El mejor de todos los mundos posibles

El mejor de todos los mundos posibles

Recuerdo cuando llegaron los sadiri. Nos congregamos en la puerta para saludar su llegada y, a decir verdad, para curiosear un poco. Los sadiri se consideraban a sí mismos la cúspide de la civilización humana. ¡Imagínenlos asentándose en Cygnus Beta, un estercolero galáctico para pioneros y refugiados! Bueno, parecía que éstos, al menos, estaban dispuestos a romper el molde. Pero claro, muchas cosas se habían roto sin que fuera posible repararlas, y a veces tiene más sentido crear algo nuevo.

Casi parecían cygnianos (los ojos, el pelo y la piel pertenecían más o menos al espectro del marrón), a excepción de la brillante iridiscencia del cabello y un brillo más sutil en la piel que solo se advertía a plena luz del día. Como era la estación seca, había luz de sobra. Salían al sol y parecían aliviarse con el calor. No me digan que no: ese estereotipo de los «impasibles sadiri» no es más que una chorrada. Tienen lenguaje corporal. Tienen expresiones. El que no expresen a gritos sus emociones, como hace la mayoría de la gente, no quiere decir que no las tengan.

Los parlamentarios les dieron la bienvenida, formal pero breve, y los llevaron a sus mansiones con buen estilo diplomático. Todo el mundo sentía lástima de los sadiri en aquellos primeros días, y tal vez todos estábamos demasiado orgullosos de nosotros mismos por darles cobijo. Cygnus Beta no es una colonia rica, ni mucho menos, pero comprendemos los desastres de la huida de la guerra y la enfermedad, y de luchar por encontrar un lugar donde te quieran. Mucha gente actúa como si la desgracia fuera contagiosa. No quieren exponerse a ella demasiado tiempo. Te aceptan y hacen todos los gestos y sonidos adecuados, pero cuando pasan los meses y siguen todavía en su casa o en su ciudad o en su mundo, la bienvenida empieza a difuminarse un poco.

Eso lo comprendíamos, y quizá también estábamos haciendo una declaración de intenciones. No hay ningún grupo en Cygnus Beta que no pueda rastrear el origen de su familia y relacionarlo con alguna catástrofe de alcance mundial. Sin tierras, sin parientes, no deseados… En teoría, los sadiri encajarían bien.

Eso era lo que yo creía el día en que llegaron los sadiri. Apenas presté atención cuando mi amiga Gilda me dijo:

—¿Pero dónde están las mujeres?

Tendría que haber prestado atención.

No es que no vengan a Cygnus Beta grupos compuestos solo por varones. La gente envía muchas veces a los más fuertes e intrépidos para establecer cierto nivel de comodidad en los asentamientos antes de traerse al resto de la familia; en algunas culturas, eso quiere decir solamente hombres. La realidad de la sociedad cygniana es que esos hombres suelen asentarse con alguien que ya está allí, porque, permítanme que lo diga, no hay ninguna relación a larga distancia que sea como la interestelar, sobre todo cuando estás aislado en una roca donde comunicarte con el resto de la galaxia implica que las transmisiones tengan una tardanza de varias semanas en el espacio real desde el satélite de largo alcance más cercano. Pero… ¿hombres sadiri? ¿El epítome de la moralidad y la tradición, eruditos demasiado absortos en sus ejercicios mentales como para sucumbir a los instintos más primarios? Era difícil imaginarlos volviéndose nativos como la mayoría de los chicos de frontera.

Por suerte para mi curiosidad, estaba en situación de averiguar algunas cosas sobre ellos. Soy segunda ayudante de la biotécnico jefe de la provincia de Tlaxce, lo que significa que puedo viajar mucho porque se trata de la provincia más grande, y también la que tiene mayor número de asentamientos nuevos. Hay muchas colonias sadiri en otros mundos. Además (y mantengan esto en secreto, por favor), siento una especial debilidad por los lenguajes. Lenguajes antiguos, lenguajes nuevos, lenguajes inventados… Lo que sea: esa es mi afición. Además, ya chapurreaba el sadiri, así que era inevitable que me encargaran el trabajo de enlace de los departamentos de Salud Pública y Agricultura.

Mi homólogo era la alegría de la huerta. Nada de chismes, nada de perder el tiempo. Yo aparecía en su despacho, él repasaba brevemente conmigo el orden del día, y allá que íbamos en un vehículo de tierra, a realizar nuestras inspecciones. No hace falta decir que su dominio del idioma estándar era mejor que mi sadiri, así que muchas veces yo me dedicaba a escuchar mientras él hablaba con los granjeros, y después me hacía un resumen para que no me perdiera nada. Yo no esperaba que hablaran estándar conmigo. Cuando han estado a punto de exterminarte, el lenguaje es la primera cosa a la que te aferras, una de las principales señas de identidad.

Un día, mientras volvíamos a su despacho, tuvo lugar una conversación muy interesante.

—Dllenahkh —le dije (aprender a pronunciar su nombre había sido todo un desafío, pero cuando utilicé una «di» zulú y una «ch» escocesa le pillé el truco)—, cuénteme cómo podemos ayudarlos a largo plazo. ¿Qué tipo de asentamiento planean establecer? Comprendemos que su objetivo es mantener viva tanto de Sadira como sea posible. ¿Necesitan plantas sadiri? ¿Variantes resistentes cruzadas con la flora indígena, o especialidades de invernadero en biodomos? Podemos pedirles todo lo que queramos a los bancos de semillas galácticos, o incluso comprobar con Nueva Sadira qué cepas están desarrollando.

—Gracias, segundo ayudante Delarua, pero de momento nos basta con ajustamos al entorno y ser autosuficientes con lo que tenemos a mano. Examinaremos con más atención nuestros objetivos a largo plazo cuando terminemos la fase inicial.

He de confesar que me gustaba escuchar a Dllenahkh. Tenía una voz muy suave, grave, lenta y muy precisa. Era una voz que cuadraba con su meticulosidad y profesionalismo. Ojalá yo tuviera una voz que cuadrara con lo que hago. Me han dicho que hablo como un gallo demasiado nervioso cuando empiezo a hablar de mi trabajo.

—No obstante, hay un tema en el que pueden ayudarnos —continuó Dllenahkh—. Nuestra comunidad está relativamente aislada, y se ha sugerido que sería adecuado que aprovecháramos la oportunidad para conocer otras culturas de Cygnus Beta. Para participar. Para… mezclarnos.

Empleó el estándar para decir esto último, pues no había ningún equivalente exacto en sadiri capaz de expresar la frívola intención que ocultaba esa palabra.

—¿Mezclarse? —repetí con incredulidad.

—Sí. Mezclarnos. Aunque queda mucho por hacer, empezamos a sufrir la falta de estímulo mental. Cygnus Beta es célebre por tener algunas de las culturas más complejas y vibrantes de la galaxia. Sería adecuado estudiarlas.

Lo miré de reojo. Llevaba con los sadiri el tiempo suficiente para saber que, cada vez que empiezan a decir que algo es «adecuado», se trata o bien de algo que no van a decirte, o bien de algo que no admiten ante sí mismos. Dllenahkh había dicho «adecuado» ya dos veces.

Él me miró del mismo modo, con lo que he aprendido que es su tipo de humor.

—¿Y bien? ¿Tiene alguna recomendación?

—¿Tengo alguna recomendación para que los muchachos sadiri pasen una noche fuera? —me encogí de hombros, sonreí, y me permití una carcajada—. Ya se me ocurrirá algo.

Y así fue. El Ministerio de Cultura tiene todo tipo de programas, y conseguí que alguien preparara un paquete que incluso los sadiri pudieran disfrutar. Pero, gente, esto es Cygnus Beta. Sí, tenemos unas cuantas ciudades grandes y varias medianas (no somos todos unos palurdos campesinos, vagabundos y aventureros), pero hay pocos artistas y actores profesionales, y pocos museos y teatros de nivel galáctico. Tan solo no podemos permitírnoslos. Es cierto que la mayor parte de la acción sucede en el cinturón urbano, pero a menudo hay grupos de artistas que van de gira y tientan su suerte. En algunos sitios les pagan en créditos, y en otros, en especie. Hablé con uno de los actores que alababa la dicha del camino, y cómo había hecho un mapa cuyas localizaciones marcaba en función de la excelencia de sus productos particulares: los mejores vinos y licores, por supuesto; los mejores panes; la mejor carne curada y el mejor pescado ahumado, y las hierbas más fragantes para usarlas como incienso y para fumar. Le dabas un nombre y podía decirte dónde conseguirlo.

Debería señalar que «aficionado» o «semiprofesional» no significa «de baja calidad». Significa «calidad variable». Te encuentras actores serios junto a aspirantes diletantes porque las compañías de teatro tienen que aceptar la gente que vayan encontrando. El mejor rey Lear puede ser el guardia de seguridad de una pequeña sucursal de un banco de pueblo. Solo disfruta de dos o tres semanas libres para sus representaciones, y luego vuelve el suplente…, que es el muy diligente pero no tan buen actor amigo del director, y ya retirado.

Le ofrecí dos opciones: o bien una serie de excursiones de un día al cinturón urbano, o bien visitas a las granjas sadiri por parte de algunas de las compañías que estaban de gira.

—Ambas —dijo Dllenahkh.

—¿Ambas? —repetí, alzando una ceja, mi tono de voz más seco que sorprendido.

Él alzó a su vez una ceja.

Pues ambas.

He mencionado antes a mi amiga Gilda. La quiero con dulzura, pero juro que es una mala influencia para todo el mundo. Sospecho que tres de sus cuatro hijos no son de su marido, y que él lo sabe pero no le importa. Lo tiene tan sometido que debe de contar con más de un zhinuviano entre sus antepasados. Frecuenta tres grupos principales, y trata de molestarlos a todos. Aburre al grupo de las amas de casa con su investigación científica, cabrea a sus amigos de bebida con sus historias domésticas, y escandaliza a sus colaboradores (y ahí entro yo) con sus escabrosas escapadas sexuales.

De modo que Gilda se alegró al enterarse de que los sadiri iban a salir, porque también quería «la oportunidad de conocer otras culturas», si entienden lo que quiero decir. Insistió en ser la coordinadora y guía. Al principio me alegré cuando me quitó ese peso de encima, porque así podría volver a asuntos corrientes, pero se trataba de Gilda, y algo me dijo que investigara más a fondo.

—Bueno —le pregunté en la oficina cuando estableció las primeras giras teatrales—, ¿cuál es la cartelera de este viaje?

Grease: el musical espacial, Tito Andrónico y ese nuevo monólogo de Li Chen donde se pasa los diez primeros minutos caminando de un lado a otro del escenario en silencio, y luego se sienta en un sillón de inspiración Bagua en el centro y se pone a tocar las flautas uilleannas.

—Aie-yi-yi —canturreé con tristeza—. ¿Quieren que nos pongan verdes?

—Nos pondrán verdes de todas formas. Ellos son sadiri, y nosotros terrestres… Bueno, terrestres en la mayor parte. Juzgar a otros humanos y considerar que son inferiores es lo que hacen los sadiri.

Y eso no le molestaba lo más mínimo.

Al principio no dije nada. Estrictamente hablando, era cierto. Los sadiri y sus flotas de naves mentales habían sido el núcleo duro de la ley galáctica, la diplomacia y los descubrimientos científicos durante siglos. Aunque otros humanos les guardaban cierto rencor, yo sabía que no era la única persona que esperaba para sus adentros que la versión reducida de su gobierno fuera igual de efectiva dirigiendo la flota. A nivel personal, no había advertido ninguna actitud de superioridad en Dllenahkh, pero cuando se tenía en cuenta que su planeta natal estaba envenenado por sus propios primos cercanos, los ainya, bueno… Eso no les dejaba mucho terreno para mirar con desprecio a los demás, ¿no? Antes de que pudiera expresar en voz alta ese pensamiento, tosieron con suavidad en mi puerta.

—¡Dalenak! —saludó Gilda, jovial. ¿Cómo conseguía Dllenahkh no dar un respingo ante la atroz pronunciación de esa mujer?—. ¿Viene al viaje inaugural?

Dllenahkh le dio las gracias con cortesía, y dijo que no, que solo había venido a hacerme una consulta referida a los cultivos hidropónicos de las granjas de la zona suroccidental, que habían experimentado algunas dificultades. Ella captó la indirecta y se marchó para que yo pudiera cerrar la puerta y hablar con Dllenahkh en privado.

—Creía que mentir no era propio de los sadiri —empecé a decir. Entonces lo miré con más atención—. ¿Dllenahkh? ¿Quién le ha golpeado?

—Es un asunto interno que ya está resuelto —respondió él.

Fruncí el ceño, pero no podía decir nada al respecto. Parecía… deprimido.

—Parece usted distraído. ¿Qué le trae a la ciudad si no es la gira teatral de Gilda?

—Hay un emisario del gobierno de Nueva Sadira que viene de visita. Hemos concertado una reunión para mañana.

Eso seguía sin explicar qué hacía Dllenahkh en mi oficina.

—¿Le gustaría venir conmigo al Museo de Historia? —pregunté.

—Sí —respondió él, algo ausente—. Eso sería muy interesante.

Fuimos caminando. Yo guardé silencio, esperando que Dllenahkh me hablara.

Él esperó hasta que pasamos los expositores geológicos y entramos en la Sala de Nombres antes de empezar a hablar.

—¿Sabe por qué vinimos a Cygnus Beta? —preguntó.

Lo miré. Sus ojos miraban al frente, a los escritos grabados en la pared de granito.

—Vinimos a buscar a los tasadiri —volvió ligeramente la cabeza y me miró—. ¿Sabe de quiénes hablo?

—Sadiri que no practican las disciplinas mentales —repliqué de inmediato—. Dejaron Sadira y fundaron Ain, y unos pocos se asentaron en otras partes de la galaxia. Pero no fundaron Cygnus Beta. Ya estaba aquí.

—He oído hablar de los seres a quienes llaman ustedes los Cuidadores.

Lo dijo con neutralidad, y me alegré de la pequeña cortesía. Hay quien piensa que el concepto de los Cuidadores es solo otro de esos mitos de guardianes salvadores con los que sueñan las sociedades primitivas para enfrentarse a la incertidumbre del universo.

—Sí —dije con firmeza—, son los auténticos fundadores de Cygnus Beta, pero reconocemos a otros pobladores anteriores; sobre todo terrestres, es cierto, pero también ntshune, zhinuvianos y tasadiri.

—Hay fuertes cepas psiónicas y protopsiónicas en sus antepasados —advirtió él—. Fue otro de los motivos por los que decidimos venir aquí.

Me pregunté adonde quería ir a parar.

—¿Entonces qué ocurre, Dllenahkh?

Él se encogió de hombros. Estaba claro que se trataba de asuntos privados.

—Existe una falta de consenso en lo referente a nuestro rumbo. Lo que más nos preocupa es, por supuesto, asegurar el futuro de nuestro pueblo, pero hay disputas acerca de cuál es el mejor modo de lograrlo. Hay quien considera que el curso de acción más efectivo sería preservar el poso genético y la integridad cultural. Con tan pocos supervivientes, cada uno de nosotros sería necesario para que esta empresa tuviera éxito. Otros creen que la mejor opción sería negociar con los ainya con la mirada puesta en la futura integración de nuestras tribus.

—Pero tal vez ese fue su motivo para… hacer lo que hicieron —dije con torpeza—. Nunca tuvieron el nivel de influencia galáctica del que gozaron ustedes. ¿No sería la integración una manera de darles lo que quieren?

Él hizo una pausa.

—Sí —dijo por fin—. Muchos de nosotros lo vemos así. Sin embargo, desde la perspectiva ainya, expulsamos a sus antepasados y les negamos sus derechos de nacimiento; de ahí el orgullo con el que reclaman su parte de responsabilidad en nuestra caída. Tal vez no deseen vernos solo humillados, sino también destruidos por completo. —Suspiró y continuó.

»Se ha propuesto una tercera vía: colonias de híbridos seleccionados para las tendencias físicas y las habilidades mentales sadiri, y educados según los valores y tradiciones sadiri.

Una sonrisa amarga asomó a mis labios. Terrestres: el caldo de pollo de todas las sopas genéticas humanas de la galaxia. La Tierra era el más reciente de los mundos creados, y los terrestres, la raza de humanos más joven de la galaxia, pero lo que les faltaba de tecnología y desarrollo mental lo suplían con su puro potencial evolutivo. Otros humanos los despreciaban y los miraban por encima del hombro, pero bastaba con mencionar el vigor híbrido para que, de repente, los terrestres se volvieran muy populares. Por supuesto, dado que la misma Tierra estaba todavía sometida a embargo, Cygnus Beta recibía toda la atención.

—Y entonces ¿qué tipo sadiri es usted? —le pregunté—. ¿De la segunda vía, o de la tercera?

Su rostro se detuvo en ese gesto que yo había aprendido a interpretar como de profunda incertidumbre.

—No se ha tomado ninguna decisión todavía. Somos una reserva.

Ladeé la cabeza y lo miré con el ceño fruncido, sin entender.

Me lanzó una breve mirada, y entonces parpadeó y volvió a apartar la mirada como si se sintiera profundamente avergonzado.

—Como muchos de nuestros puestos extraplanetarios están ocupados por hombres, sobrevivieron al desastre más varones sadiri que hembras. Esto ha creado algunas… perturbaciones en nuestras habituales costumbres en materia de vínculos. Por este motivo, el exceso de varones se envió a esta colonia. El Consejo de Ciencia de Nueva Sadira considerará prioritario que nazca el mayor número de hembras lo antes posible. Dado nuestro lapso de vida, es posible que puedan ser nuestras futuras esposas.

Reflexioné sobre lo que acababa de decir, y advertí la verdad que encerraban sus palabras. La mayoría de los sadiri de Cygnus Beta eran, para sus baremos, muy jóvenes. ¡Pero qué inquietante y extraño era pasarse décadas en una especie de remoto estante genético esperando el turno de contribuir clínicamente a la expansión de la especie!

Le dije a Dllenahkh algo por el estilo. Él me hizo saber que mis puntos de vista eran inadecuados. Me callé la boca.

La Sala de Nombres es un lugar muy complicado. La parte obvia son las paredes con los nombres de las mil naciones moribundas que vinieron o fueron traídas aquí, pero también hay un grave susurro de mil lenguajes extintos, la ocasional vaharada de humo, incienso o perfume de diversos rituales medio olvidados, el gemido lejano y el sonido agudo de antiguos instrumentos que nadie sabe fabricar ya. Es un lugar muy adecuado para reflexionar sobre el futuro de todo un mundo, pero también es un poco deprimente.

—¿Qué cree que va a decir el emisario? —pregunté.

Dllenahkh no dijo nada. Tal vez no lo sabía. O tal vez lo sabía, pero no me lo iba a decir.

—Vayamos a almorzar —dije.

Después de eso volvimos a nuestra rutina habitual, lo que quiere decir que todo fue trabajo. Yo sabía que los granjeros sadiri continuaban con su exploración cultural, visitando las ciudades y otras provincias y permitiendo a su vez que los visitaran. Parecía que, en efecto, tomaban nota de cómo se habían adaptado diversas culturas a las condiciones sociales de Cygnus Beta. De este modo, incluso lo que parecía tener fines recreativos tenía también algún elemento de estudio antropológico. No profundicé en el tema, y aunque el emisario sadiri regresó para realizar otra visita unos meses más tarde, no le pregunté a Dllenahkh al respecto.

Gilda, por otro lado, fue una fuente de información. Me llamó a mi mesa un día, demasiado nerviosa e impaciente para recorrer los pocos metros que la separaban de mi oficina.

—¿Te has enterado de la noticia? Han puesto a Ain en cuarentena. Nada entra, nada sale.

Eso me llamó la atención. Lo dejé todo y me acerqué más al monitor.

—¿Qué? ¿Ha dado ya el tribunal su veredicto?

Gilda parecía muy tranquila, algo que en ella era enormemente inusitado.

—El juicio no ha terminado, pero Ain está incomunicada.

—Eso es imposible —repliqué—. El embargo terrestre funciona porque podemos ver todo lo que hacen, y mostrarles lo que queremos que vean. La tecnología de Ain es demasiado avanzada. Tal vez lo hayan hecho ellos mismos. Tal vez se estén ocultando.

Ella hizo una mueca de desdén.

—No están tan avanzados. La gente dice que han sido los Cuidadores. Personalmente, me alegro. Sadira no va a ser más que roca estéril durante mucho tiempo.

Abrí mucho los ojos y sentí un escalofrío de emoción. ¡Los Cuidadores! Era como si los ángeles hubieran bajado para vengar a los sadiri.

—Supongo que no les gusta que la gente deshaga su obra. ¿Cómo les ha sentado a los ainya que están fuera del planeta?

Gilda mostró una sonrisa irónica.

—Ahí está la gracia. Sabes que solo hay dos flotas con naves capaces de viajar hasta Ain.

Me reí a desgana. Ella se refería a los zhinuvianos, que te cobraban un ojo de la cara por el pasaje, y los sadiri, que… bueno… no tenía muy claro qué harían, pero muchas agallas debería tener cualquier ainya para acercarse ahora a un piloto sadiri.

El secuestro de Ain era un cambio importante en más de un sentido. Aunque hay mala sangre entre Ain y Sadira (mucha mala sangre), yo tenía la vaga esperanza de que pudieran unirse después de una generación o dos, aunque solo fuera por necesidad. Parecía que las opciones se habían reducido de tres a dos, y no tenía ni idea de dónde dejaba eso a los sadiri. Nueva Sadira era un planeta pequeño, un antiguo puesto de avanzada científico que había obtenido un inesperado ascenso de categoría. Serviría para cobijar a una población que había experimentado una reducción drástica, pero como no tenía ni los recursos ni el tamaño necesarios para sustituir adecuadamente a Sadira, los sadiri se verían obligados a decidir sobre su futuro más pronto que tarde.

Era difícil saber qué planeaban hacer. Algunos de los sadiri estaban mezclándose sin tapujos: de hecho, dada su juventud, incluso se podría decir que estaban experimentando. A juzgar por la severidad de la expresión de Dllenahkh cuando escuchaba algunos de los relatos más divertidos, detecté que los sadiri mayores del grupo apenas toleraban aquella conducta. Pero ¿qué podían hacer? ¿Expulsar a los más jóvenes? Todo sadiri capaz de procrear era precioso, y cualquiera de ellos podía regresar al redil más tarde, sin que importara qué decisión tomaran con respecto a su tragedia compartida.

Dicho esto, apenas un par de meses después de que se cumpliera un año de su llegada me encontré en la nada envidiable tesitura de que mi jefa me enviara a «averiguar qué está pasando con esos sadiri». Decidí hacer un largo viaje por carretera para abordar el tema con Dllenahkh, razonando que si estábamos en mitad de ninguna parte, no tendría ningún sitio adonde huir. Para protegerme, desconecté el autopiloto y navegador y conduje el vehículo de tierra.

—Tengo entendido que hay un pequeño boom de natalidad entre los sadiri —dije con delicadeza, manteniendo la vista puesta en la carretera mientras maniobraba entre los primeros baches, que eran el resultado del fuerte inicio de la estación de las lluvias.

Los dientes de Dllenahkh chasquearon cuando rebotamos por el terreno en mal estado.

—Eso parece —acabó por decir, con las mandíbulas apretadas.

—¿Supone una indicación…? —empecé a decir. Luego me corregí—: ¿Significa eso que se ha escogido una vía?

El silencio continuó tanto tiempo que llegué a la triste conclusión de que había tentado demasiado mi suerte. Entonces Dllenahkh habló, como si estuviera algo dolido.

—Ha habido pocas opciones en lo que se refiere a esos nacimientos. Tres de los padres han sido incapaces de conseguir nada más que derechos de visita, mientras que un cuarto ha perdido la custodia única. Dos están en una situación particularmente difícil: sus hijos han sido reconocidos por otros hombres y los están criando sin que se reconozca su herencia. Solo en un caso se ha formado algo parecido a un vínculo, y a ese hombre lo han secuestrado para trasladarlo a la casa de la madre de su hijo, donde vivirá, sin duda, según la cultura del pueblo de ella.

Silbé. Si aquellas historias se añadían a las que ya había escuchado, aquello suponía más nacimientos y muchos menos matrimonios de lo que esperaba.

—Lo que me está usted diciendo es que los están manipulando, utilizando y rechazando. Son buenos para echar un polvo, pero no lo suficientemente buenos como para casarse. Sangre nueva. La nueva moda en la ciudad. Los…

—Sus observaciones —dijo Dllenahkh, en tono tranquilo pero aplastante— no son particularmente bienvenidas en este momento.

Sentí auténtico rubor.

—Lo siento. Me he dejado llevar. El caso es que… siempre hemos sido una sociedad matriarcal. Los padres cygnianos tienen poco que decir en lo relativo a los niños. Creía que eran conscientes de ello.

Continuamos en silencio mientras yo me concentraba en una desagradable parte resbaladiza de la carretera. En un momento determinado, Dllenahkh tuvo que bajarse y empujar el coche a través de un charco de barro antes de que yo pudiera encontrar asidero en terreno más firme. Volvió a subir, y colocó las botas de trabajo llenas de barro en el centro de la alfombrilla con fastidiosa precisión. Había sido una diversión trivial pero bien recibida que había aliviado parte de la tensión del ambiente.

Mis pensamientos vagaron mientras trataba de pensar en qué decir, y entonces, por supuesto, mi subconsciente se hizo cargo.

—«Eran morenos, y de ojos dorados» —cité con tono ensoñador.

—La referencia se me escapa.

—Es una obra clásica de ciencia ficción que trata de unos terrestres que van a colonizar Marte. Pero… Marte los coloniza a ellos. Los convierte en marcianos morenos de ojos dorados que son idénticos a los extintos pueblos indígenas. Le digo que si creen que pueden colonizar Cygnus Beta y convertirlo en Sadira, siglos más tarde todo lo que tendrán es una leve tendencia a lucir un pelo brillante y la forma de hablar pedante en el tronco común cygniano. Oh, Dllenahkh, lo siento mucho. Intenté advertirlos.

—No recuerdo…

El asunto era demasiado serio como para hacer varias tareas a la vez. Aparqué a un lado, corté el contacto del vehículo de tierra y lo miré a la cara.

—Le pregunté qué querían a largo plazo. ¿Quieren ser todo-sadiri o sadiri-cygnianos? Porque si lo que quieren es lo primero, están haciendo justo lo contrario.

Él inclinó la cabeza, abatido, que es lo más cerca que un sadiri puede estar de expresar un gemido de angustia.

—No sé qué queremos. Solo deseamos sobrevivir, e intentamos hacerlo por todos los medios posibles.

Cerré los ojos, sintiendo una puñalada de soledad. Si puedo burlarme de Gilda diciendo que tiene un gen zhinuviano dominante en su composición, entonces también he de admitir que puede haber demasiado ntshune en mis orígenes. Y Dllenahkh se sentía solo, no era ningún error. Brotaba de él como bruma y se posaba en mis huesos con un dolor tan insistente como el de una vieja herida. Era muy inquietante.

—Muy bien. Tienen que coordinarse con el Ministerio de Planificación y Mantenimiento Familiar. Pero, Dllenahkh, tienen que partir de cero, nada de estos pudores juveniles… perdón, condicionamientos culturales sobre los detalles del matrimonio y las costumbres afectivas sadiri, y nada de planes encubiertos para seducir y adoctrinar a mujeres sobre el estilo de vida sadiri. Sea sincero. Quiero decir que han elegido el lugar adecuado. Ya tenemos una mentalidad de ordenar esposas a la carta, y llevamos siglos fecundando de manera selectiva. ¿En qué otros lugares se podrían producir tantos nacimientos en tan corto espacio de tiempo?

—Eso es verdad —dijo Dllenahkh, con lo que pareció un atisbo de esperanza.

—Además, pueden quedarse con las dos cosas: tomar una esposa cygniana de corta vida durante la primera parte de esa larga vida suya, y luego irse a casa con sus niñas-esposas y fundar una nueva familia de pura sangre sadiri. Solo sean… respetuosos. Sinceros. ¡Y dejen de pensar que son los superiores! ¡Solo son otra gota en nuestra laguna genética! Todos descendemos de pueblos que se creían reyes y dioses, y que al final descubrieron que no eran casi nada. No permitan que les pase a ustedes.

Él permaneció sumido en escarmentado silencio durante un rato, y luego dijo con humildad:

—Lo que dice tiene su mérito. Discutiré las posibilidades con nuestro consejo local y abordaré al ministerio tal como ha sugerido.

Suspiré con alivio. Si tan solo supieran lo cerca que habían estado de agotar nuestra paciencia… Si hay algo que los cygnianos no pueden soportar son los aires de superioridad. Demasiado a menudo han precedido atrocidades y excusas racionales para la opresión. Los sadiri no cambiarían de la mañana a la noche, pero al menos era un comienzo.

—«Eran morenos, y de ojos dorados» —dijo Dllenahkh en voz baja.

—Mis ojos son marrones —respondí, sorprendida de oír a un sadiri decir algo tan absurdo.

—Tengo entendido que en la Tierra, el oro se considera un metal raro y precioso. Ser dorado es ser especial, valorado —me miró—. Para mí, sus ojos son dorados, porque han percibido quiénes somos en realidad.

No dije nada. Abrí la boca, fui incapaz de respirar y bajé la vista para apartarme de aquella intensa mirada. Era muy dolorosa, como un sol brillante sobre una piel tierna, brillante y cegador con la belleza de lo que se ha perdido y lo que queda. Durante un momento, la sangre de mis antepasados lanzó un grito de empatía y casi me puse en evidencia llorando delante de un sadiri.

Me mordí los labios, me recuperé, y el momento pasó. Entonces puse el coche en marcha, y viajamos hasta la siguiente granja lejana.