Ahora

Ahora

No había amanecido todavía, y Delarua tanteaba en la oscuridad, luchando con sus ropas y tropezando con sus propias botas. Ya vestido, Dllenahkh la observaba desde su asiento en un rincón despejado de la cama.

—Date prisa. Llegaremos tarde.

Como de costumbre, ella captó el significado más que la sintaxis.

—¡Un momentito!

Como de costumbre, él escuchó el tono de disculpa subyacente más que el de frustración. Apartó la mirada para indicar su paciencia y vio el palmar de ella en mitad de la cama. No pretendía leerlo, pero el título le llamó la atención: Los años de la granja. Segundo volumen de las memorias esbozadas de Grace Delarua (aún no famosa, aunque no porque no lo haya intentado, pero todavía hay tiempo).

—¡No mires! —Ella lo apartó de su línea de visión y lo guardó en su mochila.

—Disculpa —dijo él. Dudaba que contuviera nada que fuera a sorprenderlo, pero con Delarua el vínculo íntimo significaba juegos de falsa intimidad e ignorancia fingida. Eso le parecía extrañamente entrañable.

—Lista —dijo por fin, sin aliento—. Pero sigo sin comprender por qué no podemos ir en coche.

—El coche tiene navegador instalado —insinuó él alzando una ceja—. No necesitamos ni queremos un navegador a donde vamos.

Ella alzó una ceja a su vez, intrigada.

—Entonces guíanos.

Para cuando terminaron de ensillar los caballos, empezaba a brillar una suave luz del alba. Unos minutos de tranquilo paseo bastaron para alejarlos de los árboles del centro de la granja, dejar atrás los pastos y salir a la carretera principal. Viajaron durante un rato siguiendo los límites de la propiedad en un silencio que era sociable, y más que eso.

Delarua solo habló una vez.

—Vamos hacia el mar.

—Sí —respondió él en voz alta.

Delarua se echó a reír. Para ella era una aventura, una aventura y un misterio todo envuelto en expectación. Irradió un zumbido cálido y agradable, y varias vividas imágenes surcaron de pronto su mente. Él pensó un instante, comprendió y sonrió ante el cumplido. Ella había imaginado que su mente estaría desnuda ante la suya, como ante un abrasador sol del desierto, sin refugio ni cobijo. En cambio, era como jugar al escondite en las luces y sombras de un bosque, descubriendo e inventando un nuevo lenguaje de doble significado, sutileza, poesía e imagen. Como lingüista, se sentía cautivada; como amante, embelesada. Nada podía decirse de la misma forma dos veces.

Su destino, una pequeña bahía que el Consejo había asignado para futuros desarrollos urbanísticos, era todo arena y áridos matorrales, despoblada pero perfectamente adecuada para la ocasión. Unas aguas claras y poco profundas se extendían durante cientos de metros hasta la línea donde se encontraban bruscamente con las profundidades del océano azul oscuro. Dllenahkh escrutó con cuidado los colores más intensos y suspiró de alivio. Llegaban demasiado tarde para ver el amanecer, pero a tiempo de todo lo demás. Desmontó, sostuvo las riendas con mano firme y contempló el horizonte. Después de mirarlo con curiosidad unos instantes, Delarua hizo lo mismo.

El caballo de Dllenahkh se echó a un lado, nervioso. Él lo tranquilizó con una breve caricia mental.

—¿Qué… qué es eso? —jadeó Delarua.

Una hectárea de lejano océano cambiaba. Un sólido color gris emergió de manera gradual, y brotó como una ola, con tal lentitud que apenas una onda corrió por la superficie del agua hasta la playa. Su centro era rígido, irregular y pesado, pero los filos se doblaron y desplegaron delicadamente con un control exquisito.

—¿Es…? —susurró ella, la mente hecha un revoltillo de pensamientos y emociones.

—Sí —confirmó él. Pequeña, despareja y vacía, pero inconfundible.

Una apertura como un orificio nasal apareció en la espalda del leviatán. Solo entonces su tamaño quedó claro cuando una diminuta criatura humana fue eyectada en un suave tropel de agua para caer de lado al océano. Sin ojos, aunque consciente, la bestia empujó con cuidado a su cargamento viviente hasta la orilla con un perezoso bandazo de su aleta superior. Delarua no dejó de contemplar fascinada el pequeño punto que viajaba hacia tierra. Dllenahkh también miró hasta percibir otro movimiento, otra cambiante parte de gris entre el azul que le hizo sobresaltarse y mirar…, pero el mar se calmó y conservó su secreto.

Ya no era viejo, pero tampoco joven. Naraldi salió de la orilla, sacudiéndose agua salada del pelo, que llevaba lo bastante largo para que le molestara los ojos, oscuro de color con unas cuantas vetas blancas que resplandecían. Su traje de piloto brilló al sol, y llevó una imagen de Sayr a los pensamientos de Delarua. Ella se echó a reír de pura felicidad, recordando, sabiendo.

—¡Dllenahkh! ¡Grace! —Naraldi los saludó con alegría—. ¿Tenéis sitio en vuestro reino para un vagabundo desarraigado?

Dllenahkh sintió una sensación de abrumador y devastador déjà vu: otro momento, otra playa, Naraldi saliendo del océano para destruir el universo con unas cuantas palabras. Su mente se había quebrado en ese instante, dejando detrás un recuerdo fragmentado y peligroso que podía girar en una órbita infinita alrededor de la nada. Y ahora su mente se fragmentó de nuevo para aceptar la realidad de que estaba de pie junto al mar y oía la voz de Naraldi, no solo sin desolación, sino también con auténtica alegría. El recuerdo y el momento se combinaron violentamente, y se esforzó por proteger a Delarua del súbito torbellino.

Ella no lo miró. No tenía que hacerlo. Le agarró la mano con fuerza y, en silencio, le dio en cambio su tormenta de alegría para que navegara.

—¡Bienvenido, Naraldi! —exclamó—. ¡Bienvenido a casa!