CAPÍTULO 17

EL PUNTO FLACO

La rueda de reconocimiento, aprecié al ver a Vinuesa flanqueado por todos aquellos guardias de paisano, era modélica. No siempre podía uno rodear al sospechoso de gente tan similar a él, por edad, estatura, color de pelo, etcétera. Resultaba que nuestro hombre encajaba en el prototipo de varón español joven, como la mayoría de quienes nutrían nuestras filas en aquella demarcación. Pero aquella gratificante sensación de pulcritud en la preparación de la diligencia me venía mezclada con un presentimiento de desastre. La mañana no estaba marchando por los mejores derroteros. Al fallido interrogatorio de nuestro detenido se había unido la inopinada apertura de un flanco que consideraba tranquilo y cubierto, el del viudo. Tenía coartada y me seguía pareciendo carente de móvil, por su carácter y el laxo convenio conyugal que le permitía hacer su vida sin estorbos. Pero me había engañado, y eso, que siempre molesta, me obligaba a encontrar una explicación satisfactoria o a pedírsela. Lo único que nos faltaba, en esas circunstancias, era que Radoveanu, de tan bien que habíamos preparado la rueda de reconocimiento, no fuera capaz de identificar a Vinuesa, o señalara a otro. Confieso que mi pulso iba a algo más de las 70-80 percusiones por minuto habituales cuando lo pusimos al otro lado del cristal.

Pero en la vida, aunque no suceda con frecuencia, uno se encuentra a veces personas providenciales, a las que puede encomendarse en los momentos más aciagos o de mayor angustia sin temor de verse defraudado. El rumano (a quien, dicho sea de paso, el capitán Navarro, de Zaragoza, le había empujado entre tanto la renovación de su permiso de residencia) cumplió con lo que de él se esperaba. En honor a la verdad, Vinuesa le dio alguna facilidad, porque, frente a la impasibilidad de los guardias que posaban junto a él, no dejó de parpadear ni de morderse los labios durante todo el tiempo. Pero me constaba que nuestro testigo, que había sido precavido hasta allí, no habría dicho de no haberlo visto con absoluta claridad lo que entonces dijo:

—El número tres. El perfil, la forma de moverse, la mirada. Aquí sí que lo veo, no como en la foto. Ése es el hombre que iba con ella.

—Pero ¿se lo parece o está completamente seguro? —preguntó la funcionaria judicial que levantaba acta, una cincuentona muy pintada, más bien antipática y flaca como un palo de escoba. Se la veía diligente y resolutiva, de esas que no hacen las cosas de cualquier modo.

—Estoy completamente seguro —repuso Radoveanu.

—Muy bien. Pues espere un momento.

La funcionaria terminó de redactar el acta. Luego la imprimió y se la dio a leer al testigo. Nos facilitó una copia también a nosotros.

—Si está de acuerdo, la firma —le requirió.

Radoveanu leyó sin prisa. Inmigrante y todo, no se sentía tan intimidado como para firmar sin más lo que le pusieran delante, ni tampoco tenía vergüenza de hacernos esperar, a nosotros y a la envarada funcionaria, para asegurarse de que el texto del acta se ajustaba a lo que allí había acontecido. Era digno de tenerse en cuenta, al menos para quien como yo había visto a tanta gente poner su garabato sin leer ni entender, sólo por los nervios o el apocamiento del instante.

—¿Me dejan un bolígrafo? —preguntó al fin.

Tenía una firma pinturera, Gheorghe Radoveanu. Una letra airosa y con personalidad. Pensé que en un mundo mejor organizado, a escala planetaria, serían muchos de los que le tendían las llaves con desprecio los que le llenarían el depósito de gasolina a él. Pero ya se sabe que la fortuna reparte las cartas como se le antoja y que el mejor jugador del mundo sucumbe sin remedio a cualquier lila que ligue cuatro ases. Nuestro testigo lo sabía de primera mano, y parecía llevarlo bien, pero no renunciaba a afirmarse en esos espacios particulares, como la firma, en los que el torpe gerente de la tómbola no tenía jurisdicción.

Mientras Ponce y Gil se llevaban al detenido de vuelta al chiquero, los demás nos quedamos charlando con el testigo. De todo el equipo investigador, Chamorro era la que le estaba más agradecida:

—Muchas gracias por su colaboración, Gheorghe. No se crea que nos ayudan tanto, a veces, los que se supone que más deberían hacerlo, ya que gozan de las ventajas de ser ciudadanos de este país.

—No sé —dijo Radoveanu, con modestia—. A nadie le gusta verse en líos de leyes y juzgados, claro, pero si te toca, qué le vas a hacer. En lo poco que traté con esa mujer no me pareció mala persona. Si puedo ayudar a resolver su muerte, creo que se lo debo.

—Puede, no lo dude —aseveró mi compañera.

—Así que lo hizo él.

—Eso es lo que creemos.

—Parece poca cosa, como hombre —juzgó el rumano, sobre la base de una experiencia que reconozco tuve que contenerme para no indagar—. Claro que casi siempre son así los que atacan a las mujeres.

—Estoy de acuerdo con usted —suscribió Chamorro.

A mi compañera se la notaba demasiado enardecida y beligerante. Había que hacer algo para aplacarla. Miré la hora. Si Radoveanu y los guardias que lo habían traído emprendían viaje hacia Zaragoza iban a llegar demasiado tarde para comer.

Sobre la marcha, propuse:

—¿Por qué no os quedáis a almorzar por aquí? Así no os maltratamos ni a vosotros ni a este hombre más de lo imprescindible.

—Pues yo le tomo la palabra, mi sargento —dijo uno de los guardias.

—¿Le parece bien, o tiene prisa por volver? —pregunté al rumano.

Gheorghe Radoveanu sonrió ampliamente, mostrando una hilera de dientes muy blancos y dispuestos en perfecta alineación.

—¿Prisa? Qué va. Me esperan la manguera y el jefe, ya ve usted qué panorama. Y tengo hambre, para qué le voy a engañar.

Lo llevamos a comer en la propia comandancia. Tenían un menú del día típico de comedor colectivo, con los inevitables macarrones boloñesa y el no menos inevitable pescado rebozado con patatas o lechuga. A veces, sin embargo, a uno le apetece comer así. Nuestro testigo se arrojó sobre los macarrones con ansia, y a mí no me hizo mucha gracia que cuando andaba a mitad del plato sonara mi teléfono móvil. Me contrarió más aún reconocer la voz de Ponce, porque eso representaba un alto índice de probabilidades de tener que abandonar la mesa. Y así fue, aunque lo que me cogió de improviso fue el motivo concreto:

—Mi sargento, el muñeco dice que quiere hablar —me anunció Ponce.

—Qué oportuno —mascullé—. Llévalo a la sala. Vamos en seguida.

—¿Qué pasa? —preguntó el sargento Rubio.

—Los muros del castillo se resquebrajan, al fin.

—¿Canta?

—Eso parece.

—La rueda de reconocimiento le ha jodido —opinó Tena.

—No cantemos victoria —dije—. Vamos, Chamorro, hoy hacemos dieta. Lo siento —me dirigí a Radoveanu—. Este trabajo es así. Si no puedo verle antes de que se vayan, muchas gracias por su ayuda. Y suerte.

—Igualmente, sargento —respondió—. Suerte.

—Gracias. Nunca sobra.

Llegamos ante la puerta de la sala de interrogatorios, que vigilaban los guardias Gil y Ponce. Este último nos informó:

—No sé con qué se va a descolgar, pero está cagadito vivo.

—Por fin, coño —exclamó Chamorro.

—¿Qué te dije, Virgi? Que fueras paciente. Y ahora prométeme que vas a estar calmada y que no vas a permitir que te descomponga. Con esa condición, te dejo que sigas tú. Si no, tendré que ocuparme yo.

Quizá tenía que habérselo dicho antes, a solas. Al verla enrojecer, me arrepentí de hacerlo en presencia de extraños.

—Estoy muy tranquila —dijo, mordiendo las palabras.

—Pues vamos, adelante. —Abrí la puerta y le cedí el paso.

En el interior de la sala de interrogatorios nos aguardaba un Luis Fernando Vinuesa demudado y tembloroso. Podía ser el efecto de la experiencia de la rueda de reconocimiento, como había sugerido la guardia Tena. Es una situación en la que sólo he estado como relleno, pero aun así tiene algo de humillante exponerse como mera carne a la tasación de un espectador invisible. Si uno es el protagonista, deben de afectar cien veces más los preparativos, el momento en sí y, sobre todo, el regreso al encierro. Para redondearlo, nos preocupamos de facilitarle a Vinuesa la comunicación con el abogado de oficio al que habíamos hecho venir esa misma mañana para darle asistencia letrada, y que ya le habría informado del resultado de la identificación positiva por parte del testigo. Todo esto, más las largas horas del calabozo (llevaba sólo quince, le quedaban aún cincuenta y siete hasta llegar al máximo legal), había ido erosionándolo inexorablemente. A fin de cuentas era un novato, y carecía del entrenamiento que permite a un delincuente consumado mirarte con cara de haba y sin soltar prenda por más horas que lo tengas encerrado y por más tretas que uses para hacerlo derrotar. A nuestro prisionero, por el contrario, se le veía deseoso de aliviarse. Si acertábamos a aprovecharlo, la confesión estaba servida.

—Buenas tardes —dijo Chamorro, después de sentarse—. Nos han dicho que quiere usted contarnos algo. Le escuchamos.

Vinuesa la miró, desencajado.

—No sé si quiero contárselo a usted.

Chamorro se volvió hacia mí. Tragándose la rabia, me preguntó:

—¿Me voy?

Era un bonito dilema. Tenía que escoger entre ofenderla a ella o arriesgarme a perder la confesión de él. Pero algo bueno tiene hacerse viejo: sabes que hay pasos reversibles e irreversibles, y que no hay que apresurarse a dar los segundos. Si la echaba, eso ya no tenía vuelta atrás. Si le permitía quedarse y el detenido reaccionaba demasiado mal, siempre podría reconsiderarlo y vestirlo de gesto magnánimo.

—Lo siento, señor Vinuesa —dije—. Esto no es un restaurante a la carta. Aquí no elige usted con quién habla y con quién no. La cabo lleva este caso y tanto si le gusta como si no tendrá que tratar con ella.

También era, por otra parte, una manera de probarle las fuerzas.

—Joder, todo esto es una mierda —gimoteó.

—Se lo admito. Pero por nuestra parte, y le aseguro que eso incluye a la cabo, no tenemos el menor deseo de hacerle sufrir. Confíe en nosotros y haremos lo que podamos para ayudarle. Se lo prometo.

—Y yo —se sumó Chamorro—. Disculpe si antes le presioné más de la cuenta. Crea que me gustaría que pudiéramos entendernos.

Vinuesa necesitaba a alguien en quien confiar. Quizá fue eso lo que le hizo caer, o quizá lo ablandó que mi compañera hubiera recuperado en sus últimas palabras el tono complaciente de Loba Verde. Cuesta adivinar lo que pasa por la cabeza de un hombre en semejante trance. El hecho es que en este punto se desmoronó y rompió a llorar.

Chamorro me consultó con la mirada. Moví la mano abierta en círculos y se lo señalé. Se acercó a él y le puso la mano en el hombro. El otro, por lo menos, no dio en rechazarla. Con voz cálida, ella le pidió:

—Vamos, Luis, cuéntanos eso que te está quemando dentro.

Vinuesa se enjugó las lágrimas, tomó aire. Chamorro volvió entonces a su asiento, sin dejar de ofrecerle su semblante más compasivo.

—Quiero… —empezó, inseguro—. Quiero que intenten comprenderme. Lo que les voy a contar… Yo sé que no está bien. Pero no merezco pagarlo así. No soy tan canalla ni tan hijo de puta, aunque sé que he cometido un error, y les juro que estoy dispuesto a aceptar el castigo que me corresponda por ello. Pero no soy un asesino, no puedo ir por ahí cargando con eso, ni mi familia tiene que vivir con esa losa. No sería justo, si no lo hacen por mí, les pido que piensen en ellos…

Mi compañera intentó confortarle:

—No tengas ninguna duda. Pensaremos en ellos, por supuesto.

—Pues, lo primero de todo, sí, creo que tengo que admitir que Neus está ahora muerta por mi culpa, y quisiera decirles, y que me creyeran, que eso es algo que me va a aplastar toda la vida. Yo la quería, y la quería mucho. Parecíamos muy diferentes, empezando por la edad, y estoy seguro de que cualquiera que lo supiera habría hecho el clásico chiste de la madura y el jovencito guaperas. Pero nos compenetrábamos muy bien, en el fondo yo creo que éramos muy iguales, y que ella me dejó ver a mí lo que no dejaba ver a nadie, una personalidad maravillosa, limpia y atrevida que el peso de la fama le impedía enseñar. Conmigo recuperaba la libertad que había perdido, en su trabajo, en su vida pública, en su matrimonio, en su círculo social… Lo nuestro era sexo, claro que sí, y mucho y bueno, pero no sólo eso. Había una comunión que iba más allá, algo espiritual, ¿me entienden?

—Sí, cómo no —dijo Chamorro, rotunda.

Yo no estaba tan seguro. Todavía no veía hacia dónde se dirigía.

—Les cuento todo esto para que no crean que soy lo que les va a parecer en cuanto les diga lo que hice. Tampoco se lo puedo explicar. Creo que fue una mezcla de despecho y de… no sé, estupidez. A lo mejor quise demostrarme a mí mismo que ella no me importaba tanto como de verdad me importaba, porque después de todo sólo podía aspirar a ser su amante secreto, porque nunca la podría llevar del brazo por la calle a la vista de todo el mundo, ¿saben a qué me refiero?

—Desde luego.

Me sorprendía la seguridad de Chamorro. Parecía que se había tomado demasiado a pecho lo de ser amable. Prosiguió Vinuesa:

—Lo que más me pesa es que esa gente, sean quienes sean, me notaron la debilidad. Que supieron que yo era el punto flaco por el que podían atacarla, y que no se equivocaron. —Aquí la voz se le quebró—. Ella no se lo merecía. No sé por qué coño lo hicieron, por qué coño les ayudé, pero lo que sí sé es que ella no se lo merecía, joder.

—Cálmese. ¿De quién nos habla? ¿Quién más estaba allí?

—No lo sé. No sé quiénes son. Ni quién la apuñaló, ni siquiera quién era el que hablaba conmigo. Me dijo que se llamaba Jaime, pero imagino que era un nombre inventado. Sólo tengo un número de móvil, y el de la cabina desde la que me llamaba él. He marcado ese número de móvil muchas veces, todos estos días, pero está desconectado.

Mi compañera y yo nos contemplamos, perplejos.

—Me tienen que creer. Yo la quería. Por eso fui al entierro, y miren si estaba acojonado, que todo el rato me parecía que el cementerio estaba lleno de policías que me buscaban y que conocían mi cara, aunque nadie me hubiera visto nunca con Neus. Tenía que ir a despedirme, tenía que ir a darle un beso a su lápida, pero la pusieron ahí, tan alta…

Luis Fernando Vinuesa se deshizo en un llanto lleno de hipidos y sorbos. Una posible lectura era que aquel hombre había perdido por completo el juicio. Era, no lo oculto, la hipótesis a la que me sentía más inclinado, ante aquella avalancha de declaraciones incoherentes. Pero antes de interpretar nada necesitábamos desenredar la madeja.

—A ver, vayamos poco a poco —dijo Chamorro, con la delicadeza con que un adulto juicioso se dirige a un niño histérico—. Empecemos por ese tal Jaime. ¿Puede decirnos dónde le conoció?

—Me abordó él —respondió, tratando de serenarse—. Supongo que andaba siguiendo a Neus, que un día nos vio juntos y que después me siguió a mí. Me entró en un bar donde suelo ir a tomar copas. Entabló conmigo una conversación casual y luego, de pronto, me encontré con que me estaba hablando de Neus. Con que me proponía ganar muchísimo dinero. Y con que me adelantaba tres mil euros, para probarme que no era una broma. No sé para ustedes, pero para mí eso es una pasta. Y me ofrecía diez veces más. Sé que no es excusa, pero… llevo una mala racha, haciendo trabajos inmundos y sin cobrarlos. Seguro que ellos se enteraron de eso, antes de venir a proponérmelo.

—¿A proponerle qué, exactamente?

—Que los tuviera al corriente de los días que fuera a verme con Neus, y que les ayudara a tomar unas fotos comprometedoras.

Chamorro puso cara incrédula. Le indiqué que le diera carrete.

—¿Qué clase de fotos? —le preguntó.

—Fotos que dieran a entender que estábamos juntos.

—Y usted lo aceptó.

—No en seguida. Pero el tipo me llamaba todos los días y me decía que la oferta seguía en pie. Y yo, lo confieso, no paraba de darle vueltas. Pensé que ella no tenía por qué saber que yo andaba compinchado. Que unas fotos así me darían a conocer, y pondrían a prueba lo que ella sentía por mí, si era algo más que un capricho. Y de paso ganaba dinero, y fama, que no me venía nada mal. Así que acabé aceptando su oferta. Me citó en una cafetería, en el centro, y allí me dio seis mil euros más. Me dijo que quería unas fotos que no dejaran lugar a dudas, y me preguntó si alguna vez nos íbamos a algún lugar apartado. Entonces… —y aquí se interrumpió y enterró la cara entre las manos.

—¿Entonces?

—Le hablé de la casa de Zaragoza.

—Entiendo. ¿Y?

—Y nada. Que le avisé de que iríamos allí el lunes. Él me pidió que me ocupara de dejar alguna ventana y alguna puerta abierta. Me dijo que ellos se las arreglarían para hacer las fotos sin que Neus los descubriese. Y que esa misma noche me esperaría en un área de servicio de la autopista para darme otros tres mil euros. El resto lo tendría cuando se publicaran las fotos y ellos hubieran cobrado de la revista.

—¿Y era verdad, le estaba esperando?

—Sí. Y en el sobre que me dio había tres mil euros. Apenas cruzamos un par de palabras. Desde entonces, no he vuelto a saber de él.

Respiré hondo. Tanto si era verdadera como si se la había inventado en un alarde de imaginación, la historia tenía su miga. Confié en que Chamorro sabría lo que tenía que hacer. No me decepcionó:

—¿Puede describirme a ese hombre, con el máximo detalle posible?

—Pues, sobre treinta y pocos años. Alrededor de uno ochenta. Con un pendiente de aro en cada oreja, pelo largo y rizado, barba de días… Nunca pude verle los ojos, siempre llevaba puestas gafas de sol de espejo, incluso de noche. Complexión fuerte, manos grandes…

—¿Cómo hablaba, le parecía de aquí, castellano, extranjero?

—No, extranjero no, ni catalán tampoco. Castellano.

—¿Recuerda qué coche llevaba?

—Sí, eso sí. Un Ford Mondeo, oscuro. Apostaría que azul marino, pero no se lo puedo asegurar. Sólo lo vi aquella noche, en la gasolinera.

—¿Se fijó en la matrícula?

—No, pero el coche no era muy viejo.

—¿Y esos números de teléfono?

—Están en la memoria de mi móvil. Y mi móvil ustedes sabrán dónde lo tienen, ya que me lo quitaron cuando entré aquí.

—Señor Vinuesa —rompí mi silencio—, creo que es consciente de lo que se juega. Y quiero creer que también lo es de las consecuencias, si descubrimos que en algo de lo que nos cuenta ha faltado a la verdad.

—Sí, soy consciente.

—Sabiendo eso, ¿se ratifica en todo lo que acaba de decir?

—Sí. Nos tendieron una trampa. A los dos. A ella le costó la vida. Y a mí, supongo que calcularon que me costaría comerme el marrón.

—Y no tiene usted más información que darnos…

—Eso es todo lo que sé. Díganme que me creen —suplicó.

—Es pronto. Pero investigaremos. De momento, a pesar de todo, no nos queda más remedio que mantenerle detenido. No es porque no le creamos, sino por precaución. Si se le ocurre algún otro dato que pueda sernos de ayuda, avísenos. Vamos a hacer gestiones con lo que tenemos. Y esté tranquilo, no echaremos nada en saco roto.

Pedí a Ponce y a Gil que se lo llevaran otra vez a su celda y me quedé a solas con Chamorro en la sala de interrogatorios. Ninguno de los dos abrió la boca durante un buen rato. Finalmente hablé yo:

—¿Hace un café de máquina?

—Vale.

Mientras removíamos con la paleta de plástico aquel ardiente brebaje sintético, traduje a palabras la confusión de mis pensamientos.

—Lo mismo es una majadería que se le ha ocurrido a él o un cuento que le ha inspirado el abogado. A veces tienen estas cosas, esos leguleyos, y les parece el súmmum de la inteligencia. Una teoría estrambótica, un personaje misterioso, se revuelve el potaje y échale un galgo. Como no ha aparecido el arma del crimen, se admiten apuestas.

—En eso mismo pensaba yo. Por pensar algo.

—Pero también podría ser la oscura, desconcertante y desagradable verdad. Que Luis Fernando sólo sea un pipiolín, el cabeza de turco ideal que mete la pata hasta la ingle y se queda a recibir el tiro. Y que nuestra Neus fuera víctima de un asesinato de encargo maquiavélicamente urdido y ejecutado. Una fea posibilidad, por cierto.

Chamorro asintió, circunspecta.

—Pues sí. Se busca inductor. Que tendrá coartada, seguro. Y que ya se las habrá arreglado para dejar pocas trazas de su conexión con el autor material. Sólo tendríamos a ese falso Jaime. ¿Y qué podemos hacer, con el número de una cabina telefónica, una descripción física somera, un coche común sin matrícula y un móvil que no coge ya nadie?

—Tú qué crees. Cortárnosla.

—Eso tú, si acaso. También podemos poner a Vinuesa a mirar fotos.

—Sí. ¿Recortas tú en papel de plata la forma de las gafas de sol de espejo para ponerla encima de los caretos y que se haga más idea?

—Pues, tú dirás. Eres el jefe.

—Hay momentos en que eso es una putada. Se me ocurre ver dónde está la cabina: si ese Jaime le llamaba regularmente desde ella, puede significar algo. Y habrá que investigar el número de móvil, claro. Con nuestra suerte, será de la operadora para la que trabaja el señor López-Tuñón, y no donde está empleada esa amiga tuya tan maja.

—Seamos optimistas, hombre.

Volvimos a la sala de operaciones, donde nos encontramos a Rubio, Tena y los otros dos guardias de Zaragoza, arremolinados en torno al equipo de escuchas telefónicas. El sargento me explicó por qué:

—El móvil dormido. El que nos faltaba, de los tres con los que habló Neus el último día. Se ha despertado de pronto. Está en la zona de Hospitalet y le hemos interceptado una conversación, muy corta.

—¿Sobre qué?

Rubio se encogió de hombros.

—Ni castaña. Idioma raro. Uno de los chavales dice que le suena a rumano. Por eso hemos entretenido un poco a Radoveanu.

—Ya sabes que es una irregularidad. Tendríamos que traer a un intérprete, y no compartir la información con un testigo.

—Ya, ya lo sé. Pero la diferencia entre una cosa y otra es saberlo ya o mañana. Y yo creo que éste es buen chaval y no va a contarlo.

Si uno cumpliera siempre los reglamentos, no sólo viviría una vida mucho más aburrida, sino que perdería una buena parte de las oportunidades que se presentan de resolver los problemas. Así que me acerqué a Radoveanu y le propuse el trato. Si nos traducía aquello, le daba cincuenta euros. Luego ya vería cómo los justificaba. En último extremo, pensé, podía pedírselos prestados a Vinuesa de los cuatrocientos que llevaba en la cartera. Con todos los ingresos extra que afirmaba haber tenido en los últimos tiempos, bien podía estirarse. El rumano consideró mi propuesta y debió de advertir que no era muy ortodoxa. Pero le había caído bien, o le convenía ganarse cincuenta euros.

—Con mucho gusto, sargento —dijo, trincando el billete.

Le llevé junto al ordenador. Le pedí a Gil, que era el que mejor lo controlaba, que fuera poniendo la conversación fragmento a fragmento, cortando después de cada intervención para que Radoveanu nos la fuera traduciendo y pudiéramos apuntar lo que nos dijera.

Alo? —iniciaba una voz masculina.

—Dice que diga —tradujo Radoveanu.

Ştefan —entraba a continuación una apurada voz femenina, la de quien llamaba desde el teléfono intervenido.

—Dice Stefan, un nombre propio.

Cine e?

—Él dice quién es.

Sunt eu, Cătă.

—Ella dice soy yo, Cata. Supongo que otro nombre, Cata, de Catalina.

De ce mă suni aici? Doar ţi-am spus că

—Él dice por qué me llamas aquí, te dije que… Y se corta la frase.

Ştefane, au venit să mă ia, a înebunit de tot, vorbește cu el, te rog, cu

—Ella dice Stefan vienen por mí, se ha vuelto loco, habla con él, por favor, con… Pero no llega a decir con quién quiere que él hable.

Îmi pare rău, n-am cum să te ajut, trebuia să te gândești înainte.

—Él dice lo siento, yo no puedo ayudarte, haberlo pensado antes.

Ştefane, Ştefane

—Ella dice Stefan, Stefan…

Y eso era todo. En ese punto Stefan colgaba y se acababa la conversación.

Miré la pantalla. El teléfono seguía inmovilizado en Hospitalet. Trataba de pensar a toda prisa, pero de repente me encontraba torpe y disperso. Todo se me había escapado de control, y me costaba mucho asimilar que donde creía tener un asunto resuelto volvía a estar todo manga por hombro. En esas situaciones, lo mejor es ir paso a paso.

—¿Lo tienes todo apuntado? —le pregunté a Chamorro.

—Sí, mi sargento.

—Muy bien, Gheorghe, muchas gracias y perdone por haberle entretenido. Mis compañeros lo llevarán de vuelta a casa.

—De nada. No sé quién es esa chica, pero me parece muy asustada.

—Sin entender ni jota de rumano, a mí también. Buen viaje.

Cuando se lo hubieron llevado, me encaré con el equipo.

—A ver, hay que repartirse la tela, que nos sobra. Un tío, o tía, tiene que estar pendiente de esa pantalla. Algún voluntario.

—Gil —dijo Ponce—. Es el que mejor se conoce el programa.

—Vale. A ver, tú, Chamorro. Ocúpate de recuperar esos dos números de teléfono de la memoria del móvil de Vinuesa y me los investigas. Si el móvil es de la compañía de tu amiga y puede ayudarnos antes de recibir la orden judicial, te autorizo a prometerle que nunca denunciarás su delito. Si no, llama al juzgado y sal adelante como puedas.

—Entendido —dijo mi compañera.

—Rubio, tú y Tena, en un coche. Ponce, tú y yo, en otro.

—¿Rumbo adónde? —preguntó Rubio.

—Adónde va a ser —repuse—. A L'Hospitalet. Tenemos que buscar a una tía con pinta de rumana y de estar cagándose la pata abajo, en un radio de cien metros del punto que señala el cacharro ese.

—¿Y con eso tú crees que podremos pillarla?

—Puedo hacer una apuesta. Que será rubia teñida, tez bronceada, relativamente alta, y con tetas tirando a generosas.

—Joder, ¿se lo nota en la voz, mi sargento? —dijo Ponce, fascinado.

—No, es que tengo poderes. Ya os lo explicaré. Vamos.

Dejé a Ponce que condujera. Rubio y Tena partieron tras nosotros. El tráfico empezaba a engordar, pero en dirección de entrada a la ciudad no era demasiado denso. Cubrimos el trayecto en unos veinte minutos. Cuando llegamos a la altura de L'Hospitalet, Ponce me informó:

—Hay varias entradas, ahora necesito saber adónde vamos.

Llamé a Gil.

—Dame posición exacta del teléfono.

—Se ha movido. Ahora está en…

—Espera, le pongo el teléfono en la oreja a Ponce. Explícale.

Ponce le fue pidiendo detalles a Gil. Al cabo de medio minuto, alzó el pulgar para darme a entender que lo tenía. Recobré el teléfono.

—Gil, si se aparta de donde está ahora quiero novedades inmediatas. Me llamas siempre a mí. Dejo la línea libre. ¿Lo tienes claro?

—Transparente, mi sargento.

Ponce empezó a callejear por un barrio de bloques ajados y calles más bien estrechas. Por eso, y por la vida que discurría a borbotones por las aceras, bajo rostros de todos los colores y expresiones, se veía que no estábamos precisamente en el mundo de Neus Barutell. Toda una paradoja, que investigando su muerte fuéramos a parar allí.

—Aquí es —dijo Ponce—. Esta plaza.

Un lugar lleno de gente. Niños jugando, viejos sentados en los bancos, mujeres charlando en corros, adolescentes fumando.

—Para aquí.

Me bajé y fui a hablar con Rubio y Tena, que habían parado detrás.

—Aparcad donde podáis. Vamos a desplegarnos por la plaza para buscarla. Si alguno da con algo, que me avise al móvil.

Pocas cosas hay más ingratas que tratar de encontrar a una persona entre la multitud: aun si uno la conoce bien y está seguro de que podrá identificarla si se tropieza con ella. Barrimos aquel espacio con los ojos abiertos de par en par, sin saber siquiera si la mujer podía estar justo en la plaza o en alguna de las calles aledañas, o si el pequeño desfase temporal con que recibíamos la señal de su posición no le habría permitido ya alejarse a doscientos o trescientos metros de allí.

Mientras escrutaba aquella masa de rostros, sonó mi teléfono móvil.

—Mi sargento, lo siento —dijo un mustio Gil.

—¿Qué? ¿Qué es lo que sientes?

—Lo ha apagado. Señal desvanecida.

—Dios, me cago en…

Avisé a los demás. Aún estuvimos dando vueltas por allí durante media hora más, hasta que me convencí de que no servía de nada. Era como buscar una aguja en un pajar. Ordené el repliegue.

Volvimos a la comandancia con el rabo entre las piernas. Y en cuanto a mí, de un humor de perros. Pensaba que no podría retrasar mucho más el llamar a mis jefes y darles cuenta del embrollo endiablado en que de pronto se me había transformado aquella investigación. Pero la adversidad nunca resulta absoluta.

Chamorro me recibió con un gesto en el que leí que sus esfuerzos no habían sido tan infructuosos como los nuestros. Aunque tampoco tenía nada que pudiéramos considerar la solución a nuestros males. Me explicó:

—Punto uno, el número supuestamente perteneciente a una cabina telefónica. En efecto, así es. Situación de la cabina: Vía Layetana.

—Coño, al lado del cuartel general de la pasma —dijo Ponce—. Mira, eso es un detalle de sentido del humor, tratándose de un malo.

—Sí —gruñí—. Me desternillo, tú.

—Punto dos. El número de móvil. De la compañía de mi amiga. Un prepago activado hace dos semanas en la FNAC del Triangle por un cliente sin identificar, que sólo ha tenido una recarga de quince euros. La lista de llamadas la recibiremos esta noche o mañana. Le he prometido sigilo total, dice que si la pillan le puede caer un paquete.

—Dile que tranquila, que si alguien le toca un pelo, le pego un tiro.

—Pues no sé si eso la va a tranquilizar mucho.

Me sujeté la cabeza con ambas manos. Me hervía.

—Tengo que llamar a Pereira. Y a la juez. Y no sé qué decirles. Y ahí, en el calabozo, tenemos a un tío sobre el que hay que resolver.

—Limpio no está —dijo Chamorro.

—No, pero te recuerdo que lo tenemos ahí por homicidio. Si sólo se limitó a vender su intimidad puede ser muy reprobable, pero no es asunto nuestro. Nuestro negocio se limita al maldito Código Penal.

—¿Le das alguna credibilidad a su cuento?

—Dijo que el número era de una cabina y es de una cabina. Y lo demás, de acuerdo, es delirante. Pero a lo mejor resulta demasiado delirante como para que se lo haya inventado. No sé qué pensar.

Rubio metió baza:

—Hay que enfriarse un poco, Vila. Ese tío está bien detenido. No tiene ninguna coartada, apuntan a él un montón de indicios y el testigo lo ha reconocido sin ningún género de dudas. Tuvo ocasión y tenía móvil. Si resulta que termina siendo inocente, ya le soltaremos y le pediremos perdón. Cualquiera nos comprenderá de sobra. Podemos retenerle aún dos días. Investiguemos sin amontonarnos todo lo demás.

Miré a mi compañero con gratitud.

—Sí, creo que tienes razón. Voy a contarles todo esto sincera y fríamente a Pereira y a la juez. Rezo para que compartan tu visión.

Afronté el trago sin más demora. Mi superior se mostró del mismo criterio que el sargento Rubio. En cuanto a su señoría, pidió algunas explicaciones más, pero también pareció hacerse cargo.

—No se trata de batir ningún récord de velocidad, sargento —me dijo, con calma—. Lo único que le pido es que en caso de que surja algún indicio serio de que el detenido pueda ser inocente me lo comunique en seguida para valorar si hay que ponerlo en libertad, aunque sea bajo protección. Si su historia es cierta, puede que corra algún peligro.

Después de eso, di permiso a los locales para volver a sus casas y Rubio, Tena, Chamorro y yo nos fuimos a cenar. Pensé que más que obcecarnos en caminos que por el momento teníamos cerrados convenía descansar y pensar bien la estrategia para el día siguiente.

Pero la capacidad de un policía para planificar su futuro es siempre reducida. Antes de que termináramos la cena sonó mi teléfono móvil. De entrada me costó ubicar a mi interlocutor. Era Riudavets.

—Vila, siento molestarte, ya sé que no son horas. Estoy en Gerona, delante de un cadáver. Es un poco largo de explicar. Pero tengo buenas razones para creer que te va a interesar venir a verlo.