Nunca olvides
Odiaba hablar con Qeturah sobre ciertas cosas, pero para ciertas cosas era la única fuente de información.
—Ella ha llegado a la conclusión de que me odia, ¿verdad?
Qeturah miró su palmar.
—No tengo acceso a las notas sobre este caso.
Mentirosa.
—¿Le ha dicho a Rafi que no me escriba?
Por fin me miró a los ojos.
—No lo sé. Pero sé que si le escribe, nos aseguraremos de que él lo vea.
Asentí y me marché antes de que volviera a empezar conmigo. Podía escribirle a mi ahijado. Eso era todo lo que necesitaba saber. Eso hacía las cosas más fáciles.
Querido Rafi…
Tenía que escribir. No podía llamar, porque todos estaban bajo protección hasta que el lento y concienzudo proceso de la valoración y el juicio de Ioan hubiera concluido. Fergus tenía razón: las autoridades no habían visto nada como Ioan en Cygnus Beta, y no estaban dispuestos a correr ningún riesgo.
Querido Rafi,
¿Cómo estás? ¿Cómo va la terapia?
Probablemente leerían todo lo que escribiera. Lo analizarían también, por el bien de ambos.
¿Cómo te va? Yo estoy bien,
Hice una mueca y miré el palmar. Después de varios intentos, lo único que no cambió del mensaje fue «Querido Rafi» y «Te quiere, tía Grace». Tal vez debería enviar solo eso. Tal vez era demasiado pronto. Podía intentarlo de nuevo la semana siguiente después de regresar.
Guardé el palmar en mi mochila y la cerré.
—¿Listos, Lian? —pregunté.
Lian, que estaba asegurando nuestro refugio a una mochila militar mucho más grande, me dirigió una mirada con los ojos entornados.
—Esto es una cita, ¿no?
—¿Por qué me acosas, Lian? —suspiré.
—¿Desquite? —replicó Lian, manejando la mochila con la facilidad que dan años de práctica.
—Al menos no se me puede acusar de confraternización.
—Ni a mí tampoco. Ni de asaltar cunas —dijo Lian, subiendo un poco el pique.
—¡Tonio no es tan joven! —repliqué a la defensiva.
—No es tan viejo —contraatacó Lian, que se estaba divirtiendo.
—Vale. Lamento que interpretaras mi intento completamente profesional de advertirte de que te mostrabas demasiado amistosa con Joral como una demostración de interés frívolo e inadecuado en tu vida social. Creía que actuaba en el mejor interés de mis colegas. ¿Podemos tener ahora una pequeña détente?
Lian se inclinó hacia delante, me cogió la cara con las dos manos y me lanzó una mirada intensa mientras hacía esfuerzos por no reír.
—Llevas kohl para una excursión de campo. Ropa de camuflaje, botas y kohl. ¿Para qué, humm? ¿Para impresionar a los elefantes?
Entonces Lian retrocedió, sonriendo, y se marchó antes de que yo pudiera pensar una réplica mordaz.
Habíamos dividido el equipo de manera temporal. Qeturah, Fergus, Nasiha y Tarik iban a continuar con los asentamientos de las llanuras usando la lanzadera. ¿Y recuerdan a Tonio, el tipo que se parecía un poco a Ioan, aunque no demasiado? Resulta que era ranger, y estaba fuera de servicio durante el festival, pero todavía miembro del funcionariado. Qeturah parecía pensar que sería buena idea pedirle a Leoval que tirara de unos cuantos hilos y nos lo asignara como guía y seguridad extra. Una de esas cosas casuales que yo había aprendido a no cuestionar. Así pues, Lian, Dllenahkh, Joral y yo viajamos con Tonio en una segunda expedición por los bosques montañosos del norte. Era un lugar demasiado poblado de árboles para las lanzaderas, y demasiado cambiante como para construir carreteras, así que íbamos a usar una forma de transporte tradicional, eficaz y probada: el elefante.
Me entusiasmaba la perspectiva, pero cuando llegué a la aldea de los mahouts, me sorprendí.
—Son un poco… pequeños —dije, asombrada y decepcionada, apoyando una mano cautelosa en el hombro del elefante que me habían asignado. No era mucho más grande que un caballo de tiro de tamaño grande. Agitó las orejas de modo amistoso y guiñó su ojillo ámbar de largas pestañas.
Lian sonrió al ver mi expresión.
—Son elefantes del bosque. Los elefantes de la sabana son la especie más grande, y los que más se ven en los holovídeos.
Yo seguía entusiasmada. Grandes o pequeños, los elefantes son elefantes al fin y al cabo. Justo antes de montar, cuando estaba segura de que nadie podía verme, besé rápidamente el hombro de mi bestia y murmuré:
—Hola, cariño.
—Hola, querida.
Era Tonio, que apareció de pronto a mi lado. Me dirigió una mirada risueña que sugería que le divertían o le atraían las mujeres que besan a los elefantes por ningún motivo. O ambas cosas.
No estábamos bajo la influencia del alcohol ni la de la baya de fuego, y Tonio era ingenioso, alegre y agudo con una especie de energía eléctrica reprimida. Todavía mejor: cada vez se me parecía menos a Ioan. Llevaba una capa corta con capucha que no era de uso estándar pero resultó muy útil bajo los goteantes árboles, y de vez en cuando, cuando volvía la cabeza de cierta manera, enmarcaba su fuerte perfil de un modo que llamaba la atención hacia su boca. Bien definida, curvada, con una plenitud en el labio inferior que pedía a gritos un beso de bocado… Una distracción muy agradable.
Y entonces yo retiraba de nuevo la mirada, y veía a Lian mirándome y riéndose para sí.
Además de burlarse claramente de mí, Lian solía mostrarse con más ganas de hablar que de costumbre.
—Mi madre es de por aquí. Hay leyendas de monasterios remotos donde los monjes caminan sobre las aguas y vuelan a través de las copas de los árboles.
Tonio puso los ojos en blanco, no con sarcasmo, sino de pura maldad.
—El pueblo de mi padre es de por aquí, y se cuentan historias de enormes estatuas de piedra que apuntan, usando un apéndice u otro, a las entradas secretas de antiguos templos. También hay informes de intrincadas tallas anatómicamente correctas en las paredes de esos templos que demuestran las sesenta y dos posturas sexuales aprobadas del Código Matrimonial.
Aparté rápidamente la mirada, mordiéndome los labios para no reír. Lian se burlaría diciendo que siempre me reía de las cosas que decía Tonio.
Cruzamos nuestro primer río pocos minutos más tarde. Por suerte, los elefantes, excelentes nadadores, cruzaron solitos, usando sus largas trompas para respirar a través de las profundas aguas. Los de dos patas pasamos secos por un pequeño puente de cuerda y madera, y aparte de la dudosa alegría de cabalgar un elefante mojado, salió bastante bien.
Cruzar el segundo río no se pareció en nada al primero.
—¿De dónde sale toda esta agua? —preguntó Lian, mirando con desazón la cascada.
Era demasiado plana para considerarla una catarata, pero demasiado empinada para ser un lecho fluvial corriente. Había dos puentes: uno alto sobre las aguas, tendido de árbol a árbol corriente arriba; y otro inferior cuyas tablas estaban ominosamente mojadas y que se apoyaba directamente en las riberas. El agua fluía con más placidez allí, más profunda y con menos rocas, pero cuando me acerqué, tuve que tragar saliva. El puente no era un puente en absoluto: era un mirador sobre una enorme cascada.
—Tomaremos el puente alto —anunció el mahout.
Joral miró el puñado suelto de cuerdas oscilantes y despeluchadas.
—Parece que no han cuidado el puente alto desde hace algún tiempo —advirtió.
—El puente bajo es demasiado peligroso —insistió el mahout—. Nadaremos con los elefantes.
En otras circunstancias, yo habría dicho que escucharan al hombre. Su tierra, su río, sus elefantes, ¿no? Pero aquella corriente turbulenta no resultaba muy tranquilizadora.
Tonio se encogió de hombros.
—Prefiero estar seco —anunció, y pasó rápidamente al puente bajo, que osciló un poco, revelando que no era madera sino cuerda lo que conectaba el puente a las riberas, pero llegó al otro lado sin dificultad. Joral y Lian siguieron veloces su ejemplo. A estas alturas, el mahout había hecho caso omiso de la rebelión generalizada contra su consejo y nadaba con los elefantes, chapoteando fácilmente cerca de la cabeza de su propia bestia. Dllenahkh me miró, alzando las cejas con una expresión de «Bueno, ¿no viene?». Con cierto recelo todavía, crucé el puente antes que él.
Apenas habíamos llegado a la mitad cuando lo oímos venir, como un trueno.
Los rápidos pasos de Dllenahkh hicieron oscilar el puente, de modo que tropecé. Me cogió el brazo un instante para sujetarme, y luego me instó a seguir con un ligero empujón. El agua blanca corría por la pendiente con aterradora velocidad, hacia nosotros. El pánico puso mis pies en movimiento mientras las tablas de madera empezaban a temblar bajo mi peso. Sin renunciar a avanzar, vi con indefensa fascinación cómo el agua rebasaba el puente, retorciéndolo y poniéndolo en vertical.
Recuerdo la caída. El peso de mi mochila me tiró inmediatamente de espaldas y en horizontal. Miré entre mis pies la espuma blanca del agua que rompía, y vi a Dllenahkh moverse a toda prisa, intentando cogerme, los dedos deslizándose por mi pierna izquierda y deteniéndose por fin alrededor de mi tobillo. En su rostro no se notaba ni el menor atisbo de ansiedad o sorpresa, así que tardé un momento en advertir que también estaba cayendo, con un gran peso de agua a su espalda. Tiró de mí, agarró mi cinturón con la otra mano y tiró de nuevo, haciéndome girar. Entonces miró más allá con expresión de intensa concentración y protegió mi cabeza arrimándola contra su hombro.
Caímos. El agua está dura. Perdí el aliento, la memoria y, finalmente, la consciencia.
Encontré de nuevo la consciencia en un sueño. Cabalgaba mi elefante a través de las pobladas marismas, la seca sabana y un oscuro bosque verde. El animal se movía lentamente, con fuerza, cada paso golpeando el suelo con solidez pero con amabilidad. Bamboleándome con su paso, me incliné hacia delante de modo que mi boca quedó cerca de la gigantesca oreja, que abanicaba lánguida.
«Eres morena, y de ojos dorados», le susurré a la bestia.
Me tendí boca abajo sobre la ancha espalda y le palmeé la enorme cabeza. Él alzó la trompa y encontró mi cara sin verla para acariciar mis mejillas y mi frente con suavidad. La piel de la punta de la trompa era suave, y se movía con destreza, como si fuera una mano. Su aliento rodeó mi cara como una cálida brisa tropical. Sonreí. Me sentía muy cómoda. Entonces el suave roce contra mi piel vibró extrañamente como si se arrastrara sobre una zona más áspera que la piel de elefante, como si rascara un rasguño desagradable. ¿Cuándo sucedió eso?
Me desperté, y quiero decir que desperté porque mis ojos estaban ya abiertos y esperando que regresara la consciencia. En mi pómulo había una cicatriz a medio curar. También había una mano cálida sobre mi cara. La agarré por instinto con la mano izquierda y parpadeé y traté de enfocar. A menos de un metro de distancia, tendido como yo en un fino camastro en el suelo, estaba Dllenahkh. Nos habían dado túnicas de burdo lino y mantas ligeras de algún otro tejido que no pude identificar. Dllenahkh tenía los ojos cerrados, su rostro completamente inexpresivo, pero era su mano la que reposaba en mi cara. Cuando empecé a retirarme, en mi mente creció la impresión de un ojo dorado que parpadeaba y se desvanecía.
—Espere.
Los ojos de Dllenahkh estaban todavía cerrados pero era su voz la que hablaba, la voz de alguien cuyas cuerdas vocales llevaban horas sin utilizarse.
—Quédese quieta.
Dejé de moverme, dócil en mi modorra. Cálidos tentáculos se desenmarañaron de mi sistema nervioso, y se retiraron suavemente pero con rapidez, como hojas de sobresaltada mimosa. Fruncí el ceño, sintiendo su ausencia como el dolor acuciante de un nombre familiar pero olvidado.
Dllenahkh se aclaró la garganta, se sentó poco a poco y dijo:
—Gracias.
Traté de hablar, me ahogué con la garganta seca y me limité a asentir.
Él me miró adormilado, y luego contempló la habitación. Había una mesita baja junto a una pared cercana con dos platos cubiertos, dos tazas y una olla. Lentamente consiguió mover las piernas para sentarse sobre sus talones ante la mesa, sirvió las tazas hasta arriba y me tendió una.
—Beba. Su cuerpo necesita agua y energía.
Cogí la taza con manos algo temblorosas y bebí en abundancia, apoyada en un codo. Era un líquido amargo y dulce; no se parecía a nada que yo soliera beber, pero lo apuré como si fuera la bebida más deliciosa del mundo.
Dllenahkh bebió despacio. Sus ojos escrutaron mi rostro y me miraron de arriba abajo, como si me estuvieran catalogando.
—¿Cómo se encuentra? ¿Le duele algo?
Solté mi taza, me toqué la cicatriz de la mejilla, me palpé los brazos y costillas, arqueé la espalda y flexioné los dedos de los pies.
—Creo que funciona todo. Un poco dolorida, pero es lo que cabe esperar cuando recibes una paliza de agua y roca. ¿Y usted?
—Estoy bien —replicó él.
—¿Es a usted a quien debo darle las gracias por la rápida curación?
—En parte. Los adeptos me mostraron cómo establecer un vínculo con usted y guiar su cuerpo en el proceso de curación.
Los adeptos. Interesante. Investigaría el tema a conciencia… después de aumentar el nivel de azúcar en mi sangre. Apuré mi taza y me volví hacia la mesa para servirme más, pero pronto me distrajeron los platos cubiertos. Cuando eché un vistazo no encontré nada familiar, pero los aromas eran sutilmente tentadores. Descubrí un plato y se lo ofrecí a Dllenahkh, en parte cortesía, en parte soborno.
—Cuéntemelo todo.
No podía recordar mucho después de aquel primer chapuzón helado, lo cual tal vez fuese lo mejor, porque cuando Dllenahkh empezó a describir, aunque fuera de forma concisa y carente de emoción, cómo nos había engullido la corriente embravecida, empecé a estremecerme. No me cabe ninguna duda de que fueran cuales fuesen mis heridas, habría acabado mucho peor si él no me hubiera protegido de los impactos más duros. En cuanto a los adeptos, al parecer habíamos acabado en uno de los legendarios templos a través de alguna caverna subterránea o un pasaje o camino secreto que se ocultaba detrás o debajo de las cascadas. Quise sentirme emocionada por qué un tópico tan hermoso cobrara vida, pero sobre todo sentía hambre, estaba preocupada y muy insegura sobre el lugar donde habíamos terminado. Esto no era un holovídeo clásico de Indiana Jones: era la vida real.
Dllenahkh no compartía esos resquemores.
—No entiendo cómo lo han conseguido, pero estos sabios poseen conocimientos que superan los de la época en que los tasadiri debieron de llegar a Cygnus Beta.
—¿Desarrollo paralelo de teorías y prácticas, tal vez? ¿Una especie de efecto Newton-Leibniz?
Él reflexionó.
—Es una burda simplificación en exceso comparar el descubrimiento del cálculo con la evolución de algunas de las técnicas de mente y meditación más sofisticadas que ha visto la galaxia, pero comprendo su punto de vista. Tal vez ambas ramas de las disciplinas ejemplifiquen una progresión natural del pensamiento sadiri.
—¿Cómo es que sabe ya tanto de ellos? —pregunté.
Dllenahkh apartó la mirada. No quería mentir, pero se notaba a la legua que no quería responderme. Al final me dio una pista.
—¡Telepatía! Y tan fuerte que no se necesita el contacto físico para conversar. Eso sí que es algo.
Dllenahkh sorbió su té e hizo un ruido que casi indicaba satisfacción.
—Han avanzado las disciplinas a un nivel que está aún más allá de lo que conseguimos en los monasterios de Sadira.
—¿Irán a la colonia de sadiri que hay aquí, o a Nueva Sadira? —pregunté taimadamente.
Él entornó un poco los ojos, aplacado su silencioso entusiasmo.
—No desean revelarse. Ni siquiera ahora.
—Bueno, eso no ayuda a nadie —suspiré, sintiéndome muy cansada—. ¿Hablarán conmigo, o soy demasiado tonta como para que el esfuerzo merezca la pena?
Dllenahkh sonrió ante eso.
—Creo que saben cómo se encuentra. Estaba inconsciente cuando llegamos, y apenas acaba de despertarse.
—Muy amable por su parte. Bueno, hágales saber de mi parte que una luz es más útil en una montaña alta que debajo de un celemín. Y después de darles las gracias por su hospitalidad, pregúnteles cuándo podemos volver a casa.
Hablé como si el equipo de la misión fuera «casa», y supongo que en eso se había convertido a aquellas alturas.
Pasé en cama la mayor parte de ese día. Mientras dormía, Dllenahkh dejó la habitación para alojarse en otra parte, así que me desperté sola en la oscuridad. Me quedé acostada y en paz, escuchando el sonido del agua de lluvia (o tal vez fuera un rocío nocturno muy intenso) que goteaba desde los aleros de fuera hasta que salió el sol y llenó la habitación de luz. Minutos más tarde, llegó alguien: una chiquilla vestida con una ligera túnica de lana, y el pelo tan corto que era una mera sombra sobre su cuero cabelludo.
—Buenos días —dije en sadiri.
Ella parecía confusa y tímida.
—Buenos días —respondió vacilante en mi dialecto local—. Le traeré agua para que se lave, y su ropa para que pueda vestirse.
Comprendí que mi mochila debía de haber viajado conmigo cuando vi que la ropa que me proporcionó no era la que llevaba puesta, sino la que había en el equipaje. Cuando terminé mis sencillas abluciones con agua fría y me vestí, me llevó varias cosas en cestas, las colocó ordenadas junto a una pared y se marchó.
—¡Magnífico! —dije primero, reconociendo los contenidos de mi mochila, ilesos tras el chapuzón. Esos tipos del bosque sabían cómo diseñar el equipo adecuado.
—Maldita sea —dije a continuación. Había un bulto cuidadosamente envuelto que, al desliarlo, reveló los múltiples fragmentos de mi palmar. Nada de enviar mensajes rápidos. Hablando de lo cual, ¿dónde estaba mi comunicador?
Dllenahkh entró en mi habitación, sin duda en respuesta a mi grito de desazón.
—Eh, Dllenahkh —dije con alegría—. ¡Hay mujeres aquí! No puede ocultar este tesoro a los otros sadiri. Pero me sorprende que sea una comunidad mixta. ¿Este tipo de grupos no separan los sexos para que no se distraigan a la hora de filosofar, o algo por el estilo?
Dllenahkh metió las manos por dentro de sus mangas, una acción que me llamó la atención sobre el hecho de que ahora llevaba puesta una túnica muy similar a las de estilo local.
—Como rara vez emplean los escudos entre sí, son conscientes de las mentes de los otros, y la separación física no serviría a ningún propósito. En cambio, tienen una sociedad integrada (célibes, solteros, parejas casadas y niños), todos en plena comunicación telepática.
—¡Vaya forma de vivir! —exclamé—. Apuesto a que algunas zonas están protegidas, como las viviendas de las parejas.
Antes de que pudiera reírme de mis propias palabras, vi que los labios de Dllenahkh se torcían de un modo que me resultaba demasiado familiar.
—Comprendo —dije con sobriedad—. Tengo que dejar de reírme de las cosas. Resultan ciertas con demasiada frecuencia como para resultar cómodas. Por cierto, ¿les ha preguntado cómo vamos a regresar?
—¿Ha desayunado ya? —preguntó.
—No —respondí, frunciendo el ceño—. ¿Acaba de esquivar mi pregunta?
—Preferiría discutirlo mientras desayunamos —replicó.
Él se sabía el camino. Mientras lo seguía, advertí que a pesar del silencio casi absoluto del lugar, las pocas personas con las que nos encontramos nos saludaron de manera verbal, a veces en sadiri, y a veces en mi propio dialecto. Los hombres llevaban la cabeza rapada, y las mujeres solo se permitían una sombra, como la chica que yo había visto antes. No todos llevaban túnicas, pero toda la ropa era de colores vivos y de estilo sencillo. En contraste con esta uniformidad superficial, sus rostros y cuerpos eran sorprendente y variablemente expresivos, un recordatorio constante de los miles de conversaciones en marcha que yo no podía oír.
Después de atravesar una especie de refectorio comunitario y recoger una bandeja con fruta, cereales, guiso y té, nos dirigimos a un balcón que asomaba a un verde barranco con una ventanita de cielo azul al fondo. Los árboles rezumaban humedad, aunque la bruma del amanecer se disipaba rápidamente a medida que el día se calentaba. La brisa era fresca, la vista asombrosa y la compañía… enigmática. Dllenahkh hizo caso omiso de mis miradas inquisidoras y me instó a comer. Solo cuando apenas quedaba en la mesa algo de té tibio se echó atrás ligeramente sobre sus talones y pareció reflexionar.
—Una vez estuve íntimamente conectado con un monasterio de Sadira, lo que ustedes llamarían un oblato. Aunque trabajaba como funcionario del gobierno y vivía en una sociedad seglar, dedicaba el tiempo libre al estudio de la mente y su potencial.
Me olvidé de mi té ya frío y escuché con avidez. Nunca me había atrevido a preguntar a mis sadiri sobre sus vidas antes del desastre, y aunque conocía a Dllenahkh mejor que a ningún otro, todo mi conocimiento era reciente, de apenas un año de antigüedad.
—He pasado el tiempo en Cygnus Beta del mismo modo. Trabajo en el gobierno local de las colonias, y enseño las disciplinas a diversos niveles. Y, sobre todo porque no puedo estar en todas partes, enseño a otros a enseñar.
—Me parece —dije en voz muy baja, odiando interrumpirlo— que es usted uno de los sabios más avanzados de Cygnus Beta.
Él pareció reflexionar un instante.
—Diría que su afirmación es correcta, con una excepción. No he alcanzado los niveles superiores, el desarrollo de la habilidad necesaria para pilotar una nave mental.
—¿Puedo preguntar por qué no?
Él me miró como si la respuesta fuera obvia.
—Al contrario que los zhinuvianos, que se conectan y desconectan de su tecnología con facilidad, los pilotos sadiri se vinculan tan solo con sus naves. No deseo negarme el profundo vínculo que podría experimentarse en la conexión entre mentes humanas.
Hizo una pausa y contempló el lejano trozo de cielo enmarcado por hojas y enredaderas.
—Para mí, el haber encontrado este lugar es como haber encontrado un tesoro. He preguntado si podemos marcharnos. No nos ponen ningún problema. Solo requieren que dejemos atrás todo recuerdo de este lugar, para que pueda continuar oculto.
Arrugué los labios. Por motivos obvios, los agujeros en la memoria no me hacían sentir cómoda, y sin embargo comprendía que mantener la seguridad de esa comunidad era más importante que mis asuntos personales.
—Muy bien. ¿Cuándo podemos irnos?
Él me lanzó una mirada intensa.
—Pero ¿debemos irnos?
Me quedé de una pieza. Hablaba en serio.
—Dllenahkh, no puedo quedarme. Yo… Hay gente que depende de nuestro regreso.
Él habló con brusquedad, casi interrumpiéndome.
—Aunque aprecio el hecho de que los cygnianos sean capaces de formar lazos en un corto periodo de tiempo, creo que Tonio…
Lo interrumpí a mi vez, molesta por su estupidez.
—Estaba hablando de Rafi. Creo que incluso los sadiri comprenden las responsabilidades familiares. ¿Y no cree que Joral depende también de usted?
—Joral comprende que puede confiar en la guía de cualquier sadiri mayor de nuestra comunidad…
—Sí —dije, impaciente—, pero no será usted. Ustedes dos son como una familia, ¿sabe?
—Quedamos tan pocos que a todos los sadiri se nos puede considerar familia —respondió él, tozudo.
—Entonces ¿por qué causarle dolor haciéndole creer que está muerto? —pregunté con amabilidad.
Dllenahkh no dijo nada, pero vi un destello en su mirada que sugería que me había anotado un punto. Tras un breve silencio, dijo:
—Como insiste usted en regresar, puede decirle que estoy vivo.
—¿Después de que me borren la memoria? —dije con sarcasmo.
Su expresión era decidida, y tal vez un poquito irritada.
—No olvidará esto. Yo me encargaré de ello.
Regresé a mi habitación y empaqueté mis cosas, incluso los trozos de palmar roto. Cuando volví a salir, Dllenahkh estaba allí con un monje mayor que miró mi disposición y sonrió con suavidad.
—Pocos eligen quedarse con nosotros. Es de esperar. No es una vida que pueda comprender todo el mundo.
Sentí que algo más que la simple cortesía me obligaba a responder, y lo hice con mi mejor sadiri ceremonial.
—Pocos están verdaderamente libres de las obligaciones y responsabilidades ante los demás. De lo contrario se quedarían, aunque solo fuera durante un tiempo, porque su armónica sociedad tranquiliza tanto la mente como el espíritu.
Él inclinó la cabeza en amable reconocimiento ante las palabras y la sinceridad.
—Y sin embargo, me pregunto —continué, envalentonada por su amabilidad— por qué su secreto es tan importante…, tanto como para alterar la mente de una persona.
Dllenahkh empezó a fruncir el ceño, pensando sin tapujos que mis palabras eran una falta de educación, pero el monje inclinó la cabeza a modo de disculpa, aceptando la seriedad de la pregunta.
—Intentamos, una vez, abrirnos al mundo. Los efectos en la comunidad fueron inquietantes. Verá, mucha gente creyó que nosotros éramos los Cuidadores y empezaron a pedirnos más de lo que podíamos proporcionarles.
—Y no son ustedes…
—No somos los Cuidadores. No lo somos ahora, ni lo hemos sido nunca —declaró él con solemnidad.
Contuve un suspiro de decepción. No tenía ningún sentimiento firme con respecto al tema, pero sí la habitual curiosidad.
—Sus poderes son muy superiores a los nuestros —continuó.
—Entonces ¿los han visto? —pregunté rápidamente.
Él sonrió.
—Lo cierto es que no podría decirlo.
Nos condujo fuera del edificio, hasta un ordenado jardín de hierba verde, roca oscura y bajos macizos de flores doradas. Un sendero de grava en el centro conducía a un estanque liso como el cristal que parecía no tener más límite que el horizonte azul. Sentí un pequeño arrebato de preocupación.
—¿No hay ningún otro camino más seguro? —preguntó Dllenahkh con brusquedad.
—Ninguno que los de fuera puedan ver —fue la plácida respuesta.
Los monjes caminan sobre las aguas y vuelan a través de las copas de los árboles.
—Así que esto es lo que creo que es —dije con voz grave.
—Acaba de recuperarse. ¿Cómo pueden estar seguros de que es lo bastante fuerte? —Dllenahkh se volvió de improviso hacia mí—. Delarua, quédese.
—No, Dllenahkh. Rafi, ¿recuerda? Joral. Qeturah. Incluso mi hermana María, que tal vez querría verme muerta. Y, sí, incluso Tonio, a quien conozco desde hace dos semanas.
—Entonces voy con usted —declaró.
—No —sacudí la cabeza—. No haga esto, no me haga sentir que me interpongo entre usted y su sueño.
Su mirada resuelta me dijo que ya se había decidido.
—Si se me permite, regresaré algún día, después de haber completado mi misión. Tenía razón, Delarua. Hay gente que depende de nuestro regreso, y fue un error por mi parte convencerme de lo contrario.
Miré al monje. Estaba allí de pie, observándonos, tan poco sorprendido como si hubiera conocido la decisión final de Dllenahkh antes que él mismo. Solté un gran suspiro de alivio.
—Bueno, entonces ¿a qué estamos esperando? —dije con una sonrisa—. Vaya a por sus cosas.
Recorrí el jardín con el monje mientras Dllenahkh se marchaba. Sé que tuvimos una buena y profunda conversación, porque me sentí animada al final, y he aprendido a confiar en mis emociones. Debió de cuidarse particularmente de eliminar todo rastro de mi presencia de su mente, porque no puedo recordar nada de lo que hablamos. Sí me acuerdo de cuando regresó Dllenahkh, ataviado una vez más como un miembro de la misión. Mi mente sentía un claro, como si alguien hubiera tocado una sola gota de aceite y esta se hubiera extendido, y hecho retroceder a las demás influencias.
Miré al monje, consciente de ello, pero necesitando oír que lo dijera. Sonrió y señaló el estanque.
—Camine sobre las aguas. Vuele a través de las copas de los árboles. Adiós.
Fans de los holovídeos de Indiana Jones, moríos de envidia. No caminamos: corrimos. Nuestros pies golpearon firmemente el agua, se posaron de forma imposible y nos impulsaron hasta el horizonte al otro lado del estanque. Nos topamos con un elemento que debería de habernos destruido: aire con una brisa demasiado ligera para que los que no tenemos alas podamos esperar nada.
Y, sin embargo, volamos.
Surcamos el estrecho valle, siguiendo la línea del río como si fuera una flecha hasta nuestro destino. Me sentí tentada de mirar atrás para ver si había una fila de figuras ataviadas con túnicas más allá del borde del estanque, dirigiéndonos suavemente hacia casa, pero supe que era solo una tonta imagen cinematográfica, tal vez un recuerdo de algún antiguo holovídeo. Así que miré hacia delante asombrada, viendo la clase de vista a ojo de pájaro del paisaje que ni siquiera una lanzadera puede proporcionar.
Algunas personas, por supuesto, tienen que demostrar que no hay nada capaz de asombrarlas.
—La telequinesis es una consecuencia natural del desarrollo psiónico intensivo —observó después de un par de minutos.
—¡Cállese! ¡Lo está estropeando! —grité. (Puede que también chillara «uaaala» en algún momento. No admito nada).
Por suave que fue nuestro descenso, mientras nos acercábamos al agua empecé a advertir algo.
—Creo que vamos a mojarnos otra vez… ¡Aughhhhh!
Pero solo fue hasta las rodillas, y la corriente era suave en comparación con la anterior. Mientras chapoteábamos hasta la orilla más cercana, pesados y anclados en la tierra una vez más, oí el sonido más hermoso del mundo, el trino de mi comunicador perdido, que surgía milagrosamente del bolsillo de Dllenahkh. Tuvo la decencia de parecer ligeramente avergonzado mientras lo sacaba de su escondite y respondía a la llamada de emergencia automática. Cuando desconectó, tendí acusadora la mano, pensando en mi palmar convenientemente destrozado. Él me puso el comunicador en la mano con una sonrisita de pesar que me hizo aplacarme.
—Él tenía razón. No había ningún motivo para preocuparse por mí. Podría haberse quedado allí —admití.
—Creo que actué de la manera adecuada —replicó él, la sonrisa y el pesar borrados de sus rasgos—. A estas alturas no serviría de nada tener una dualidad de lealtades.
Quise creerlo, así que dejé correr el asunto antes de que pudiera convencerme de lo contrario. Después de eso, lo único que hizo falta fue encontrar un claro adecuado para las lanzaderas y sentarnos a esperar.
La reunión estuvo muy bien. Nos dimos los abrazos de rigor (¡algunos de nosotros, al menos!), y sentimos el alivio mutuo y la felicidad de estar en casa sanos y salvos. Solo Qeturah parecía sombría y casi al borde de las lágrimas, y me dio la impresión de que debía de haberse convencido a sí misma de que era la responsable de habernos enviado a la muerte. Le dirigí un pequeño gesto con la cabeza, para castigarla por haber pensado esas tonterías. Sin embargo, resultó que tenía otras cosas en mente.
—Alguien espera para hablar contigo por el comunicador de la lanzadera —me dijo.
Me animé aún más. ¡Rafi! Di una excusa apresurada, corrí a la lanzadera y encendí rápidamente el monitor.
—Grace.
Los ojos de María parecían hinchados, como si hubiera estado llorando y pudiera empezar a hacerlo de nuevo de un momento a otro.
—Hola, María —dije vacilante. En realidad no tenía ni idea de qué decir.
Ella sonrió débilmente.
—Me alegro de verte viva y bien.
Le dirigí una pequeña sonrisa que no era del todo amable.
—¿Creías que estaba muerta?
La aflicción que asomó en su rostro me convenció: lo había deseado. Suspiré y aparté la mirada, las lágrimas picándome en los ojos.
—Mira, yo…
—Grace, por favor…
Dejamos de hablar.
—Tú primero —dije por fin.
—De acuerdo —respondió ella, y tomó una gran bocanada de aire, preparándose—. Yo… Todavía nos queda un largo camino por delante, a Gracie y a mí. La influencia duró tanto tiempo que no pueden volver a poner las cosas tal como estaban. Pero Rafi está bien. Él es… más parecido a ti. Grace, tienes que prometerme que si no puedo cuidar de él, si intentan quitármelo, te encargarás de cuidarlo. Serás su tutora. Firmaré lo que haga falta. Solo quiero que esté con la familia.
—Por supuesto, María —dije. Las lágrimas corrían ahora libremente—. Por supuesto.
Hablamos durante unos cuantos minutos más. Le dije que le enviaría muy pronto un mensaje a Rafi. Le pedí disculpas por no haber hecho más. Ella me dijo que no fuera tonta, e incluso pareció que lo decía en serio.
Dejé el monitor con los ojos rojos pero la cara seca. Entonces vi a Tonio fuera y comprendí que tenía que prepararme para otro encuentro.
Él se comportó a la perfección. Me cogió de la mano y me llevó a un lugar apartado bajo el dosel del bosque. Se sentó en un tronco caído y me colocó amablemente sobre su regazo. De manera inesperada, en contraste con su rostro tranquilo, sus emociones cantaron contra las mías en una cacofonía mutua de alegría y pesar entremezclados. Tal vez los dos estábamos un poco mareados, un poco susceptibles al melodrama del momento. O tal vez no.
—Eh, para —dije, tragándome mis propias lágrimas—. Haces tanto ruido que los sadiri te van a oír.
Él me dirigió una mirada de inocencia, los ojos muy abiertos.
—Tal vez estás proyectando tus sentimientos hacia mí.
—Si eso es cierto, entonces deja el «tal vez» y dímelo directamente —lo desafié—. Hum. No lo creo —añadí mientras él apartaba la mirada un instante con una sonrisa triste.
—Hemos tenido demasiado poco tiempo, tú y yo —dijo en voz baja—. Y ahora tú te vas por ahí —señaló el bosque—, y yo regreso por allí —y miró en dirección de la sabana—. Y eso es todo.
—¿No hay ningún chiste? —dije sin aliento—. ¿Ningún comentario animado para hacerlo más fácil?
Me dirigió una media sonrisa, tocando mi mejilla suavemente con el dorso de la mano.
—No quiero que sea fácil. Quiero la verdad.
—Entonces… esto —y le di un suave beso en los labios— no es fácil, pero es verdad.
Apretó su frente contra la mía, y luego me besó, con un beso tan breve como había sido el mío, pero mucho más intenso.
—Merece la pena —dijo con un suspiro.
Lo sé. Tal vez no fue una gran pasión según los baremos habituales, pero ¿puede comprender alguien lo que significó para mí? Captar, aunque fuera un momento, el interés y la atención de un hombre que era lo bastante fuerte como para alejarse de mí, y lo bastante fuerte como para dejar que me alejara de él… Tal vez sea exagerado decir que curó algo en mí, pero por algo se empieza.
Esta aventura tiene un pequeño epílogo. Dos semanas más tarde, después de que dejáramos la zona, Qeturah les informó a Dllenahkh y Joral de que una remota aldea de las tierras altas del bosque había hecho un esfuerzo inaudito por contactar con las autoridades del Gobierno Central.
—Parece que se han enterado de la existencia de su misión para hallar esposas tasadiri para sus colonos, y les impresiona su valor. Han enviado muestras genéricas como prueba de su disponibilidad y desean enviar una delegación de mujeres al asentamiento de Tlaxce.
—¡Eso es maravilloso! —exclamé—. No me sorprendería si…
Sí, iba a decirlo. Iba a empezar a hablar del lugar en el que había estado y de la gente que había visto, y las cosas que se suponía que debía mantener en secreto. En cambio, mi voz se apagó y me atraganté, la boca se me cerró y los dientes se cerraron tan rápido que me mordí la punta de la lengua. Lian me dirigió una mirada extrañada, pero por lo demás nadie más reparó en mi extraño arrebato de tos. Dllenahkh, que advirtió con preocupación y compasión mi súbito silencio y las lágrimas en mis ojos, se me acercó después de la reunión.
—Puede que se me haya pasado por alto mencionar que la orden que nos han dado de no decirle nada a los demás sobre este asunto es demasiado tajante como para que yo pueda eliminarla —dijo en voz baja.
—No me diga —respondí, y traté de mirarme la lengua extendida.
—Pero su deducción es correcta. Me alegra que hayan encontrado un modo de reconocer nuestra necesidad sin comprometer su modo de vida.
Las palabras eran neutrales, y el tono tranquilo, pero sus ojos chispeaban de triunfo.
Le sonreí.
—Tengo algo para usted.
Busqué en uno de mis bolsillos. Estaba en un puñado de tonterías que había cogido para los hijos de Gilda, pero por algún motivo no lo había enviado con el resto.
—Nunca he llegado a agradecerle como es debido el hecho de que me salvara la vida y me curara y me trajera a salvo de regreso. Así que… tome.
Divertido, cogió el pequeño objeto marrón. Entonces su gesto se torció.
—Altamente inadecuado. Le doy las gracias. Es bueno tener a alguien con quien pueda recordar esto.
Se colocó gravemente el elefante de teca en el cuello de su túnica y le dio una palmadita de satisfacción que me recordó mi propia forma de tratar con las versiones de tamaño natural de la vida real.
Hora cero más un año, dos meses y veinticuatro días
Algunas mañanas, inspirados por el buen tiempo y el excepcional escenario, los cuatro meditaban juntos. En los días inmediatamente posteriores al regreso del monasterio oculto, las sesiones comunales se hicieron más frecuentes, quizá por el alivio y la gratitud por haber regresado. Para Dllenahkh, era más: ahora podía sentir las conexiones latentes que los llevarían a esa comunicación más profunda compartida por la gente del monasterio. Eliminaba la nostalgia agridulce del antiguo ritual familiar y la sustituía por la nueva emoción de que esto es en lo que nos convertiremos.
Un día, la comandante Nasiha se quedó a hablar con él después de la meditación.
—He estado pensando —dijo—. Delarua podría beneficiarse de algunas de las técnicas de las disciplinas básicas.
Encantado de que ella hubiera expresado sus propios pensamientos más íntimos, Dllenahkh respondió al momento:
—Es una sugerencia excelente. ¿Cuándo empezarán?
Ella asintió brevemente, reconociendo a regañadientes el cumplido y el truco, le dirigió su habitual mirada ceñuda e insistió.
—Los dos sabemos que está usted mucho mejor cualificado para entrenarla.
—Eso podría considerarse un conflicto de intereses —observó él.
Ella no mostró ninguna expresión en su rostro, algo tan malo como una risotada estentórea.
—¿Ah, sí? ¿Y cómo es eso?
Dllenahkh se explicó con paciencia.
—No quiero que se me considere otro Ioan.
Ella parpadeó, sorprendida.
—¡Consejero! Yo no pretendía…
Ni yo tampoco. Dllenahkh trató de explicarse sin comprometer la seguridad de su lengua domada.
—Por supuesto, pero sigue quedando el hecho de que ella puede confiar en mí mientras sigamos siendo colegas e iguales. Convertirme en su maestro cambiaría el equilibrio de poder, y preferiría no perder su amistad.
Pues ya he hecho demasiado para alterar ese equilibrio. Se sintió aliviado por no poder decir lo que había hecho, porque pese a todas sus buenas intenciones, se notaba extrañamente cerca al filo de la culpa. Curar a Delarua había sido inesperadamente abrumador, debido en parte, sin duda, a la emoción de aprender una nueva habilidad, casi milagrosa, pero también quizá debido a la trascendencia de vincularse con una nave mental y sentir los huesos, tendones y nervios de otro ser, no como un amo de marionetas, sino como un bailarín en sincronía con una pareja, capaz de sugerir el movimiento con una leve presión de comunicación silenciosa e invisible.
—Yo le enseñaré —dijo Nasiha con una firmeza que fue casi tan buena como un juramento.
—Gracias, comandante. Si puedo hacerle una sugerencia, sea sutil. Puede que Delarua parezca intrépida, pero no le cuesta nada dar marcha atrás si se siente presionada.
—Tendré cuidado, consejero —prometió Nasiha.