Día del recuerdo

Día del recuerdo

Algo cambió. Fue extraño. Habíamos estado el uno al lado del otro en la oscuridad, nuestras manos tocándose, nuestras mentes tocándose, algo de esa intimidad se contagió al habla y el silencio compartido, pero yo seguía sin poder encontrar un modo de preguntarle directamente por su pesadilla. Cierto, gran parte de nuestro tiempo juntos lo pasamos en un entorno puramente profesional, pero incluso así no estaba segura de haberme ganado ese derecho. En cambio, leí con voracidad, y mi deseo de impresionar dio paso a una insaciable curiosidad hacia la antigua Sadira, la Nueva Sadira y el desastre intermedio.

El motivo que se ocultaba tras mi nueva obsesión no era profesional, sino personal. Durante nuestra íntima comunicación, me había visto a mí misma a través de los ojos de Dllenahkh. Había sido desconcertante, e incluso extraño. Me pregunté cómo me veía el sadiri medio, algo que apenas me había preocupado cuando visitaba la colonia. Los baremos de cortesía y profesionalidad no pueden ser lo mismo que los baremos de… amistad. Besarse era un detalle menor. No soy Gilda: no quiero experimentar. Quería hacer las cosas bien, y no tenía ni idea de cómo lograrlo.

Me planté ante el espejo, me detuve y reflexioné, una barra de kohl entre los dedos. Todo lo demás era como de costumbre. Llevaba una larga falda negra y una túnica blanca de mangas cortas con cinturón. Mi chal se quedó en la cama de mi habitación del hotel. Esa noche iría con la cabeza descubierta y vería si podía acostumbrarme al revoltijo largo como un pulgar en que se había convertido mi pelo después de casi cuatro meses sin cortarlo. Una cinta lo apartaba de mi frente en un intento de parecer elegante. Tenía buen aspecto. No me expulsarían de la sala de conciertos.

Una llamada a la puerta me sobresaltó. Lian entró en el cuarto de baño compartido y en dos segundos captó mi leve expresión de culpa y la barra de kohl, que intentaba hacer desaparecer detrás de mi espalda.

—No te preocupes —me dijo Lian con una sonrisa amable y comprensiva—. Algunas cosas son demasiado importantes para tomárselas a broma.

—Estás muy elegante esta noche —repliqué a toda prisa, en un intento de desviar la atención.

Lian se acercó al espejo y echó una mirada profesional a cada arruga y cierre, cada trenza y lazo, asegurándose de que todo estaba en su sitio.

—Valdrá.

Mis colegas del Servicio Militar cygniano y el Consejo Científico Interplanetario habían sido invitados a una ceremonia conmemorativa en recuerdo de aquellos que habían muerto en los críticos acontecimientos que habían llevado a diversos pueblos hasta Cygnus Beta. El equipo entero había asistido ya a un servicio general antes, pero aquel era exclusivo para los cuerpos militares y paramilitares, quizás un recordatorio especial de su mandato para proteger a la humanidad.

Solo llevábamos en la ciudad un par de días, de paso hacia otra visita, así que no me sorprendió que Qeturah declarara que le alegraba quedarse y descansar, y Joral dijo que tenía que ponerse al día con algunos trabajos. Dllenahkh, por otro lado, estaba interesado en asistir a un concierto local del Réquiem de Pakal y me pidió que lo acompañase. Dije que sí. No era una invitación inusitada en modo alguno, y sin embargo ahí estaba yo, de pie en el cuarto de baño sujetando indecisa una barra de kohl entre los dedos.

Lian le dio un último repaso a las hombreras del uniforme militar, me miró y asintió.

—Te dejo un poco de intimidad.

Cuando la puerta se cerró, dejé escapar una risita ante mi reflejo y me apliqué el kohl.

Ganimedes es una ciudad pequeña pero se enorgullece de su historia y cultura. Como resultado, la sala de conciertos era impresionante y la orquesta magnífica, rivalizando incluso con las mejores de Ciudad Tlaxce. No lamenté mis esfuerzos por tener el mejor aspecto posible, y me sentí estúpidamente orgullosa del de Dllenahkh también. Él podía coger la sencillez de un traje formal y hacer que fuera tan elegante y estiloso como cualquier uniforme militar de gala. El pequeño elefante de teca que yo le había dado viajaba discretamente en el cuello de su camisa, lo que me hacía sentir más satisfecha.

El Réquiem de Pakal es muy conmovedor pero no especialmente largo, lo cual encajaba a la perfección con mi estado de ánimo de esa noche. Pasamos unos treinta minutos con la orquesta y el público, luego salimos con el resto de la multitud a deambular por el parque de la ciudad, brillantemente iluminado. Los dos estábamos bastante callados. Fue ese tipo de velada. Todo el mundo, parejas y familias por igual, parecían un poco silenciosos y meditabundos mientras paseaban, como si fuera un día especial en todo el planeta.

—¿Hay en Sadira un Día del Recuerdo? —le pregunté a Dllenahkh. Quise decir Nueva Sadira, pero él pasó por alto el error y respondió directamente.

—Cada tribu tiene su propio modo y momento de honrar a sus antepasados y sus héroes caídos. No hay nada tan específico como esto, aunque con el tiempo puede que lo haya.

Dejé de caminar y lo miré, frunciendo el ceño.

—¿Todavía no ha habido ninguna ceremonia por la pérdida de Sadira? Ha pasado más de un año.

Él inclinó ligeramente la cabeza, frunciendo el ceño igual que yo, como si su sorpresa por el hecho de que semejante acto no hubiera tenido lugar aún fuera auténtica.

—El día se recordó, pero no como un acontecimiento formal. Supongo…, creo que hemos estado demasiado ocupados para pensar en eso.

Continuamos caminando en silencio durante un rato.

—Aunque, por otro lado —continuó él en voz baja—, hacerlo habría significado aceptar que no podríamos regresar a Sadira mientras vivamos, ni tampoco las generaciones venideras. Sospecho que no estamos preparados para admitir eso.

Mi mano rozó vacilante la suya. Sus dedos se enroscaron en los míos, respondieron al contacto con un roce, y luego se retiraron. Con una mirada y un gesto con la cabeza, indicó un banco un poco apartado del camino, medio oculto por los altos matorrales. Lo seguí y nos sentamos a ver pasar la gente.

—Hace tiempo prometí que te contaría la intrahistoria de mi reunión con el cónsul cuando estuvimos en Karaganda.

Lo miré. Había captado mi atención.

—Es verdad. Ya hace unos cuantos meses de aquello. ¿Estás preparado para contármela ahora?

Él asintió.

—Es mucho lo que has aprendido tras leer nuestros informes para el gobierno. Ahora puede que sea más fácil explicarlo.

Me devané los sesos, tratando de pensar qué podían contener aquellos informes tan extremadamente áridos que yo había leído que guardara relación con la conversación que estábamos manteniendo. No tenía ni idea, así que me limité a sonreír y esperar a que empezara.

Su primera frase me sorprendió.

—¿Qué sentiste cuando te estabas recuperando de tus heridas y yo contacté con tu mente para acelerar la curación de tu cuerpo?

Dllenahkh era incapaz de hacer preguntas tontas. Vacilé y reflexioné, tratando de recordar.

—Sentí como si tuviera tu sangre en mis venas. Fue como si la electricidad de tus neuronas estuviera en mis nervios, mi cerebro y mi espina dorsal. Ojalá pudiera ser más clara. Tu consciencia se enredó en la mía. ¿Tiene sentido lo que digo?

Él me miraba y sonreía con suma amabilidad, entre la orgullosa sonrisa de un maestro cuya alumna le ha dado la respuesta correcta y la sonrisa afectuosa de un amigo que descubre que lo entienden a la perfección.

—Continúa. Lo estás haciendo muy bien.

Continué con buen ánimo mi descabellada descripción.

—Supongo, por lo que Nasiha trata de enseñarme y por lo que he leído de las naves mentales, que es así como funciona la mente sadiri. Extiendes tu autoconsciencia más allá de los límites de tu cuerpo físico. Por lo general es una influencia psiónica benigna, como en éste, cuando tomaste el mando de las partes de mi cuerpo que no estaban bajo mi control consciente y me ayudaste a sanar más rápido. Es así como operan los pilotos de las naves mentales. Se convierten en la nave… No, espera, no del todo. La nave se convierte en parte del piloto.

La sonrisa era mi barómetro y no vaciló, aunque me aclaró algo.

—Algo simple, pero no inexacto. La mente sadiri, como dices, funciona de esa forma. Recuerda, no obstante, que ello se debe al entrenamiento temprano y la práctica constante. El cerebro sadiri sigue siendo un cerebro humano, pero ha desarrollado más potencial.

Alzó las manos y se miró las palmas, meditabundo, ladeándolas para que captaran la cálida luz de las farolas solares del parque.

—Los zhinuvianos tienen una concentración superior de material semiconductor en su piel, lo que les permite hablarles a las máquinas con más facilidad que con otras mentes sensibles. Su forma de pilotar sus naves interestelares refleja esta diferencia de enfoque. Nosotros también poseemos parte de esa capacidad para interrelacionarnos con inteligencias artificiales, pero nuestra habilidad principal se da sobre todo con la mente orgánica e independiente.

—Soy consciente —dije con cuidado, porque no podía decir que lo comprendiera— de que vuestras naves, al contrario que las naves zhinuvianas, están vivas, no son fabricadas.

Él bajó las manos y asintió.

—Disfruté de nuestra breve estancia en la aldea de los mahouts. Su relación con sus elefantes es muy similar a cómo se vinculan nuestros pilotos con sus naves. Es un compromiso para toda la vida. Solo he oído hablar de un caso en que un piloto renunció voluntariamente a su nave. Esa es la historia que estoy a punto de compartir ahora contigo.

Se relajó y se echó hacia atrás, apartando con amabilidad unas cuantas ramas sin recortar de los arbustos cercanos que trataban de colgar sobre su cabeza como una corona de laurel. Me volví hacia él, subí los pies al asiento y los recogí bajo mi falda. Un Dllenahkh hablador era algo raro, y muy de agradecer. Lo dejaría hablar sin interrumpirlo, y luego haría mis preguntas.

—Durante mis años de formación y estudio de las disciplinas mentales, conocí a mucha gente que luego se hizo piloto. La mayoría estaban fuera del planeta cuando se produjo el desastre, y sin embargo un número significativo murió en vanos intentos de sacar a gente de la superficie de Sadira.

»Uno de los supervivientes vino a Cygnus Beta para hablar en una reunión especial que había convocado un emisario de Nueva Sadira. Todo el consejo local de nuestra colonia asistió para discutir y decidir un asunto que nos afectaría a todos: un plan para salvar Sadira.

»Lo que voy a contarte puede parecer tan descabellado como las historias de los Cuidadores les parecen a los que no son cygnianos, pero te pido que, por el momento, actúes como si ambas fueran igualmente ciertas.

»Una nave mental puede viajar en el espacio y en el tiempo. Durante la mayoría de los viajes interestelares, el piloto traza un atajo a través de las dimensiones invisibles del espacio-tiempo para viajar rápidamente entre puntos lejanos de las dimensiones visibles. También es posible trazar un curso que use una segunda dimensión del tiempo, pero es una práctica rara y todavía experimental que solo se hace lejos de las rutas de navegación habituales, ya que nuestros científicos continúan evaluando y documentando los efectos.

»En resumen: teníamos la tecnología necesaria para hacer retroceder a un piloto en el tiempo hasta antes del desastre. Lo que debatimos fue qué podía conseguirse de ese modo. Algunos consideraban que evitar el desastre solo crearía una línea temporal paralela en la que Sadiri continuaría con vida, pero nosotros continuaríamos en esta línea temporal, sin saberlo y sin que nos afectase. Otros estaban convencidos de que el método que destruyó Sadira era tan avanzado que debía proceder del futuro, con lo que se habría creado una línea paralela en la que estamos viviendo ahora. Creían, además, que las líneas temporales paralelas no son sostenibles, y que si íbamos a impedir el desastre, esta existencia actual se evaporaría, y dejaría solo la realidad original donde Sadira no murió nunca.

»Luego estaban los pesimistas, que creían que todo era inmutable. Sin embargo, estaban dispuestos a creer que el piloto podría descubrir pruebas de cómo los ainya habían causado el desastre y traernos la información necesaria para poder asegurarnos que ningún otro planeta se enfrentaría a una devastación de aquella magnitud.

»Naraldi, un piloto experimentado y muy viajado, fue el escogido para la misión. Lo conozco bien. Siempre ha tenido un enfoque muy pragmático. Interrumpió el debate y aceptó los tres diferentes informes de la misión, para actuar según su propio análisis de la situación. Renunció entonces a su nave mental para enlazar con un navío modificado ex profeso. Después de viajar lejos de los sectores poblados de la galaxia, fijó el nuevo curso inédito… y desapareció. Y nosotros esperamos.

»Meses más tarde, el emisario regresó para confirmar en persona la noticia que ya habíamos recibido. La misión había sido un éxito, y sin embargo no lo había sido, pues nuestro destino no había cambiado y no se había descubierto ninguna evidencia. Continuaríamos como si no se hubiera intentado nada, y no habría nuevas discusiones. Con el tiempo, los informes de los científicos que analizaban la misión quedarían al alcance de los oficiales de rango superior.

Se detuvo, saliendo de modo narrador para mirar mis ojos asombrados.

—Has leído uno de esos informes, en mi propio palmar. ¿Lo recuerdas?

Lo intenté.

—Creo que recuerdo la ocasión, pero en cuanto al informe, me acuerdo sobre todo de que no comprendía gran cosa. Todo era muy técnico.

Las comisuras de su boca dibujaron una breve sonrisa a modo de irónico acuerdo.

—La cantidad de cálculos complejos de variables múltiples de ese informe echaba un poco para atrás. Sin embargo, lo fundamental era que ya existen líneas temporales paralelas. Naraldi no pudo cambiar nuestro destino porque no pudo viajar a nuestro pasado. Pudo alcanzar muchos otros pasados de diferentes líneas temporales, y ver también otros presentes y futuros. Pero no pudo tocar su propia línea.

Su expresión se volvió oscura y pesarosa.

—¿Comprendes ahora por qué no se celebró ninguna ceremonia? Todavía albergamos la esperanza de que sea posible hacer que la pesadilla tan solo desaparezca.

—¿Qué le pasó a Naraldi? —pregunté.

Él echó a un lado la tristeza y su expresión se volvió aguda y calculadora.

—Regresó a salvo después de unos cinco meses. Lo conociste: ahora es el cónsul sadiri de Cygnus Beta, un puesto honorable y descansado que le concedió un gobierno agradecido.

Aquél rostro avejentado, aquellos ojos tristes. El horror me paralizó mientras absorbía todo esto.

—¿Cuánto tiempo estuvo viajando?

Dllenahkh se encogió de hombros.

—Nadie lo sabe. ¿Qué cronómetro podría haber encontrado sentido a sus viajes? Tenía setenta años cuando partió, apenas una edad mediana según nuestros haremos. Ahora parece tener cincuenta años más.

—¡Cincuenta años en solo unos pocos meses! —me horroricé.

Dllenahkh se apiadó de mí.

—No te apures. Cuando hablé con él, me dijo que había tenido algunas experiencias agradables, y otras no tanto, pero que nunca se había aburrido. Para un piloto de nave mental, eso es más que suficiente.

De repente se inclinó hacia delante, y me miró de reojo de esa forma que era medio reservada y medio triunfal. Habló en voz muy baja.

—Hay una cosa muy interesante que resulta enormemente relevante para nuestra línea temporal. Descubrió, mucho antes del hecho, cómo pusieron en cuarentena a Ain.

Me acerqué más para captar cada palabra, cada matiz de su tono y expresión.

—Continúa —insté, divertida y entusiasmada porque se hubiera permitido una pequeña pausa teatral.

—Todo el que intente entrar en el sistema de Ain tan solo se encontrará en el lado opuesto, tras bajar pasado solo el espacio vacío intermedio. El planeta ha sido colocado en un elegante bolsillo de espacio-tiempo plegado, una hazaña que está muy por encima de las capacidades de nadie en esta época… Nadie que conozcamos, claro está.

—¿Qué le pasó a esos ainya que estaban fuera del planeta e intentaron regresar después de la cuarentena? —me pregunté.

El rostro de Dllenahkh se volvió completamente inexpresivo, lo cual me indicó una ira oculta.

—Ningún piloto sadiri los habría aceptado, y en cuanto a los zhinuvianos… Creo que ya hemos visto cómo tratan a los pasajeros que no tienen fondos para un viaje de regreso.

Le di un golpecito en la rodilla con el dorso de la mano y él me recompensó relajando su expresión ceñuda.

Habló alegremente, cambiando de tema.

—Puede que te resulte interesante saber que, en una de las líneas temporales que Naraldi visitó, quienes influían en el gobierno galáctico no eran los sadiri sino los ntshune.

Solté una carcajada.

—¡Venga ya!

Él sacudió la cabeza, divertido por mi cinismo.

—Sé que, en ocasiones, los sadiri damos la impresión de considerar que nuestras mentes son las mejores de la galaxia. Te aseguro que sé que no es el caso. Un gobierno ntshune más ambicioso podría superarnos fácilmente como diplomáticos y jueces. Incluso los zhinuvianos, cuya flota ya es capaz de desafiarnos, solo carecen de un gobierno unificado que los guíe hacia una posición de poder.

—Bueno, gracias por contarme eso. Será nuestro pequeño secreto —bromeé. La humildad no era una característica común entre los sadiri…, pero claro, Dllenahkh siempre había sido único.

Sonrió.

—Puedes hacer algo por mí a cambio. Háblame de los Cuidadores.

Abrí mucho lo ojos.

—¿Qué puedo decirte? No es como…, quiero decir…, no tenemos informes sobre ellos: no hay ninguna rama de estudio dedicada a investigarlos. Todo son leyendas e historia oral. No es una religión, ni siquiera una superstición, sino solo… Bueno, es parte de nuestra identidad como cygnianos.

—Entonces cuéntame lo que puedas —insistió él, mientras me miraba a los ojos y me dedicaba toda su atención.

Vacilé. Nunca había discutido de nada remotamente metafísico con los sadiri. Me hizo darme cuenta de que, por mucho que fingiera lo contrario, me preocupaba lo que pensaran de mí. Me importaba que aunque me vieran como charlatana, sensible y medio descontrolada durante la mayor parte del tiempo, al menos no podían ponerle pegas a mi mente científica. Sentí la lengua extrañamente pesada mientras intentaba hablar de cosas de las que me había prohibido a mí misma discutir.

—Para los cygnianos, los Cuidadores son los guardianes de la humanidad. Se supone que a los mejores de nosotros los salvan de los peores de nosotros, aunque solo sean una fracción. No somos perfectos aquí en Cygnus Beta, pero al menos, para aquellos que dicen que los trajeron los Cuidadores, hay una afirmación adicional con arreglo a la cual los salvaron por un motivo, los eligieron para un propósito. No porque fueran mejores que ningún otro grupo, sino porque poseen algo único, una característica que contribuye a la plenitud de la humanidad. Es una responsabilidad, no un asunto de orgullo. Es algo por lo que hay que vivir y que nos ayuda a seguir adelante.

—Admirable —dijo Dllenahkh, y su tono no fue ni cuidadosamente neutral ni sutilmente evaluador, como me había temido. Era ligera pero claramente aprobador. Me sentí lo bastante animada como para continuar.

—Si todas las historias son verdad, nadie ha visto a los Cuidadores cara a cara. Nada de carros de fuego, nada de ruedas dentro de ruedas, nada de alas. Es una leyenda muy aburrida, cuando una lo piensa: solo algunas personas que siguen la música de un flautista invisible, que desaparece en una cueva cerca de Hamelín, en la Tierra, y emerge de otra cueva cerca de Hamelín, en Cygnus Beta.

—¿Tienen los cygnianos alguna teoría de lo que son realmente los Cuidadores? —preguntó Dllenahkh, aparentemente embelesado por lo que le estaba contando.

Me encogí de hombros.

—Nadie cree que sean dioses. Eso sería religión, y ya tenemos bastantes. Algunos dicen que son humanos del pasado y que brindan por ellos. Otros dicen que son gente del futuro y que encienden barritas de incienso en su honor. Otro grupo dice que son almas a las que, después de morir, se les encomienda que hagan todo el trabajo que no hicieron en vida. No veneran a los Cuidadores de ninguna manera. Solo trabajan muy duro, para asegurarse de que no tengan que compensar el tiempo perdido después de muertos.

—¿Y tú qué crees? —preguntó él.

—Tal vez un poco de las tres —dije—. Recuerda a tus antepasados, sueña con tus descendientes y trabaja duro mientras estás vivo. Es… bonito pensar que el universo tiene un propósito… Bueno, más de uno, probablemente… Pero al menos uno de ellos es ayudar a que los humanos desarrollen su potencial como especie.

—¿Fuertes principios antrópicos? —murmuró Dllenahkh.

—Al menos medianos —concedí con una sonrisa—. Y sé que suena muy extraño y poco científico, así que gracias. Gracias por escucharme.

—¿Por qué no iba a escuchar? Escuchaste todo lo que yo tenía que decir sobre líneas temporales paralelas, y eso sí que sonó muy extraño, aunque fuera científico.

—De extraño nada —rechacé—. Los Cuidadores hicieron algunas cosas bastante interesantes cuando iban recogiendo a sus humanos en peligro. Tengo entendido que hay una comunidad de cygnianos que dicen descender de los últimos supervivientes de un invierno nuclear en la Tierra.

—¿De una línea temporal paralela? —inquirió Dllenahkh, alzando las cejas con sorpresa e interés.

—Supongo que sí, y no son solo ellos. Todo lo que puedo decir es que si algún cygniano te dice que es descendiente directo de Will Shakespeare, piénsatelo dos veces antes de llamarlo mentiroso.

Estiré las piernas, que se me habían quedado entumecidas por haberme sentado sobre ellas mientras estaba absorta en la conversación. Dllenahkh también adoptó una postura más relajada, apoyando los codos en las rodillas. Vi la leve sonrisa en su rostro y decidí aprovecharme de ello.

—¿Y vosotros? ¿Hay alguna creencia similar, no científica, en vuestra cultura?

Respondió con tranquilidad, sin ofenderse en lo más mínimo.

—Con respecto a los antepasados, los descendientes y el trabajo duro, sin duda. No obstante, no hay Cuidadores en nuestras leyendas. Sadira fue siempre donde empezamos y donde terminamos, no importa cuántos años y años luz hubiera por medio. En cierto modo, los mayores de la familia son nuestros Cuidadores. Hay un viejo dicho que estipula que ningún mayor que tenga cien descendientes vivos podrá morir realmente. Muchos mayores se comportan como si cuanto más grande sea la pirámide de retoños que tienen debajo, mejores fueran sus posibilidades de ascender a algún tipo de otra vida del más allá. Tienen mano para concertar todas las adopciones y matrimonios, divorcios y rechazos. La familia es la sangre, y más que la sangre.

No dije nada. Las ancianas sadiri ya habían respondido a la llamada y empezaban a establecerse en Cygnus Beta. Algunas tenían unos cuantos descendientes, pero la mayoría no tenían ninguno. Era particularmente satisfactorio pensar en aquellas que nunca habían tenido hijos y que de pronto dirigían sus propios clanes de adoptados y esposas extranjeras, y tal vez, pensaban en secreto y de manera no científica en la escalera que estaban construyendo hacia un cielo que antes no podían alcanzar.

—Gennea, Falve, Collan, Lauri.

Sorprendida, me esforcé un momento por comprender el idioma en el que estaba hablando Dllenahkh, y entonces comprendí que se trataba de nombres. Contuve la respiración y esperé.

—Mi hermana mayor, mi hermana pequeña, mi hermano menor, y mi madre —continuó él—. Mi padre, Nahkhen, murió hace muchos años. Y también dos sobrinas, un sobrino y un cuñado. Entre los vivos, puedo contar una cuñada, que ahora se ha vuelto a casar, y tres primos, dos de mi generación y uno de la generación de mi madre, todos ellos residentes en Nueva Sadira. Un primo segundo de mi generación está aquí en Cygnus Beta. —Se mordió los labios, con aspecto triste, y luego confesó—: Ahora conozco a mis parientes mejor que nunca.

No supe qué decir, pero tenía que pensar algo porque el silencio estaba haciendo que se me cerrara la garganta.

—Hay un pequeño lago en el centro del parque. La gente va a encender velas flotantes en memoria de sus difuntos. A medianoche, apagan todas las luces del parque para que solo haya estrellas y velas.

Esperé temerosa mientras pasaban unos cuantos segundos más. Entonces él dijo con voz ronca:

—Creo que me gustaría verlo.

El largo silencio que siguió fue más tolerable, respirable y pacífico.

Se me ocurrió una idea.

—Dllenahkh, me has contado cómo pusieron Ain en cuarentena, pero no me has dicho quién lo hizo. ¿Lo sabe alguien?

Él me dirigió una mirada ligeramente sorprendida.

—Tenía la impresión de que la mayoría de los cygnianos les concedían ese honor a los Cuidadores.

—¿También tú crees que fueron los Cuidadores? —pregunté. Me mostraba escéptica, pero no con respecto a los Cuidadores, sino por el hecho de que ningún sadiri considerara esa posibilidad en serio.

—Como hipótesis, tiene algún mérito. Capacidad para manipular el tiempo y el espacio, influencia telepática lo bastante fuerte para borrar la memoria o inhibir la discusión de hechos presenciados… Hemos visto las versiones inestables de esas habilidades aquí en Cygnus Beta y entre los pilotos de las naves mentales del calibre de Naraldi. ¿Por qué no especular con que los humanos del futuro puedan hacer eso y más?

—Tiene mérito —repetí burlona—. Pero admítelo… Te hemos convertido en cygniano.

Él se puso en pie y extendió una mano para ayudarme a levantarme del banco. La acepté, cuidando de tocar solo la yema de los dedos, y solo durante un segundo. Me sorprendió tomando mi otra mano y colocándola bajo su brazo para que descansara cerca del hueco del codo, de modo que parecimos igual que las otras parejas del paseo.

—¿Y sería algo terrible de admitir? —dijo en tono de alegre claudicación—. Este es mi universo, mi tiempo, mi mundo. No se puede volver atrás. Solo hay futuro.

Teníamos más de dos horas hasta medianoche, tiempo de sobra para caminar por todo lo largo y ancho del parque antes de hacer una pausa para visitar el pequeño paseo del lago y, una vez allí, encender varias velas. Dllenahkh se las quedó mirando mientras se alejaban flotando para chispear entre una creciente constelación de luces diminutas en el centro del lago, y luego miró las estrellas. Me pareció saber qué estaba buscando. Los recién llegados lo hacían siempre: buscaban la luz, real o imaginada, de su estrella natal.

—Me pregunto cuánto tiempo pasará antes de que la luz de las estrellas vuelva a brillar en Sadira una vez más —dijo en voz baja.

Dejé de respirar durante un momento. Un arrebato de compasión me atenazaba el corazón. En Cygnus Beta es tabú dar detalles sobre un desastre reciente. Se menciona de manera oblicua, con delicadeza, con términos genéricos como «la gran guerra» o «la gran ola». Los sadiri habían aceptado y agradecido esa costumbre, y ni una sola vez los había oído especificar cómo se había destruido Sadira. No hasta ese momento, cuando Dllenahkh miró al cielo y reconoció la nube venenosa que cubría todo el planeta de noche perpetúa.

Caminamos, descansamos y volvimos a caminar, pero justo antes de medianoche volvimos al lago y esperamos a que apagaran las luces. Cuando así se hizo, fue tan notable como los holos que había visto, y más. La noche sin lunas presionaba los ojos como si fuera un fieltro grueso y denso, haciendo que las pequeñas llamas quemaran la visión mientras bailaban sobre las oscuras aguas. Las estrellas añadían su frío fuego en lo alto, y sin embargo la noche seguía siendo lo bastante oscura para ocultar mis intentos de espantar las lágrimas. Por supuesto, lo estropeé sonándome la nariz, pero había otros suspiros y susurros y ruidos similares en el respetuoso pero imperfecto silencio, así que no me sentí sola del todo. Dllenahkh permaneció completamente silencioso y quieto, aunque se aclaró la garganta en un momento dado.

Cuando volvieron a encender las luces, salimos del parque y encontramos transporte hasta el hotel. Se despidió de mí en mi puerta y, sin pensármelo dos veces ni avergonzarme, me estiré para darle un beso fugaz en la mejilla. Él me miró con curiosidad, luego pasó suavemente su índice por mis pómulos hasta el rabillo de cada ojo, limpiando la leve humedad que mis frotes furtivos habían pasado antes por alto. El tierno gesto casi me hizo volver a llorar.

—Que duermas bien, Grace —dijo a modo de despedida antes de volverse hacia su propia puerta.

Entré en mi habitación sintiéndome un poco mareada. Duró unos tres minutos, hasta que la puerta del cuarto de baño se abrió para revelar a Lian, bostezando y en pijama.

—Es todo tuyo —empezó a decir, y entonces me echó una buena ojeada—. Hum.

—¿Qué?

Lian se encogió de hombros.

—Me gusta el kohl, pero me olvidé de avisarte: no te lo pongas el Día del Recuerdo ni en ningún otro acontecimiento en el que puedas llorar. Estás un poco… churretosa. Buenas noches.

Hora cero más un año, diez meses y seis días

Dllenahkh recorrió la escasa distancia que lo separaba de su propia habitación. Se sentía en paz, en paz con su carga y su miedo y su soledad, y era una sensación tan nueva que la atesoraba con cuidado, observándola con curiosidad, preguntándose cuánto duraría y si podría recuperarla la siguiente vez que tuviera que enfrentarse a las cosas que no quería recordar.

El momento de introspección fue demasiado breve. Encontró la puerta entornada y la luz encendida. Entró en su habitación con cautela y allí encontró a Joral, preocupado, y al sargento Fergus, borracho. Resignado, se preparó para lo peor.

—El sargento Fergus insistió en que quería hablar con usted —dijo Joral, nervioso.

—No tardaré mucho, señor —dijo Fergus, el habla todavía clara pero con un tinte de beligerancia que le advirtió a Dllenahkh de que se anduviera con cuidado.

—Muy bien, sargento. Lo escucho.

Dllenahkh no cerró la puerta. Fergus la miró y vaciló, pero Dllenahkh siguió adelante, se quitó la chaqueta y la arrojó sobre la única silla de la habitación. Luego se sentó en la cama y empezó a quitarse las botas.

El sargento entendió la insinuación y empezó a hablar a toda prisa.

—Tiene que ver con Kir’tahsg. He estado siguiendo el caso, y no va bien.

Dllenahkh se irguió y prestó atención. Para su disgusto, llevaba un tiempo sin pensar en la situación de Kir’tahsg.

—El gobierno se ha encargado de los niños —continuó Fergus—, pero no han ido a por los cárteles. Dicen que es una cuestión galáctica —hizo una pausa, inseguro—. Han cursado una queja a la Judicatura Galáctica, pero…

Dllenahkh se sintió súbitamente avergonzado.

—Estas cosas llevan tiempo, sargento, ahora incluso más que antes.

—Pensé… que si conocía usted a alguien… —murmuró Fergus.

—He enviado mi propio informe a la Judicatura Galáctica a través de nuestro Consejo —dijo Dllenahkh en voz baja—. Me temo que no tengo más influencia a ese nivel.

La explosión era de esperar, pero de todas formas hizo que los dos sadiri dieran un brinco cuando Fergus empezó a gritar:

—Ustedes se han autoproclamado los guardianes incorruptibles de la galaxia. Crearon un sistema en el que todo el mundo tiene que acudir a verlos. Y ahora se aferran a ese poder con un… un gobierno vacante y una flota raquítica. ¡No es justo! ¡Alguien tiene que dejar de fingir!

Por instinto, Dllenahkh se dispuso a proteger mentalmente a Joral. Era una acción innecesaria, dados los bajos niveles psi del sargento y la mejorada firmeza de Joral. En cambio, se dedicó a Fergus.

—Sargento, ya es tarde —sugirió—. No debemos molestar a los otros huéspedes. No debemos perturbar a la directora.

Fergus miró alrededor con súbito temor, como si esperara ver a la doctora Daniyel de pie en la puerta, pero se controló de inmediato y se volvió.

—Está influyendo en mí —acusó.

—Apenas —dijo Dllenahkh con total sinceridad—. Solo estoy apelando a su sentido común. Sabe que podemos discutir esto por la mañana.

Todavía receloso, Fergus miró de nuevo hacia la puerta abierta.

—En otra ocasión, entonces —dijo a regañadientes.

Cuando se marchó pasaron unos cuantos tensos segundos de silencio. Joral dejó escapar un suspiro contenido.

—Bien hecho, consejero —dijo con admiración—. Un toque leve y habilidoso.

—Cierra la puerta al salir, Joral —replicó Dllenahkh, demasiado avergonzado como para aceptar el cumplido.

Joral se despidió dándole unas tímidas buenas noches y se fue a su propia habitación. Dllenahkh se dispuso a acostarse, sus movimientos automáticos. Les habían mostrado tanta compasión durante tanto tiempo que la ira del sargento lo desorientaba. ¿Había otros que habían dejado de sentir lástima por los afligidos sadiri y empezaban, en cambio, a cuestionar su lugar y su propósito? ¿Qué esperaba Fergus que hiciera por Kir’tahsg, cuando hacían falta todos sus esfuerzos para impedir que los jóvenes de su propia colonia cayeran en la desesperación y la autodestrucción? Y sin embargo…, ¿quién podía ayudar a Kir’tahsg ahora, si los sadiri estaban demasiado ocupados sobreviviendo para arbitrar las vidas de los demás?

Permaneció tendido en la oscuridad durante varios minutos, haciéndose a sí mismo preguntas imposibles de responder. Solo sabía una cosa: su breve equilibrio se había echado a perder, y sus sueños solo reflejarían ese quebrantamiento.

Poco después estuvo una vez más ante la habitación de Delarua, esta vez apoyado cansinamente contra el marco de la puerta mientras llamaba. Ella abrió la puerta, con aspecto adormilado y arrugado, y él se irguió de inmediato. Le gustó ver que iban vestidos de la misma forma para dormir: pantalones y túnica. Se preguntó qué diría ella si pudiera leerle la mente. ¿Le haría gracia o le molestaría saber que aunque él consideraba que estaba muy guapa arreglada para el concierto, la prefería así, con su habitual sencillez no estudiada de cuerpo y mente?

Ella lo miró de arriba abajo.

—Oh. ¿Una mala noche?

—Podría ser —confesó él.

Ella dio un paso atrás.

—Pasa.