Familias felices
—Resulta que tengo un amigo que… —le dije a Qeturah.
Ella me sonrió. Era la clásica línea de apertura de cualquier sesión de asesoramiento.
—Continúe —dijo.
—Bueno, tiene una ética bastante estricta y cosas como… telepatía y control emocional y tal. Sus sentimientos al respecto son muy intensos. El caso es que ha tenido que tratar con una situación donde alguien actuaba sin esa ética.
—Comprendo. ¿Se sintió vulnerable en esta situación?
—Tal vez sí. Tal vez consideró que era lo bastante fuerte como para manejar cualquier ataque directo. Pero creo que lo peor es que se sintió responsable por los daños que esta persona les pudiera causar a los demás.
—La persona sin los baremos éticos —dedujo ella.
—Sí. Porque nadie más parecía pensar que había nada malo en el comportamiento de esa persona. Tal vez no podía verlo, o tal vez pensaba que era normal. No lo sé. Creo que me da miedo preguntarlo.
—¿Qué le desea a su amigo? —preguntó ella tranquilamente.
—Quiero que sienta… que no siempre tiene que ser responsable de los demás. Que no importa no ser el fuerte todo el tiempo. Que tal vez incluso esté bien pedir ayuda.
Ella guardó silencio durante un rato.
—Bien —dijo eligiendo las palabras con cuidado—, puede hacerle saber que si alguna vez quiere pedir ayuda, estoy aquí para ayudar, no lo juzgaré, y dispongo de los medios para conseguir que se hagan las cosas sin quebrantar la confidencialidad.
Tragué saliva, sintiendo espesa la garganta.
—Sí, señora. Gracias. Espero poder conseguir que mi amigo venga a hablar con usted directamente.
Habrá quien piense que es extraño que tu jefe sea también tu médico y tu psiquiatra, pero nosotros éramos un grupo pequeño, y Qeturah era una excelente jefa de equipo. Se interesaba por todo el mundo, y sabía instintivamente qué «voz» usar y qué sombrero ponerse según qué contexto. Hubo un montón de sombreros que ponerse en los días siguientes. El gobierno central quería que los sadiri y la directora regresaran para elaborar un informe sobre la situación en Candirú, que seguía siendo volátil. El día después de nuestra huida nos marchamos a Ophir, la ciudad más cercana que disponía de instalaciones plenas para establecer una teleconferencia.
Dllenahkh dio su breve testimonio el primero. Entre los investigadores había un sabio sadiri, y aunque habló poco, miró a Dllenahkh como si estuviera catalogando todos y cada uno de los pequeños signos de conducta desusada. En la superficie, me parecía que Dllenahkh estaba bien, aparte de un aire de constante preocupación, y sin embargo yo era consciente de que encontrar de forma inesperada una amada raza de fauna local no era lo que podríamos llamar una cura completa. Aquél sabio sadiri debió de ver algo que a mí se me pasó por alto, porque durante la pausa para el té Qeturah tuvo que mantener una breve consulta privada que luego se tradujo en órdenes para mí.
—Delarua, ¿conoce bien la región de Montserrat? —me preguntó en cuanto salió de la sala de reuniones.
—Tengo algunos familiares allí… ¿Por qué? —pregunté. El instinto afinado por años de experiencia como funcionaria me hizo apurar mi taza de té y buscar un trozo más de tarta que añadir a mi servilleta. La tarta estaba buena, y no quería que una cosita como el deber se interpusiera en mi disfrute.
—Quiero que vaya con el consejero Dllenahkh al monasterio benedictino de Montserrat. Tienen un sacerdote sadiri y unos cuantos monjes alojados allí, y ellos la ayudarán a realinear sus nódulos o invertir su polaridad o lo que necesite que le hagan. Fergus los llevará hoy y los recogerá el domingo por la tarde.
La serendipia y la culpa golpearon a la vez mi consciencia.
—Hum… Es un monasterio con voto de silencio. ¿Necesita que me quede allí con él, o solo que lo lleve?
Qeturah frunció levemente el ceño.
—Creía que era su amigo. Quiero tener a alguien cerca para controlarlo, y usted es un rostro familiar. No podemos encargárselo a Joral: tiene todos los informes de sus reuniones.
Me sentí aún más culpable.
—No, no quería decir… Lo que quería decir es si no le importa que me tome un par de días libres para visitar a mi hermana. Me aseguraré de que Dllenahkh pueda estar en contacto conmigo en cualquier momento, y le pediré a mi hermana que me lleve al monasterio el día antes de nuestra partida.
Me mordí la lengua. Esperé que no pensara que me estaba aprovechando, aunque en cierto modo así era, pero se trataba de una buena causa, incluso de una causa adecuada.
Su rostro se despejó.
—Por supuesto. Toda mi familia vive en Tlaxce, y siempre se me olvida cómo es que tus parientes estén lejos. Tómese un par de días libres. Pero no pierda esa lanzadera.
—No, señora —respondí aliviada.
Ella miró mi porción de tarta con una sonrisa.
—Y, sí, quiero que se marchen de inmediato.
La media hora de viaje fue bastante tranquila. Me pasé los diez primeros minutos mentalizándome, y luego me excusé para ir a un monitor emplazado al fondo de la lanzadera y llamar a mi hermana. Para asegurarme, llamé primero a su comunicador personal, no al de su casa. Ella respondió en cuestión de segundos, solo audio.
—Identifíquese —dijo, el tono casual y ligeramente apurado.
Ah, claro. La estaba llamando desde un comunicador gubernamental, así que mi identidad no aparecía.
—María, soy Grace. ¿Cómo estás? ¿Y los niños?
Hubo una leve pausa sorprendida y el vídeo se conectó. María no había cambiado demasiado. La cara un poco más redonda, tal vez, pero no iba a decirle eso.
—¿Grace? ¡Cómo estás! Santo cielo, no es ningún cumpleaños ni ninguna ocasión especial… ¿Qué sucede?
Sonreí. Al menos, parecía feliz de verme.
—Cosas de trabajo. Estaré en Montserrat unos cuantos días. ¿Crees que podría pasarme para una visita rápida?
—¡Sí! —Su respuesta fue sin aliento, completamente sincera—. Los niños se alegrarán muchísimo de verte, sobre todo Rafi, y Ioan siempre se queja de que no nos visitas.
Mi corazón se animó. Todo iba a salir bien.
—¡Bueno, entonces no se lo digas, que sea una sorpresa! No te importará si aterrizo en el patio trasero dentro de… eh… ¿unas tres horas?
Ella empezó a reírse.
—¡Claro! ¡Oh, qué sorpresa! No me lo puedo creer. ¡Oh! -Sonó una voz al fondo. Ella se dio de pronto la vuelta, extendiendo una mano para cubrir el vídeo.
—¡Nada, querido! ¡Voy en un momento!
Y susurró rápidamente, solo en audio:
—¡Tengo que irme! ¡Nos vemos! ¡Adiós!
Y entonces la conexión murió.
Suspiré, sonriendo levemente. La sangre es la sangre, ¿saben? Hay demasiada historia compartida y demasiados vínculos interconectados para alejarte del todo de esa red que medio te ahoga y medio te apoya llamada familia.
Hablando de lo cual…
—Dllenahkh —dije, volviendo a mi asiento en la parte delantera de la lanzadera—. Voy a abandonarlo durante un par de días, pero tiene mi dirección de comunicador y puede llamarme cuando quiera. Lo sabe, ¿verdad?
Él me dirigió una mirada levemente divertida.
—Tengo las direcciones de comunicador de todos los miembros del equipo de la misión. Sin embargo, puesto que voy a un monasterio, las probabilidades de que durante los próximos días me suceda algo de lo que tenga que informar son…
—Lo sé, lo sé —interrumpí con una sonrisa—. Por insignificantes que le parezcan esas probabilidades, puede llamarme, ¿de acuerdo?
Él vaciló y pareció recordar algo. Luego dijo, afable:
—Gracias. Y usted puede llamarme también, si desea hacerlo.
Me sentí emocionada por su torpe intento de charlar de nimiedades por bien de la cortesía.
Cuando aterrizamos, una parte de mí casi esperaba que el sacerdote sadiri llegara corriendo, agarrara a Dllenahkh por la cabeza, lo mirara profundamente a los ojos y exclamara: «¡Dios mío, llévense a este hombre a una sala de meditación, rápido! ¿No pueden ver que su rudimentario integumento telepático está a punto de desintegrarse?».
O no. Pero la imagen casi me hizo reír, lo cual habría sido algo muy desafortunado.
Naturalmente, todo fue muy tranquilo y adecuado. Me sorprendió que los monjes sadiri no parecieran muy diferentes de los benedictinos. Sus hábitos eran distintos, pero no había ningún edificio separado, ninguna línea divisoria invisible que dijera: «Aquí están los sadiri». El hospedero cygniano y su contrapartida sadiri nos mostraron el alojamiento de Dllenahkh, nos llevaron al refectorio para tomar un tentempié y luego nos acompañaron a Fergus y a mí a la puerta, donde nos despedimos de Dllenahkh.
El vuelo hasta la granja nos llevó menos de diez minutos. Le pedí a Fergus que me soltara un poco lejos de la casa principal para que el ruido de los motores no los alertara. Y por supuesto, eso significó que tuve la oportunidad de encontrarme con una de mis personas favoritas del mundo, mi sobrino Rafi, de trece años. Volvía del huerto, cargando con un cubo de melocotones. Al principio se me quedó mirando de una forma muy rara, luego el reconocimiento le transfiguró el rostro y soltó un asombrado grito de felicidad mientras soltaba el cubo y corría hacia mí. Su exuberante cariño brotó incontrolado como una vaharada caliente de viento de la sabana, chamuscándose con una energía ardiente pero benigna que encajaba con su áspero abrazo de chico.
Rafi había sido siempre un niño precioso, con la piel marrón ambarina de su madre, el pelo rizado, castaño y veteado de rubio de su padre, y los grandes ojos marrones de ambos progenitores. También es mi ahijado y lo adoro. Me escribía largas cartas llenas de dibujos e historias, y las enviaba por correo y tardaban al menos una semana en llegar. Yo siempre le respondía de inmediato, y solía enviarle un pequeño disco de memoria con juegos y otras diversiones que sabía que le iban a gustar.
Dudaba que sus padres fueran conscientes de la frecuencia con que nos escribíamos. Él me había suplicado que no se lo dijera, y yo le seguí la corriente, alegre en secreto de ser su tía favorita. Soñaba que viajaríamos juntos cuando fuera mayor y yo estuviera jubilada y fuera adecuadamente excéntrica. Cabalgaríamos elefantes en la sabana, o nos uniríamos a la tripulación de un barco velero, o algo por el estilo.
Parecía tonto decirlo, así que nunca lo hice, pero siempre me pareció que no querría tener hijos propios mientras tuviera a Rafi.
—Hace siglos que no vienes a verme —se quejó, tirándome de la mano para llevarme a la casa principal.
—Bueno, estoy aquí —reí—. Chico, ve a por esa fruta. No puedes dejar el cubo tirado en el camino.
Me sonrió y volvió a recoger rápidamente la fruta caída. Cogí una del cubo cuando volvió. Había mangos bajo los melocotones, y yo no había comido un mango de Montserrat como Dios manda desde hacía años. Cuando me lo llevé a la mejilla, lo noté cálido y fragante.
—Ahh —suspiré.
—Si vinieras a visitarme más a menudo, podrías tomar tantos como quisieras —recalcó Rafi.
Le sonreí, complacida por su clara y sincera indignación, su burlesca capacidad de convicción, y su sarcasmo adolescente.
—Yo también te quiero, chico.
—Tal vez debería mudarme a Tlaxce —sugirió mientras nos encaminábamos hacia la casa.
—Tal vez deberías —respondí, aún más complacida. Como si María fuera a perder de vista a su niño dorado, pero al menos él lo había pensado.
María salió al porche. Llevaba un vestido azul de algodón, y tenía un aspecto muy maternal y tranquilo con la pequeña Gracie agarrada a su costado, todavía chupándose un dedo. Parecía mayor que yo, mayor en un sentido que solo dos hijos y una vida en la granja pueden conseguir, pero feliz, tanto por verme como en general. La abracé con fuerza y alboroté afectuosamente el pelo de Gracie. Parecía un poco demasiado tímida para abrazarme todavía. En realidad no me conocía.
—Oh, Grace —suspiró María sonriendo mientras me conducía al interior—. ¿Solo dos días?
—Y da gracias de que sea siquiera eso —dije, dejando que Rafi cogiera mi pequeña maleta. El salón estaba lleno de recuerdos, todas las cosas que mi madre había dejado cuando renunció a la granja tras la muerte de mi padre y se retiró a un piso en el lago Tlaxce.
—¡Mira quién está aquí, Ioan! —llamó María.
Él entró en la sala, sucio y sudoroso por el trabajo al aire libre. Tenía el pelo más largo, rozándole los hombros, las tiras doradas en el tono marrón aún más ferozmente blanqueadas por el sol. Seguía siendo delgado, guapo y dorado. En tiempos, había sido mi prometido. Me dio un vuelco el corazón cuando una riada de ansia medio recordada pareció brotar de él y envolverme. Sus ojos brillaban con un calor inhumano y me pareció oír un susurro en su voz… Shadi. Un fuerte recuerdo que resonaba.
—Hola, Ioan —dije, y sonreí orgullosa de lo tranquila que parecía.
—Shadi —respondió él, mostrando una enorme y radiante sonrisa. Siempre me había llamado por mi segundo nombre. Con unos cuantos rápidos pasos llegó junto a mí y me abrazó, alzándome medio metro del suelo con su fervor—. Has vuelto. Sabía que volverías.
—Bueno —dije sin aliento, mirando de reojo el rostro sonriente de María—, solo por poco tiempo.
Él dio de pronto un paso atrás y miró ansiosamente mi uniforme.
—Joder, estoy sucio. Lo siento. —Frotó unas cuantas manchas rojizas de mi camisa y pantalones, donde el barro había dejado sus marcas.
—No te preocupes. Tengo que cambiarme de todas formas —dije, apartando sus manos con amabilidad.
Después de cambiarme de ropa, me dirigí a la cocina, donde se oía el ruido familiar de los preparativos de la comida. Al pasar ante la puerta para dirigirme a la pequeña despensa, algo me hizo volver la cabeza. Allí estaba Gracie, de pie en una escalerita, mirando el estante superior donde un frasco de galletas quedaba justo fuera de su alcance.
—¿Qué estás haciendo ahí arriba? —pregunté.
Ella saltó de la escalerita a mis brazos extendidos para darme un abrazo. Apreté su flaco armazón de cuatro años con una sonrisa de alegría. Puede que no fuera mi favorita, pero se llamaba como yo y era muy pequeña. Tal vez si aprendía a escribir cartas largas…
—Eh, vosotras dos.
La voz sonó tan cerca que me hizo dar un respingo, Ioan estaba detrás de mí y nos rodeó a las dos con sus brazos, pasando ante mi mejilla para plantar un beso en la frente de su hija. La perilla sin afeitar me arañó la piel. Di medio paso hacia un lado, tratando de evitar que nuestros cuerpos se rozaran. Él no pareció advertirlo, o importarle, porque se movió conmigo en un lento balanceo, como si saboreara el largo abrazo.
—Dos de mis chicas favoritas —murmuró, y finalmente se soltó.
Me di media vuelta y deposité a Gracie en sus brazos.
—Voy a ver a María por si necesita ayuda con la cena.
Él puso a Gracie en el suelo.
—Cariño, ve a ver si tu madre necesita ayuda.
La niña se marchó en silencio.
—Es muy obediente —dije, acusadora—. ¿No ha pasado siquiera por la fase de los «terribles dos años»?
—No, en realidad no —respondió Ioan, mirándola con una sonrisa.
—Entonces no es como su madre. Me volvía loca cuando tenía esa edad.
—Shadi —dijo él, y eso fue todo, pero algo en su tono me hizo agachar la cabeza y dirigirme hacia la puerta, lo que, por desgracia, significaba pasar junto a él.
Me agarró por la muñeca.
—Shadi, mírame.
—No, Ioan. Eso no funciona conmigo, ¿recuerdas?
Me zafé la mano y seguí caminando, tratando de hacer caso omiso del eco que resonaba en mi cabeza. Shadi… Shadi…
En la cena, María no paró de hablar de cuánto tiempo había pasado. Las primeras veces fue enternecedor, pero luego amenazó con convertirse en un fastidio. Para cuando empezó a decir que debería haberme quedado en la granja en vez de ir a la universidad, Rafi y yo intercambiamos miradas de hartazgo, con los ojos en blanco. María no se dio cuenta y cometió el error de intentar recabar la ayuda de Rafi.
—Rafi siempre habla de lo mucho que te echa de menos, ¿verdad, cariño? ¿No te gustaría que la tía Grace viviera con nosotros en la granja?
Me quedé de una pieza. ¿Cómo pasábamos de «visítanos más a menudo» a «vente a vivir aquí»?
—Creo que debería vivir su propia vida —murmuró Rafi.
María se enfureció.
—¡Rafi! ¡Pídele disculpas a tu tía ahora mismo!
—No importa, María, él…
Ioan anuló mis protestas.
—Tu madre tiene razón. Discúlpate.
Rafi le puso mala cara.
—Siempre lo estás estropeando todo. ¡Te odio! -Y entonces fui yo quien se escandalizó.
—¡Rafi!
Se levantó de la mesa y me dirigió una mirada que era a la vez de angustia y de reproche. Entonces sacudió la cabeza con frustración y salió corriendo de la habitación.
La pequeña Gracie miró a sus padres con los ojos muy abiertos, boquiabierta, el último bocado todavía hinchando sus mejillas.
—Adolescentes —dijo Ioan con una sonrisa tranquilizadora, mientras le acariciaba el pelo a su hija—. Odian a todo el mundo a esa edad.
Me miró, sin dejar de sonreír. Su pie chocó con el mío por debajo de la mesa y durante un segundo no me sentí inclinada a retirarme. Entonces algo zumbó en mi muñeca, y me distrajo. Le di un golpecito ausente y se apagó.
Mantuve bastante bien mi máscara de indiferencia, pero esa noche Ioan me acosó en sueños como no lo había hecho en años. Los recuerdos y lo que podría haber sido se mezclaron en una loca maraña. Recordé cómo era cuando nuestros corazones y mentes se unían, en una época en la que pensaba que «te quiero» significaba «para siempre». Soñé que no me había marchado nunca, que estaba en el lugar de María y que Rafi era de verdad mi hijo. Eso me hizo sentirme furiosa y confundida. La capacidad de conocer la mente de otro no impide la probabilidad de comprenderla mal. Eso era cierto. Lo sabía demasiado bien, y por eso no me había casado con Ioan. Entonces ¿por qué volvía a soñar con él?
Evité su presencia pasando más tiempo con María. Al fin y al cabo, era a ella a quien había ido a ver.
Si alguien me hubiera preguntado qué estaba buscando, no habría sabido qué responderle. Algunas cosas las sabes más por intuición que por razonamiento. Me dije a mí misma que solo quería confirmar que María era feliz, y que Ioan se estaba comportando, pero, para ser sinceros, su felicidad sin fisuras empezaba a molestarme. Con eso y los sueños, me sentí culpable y enfadada conmigo misma. Entonces, una tarde, después de un gran almuerzo dominical, con los niños desparramados por la alfombra jugando a las cartas, Ioan se esforzó demasiado.
—¿Sabes?, nos vendría bien otro par de manos en la granja —dijo María—. Estás ayudando a esos sadiri con las suyas. ¿No te parece que la familia es lo primero? —Su sonrisa era extrañamente fija.
Fruncí el ceño.
—¿Por qué dices eso? Sabes que no es así.
—Entonces explícamelo. ¡Aquí tienes gente que te ama, que quiere que seas parte de la familia, y actúas como si apenas pudieras soportar vernos!
Se le quebró la voz. Rafi se envaró, sin mirarla, pero escuchando con atención. Gracie se levantó y fue a mirar por la ventana. Ioan se enderezó en su asiento e hizo un movimiento como si fuera a posar una mano conciliadora sobre el hombro de su esposa, pero luego pareció cambiar de opinión.
—¡María, lo que dices no tiene sentido! —dije, asombrada porque parecía a punto de echarse a llorar—. ¿Se puede saber qué te pasa?
—Puedes quedarte con él si quieres, ¿sabes? Es lo único que te mantiene alejada. Puedes quedarte con Ioan —exclamó, delante de los niños y todo.
Me quedé anonadada. Entonces, cuando por fin estalló en lágrimas, lo supe. Ioan se acercó a ella y le habló en voz baja. Ella se levantó y salió de la habitación sin mirar a nadie y, después de un momento, todavía silenciosa e inexpresiva, Gracie la siguió. Rafi se quedó, los ojos muy abiertos con algo parecido al miedo mientras miraba a su padre.
Supe cómo se sentía, pues yo también miré a Ioan.
—Has sido tú. Sé que has sido tú.
Me levanté y me aparté de él.
—No pretendía que se lo tomara así. Siempre ha sido un poquito susceptible —replicó Ioan con una sonrisa triste y dulce.
—Hijo de puta —dije—. ¡Ya te advertí de que si le hacías daño, si le hacías daño a cualquiera de mi familia, te las verías conmigo!
—No les estoy haciendo daño —protestó él—. Los cuido. Son felices.
—Marionetitas felices —escupí, agarrándome la muñeca derecha en un esfuerzo por no abofetearlo—. Debería denunciarte a las autoridades.
—No lo harás —se limitó a decir—. Me quieres. Nunca has dejado de quererme.
—No ha colado, Ioan. Nunca lo hizo, y por eso no pudiste conservarme. Eso, y un pequeño problema que tienes con la sinceridad. Te gusta que la vida sea sencilla, ¿verdad?, con todo y con todos, justo como quieres.
—Fue solo un error, Shadi, pero te quiero. No debería haber renunciado a lo nuestro. Quiero que te quedes. Todos lo hacemos. ¿O acaso es que no lo ves?
Me estaba suplicando. Tan solo usaba palabras y gestos, desesperado y sin práctica.
Posé la mirada en la única persona presente en la habitación en quien confiaba. Él me miró, indefenso.
—Rafi me quiere tanto que está dispuesto a dejarme marchar —dije—. Eso es lo que veo.
Rafi se puso en pie de un salto y me agarró la mano y salimos corriendo de la casa. No supe adonde se suponía que íbamos a ir, ni por qué, pero me pareció una buena idea alejarnos de Ioan todo lo posible. Por desgracia, cuando miré hacia atrás, vi que estaba justo detrás de nosotros, con movimientos tranquilos, sabedor de que no podíamos ir a ninguna parte.
Pero Rafi sabía adónde ir y, poco después, una creciente y zumbante vibración que había estado resonando en mis oídos se convirtió en un ruido reconocible. Era la lanzadera, que aterrizaba una vez más en el prado cerca del huerto. Fergus desembarcó, con aspecto taciturno y receloso como de costumbre. Dllenahkh lo seguía. Vestía una túnica de novicio con la capucha puesta, cosa que me pareció que le cuadraba y le daba un aire muy pacífico. Se acercaron a nosotros caminando a buen paso entre la hierba.
Dllenahkh casi pareció aliviado al verme.
—Llevamos un buen rato llamándola. ¿Se olvidó de la fecha de nuestra partida?
Miré el comunicador de mi muñeca. Catorce llamadas perdidas… ¿Cuándo demonios había sucedido eso? ¿Y de verdad que ya era domingo?
—¡Fergus, Dllenahkh, lo siento! Mi comunicador debe de estar estropeado, y luego me olvidé… No sé qué decir.
Ioan acudió a mi rescate.
—Lo siento. La recepción aquí va y viene. Y la hemos estado monopolizando por completo… No es de extrañar que se le olvidara.
—No hay problema —dijo Fergus—. Tenemos unas horas de margen. La directora no nos espera hasta la noche.
Lo miré con ansiedad. Su rostro estaba relajado, e incluso sonriente. De hecho, aquello no era nada común en él.
—Puedo marcharme ahora, si quiere —dije, frenética de pronto.
Fergus agitó una mano.
—No hay problema. Quédese un rato con su familia. Puedo llevar al consejero a Ophir ahora, y recogerla cuando quiera. Es solo media hora de viaje.
—Una hora, ida y vuelta —traté de recordarle, con una firmeza en la voz que no sentía. Me sentía acorralada y asustada.
—No querría hacer esperar al consejero —apuntó Ioan, solícito.
Dllenahkh, que había permanecido en silencio todo el rato, se echó atrás la capucha y miró a Ioan.
—No. No lo creo.
Ioan se tambaleó, literalmente, y dio un paso atrás. Dllenahkh continuó mirándolo fijamente, luego posó una mano sobre el hombro de Fergus, un gesto táctil que no era nada característico en él.
—Sargento Fergus, ¿sería tan amable de ir a poner en marcha la lanzadera?
Fergus parpadeó, asintió lentamente y volvió al interior del aparato.
Rafi miró a Dllenahkh con expresión de inmenso alivio y gratitud.
—Iré a traer sus cosas.
—Gracias —dijo Dllenahkh, inclinando la cabeza. Su mirada siguió al niño cuando este echó a correr, y luego volvió a clavarse en Ioan con frialdad.
Rafi no tardó en regresar, sin aliento, con mi maleta. La recogí e hice una promesa imposible.
—No pasará nada. Yo me encargaré de que no pase nada. Te lo juro.
Él asintió, los ojos brillantes de lágrimas, y volvió corriendo a la casa. Le dirigí a Ioan una mirada, y luego me retiré a la lanzadera seguida por Dllenahkh.
El consejero le dio a Fergus la orden de despegar, y luego me miró con expresión muy sombría.
—Le pido disculpas. Tendría que haberme dado cuenta antes de que necesitaba ayuda.
Respiré más tranquila mientras miraba por la ventanilla y veía la granja alejarse más y más.
—No importa. Ioan sabe que no puede afectarme. Ojalá pudiera hacer algo por María. No está bien el modo en que la trata.
—Entonces debería denunciarlo —dijo Dllenahkh, con tono inflexible—. Tengo entendido que hay procedimientos para tratar con los cygnianos que tienen fuertes habilidades psíquicas y las usan de la manera inadecuada.
—La ama —murmuré—. Y podrían quitarles a Rafi y Grace… Eso sería horrible.
—De todas formas —dijo Dllenahkh con amabilidad—, estaba dispuesto a obligarla a quedarse con ellos. ¿Puede pasar eso por alto?
—Sabe que no puede afectarme —repetí, hosca—. Habría salido de allí… y no es que me sienta desagradecida por su ayuda ni nada. Es que no creo que sea lo bastante serio como para hacer una denuncia.
Por el rabillo del ojo, vi que Fergus le dirigía a Dllenahkh una rápida mirada de reojo.
—Delarua, míreme. —La voz de Dllenahkh seguía siendo amable, pero había en ella un atisbo de acero.
Lo miré, enfadada.
—¡Déjese de «Delarua»! ¡Le he dicho que puedo manejarlo!
—Entonces vamos a asegurarnos. Déjeme entrar en contacto con su mente, tan solo un breve contacto, para estar seguros de que él no ha influido en usted.
Una sensación enfermiza me abrumó. Me levanté y me dirigí dando tumbos a la parte trasera de la lanzadera.
—Aléjese de mí —murmuré, volviendo la cabeza para que no pudieran ver que empezaba a llorar.
—Delarua… —dijo de nuevo Dllenahkh, implacable.
—No me toque, no se atreva a acercarse a mí…
—¡Delarua!
Esta vez fue Fergus, que se volvió para gritar desde el asiento del piloto.
—¡No es usted! ¿No lo ve? ¡Tiene que confiar en el consejero, porque no voy a posar esta lanzadera hasta que sepa que está en su sano juicio! —Contuvo un suspiro de frustración y continuó—: Me he entrenado para este tipo de cosas, he aprendido a reconocer cuándo alguien juega con sus pensamientos. Y déjeme decirle que ese hombre de allí atrás es sutil. Es bueno. Nunca he conocido a ningún cygniano que pudiera hacer lo que él acaba de hacer ahora mismo. No lo subestime.
Me desplomé en el suelo. Quería que todo siguiera encerrado en mi mente: los sueños, mis ansias secretas… Pensé en la vergüenza que caería sobre mi familia si todo eso trascendiera. Me llevé las rodillas al pecho y los puños a los ojos, luchando por permanecer en calma, respirar profundamente, pensar con claridad.
Cuando bajé las manos y abrí los ojos, Dllenahkh estaba arrodillado delante de mí. Su rostro era neutral, sin ningún atisbo de juicio de valor en él.
Hablé en voz baja.
—¿Solo será un contacto breve? ¿No mirará mis pensamientos, mis recuerdos?
Él asintió.
—Un contacto breve. No será una invasión, ni un vínculo. Solo lo que usted permita.
Incliné la cabeza. Un momento más tarde, sentí que las yemas de sus dedos me rozaban la frente y apretaban con firmeza, como si quisiera dejar allí marcadas sus huellas. Entonces se retiraron. Eso fue todo.
Alcé la cabeza, aliviada.
—¡Ya está! Tema resuelto…
Entonces todo volvió, como una riada. Todas las veces que había silenciado mi comunicador, la urgencia forzada de una antigua pasión largamente dormida, sueños que no había creado mi mente, y todas las miradas de decepción y desesperación que el pobre Rafi me había dirigido.
—Ese hijo de puta —estallé—. ¡Ese hijo de puta!
Dllenahkh se levantó y retrocedió con suavidad. La adrenalina me puso en pie y le di un puñetazo a la pared de detrás.
—Fergus, ¿cuánto falta para llegar a Ophir?
—Doce minutos, señora —respondió él. Las palabras sonaron como si se estuvieran abriendo paso a través de una mueca salvaje.
Regresé a mi asiento.
—Que sean cinco. Tengo que hablar con la directora lo antes posible.
Dllenahkh regresó a su asiento junto a mí. Lo miré con firmeza, sintiendo todavía aquella capa de vergüenza por mis pensamientos pero negándome a ceder ante ellos.
—Y Dllenahkh… Gracias.
Su única respuesta consistió en una inclinación de cabeza, pero en aquel gesto neutral me pareció ver un atisbo de aprobación. No supe por qué era tan generoso. Había acudido directamente al corazón de una revuelta sin otra cosa que sus principios como arma y escudo. Yo me enfrentaba por fin a la verdad después de haber desperdiciado quince años en el error.
Sí, el error. Seguía siendo mi terreno, mi responsabilidad. Si hubo una cosa que me estremeció después de que la influencia de Ioan quedara borrada de mi mente, era la comprensión de que nunca manipulaba una emoción que no estuviera ya presente hasta cierto punto, no importaba lo pequeña que fuese.
Recordé aquello cuando fui a ver a Qeturah. Me ayudó a mantener mi furia y mi motivación. Fui directamente a donde estaba sentada en la sala de reuniones, repasando las últimas notas con Joral, Nasiha y Tarik.
Alzó la cabeza para mirarme.
—He venido a hablar con usted directamente. —Se me cerró la garganta, lo que hizo que mi voz se quebrara, pero apreté los dientes y empujé las palabras más allá de la barrera—. Tengo un problema, y necesito su ayuda.
Hora cero más un año, un mes y nueve días
Dllenahkh se encontraba en el balcón principal del hotel y contemplaba las calles de la ciudad y los distantes suburbios de Ophir, envueltos en una bruma ensoñadora de húmedo aire de la mañana. Respiraba con suavidad, no solo por evitar la humedad, sino también para conservar en sus pulmones los últimos restos del aire tranquilizador del monasterio de Montserrat. Había sido inusitadamente difícil quitarse el hábito de novicio la noche antes.
Sonaron pasos que se acercaban, pero no se volvió. Al cabo de un rato, la doctora Daniyel se detuvo a su lado y apoyó las manos en la piedra mojada de rocío de la balaustrada. Consciente de que su gesto denotaba falta de confianza, se limitó a saludar con un asentimiento y esperó a que ella hablara.
—Gracias por ayudarla —dijo en voz baja—. No lo sabíamos.
Él frunció levemente el ceño al mirarla.
—A todos nos han hecho daño alguna vez, aparezca o no en nuestros historiales médicos.
Ella aceptó el amable reproche con una sonrisa triste.
—He retirado mi recomendación de que le aparten de la misión —le informó—. Ahora comprendo que las circunstancias no fueron normales, y confío en su capacidad para rendir en el futuro.
Él inclinó la cabeza y bajó la mirada. No quería parecer grosero, pero tampoco deseaba parecer agradecido. Se puso de nuevo a contemplar el paisaje.
—La primera oficial Delarua insiste en que también ella es capaz de desempeñar sus funciones. —La doctora Daniyel se encogió de hombros—. No estoy del todo convencida, pero no me gusta cometer el mismo error dos veces. También está la cuestión de su perfil psíquico.
Él frunció el ceño.
—Lo he visto. No encaja con las habilidades que ha demostrado.
—A la luz de los acontecimientos recientes, no. Los cygnianos siempre han sido difíciles de calibrar. Se puede esperar algo con ancestros ntshune, sadiri y zhinuvianos, pero algunas de las cosas más extrañas salen de la tierra… Una pizca de segunda visión aquí, un pequeño milagro allá. La mayoría son charlatanes, cierto, pero incluso el sencillo poder de convencer y que te convenzan puede ser una habilidad psíquica. Somos muy buenos engañando a los demás… y a nosotros mismos. —Sacudió la cabeza, pensativa durante un momento, y luego añadió—: Me gustaría que le echara usted un ojo, no solo en el plano profesional, sino también en el personal.
Él no ocultó su sorpresa.
—Ella confía en usted —dijo la doctora Daniyel.
Dllenahkh la miró de frente.
—¿Y confía en usted?
La doctora Daniyel dejó pasar la pregunta retórica, y apartó la mirada como si hubiera tocado su consciencia. Él se habría retirado una vez más a su silenciosa cortesía, pero el pequeño atisbo de vulnerabilidad le hizo presionar con más fuerza.
—Dígame, directora, ¿ha tenido esta misma conversación con Delarua? ¿Le ha pedido que me eche un ojo? ¿Le ha dicho que confío en ella?
Ella se relajó y se echó a reír.
—Por supuesto que no, consejero. No sea tonto. Tuve esa conversación con Joral.
Él sonrió a su pesar, concediendo el punto.
—Consejero —dijo ella, graciosa en la victoria, y se marchó, dejándolo disfrutar de la vista de la mañana.