La reina hada
Su cabello era una nube de gomaespuma plateada que crecía desde las sienes en rizos diminutos y suaves, y luego se expandía hacia arriba y hacia fuera con feroz gloria. Pocas coronas de estilo tradicional podían abarcarlo, pero no hacía falta ninguna cuando los diamantes de todos los colores, rosas y blancos y dorados, chispeaban libremente a través de sus trenzas, y transformaban la nube en una nebulosa estrellada. Sus cejas eran doradas y de forma perfecta, cada una un arco gentil y delicado. Oscuras pupilas destacaban en unos iris de color gris mar; largas pestañas marrón claro lo enmarcaban todo con una humedad ensoñadora. Su expresión era ajena a lo que pudiera haber de corriente en los demás, y comprendía su deseo natural de adorarla. Los esbeltos miembros conferían elegancia a su pose: la misma finura de sus huesos atraía la mirada hacia sus líneas y sutiles curvas. Su piel desafiaba el sentido común, pues combinaban la transparencia con un tinte ambarino, y revelaban una intrincada red de venas bajo la piel más pálida del interior de su brazo. Habría hecho llorar a un artista, porque ni el pincel ni la pintura le habrían hecho justicia.
Un catálogo de mis propios defectos empezó a desplegarse en mi mente. La textura irregular de mi pelo, cuya incapacidad para decidir si rizarse u ondular significaba que un rapado bien corto era la mejor de un puñado de malas opciones. El mundano marrón de ese mismo pelo. Cejas anchas y planas que enmarcaban con fuerza mi cara, y ojos que necesitaban la ayuda del kohl para resaltar. Huesos gruesos y músculos que hablaban más de robustez que de gracia (¡ah, la ironía!). Piel marrón cedro que podría haber sido aceptable de no ser por la leve sombra de pecas en mi nariz y mejillas.
Ah, eso es. Me consolé. Teníamos más o menos la misma nariz, un feliz término medio que no era ni grande ni pequeña, ni ancha ni puntiaguda, solo bien proporcionada y unida armoniosamente a la frente con una suave depresión. Me aferré a la imagen de mi nariz y traté de sentir confianza mientras la miraba con altanería… en la medida en que era posible mirar con altanería a alguien que está sentada en un trono elevado en un estrado.
—La Misión de Visita de Tlaxce del Gobierno Central de Cygnus Beta le da las gracias a Su Majestad por su amable invitación, y desea aprovechar la oportunidad para renovarle a la Corte Bendita la confirmación de su más alta consideración.
Lo impresionante no era el elevado lenguaje diplomático. Era el hecho de que pudiera resucitar lo suficiente de mi cymraeg para decir todo aquello sin que hubiera pausas ni tartamudeos.
La Reina Hada inclinó graciosamente la cabeza.
—Sed bienvenidos —dijo.
Todo había sido maravillosamente mundano durante casi tres semanas, justo lo que yo necesitaba después de la emoción que me había producido la caída por la cascada. Habíamos volado al sur con la lanzadera y habíamos recorrido las granjas, visitando asentamientos con poca humanidad y abundancia de rumiantes. Puede que incluso mirara un par de veces hacia la gris linde de las montañas boscosas al oeste. Puede que incluso dudara un poco, pero cuando Qeturah me dijo que habíamos obtenido permiso para ir a Faerie, mi reacción inmediata fue que se trataba de una Mala Idea con M e I mayúsculas, porque que me zurzan si iba a explicarles a los sadiri cómo una comunidad de los suyos había renunciado del todo a su propia cultura para actualizar un oscuro mito terrestre. Pero el trabajo era el trabajo, así que acepté e hice lo que buenamente pude.
—Los informes son difusos. Faerie lleva cerrada más de un siglo porque los visitantes la trataban como si fuera un parque temático —los visitantes listos, pensé cínicamente para mí—. Pero dicen que, durante siglos, poblaron esta tierra dos clanes tasadiri que estaban en guerra constante. Habían soportado una racha particularmente mala de hostilidades cuando un extraño cygniano apareció con una intrigante solución a su problema. Como la causa principal de su guerra era la cuestión de qué rituales y dialectos de qué clan deberían tomar precedencia, se alcanzó el compromiso de que ambos clanes aprendieran una identidad completamente nueva.
Tarik se mostró incrédulo.
—Esto no tiene sentido. ¿Quiere decir que dos tribus tasadiri abandonaron milenios de tradición a cambio de convertirse en una sociedad extraída de cuentos y escritos ficticios?
—Me temo que así es —respondí, intentando no sonreír ante su expresión de asombro.
En realidad, resultaba una creencia bastante seductora. Longevos, superiores y mentalmente dominantes sobre los más débiles terrestres, los elfos eran claramente un indicativo de alguna visita sadiri encubierta a la Tierra antes del embargo. Si estás algo chalado, claro.
—¿Quién fue el cygniano que les enseñó esto? —preguntó Dllenahkh.
—Un académico mochales descendiente de los druidas de Ynys Môn que se dedicó a conocer todas las manifestaciones antiguas y modernas de la cultura celta. Dicen que sus antepasados fundaron Nueva Camelot. No lo sé. A decir verdad, todo esto me parece un poco tonto, pero han oído hablar de nosotros y nos han invitado, así que no podemos decir que no.
Por suerte, había hecho que sus expectativas fueran tan bajas que cuando la lanzadera se posó en el calvero de una colina rodeada de árboles, nos sentimos aliviados al ser recibidos por cygnianos corrientes vestidos de forma contemporánea y con el pelo solo ligeramente brillante, congregados como comité de bienvenida alrededor del trono de la reina. Sin embargo, se aferraron con firmeza a su propio lenguaje, hasta que Tarik pudiera poner en marcha un programa traductor. Eso significa que solo su segura servidora podía ser el principal conducto de comunicación de nuestro bando.
La Reina Hada era elocuente pero algo loca, y eso dificultaba la traducción. Después de descender del estrado para saludar a la directora con solemnidad, dedicó su atención al resto del equipo a medida que se iban haciendo las presentaciones. Al principio, asintió rutinariamente ante cada nombre, pero luego empezó a caminar entre nosotros, su alta y esbelta figura a la vez imponente y frágil. Lian se ganó una mirada atenta, y Nasiha otro grave asentimiento, pero ante Fergus se detuvo a reflexionar. Con una mirada de reojo a Qeturah, murmuró: «Probablemente de ella», y continuó hacia Joral. Tomó al pobre joven por la barbilla, lo examinó y proclamó:
—Joven.
Y pasó a Tarik. Nasiha, que era más rápida para estas cosas que ninguno de nosotros, cogió la mano de su marido y miró desafiante a la mujer, que se limitó a sonreír y se detuvo ante Dllenahkh. Sin dejar de mirarlo, me llamó.
—¿Representas a los sadiri recién llegados a Cygnus Beta? —le preguntó.
Yo traduje, y Dllenahkh asintió.
—Así es, majestad.
Ella era unos tres centímetros más alta que él, sin contar los quince centímetros que eran solo cabello, pero él era tres veces más ancho, e igual de pagado de sí mismo. De pronto la reina sonrió majestuosa, como si se dignara a reconocerlo como un igual.
—Os hablaré —declaró—. Y tú —se dirigió a mí, todavía sin mirarme— traducirás. Los demás tenéis libertad para instalaros en la Corte Bendita hasta que hayamos terminado de debatir.
Repetí sus palabras en estándar para beneficio del equipo, mirando ansiosa a Qeturah. Ella sonrió tranquila, pero sus ojos indicaron cautela cuando dijo:
—Dígale que de acuerdo con las prácticas del gobierno nos gustaría establecer nuestro refugio cerca de la lanzadera.
La reina se escandalizó ante la idea.
—¡Tonterías! —dijo, mirando a Qeturah como si estuviera a la vez loca y fuera descortés—. Es demasiado peligroso alojarse en el suelo de noche. Os hemos preparado alojamientos.
La mirada de Qeturah siguió la mano con la que señalaba, para ver las pasarelas en las alturas de los enormes árboles donde plataformas de madera abarcaban ramas y rodeaban troncos en una enorme ciudad arbórea.
—Transmita nuestro agradecimiento, primera oficial Delarua —dijo, sin aliento.
Nuestra plataforma (o t’bren, como la llamaban) no tenía barandillas, algo que no parecía preocupar a nadie más que a nosotros, pero nos ofrecieron unas redes de cuerdas para atarlas sobre y alrededor de nuestras camas, quizá como forma de contener a los sonámbulos. Tuve cuidado con la mía esa primera noche, la enganché a una rama superior y la até bajo la cama.
Eso hizo que despertarme de pronto en mitad de la noche fuera aún más emocionante cuando me vi atrapada en la red.
—¿Qué ocurre? ¿Qué ha pasado?
El grave murmullo de respuesta de Fergus fue lento y tranquilizador.
—Alguien intenta entrar en la lanzadera. Lian y yo vamos a comprobarlo.
Vacilé, luego me zafé de la red con un último esfuerzo y me abrí paso hasta el borde. Una mano se posó sobre mi espalda, otra contuvo mi sobresalto y mi grito y una voz susurró en cymraeg:
—Quédese.
Tal vez se tratase de alguien a quien habíamos visto durante el día, pero la noche era oscura y todas las caras difusas. Tal vez la única persona que destacaría sería la reina, con su pelo brillante.
—¿Qué es? —susurró—. ¿Lo sabe?
—Malignos —fue la respuesta, en un susurro.
Durante un segundo me sentí aturdida, y luego sonreí.
—Ah. Los malos.
—Sí. Dominan la tierra de noche, y se meten bajo tierra al amanecer. No suben a las copas de nuestros árboles, y nosotros no descendemos a sus cuevas. Así conservamos cierta medida de paz.
—Creía que el objetivo de convertirse en elfos era detener el conflicto.
La mano en mi espalda cambió, como si vibrara de risa.
—Ya se lo contaré mañana. Es una buena historia.
—Pero ¿quién es usted? ¿Cómo lo reconoceré a la luz del día?
—Soy el contador de cuentos y el cantor de canciones. Usted será una buena canción, puedo sentirlo. ¿Cuál es el suyo?
La desconexión de pensamiento y habla parecía ser una tendencia élfica, pero lo comprendí cuando una mano en sombras señaló a los del resto del grupo, que estaban despiertos y hablaban en voz baja por sus comunicadores y entre sí.
—Tarik y Nasiha son marido y mujer. El resto… solo nos pertenecemos a nosotros mismos.
—Ah —hubo un atisbo de humor en la respuesta, y me pregunté demasiado tarde hasta qué punto eran fuertes aquellos elfos en telepatía y empatía. Me senté y puse algo de distancia entre mí misma y el extraño elfo de mano demasiado amistosa.
—Ahí vienen sus guardias —dijo el cantor y contador de historias y, en efecto, Fergus y Lian regresaban.
—Las alarmas del perímetro los espantaron —dijo Fergus—. Alguien probó un débil truco mental con nosotros, pero no prendió.
Expliqué rápidamente lo poco que había aprendido.
—Eso no resulta tranquilizador —dijo Qeturah con tono preocupado en la voz—. ¿Recuerdan la leyenda del encantamiento de los elfos? Permanezcamos juntos todo lo que sea posible y estemos alerta ante su influencia.
Terminado el peligro inmediato, los sadiri no tardaron en dedicarse a descansar con su habitual parquedad. Qeturah se llevó aparte a Lian para conversar en privado. Había pocas posibilidades de que yo me durmiera de inmediato, con toda la adrenalina que había corrido en los últimos minutos, así que me acerqué a Fergus. Estaba guardando parte de su equipo y, como de costumbre, me hacía caso omiso con amabilidad. Hacía tiempo que había descubierto que para un hombre como él, que no hablaba a menos que fuera necesario, yo era una pesadilla ambulante.
—Estoy un poco sorprendida —empecé a decir, ajustando mi voz para que cuadrara con su medida cadencia, esperando no sobresaltarlo ni molestarlo—. Algunos de los tasadiri con quienes nos hemos encontrado… Bueno, una cosa es no tener las disciplinas mentales, pero parecen casi… incivilizados.
Hubo un momento de silencio mientras él se detenía un momento en su trabajo.
—¿Está bromeando? —dijo por fin, cauto.
Yo me sorprendí.
—No. ¿Qué he dicho?
—Ahora tienen todo tipo de maneras de reformar a los criminales, pero ¿qué cree que solían hacer los sadiri con sus delincuentes en los viejos tiempos?
Me quedé muda. La idea de que hubiera sadiri capaces de quebrantar la ley no se me había pasado por la cabeza. El perpetuo estereotipo del sadiri superior y juicioso estaba demasiado arraigado, incluso en mí.
—Los expulsaban del planeta, rápido y lejos. Un montón de sus supuestas avanzadillas científicas y retiros religiosos no eran más que sitios donde arrojar a los indeseables, gente que no encajaba. Lo irónico es que funcionó para bien. Lástima que la demografía esté tan torcida.
Resoplé muy despacio.
—¿Me está diciendo que entre los sadiri que sobrevivieron hay diplomáticos y jueces, pilotos y científicos, monjes y monjas y… presidiarios?
—Sí. Casi dan ganas de echarse a reír, ¿verdad?
Me sentí como una idiota. Cierto, mi especialidad era la cultura y el lenguaje cygniano, pero llevaba unos meses orgullosa de estar convirtiéndome en una especie de experta en asuntos sadiri.
—¿Cómo es que sabe todo esto? —pregunté, algo picada.
—Trabajé en la Patrulla Galáctica —replicó él—. He estado en muchos sitios, incluido Ain. Hay un montón de historias interesantes sobre cómo se fundó Ain, pero creo que está claro.
—¿Ah, sí?
Me pareció saber lo que iba a decir. Las diferencias políticas surgen, siguen los conflictos y la facción más aventurera se marcha a un nuevo mundo de su elección… o la perdedora es expulsada. Esa era la historia de Punartam, y qué versión conocías dependía de que la persona que te contara la historia fuera de Punartam o de Ntshune.
—Prisión colonial para los peores delincuentes. Tal vez gente como su… —se detuvo y se envaró.
—Como Ioan —dije, mientras mi estómago se hundía como si el árbol hubiera quitado de pronto su apoyo bajo nuestros pies.
—Algo así —respondió él, de nuevo cauto. Tal vez temía que yo fuera a darle confianza o a echarme a llorar—. Váyase a dormir —concluyó con brusquedad—. No puedo hacer guardia si la gente me da la lata toda la noche.
Empecé a temerme que la abrumadora presencia de la reina se sustentara en el encantamiento. Los seguí a Dllenahkh y a ella a la mañana siguiente mientras paseaban a la suave luz bajo los árboles y él le hablaba de Sadira, Nueva Sadira y el asentamiento sadiri en Tlaxce. Mientras traducía, sondeé ausente mis emociones pero no encontré nada raro.
Después de que ella nos despidiera y se marchara con su pequeño séquito, le pregunté a Dllenahkh directamente.
—¿Qué le parece la reina?
—Cautelosa —respondió él—. Está claro que ha oído informes, pero no da nada por hecho y espera que lo confirme. Una aproximación muy científica.
—Bueno, sí, pero ¿hay algo más? ¿Cómo cree que es?
Él alzó una ceja, ligeramente sorprendido.
—Aburrida. Solitaria.
—¿Le parece hermosa? —pregunté por fin.
—Ah —dijo él, comprendiendo por fin—. Le preocupa la posibilidad del encantamiento. No, no usa ninguno.
—Bueno, si alguno de nosotros pudiera notarlo, sería usted —gruñí—. Hágame un favor. En cuanto tenga ocasión, pregúntele por la Corte Maligna.
Esa noche nos invitaron a una cena formal. No pude evitar sonreír ante la disposición de los asientos. A Qeturah le ofrecieron un diván en un estrado más pequeño con Lian y Fergus cerca, y los elfos que la atendían eran sobre todo masculinos y… bueno… muy apuestos. Nasiha recibió el estrado más pequeño con Tarik a su lado, Joral un poco más abajo y, de nuevo, algunos asistentes muy apuestos. Yo no tuve esa suerte. Tal vez esa sociedad matriarcal requería que tuviera al menos un varón propio para recibir tratamiento especial, o quizás era todavía demasiado útil como traductora. Estaba un poco por detrás de Dllenahkh, que se sentaba a la derecha de la reina. Por el lado positivo, parecía que los asistentes más atractivos habían sido reservados para el estrado de la reina, así que durante las pausas en la conversación me entretuve clasificándolos. Uno de ellos, un ocho con cinco en mi escala, tañía tranquilamente un instrumento de cuerda que parecía una cítara. Me vio y sonrió. Mis ojos se ensancharon y le dio al sorprendido Dllenahkh un codazo en las costillas.
—¡Rápido! ¡Pregúntele por la Corte Maligna! —susurré.
Así lo hizo él, formando solo una mueca de desaprobación con la comisura de los labios para reprenderme por mi conducta, y yo traduje con diligencia. Los ojos de la reina pasaron de la pereza a la furia durante un instante, pero al momento recuperó la calma.
—Es cierto —dijo—. Parece que la guerra, cuando se la priva de una razón, se limita a buscarse otra. Seguimos siendo un pueblo dividido, tras haber seleccionado diferentes aspectos de la leyenda para encarnarlos. Y sin embargo, es mejor que antes.
—¿Cómo es eso, majestad? —preguntó Dllenahkh.
Con una palmada, ella llamó la atención del trovador.
—Cuéntales una historia de los Días Antiguos, la de la mujer de los tres hijos.
El trovador soltó su instrumento, se puso en pie y se dirigió a la corte con una meliflua voz de tenor.
—Una mujer tenía tres hijos, y cuando estos crecieron, el primero se dirigió a ella y le dijo: «Mamá, amo a una chica y quiero casarme con ella». Ella le respondió: «Hijo, eso alegra mi corazón, pero ¿a qué linaje pertenece?». «Ay, mamá», le dijo él, «es medio terrestre». La madre se encogió de hombros y sacudió la cabeza y dijo: «Es una tragedia, pero lo soportaré».
»El segundo hijo fue a verla poco después para informarla de su deseo de casarse y, peor todavía, de que la esposa que había elegido era medio terrestre y medio ntshune, sin nada de tasadiri en ella. Pero una vez más la madre se encogió de hombros, sacudió la cabeza y dijo: “Es una tragedia, pero lo soportaré”.
»Por último, el tercer hijo fue a verla, y le dijo que estaba prometido. Cuando ella le preguntó por el linaje de la chica, él respondió ufano: “Es toda sadiri, mamá”. “Maravillosa noticia”, exclamó la madre. “¿De qué familia?”. “Es del Otro clan”, confesó él. Y entonces su madre se levantó con un cuchillo y lo mató sin mediar palabra.
El bardo esperó a que yo terminara de traducir, y luego dijo en voz baja, solo para que yo pudiera oírlo:
—Espero que lo hayas traducido bien. Es una de mis mejores historias, heredada de mi abuela.
—¿Cuento, o historia familiar? —murmuré burlona como respuesta.
Él se limitó a sonreír de manera enigmática.
—Los conflictos son menos intensos y menos sangrientos que antes. Algunos lo achacan a la mezcla de nuestra sangre, y otros a nuestras nuevas tradiciones —dijo la reina.
—Y algunos dicen que hay un tercer motivo —murmuró el bardo mientras regresaba a su instrumento.
—Paz, niño, todo a su debido tiempo. Lo que mi impertinente bisnieto desea que os cuente es que algunas de las mujeres de la Corte Maligna son longevas, sobre todo las mujeres de mi Casa. —La reina miró a sus ayudantes. De repente, su devoción y su aire divino habían dejado de parecer gratuitos.
—En muchas culturas se considera descortés preguntarle la edad a una mujer —dijo Dllenahkh—. Si puedo pedirle perdón de antemano, ¿querría satisfacer mi curiosidad?
Tuve cuidado de traducir el elegante entramado de la pregunta de Dllenahkh. Creo que lo conseguí, pues la reina le sonrió y dijo con donaire:
—Tengo casi trescientos cuarenta y siete años estándar.
—La ley cygniana prohíbe extender el lapso de la vida por medios genéticos —advirtió Qeturah—. Es una proposición arriesgada, con resultados irregulares.
La reina se encogió de hombros.
—Lo que se hizo, se hizo hace mucho tiempo. ¿Pretendíamos quizá restaurar los años que la mezcla de nuestra sangre nos ha quitado? Y, sí, los resultados son irregulares, como pueden atestiguar. Pero ha proporcionado un núcleo de estabilidad en nuestra sociedad.
—Es una tierra de auténticas matriarcas. ¿Por eso no hay ningún rey en su corte? —inquirió Dllenahkh.
La reina pareció encantada con aquella pregunta.
—Hubo dos en el pasado, pero ahora sigo el ejemplo de otras mujeres de mi Casa, y me contento con mis ayudantes.
Hubo un leve sonido atragantado mientras Fergus inhalaba su bebida, sin duda porque acababa de darse cuenta de por qué lo habían colocado a los pies de la directora. Qeturah sonrió y le dio una palmadita en el hombro.
—Silencio, querido, nada de explicaciones. No es momento para avergonzarse.
—Esto no es vida —me dijo Lian después—. Nunca he visto a ninguna mujer con un harén que se tenga tan bien merecido. Espero que no le quite el ojo de encima a su árbol genealógico. Sería muy embarazoso que sedujera a uno de tus propios bisnietos.
—Son una población pequeña —coincidí—. No me sorprendería si hubiera secuestros mutuos con los otros elfos.
—Sí. Todo por la carne fresca —dijo Lian.
Fruncí el ceño, sin saber del todo por qué.
Las discusiones continuaron. Lo que hacía que todo fuera particularmente difícil era el hecho de que la reina se entusiasmaba con el sonido del lenguaje sadiri y acuciaba a Dllenahkh para que solo hablara en ese idioma. El cymraeg es muy poético, incluso romántico, y el estándar lo es algo menos, aunque resulta bastante útil. El sadiri es absolutamente perfecto como lenguaje de programación, pero cuando se trata de asuntos del corazón se queda un poco corto. Esto quedó claro cuando el tono de la conversación empezó a cambiar.
—¿Por qué no me dices que soy hermosa? —dijo ella de pronto un día.
—Sería adecuado que hicieras algún comentario sobre la estética de mi persona —le comuniqué a Dllenahkh. Las cejas de Dllenahkh se alzaron solo una fracción.
—El hecho de que sea usted una mujer enormemente atractiva es tan obvio que no es necesario que yo lo repita.
—¿Tengo que decirle lo que tantos han dicho antes? —le respondí a ella.
La reina soltó una risita. Me mordí los labios llena de frustración.
—¿Algún progreso con ese traductor? —le pregunté a Tarik enfurruñada mientras él trabajaba en su palmar, cómodamente sentado en el borde del t’bren con las piernas colgando sobre el alto y verde infinito.
Él me miró fijamente.
—No estará listo antes de que concluya nuestra estancia aquí.
—Rayos —murmuré—. Estoy tan cansada de esto…
El último día de nuestra estancia, la reina parecía meditabunda. Nos llevó a Dllenahkh y a mí al t’bren más alto de todos, cuya vista se extendía más allá de los árboles, a través del valle y hasta el horizonte de sombras grises con sus altas y lejanas montañas. Un grupito de asistentes nos siguió, como de costumbre, y su trovador tocaba la cítara al fondo, cantando en alguna variante del cymraeg que me resultaba desconocida. El asunto del intercambio entre elfos y sadiri había concluido ya, con el resultado de que la última conversación entre ellos consistió en puro chismorreo. Dllenahkh advirtió, con grave estilo sadiri, que la música era agradablemente armoniosa.
—Es una canción de amor —le dijo la reina, pero sus ojos me miraban a mí, la sonrisa burlona aunque no del todo cruel—. ¿Te la traduzco?
Señaló al trovador con un lánguido movimiento de la mano y él empezó de nuevo, cantando suavemente al compás de la compleja melodía mientras ella traducía en perfecto estándar:
La mente es una veta dorada
marcada en roca desmoronada
(también conocida como cuarzo podrido).
¿Y por qué le había divertido llevarme todo el tiempo como una intérprete imperfecta cuando no le habría costado nada hablar por sí misma en estándar? Nunca comprenderé qué entienden los elfos por humor.
La veta dorada se convierte en amabilidad
cuando ella aprende a sorber el eco de sus sonrisas…
Ahí había un bonito giro de la frase. El eco de una sonrisa… Eso me recordó la sutileza de las expresiones faciales sadiri.
… que Sadira murió,
que su corazón perdió la inocencia
por un hombre sin conciencia.
¿Qué demonios…? No podía estar refiriéndose…
Y sin embargo, mi espalda se envaró cuando el tono de su voz y lo taimado de su expresión cargaron cada palabra de un significado demasiado especial.
… que ella lo tienta a reír y otra ruina, que se duelen,
que encuentran el camino, lentamente
delicadamente, respetuosamente…
Es lenta la pasión pero arde inexorable…
Me sentía demasiado avergonzada para mirar a Dllenahkh, y demasiado curiosa para no hacerlo, así que me contenté con una mirada furtiva que solo me dijo que él parecía estar perfectamente tranquilo y controlado.
No es el sol que la ciega,
ni los rayos dorados de lo imposible,
en un paisaje infinitamente permutable y permisivo.
La luz se difumina a través de la arena suspendida.
Ellos danzan, exquisitamente lentos, una elegante sarabanda.
Concluyó los versos con un amable gesto con la muñeca y los dedos.
—Tengo mucho tiempo, y muchos de donde escoger —me dijo con una sonrisa maravillosamente condescendiente—. No me puedo permitir ser generosa.
Entonces inclinó graciosamente la cabeza, reunió a su séquito con una mirada casual e imperativa y se retiró. Nos dejó solos en el mirador con el trovador, que todavía tocaba cerca con suavidad.
Me ardían las orejas. Era imposible fingir que no comprendía a quién se refería la canción, y lo que la reina acababa de insinuar.
Dllenahkh se aclaró la garganta.
—He recibido hace poco algunas nuevas proyecciones referidas a las mejoras de infraestructura planeadas para los asentamientos de Tlaxce. ¿Le importaría repasarlas conmigo? Creo que hay algunos puntos que podrían resultarle de interés.
—Sí, claro. Parece fascinante —accedí de inmediato, y volvimos a nuestro t’bren sin nuevos incidentes.
Esa tarde, nos despedimos y volamos hacia nuestra nueva misión, deteniéndonos a pasar la noche en otra avanzadilla en el bosque. Sentía curiosidad por saber qué les parecía a los sadiri la solución élfica a la lucha de los tasadiri, así que los abordé cuando estaban sentados al aire libre al atardecer, hablando entre sí en sadiri.
—Sé que ya hemos tenido nuestra reunión formal de evaluación —dije con cuidadosa cortesía—, pero me preguntaba qué pensaban de los elfos de la Corte Bendita, y qué recomendaciones con respecto a ellos podrían hacerle a la colonia sadiri.
—Fue un encuentro interesante, pero no aspiro a convertirme en miembro de un harén —dijo Dllenahkh. Por lo que podía decir, se estaba burlando de mí, pero estaba demasiado mortificada para apreciar el esfuerzo de un tono humorístico, sobre todo porque Joral, Nasiha y Tarik mostraban diversas expresiones de contenida diversión, lo que, para ellos, era el equivalente de una carcajada estentórea.
—Sí, respecto a eso —murmuré, mientras examinaba mis botas—. Lamento que ella tuviera una impresión equivocada sobre nosotros. Juro que traduje lo mejor que pude, pero…
—Estaba inquieta —dijo él, con auténtica sorpresa—. Pero sin duda no creerá que esta es la primera vez que la gente especula sobre la naturaleza de nuestra relación.
Por fin pude levantar la cabeza, la mandíbula desencajada de asombro.
—¿Qué?
—Es cierto —confirmó Joral—. Fue una de las primeras cosas que me preguntó Tonio cuando se unió al equipo.
—Tarik y yo hemos discutido la posibilidad más de una vez —admitió Nasiha.
Miraron a Dllenahkh, quien confesó a regañadientes:
—Lanuri sigue aplicándoles una venganza completamente indigna de los sadiri por lo que denomina mi «bienintencionada intromisión» en su vida personal. Ha estado añadiendo consejos a ese fin en toda la correspondencia oficial que me envía. Opina que mi aparente «lento progreso» con usted es un indicativo de que necesito ayuda.
Me reí con ganas, en parte porque detecté más que un toque de Freyda Mar en esa observación.
Entonces habló Tarik.
—Cuanta más gente se entera del trabajo que está haciendo la misión, crece la sensación de que sería adecuado que uno o los dos sadiri solteros del equipo encontraran esposa a finales de año como una especie de símbolo del éxito de la empresa común.
Mis rasgos se esforzaron por encontrar la respuesta adecuada a esta noticia y se contentaron con una expresión de dolorida incredulidad.
—Eso es ridículo. Lo que están haciendo Dllenahkh y Joral debería bastar para que las princesas sadiri se los rifaran cuando regresen, en vez de especular sobre cada fulanita y menganita con quienes trabajen.
Como era de esperar, Dllenahkh alzó las cejas.
—No conozco esa expresión, pero si el tono es alguna indicación, tendría que decir que usted apenas cuadra en esa categoría.
—Muy amable —rezongué—. Miren, sigan ustedes buscando, pero tengo algunos contactos en el Ministerio de Planificación y Mantenimiento Familiar, y cuando los dos estén registrados podremos trazar una lista de candidatas de cierto calibre.
—Muy amable —dijo Dllenahkh con tono neutro, pero por un momento sentí un extraño destello de algo eléctrico, casi como si estuviera furioso.
—Bueno, es lo menos que puedo hacer por haber dinamitado sus perspectivas sin querer —dije como quien no quiere la cosa, ocultando mi asombro ante su reacción.
—Creo que es una idea excelente —dijo Joral—. Podría registrarse usted también.
—Yo… —vacilé, tratando de encontrar una buena excusa. Qeturah estaba ya convencida de que necesitaba terapia, y quería mantener a los sadiri de mi lado—. No veo por qué no. Lo de predicar con el ejemplo y todo eso. Pero seamos sensatos. Ustedes tienen más posibilidades ahora. Las mujeres acuden a verlos, y los invitan a visitarlas. Podrían incluso regresar a la Corte Bendita, y tal vez convencer a algunas para que se hagan sadiri plenas. Podría llevar algún tiempo, pero…
Nasiha parecía divertida, aunque no estaba segura de si era por mi marcha atrás o por la idea de ver a Joral como misionero ante las mujeres elfas.
—Bueno, Joral, ¿qué te parece esta opción? —preguntó.
Joral reflexionó un momento, y entonces replicó:
—Inaceptable.
No fui la única sorprendida por lo brusco de su tono. Todos parecieron envararse un poco mientras él continuaba, cada vez con mayor intensidad:
—Quiero una esposa, e hijos, y una familia de mi sangre. Quiero hijos e hijas que se parezcan a mis hermanos y hermanas desaparecidos, que hablen sadiri y aprendan cosas de Sadira y practiquen las disciplinas mentales. Quiero verlos casados, y envejecer lo suficiente como para ver a mis nietos y bisnietos. Soy el último de mi linaje, el único superviviente de mi familia, como muchos otros de los asentamientos. El consejero tiene razón: ¿por qué debería ninguno de nosotros querer ser miembro de un harén? ¿Por qué tendríamos que desear frivolidades? Yo quiero…
—Joral…
—Déjenlo en paz.
Para mi sorpresa, las feroces palabras que interrumpieron el intento de Dllenahkh por devolver a Joral a la conducta sadiri adecuada vinieron de Nasiha. Se arrodilló ante Joral y le habló con pasión.
—Nosotros también deseamos esas cosas. Son cosas buenas que desear, cosas buenas y adecuadas. Nos encargaremos de ponerlas a vuestro alcance, a ti y a los demás. Tu linaje no morirá.
Retrocedí, con un nudo en la garganta. La pena colectiva es una cosa, pero los sadiri dan mucho miedo cuando se ponen emotivos. Me volví para ver a Lian, quien observaba desde lejos con los ojos muy abiertos, y aproveché la excusa para marcharme.
—Lian, no vas a ayudar a Joral ahora mismo, ¿verdad? —murmuré.
Lian contestó negando con la cabeza, todavía mirando más allá, a la asombrosa visión de los tensos sadiri.
—Bueno, si tienes una hermana o una amiga que recomendarle a Joral, eso sería un hermoso gesto.
—Me encargaré de eso —dijo Lian, ausente—. Sigo olvidándome de lo importante que es esto para ellos, ¿sabes?
—A mí me pasa igual —respondí lentamente—. Tú y yo bromeamos con respecto a Joral. Me burlo de él como si no fuera un hombre, sino un niño. Trato a Dllenahkh como…
Lian me miró con gran interés.
—¿Como qué?
Fruncí el ceño, tratando de pensar.
—No lo sé. Como si siempre fuera a estar ahí para ser mi acompañante. Como si nunca fuera a tener que compartirlo con una esposa e hijos, y…, ja, por lo que dicen, nietos también. No te rías de mí, Lian, pero sentí celos de esa mujer que monopolizaba su tiempo y su atención. Nunca me había sentido así.
—Hum —dijo Lian—. Bueno, no me reiré de ti.
Nos apartamos para que tuvieran un poco de intimidad, pero más tarde me encontré con Nasiha, sola, cuando salía de su habitáculo.
—Entonces ¿es demasiado pronto para felicitarla? —dije, con cautela.
Nasiha se debatió, manteniendo una expresión neutral, la barbilla alzada con agresividad, pero entonces suspiró y me miró con una especie de orgullosa derrota.
—Es curioso cómo es usted capaz de ser tan perceptiva en unos asuntos y tan obtusa en otros. Sí, es demasiado pronto. Seguirá siendo demasiado pronto hasta que, como dijo Joral, pueda ver a mis bisnietos. Entonces tal vez pueda felicitarme.
—No estaré viva para entonces —dije con descaro—. Les dejaré un mensaje de felicitación que puedan abrir cuando les parezca bien.
Nasiha me miró con determinación.
—Creo que los padres jóvenes se convertirán en una nueva tradición sadiri. Puede que viva usted para ver la cuarta generación, quizás incluso la quinta.
Asentí, imaginándomelo. Me pareció bien.
—Procuraré estar aquí para entonces. Tal vez incluso retuerza un gen para asegurarme.
Ella me dejó entonces completamente anonadada. Me puso una mano en el hombro, no con afecto, sino como si me estuviera preparando para algo.
—Sería nuestro hijo. Tarik y yo hemos acordado que, teniendo en cuenta su experiencia y su conocimiento de la cultura y lenguaje sadiri, sería la opción natural.
—Ah —dije presa del pánico, con los ojos muy abiertos bajo la fuerte tenaza de su mano—. Esto es un deber muy serio. ¿Qué implica?
—Haría usted las funciones de miembro mayor de la familia. Una madrina, si lo desea.
—Entonces… me sentiría honrada —repliqué asombrada.
Nasiha pareció calmarse ante esta confirmación. Me soltó el hombro, ladeó la cabeza y me observó.
—No nos estaba engañando antes. El matrimonio tiene algo que la asusta.
Abrí la boca para negarlo, y ella alzó una mano, silenciándome.
—No intente mentirme. Recuerde que he documentado sus datos empáticos y telepáticos, y sé algunas cosas acerca de su prometido. Comprendo que le resulte difícil.
—¿Ah, sí? —dije. Aguantar a Nasiha haciendo el papel de confidente comprensiva me estaba volviendo loca.
—Sí. Le preocupa influir en su cónyuge sin pretenderlo, o que pueda caer bajo sin influencia, otra vez, sin saberlo. Son preocupaciones racionales, pero su incapacidad de lidiar con ellas adecuadamente las está convirtiendo en miedos irracionales.
—¿Qué me sugiere que haga? —pregunté, casi con mansedumbre.
—Debe aprender a escudar sus emociones y pensamientos. Debe aprender a protegerse a sí misma y a los demás. Hay aspectos de las disciplinas sadiri que pueden ayudarla a conseguirlo. Es una solución práctica.
—Lo es —reconocí. Mi alivio por su burdo pero certero resumen fue tan grande que me pareció crecer un centímetro más, como si, literalmente, me hubieran quitado una carga de encima. Me pregunté, no por primera vez, si los sadiri tenían algún concepto de terapia en el amplio sentido cygniano. Lo dudaba. Puede que solo fuera Nasiha, pero percibía la actitud de quien va directo con una hoja afilada en vez de ir sacudiendo la maleza.
—Excelente —ladró—. Empezaremos mañana.
Se marchó, dejándome aturdida y no menos temerosa de lo que podría traer el día siguiente.