con runas talladas. Sujetándola por las anillas de hierro que atravesaban los extremos, depositaron la piedra del agravio ante el rey. Throndin les hizo un gesto de asentimiento con la cabeza, y luego se volvió para encararse con su ejército, que guardó silencio.

—Aquí deposito la piedra del agravio de Zhufbar, y aquí nos quedaremos —declaró con voz clara, que se impuso al tumulto de los orcos—. O me alzaré con la victoria de pie sobre esta piedra de agravio, o seré enterrado bajo ella. Que ningún enano retroceda un paso a partir de esta línea. ¡Muerte o victoria!

Con gran ceremonia, Throndin subió a la piedra y se descolgó del torso el hacha de hoja ancha. La levantó por encima de la cabeza, y los enanos lo aclamaron. A una señal del rey, la batalla comenzó.

* * *

El primer cañón abrió fuego con un rugido atronador y la bala salió volando por encima de las cabezas de los enanos. Tras rebotar sobre la turba con una gran explosión de fango y hierba, la bala continuó deslizándose hacia adelante y atravesó la formación de orcos. Mientras arrancaba extremidades de los cuerpos y hacía pedazos los huesos, los enanos reanudaron el triste himno a Grimnir.

Una sucesión de tres sonoros disparos señaló que los otros cañones habían abierto fuego. Indiferentes ante las bajas, que iban en aumento, los orcos continuaron la marcha, gritando y cabriolando de entusiasmo. El silbido de las saetas de ballesta y el estampido de las pistolas se sumaron al ruido de la batalla cuando otros soldados enanos utilizaron sus armas contra los pieles verdes que avanzaban hacia ellos.

Una tercera parte de los orcos estaban heridos o muertos cuando la hueste chocó contra la formación de los enanos. Las caras colmilludas que bramaban gritos de guerra se encontraron con tercos semblantes barbudos que expresaban terrible pasión.

Las cuchillas y los mazos de los orcos rebotaron sobre cotas de malla y corazas, mientras que las hachas y los martillos de los enanos atravesaban carne y pulverizaban hueso. A pesar de las bajas sufridas, los orcos continuaban adelante, y su número comenzaba a hacerse valer contra el reducido frente de los enanos. Los atronadores blandían sus pistolas como si fueran porras mientras el hacha de Throndin silbaba en el aire y hacía pedazos a los enemigos.

El suelo se estremeció con un tremendo pataleo, yThrondin percibió el alboroto de muchos cascos de caballo. Miró hacia la derecha, por encima de las cabezas de sus compañeros, esperando ver que los caballeros de Vessal cargaban para contrarrestar algún movimiento de los orcos destinado a rodear a los enanos. Para su consternación, vio una muralla de pieles verdes montados en jabalíes que aplastaban a los halflings con las pezuñas de las cabalgaduras y los atravesaban con toscas lanzas.

—¡El barón nos ha abandonado! —gritó Barundin, de pie junto al rey.

El príncipe señaló por encima del hombro, y cuando Throndin volvió la cabeza vio que los humanos se retiraban. Los orcos avanzaban rápidamente por el campo abierto.

—¡Perjuro! —gritó Throndin, que casi cayó de la piedra del agravio.

Los chillidos de los jabalíes gigantes, mezclados con los ásperos gritos de los orcos, ahogaron las maldiciones de Throndin. Con las lanzas en posición horizontal, los jinetes de jabalíes se lanzaron como un trueno contra los Martilladores de Zhufbar.

Las toscas puntas de hierro de las lanzas chocaron con las armaduras de acero forjadas por los enanos, mientras los jabalíes pisoteaban y destrozaban todo lo que teman delante. La guardia personal de Throndin, blandiendo sus armas en amplios arcos, derribaba a los jinetes de sus porcinas monturas y les partía los huesos. En medio de la lucha, el rey se mantenía de pie sobre la piedra del agravio desde donde cortaba cabezas y extremidades con el hacha rúnica al mismo tiempo que bramaba los nombres de sus ancestros.

Un orco particularmente grande y brutal cargo hacia el a través de la masa, sostenía una pesada lanza por encima de la cabeza Throndin se volvió y alzo el hacha para parar el ataque, pero fue demasiado lento. La punta serrada de la lanza se deslizo entre las placas superpuestas que le protegían el hombro izquierdo y se clavo profundamente en la carne regia. Con un rugido de dolor, Throndin descargo el hacha y le cerceno el brazo al orco. La lanza continuaba alojada en el pecho del rey, aun unida al brazo del orco, cuando Throndin retrocedió un paso mientras el mundo le daba vueltas. Su pie resbaló en el borde posterior de la piedra del agravio, y el rey se desplomo con estrépito.

Hengrid Enemigo de Dragones les gritó algo a sus compañeros de los Martilladores de Zhufbar, y todos acudieron a rodear al rey. En ese momento, más orcos entraron en combate para unirse a los jinetes de jabalíes. Barundin se vio atrapado en una arremolinada refriega mientras su hacha abría tajos a diestra y siniestra, y él luchaba por llegar junto a su padre. El semblante del rey estaba pálido y sobre la armadura se veía la sangre rojo oscuro que manaba de la grave herida. Sin embargo, los ojos de Throndin aún estaban abiertos y se volvieron hacia Barundin.

Al sentir la mirada de su padre, Barundin clavó el estandarte en la tierra a través de la turba del terreno, alzó el hacha y se lanzó adelante para luchar con los pieles verdes que se aproximaban.

—¡Por Zhufbar! —gritó—. ¡Por el rey Throndin!

* * *

Los goblins se dispersaron cuando la figura solitaria se aproximó e interrumpió de ese modo el saqueo de los cadáveres sembrados por el estrecho valle de montaña. Orcos y goblins muertos yacían en pilas de a cinco en algunos sitios, alrededor de los enanos, a los que habían tendido una emboscada y que habían luchado con furia hasta el final. Los goblins retrocedieron hasta el otro extremo del valle, atemorizados ante la poderosa aura que rodeaba al enano recién llegado.

Llevaba una armadura adornada con runas, y una capa púrpura pendía de sus hombros. La larga barba blanca que le caía desde el borde inferior del casco hasta las rodillas estaba sujeta con broches de oro. El Enano Blanco avanzó con cuidado entre las pilas de muertos, mirando a izquierda y derecha. Al ver el objeto de su búsqueda, giró a la derecha y avanzó más alla de un montón de cuerpos de orcos destripados. Dentro del círculo de pieles verdes muertos yacían cuatro enanos, y entre ellos había un vapuleado estandarte de metal clavado en la tierra del fondo del valle.

Uno de los enanos estaba sentado con la espalda contra el estandarte; la sangre se secaba en su barba canosa y su rostro era una máscara roja. Los ojos del enano parpadearon hasta abrirse al aproximarse el Enano Blanco, y entonces se abrieron aún más, con expresión reverencial.

—¡Grombrindal! —jadeó con voz quebrada de dolor.

—Sí, príncipe Dorthin; soy yo —replicó el Enano Blanco mientras se arrodillaba junto al caído guerrero y dejaba el hacha en el suelo. Pasó suavemente una mano sobre un hombro del príncipe—. ¡Ojalá hubiese llegado antes!

—Eran demasiados —dijo el príncipe, intentando incorporarse.

La sangre manó a borbotones por un enorme tajo que tenía en una sien, y volvió a caerse de espaldas.

Dorthin alzó los ojos hacia el Enano Blanco; tenía la cara contorsionada de dolor.

—Estoy muriéndome, ¿verdad?

—Sí —replicó el Enano Blanco—. Has luchado valientemente, pero ésta es tu última batalla.

—Dicen que has venido desde los Salones de los Ancestros —dio Dorthin, que entonces tenía un ojo cubierto de sangre fresca—. ¿Me recibirán bien allí?

—Grungni, Valaya, Grimnir y tus ancestros te recibirán mejor que bien —respondió el Enano Blanco—. ¡Te rendirán honores!

—Mi padre… —dijo Dorthin.

—Se sentirá muy orgulloso y afligido —lo interrumpió el Enano Blanco con una mano alzada.

—¿Declarará un agravio contra los orcos? —dijo Dorthin.

—Lo hará —asintió el Enano Blanco con un gesto de la cabeza.

—¿Lo ayudarás a vengar mi muerte? —preguntó el príncipe con los ojos ya cerrados. La respiración salía como un estertor de su garganta, y con un último esfuerzo se obligó a mirar al Enano Blanco—. ¿Me vengarás tú?

—Estaré allí para ayudar a tu padre porque no pude estar aquí para ayudar a su hijo —prometió el Enano Blanco—. Tienes el juramento de Grombrindal.

—Y sabemos que tu juramento es sólido y duro como la piedra —dijo el príncipe con una sonrisa.

Los ojos de Dorthin volvieron a cerrarse su cuerpo se relajó cuando la muerte le sobrevino.

El Enano Blanco se incorporó observó el otro lado del campo de batalla antes de devolver la mirada alpríncie caído. Metió una manó en la mochila, desplegó una pala de hoja ancha y la hundió en el suelo.

—Sí, muchacho —dijo al comenzar a cavar la primera de las muchas sepulturas—. Duro como la piedra, ése soy yo.

* * *

A Barundin comenzaba a dolerle el brazo cuando descargó el hacha sobre la cabeza de otro orco. Tenía la armadura abollada y arañada por numerosos golpes, y sentía que los extremos de algunas costillas rotas le raspaban dentro del cuerpo. Cada vez que inspiraba nacía en su pecho un nuevo dolor lacerante.

La situación parecía desesperada. Los orcos los rodeaban ya por todas partes, y los Martilladores de Zhufbar luchaban prácticamente espalda con espalda. Barundin miro a su padre y vio espuma sanguinolenta en los labios. Al menos, el rey continuaba con vida, aunque no por mucho tiempo.

Una enorme y tosca cuchilla se estrelló contra el casco de Barundin y lo dejó aturdido durante un segundo. Golpeó con el hacha por instinto y sintió que daba en el blanco. Al recobrarse, vio que frente a él había un orco en el suelo que se aferraba el muñón de la pierna izquierda. Le clavó el hacha en el pecho, y la hoja quedo atascada.

Cuando intentaba arrancar el arma, otro orco, casi el doble de alto que Barundin y que llevaba en cada mano una cimitarra de terrible aspecto, se separó de la refriega. El orco sonrió cruelmente y lanzo un tajo hacia el pecho de Barundin con el arma que blandía en la mano derecha lo que obligo al príncipe enano a agacharse. Con un alarido, Barundin arranco el hacha del pecho del caído y la levanto dispuesto a desviar el siguiente golpe.

El golpe no llego.

Un enano de brillante armadura rúnica atravesó las filas enemigas segando a los orcos de dos en dos y de tres en tres con cada barrido de su destellante hacha. La sangre de orco manchaba su capa púrpura, y tenía la blanca barba enfangada y ensangrentada. Con otro poderoso tajo cortó al orco armado con cimitarras desde el cuello hasta la cintura.

Barundin retrocedió a causa de la conmoción mientras el Enano Blanco continuaba la acometida con el hacha convertida en un veloz arco de muerte para los orcos. Los torpes golpes de los enemigos rebotaban inofensivamente en su armadura o erraban por completo mientras el legendario guerrero se agachaba y los esquivaba. Cada uno de sus ataques, en cambio destripaba, cercenaba y aplastaba.

Con el rabillo del ojo, Barundin vio que algo se movía. Era una luz dorada, y se volvió. El Señor de las Runas, Arbrek Dedos de Plata, tenía en la mano un cuerno dorado que brillaba con luz interior. Entonces, se llevó el instrumento a los labios y tocó una nota larga y clara.

El profundo sonido reverbero por el campo de batalla e hizo temblar el suelo. Pareció que la nota resonaba en las nubes y se alzaba desde la tierra hasta llenar el aire con un ruido tremendo. El Señor de las Runas inspiró profundamente y volvió a tocar, y esa vez Barundin sintió que la tierra se estremecía bajo sus botas. El temblor se hizo más intenso y en el torturado suelo comenzaron a abrirse grietas en las que cayeron orcos y goblins.

—¡Vamos, muchacho, no te quedes ahí, boquiabierto! —gritó Hengrid al mismo tiempo que alzaba el martillo por encima de la cabeza.

Al mirar a su alrededor, Barundin vio que los orcos estaban pasmados; muchos yacían en el suelo y se tapaban las orejas con las manos, y otros salían de agujeros y grietas.

Barundin aferró el estandarte de Zhufbar con la mano izquierda y cargó junto con los Martilladores, que se lanzaron como la cola de un destructivo corneta tras el Enano Blanco. Los martillos se alzaban y caían sobre cráneos orcos, mientras el hacha de Barundin hendía carne y destrozaba huesos. Al cabo de pocos minutos, los orcos habían sido diezmados y los vapuleados restos de la horda huyeron a tal velocidad que los enanos no pudieron seguirlos.

Derrotado el enemigo, Barundin dejó que el agotamiento se apoderara de su cuerpo y le flaquearon las piernas. Tropezó, pero luego se irguió, consciente de que se encontraba ante sus congéneres y de que era necesario que se mostrase fuerte.

Se acordó de su padre y, con una maldición, dio media vuelta y corrió por el campo sembrado de cadáveres hasta el lugar en que aún yacía el rey. Arbrek se encontraba junto a Throndin, a quien le sujetaba la cabeza con un brazo mientras le acercaba uña jarra de cerveza a los labios. Throndin farfulló, tragó la bebida y se incorporó sobre un brazo.

—¡Padre! —exclamó Barundin con voz ahogada al mismo tiempo que se detenía y se apoyaba en el estandarte para no perder el equilibrio.

—Hijo —graznó Throndin—, me temo que estoy acabado.

Barundin miró a Arbrek en busca de alguna negativa, pero el Señor de las Runas se limitó a mover la cabeza. El príncipe enano se volvió al percibir una presencia a su espalda. Era el Enano Blanco. Con las manos enfundadas en guanteletes se quitó el casco, y su espesa barba cayó como una cascada. Barundin lanzó otra exclamación ahogada. La cara que lo miraba era la del viejo buhonero.

El Enano Blanco le hizo un asentimiento con la cabeza; luego, pasó junto a él y se arrodilló al lado del rey.

—Volvemos a encontrarnos, rey Throndin de Zhufbar —dijo con tono áspero.

—Grombrindal… —jadeó el rey, que tosió y negó con la cabeza—. Debería haberlo visto, pero no lo hice. No es propio de nuestra naturaleza el perdonar, así que sólo puedo ofrecerte mi agradecimiento.

—No es para recibir gratitud que estoy aquí —replicó el Enano Blanco—. Mi juramento es firme como la piedra y no puede romperse. Sólo lamento que el jefe de los orcos haya escapado a mi hacha, pero volveré a encontrarlo.

—Todo se habría perdido sin ti —dijo Barundin—. El perjuro Vessal deberá rendir cuentas.

—Los humanos son débiles por naturaleza —respondió el Enano Blanco—. Su vida es tan corta que temen perderlo todo. No les aguarda el consuelo de los Salones de los Ancestros, así que cada uno debe hacer lo que pueda durante su corta vida y tenerla en muy alto precio.

—Abandonó a sus aliados. No es más que un cobarde —gruñó Barundin.

El Enano Blanco asintió con la cabeza sin apartar los ojos de Throndin. Se incorporó, avanzó un paso hacia Barundin y lo miró a los ojos.

—El rey de Zhufbar ha muerto. Ahora eres tú el rey —declaró el Enano Blanco.

Barundin miró por encima del hombro de Grombrindal y vio que era cierto.

—Rey Barundin Throndinsson —dijo Arbrek, que también se incorporó—. ¿Cuál es tu voluntad?

—Regresaremos a Zhufbar y enterraremos a nuestros honorables muertos —declaró Barundin—. Luego, cogeré el Libro de los Agravios y anotaré en él el nombre del barón Silas Vessal de Uderstir. Dejaré constancia de la alta traición que ha cometido.

Barundin miró luego al Enano Blanco.

—Hago juramento de que así será —dijo—. ¿Juraréis conmigo?

—No puedo hacer esa promesa —replicó el Enano Blanco—. El asesino de tu hermano aún vive, y mientras así sea, debo vengar a Dorthin. Llegado el momento, no obstante, puede que vuelvas a verme. Búscame en los lugares invisibles. Búscame cuando el mundo esté en su momento más oscuro y la victoria parezca remota. Soy Grombrindal, el Enano Blanco, el Custodio de los Agravios y ejecutor, y mi cólera es eterna.