Casamentero, casamentero
—¿Qué es esto?
El correo y secretario del departamento se volvió a mirar el sobre que había arrojado sobre mi mesa.
—¿Cómo voy a saberlo?
Lo miré de arriba abajo. Gilroy era un joven delgaducho, demasiado alto aunque aún estaba creciendo, y asolado por una cojera resultado de una mala rotura en una granja lejana, a días de distancia de unas atenciones médicas avanzadas. Dedicó todas las energías que debería haber invertido en marcar ganado al chismorreo…, lo siento, a recopilar información. Cogí el sobre y tiré de los extremos de los lazos del sello, mientras lo miraba de modo significativo.
—Bueno… de acuerdo —dijo él. Hizo su habitual gesto precursor de un chisme jugoso: una rápida mirada alrededor para asegurarse de que nadie podía enterarse—. Tengo entendido que le has causado una buena impresión a alguien. Y que vas a tener un ligero cambio de trabajo.
Fruncí el ceño, con temor ahora. La primera asistente biotécnica era nueva en su puesto. A menos que fuera a pillarse un permiso por maternidad o la hubieran despedido, era imposible que yo ocupara su puesto… Ni tampoco lo quería. Solo puedo soportar una cantidad limitada de papeleo antes de sentir la necesidad desesperada de salir a visitar las granjas. Y era absolutamente imposible que me nombraran jefe. ¿Qué otros giros eran posibles en el rumbo de mi carrera?
Advertí que Gilroy me estaba mirando, y sonreía al ver el pánico que yo no me había molestado en ocultar.
—Bien, gracias, cierra la puerta al marcharte —dije, mientras lo despedía con brusquedad.
Cerré los ojos y giré en mi asiento una vez más, tal vez intentando aliviar mi ansiedad, tal vez intentando algún extraño ritual inventado para atraer la suerte. Entonces rompí el sello y saqué mis órdenes.
—¿Qué quieren que haga qué?
Como si siguiera una pista, mi monitor trinó y lanzó un destello. Miré con irritación la bandeja de mensajes, y luego mis ojos se abrieron como platos y abrí el canal.
—Aquí Delarua.
—Segunda ayudante Delarua, imagino que ya habrá abierto su correspondencia.
Mi jefa intenta salirse con la suya haciéndose la simpática. Es bajita y gruesa, con grandes mofletes redondos y profundos hoyuelos. No engaña a nadie. Cuantos más hoyuelos, más seguro estás de que te ha jodido.
—Jefa, no me puedo creer que no discutiera esto conmigo primero. ¿Qué pasó con el Departamento de Guía de Relaciones Humanas y Vocacionales? ¿Se han muerto todos de peste allí? ¿Están en coma? ¿Tienen amnesia?
Mientras expresaba mi frustración me contuve un poco. Por peligrosos que fueran los hoyuelos, era peor si decías algo que los hiciera desaparecer por completo. Mi jefa no permitía que los subordinados se tomaran libertades.
—Lo siento, encanto. Esto ha venido de arriba. —Se encogió de hombros—. Es solo durante un año. ¿Por qué no lo ves como una oportunidad para ampliar tu curriculum vítae?
—¡Mi especialidad es la biotécnica! ¡Cuanto más me aleje de mi campo, más sufre mi currículo…! ¡Usted lo sabe bien! —Entorné los ojos—. Espere un momento. ¿Alguien por encima de usted medró con la estructura del personal de su departamento, y sigue sonriendo?
Sentí que me moría. Mi estómago estaba todavía en caída libre.
—¿Quería deshacerse de mí? ¿Por qué no dijo…?
—¡Delarua, relájese! No tengo ningún problema con usted ni con su trabajo. Y, sí, no estoy destrozada, pero es por quién va a ser su sustituta.
Entonces pronunció el nombre de la doctora Freyda Mar, un nombre que no significará nada para ustedes ni, seamos sinceros, para la mayoría de los cygnianos, pero para aquellos que conocen las últimas investigaciones en el campo de la biotécnica, era casi como si Albert Einstein hubiera decidido tomarse un año sabático como investigador y, en su lugar, dedicarse a enseñar ciencias en secundaria.
—¿Ella? ¿Para qué quiere mi trabajo de mierda…? Lo siento, jefa, pero incluso usted debe admitir que el trabajo menos glamuroso del departamento me cae encima. Quiero decir…, cultivos hidropónicos, e inspecciones de sanidad, y alcantarillado, y conducir cientos de kilómetros, y a veces dormir en graneros si tienes suerte y en el coche si no la tienes. Quiero decir, sí, me gusta, pero todo el mundo me conoce por mis rarezas.
—Bueno, tal vez ella sea rara también. Quiere escribir un libro sobre las aplicaciones prácticas de su investigación. Más poder para ella, digo yo. Siempre he dicho que los académicos deberían mancharse un poco las botas de barro de vez en cuando.
Inspiré profundamente. Si Freyda Mar venía a ocupar mi puesto durante un año, era imposible que me librara de aquélla.
—Bien. Veo que aún me quedan dos meses por delante. ¿Cuándo viene la doctora Mar?
—Dentro de un mes. Tendrá usted el honor de mostrarle la situación.
La idea de que yo (yo) le enseñara a la doctora Freyda Mar cómo hacer mi trabajo durante un mes entero llenó de tanta emoción mi alma técnica que me olvidé por completo de que tenía que marcharme durante un año entero para ir… ¿adónde? ¿A buscar una aguja en un pajar entre la antropología y la diplomacia?
Pasó la segunda mitad de la semana y me dirigí a la oficina de Dllenahkh a la hora habitual para discutir los horarios de inspecciones. Me detuve un momento ante su puerta, preguntándome cómo reaccionaría ante la noticia de mi nuevo destino, pero fue durante un momento. El secretario de Dllenahkh era de la escuela Gilroy: joven, delgaducho y más que curioso ante mi vacilación.
—El consejero Dllenahkh la está esperando —informó con amabilidad.
—Gracias, Joral —murmuré. Y entré.
Intenté explicarle a Dllenahkh lo que creía que iba a suceder: mi traslado, mi sustitución y todo eso. Mantuve un tono neutral: no creo que haya que comportarse con enfado ni alegría en asuntos relacionados con el trabajo, sobre todo con la gente que no pertenece a mi departamento. Él se inclinó hacia delante, colocó los codos sobre la mesa y se miró los dedos en silencio durante un rato. En ese intervalo, me di cuenta por fin de que no estaba sorprendido en lo más mínimo.
—Oh. Oh, no. Oh…
Empecé a maldecir. Una de las ventajas de que los idiomas sean tu afición es que puedes tardar un buen rato en quedarte sin imprecaciones. Ni siquiera había agotado mi lista de las lenguas muertas que conocía cuando me detuve a tomar aire y Dllenahkh intervino, al parecer dirigiéndose todavía a sus dedos.
—¿Es posible que esté enfadada conmigo, segunda ayudante Delarua?
—¿Podría ser que esté usted riéndose de mí, consejero Dllenahkh? ¿Es usted el motivo de esta complicación en mi vida? ¡Por favor, explíqueme esta locura!
Su entrecejo se unió durante un instante, borrando la leve sugerencia de diversión contenida que tanto me había irritado, y por fin me miró a la cara.
—Temo que todavía no la hayan informado del todo. Sin duda su superiora le habrá comunicado todo lo que sabe, y un dossier más detallado sobre la misión vendrá de camino. Le aseguro que esto no es ninguna locura.
Se levantó y se acercó al arcaico mapa que mostraba la provincia de Tlaxce y las regiones que la rodeaban. Se colocó delante, se llevó las manos a la espalda y soltó un gran suspiro que me cogió por sorpresa.
—Antes de comenzar, no le he agradecido adecuadamente su recomendación de que buscáramos la ayuda del Ministerio de Planificación y Mantenimiento Familiar. Como resultado, algunos de los casos de custodia están siendo revisados, y se ofrece asesoramiento a los padres y las familias implicadas. Aunque es improbable que todos los casos se resuelvan de manera amistosa, la situación es menos tensa que antes. Es más, cualquier futuro intento de asociación intercultural se canalizará a través de los programas del ministerio para ese propósito.
—No está mal —dije, con satisfacción y calma—. Llevan estableciendo y manteniendo uniones desde hace generaciones. Son bastante buenos en lo que hacen… No son perfectos, pero siempre es mejor que nada.
Volvió a lanzarme una mirada furtiva, y luego alzó una mano para indicar las provincias.
—Tlaxce, que es la más grande, es también una de las provincias más homogéneas desde el punto de vista genético, debido a la presencia de la capital y del espaciopuerto principal. Nos han aconsejado que si buscamos cygnianos con un alto porcentaje de herencia genética tasadiri, deberíamos ir a las regiones exteriores de las provincias vecinas.
—¿Todavía aferrándose a su concepto de pureza? —dije en voz baja.
Dllenahkh se volvió y me miró de un modo que interpreté que quería decir: «Cuando pierdas tu hogar y todo lo demás menos un pequeño resto de tu pueblo, podrás sentirte libre para dar consejos sobre la ética de la pureza».
Bajé la mirada.
—Bien, la misión es encontrar grupos cygnianos que sean más tasadiri que la media —parafraseé mansamente.
—Su facilidad para los lenguajes de Cygnus Beta es lo que me llevó a recomendar que fuera nuestro enlace. Eso, y su capacidad de reflexión.
Primero el palo y luego la zanahoria. Había desarrollado bastante talento manipulando a los cygnianos con unos cuantos halagos, pensé con amargura.
—¿Y qué papel desempeñará usted?
—Tengo autorización para evaluar los asentamientos y la gente a la que encontremos, y decidir si nos resultaría más eficaz unirnos a esos asentamientos o animar a las potenciales esposas a mudarse al que tenemos aquí en Tlaxce.
Aunque Dllenahkh nunca caería en la petulancia, había en su tono cierta certidumbre que sugería que ya sabía cuál sería la decisión obvia.
Echó un último vistazo al mapa y volvió a sentarse tras su escritorio.
—La primera ayudante de la biotécnica jefa es un año más joven que usted y es probable que sirva en su puesto al menos otros cinco años. La biotécnica jefa no se retirará hasta al menos dentro de otros doce años. Todos los puestos superiores del departamento requieren mayor experiencia en la gestión y menos capacidades técnicas. Calculé que había pocas probabilidades de que su carrera resultara dañada, y… he advertido que nuestros viajes de campo le proporcionan cierta cantidad de diversión. Espero no haber malinterpretado el caso.
Había un levísimo atisbo, una mínima sugerencia de humildad y de preocupación en su mirada.
Me encogí de hombros.
—Lamento haber maldecido de esa forma. Estaba en estado de choque. Tengo la seguridad de que todo saldrá bien.
Él asintió.
—Excelente. Entonces comencemos nuestras rondas, y le iré hablando sobre el resto del personal que compone la misión.
¡Lo que no me dijo, lo que habría sido más útil, fue el nombre del pez gordo que había conseguido aumentar los hoyuelos de las mejillas de mi jefa con el soborno de Freyda Mar! Porque, déjenme que les diga, quiero besar a esa persona. Ya estábamos deslumbrados y deseando darle la bienvenida a la profesora más excéntrica, abstraída, bebedora de oporto y capaz de enfundarse calcetines hasta las rodillas que jamás hubiera salido de la Universidad de Tlaxce. Pero Freyda Mar vestía como una persona normal, bebía agua, se acordaba de todo y… bueno, era un poco excéntrica, pero de un modo que todo el mundo podía apreciar.
Tenía un sorprendente parecido a una alta y madura Malvada Bruja del Oeste, aunque, por supuesto, no era verde. Unos pocos días antes de nuestro primer viaje de campo, miré su largo y ondulado pelo negro, y todo lo que pude decir fue:
—¿Está segura?
Ella echó un vistazo a mis cabellos, que llevo muy cortos.
—¿Sabe? Tiene razón.
Entonces me voy a buscar café para la pausa de media mañana y, cuando vuelvo, las tijeras están fuera del cajón y sobre la mesa, y la papelera está a rebosar de un metro de cabellos. Ya les digo, me quedé con la boca abierta, pero ella tan solo se rio de mí y me quitó las tazas de la mano antes de que se me cayeran.
A pesar de todo eso, parecía un poco nerviosa por trabajar con los sadiri, así que le ofrecí una rápida y casual puesta al día mientras ella, apurada, apuntaba notas en su palmar.
—Confíe en mí: causará sensación. No charlan de nimiedades y tienen una constante necesidad de datos intelectuales, así que siéntase libre de discutir su trabajo en detalle. Deje que ellos hagan las tareas pesadas: tienen la constitución adecuada para ello, que da la alta gravedad, y les encanta alardear de su fuerza física. No intente estrecharles la mano. No le toque la cabeza a nadie, sobre todo el pelo. Eso es un gran no-no.
—¿Costumbre? ¿O algo más? —preguntó ella, deteniéndose a media frase.
—Muy sagaz por su parte —dije, con gesto aprobador—. No lo sé con seguridad, pero creo que puede tener algo que ver con la telepatía.
Ella asintió. Parecía pensativa y mucho más relajada.
—Hace años me pasé algún tiempo investigando en una universidad del sistema Punartam. Allí conocí a un piloto de nave mental sadiri. Siempre llevaba guantes, y siempre tenía la cabeza cubierta. Al principio pensé que era algo cultural, pero tal vez sea otra cosa.
Freyda acababa de demostrar que era la típica técnica. Pídele que recuerde algunas reglas arbitrarias de etiqueta extranjeras, y se echará a temblar. Dale una posible explicación científica para una conducta social, y estará encantada.
Los viajes de campo son una auténtica prueba de carácter, y yo no tenía ni idea de cómo soportaría los largos y a veces aburridos trayectos. Pronto descubrí que podía hacerle cantar cualquier musical o cualquier ópera, en voz muy alta, mientras el coche avanzaba, y a veces yo me unía, aunque con menos chorro de voz y habilidad. El pobre Dllenahkh, que estaba acostumbrado a viajes mucho más tranquilos, nos miraba de reojo con expresión de horror. Pero incluso Dllenahkh acabó por apreciarla cuando pasó a modo técnico. La escuchaba con mucha, mucha atención, sus estaturas casi parejas, asintiendo una y otra vez mientras ella soltaba una perorata sobre algún aspecto de su última teoría. En un momento dado, pude jurar que lo veía mirarla casi embobado, como si hubiera dejado de escuchar el contenido de sus palabras y estuviera pensando en otra cosa.
Estaba preparándome para burlarme de él diciéndole que estaba colgado de ella para rivalizar con mi cuelgue profesional, pero entonces me pilló por sorpresa la semana siguiente. Esperaba que Kavelan lo sustituyera como enlace, pues era un joven pero sereno subordinado a quien había tratado varias veces el año pasado o así. En cambio, apareció un rostro completamente nuevo. Era difícil calcular su edad, pero por su aura de madurez supuse que estaba más cercano a la edad de Dllenahkh que a la del varón sadiri medio de las granjas.
Dllenahkh hizo las presentaciones.
—Este es mi sustituto, el doctor Lanuri. A partir de ahora nos acompañará en las inspecciones.
El doctor Lanuri inclinó la cabeza, y Freyda y yo hicimos lo propio. Tenía arrugas en la cara que daban toda la impresión de ser producto de la risa, pero, si lo eran, hacía mucho tiempo que no se ejercitaban. Seguía teniendo una expresión ligeramente vacía de profunda depresión que había caracterizado a Dllenahkh y a muchos otros sadiri durante los primeros días de asentamiento.
Ojalá pudiera decir que tuve la oportunidad de conocerlo mejor, pero después de un rápido repaso al calendario de inspecciones, Dllenahkh nos condujo no a un vehículo de tierra, sino a dos.
—Como nuestros vehículos deben servir ocasionalmente como refugios temporales —dijo—, no juzgué demasiado aconsejable ser demasiado estrictos con el límite de pasajeros. Por tanto, cada equipo irá en su propio vehículo de tierra. Los sistemas de navegación están enlazados. Les deseo un viaje agradable y seguro, doctor Lanuri, doctora Mar.
Y entonces se encaminó hacia un coche con lo que parecía una prisa antinatural y poco digna, para tratarse de un sadiri. Lo seguí, con cierta perplejidad ante su formal e innecesaria despedida del doctor Lanuri (al fin y al cabo, el primer tramo de nuestras rondas solo llevaba dos horas de viaje), y preguntándome si me había imaginado un brillo exasperado en los ojos del doctor Lanuri, como el que habitualmente me dirige mi madre cuando empieza a insinuar que no estaría mal que le diera un segundo yerno y más nietos.
—¿Sabe? —le dije cuando nos pusimos en marcha—. Estoy pensando que el Ministerio de Planificación y Mantenimiento Familiar sería más sutil que usted. Tal vez debería dejar que sean ellos los casamenteros.
Dllenahkh se hizo el ofendido, pero su conducta olía demasiado a satisfacción como para resultar convincente.
—No comprendo qué quiere decir con eso. Es más conveniente que la doctora Mar y el doctor Lanuri vayan juntos en un vehículo, para que puedan iniciar el proceso de «construcción de equipo» que es tan importante para los cygnianos.
—Ajá —repliqué con profundo sarcasmo.
La doctora Mar, como cualquier urbanita, era suficientemente culta para reducir su entusiasmo natural a un volumen y una frecuencia que su nuevo colega pudiera apreciar, lo que quiere decir que parecían tener una buena conexión al final de las dos primeras horas. Con todo, cuando a la semana siguiente partimos a nuestro destino un poco por delante de los demás tuve la impresión de que oíamos cantar (ópera, en voz alta) en el segundo vehículo de tierra. Por supuesto, para cuando el coche se detuvo y las puertas se abrieron, solo había una tranquila charla profesional entre ambos.
Miré sorprendida a Dllenahkh. Él se limitó a alzar las cejas de un modo que equivalía a «Ya se lo dije».
—¿Cómo lo ha logrado? —pregunté cuando los otros no pudieron oírme.
—¿Lograr qué? —preguntó él con frío tono burlón.
—¿Cómo sabía que conectarían? Eso requiere un nivel de intuición que no me parece probable en la metódica mente sadiri.
—Extrapolé a partir de lo que sabía de la difunta esposa del doctor Lanuri. Se parecía mucho a la doctora Mar, en modales y aspecto. Lanuri lo ha tenido… difícil desde la muerte de su esposa. Esperaba que pudiera encontrar solaz en compañía de la doctora Mar, y, permítame que lo admita, quizás incluso considerar la posibilidad de volver a casarse.
Cualquier otro día eso habría significado más burlas sobre si era un casamentero, pero ese día estaba de un humor de perros.
—Así que incluso los hombres sadiri consideran que las mujeres son intercambiables —rezongué entre dientes.
—No he dicho eso —murmuró él, mirándome extrañado.
Agité la mano, intentando descartar las palabras.
—Perdóneme. Estaba pensando en otra cosa, algo irrelevante. Bien, así que la segunda esposa es a menudo muy parecida en temperamento y aspecto a la primera esposa.
—Sí. La primera relación, en cierto modo, no se rompe nunca y busca constantemente al compañero ausente. Casarse con alguien similar atenúa parte del choque, y ayuda con el proceso del duelo.
—Hay quien cree que los sadiri viudos se marchitan y mueren —observé, refiriéndome a un tropo común en la literatura y el drama cygnianos.
—Eso sería inadecuado —respondió Dllenahkh, infundiendo a la palabra un tono de disgusto que era nuevo—. Hay grados de profundidad de relación. Todos los sadiri experimentan un vínculo con los demás, y hay rituales que profundizan la conexión. La ceremonia del matrimonio es solo uno de ellos. Sin embargo, puedes estar conectado telepáticamente con alguien con quien es difícil vivir en paz. La capacidad de conocer la mente de otro no excluye la posibilidad de no comprenderla.
—Buen argumento —repliqué. No se dijo, pero quedó sobrentendido, que ningún sadiri se tomaría el egoísta lujo de elegir la muerte como vía de escape al dolor emocional. Todos eran deudos, y ahora la vida era la prioridad.
Las inspecciones de la semana siguiente fueron mera rutina. El doctor Lanuri parecía ligeramente menos deprimido, y Freyda se mostraba tan alegre y profesional como siempre. No era gran cosa. Pillé a Dllenahkh con expresión preocupada.
—Solo acaban de conocerse —le dije—. ¿De verdad que esperaba amor a primera vista?
—Hum —respondió él—. ¿Ha dado la doctora Mar alguna indicación…? —Fue incapaz de completar la frase, pero comprendí lo que estaba preguntando.
Yo estaba horrorizada. Solo levemente horrorizada, en realidad, pero le seguí la corriente porque escasean las ocasiones en que Dllenahkh se comporta de un modo diferente del consumado sabio sadiri.
—No me puedo creer que me haya preguntado eso. Es grosero incluso para los baremos cygnianos.
Él frunció un poco más el ceño y cambió de tema.
Pero lo averigüé. No preguntando (no soy tan inquisitiva), sino gracias al alcohol, y ni siquiera mi alcohol, así que en realidad no fue culpa mía. El último día de nuestras inspecciones juntos, Freyda me mostró una botella de una fuerte cosecha cygniana que tenía oculta en la mochila. Cogimos un vehículo de tierra para nosotros y pusimos el piloto automático y la navegación al mando.
Entonces comenzamos a charlar. Le conté lo que pensaba de la misión, que era esencialmente una pérdida de tiempo, pero que al menos me pagaban por recorrer el mundo durante un año, y los sadiri tendrían la satisfacción de saber que habían investigado todas las posibilidades. Ella me contó que estaba harta del mundo académico y que tomarse un año sabático para escribir un libro parecía un poco blando, pero de ese modo estaría fuera durante un año y conservaría el sabático para escribir, con lo que no se mantendría alejada de la universidad durante un año, sino dos.
El vino entró suavemente. Descubrí que había un poco de tasadiri en sus ancestros. Ella descubrió que yo tenía suficiente ntshune en los míos para que empezara a darnos la risa. ¿Han oído decir que la risa es contagiosa? Bueno, muchos cygnianos de origen ntshune tienen el don de hacer reír a la gente con ganas, lo que probablemente sea algún tipo de retroalimentación emocional inintencionado.
Pasamos la siguiente inspección conteniendo la risa mientras los sadiri nos miraban sorprendidos.
El siguiente viaje estuvo dedicado a charlas más sobrias. Ella dijo que había estado prometida, pero que tomaron la decisión mutua de no casarse después de que su carrera académica despegara, lo que la dejó atada a la ciudad y a su prometido deseando todavía vivir la vida del colono. Le conté que yo también había estado prometida, y que también rompimos de mutuo acuerdo, aunque mi carrera no era en modo alguno tan ilustre como la suya.
—Todavía tienes tiempo —dijo con generosidad.
Al principio pensé que estaba hablando de mi carrera, y me sentí halagada, pero luego me di cuenta de que se refería a tener una familia, y me sentí un poco menos halagada.
—Bueno, ¿y tú? ¿Has pensado en retirarte pronto y volver a ser ama de casa en una colonia?
Ella pareció cohibida.
—Supongo que podría registrar mi nombre en el Ministerio de Planificación y Mantenimiento Familiar, pero sigo enamorándome de los hombres equivocados y me distraigo.
Las palabras eran generales, pero había algo en la culpa que cruzó su rostro que me hizo contener el aliento y farfullar:
—¿Lanuri?
Por primera vez, oí amargura en su risa.
—¡Espero no ser tan obvia!
—¡No! No, no lo eres. Es que…, bueno, parece que os lleváis bien, y… hmm… Por cierto, ¿cómo muestran los sadiri qué les importa?
Ella se echó hacia atrás los ásperos rizos de su pelo corto y frunció el ceño.
—¡Bueno, estoy segura de que no mencionan a todas horas lo hermosas, inteligentes y completamente irreemplazables que son sus difuntas esposas!
—Oh —dije con tristeza.
—Sí, soy una persona triste y enferma, celosa de una mujer que murió en el mayor ataque genocida desde…, bueno, desde que se fundó Cygnus Beta. Y si dices una palabra de esto… —concluyó bruscamente, y llegó la hora de cambiar de tema.
Volvimos un poco antes que los otros dos, y en vez de sentarnos y esperar fuera convencimos a Joral de que nos dejara trasladar la fiesta de despedida al despacho de Dllenahkh. El resto del lugar estaba vacío (los viajes de inspección a menudo nos ocupaban hasta mucho después de que acabara la jornada laboral), así que dejamos la puerta abierta, pusimos los pies sobre su mesa en una especie de acto de rebelión contra todas las sensibilidades sadiri y nos pusimos a terminar con el vino.
Después de que pasara una breve media hora, oímos la voz entre susurros de Joral a través de la puerta abierta.
—La doctora Mar y la segunda ayudante Delarua parecen enzarzadas en algún tipo de ritual femenino.
—¿En mi despacho? —fue la divertida respuesta de Dllenahkh. Creo que ambas estábamos imaginando la expresión de su rostro, porque nos lanzamos a otro ataque de risas que puso fin a cualquier ilusión de profesionalidad.
Por fortuna, esa no fue la despedida final. Tuvimos una bonita, sobria y adecuada despedida una semana más tarde en la principal estación de tren de la ciudad. Gilda estaba allí, y el doctor Lanuri y Freyda. Abracé a Gilda con fuerza, tomando nota mental de enviarles muchas baratijas de recuerdo a sus niños, y recibí besos en la mejilla por parte de Freyda, mientras no paraba de pensar: «¡Soy colega de copas de Freyda Mar! ¡Qué fuerte!». Nos dimos la mano brevemente e intercambiamos miradas. La de ella decía: «No le digas a nadie lo patética que soy». Y la mía decía: «Tranquila, no eres patética. Lo harás bien».
Los tres hombres sadiri, Lanuri, Dllenahkh y Joral, se mantenían un poco apartados, haciendo sus sombrías despedidas, mucho más absortos en el significado de la misión y sus esperanzas de éxito que ninguna trivial tristeza por la ausencia temporal de un colega. Sentí un pequeño sobresalto cuando los miré, una súbita consciencia de la loca realidad que los había traído aquí, un destello de reflexión sobre cómo la muerte y la devastación había reformado por completo sus vidas y destinos. Como Freyda, de repente me sentí tonta por molestarme con ellos por un pequeño asunto de amor no correspondido.
Subimos a bordo del tren y encontramos nuestros asientos. Apoyé la cabeza contra la ventanilla, mirando a Freyda mientras ella se entretenía para darnos un último adiós, conteniendo las lágrimas. Tonterías casamenteras… Y ahora ella tendría un año para sufrirlo, fingiendo que sus sentimientos no existían. Me sentía enfadada con Dllenahkh. Ponerle delante a un varón sadiri que estaba emocionalmente fuera de su alcance (ja, eso sí que era una tautología, si alguna vez hubo una) era más que cruel: era irresponsable. Pensé en los fallidos intentos de cortejo que habían dejado marañas que ni siquiera el Ministerio podría soltar. ¿Sería alguno de ellos capaz de formar uniones formales, uniones basadas en algo más que la desesperada necesidad de mantener viva su herencia cultural y genética? ¿Admitirían alguna vez los sadiri que necesitaban terapia?
Mi lucha con mis emociones no pasó desapercibida.
—Echará mucho de menos a la doctora Freyda —dijo Joral, examinando mi rostro con curiosidad.
—Sí —dije, con tono firme, calmado y neutral—. Ojalá pudiera haber tenido más tiempo para trabajar con ella.
Joral asintió, comprensivo.
—El doctor Lanuri habla a menudo de ella. Creo que casi la considera sadiri por su claridad y profundidad de pensamiento. Es más, dice que su aspecto es muy agradable, y que en muchos aspectos le recuerda a su difunta esposa…
—¡Joral! —le reprendió Dllenahkh.
—Pero si es cierto. Solo estoy repitiendo lo que el doctor Lanuri ha dicho en varias…
Lo miré, y de repente todos los fragmentos que conocía se unieron en una Gestalt que no se parecía a nada de lo que había asumido al principio.
—Joral —dijo Dllenahkh con severidad—, no es apropiado discutir…
—¡Joral, tiene usted más sentido que ninguno de nosotros! —exclamé. Me levanté de un salto y corrí hacia la puerta, me detuve resbalando, volví a agarrar al sorprendido joven por la cara y plantarle un beso en la frente, y luego eché de nuevo a correr. Freyda acababa de darse la vuelta para marcharse del andén. Le pegué un grito y ella se volvió a mirarme sorprendida.
—¡Te quiere, le recuerdas a su esposa, nunca lo admitirá, es una estúpida cosa sadiri, depende de ti! ¡Vamos, vamos, VAMOS!
Ella me miró boquiabierta, sus ojos se fueron abriendo gradualmente cada vez más durante mi susurrado galimatías y acabaron llenándose de lágrimas, y la boca abierta se convirtió en una amplia sonrisa. Le di un rápido abrazo y corrí para escabullirme entre las puertas de mi vagón antes de que se cerrasen.
Regresé a mi asiento con una sonrisita de triunfo agridulce. Dllenahkh me miró con una expresión extraña que no pude interpretar del todo, pero no me importó. Estaba pensando en el año que teníamos por delante y esperaba que al menos hubiera un final feliz para una amiga.
Joral se inclinó hacia delante y dijo, muy serio:
—Parece muy triste por tener que marcharse. No importa si quiere llorar, primera oficial Delarua. No pensaremos mal de usted. Comprendemos que es una conducta común en muchas mujeres terrestres.
—Bueno, soy cygniana —repliqué—. Y no iba a llorar.
Lo juro, nada me irrita más que ponerme demasiado emotiva delante de un sadiri. Hacen que te sientas como una tonta.
Dllenahkh tosió, casi pidiendo disculpas.
—Primera oficial Delarua, sugirió usted en una ocasión que yo le había complicado la vida al pedir que la asignaran a esta misión. ¿Se da ahora el caso de que empieza a disfrutar de las complicaciones?
—Eso que muestra es una veta de hijoputez casi cygniana, Dllenahkh —le advertí con una sonrisita de reconocimiento.
Él se irguió levemente, y sus cejas se alzaron una fracción ante el taimado insulto. Entonces el tren arrancó y nos marchamos para comenzar nuestra gran aventura, dar la vuelta al mundo en un año estándar.
Hora cero más once meses y veintiocho días
El tiempo estándar lo inventaron los pilotos sadiri. La mayoría de los procedimientos y cualificaciones sadiri seguían líneas rectas y progresiones lineales, creadas para la conveniencia de los diez dedos. Pero el tiempo…, el tiempo pertenecía a un reino superior. No podía ser transportado en manos humanas, no mientras llevara constantemente mentes humanas. Era todo círculos, ruedas dentro de ruedas, un año estándar de trescientos sesenta y seis días estándar enroscados en doce meses, que a su vez estaban compuestos por los pequeños torbellinos de doce horas de día y doce horas de noche, diminutos minutos y segundos giratorios, continuos alientos y parpadeos y latidos.
Ser descrito como poseedor de una mente de piloto era a la vez una maldición y un cumplido: podía significar que eras incapaz de notar la diferencia entre profecía, recuerdo y mero déjà vu.
Dllenahkh sabía que había pasado casi un año estándar desde la destrucción de su hogar y su vida. Lo sabía, pero no como un recuerdo, sino como el vago temor de una muerte posible, una muerte que aún estaba por venir. Dejó a un lado el pensamiento y la sensación mientras aún podía respirar y, en cambio, se concentró en el presente. El tren vibraba suavemente, las ventanillas llenas del rico color negro de una noche sin luna en mitad de la campiña. Delarua ya se había retirado al coche-cama, y los había dejado para que continuaran con su trabajo. Dllenahkh miraba la tranquilizadora oscuridad, luego se obligó a examinar una vez más la pantalla de su palmar. La luz ambiental era demasiado tenue y la pantalla demasiado brillante… pero admitió que tal vez no era ahí donde residía la culpa. La pequeña tensión que había alrededor de sus ojos podía estar causada por el hecho de que miraba con demasiada intensidad los informes y apuntes, como si deseara que creasen el mundo que quería que existiera.
A puerta cerrada, el Consejo había debatido sobre la propuesta de la misión con una mezquindad y falta de dirección que rivalizaba con los inmaduros jóvenes a quienes decían representar y gobernar. Pero claro, por lo que había visto y oído, el gobierno de Nueva Sadira tampoco lo estaba haciendo mucho mejor, algo que le parecía tranquilizador y desazonador a partes iguales. Si la respuesta del gobierno cygniano hubiera sido algo tibia, la misión habría sido cancelada, pero se habían mostrado entusiastas, ofreciendo especialistas, fondos y recursos hasta que el proyecto ganó un impulso imparable, e incluso los consejeros más cínicos se ablandaron.
Esperanza: esa era la clave. Todos se aferraban a clavos ardiendo, desesperados y ahogándose, y luego lo hacían a un nuevo grupo de clavos. Era agotador. Era todo lo que tenían. Naraldi decía que era importante seguir avanzando: sí, avanzando, agarrándose a un clavo cada vez. Era un consejo enormemente irónico, pero útil, y algo a lo que aferrarse, ahora que Naraldi estaba fuera en su propia misión, más allá del alcance de ningún comunicador o mensajero. ¿Sus últimas palabras, tal vez? No, eso nunca. Esperaba que Naraldi tuviera un buen viaje y un buen regreso. ¿Qué era un clavo más que añadir al resto?
—La primera oficial Delarua no es lo que esperaba —musitó Joral.
Dllenahkh mantuvo la cabeza inclinada sobre el calendario de la misión. A veces era mejor no picar cuando Joral caía en su costumbre de pensar en voz alta.
—Me besó.
Dllenahkh miró al joven. Como declaración era inocua, pero el rostro de Joral tenía ese gesto de ansiosa reflexión que usaba cada vez que se hablaba de mujeres.
—Es demasiado mayor para ti —replicó con tono firme, aunque no desagradable—. Ahora repasemos de nuevo los informes de Acora, Sibon y Candirú. Me gustaría que estuviéramos completamente preparados cuando nos reunamos con nuestros nuevos colegas.