Un marido ideal
—Muy bien, ahora que ya se han acabado todas las cosas desagradables, puedo hablar contigo sobre algo importante —dijo Gilda con silenciosa emoción.
Entorné un poco los ojos, recelosa, tomé un sorbo de mi cóctel y esperé.
—¿Y bien? Tú. Él. ¿Cómo va?
Me detuvo cuando yo empezaba a abrir la boca.
—Y no te atrevas a decir ni «¿quién?» ni «¿cómo va qué?», ni ninguna tontería por el estilo.
Los últimos informes ya se habían enviado, y la ceremonia del fin de la misión y la recepción por fin tenía lugar con todos los miembros del equipo presentes y a salvo. Los medios habían prestado un poco de atención idiota por cosas como los intentos de convertir la historia de Lian y Joral en un holo romántico, pero cuando Lian se volvió a declarar firmemente como de género neutro, y Joral afirmó que solo eran colegas, el asunto volvió a enfriarse, y les dejó a los dos libertad para salir juntos y evaluar potenciales esposas para Joral. Había habido una experiencia vinculante durante aquella aventura subterránea, pero no de las que buscaban los medios.
—Va bien —dije con dignidad, y lamí meditabunda una porción de sal del borde de mi copa.
—¿Pero qué es lo que hacéis? Él es tan… correcto.
Le dirigí una mirada exasperada. No servía de nada intentar decirle a Gilda que algunas personas no divulgan esos detalles íntimos, porque ella lo hacía siempre, quisieras oírlo o no, y esperaba lo mismo de sus amistades. Hasta aquel momento, yo había quedado milagrosamente al margen debido a mi aburrido estilo de vida. Acabé por encogerme de hombros.
—Nos damos la mano —confesé, bajando la voz.
—¿Eso es todo? —dijo ella, con enorme decepción.
—Bueno, es más complicado que eso. Una especie de cosa telepática. Oh, y a veces dormimos juntos.
Debería cultivar mi vena vengativa más a menudo. La cronometré perfectamente, de modo que se atragantó con la bebida.
—¿Que hacéis qué? —susurró en cuanto pudo volver a respirar.
Di marcha atrás.
—Oh, vamos, Gilda. Con la ropa puesta, en camastros contiguos, en el mismo refugio. Eso es todo. Me dijo que lo ayudo a dormir.
Era cierto. La forma en que el equipo había sido emparejado y el hecho de que Qeturah tuviera su propio refugio significaba que, por lo general, yo tenía uno más pequeño para mí. Mis sueños nunca se habían librado por completo de los pensamientos de Dllenahkh, despierto o dormido, después de haber recuperado la memoria, y él descubrió que era tan bueno como una hora de meditación para detener las pesadillas antes de que se salieran de madre. Me explicó que la proximidad facilitaba el efecto, y me preguntó con suma tranquilidad si podía venir con discreción a mi refugio a dormir unas cuantas horas de vez en cuando. Le dije que sí sin darle importancia, y (literalmente) una hora después experimenté un momento de asombro, súbitamente consciente de qué había accedido a hacer.
Gilda no tardó tanto. Sacudió la cabeza poco a poco y me miró como si me viera por primera vez.
—Hombre. Atención.
Su mirada fluctuó, y se concentró detrás de mí, en la leve expresión culpable que delataba que era Dllenahkh quien se acercaba. Me di media vuelta y le sonreí.
—¿Consejero?
—Señorita Delarua —respondió él, deteniéndose para saludar con un gesto cortés a Gilda—. ¿Puedo disfrutar un momento de su tiempo?
Lo seguí unos cuantos metros hasta un lugar despejado, lo cual, teniendo en cuenta que la recepción estaba abarrotada, significó que tuvimos que salir a uno de los balcones del salón. Algunos periodistas nos sacaron un holo de los dos conversando, de pie en el hueco con la luz del crepúsculo iluminando las persianas detrás. Ni siquiera me di cuenta de cuándo lo sacaron, pero tengo una copia de ese holo en mi escritorio ahora.
—Tengo que hacerte una proposición —comenzó—. Tu residencia en Ciudad Tlaxce ya no es el sitio adecuado para el trabajo que tendrás que hacer. Mis propios cambios de carrera han hecho que mi anterior vivienda sea menos que adecuada. Sin embargo, me han recomendado que sea el propietario de una granja cercana a un nodo de transporte que conecta tanto con Ciudad Tlaxce como con la Consejería local. Por supuesto, es demasiado para mí solo, pero tengo en mente un acuerdo para que pueda servir como modelo a otros granjeros en el futuro. La doctora Mar y Lanuri planean casarse el mes que viene. Creo que ya sabes que Nasiha y Tarik se quedarán en Cygnus Beta durante algún tiempo. Dos de mis colegas de las oficinas del Consejo, Istevel y Kamir, han pedido que los releven del trabajo burocrático y los destinen a la granja hasta que el Ministerio les asigne pareja, y Joral ha solicitado lo mismo. ¿Te importaría unirte a nosotros?
—¿Cómo? —Yo había estado tan ocupada catalogando los nombres y la noticia que la invitación, lanzada como una ocurrencia de última hora, al principio no tuvo sentido.
—¿Te gustaría vivir con nosotros en la granja? Eso facilitaría enormemente tu trabajo de asesora con la comandante Nasiha.
Logré detener mi mente revolucionada durante un momento y pensar con claridad.
—Parece que la granja es lo suficientemente grande como para poder mantener a tanta gente.
—Así es.
Reflexioné. Nasiha, Joral, Tarik, Freyda… Muchas de mis personas favoritas en un mismo lugar. Sonaba muy bien, sobre todo si la granja se bastaba para equilibrar la independencia y la interdependencia. Sacudí la cabeza, riéndome para mis adentros. Trabajar con los sadiri, vivir con los sadiri, hablar sadiri a todas horas… Parecía que, en mi propia vida, los sadiri habían ganado con bastante facilidad las guerras culturales. Y además, por supuesto, estaba el propio Dllenahkh. Me tomé la libertad de reconocer en ese momento, ante mí misma, que era alguien de quien no quería despedirme nunca.
—Parece un buen acuerdo —decidí, mirándolo con una sonrisa—. Sí. Gracias, Dllenahkh.
Incluso después de aceptar el ofrecimiento de Dllenahkh de vivir en su granja, tuve oportunidades de sobra para sopesar de nuevo la decisión. Unos días más tarde, mientras Gilda me ayudaba a guardar los últimos restos de mi vida en la ciudad, me informó de lo que andaba diciendo la gente. Algunos pensaban que Dllenahkh estaba loco por mí aunque estaba claro que yo no era tasadiri y por tanto era completamente inadecuada como esposa; otros creían que yo estaba loca por él y, por tanto, tan desesperada por estar cerca de él que estaba dispuesta a pudrirme en una granja. Algunos pensaban que me estaba utilizando para proyectar la idea de un hombre de familia sadiri como Dios manda, granjero y representante gubernamental; otros estaban convencidos de que yo lo estaba utilizando para potenciar mi propia carrera en el sector privado y rehabilitarme de manera gradual a los ojos del gobierno y de la comunidad científica. Por último, un rumor nos acusaba de llevar a cabo un elaborado experimento xenofetichista que solo podía acabar con un baño de lágrimas.
A todas las preocupaciones generales yo podría haberle añadido unas cuantas. ¿Se sentía él atraído por mí debido a la experiencia de la misión? ¿Constituían aquella experiencia mental de la que no podía hablar y mi ayuda con sus pesadillas alguna especie de influencia indebida? De ser así, ¿se desvanecería la influencia en cuanto él estuviera una vez más en una comunidad sadiri plena con todo el apoyo telepático que eso entrañaba?
—Oh, cierra el pico, Gilda —dije, irritada—. Con tanta charla, parece como si fuera a casarme con ese hombre.
Ella pareció dolida, pero antes de que pudiera quejarse llamaron a la puerta, y fui alegremente a atenderla.
—¿Disculpe? ¿La señorita Grace Delarua?
Era un mensajero oficial con uno de esos gruesos sobres que tan a menudo me habían llevado por el camino de la amargura. Suponían un buen jaleo, en el mejor de los casos, y tristeza, en el peor. Sentí un retortijón de temor.
—¿Qué es esto? —dije, aceptándolo a regañadientes.
—Ministerio de Planificación y Mantenimiento Familiar. Firme aquí, por favor.
Firmé y cerré la puerta, aliviada pero confusa.
—¿Planificación Familiar? —dijo Gilda, arqueando una ceja.
—Me registré. Fue un capricho —dije. En efecto, me había registrado hacía unos tres meses, cuando estábamos en una ciudad bastante bien conectada. Nasiha había alabado mis progresos con la meditación ese día, y Dllenahkh también había hecho unas observaciones muy favorables referidas a un informe que había redactado en sadiri y estándar. Por algún motivo, el subidón de orgullo resultante me había llegado a hacer toda clase de cosas para demostrarme a mí misma que era buena al cien por cien en todas las áreas de mi vida.
—Entonces ¿por qué no han contactado contigo a través de comunicador o de palmar? ¡Ábrelo! —exclamó ella.
La curiosidad pudo más que la prudencia y lo abrí delante de ella, colocando el documento oficial sobre la mesa del comedor. Nos lo quedamos mirando. Gilda soltó una imprecación en voz baja, y luego soltó una carcajada. Yo no dije nada.
—¿Y bien? —presionó.
Volví a guardar el documento en el sobre.
—Venga, terminemos de hacer el equipaje. Tengo que llegar a la granja lo antes posible.
Incluso con el navegador y el piloto automático, el vehículo de tierra tardó unas dos horas en llegar a la granja, lo cual no fue suficiente para que mi sangre se enfriara. Después de que el coche atravesara las puertas principales, pero mucho antes de que llegara a las residencias, vi algo en un campo que me hizo pisar los frenos.
Era la primera vez que los veía, pero resultó fácil deducir qué eran: perros sadiri. Había tres, algo más grandes y gruesos que los perros salvajes de las sabanas, todavía adaptados para una gravedad más pesada que la nuestra. Era evidente en la forma que saltaban y corrían, probando su nueva fuerza y velocidad. Los acompañaban tres hombres que en ocasiones corrían junto a ellos y en ocasiones se detenían a observarlos con atención. Pensé que estaban jugando con ellos, y entonces me di cuenta de que los estaban amaestrando, sin correa, látigo ni galletas. Había también un grupito de caballos, apartados en un cercado en un extremo del prado.
Mientras los observaba, uno de los hombres le ordenó a su perro que se estuviera quieto y se dirigió al cercado. Los caballos se apartaron nerviosos, pero uno de ellos se detuvo y se acercó a la valla, tal vez animado por alguna llamada silenciosa. El hombre puso una mano amable sobre el lomo del caballo y empezó a acariciarle el morro, para serenarlo. El caballo estaba tranquilo y feliz, pero de pronto el perro llegó trotando y lo sobresaltó, lo que hizo que alzara la cabeza y se marchara. Por desgracia, el hombre que estaba aprendiendo a susurrar a los caballos se hallaba demasiado cerca y recibió un duro cabezazo que lo hizo caer de espaldas. El perro lo olisqueó solícito mientras sus dos colegas estallaban en carcajadas.
—Buenos días. ¿Es usted la señorita Grace Delarua?
Un joven se asomó a la ventanilla de pasajeros del coche, inclinándose hacia delante con una tímida curiosidad que me recordó a Joral. Iba vestido para hacer trabajo duro y polvoriento con pantalones y camisa de gruesa sarga de algodón. Al hombro llevaba una bolsa de lona que tintineaba ocasionalmente cuando se movía.
Apagué el ronroneante motor del vehículo de tierra, sorprendida por no haber oído a nadie acercarse.
—Sí, lo soy. Buenos días.
Él inclinó con gesto amable la cabeza a modo de saludo.
—Me llamo Kamir. Veo que se ha fijado en los domadores de animales. Esos son nuestros nuevos perros, una pequeña reserva que cruzaremos con los perros de las sabanas locales.
Había a la vez orgullo y emoción en su voz.
—Creía que estaban limitados a Nueva Sadira —dije.
—La política ha cambiado. La hibridación es ahora popular.
Sus palabras sonaron levemente burlonas para mis sensibles oídos.
Lo miré, entornando los ojos.
—¿Dónde está Dllenahkh?
Él se irguió y señaló la carretera.
—Más o menos unos quinientos metros carretera abajo, trabajando con Istevel en la herrería.
—Gracias —respondí, haciendo un esfuerzo por ser cortés mientras volvía a poner el coche en marcha—. Que disfrute del resto del día.
Fue fácil encontrar la herrería: era un edificio largo y bajo con la distintiva estructura en forma de plato de una forja solar encima. Las anchas puertas dobles estaban medio abiertas a la brisa, y mostraban a dos figuras en el interior. Un hombre sujetaba algo con un par de tenazas, y lo movía lentamente de un lado a otro bajo un rayo de luz concentrada. Había otro hombre cerca, al parecer consagrado en cuerpo y alma a contemplar la técnica de su colega. Los reflectantes protectores faciales me recordaron al casco de Sayr, pero todo lo demás era tecnología de bajo impacto y fácil mantenimiento que recalcaba la autosuficiencia.
Vacilé. Hay algo muy poético y pastoral en el hecho de ver a unos hombres trabajar en una forja (aunque sea una forja solar), y cualquier otro día habría valorado la escena, pero me recordé a mí misma que había asuntos más importantes que tratar. Apagué el motor del coche, cogí el sobre y me dirigí a los dos herreros. Saludé primero con un gesto al que trabajaba, y luego concentré mi atención en el otro.
—Eres el hombre más indirecto que he conocido en mi vida —exclamé.
Dllenahkh se subió la visera de su protector y me miró.
—No comprendo.
Agité impaciente el documento oficial delante de él.
—Ah —le hizo un gesto con la cabeza a Istevel, se quitó los guantes ignífugos y el protector facial, y se acercó a mí con cautela—. ¿Deberíamos ir a otro lugar a discutirlo?
Nos alejamos unos cien metros, hasta un lugar donde el terreno hacía pendiente a la sombra de unos cuantos arbolillos. Me senté, mirando cuidadosamente al frente. Hubo un leve rumor de hojas y hierbas secas mientras Dllenahkh se sentaba a mi lado.
—¿Puedo? —preguntó, y me quitó el documento de la mano.
Lo miré. Al quitarse el protector el pelo se le había quedado despeinado en un desordenado remolino de mechones castaños iluminados por el sol. Su piel se había oscurecido después de estar un año apartado del trabajo de oficina. Para mi sorpresa, advertí que ahora parecía más cygniano que sadiri.
Examinó el documento.
—El Ministerio te informa de que mi solicitud para que me registren como tu compañero vital ha sido aceptada. Todo lo que hace falta para completar el proceso son nuestras firmas, y la firma de un testigo.
—Lo sé. —Parecía un poco frenética, así que me obligué a repetir las palabras con calma—. Lo sé. Pero ¿cómo es posible? La única manera de que yo haya recibido este documento es que tú te registraras antes que yo y me pusieras como tu única preferencia. Y, como mínimo, yo tendría que haber recibido alguna notificación previa.
Mi voz se apagó. Recordé una época en la que cualquier correspondencia gubernamental que apareciera en mi palmar habría ido directa a la papelera después de hojearla por encima. Había recibido un montón de notificaciones irrelevantes durante los días en que la mano izquierda del Gobierno Central estaba todavía procesando mi dimisión y no se había molestado en informar a la mano derecha.
Dllenahkh se limitó a parpadear una vez mientras veía cambiar mi rostro, pero la cantidad de diversión que logró ocultar fue pasmosa.
—Me sorprende que tardaran tanto. Tengo entendido que la prueba es intensiva, y consiste en perfiles genéticos, evaluaciones psiquiátricas y auditorías financieras. Sin embargo, debido a la naturaleza de nuestro trabajo, era fácil disponer de todos los datos.
—Me… ¿me reservaste por anticipado? —Estaba atónita.
Él miró mi expresión, abrió la boca para hablar, y se detuvo.
—Adelante —dije, resignada—. Puedes decirle lo que sea, lo sabes.
—Tengo ciertas… responsabilidades —empezó a decir con cautela un hombre que se abre paso por terreno insospechadamente traicionero—. No solo como consejero de la colonia, sino también como uno de los pocos sadiri que quedan.
Me volví hacia él, escuchando.
—Por tanto, es extremadamente importante que mis acciones sean beneficiosas no solo para mí mismo, sino también para el pueblo sadiri en conjunto.
—Ya entiendo —replicó.
Me miró con atención.
—He intentado dar ejemplo. Lo que los jóvenes de esta comunidad necesitan ver es, precisamente, cómo se elige esposa, con cuidado y de manera deliberada, y tras una evaluación objetiva por parte de una tercera parte cualificada y neutral.
—Bueno… Pues enhorabuena —dije con torpeza. Era difícil enfadarse con él, pero también era imposible estar contenta por la situación.
Suspiró.
—No sé cómo hacer esto. Sé que te he contrariado de alguna forma, pero soy incapaz de determinar cómo.
Hablé con sinceridad, aunque de manera impulsiva.
—Supongo que no es ningún secreto que te aprecio, Dllenahkh, pero el que eso te importe o no… ¡Aaagh!
Con un rápido movimiento que me dejó sin habla, colocó una mano detrás de mi cabeza y puso su cara en el lado de mi cuello. Dejó la impronta de sus dientes allí, y luego acarició la piel con la punta de su lengua. Fue una fricción más que un beso, y un poco menos que una marca. Su pelo rozó mis pestañas; noté la leve abrasión de su barbilla sin afeitar contra mi mejilla. Fue tierno y brutal, y no tenía ninguna defensa contra él.
—Humm —dije, completamente incoherente.
—Me alivia saber que me aprecias —me susurró al oído—. Me importa mucho.
—No me digas que no lo sabías —dije, temblorosa.
Apoyó su frente contra la mía y habló tentadoramente cerca de mi boca.
—No habría tenido derecho a decírtelo antes de que tú te lo dijeras a ti misma.
—Podría haber escuchado —protesté débilmente, concentrándome a duras penas en sus labios, y preguntándose si podría entrenarlo, andando el tiempo, para que encontrara aceptables los besos boca a boca… e, incluso, disfrutarlos.
Se echó atrás y me miró.
—Sabes que no te daré protestas emocionales —dijo, y sus ojos parecían preocupados.
—Entonces dime qué me darás —le pedí.
—Confianza. Compañía. —Bajó la mirada, y su voz se volvió ronca—. Hijos, si lo deseas. ¿Querrías ser mi esposa? No puedo imaginarme ningún ser más adecuado para ninguna otra persona.
—¿Yo? —me reí—. ¿Indisciplinada y emotiva como soy? Preferiría no estar sin ti, pero no seré una carga, y no puedo cambiar mi naturaleza.
—Ni yo —respondió él—, pero si los dos últimos años son un indicativo, hemos tenido cierto éxito encontrándonos a medio camino.
—Entonces… sí.
Su mirada se volvió más tierna.
—Creo que los acuerdos serán mutuamente…
—Satisfactorios —interrumpí—. Beneficiosos, desesperantes, apasionados… Lo siento, ¿he tocado un punto sensible?
Había hecho acopio de valor suficiente para tocarlo, y el leve paso de mi mano por su costado parecía causarle algún tipo de problema, si el cambio en su respiración era algún indicio.
—Hay algo que debes saber antes de que continuemos —dijo él, capturando mi mano—. Soy consciente de que muchas sociedades ntshune y unas cuantas cygnianas practican la monogamia a corto plazo. No es la costumbre sadiri.
—No te preocupes, tampoco lo es entre los colonos cygnianos —dije—. Y no nos habrían emparejado si no estuviéramos de acuerdo en eso.
—Lo sé. Pero Grace, lo que te estoy preguntando es esto: ¿quieres un matrimonio cygniano o un matrimonio sadiri?
Lo interrogué en silencio, con el ceño fruncido. Él me soltó la mano y miró a lo lejos mientras intentaba explicarse.
—Tenemos la necesidad de formar un vínculo telepático significativo con algo o con alguien. Hay un dicho sadiri: un hombre con una nave mental es medio inmortal, pero un hombre sin esposa está medio vivo. Algunos hombres pueden superar esta necesidad usando técnicas de meditación, pero nunca antes se han enfrentado tantos hombres a un futuro sin esperanza de matrimonio. No tuvieron más remedio que enviarnos lejos de Nueva Sadira. Hubo incidentes terribles: hombres peleando por mujeres, atacando a mujeres, haciéndose daño a sí mismos, e incluso amenazando con suicidios en masa. Nuestra sociedad se desmoronaba. Vi cosas…, cosas de las que todavía no puedo hablar.
Se agarró la muñeca: un signo de angustia que yo conocía bien.
—Entonces no hables de ellas —lo tranquilicé—. Todavía no. No hasta que estés preparado. Nunca, si es preciso.
Él habló en voz muy baja, sin mirarme todavía.
—He recurrido a la meditación durante muchos años, y puedo continuar haciéndolo durante muchos más, pero te lo pregunto ahora: ¿te vincularás conmigo?
Me apoyé contra él, sintiendo cómo la tensión de su cuerpo remitía.
—Ya he dicho que sí, y lo volveré a decir. Sabes que confío en ti.
Me cogió la mano y se la llevó a la mejilla. Cerré los ojos y sentí un arrebato de energía que brotaba de él hacia mí y viceversa, como el calor y la reafirmación de un abrazo. Por fin, calmados y consolados, nos separamos. Dllenahkh volvió a guardar el documento en su sobre y me lo entregó.
—Ya hablaremos de esto más tarde, después de que te hayas instalado y descansado.
Se marchó para regresar a la herrería. Me quedé tendida en la hierba durante unos cuantos minutos, anonadada. ¡Ay, señor, esto es tan repentino…! Y sin embargo… no lo era, ¿verdad? Ya habíamos cruzado la línea de los rituales de cortejo sadiri identificados por Freyda. Sabía que nos dirigíamos hacia algún tipo de declaración. Supongo que pensaba que la declaración sería multiusos, quizás un «te quiero» seguido de un «¿me quieres?», en vez de un «toma, firma este documento que dirá que estamos casados». Pero andarse por las ramas no era una costumbre sadiri, ni tampoco lo eran los «te quiero».
Solté un enorme suspiro y me incorporé. Necesitaba un trago.
Por una feliz coincidencia, también lo necesitaba Freyda. Primero la coaccioné para que me ayudara a meter mis cosas en mi habitación, y luego nos tomamos una bien merecida pausa en su salón. Ella ya había completado su traslado y, mientras yo alababa su gusto, ella contempló feliz la decoración y los muebles.
—Cuánto me alegro de que Lanuri estuviera de acuerdo con mi plan de mudarnos antes y organizar las cosas antes de nuestra boda —dijo—. Hace que pareciera obvio, ahora que hay una nueva biotécnica en mi puesto y tengo libertad para comenzar a escribir mi libro, pero creo que él conoce mi verdadero motivo.
—¿Y cuál es? —pregunté, repantigándome contra los cojines mientras ella servía el vino.
—Me estoy escondiendo —confesó a media voz—. De Zhera.
Repasé el nombre en mi cerebro unas cuantas veces.
—¿No es una de las ancianas que llegaron hace poco?
—Parece ser la jefa de todas ellas, y es aterradora. Pensé que iban a ser mimosas abuelas y tías sustitutas para los jóvenes de la colonia. Pero ella parece pensar que su trabajo consiste en poner firmes a todas las nuevas esposas y prometidas. La he visto entrevistar sistemáticamente a un grupo de ellas en las oficinas de la Consejería. Algunas salieron llorando.
—Bueno, mientras no contradiga al Ministerio… Supongo que quiere dejar impronta de su autoridad en la comunidad desde el principio. Oh, y hablando de prometidos…
Freyda se entusiasmó ante mi noticia, pero no se mostró sorprendida en lo más mínimo.
—¡Por fin! ¿Lo has firmado?
Sonreí, sintiéndome un poco avergonzada pero muy satisfecha por su reacción.
—Bueno, no en el momento, claro, pero lo haré. Después de vosotros. No quiero robaros protagonismo, ni nada de eso.
Ella agitó una mano en gesto de desdén.
—Lo tuyo con Dllenahkh era inevitable. Lanuri os consideraba vinculados desde hace una eternidad.
—Hum. Igual que Nasiha —dije irónicamente, mientras tomaba un sorbo de vino—. ¿Crees que los pretendientes sadiri son demasiado sutiles para nosotras?
—Creo que es la falta de dramatismo. Cuando han resuelto la cuestión, se limitan a seguir adelante sin alborotar.
Permanecí sentada en silencio un rato, dejando que el helado vaso de vino se calentara en mis manos y la condensación goteara en mi mano. Recordé la primera vez en que leí los pensamientos de Dllenahkh en mis sueños. Creo que él intentaba descubrir cómo indicar su deseo de que pasáramos de ser amigos a algo más. Me pregunté si fue entonces cuando me reservó. Qué descarado había sido al dar por sentado que yo iba a decir que sí… Sin embargo, conocía tan bien mi mente que tal vez tuviera razón al pensar en términos de «cuando» en vez de «si».
—Muy bien —dijo Freyda, cuyos ojos brillaban con picardía por encima del borde de su vaso—, pues ahora que estamos en el mismo barco, hablemos de una cosa. ¿A cuánta intimidad estamos dispuestas a renunciar?
—¿Qué? —pregunté, confusa.
Ella me dirigió una mirada de preocupación.
—¿No te ha hablado Dllenahkh de eso? Dios mío, Delarua, ¿no lo sabes?
—¿Te refieres a lo del vínculo telepático? —dije, captando por fin la pista.
—Sí, me refiero a «lo del vínculo telepático» —dijo Freyda, divertida ante mi impertérrita actitud.
—Sí, claro que lo sé. ¿Por qué estás tan preocupada?
Freyda soltó su vaso y se inclinó hacia delante.
—¿Estás segura de que te lo ha contado todo?
—Sí —dije, empezando a irritarme—. Dijo que los hombres sadiri tienen necesidad de formar vínculos telepáticos significativos. Desde luego, no me dio la impresión de que significara que no tuviera ningún tipo de pensamientos privados.
A medida que hablaba, me di cuenta de que él había dicho «ya hablaremos de esto más tarde», pero estaba demasiado avergonzada como para admitirlo en ese momento.
—Bueno, se puede decidir hasta dónde llega la profundidad del vínculo, pero teniendo en cuenta lo que le hizo a Dllenahkh su esposa…
Escupí un trago de vino, la mitad por la nariz y la otra mitad por la boca. Estoy segura de que observarlo fue tan desagradable como experimentarlo.
—¿Su esposa? —resollé.
—Oh, mierda —dijo Freyda. Cogió un doble puñado de servilletas de la mesa y me las tendió. Me limpié, sin dejar de mirarla, pero ella evitó mi mirada mientras farfullaba—: Lo siento. Yo… Creo que dejaré que Dllenahkh te lo cuente.
—No, me lo vas a decir tú. Y ahora mismo —dije en tono lúgubre.
Ella vaciló, pero luego cruzó los brazos y me miró con gesto de compasión y preocupación.
—Sabes que la mayoría de ellos conciertan matrimonios desde que son muy jóvenes, ¿verdad?
Me impacienté.
—Sí, por supuesto. Pero él nunca me había mencionado a ninguna esposa.
—Murió en el desastre, como tantas otras. Pero incluso antes de eso estaban separados.
—¿Separados? ¿Qué significa eso para los sadiri? —pregunté—. Él dijo que no cultivan la monogamia temporal.
—No lo hacen —confirmó Freyda—. Por eso fue tan importante que el matrimonio y el vínculo se disolvieran.
Resoplé, despacio.
—Oh. Oh, pobre Dllenahkh. Entonces lo que me estás diciendo es que estaba divorciado.
Freyda pareció incómoda.
—Hubo algo más. Los hombres sadiri vinculados pueden ser posesivos… Muy posesivos. Dllenahkh descubrió que su esposa le era infiel. Dejó inconsciente al otro hombre.
—¿Qué? —me quedé boquiabierta. Tenía que estar inventándoselo. Parecía un holovídeo malo y sórdido.
—Le rompió la mandíbula —dijo Freyda con brusquedad—. Nunca lo acusaron. Los sadiri tienen normas distintas para los crímenes pasionales. Los tratan como una especie de locura temporal. Cuando recuperó la conciencia, le dijo a su esposa que la liberaba de su vínculo.
—Oh —dije, incapaz de encontrar las palabras.
—Lamento decirte esto. Está claro que él no quiere ni hablar del tema, y yo no tendría por qué haberme enterado si Lanuri no me lo hubiera dicho. Creo que intentaba ser completamente sincero conmigo para que yo pudiera evaluar de manera objetiva los pros y contras de un vínculo íntimo. —Agachó la cabeza y miró su vaso de vino—. No funcionó. Ahora soy todavía menos objetiva al respecto.
—Va a ser divertidísimo intentar mirarlo a la cara ahora y saber esto —murmuré—. ¿Por qué no me lo dijo?
—No es fácil hacerlo —razonó ella—. Por favor, por favor, no le digas que te lo he dicho yo. Me siento fatal.
—Fingiré no haber oído nada —dije con tristeza.
Conseguí fingir durante un tiempo. Había tanto que hacer en la granja durante aquellos primeros días que no quedó tiempo para volver a sacar a colación el tema del vínculo con Dllenahkh. Esa fue mi excusa, y era una excusa buena y sincera, pero al final el destino me quitó el asunto de las manos. Dllenahkh siguió entrenando a otros en las disciplinas mentales, y había una sala de meditación en la granja a tal efecto. Yo no la utilicé. Podía meditar sin problemas en mi propia habitación, y también había una sala para meditar en la casa principal. Pero me pasaba por allí de vez en cuando, y una vez que estaba paseando con Freyda oímos una voz llena de furia. Intercambiamos miradas de sorpresa, y luego nos acercamos a escuchar qué estaba pasando.
—¡Te guardas más de lo que enseñas! Solo te preocupan tu propio estatus y tu poder en esta comunidad.
—No me guardo nada —contestó con calma la voz de Dllenahkh—. Lo único que digo es que no es aconsejable basarse solo en la meditación.
—Sin embargo, lo conseguiste durante décadas. Tuviste éxito. ¿Por qué otro no?
—Nunca se pretendió que fuera una solución permanente a la soledad, como intentas que sea. El Ministerio puede ayudarte a seleccionar a una esposa adecuada, y también dispones de represores químicos para aliviar el dolor de tu pérdida. Te recomiendo que elijas algún remedio, y lo hagas rápido.
Hubo un sonido de estrépito, y Freyda y yo nos abrazamos por instinto y nos apartamos. Menos mal que no estábamos justo delante de la ventana, o de otro modo nos habría golpeado la pesada silla de madera que la atravesó. Pero sí quedamos cubiertas de añicos de cristal. Entonces oímos una pelea en el interior de la sala. Al asomarnos a los postigos rotos vimos el comienzo de una refriega. Dllenahkh intentaba contener más que herir, pero su estudiante parecía decidido a causarle algún daño. Los otros estudiantes no sabían qué hacer, y se quitaban de en medio y apartaban los muebles, pero por lo demás miraban ansiosos, esperando que les dijeran lo que tenían que hacer.
Me abalancé por instinto, pero Freyda me detuvo.
—¿Estás loca? —preguntó—. ¡No puedes entrar ahí!
Tenía razón. Dllenahkh esquivó un golpe, y el puño de su antagonista dejó una grieta de buen tamaño en el panelado de la pared. Con una firme presa y un rápido giro, Dllenahkh lo tiró al suelo de madera con gran estrépito. Dos estudiantes se le echaron encima de inmediato y lo inmovilizaron con su peso, mientras Dllenahkh le ponía una mano en la frente y la otra alrededor del cuello, apretando con cuidado hasta que se desplomó inconsciente.
—Llevadlo a la casa principal —ordenó, sin haber perdido siquiera el aliento—. La clase ha terminado por hoy.
Entonces miró hacia la ventana destrozada y nos vio. Sus ojos se abrieron de par en par.
—¿Estáis heridas?
—No —dije yo, limpiando una diminuta mancha de sangre de mi muñeca. Él lo vio y frunció el ceño.
—Sinceramente, estamos bien —insistió Freyda—. Ve a lidiar con… lo que sea que tengas que lidiar. Limpiaremos esto.
Pareció como si él quisiera decir algo más, pero en vez de eso asintió, el ceño fruncido todavía, y siguió a sus estudiantes hasta la salida. Freyda se volvió hacia mí y su rostro cambió de expresión.
—¿Seguro que estás bien?
No supe qué contestar. Había aceptado la fuerza sadiri al estilo «mantén la calma y sácame este vehículo de la zanja», pero era la primera vez que veía a un sadiri lleno de ira plena e incontrolada. La historia de Freyda volvió a mi mente con nueva viveza, igual que los sombríos recuerdos de Dllenahkh sobre cómo se habían comportado los hombres después del desastre. Peor aún, yo había estado predispuesta a interpretar el relato de los hechos de Dllenahkh en el contexto del grave trauma que habían experimentado todos los sadiri, pues sabía de sobra cómo su telepatía los hacía a todos susceptibles a la ira y el dolor colectivos. Pero ¿y la pérdida de control de Dllenahkh, años y años antes, en una sociedad cuerda y estable donde las mujeres no eran un bien escaso? Pensar en ello era atroz.
Freyda adivinó lo que estaba pensando y empezó a farfullar de nuevo excusas.
—Me pondré bien —dije—. De verdad. Entremos a quitarnos estos trozos de cristal del pelo.
Esa noche soñé con una estampida de elefantes.
Me desperté de repente en la oscuridad, desorientada al principio, consciente de que algo no iba bien. Me puse una bata y subí descalza las escaleras hasta la azotea. Era una noche clara y estrellada, pero lo bastante fría como para que el suelo de madera estuviera ya empapado de rocío. Una figura en sombras estaba tendida en lo alto de la ancha pared: Dllenahkh, todavía vestido con ropa de día, completamente despierto y contemplando el cielo sin que le importaran los cuatro metros de caída. Me acerqué a él y miré hacia abajo, frunciendo el ceño.
—¿Por qué sigues despierto? —le pregunté.
Su mirada se aplacó. Parpadeó, y parte de la tensión se borró de su rostro. Sin embargo, siguió contemplando las estrellas.
—No quería molestarte —contestó.
Sabía que estaba al corriente de mi pesadilla. Sabía que había sentido miedo y tensión y todo tipo de cosas que yo no había asociado antes con él. Pero se trataba de Dllenahkh. Nunca me presionaría en busca de explicaciones, sino que esperaría con paciencia y amplitud de miras hasta que yo estuviera dispuesta a acudir a él.
Decidí ser directa.
—Lo que he visto hoy me ha asustado. Verás, alguien me habló… por accidente… de tu primer matrimonio.
Se hizo el silencio durante un rato.
Entonces él empezó a hablar despacio, eligiendo con cuidado las palabras.
—Creo que fue culpa mía. Di por hecho nuestro vínculo mental y a menudo no estuve físicamente presente. Además de mi carrera, estaba muy concentrado en mis estudios de la mente, un interés que mi esposa no compartía. Un día, durante una sesión de meditación, conseguí… no, atisbé el estado que suelen experimentar nuestros pilotos de naves mentales. Hasta aquel día había considerado su vocación como una empresa altiva y solitaria. Después, comprendí por qué dicen que son semiinmortales. Es… No puedo describirte cómo lo sentí, cómo me cambió. Fui un hombre alcanzado por un rayo: un rayo benigno y sensible. Escribí poemas. Me reí. Se lo conté a todos los pilotos a quienes conocí, y ellos sonrieron con indulgencia y dijeron que era una lástima que no estuviera libre para vincularme a mi propia nave mental.
»No podía cambiar mi modo de vida. Convertirme en piloto habría significado adoptar una decisión distinta cuando me hice adulto, y no había ningún piloto de nave mental en mi linaje que me inspirara para elegir ese camino. Tuve que contentarme con lo que tenía, y sin embargo no pude olvidar lo que había visto. Seguí estudiando y logré destacar en la teoría y la práctica de meditación. Lo consideré una empresa admirable. Ella se lo tomó como la prueba de que estaba organizando mi vida sin contar con ella.
»Podría haberme dicho que deseaba casarse con otro. No me habría hecho gracia, pero nunca me habría interpuesto en su camino. En cambio, me lo ocultó a propósito, lo preparó todo para que los descubriera juntos, y se echó a un lado para ver el resultado.
—Oh —jadeé—. Oh, qué cruel.
—Sí, tan cruel como creía que yo había sido con ella. En los años posteriores a nuestra separación, me sumergí aún más en el estudio de las disciplinas, buscando formas de asegurar que nunca volviera a sucederme una cosa así. A pesar de todo lo que había pasado, aún anhelaba establecer un vínculo con otra mente humana, pero si no hubiera sido por la destrucción de Sadira no me habría resultado difícil convencerme a mí mismo de que debía hacerme piloto.
—¿Por qué no me contaste todo esto, Dllenahkh? —dije a media voz.
Se le tensó la boca.
—Tendría que haberlo hecho. Lo habría hecho, con el tiempo. —Hubo una pequeña pausa, y luego admitió—: Tenía miedo de perderte.
—Bueno, pues aquí estoy ahora —señalé.
Él volvió la cabeza para mirarme.
—Lo estás. Y no comprendo por qué.
—Piensa, Dllenahkh —le reprendí—. Está claro que hay algo en ti que me convence de que eres la mejor opción posible.
—¿Y qué es? —preguntó él en voz muy baja.
Suspiré.
—Tantas cosas…, pero la primera de mi lista, ahora mismo, es que creo que me amas. Sé que eres capaz de vivir sin esa emoción, pero has decidido no hacerlo.
—Yo no clasificaría el amor como emoción, Grace.
Eso me sorprendió.
—¿De verdad?
—Cierto es que viene acompañado de varias reacciones físicas que se manifiestan como emociones, pero es uno de los impulsos.
—Oh. Como el hambre, o querer procrear, o el deseo de proteger a los hijos.
—Sí. Te he identificado como la pareja más adecuada, probablemente a través de una mezcla inconsciente de feromonas, capacidad mental y, por supuesto, compatibilidad social.
—Entonces ¿estás diciendo que te gusta cómo huelo, te gusta cómo pienso y te apetece salir conmigo? —Me hacía gracia, pero me sentía auténticamente conmovida por aquella declaración de amor tan insólita.
Él se sentó de pronto y se volvió para mirarme, pasando los pies al suelo con tal rapidez que casi temí que se cayera por el borde.
—¿Qué es el amor para ti, Grace?
Había tal intensidad en su mirada que la sangre me subió al rostro. Empecé a tartamudear algo, y luego guardé silencio. Con la respiración acelerada, le cogí la mano y me la llevé a la mejilla.
—Dímelo tú —suspiré.
Me atrajo a sus brazos y a su mente. Vio cómo yo valoraba su altruismo y confiaba en su integridad, incluso cuando me exasperaba lo inflexible que podía ser. Le mostré mi admiración por su fuerza física, inteligencia y habilidades psiónicas, y la amabilidad que complementaba todas esas cualidades. Incluso le permití ver que lo había considerado físicamente atractivo desde el mismo instante en que nos conocimos.
—Vaya —dijo animado, y supe que se burlaba de mí porque estaba aturdido—. Crees que poseo ciertas características que te gustaría que pasaran, a través de la transferencia genética y la educación, a tus hijos.
Me eché a reír.
—Me sorprende la fuerza del aprecio que sientes por mis hombros —continuó, todavía burlón, todavía sujetándome junto a sí, encajándome entre sus rodillas.
—Son bonitos y anchos —dije, pasando las manos sobre ellos para recalcar mi argumento.
—Tampoco era consciente de que tienes un aprecio especial por mis ojos.
—Profundos, oscuros e intensos. Te hacen parecer casi ntshune —murmuré, acurrucándome más mientras sus manos me acariciaban la espalda.
—Te pido disculpas por no haber sido sincero contigo antes —dijo él, la voz tan grave y baja que pude sentirla retumbando en su pecho.
—Y yo lamento haber soñado siquiera que me harías daño. No te abandonaré, Dllenahkh. Invencible o vulnerable, te encuentres en el estado en que te encuentres, tendrás que cargar conmigo.
Él tensó sus brazos a mi alrededor.
—Ese es un hecho que me produce gran satisfacción —suspiró mientras rozaba lentamente su nariz por el lado de mi cuello y respiraba caliente bajo mi oreja.
—Solo hay… una cosa —dije con voz ronca, intentando no distraerme por completo—. Mencionaste las feromonas. Hay otra forma de valorar la química. El sabor y el olor están, como saben, fuertemente relacionados.
Él se retiró levemente y me dirigió una mirada cautelosa.
—Creo que estás tratando de convencerme para que intente besarte.
—Tal vez —respondí con aire casual—. ¿Solo uno? ¡Por favor!
Él me dirigió una mirada amable y tolerante, y cerró los ojos.
—Estoy en tus manos.
No quise escandalizarlo ni espantarlo, así que empecé con besitos castos presionando firmemente contra su barbilla. Entonces, de manera tan rápida como delicada, llevé mis labios a su boca, como un beso lanzado al aire, y me detuve a valorar su reacción. Sus manos se retorcieron a mi espalda, pero no se apartó.
—Otra vez —dijo en voz baja—. Empiezo a ver el valor de la práctica.
Obedecí, permitiendo esta vez que un diminuto fragmento de oro tintineante pasara de mis labios a los suyos, tal como él me había enseñado a hacer de palma a palma. Se inclinó hacia delante para capturarlo con un murmullo de admiración, puso un poco más de su parte y me devolvió el beso. Todavía no estaba ducho en la mecánica física del asunto, pero su energía se desplegó con atrevimiento y llegó hasta los dedos de mis pies. La sensación me hizo jadear.
—No soy reacio a incluir esta opción en nuestro repertorio —murmuró—. Pero está claro que necesito más práctica. Otra vez, por favor.
Estimados lectores, me casé con él. Unas… oh, tres veces, creo. Primero fue la firma del documento del Ministerio, que hicimos en nuestra granja con Qeturah como testigo y rodeados por unos cuantos amigos íntimos. Luego, mi madre, bahá’i semipracticante, insistió en una ceremonia matrimonial bahá’i. Le advertí de que ya había pasado con creces la edad establecida por el Ministerio para un permiso paterno obligatorio, pero para mi sorpresa y secreto placer, a Dllenahkh le atrajo la idea. La celebramos en las riberas del lago Tlaxce, con la asistencia de más amigos de la ciudad, e incluso unos pocos de las otras provincias. Dllenahkh le ofreció a mi madre el precio optativo de la esposa en oro puro, al que había dado la forma de un colibrí.
A ella le encantó.
—Por supuesto, te lo dejaré en mi testamento, pero qué gesto tan bonito —me dijo—. Esto demuestra que realmente te valora como a un tesoro.
La tercera vez fue en secreto. Fuimos a los bosques de las tierras altas, a cierto templo, y allí nos unimos por ley, religión y mente en una silenciosa ceremonia con unos pocos asistentes físicos, y varios cientos más que lo hicieron mentalmente. Yo… No me apetece añadir gran cosa al respecto, lo siento. No es un secreto, pero es demasiado íntimo, creo. Me pongo un poco llorona solo al recordarlo. ¡Respira hondo! ¡Pasa página!
Sí que tuvimos un momento dramático, algo parecido al «que hable ahora o calle para siempre». Tendría que haberme imaginado que tarde o temprano, con todas las entrevistas a las prometidas, la célebre Zhera encontraría a una mujer del templo y le sonsacaría sus secretos usando nada más que la pura fuerza de su presencia. O, para hablar en términos más caritativos, que habrían reconocido su valor y le habrían extendido una invitación. Fuera cual fuese el motivo, el caso es que apareció al final de nuestro enlace matrimonial, ricamente vestida y escoltada por dos monjas jóvenes como si ya fuera la dueña del lugar. Su mirada me recordó la del hada mala que se enfada porque no la han invitado al bautizo real y decide lanzar una maldición que afligirá no solo a la pobre bebé inocente, sino también a todo el reino.
—Así que, Dllenahkh, has vuelto a establecer un vínculo.
Hablaba con una forma muy antigua y estilizada de sadiri que apuntaba a demasiadas horas pasadas recitando rituales con subordinadas y demasiados pocos minutos en conversación normal con sus iguales.
—Así es, Zhera —respondió él de manera cortés pero breve.
—Tu elección de esposa parece… errónea.
Me rebullí por dentro, pero no dije nada. Ella podría considerarse cualificada para sentarse allí y juzgar a las jóvenes de la colonia, pero como mujer adulta yo no iba a consentir ninguna tontería.
Mientras me esforzaba por conservar el control, Dllenahkh se defendió tranquilamente.
—No llamaría error casarse con una mujer que está en posesión de una fuerte proyección eufórica.
Todavía luchando por recuperar el control, pero ahora por un motivo completamente distinto, me pregunté cómo conseguía parecer tan blando y a la vez tan insinuante. Zhera, para mi continuo asombro, no frunció el ceño ni mostró ningún tipo de desaprobación. Su severa mirada cambió a otra de leve diversión, y la línea recta de su boca se relajó.
—¡Joven irreverente! No creí que fuera a vivir para verte considerado un mayor de tu pueblo, pero has hecho bien. ¡Niña!
Eso último iba por mí. Traté de no dar un respingo.
—¿Señora?
—Es un buen hombre, un hombre en quien se puede confiar, pero cuando tiende a la frivolidad —y aquí miró a Dllenahkh—, como ha hecho en el pasado, no debes animarlo.
—Sí, señora. Quiero decir, no, señora. Lo que usted diga, señora —jadeé, no tan abrumada por la orden como completamente atónita ante la súbita comprensión de que él le había puesto un cebo y ella lo estaba alabando.
Cuando se marchó, me volví hacia él, las cejas alzadas de asombro.
—¿Es amiga tuya?
Él sonrió.
—Es difícil determinar lo que significa esa palabra para Zhera. Para mí es una maestra destacada de la que aprendí mucho sobre la filosofía y la ciencia de la mente. Para ella sigo siendo el joven acólito que fue lo bastante alocado como para replicarle una vez. Nunca me ha permitido olvidarlo.
—¿Por qué le hablaste de la proyección eufórica? —me quejé—. Ha sido embarazoso.
Él alzó una ceja.
—¿Fue una declaración inadecuada?
—Bueno, estrictamente hablando, no, pero desde luego diste la impresión de que ya habías experimentado semejante proyección… en términos conyugales.
Reflexionó un momento.
—Comprendo. Quizá no sea una falsedad, pero sí una declaración confusa. Creo que solo hay un remedio.
Lo miré nerviosa, preguntándome si iba a hacer otra declaración pública sobre mis supuestas habilidades.
—Debemos investigar a conciencia la verdad potencial que entraña esta declaración.
—Hum —dije, porque aunque pronunció aquellas palabras con tono inocente, la mirada que me estaba dirigiendo hizo que me flaquearan las rodillas—. Sí. Eso sería completamente adecuado.
—¿Puedo recomendar que nos retiremos a los aposentos que nos han asignado? La protección insertada en las paredes asegurará que ningún ruido acústico ni mental entre… ni salga.
A esas alturas estaba ya convencida de que mi pecho temblaba en virginal confusión.
—Hum, me parece magnífico.
Me miró con curiosidad y puso con suavidad un dedo en la vena que latía en mi garganta.
—Estás nerviosa —dijo con grave interés.
—Y tú divertido por mi nerviosismo —repliqué.
Inclinó la cabeza, reconociendo el touché.
—Estoy experimentando una medida de emoción combinada con un incremento de placer, lo cual quizá se manifiesta como una muestra de diversión.
Era la primera vez que usaba las escalas para describir sus emociones.
—Me encanta cuando hablas sucio —susurré, y sellé el momento con un beso.