El ángel improbable
El día después de mi conversación con el cónsul sadiri, fui a visitar a mi madre.
Fue un error, porque María y Gracie estaban todavía allí, Rafi solo volvía del colegio los fines de semana alternos, y a mi madre le había dado por pasar largos periodos de tiempo con otra amiga jubilada en cuyo apartamento no había ni hijos ni molestias. Vale, tal vez parezca un poco desconsiderado, pero esa fue mi primera impresión de lo que sucedía. Luego, una vez allí, me puse por completo de parte de mi madre. María se negaba a continuar con la terapia… Esperen, negarse es una palabra demasiado fuerte. Se mostraba apática. Gracie se hallaba en el otro extremo, mostrando arrebatos de genio después de haberse pasado años reprimida. Mi madre estaba hasta el moño y se escapaba en busca de un poco de cordura de vez en cuando.
—Querida, es mi hija y la quiero, pero me está volviendo loca —me confesó. Estábamos sentadas en su balcón planeando estrategias y cuidándonos de hacer caso omiso de los gritos procedentes de la cocina mientras María se peleaba con Gracie para que esta terminara de comerse el almuerzo.
Puse mi voz tranquila y responsable.
—En esta familia ya ha habido bastante locura, mamá. No nos vayamos al otro extremo. No quedará nadie que actúe de ancla.
—Bueno, ¿qué puedo hacer? Quiero decir, incluso estaba pensando en declararme a Connie solo para tener una excusa para salir permanentemente de la casa. Así podría dejársela a María y…
Parpadeé.
—¿Declararte a Connie? ¿Qué ha pasado con el tipo del que siempre hablabas…? ¿No se llamaba Davi?
—Bueno, querida —dijo ella, reduciendo la voz a un susurro—. No quería escandalizarte, pero siempre me refería a Connie. Davi es su marido, pero creo que casi la he convencido de que está mejor sin él.
Ladeé la cabeza y reflexioné.
—Mamá, sigues siendo granjera de corazón, así que lo diré con amabilidad. ¿Estás segura de que ella está interesada en ti, o son los dos?
Mi madre empezó a replicar, se detuvo y de pronto pareció sobresaltada, y luego confusa.
—Entonces me parece que será mejor que nos aseguremos de que conservas tu apartamento un poco más. Será mejor que María y Gracie se vengan al mío. Estaré trabajando en la colonia sadiri de todas formas, y a ella le resultará más difícil evitar la terapia si está cerca de los mejores institutos.
—Pero querida —protestó mi madre—, ¿estás segura de querer hacer eso? Quiero decir, a menos que haya alguien con quien estés pensando irte a vivir, no querría echarte a María encima.
Demasiado ntshune en mi familia. Demasiado. Sus ojos se iluminaron.
—Hay alguien —dijo, inclinándose hacia delante con avidez—. ¡Vamos! ¿Cómo es? ¿Qué edad tiene? Oh, es un hombre, ¿verdad?
Es sadiri. Y más aún, es un sabio sadiri que, de hecho, es mayor que tú.
—¿No estábamos discutiendo sobre tu vida amorosa? —la regañé con altiva dignidad.
—Oh. Creo que me he hecho un lío —dijo ella con tristeza.
Le pasé un contacto de mi comunicador al suyo.
—Ahí tienes. Es mi amiga Gilda. Es simpática y amigable y te dará todo tipo de buenos consejos para navegar en las corrientes del poliamor de la ciudad. Pero… no salgas con ella. Por favor. Me resultaría embarazoso.
Recogí mi palmar.
—Voy a hacer los preparativos para que María se mude a mi apartamento dentro de un par de semanas. Por favor, encuentra un modo de convencerla para entonces. Haré todo lo que esté a mi alcance para que vuelva a la terapia. Pero creo que incluso un trabajo a tiempo parcial haría maravillas. Los créditos del divorcio y la indemnización no van a durar para siempre. Bueno, ¿cómo está Rafi?
—Terriblemente infeliz —admitió ella, muy apurada.
Sentí una puñalada de desazón. Mi madre había sido nuestro pilar durante todo el tiempo en que estuvimos creciendo. No tendría que soportar estas cargas a su edad.
—No importa. Iré a verlo mañana.
Así, dos días después de que el cónsul pidiera ayuda, fui a visitar a mi sobrino en su internado. Por fortuna, lo de Rafi no era tanto una terrible infelicidad como el estrés natural por el nuevo entorno y el hecho de haber llegado en mitad del curso escolar, cuando las amistades ya se han sellado y las lealtades de grupo están formadas. También veía que el hecho de estar allí era una especie de sentencia en vez de un privilegio, y una marca de distinción con respecto al cygniano medio. Paseamos por los inmaculados terrenos del colegio, y traté de animarlo lo mejor que supe.
—Todos alardean demasiado. Hablan de mente a mente. Incluso levantan bolas de papel —me dijo, sombrío y reacio al consuelo.
Lo miré de arriba abajo, advirtiendo sus seis centímetros más de altura y un rostro que pasaba de ser mono a guapo con menos torpeza adolescente que la norma. Podría ser popular, pero no debía de estar intentándolo.
—He visto tu perfil psi. Eres más fuerte que ninguno de ellos. ¿Por qué no alardeas un poco tú también?
Rafi se encogió de hombros.
—Podría hacer que todos me apreciaran, pero lo extraño del caso es que esas cosas están mal vistas. En cuanto a la telepatía…, supongo que no hay nadie con quien realmente quiera hablar.
—Humm —dije—. ¿Quién se encarga de ti en este lugar?
—El director de la escuela, supongo. ¿Por qué? —Pareció un poco a la defensiva—. No me dejes en ridículo.
Le dirigí una mirada de incredulidad.
—¿Cuándo no he sido guay? No te pongas adolescente conmigo. Solo respóndeme a una cosa. ¿Siguen gustándote los elefantes?
Tras una rápida consulta con el director de la escuela me aseguré de que Rafi y otro estudiante pasaran las vacaciones de mitad del trimestre en un viaje didáctico a los bosques de las tierras altas.
—Hay más de un modo de ser popular, muchachito —le dije cuando me marchaba—. Los elefantes son guays. Y las tías excéntricas que te envían a ti y a un afortunado amigo a montar en elefante también lo son. Considérate afortunado porque no haya tenido motivos para recurrir a mis ahorros para las vacaciones este año. No puedo hacer esto demasiado a menudo. De todas formas, una vez debería ser suficiente para sellar tu reputación.
Me sonrió. Sabía que estaba planeando algo, más de lo que era evidente en la superficie, pero confió en mí lo suficiente como para sentirse divertido y emocionado más que preocupado.
—Y por cierto —añadí—. Yo que tú, practicaría mi telepatía mientras estuviera por ahí fuera. Con fuerza. El que estés de vacaciones no quiere decir que haya que relajarse.
Transferir el alquiler de mi apartamento y gastarme una suma tan grande por impulso implicó que tuviera que pararme a pensar en mi futuro más pronto que tarde. Por eso, tres días después del voto de confianza del cónsul fui a ver a Nasiha en su despacho provisional en el consulado sadiri y le pregunté a quemarropa:
—¿Quieres trabajar conmigo?
Ella alzó una ceja.
—Parece que has hecho ciertas suposiciones sobre mis planes futuros.
—O tal vez estoy intentando influir en ellos.
Ella sonrió entonces, pero solo un poquito.
—Me había dado cuenta de que a pesar de que el hecho de que quebrantaras el Código Científico cygniano te ha apartado de la investigación empírica, de algún modo has conseguido convertirte en el acicate para que otros realicen sus estudios académicos. Agradecería la oportunidad de seguir examinando el fenómeno si continuásemos con nuestra asociación dentro de un marco emprendedor.
—¿Tarik? —pregunté. Era interesante aquella nueva taquigrafía oral. Al final estaba viviendo mi vida como si no hubiera tiempo que perder.
La mirada de Nasiha se suavizó, y recordó cuánto se amaban estos dos… aunque ellos habrían encontrado algún otro modo de expresarlo, sin duda.
—Hemos evaluado varias localizaciones en términos de seguridad, estabilidad y redes de apoyo. Hemos decidido pasar al menos un año viviendo en la colonia sadiri de Tlaxce para que nuestro hijo pueda nacer allí. Después de eso, es probable que Tarik vuelva a trabajar con el Consejo Científico mientras que yo sigo siendo el progenitor principal durante los primeros siete años. Al final de esos siete años…, ¿quién sabe? Puede que regrese al Consejo Científico mientras él se convierte en el progenitor principal. O puede que todos regresemos a Nueva Sadira o al planeta al que nos asignen. Pero eso ya se verá en el futuro.
Sonreí.
—Tarik es un buen marido y será un padre excelente. Te quiere tanto…
Nasiha me dirigió una mirada divertida.
—Por supuesto.
Y yo lo quiero a él.
Durante dos días no intenté salvar el mundo ni resolver los problemas de nadie. Trabajé diligentemente en mis informes desde casa, tras haber rechazado, con buen criterio, el ofrecimiento de una oficina propia en el consulado sadiri. Con todo lo que estaba sucediendo, no me fiaba tanto de mi profesionalidad. En casa, al menos, podía levantarme de vez en cuando de la mesa, mirar el calendario y gritarle a una almohada que había reservado para ese propósito.
Entonces recibí una llamada de la doctora Freyda Mar.
—Me enteré de que habías llegado, pero pensé que debía esperar un poco. Lo siento mucho —dijo.
—Freyda, me alegra saber de ti. —A pesar de todo, sonreí cuando oí su voz—. Las cosas han sido un poco desalentadoras, pero donde hay vida hay esperanza.
—Así es —coincidió ella—. Mira, voy a ir a las granjas esta tarde para iniciar las rondas de la semana. ¿Te gustaría acompañarme?
Dirigí la mirada a mi palmar. Había estado comprobando mis mensajes en los minutos previos a la llamada de Freyda. Gran parte de los mensajes eran de Fergus: algunas variaciones en el tono de su comunicador y el hecho de que no se lo hubiera devuelto, sin duda. Como lo había visto por última vez desmontado en el salón del cónsul, empecé a pensar que podría ser aconsejable probar con un cambio de aires.
—¡Vaya, gracias, Freyda! Eso sería perfecto. Así podremos ponernos al día.
Freyda fue tan amable como siempre. Optó por el navegador, pero sin piloto automático, para que no me sintiera obligada a charlar de nimiedades durante todo el trayecto. Me lancé directamente a lo importante, usando mi nuevo modo brusco y sin rodeos.
—Lanuri y tú. ¿Progresos?
Su rostro era tranquilo, y su tono animado.
—Delarua, ¿eres consciente de que los empleados del gobierno no deben confraternizar con sus colegas? Podría interferir con su eficacia. Por supuesto, lo que hagan al final de la misión es asunto suyo.
—Completamente adecuado —coincidí.
Se produjo un breve silencio y luego estallamos en carcajadas.
—Puedo hacer de sadiri unos diez minutos, máximo —admití—. Más si me concentro de verdad. Entonces ¿vais a casaros más adelante?
Ella asintió feliz.
—Sí. Es curioso, ni siquiera tuve que hacer ningún movimiento. Cuando empecé a mirar las cosas desde otra perspectiva, todo pareció desarrollarse con naturalidad.
—¿Cómo se atrae la atención de un sadiri?
—Pareciendo inteligente —respondió ella—. Se les dice algo que no supieran o que no hubieran deducido por sí mismos. ¿Cómo sabes que has captado su atención?
—Intensidad a raudales —dije de inmediato—. Lo dejan todo y te escuchan, y luego encuentran todo tipo de motivos para no dejarte marchar. ¿Cómo sabes que te aprecian?
—Se vuelven extrañamente sobones. Te rozan los dedos cuando te pasan una taza o un palmar. Conducta protectora y solícita. Te agarran con rapidez si tropiezas o resbalas, y se preocupan mucho si no estás bien. La distancia personal se reduce de manera significativa. Y cuando te das cuenta, te están sosteniendo la mano y te miran a los ojos —concluyó, ensoñadora.
¿Pero os besáis alguna vez? Quise preguntarlo con todas mis ganas. En cambio, me limité a sonreír.
Ella sonrió también.
—¿Y vosotros?
—Será mejor que lo preguntes cuando mi misión haya concluido de manera oficial, doctora Mar —dije burlona. Entonces guardé silencio, recordando cuántos días faltaban hasta entonces, y también la desconocida cantidad de días hasta que se produjera el milagro del cónsul. Si se producía.
Cuando llegamos al despacho de Lanuri, él me saludó con inesperado afecto. Me estrechó la mano y dijo:
—Es muy adecuado que esté aquí para el servicio conmemorativo.
—¿Qué servicio conmemorativo? —pregunté, confusa.
Él pareció levemente preocupado.
—¿No ha recibido ninguna notificación? El rescate se ha cancelado. El aumento de la actividad sísmica en la zona ha hecho imposible que las excavaciones continúen con seguridad.
Los mensajes sin abrir de Fergus, pensé. La habitación se deslizó lentamente a un lado y me sorprendí al ver que Freyda me sujetaba por los hombros. Me zafé de ella.
—Estoy bien —insistí. Di un paso y me tambaleé—. Solo necesito sentarme un momento —corregí con voz débil.
Fueron muy atentos. Me llevaron a la residencia de Lanuri y me obligaron a estarme sentadita y a beber té. Era todo lo que podía hacer. Mi cerebro se limitó a desconectarse, reacio a aceptar la posibilidad de que ya no volvería a oír la risa de Lian ni la voz formal de Joral.
Al día siguiente acudí al servicio conmemorativo sadiri… o, como yo prefería llamarlo, al funeral por unos cuerpos que tal vez respirasen aún. Se plantaron dos árboles conmemorativos delante del salón de la consejería local en una ceremonia que fue una curiosa mezcla de tradiciones cygnianas y sadiri, y luego los asistentes se retiraron al salón para efectuar unos cuantos solemnes minutos de incómoda interacción.
Me pareció indecente.
—Podrían haberse esperado —dije, furiosa.
Nasiha, que ni siquiera sabía nada de la llamada de ayuda del cónsul, también lo consideraba inadecuado, pero trató de excusarlo.
—Las probabilidades de sobrevivir son ahora ínfimas —declaró, y su taciturna expresión sugería que le disgustaba el sonido de sus palabras aún más que a mí—. Además, el Consejo decidió que retrasar los rituales de rigor le daría al hecho más peso del que se merece.
—Es el primer funeral de la colonia —murmuré.
—Sí. Y habrá más, con el tiempo. Ese es el razonamiento. Estos jóvenes deben aprender a volver a enfrentarse a la muerte.
—Pero al menos podrían haber esperado hasta que estuviéramos seguros, ¿no?
Ella se encogió de hombros.
—No tienen ningún motivo para creer en milagros.
—Yo sí —repliqué con ferocidad.
Hubo, sin embargo, un límite a la compasión que Nasiha y yo podíamos compartir. Bendita sea Freyda Mar, porque intercambiamos una única mirada a través de la sala abarrotada, nos excusamos y nos dirigimos a un rincón apartado, nos abrazamos y lloramos en silencio durante quince minutos seguidos.
—¿Cómo lo sabías? —le pregunté cuando las dos nos hubimos recuperado.
Ella sonrió con tristeza.
—Lanuri dice que cuando quiero un abrazo, pero tengo miedo de pedirlo, me uno las manos a la espalda. Tú llevas ya una hora sujetándote las muñecas.
Había estado intentando incluso ver a Dllenahkh, temerosa de preguntarle si tenía alguna noticia, temerosa de atisbar algo en sus ojos que pudiera destruir mi esperanza, pero cuando ella dijo aquello, sentí la necesidad de ir a buscarlo. Él pareció darse cuenta de que lo necesitaba porque en el momento en que miré en su dirección se apartó de un grupito de consejeros de rostro sombrío y acudió a mi encuentro.
—Delarua —dijo con brusquedad—, ¿dónde te alojas?
—En la residencia de la doctora Lanuri. Volveré a la ciudad con Freyda mañana, cuando ella haya terminado sus rondas —respondí.
—Vuelve conmigo ahora.
—De acuerdo —dije inmediatamente.
Por el camino me explicó lo que había que hacer.
—Naraldi no desea implicarse directamente, ni que el consulado se implique en modo alguno. Tengo el comunicador reestructurado. Quiere que te lo lleves y esperes en tu apartamento. Alguien irá a verte a la hora acordada.
Lo miré, lo miré adecuadamente, y me atreví a permitirme sentir.
—¿Cuándo dormiste por última vez? —pregunté en voz baja.
Él apartó la mirada con la forma que tenía de hacerlo cuando dudaba si decir la verdad.
—Yo…
¿Cuántas veces habíamos dormido en un vehículo de tierra con piloto automático? Demasiadas veces. Toqué los controles, oscureciendo las ventanas y ajustando los asientos.
—Échate una siesta. Podremos hablar cuando lleguemos a la ciudad.
Nos tendimos el uno al lado del otro. Dllenahkh empezó a moverse, vaciló y luego colocó la mano amablemente en un lado de mi cara, recordándome la ocasión en que ayudó a curarme. Un fuerte calor se vertió en mi cerebro, en vez del roce delicado que me había esperado. No se pareció a nada que hubiera experimentado con él antes.
—¿Qué estás haciendo? —pregunté, quedándome muy quieta.
—Asegurándome de que no se te olvide nada —replicó él con un susurro.
Le habría hecho más preguntas, pero antes de poder hacerlo, me quedé profundamente dormida.
Y así, al día siguiente, ocho días después de la reunión con el cónsul, esperé nerviosa en mi apartamento, con el comunicador en la mano. No sabía qué esperar. ¿Habría una mundana llamada a la puerta? ¿Se abrirían los cielos y temblaría la tierra? No sabía ni quién ni cómo era en esta aventura, y lo único que me mantenía sentada y expectante en mi salón era la fe.
La realidad se hallaba en algún lugar entre los dos extremos de mi imaginación.
Primero hubo una voz, una voz muy corriente a excepción del hecho de que parecía proceder del mismo aire. Dijo simplemente:
—Naraldi me envió.
Entonces parpadeé… y allí estaba. Me levanté de la silla de un salto. Fue demasiado extraño como para inspirar asombro. Nunca había visto una nave mental sadiri en la vida real, pero conocía su aspecto, algo parecido a una manta raya, muy estilizada y oscura, y diseñada naturalmente para colarse por cualquier hueco en el tejido del espacio-tiempo. Esta no solo no se parecía a nada que yo hubiera imaginado, sino que además estaba segura de que no era como nada que nadie hubiera sido capaz de imaginar. Al menos respetaba el tema marino, pues parecía el casco de un barco, todo madera tallada y pulida con la forma de una proa alta y curvada. Pero no había ningún barco, tan solo una alta figura vestida con un ceñido mono metálico y un casco, con una mano apoyada en la madera como para mantener la quilla recta. ¿Había un barco invisible junto a ella? Miré con atención.
—Oh, bien. No has gritado, ni te has desmayado, ni has huido.
La voz sonó un tanto apagada al principio, y entonces el brillante casco se retiró para dejar al descubierto un rostro igualmente brillante, y una amplia y blanca mata de pelo.
Revisé a toda prisa mi interpretación de lo que estaba viendo.
—Debería —le reproché al dorado desconocido—. Estás desnudo.
Él bajó nervioso la cabeza, y luego me dirigió una severa mirada.
—No me asustes así. No he perdido el control de los esfínteres púbicos desde que tenía doce años.
—¿Ah, sí? —dije débilmente.
Una expresión preocupada asomó a su rostro.
—Era una broma. Por favor, no me tomes en serio. Esfínteres púbicos. Como si existiera una cosa así. —Soltó una risa breve y torpe, y luego se calló y me miró con mansedumbre.
La conversación se me estaba yendo de las manos, en realidad se escapaba de cualquier parecido con el sentido común, así que intenté recuperar el control.
—Soy Grace Delarua. ¿Cómo estás? —dije, dando un paso adelante y extendiendo la mano.
El desconocido miró primero la mano y luego me miró a la cara vacilante. Volvió a ponerse el casco, esta vez con la visera abierta, y extendió el brazo hacia mí.
—Bueno, si estás segura…
Justo en el momento en que aquella piel brillante como el latón tocó la mía pensé que aquella había sido una malísima idea. Demasiado tarde. El mundo se desvaneció. Cerré los ojos con fuerza y traté de gritar, pero no lo logré.
La voz del desconocido resonó con claridad en mi cabeza. Para mi desconcierto, se parecía a mi propio tono de voz y mi ritmo y forma de hablar.
—Por cierto, puedes llamarme Sayr. No pensé que quisieras viajar conmigo. Solo he venido a recoger el comunicador para así tener un punto de referencia, pero de esta manera también está bien.
—¡Ahhhhh!
Por fin conseguí emitir algún sonido. Resonó con tanta fuerza que abrí los ojos de inmediato. Ante mí no había nada más que una pura y rica oscuridad que me hizo agradecer el sólido contacto de la roca bajo los pies, porque sin ello me habría imaginado flotando en el espacio. De repente apareció un brillo a mi izquierda que me hizo saltar. Todo el brazo de Sayr se había vuelto transparente y estaba estudiando un débil trazado de líneas en él. Durante un instante en que prevaleció la sorpresa, me pregunté por qué se estaba mirando las venas, y entonces me di cuenta de que era un mapa.
—De modo que es aquí donde estabas cuando viste asomar la luz. Hum. El terreno ha cambiado bastante. ¿Te gustaría intentar llamar a tus amigos?
Vacilé. Tardé un segundo en comprender que estaba al otro lado del mundo, bajo tierra una vez más, en la ciudad abandonada; y dos segundos en preguntarme si Sayr era humano o máquina o ambas cosas, y un segundo más en recordar y agradecer el hecho de que tuviera el comunicador de Fergus todavía sujeto con fuerza en mi mano izquierda. Lo encendí, manipulé el panel de control de luz y seleccioné la dirección de Lian.
—No disponible. Deje un mensaje.
Ni siquiera era la voz de Lian, solo una grabación genérica. Le tendí el comunicador a Sayr sin decir nada. Sus ojos se ensancharon y resplandecieron en la oscuridad, reflejando el brillo de la pantalla del comunicador.
—Los he encontrado —dijo.
El comunicador se oscureció y la conexión se cortó, y por un momento tuve la certeza de que me hallaba sola en la oscuridad. Entonces me dije que no debía ser tonta. Como si Sayr fuera a dejarme sola en una mina abandonada con un volcán activo rugiendo cerca. Eso sería una irresponsabilidad. Probablemente estaba reflexionando o algo parecido. Traté de estar callada para no molestarlo.
Su voz resonó tan próxima y repentina que casi me caí de puro miedo.
—Lamento no haberte llevado, pero es más fácil hacerlo cuando no hay ninguna memoria colectiva.
—¿Qué? ¿Me has dejado aquí? —chillé. Aquello era demasiado. Empecé a hiperventilar de inmediato.
La brillante luz del sol quemó mi visión, y un aire helado me picoteó la piel. Jadeé e hice una mueca, pero al menos la sorpresa puso fin a mi seco llanto. Cuando por fin pude volver a abrir los ojos, fue para ver a Sayr de pie junto a su quilla, una mano en la habitual posición de descanso mientras me palmeaba tranquilizador el hombro con la otra.
—Mira —instó—. Están allí. Están llamando a los servicios de emergencia ahora. Todo saldrá bien.
Nos hallábamos en una colina, cuya localización exacta no conocía, pero hacía tanto frío que supe que estábamos cerca de las regiones polares. En efecto, había dos figuras, diminutas en la distancia, cálidamente familiares y maravillosamente vivas. Estaban sentadas juntas y abrazadas. Dejé de temblar de frío durante un momento para temblar de pura alegría.
No tuve más tiempo para ponerme sentimental. En otro abrir y cerrar de ojos, volvimos a mi salón.
—Gracias por la experiencia. Lamento no poder quedarme más tiempo.
—¡Espera! —gemí—. Antes de que me borres la memoria, ¿puedo hacerte algunas preguntas? ¿Una pregunta? ¿Solo una pregunta, por favor?
Sayr se detuvo, mirándome con cautela como si sospechara que estaba probando alguna maniobra para retrasarlo… lo cual podría haber sido cierto en parte.
—De todos modos, ¿qué sentido tendría hacerlo si luego no vas a poder recordar la respuesta?
—Tendría una sensación de satisfacción —dije, a lo loco—. Con eso me bastaría.
—Déjame oír la pregunta —dijo, todavía con cautela.
Inspiré profundamente. Aquélla era mi oportunidad para descubrir el sentido de la vida.
—¿Es verdad que los Cuidadores salvan a la gente que es esencial para la raza humana?
Las palabras fueron atropelladas y bruscas, pero no podía arriesgarme a esperar por si cambiaba de opinión.
Por fortuna, la pregunta pareció interesarle.
—Es una pregunta complicada. Y tiene una respuesta complicada.
—Muy bien —le insté. Me senté en una silla y alcé las manos esperanzada, tratando de proyectar la imagen de una mendiga que agradecería la más pequeña de las limosnas.
Su rostro se relajó, levemente divertido ante mi ansiedad.
—Voy a decírtelo de modo que recordarás la respuesta, pero no la pregunta, ni haberla planteado.
Contuve una risita de emoción que habría sido muy poco adecuada en mi madurez. Él dejó la quilla sola de pie en el borde de la habitación, se sentó en el suelo con las piernas cruzadas y empezó.
—En el principio, Dios creó a los seres humanos, lo que quiere decir que Dios juntó los ingredientes, insertó las instrucciones de construcción en un molde y las puso en cuatro huevos separados en los que ponía «Requiere montaje».
»Un huevo fue enviado a Sadira. Allí la humanidad creció para reverenciar y desarrollar los poderes de la mente. Otro huevo fue enviado a Ntshune, y los humanos que allí surgieron se hicieron diestros en asuntos del corazón. Un tercer huevo llegó a Zhinu, y allí el foco fue el cuerpo, natural y artificial. El último huevo llegó a la Tierra, y estos humanos no tuvieron rival en espíritu. Fuertes de fe, desarrollaron mentes para especular y debatir, corazones para lamentar y adorar, y cuerpos para trabajar y adaptarse. Tales eran sus mentes, corazones y cuerpos que pronto empezaron a rivalizar con sus hermanos mayores.
»Cuando los hijos de Dios vieron a los terrestres y sus muchos modos de ser humanos, se sintieron a la vez impresionados y espantados. Algunos declararon: “¡Mirad cómo combinan los cuatro aspectos de la humanidad! A través de la Tierra, todo será transformado, Sadira, Ntshune y Zhinu, en un todo armonioso”. Otros predijeron: “¿Cómo podrá ningún grupo sobrevivir a tal fragmentación? Se matarán entre sí, y el resto de la humanidad quedará incompleta para siempre”.
»Después de algunas discusiones, se decidió apartar a la Tierra del resto de la galaxia hasta que la civilización terrestre alcanzara la plena madurez. También se decidió salvarlos de sí mismos cada cierto tiempo, colocando a los terrestres en situaciones de peligro con las que pudieran florecer y empezar a mezclarse con otros humanos.
Sonrió mientras concluía:
—Y eso, querida, son cinco mitos sobre la creación por el precio de uno. ¿Estás satisfecha?
—Eso es un cuento para que los niños se vayan a la cama —dije, pero sin demasiado ánimo de criticar, porque en realidad me había gustado.
Sayr se encogió de hombros.
—No por eso menos cierto.
—¿Eres hijo de Dios? —pregunté, manteniendo el tono ligero y coloquial.
Él no picó.
—¿No lo somos todos? Una pregunta solo, querida. Ahora, si me perdonas, esto no tardará ni un segundo.
Hubo un momento de silencio. Sayr empezó a fruncir el ceño. Lo miré con ansia, perpleja por su creciente irritación.
—Veo que tu memoria ha sido protegida —rezongó—. Este es un periodo difícil para trabajar. Ya sabéis demasiado, y siempre queréis saber más. Tendrás que venir conmigo.
—¡No! —insistí, empezando de nuevo a sentir pánico—. ¡Estoy en casa y a salvo, y no voy a ir a ninguna parte contigo y esa… cosa!
La frustración se reflejó en su voz.
—Deja de hiperventilar. Sabes que no te obligaré a venir conmigo. Pero no me dejas otra opción. Lo siento, pero tendré que hacerlo a la antigua usanza.
Se levantó, mirándome, pero la mirada se transformó una vez más en aquella expresión mansa.
—Tú… no tendrás algo de alcohol a mano, ¿verdad?
Tenía dos botellas. Una era un sabroso y ligero licor de triple destilación hecho con miel, especias y hierbas que había comprado en mis viajes y reservaba para una ocasión especial. El otro era un jerez absolutamente infame que alguien me había regalado en uno de esos intercambios de regalos en la oficina, hacía unos dos años. Castigué a Sayr haciéndole beber una copa de jerez por cada dos de licor que me hizo engullir. Por desgracia para mi sed de venganza, solo pude obligarlo a soportar dos copas. Después de eso, me agarré a la botella con un brazo y lo sujeté con el otro, y me sentí demasiado alegre como para preocuparme cuando nos hizo acercarnos bailando a la quilla y metí la mano dentro.
La habitación desapareció, para ser sustituida por otra habitación desconocida. La iluminación era tenue, y exudaba la tranquilidad de un lugar de trabajo cuando ya no hay nadie. Avancé dando tumbos, sin apoyo, pues mi amable secuestrador se había dirigido a algún lugar desconocido. Para mi alivio, había otro cuerpo cerca donde apoyarme. Dllenahkh estaba allí para recibirme. Me saludó con calidez… ¡sí, calidez! ¡Sé lo que significa esa palabra! ¡Me abrazó! O me ayudó a permanecer erguida. Tal vez. ¡Pero estaba feliz! Prácticamente rebosaba felicidad. No se puede confundir una cosa así. Entonces miré alrededor y me vi obligada a hacer un comentario.
—Este no es mi apartamento —dije, indignada.
—No, en efecto. Estamos en el consulado —respondió Dllenahkh.
—Pero ¿por qué…? —fruncí el ceño, tratando de pensar—. ¿Qué ha pasado? Creí que se suponía que esto iba a terminar con amnesia alcohólica.
Las dos últimas palabras sonaron un poco confusas. Me llevé los dedos a la cara, tratando de despertar las partes entumecidas.
—Nos preocupó no tener noticias tuyas, así que Naraldi contactó con Sayr. Después de que este nos informara de la situación, Naraldi le sugirió que el envenenamiento por embriaguez no era la mejor forma de abordar el problema. En cambio, le recomendé que te trajera aquí lo antes posible. Ahora rodea con tu brazo mi cintura. Así. Por aquí… No… En la otra dirección…
Aquello explicaba las veces que Sayr había estado murmurando para sí. Yo creía que tan solo maldecía el jerez entre dientes.
—Pero ¿adónde vamos? —pregunté después de un rato.
—A la sede del Gobierno Central. El resto del equipo se reunirá allí con nosotros.
—¿Y el cónsul? —le susurré mientras recorríamos los pasillos—. Me gustaría verlo antes de irnos. Darle las gracias.
—Está ocupado en su despacho, pero creo que no le importaría verte —respondió Dllenahkh—. Intenta concentrarte. Disiparé parte de los efectos del alcohol y podrás hablar con más claridad.
Inhalé profundamente, logré controlarme un poco tal como Nasiha me había enseñado, y reafirmé mis pasos. Para cuando llegamos al pasillo del despacho del cónsul, fingía bastante bien estar sobria.
—Estoy lista —declaré.
Dllenahkh esbozó una sonrisa.
—Tómate tu tiempo. Espera aquí.
Se dirigió a una puerta situada a unos pocos metros de distancia. Esta se abrió y permaneció abierta, y por eso lo escuché todo.
—Ah, Dllenahkh. Estábamos hablando de ti. ¿Todo va bien?
—Sí, Naraldi. Contacté con los servicios de emergencia, y pudieron confirmar que esperan que Lian y Joral se recuperen por completo. Estoy a punto de partir hacia la sede del Gobierno Central para reunirme con los otros miembros de la misión, pero la señorita Delarua expresó el deseo de darte las gracias en persona antes de marcharnos. Está esperando fuera.
Naraldi corrió hacia la puerta, y se asomó en vez de invitarme a entrar. Me erguí y traté de actuar de un modo profesional, poniendo discretamente mis manos, y la botella, a la espalda.
—Excelencia —dije, inclinando un poquito y con mucho cuidado la cabeza—. Muchísimas gracias por su ayuda.
Él se acercó a mí, seguido por Dllenahkh.
—Señorita Delarua, me alegro de ver que ha demostrado usted ser más que competente en su puesto. Gracias por buscarme e inspirarme para pedir algo que no se me habría ocurrido pedir. Al parecer, la fortuna favorece a los intrépidos.
Dllenahkh se situó a mi lado, irradiando tal aura de satisfacción que casi se podría haber pensado que las palabras del cónsul iban dirigidas a él.
—Hace tiempo que la señorita Delarua es un valioso activo en nuestra colonia. Goza del talento de proporcionar soluciones inteligentes a problemas imprevistos.
El cónsul nos miró con firmeza, y su mirada hizo que me apartara subrepticiamente de Dllenahkh y su espacio personal.
—Ya veo. ¿Y por esto la proteges de manipulaciones mentales? ¿Para mantener sus talentos en la cúspide? —Sacudió lentamente la cabeza con una pena burlona, y me di cuenta con un sobresalto de que era el equivalente a Lian para Dllenahkh, la única persona que siempre sabía si se había aplicado kohl, y que además se alegraba de señalarlo.
—Os deseo lo mejor —continuó con una sonrisa y un gesto con la cabeza dirigido hacia cada uno.
Le comunicamos nuestros mejores deseos a cambio y luego, todavía envalentonada por el alcohol, alcé la voz para el silencioso visitante del despacho del cónsul.
—¡Gracias, Sayr!
Se produjo una pausa, y entonces una voz canturreó cautelosa:
—¡No hay de qué!
El cónsul me miró con una mezcla de diversión y leve reproche.
—Y gracias también a usted, Naraldi —repetí en voz baja, más sobrio—. Lamento lo que le sucedió a Sadira. Ha ayudado hoy a salvar a dos queridos amigos. Eso significa mucho para mí.
Inclinó la cabeza, tal vez como gesto de despedida, quizá para ocultar el hecho de que los ojos le brillaban con lágrimas. Entonces volvió a su despacho y cerró la puerta.
Estropeé aquel emocionante momento dándome de pronto un golpe en la frente.
—¿Qué ocurre? —preguntó Dllenahkh, preocupado.
—Me dejé el comunicador de Fergus bajo tierra —exclamé. Miré pesarosa la botella que tenía en la mano—. Espero que acepte, en cambio, un poco de licor de miel.
Hora cero más dos años y veinte días
La reunión ordinaria del consejo sadiri en Cygnus Beta había terminado hacía poco. Los consejeros se congregaban en la antesala de la sede, tomando un refresco y charlando. Parecían mucho más relajados que de costumbre, y Dllenahkh se preguntó si la gravedad y los interminables debates de los primeros días de su fundación habían sido una mera fachada para ocultar su miedo a la ineptitud. Pero claro, pensó, dando marcha atrás, tal vez ese era un punto de vista poco caritativo. Al fin y al cabo, de un tiempo a esa parte se había producido un montón de buenas noticias: el regreso sano y salvo de Joral a la colonia, nuevos vínculos con lo que ahora se llamaban «las comunidades de la herencia» y un número cada vez mayor de compromisos y matrimonios entre sadiri y tasadiri. Había mucho que celebrar.
—Enhorabuena —dijo Naraldi, apareciendo a su lado con una copa en la mano—. Me alegra ver que el Consejo sabe cómo recompensar el éxito.
Dllenahkh sorbió su propia bebida e hizo una mueca, una reacción que solo se debía en parte a la fuerza del agridulce licor.
—Entonces ¿por qué esta recompensa parece otra tarea?
—Tal vez lo sea, y si es así, solo tienes que volver a triunfar. Mírate: podrías ser uno de los ancianos. Ahora solo hay una pequeña granja en un rincón sobrante de las tierras del Consejo: en el futuro, será un nombre extraño en un mapa, la antigua ciudad de Dllenahkh, fundada por un oscuro funcionario uno o dos años después de la Diáspora.
Dllenahkh abrió la boca para preguntarle a Naraldi si había visto una cosa así, advirtió en el acto que no tenía el más mínimo deseo de averiguarlo, y cambió la pregunta.
—¿Vendrás a visitarnos? Puedes quedarte todo el tiempo que quieras.
Sostuvo la mirada de Naraldi un poco más de lo que habría sido necesario para tratarse de una pregunta inocente. El cónsul entornó los ojos, consciente de lo que sucedía.
—Así que te has enterado.
—Más que eso. Puedo ver la prueba con mis propios ojos. Si continúa, y el gobierno sadiri no te retira de cónsul, habrá algunas preguntas embarazosas.
—Debemos mantenerlo en silencio por ahora. Tal vez me limite a… volver a la edad que tenía antes de emprender mis viajes, pero los médicos no pueden decirme qué lo causó en un principio, ni cuánto tiempo durará. Quieren que vuelva a Nueva Sadira para examinarme. —Naraldi exhaló un profundo suspiro—. Ya es bastante duro estar atado a un solo planeta. El periodo de interrogatorios de evaluación después de mis viajes fue largo y arduo, pero tuve algo de libertad. Sospecho que esta vez planean confinarme de modo permanente en una habitación llena de sensores y escáneres.
—No lo permitas —dijo Dllenahkh con brusquedad—. Sigues siendo piloto, ¿no? Pide una nave.
Fue maravilloso ver la esperanza iluminar el rostro de Naraldi.
—¿Tú crees…? Y sin embargo, si la vejez fue la única excusa que adujeron para jubilarme, ¿por qué no? —Se tocó la cabeza calva y sonrió casi con timidez—. Tendré que volverme a dejar crecer el pelo.
—Pero sé discreto —advirtió Dllenahkh, burlón—. Recuerda que habrá menos gris que antes.
Naraldi miró alrededor, todavía con aquella mansa sonrisa, como un niño que espera que lo descubran haciendo una travesura.
—Te visitaré —prometió con un susurro—. Cuando me den una nave iré a verte en tus nuevos dominios.
Por su conducta quedó claro que no se refería a un mero atraque en órbita y una mundana visita a la superficie.
—No te atrevas —le susurró Dllenahkh a su vez, pero sonó más como un reto que como una advertencia. ¿Era contagiosa la regresión de la edad?
—¡Pues claro que lo haré! He dominado el arte de los aterrizajes clandestinos y a salvo. ¿Cómo crees que me las arreglé durante mis viajes?
Dllenahkh estaba a punto de contestar cuando una extraña visión lo distrajo. El consejero Haan, uno de los miembros más tranquilos y pagados de sí mismos de todo el Consejo, estaba allí cerca, los hombros encogidos y sacudiéndose de risa, con lágrimas en los ojos. Otros dos consejeros que lo acompañaban sonreían felices, completamente tranquilos ante aquella conducta tan poco habitual de su colega. Dllenahkh los miró, y luego miró el líquido que tenía en la copa.
—Licor de baya de fuego —supuso—. No bebas más, Naraldi, es…
—Dllenahkh, llevas mucho tiempo fuera de casa. Pues claro que es baya de fuego. Es casi una tradición después de las reuniones del Consejo hoy en día. Tanto mejor, si me lo preguntas. Oh, no me mires así. Me olvidé de que eres un purista. Trae. —Naraldi le quitó con amabilidad la copa de la mano—. Déjame cuidar del tuyo.