Roy Blahetter le pidió a Matilde unas palabras en privado. Frente a su padre, ella no pudo negarse.
—No tardes —le pidió Juana—. Antes de embarcar quiero pasar por el free shop.
Roy destinó una mirada fulminante a la amiga de su esposa y la tomó por el brazo para guiarla hasta un sitio apartado. Lejos de los demás, intentó besarla. Matilde apartó la cara.
—¿Sentís asco de mí, no? —Matilde bajó la vista, apretó los labios—. Jamás me deseaste. Debí darme cuenta durante nuestro noviazgo. —Se llevó las manos a la cabeza y se aplastó el pelo—. Pero estaba tan estúpido por vos que no habría visto un elefante en una pieza. Confundí pudor y virginidad con frigidez.
Matilde se movió para volver con el grupo; Blahetter la tomó por el brazo y la atrajo hacia él. Ella se soltó.
—No te vayas. No me dejes. No tomes ese avión. No me abandones.
—Roy —Matilde siempre se expresaba en un tono de voz bajo que lo obligaba a agacharse; la superaba en más de una cabeza—. No te abandono. Vos y yo estamos separados y, dentro de un tiempo, divorciados. ¿Quién te avisó que me iba? ¿Mi papá?
—No, tu tía Enriqueta.
“La tía Enriqueta”. Adoraba a su tía, la admiraba también por la fortaleza que desplegaba para superar los escollos: su alcoholismo primero, la oposición de la abuela Celia a su vocación por las Bellas Artes después y, por último, la muerte de su esposo, que casi la conduce a la bebida de nuevo.
—¿Le explicaste por qué me fui de tu casa? ¿Por qué te dejé?
—Nuestra casa —apuntó él—. Es nuestra casa. Y no, no le dije nada porque no hablo con nadie de nuestra intimidad, a diferencia de vos, que se lo contaste a la estúpida de Juana Folicuré.
—¡Vamos, Mat! —la llamó Juana.
—Tengo que irme.
—¡Yo te amo, Matilde!
Le aferró los hombros y la sacudió. Matilde elevó la cabeza con lentitud deliberada, y Blahetter aguardó con el aliento contenido que su mirada se fijase en él. Su esposa tenía el aspecto de una adolescente, a pesar de contar con casi veintisiete años. Medía un metro cincuenta y nueve centímetros y pesaba cincuenta kilos; habría podido levantarla con una mano; no obstante, poseía un temperamento con el cual había aprendido a no jugar.
—Quitame las manos de encima.
Blahetter lo hizo, lentamente.
—Sabés que es verdad, sabés que te amo —insistió, con menos bríos—. Por vos me distancié de mi familia, me peleé con mi abuelo.
—Yo también peleé con mi abuela. Te quiero recordar que ella no aceptaba que fueras judío.
—Vos no sentís nada por tu abuela Celia. En cambio yo, con mi abuelo Guillermo, tenía una excelente relación. Y por vos quedé fuera de los negocios familiares y estoy en la ruina.
—Ahora podrás volver, recuperar tu dinero y casarte con tu amante.
—Ella no significa nada.
—Para mí sí, Roy.
—No podés culparme por haber buscado una amante.
—Adiós, Roy. —Él volvió a sujetarla.
—Te he dicho que no me toques.
—Está bien. Disculpame. ¿Te vas a encontrar con mi hermano en París? —preguntó deprisa, para retenerla.
—Por supuesto. Ezequiel es uno de mis mejores amigos. Él nos buscará en el aeropuerto y nos llevará al departamento de mi tía Enriqueta en el Barrio Latino. Como sabés, no conocemos París.
—¿Podrías entregarle esta carta?
—Sí, por supuesto.
—Gracias, mi amor.
Matilde recibió la carta y la guardó en su shika, la bolsa de tejido de chaguar que fabrican las mujeres de la tribu wichi, en el norte de Argentina, y que ella usaba en bandolera.
—Matilde, los problemas económicos también nos jugaron en contra. Estábamos siempre nerviosos porque no nos alcanzaba la guita. Vos, con tu sueldo de miseria en el Garrahan —hablaba de uno de los hospitales pediátricos más importantes de la Argentina— y yo, sin laburo a pesar de mi currículum. Y peleábamos, y eso no ayudaba a que vos te relajaras y que me aceptaras. Ahora todo va a cambiar. Estoy por cerrar un negocio muy importante y tendremos mucha guita.
—Creí que ya tenías mucho dinero, el que obtuviste al rematar mi cuadro, el que mi tía pintó con mi retrato cuando era chica y que yo atesoraba. ¿O acaso lo malvendiste?
—¡Voy a recuperarlo! Haría lo que me pidieses para salvar nuestro amor.
—Te pedí hacer terapia, pero no quisiste. Preferiste solucionar el problema siguiendo el consejo de tu primo Guillermo.
—¡Perdón! ¿Cuántas veces debo repetirlo?
—Ya te perdoné, Roy, de corazón, pero ahora quiero seguir con mi vida. Y el matrimonio no entra en mis planes.
—Sí, unos negros apestosos de África serán mejores que yo. Cualquier cosa a mí, ¿no es cierto? ¡Perdón! —dijo deprisa—. Perdón —repitió casi sin aliento.
Matilde suspiró. La discusión adquiría ribetes patéticos.
—¿Cuánto tiempo estarán en París?
—Cuatro meses. Manos Que Curan nos pagará un curso intensivo de francés antes de enviarnos al Congo.
Blahetter asintió, mientras meditaba confesarle que, tal vez, con suerte, pronto la alcanzaría en la capital francesa. Prefirió callar. Matilde lo sorprendió al decirle, con la frialdad y el desapego que habría empleado para despedir a un conocido:
—Adiós, Roy. Te deseo que seas feliz.
La vio alejarse. La puntada en el pecho era real. ¿Por eso relacionarían el amor con el corazón? El de él dolía. “Te voy a recuperar, Matilde. Lo juro por mi vida”.
Aldo y Roy se despidieron de la familia Folicuré después de que las chicas se marcharon para abordar el avión. Una vez solos, eligieron la mesa más apartada y solitaria de un bar.
—¿Qué novedades hay?
—Hice algunas llamadas —informó Aldo—. Un país podría estar interesado. Aunque preguntan cuestiones que me dejan callado. Por ejemplo, si verán un prototipo.
—Trabajé durante meses en el laboratorio de la metalúrgica de mi abuelo. Fabriqué algunas piezas, pero ya no cuento con el dinero para seguir adelante con el proyecto.
—Si no ven un prototipo, no creo que lo compren. Temen que se trate de una gran mentira. Cuando les expliqué lo que tu centrifugadora haría, se mostraron escépticos. Interesados, intrigados, pero escépticos. Creen que es una quimera.
Blahetter sacó del bolsillo de la campera varias hojas dobladas y las extendió con manos nerviosas sobre la mesa, frente a Aldo.
—Calmate, Roy.
—No puedo. Aquí está la prueba de que lo que yo inventé —dijo, con el índice sobre el pecho— es uno de los descubrimientos de la física nuclear más revolucionarios desde la creación de la bomba atómica. Este artículo lo saqué de la revista Science and Technology. Es la revista más prestigiosa a nivel mundial en cuestiones de ciencia y tecnología. Se la conoce como el trampolín al Nobel. El hijo de puta que me robó el invento lo publicó acá. ¿Y sabés por qué, Aldo? Porque él, que es un genio de la física nuclear, sabe que esto funcionará.
Aldo dio vuelta las páginas y buscó el nombre del autor del artículo. Orville Wright. Después, miró la fecha. Se trataba de una publicación reciente.
—¿Cómo es que tu invento cayó en manos de ese tipo?
—¡Porque soy un imbécil! —prorrumpió Blahetter, y golpeó la mesa—. Por imbécil, confié en él. Nos conocimos en el MIT. Yo era joven y estúpido. Lleno de avidez por aprender. Y Orville Wright es un genio de la física. Y se fijó en mí. Me pidió que lo asistiera en el laboratorio. Yo levitaba de la emoción. No es fácil ser el asistente de un hombre como él. Trabaja a horas insospechadas, es de carácter irritable, es un loco. Yo, sin embargo, hacía lo que fuera para que él desarrollara sus investigaciones y me hiciera parte de ellas. Vivía de noche porque Wright se mueve de noche. Parecía un zombi durante el día. Nada importaba. Le confié mis estudios, mis planos, mis avances. Algo que jamás hacía con nadie. De hecho, siempre desprecié la tecnología digital porque es vulnerable. Cualquier hacker puede introducirse en tu computadora y dejarte en pelotas. Trabajé a la vieja usanza, con diseños hechos por mi propia mano y escribiendo los informes en una Olivetti. Él me lo robó. Mi trabajo era mi vida.
—¿Te acabás de enterar? ¿Lo supiste a través de esta revista?
—Sí. Incluso hasta hace pocos días, seguíamos enviándonos e-mails. Ahora entiendo algunas de sus preguntas veladas. Necesitaba completar la centrifugadora porque lo que me robó en el MIT era un trabajo inacabado. Yo, como no quería hablar en la red, nunca le contestaba sobre ese tema.
—Parece que completó tu trabajo —se desanimó Aldo—. En caso contrario, no lo habría publicado. Además ya debe de haberlo patentado. Lo más probable es que terminen comprándole a él el invento, que de seguro cuenta con un prototipo.
—Prototipo que nunca funcionará. —De pronto, los ojos celestes de Blahetter recuperaron la vivacidad. Aldo lo invitó a explicarse levantando las cejas—. No te voy a detallar las cuestiones por las cuales el modelo de Wright no funcionará. No las entenderías. Pero te diré que Wright ha incluido algunos supuestos erróneos en la fase final.
—Podrías desacreditarlo, desenmascararlo. Ha cometido un plagio que no podrá sostener. Vos sos el dueño del invento real.
—Lo haré. La venganza llegará algún día. Pero hasta tanto no cuente con el prototipo que me permita demostrarlo, no será posible. Además, yo mismo necesito ver si mi prototipo funcionará. Por eso me urge construirlo, para lo cual preciso el dinero de un sponsor.
—Roy —Aldo adoptó una actitud grave—, con las personas que entraremos en tratos no se juega. No podés asegurarles que les vendés algo, construirlo y después decirles: “¡Ups! Me equivoqué. No funciona”. Terminarías con la garganta abierta en un albañal.
—¡Sé que funcionará! Lo sé.
—Sos brillante, hijo, no hay duda de eso. Y confío en vos.
—Aldo, estoy desesperado. Tengo una mina de oro en las manos y no puedo disfrutarla. Necesito la guita para recuperar a Matilde.
El más viejo sonrió con aire nostálgico.
—¿Acaso no conocés a mi hija? Jamás la recuperarás con dinero. Con eso la alejarás todavía más.
—Quiero darle una situación económica estable, para que ella esté tranquila.
—No te juzgo por lo de tu amante. Sabe Dios que no tengo autoridad moral para decirte ni pío. No obstante, ¿era necesario engañarla con algunos meses de casado? Sobre todo —se exasperó Aldo—, ¡ser tan negligente! Como si desearas que ella te descubriera.
“No es por eso que Matilde me dejó sino por algo mucho peor”, pensó Blahetter, incapaz de mencionarlo en voz alta.
Eliah Al-Saud escuchó las voces de los primeros pasajeros, que pasaron a su lado y se perdieron tras el cortinado que separaba la primera clase de la ejecutiva. Se incorporó en el asiento, agachó la cabeza y salió al pasillo en busca de Esther. Dio un paso y enseguida retrocedió al ver que la tal Juana y “Mat” caminaban hacia él. Lo sorprendieron; él las había visto en la cola de la clase turista. Juana abría la marcha, mientras alternaba vistazos entre la tarjeta de embarque y los números de los asientos; los leía en voz alta. “Mat” la seguía en silencio y estudiaba el entorno. A diferencia de Juana, que lucía su figura en unos pantalones blancos ajustados y una remera rosa con letras doradas —I’m in love with myself, decían— que no alcanzaba a cubrirle el vientre, la chica rubia llevaba un atuendo sencillo: jeans celestes con pechera y tiradores y una musculosa verde esmeralda que apenas se distinguía; en los pies, sandalias blancas, tan sólo dos tiras de cuero formando una equis, sin taco. Le llamó la atención la bolsa que llevaba en bandolera, de un tejido rústico en tonalidades marrones; cargaba la mochila al hombro como si la agobiara. Aunque resultaba difícil apreciar las curvas de su cuerpo dado que el pantalón le quedaba inmenso y la pechera la cubría casi hasta el cuello, Eliah se dijo que era muy menuda; estimó que no superaba el metro sesenta.
—Mmmm —ronroneó Juana—. Alguien está usando A Men. Me pierde ese perfume de Thierry Mugler.
A Matilde siempre la asombraba el olfato de su amiga, que reconocía las fragancias que se suspendían en el aire o que persistían en la piel. En esa ocasión, no comprendía de qué modo lograba detectar la del tal A Men cuando en el free shop se había bañado en Organza de Givenchy. Juana amaba los perfumes y los conocía a todos, pero, al no poder costearlos, se conformaba con las imitaciones de Sercet, que, en su opinión, lograba las mejores versiones.
Pasaron frente a Eliah, aún en el pasillo. Juana agachó la cabeza y, a pesar de que habló en susurros, él la oyó.
—Este papurri es el del A Men. ¡’Tá pa’l coito!
La actitud de “Mat” llamó su atención: en ningún momento dirigió la vista hacia él, ni siquiera con disimulo, como si la otra nada hubiese comentado. Una azafata se aproximó, e intercambiaron unas palabras en francés.
—¡Ah! Encima es francés —acotó Juana, mientras revoleaba los ojos.
—Juani, el último recurso son los desconocidos.
Ante el comentario de “Mat”, Al-Saud levantó las cejas, sorprendido por la sobriedad de la joven, por su aplomo y madurez. ¿Cuántos años tendría?
—Éstos son nuestros asientos, Juani. El mío es el siete B y el tuyo, el seis B.
La emoción de Al-Saud no involucró a sus facciones. Él ocupaba el siete A. Se desanimó al oírla decir:
—Si el siete A o el seis A quedan libres, podremos viajar juntas.
—Excuse-moi. —Pasó frente a ella y ocupó su lugar.
Juana, colocándose de modo que Al-Saud no la pillase, dibujó la palabra “suertuda” con los labios.
—¡Mat, esto es el súmmum! —exclamó, en tanto descubría los beneficios de una butaca de clase ejecutiva.
Matilde se estiró para guardar la mochila en el compartimiento superior y la musculosa acompañó el movimiento. Al-Saud divisó, en el espacio que formaba la pechera al costado del cuerpo, la parte delgada de la cintura y la piel traslúcida salpicada de pequeños lunares. ¿Por qué le vino esa imagen a la cabeza: sus labios sobre esa curva, su lengua marcándole la piel? Se agitó en la butaca a causa de un latido que lo asaltó en la entrepierna. Desvió la mirada hacia la pista, fastidiado. La oyó acomodarse junto a él. Un aroma suave, que le recordó a su sobrino pequeño, invadió el espacio. Se perfumaba con colonia para bebé.
Se dio vuelta, incapaz de dominar los deseos de mirarla. Simuló buscar el cinturón de seguridad debajo de él y se inclinó sobre ella. Por alguna razón ajena a su entendimiento, el olor de “Mat”, el de una criatura, atizaba emociones feroces en él, y cayó en la cuenta de que no podía quitarle los ojos de encima. Un libro, que había sacado de la bolsa rústica antes de guardarla en el bolsillo del asiento delantero, le descansaba sobre las piernas, y en ese instante se llevaba el pelo hacia el costado izquierdo para trenzarlo. Lo hacía velozmente, con habilidad. Le gustaron sus manos de dedos largos y flacos, como también la forma de las uñas sin esmalte; estaban limpias y cortas; no usaba anillos ni pulseras, sólo un reloj barato de goma gris, demasiado grande para una muñeca tan estrecha; no tenía vello en el antebrazo y alcanzó a contar cinco lunares, diminutas lentejas de color marrón que formaban constelaciones. Prosiguió el recorrido ascendente. “Podría rodearle el brazo con una mano y me sobraría”.
—Monsieur? —Se trataba de Esther—. Ya está listo su sitio en primera clase, monsieur. ¿Me acompaña, por favor?
Eliah meditó que, en primera clase, dormiría toda la noche; los asientos se reclinaban ciento ochenta grados. Su respuesta desorientó a la empleada.
—He decidido permanecer acá. —El motivo se encontraba a su lado.
Esther se quedó mirándolo hasta que el destello de una cabellera rubia entró en su campo visual. La muchacha era adorable, admitió.
—Le deseo un buen viaje —dijo y, antes de marcharse, añadió en castellano—: Abróchese el cinturón, señorita.
Matilde apartó el libro y tomó ambos extremos del cinturón. Intentó varias veces encajar la pestaña en la hebilla. Unas manos morenas se cernieron sobre las de ella y, sin darle tiempo a retirarlas, le indicaron en silencio cómo hacerlo. Por primera vez se dignó a reconocer que había alguien a su lado y lo miró a los ojos.
—Gracias —dijo, y giró de nuevo la cara hacia delante. “¡Dios mío!”, exclamó para sí, y apretó el libro sobre las piernas. Siempre había subestimado la belleza física; no le importaba, carecía de valor para ella, y, más que un atractivo, se convertía en un problema porque, en su opinión, la gente linda era superficial y tonta. Juana la tildaba de injusta, y su psicóloga aseguraba que, tras esa indiferencia por la belleza, se escondía un escudo que la protegía contra la atracción. No obstante, en ese momento, la hermosura del rostro que acababa de contemplar había tenido la contundencia de un golpe; le había robado la compostura, como si hubiese descubierto algo sacro y sobrenatural. En absoluto los ojos de ese hombre le habían resultado indiferentes, tampoco parecían los de alguien insustancial o tonto; al contrario, percibió un fulgor inteligente en ellos. ¿De qué color eran? Claros, sí, pero ¿de qué tonalidad? Estaba esforzándose para no estudiarlo a conciencia.
¿Había sido deliberado ese movimiento de pestañas, tan lento, como el aleteo de una mariposa que se equilibra sobre una flor? La intuición le dictaba que no. Se jactaba de su capacidad para desentrañar, con un simple cruce de palabras o con el análisis de ciertos gestos, las aristas oscuras de una persona, y podía afirmar que no había una pizca de artificiosidad en esa criatura. Por una fracción de segundo lo había honrado con una mirada, y él, un cínico insensible, se sintió traspasado, desnudo y entregado. Lo había dominado con la solvencia de las almas sabias y serenas. Se volvió a preguntar cuántos años tendría. ¿Veinte? No más que eso. ¿De qué color eran sus ojos? ¿Existía el iris plateado en la raza humana? Él jamás lo había visto. No conseguía salir de su estupor, y seguía clavado en su perfil.
—¡Hola, Mat! —Juana rompió el hechizo y, de rodillas en el asiento, se asomaba tras el respaldo como un títere—. Tomá, ponete un poquito de Organza. Conseguí que la empleada me diera una muestra gratis.
Al-Saud conocía el Organza; Céline lo usaba. Se trataba de una fragancia voluptuosa que combinaba flores y vainilla. No obstante, prefería que “Mat” siguiera oliendo a bebé. Lo complació su respuesta.
—No, gracias, Juani. Ya tengo mi perfume.
—¡Ah, tu colonia para bebé Upa La La! Dios no permita que uno de los mejores perfumes del mercado arruinen la Upa La La. —Remarcó las dos últimas sílabas con sorna.
Eliah se cubrió la boca para no delatarse con la risa que le cosquilleaba la garganta.
—A mí me gusta —adujo “Mat”, sin vehemencia; se expresaba en voz muy baja—. Además, para los niños…
—No digas “los niños”, Mat. Parecés del siglo pasado. Decí los chicos.
Poco tiempo atrás, Juana había aprendido el significado de la palabra anacronismo, y desde entonces la utilizaba para definir a su amiga de la infancia. “Sos un anacronismo viviente, Matita querida”, le repetía cada vez que Matilde se expresaba con palabras en desuso. Jamás decía palabrotas ni modismos propios de los jóvenes; tampoco hablaba en lunfardo; casi resultaba asombroso que voseara en lugar de tutear. En opinión de Juana se vestía como una mujer de la comunidad amish, ese grupo de granjeros norteamericanos detenidos en algún punto del siglo XIX, y, al igual que una amish, sabía preparar conservas, dulces, encurtidos —Matilde los llamaba encurtidos; Juana, pickles—, tejer (clásico y crochet), coser, cocinar y ahora se le había dado por aprender el arte del découpage. Nadie podía culparla. Nacida en un palacio de cincuenta habitaciones, atendida por una docena de sirvientes y educada por su abuela Celia, la versión cordobesa de la señorita Rottenmeier, la malvada de la serie Heidi, la “pobre” Mat no había contado con demasiadas oportunidades para ser normal. A Juana la desconcertaban las hermanas mayores de Matilde, Dolores y Celia, que, si bien habían sido víctimas del mismo régimen educativo, se encontraban tan lejos de ser mujeres amish como la Tierra de Plutón.
—Está bien —concilió Matilde—. Para los chicos es más familiar este aroma que el de un perfume francés.
La azafata pasó repartiendo estuches con cosméticos. Al-Saud rechazó el suyo con un ademán.
—¡Mirá, Mat! Es divino. Todas las cositas que tiene… ¡Y vos que no querías aceptar el up-grade que nos ofrecía tu viejo!
—Habría preferido que no insistieras, Juani. Yo no quería aceptar.
—¿Ah, sí? La señorita no quería aceptar, ¿eh? Pues no sé adónde ibas a encajar ese culo enorme que Dios te dio en la butaca de turista.
Matilde levantó la cara con lentitud y no pestañeó en tanto fijaba la vista en su amiga.
—Juana —dijo, en un susurro letal.
—¿Matilde? —devolvió la otra, con flema.
“¡Matilde!”. Qué hermoso nombre. Le sentaba bien.
—¡No te calientes por el papurri! No entiende ni jota.
—Juana, existe la posibilidad, aunque sea en un millón, de que el señor sí entienda nuestra lengua.
—Mat, los franchutes son como los piratas ingleses. Solamente hablan su idioma. ¿Viste que tiene un Rolex? —Antes de pronunciar Rolex, se puso la mano sobre la comisura derecha de la boca y bajó el tono—. Creo que es un Submariner, el que combina oro y acero, con la esfera y el bisel azul. Amo ese modelo. Me encanta el brazalete, el Oyster. Nunca había visto uno en vivo y en directo.
Al igual que con los perfumes, Juana mostraba fascinación por el mundo de los relojes y conocía las marcas más renombradas —Rolex, Breitling, Cartier— y otras más exclusivas, Breguet, Blancpain y Louis Moinet.
—No me había dado cuenta —admitió Matilde.
—¡Obvio! ¿Qué te vas a dar cuenta vos, araña pollito?
—No me llames araña pollito.
—¿No está bueno el apodo que te puso Gómez? Y cuando te llamaba Pechochura Martínez me hacía mear de risa.
—Para mí, en cambio, fue un martirio soportarlo todo el secundario.
—El pobre Gómez no sabía qué hacer para que le dieras pelota. Por eso destacaba tus atributos delanteros y traseros. ¡Ay, Mat! —exclamó, y se tapó la boca con las manos—. Creo que el franchute, después de todo, sí entiende nuestro idioma. Está riéndose. ¡Oiga! —se mosqueó Juana—. ¿Por qué no avisó que sí entendía? Bien calladito se mantuvo.
Al-Saud soltó la carcajada que había reprimido en los últimos minutos. Si sus amigos o su familia hubiesen atestiguado esa muestra de expansión, se habrían quedado boquiabiertos. Calló enseguida al ver que Matilde se dignaba a mirarlo.
—Discúlpela, señor. Es una maleducada.
—No, en absoluto. Me ha hecho reír, y eso es bueno. Quizá, si le permitiese ver mi Submariner a la señorita —tentó, mientras se desabrochaba el brazalete—, obtendría su perdón.
—¡Oh! —fue lo que Juana consiguió articular en tanto recibía el Rolex con una mueca de éxtasis—. ¡Qué reloj tan alucinante! —expresó después de comprobar que se trataba de un original; el segundero avanzaba con suavidad y no dando saltitos—. Es pesado, sólido. Es la primera vez que tengo un Rolex en las manos. ¡Gracias!
—¿Usted también querría verlo?
—¡No, qué va! —intervino Juana—. Ella no sabe apreciar las cosas buenas de la vida. ¡Mire con el reloj que anda! Uno de goma a cuarzo que se ganó en McDonald’s y que funciona tan mal que siempre la hace llegar tarde a todas partes.
—Juana, no creo que al señor le interese saber acerca de mi reloj.
—Me interesa —aseguró Eliah, y se inclinó para decírselo.
Juana, al advertir la actitud del franchute, estiró los labios en una sonrisa.
—¿Cómo es que habla tan bien nuestro idioma? Porque, aunque tiene un poco de acento, maneja bien el castellano.
—Mi madre es argentina.
El capitán anunció la proximidad del despegue. Las azafatas cerraron las puertas.
—El seis A quedó libre —anunció Matilde—. Podemos viajar juntas.
Al-Saud y Juana intercambiaron una mirada fugaz.
—Ni lo sueñes, araña pollito. Pienso estirarme en los dos asientos.
—El apoyabrazos no se levanta —objetó Matilde, y se lo demostró.
—Me importa un bledo. Voy a flexionar las rodillas. Y no jodas más —concluyó al tiempo que devolvía el Rolex—. ¿Cuál es su nombre?
—Eliah.
—Eliah, imagino que usted ya sabe los nuestros.
—Sí —acotó Matilde—, y también sabe mis sobrenombres.
Al-Saud volvió a reír.
La paz cayó sobre ellos cuando Juana se ubicó en su asiento. “Es como un terremoto”, pensó Eliah. Le gustaba Juana, en especial porque, con su frescura y desfachatez, no opacaba a Matilde sino que la realzaba. Formaban un lindo par esas dos, y, aunque fueran distintas, resultaba obvio que se profesaban cariño. Pensó en sus amigos de la infancia. Ellos también habían conformado un grupo heterogéneo; Shiloah y Gérard Moses eran judíos; Shariar, Alamán y él, hijos de un príncipe saudí; y Anuar y Sabir Al-Muzara, hijos de palestinos. Se habían querido a pesar de sus orígenes y de las diferencias que los separaban, en parte gracias a la inconsciencia de la infancia que los salvaguardaba del odio; no obstante, la nube de la ignorancia se disipó y la realidad terminó por imponer su dureza. En el presente, algunos seguían siendo amigos; otros, enemigos mortales.
Se dio cuenta de que, mientras pensaba en sus amigos, no había apartado la mirada del perfil de Matilde. Ella leía, absorta. Le observó la curva de la frente, amplia, blanquísima, sin líneas, de una piel tersa como la de un bebé; no usaba maquillaje, lo cual convertía la visión en una experiencia asombrosa. Él tenía la piel tosca y gruesa, con algunas marcas de varicela, la nariz con los poros dilatados y la parte del bozo siempre oscurecida a causa de la incipiente barba; no importaba que se afeitase por la mañana; a primeras horas de la tarde presentaba un aspecto descuidado.
El ir y venir de las pestañas de Matilde lo aquietaba. Las estudió con el interés que despertaba cada parte de su rostro. Si bien largas y curvas, eran casi transparentes. Con la cabeza inclinada y los párpados entornados, Matilde ocultaba sus ojos, y él no terminaba de decidir si había fantaseado con el color plateado del iris. Ansiaba tenerla de frente, con su atención puesta en él; admitió que su indiferencia comenzaba a fastidiarlo. ¿Qué pretendía con esa muchachita que no alcanzaría los veinte? “Estoy aburrido”, dedujo, a pesar de que tenía un informe que analizar y una reunión que preparar.
Matilde levantó las comisuras. Algo en el libro la hacía sonreír. Al-Saud ladeó la cabeza para ver la tapa, y fue él quien sonrió. Se trataba de Cita en París.
—¿Qué opina, Matilde? ¿Es un buen libro?
Con el rostro escorzado hacia la izquierda, lo miró a los ojos, pestañeó dos o tres veces, frunció los labios. “Aunque parezca mentira, son plateados”, concluyó Eliah.
—Creo que es lo mejor que he leído en años.
Como notó que había superado la mitad del libro, le preguntó:
—¿Qué opina del personaje de Étienne?
—Ah, usted lo leyó, entonces. —Eliah asintió y se abstuvo de comentar que había leído el manuscrito—. ¿Por qué me pregunta por Étienne?
—Me identifico con él.
—Creo que Étienne es a quien Salem más quiere y respeta.
—Y usted, ¿qué opina de Étienne? —insistió.
—Yo también lo admiro. Es intrépido e inteligente, pero no soberbio.
—Y como mujer, ¿qué opina de él?
Ella frunció el entrecejo, confundida.
—Bueno… Como mujer diría que me da miedo.
—¿Miedo?
—Según lo que surge de la trama, es incapaz de comprometerse. Su alma nunca está en reposo. Ningún sitio es su sitio. Ninguna mujer, su mujer, salvo la que perdió de joven. Necesita moverse incansablemente, como si nada bastara. Me maravilla su capacidad para atender tantos asuntos al mismo tiempo, como si pudiese compartimentar su cerebro.
El capitán anunció que el despegue se demoraba debido al tráfico en la pista.
—Pero como mujer le teme.
—Sí, le temería. Para Étienne nada es suficiente, ningún sitio, ninguna mujer. Es volátil, impredecible. El mundo parece quedarle chico.
“Buena conclusión”, meditó Al-Saud, y enseguida aventuró:
—Quizá sea porque no ha encontrado aún a la mujer de su vida. Donde sea que ella esté, ése será el sitio de Étienne.
“No me mires de ese modo o te besaré aquí mismo”.
Matilde apartó la mirada, confundida por el breve discurso. Además, no soportaba la intensidad de esos ojos verdes, de un verde esmeralda cremoso. Le disgustaban las comparaciones estúpidas, pero, en verdad, le recordaban a la esmeralda del anillo de su madre. La imagen del tal Eliah se grabó en su mente, y, por mucho que simulara que él no estaba allí, lo percibía como el aliento abrasador de una estufa.
El Boeing 777 carreteó por la pista, y el rugido de las turbinas desconcertó a Matilde. Era la segunda vez que viajaba en avión. La primera había tenido lugar más de quince años atrás, cuando sólo contaba once y aún vivían en la abundancia. Sus padres la habían enviado a estudiar inglés en un curso de verano organizado por el aristocrático colegio Eton, en el condado de Berkshire, en Inglaterra. No se acordaba de que el estómago se contrajera de ese modo.
Fiel a su corazón de piloto, Eliah observó la pista en tanto el Boeing pugnaba por despegar. Le resultaba extraño no encontrarse en la cabina, a cargo de la palanca de mando. Por lo general, y a menos que tuviera mucho trabajo, él despegaba y aterrizaba sus aviones; el resto del viaje delegaba el mando a Paloméro. El Boeing abandonó el asfalto y tomó vuelo. Eliah esperó el golpe que indicaba que el tren de aterrizaje había sido guardado. En su opinión, el piloto demostraba falta de dominio. Al no sortear un repentino corte de viento, acababa de provocar la pérdida de altura —unos noventa metros, calculó—, que resentiría el estómago de algunos pasajeros.
—Juana.
Al-Saud se volvió. El llamado lo había alcanzado como una exhalación apenas audible. La palidez de Matilde era cadavérica, de un color ceniciento que le teñía aun los labios; la tensión de su cuerpo se revelaba en las manos, una se cerraba sobre el lomo del libro y la otra, sobre el apoyabrazos derecho; los nudillos habían tomado una coloración blancuzca. También se revelaba en sus párpados apretados. Se inclinó sobre ella y le susurró:
—Tranquila. Haré que pase.
Si bien la señal permanecía encendida, Al-Saud se desabrochó el cinturón y extrajo la bolsa para vómitos del bolsillo del asiento delantero. La abrió, estirando los fuelles, la colocó sobre la nariz y la boca de Matilde y le pidió:
—Sujete la bolsa y respire normalmente por la nariz. No se asuste. Cierre los ojos y recuéstese.
Sin tocarla, se cruzó sobre ella y apretó el botón para reclinar apenas el respaldo. La abanicó con algo, ella dedujo que con una revista.
—Relájese, Matilde. Ya pasará. Ha sido ese descenso brusco. Ya pasará.
Mantenía los ojos cerrados no para obedecer su indicación sino para no enfrentarlo. Sentía vergüenza. Debía de lucir ridícula respirando en una bolsa. Tenía miedo de vomitar. No quería hacerlo frente a él. Odiaba las náuseas, le traían las peores memorias. Procuró distender los músculos. La sangre se había precipitado al estómago, de ahí el desvanecimiento. “Ya pasará”, se instó, “ya está pasando”. Se estremeció cuando percibió que él le secaba el sudor de la frente.
Al-Saud la estudiaba con fijeza a través de las idas y venidas de la revista, impresionado por la calidad traslúcida de su piel; en el área de los párpados, se tornaba de una coloración perlada que transparentaba una red de venas pequeñas y azules, lo mismo en las sienes.
—Está pasando, ¿verdad?
Le habló al oído, y su voz le provocó un temblor. La onda sonora, grave, profunda, la había recorrido no con suavidad, sino de manera intensa, más bien irrespetuosa, como si le hubiese pasado una mano por los pechos y el vientre. Abrió los ojos, asustada. De costado, algo inclinado sobre ella, él la observaba. Le sostuvo la mirada los instantes necesarios para entender por qué el verde de sus ojos la había sorprendido, por qué surgía tan definido y fulguraba; se debía a su entorno oscuro: los párpados inferiores parecían delineados de negro y los superiores, sombreados de una pigmentación marrón; las cejas, anchas y oscuras como el carbón, agregaban dramatismo al conjunto. Ella no recordaba haber visto ojos tan exóticos. Se quitó la bolsa de la cara, de pronto consciente de la ridícula situación.
—Sí, gracias. Ya me siento mejor.
—Los colores están volviéndole a las mejillas.
El cartel indicador se apagó. Al tiempo que Al-Saud llamaba a la azafata, Juana volvió a asomarse tras el respaldo. Su sonrisa se esfumó ante la palidez de Matilde.
—¡Mat! ¿Qué pasa? —Sin aguardar respuesta, se precipitó a su lado.
—El piloto realizó un descenso brusco y Matilde se descompuso.
—Ya estoy bien, Juani.
La actitud profesional de Juana, que aferró la muñeca de Matilde para tomarle el pulso, sorprendió a Al-Saud.
—Tu pulso es normal, amiga.
—¿Usted es enfermera?
—No. Soy… Mejor dicho, somos médicas pediatras. En realidad, yo soy pediatra. Matilde es cirujana pediátrica. La mejor cirujana pediátrica del mundo.
—No es verdad. No le crea —contradijo, con una sonrisa débil.
Al-Saud no contestó. Se quedó mirándola, desconcertado.
Juana regresó con una linterna, de esas delgadas y plateadas de uso médico, y estudió el reflejo de las pupilas de Matilde.
—Admito que estoy sorprendido. Deduje que Matilde no tenía más de veinte años.
—Cuando se hace dos trenzas, algunos le dan quince —admitió Juana—, pero, en realidad, tiene casi veintisiete. Los cumple en marzo. ¿Puedo tutearte, Eliah?
—Por supuesto.
—A mí, ¿cuántos años me das? No digas nada, me das treinta y siete, pero tenés que saber que acabo de cumplir veintisiete. ¿Sentiste náuseas, Mat? —Matilde asintió, y Juana le explicó a Eliah—: Matilde detesta las náuseas.
—Supongo que todos las detestamos.
—Matilde más que nadie.
La llegada de la azafata distrajo a Al-Saud. Le pidió un jugo de naranjas exprimidas con mucha azúcar y una toalla húmeda. Como en la clase ejecutiva no había naranjas ni exprimidor, le pediría jugo a sus compañeras de primera. Le habían ordenado que sirviera al pasajero del siete A como si se tratase de un rey.
Al-Saud alternaba vistazos entre las manos de Matilde y su rostro de nena, incapaz de conciliar ese cuadro con el de una hábil cirujana. Él también era joven —en un mes cumpliría treinta y uno—, no obstante, lucía mucho mayor y había vivido lo que a otros les habría tomado cien años.
—Amiguita —dijo Juana, y besó a Matilde en la frente—, perdón por no haber estado cuando te sentiste mal.
—El señor me ayudó, fue muy amable. —Movió el rostro hacia Al-Saud—: Gracias. No sé qué habría hecho sin su ayuda.
—Por favor, Matilde, no me llame señor. No soy un viejo, ¿sabe?
—Y dejen de tratarse de usted —intervino Juana.
La azafata se presentó con el jugo y la toalla y aguardó a que Al-Saud sacara la mesita plegable del apoyabrazos izquierdo para entregárselos.
—Jamás habría imaginado que la mesita estaba ahí —dijo Juana—. Me acuerdo de la única vez que viajé en avión, estaba en el respaldo del asiento delantero, arriba del bolsillo.
—En ejecutiva, el asiento delantero está demasiado distante, por eso la han ubicado aquí. —Le entregó el vaso a Matilde—. Bébelo con sorbos cortos y pequeños.
—En argentino no decimos “bébelo” sino “tomalo” —lo corrigió Juana.
—Lo tendré en cuenta.
—De todos modos, Eliah, tu castellano es impecable. ¿Sabés hablar otros idiomas?
—Alguno que otro —le aclaró, mientras controlaba que Matilde sorbiera el jugo—. ¿Está dulce? —Matilde asintió—. El azúcar te hará sentir mejor.
—¿Qué otros idiomas? ¿Inglés?
—Sí, inglés. ¿Quién no sabe hablar en inglés por estos días?
—¿Cuál otro?
—Juana, no seas imprudente. No preguntes.
—O sea que sos trilingüe —dedujo, haciendo caso omiso a la orden de su amiga.
En realidad, Al-Saud era políglota. Además del inglés, el francés y el castellano, hablaba con fluidez el árabe, el italiano, el alemán y el japonés, y se defendía con sus rudimentos de hebreo, suajili, ruso, bosnio y serbio; le apasionaban el latín y el griego. Su facilidad para las lenguas lo había convertido, entre otras razones, en un elemento codiciable para el grupo comando del que pocos conocían su existencia en el mundo del espionaje y al que llamaban L’Agence, La Agencia en francés. Por alguna razón que no acertaba a determinar, Al-Saud prefirió ocultar sus talentos lingüísticos. Quizá, meditó, así como no le interesaban los perfumes costosos ni los relojes exclusivos, Matilde tampoco apreciaría los signos de vanidad en las personas.
—¿Qué idiomas sabés vos, Juana? —se interesó, al tiempo que recibía el vaso de manos de Matilde; no había bebido la mitad.
—Inglés bastante bien —contestó Juana, mientras le pasaba a su amiga la toalla húmeda—. Mat y yo fuimos a un colegio bilingüe en Córdoba donde el inglés era muy bueno. Se llama Academia Argüello. Tenemos los mejores recuerdos de ese lugar.
Juana hablaba de sí misma con facilidad. En segundos había suministrado tanta información como para llenar varias páginas de un informe.
—A excepción del tal Gómez y sus sobrenombres impertinentes —apuntó Al-Saud, y le sonrió a Matilde. La vio sonrojarse y reír apenas. Resultaba una visión infrecuente la de una mujer adulta ruborizada. De igual modo, todavía le costaba ajustar el aspecto de adolescente de Matilde con el de una mujer que se enfrentaba a la muerte con un bisturí en mano. Minuto a minuto, lo que había empezado como una atracción se convertía en una obsesión; él podía sentirlo, se conocía, conocía los síntomas que indicaban que el Caballo de Fuego que habitaba en él estaba a punto de desbocarse, ese animal del Zodíaco Chino con un corazón doblemente de fuego: porque es de fuego la esencia del Caballo y porque, cada sesenta años, el fuego se convierte en su elemento. Según su maestro y mentor, el japonés Takumi Kaito, en China evitaban su nacimiento. “¿Por qué?”, le había preguntado un Eliah de catorce años. “Porque, al no comprenderlos, les temen. Un Caballo de Fuego vive del desafío, es su fuerza motriz, la que le da sentido a su vida. Cuanto más riesgoso, más atractivo. Detenerse es morir. Y eso asusta a los demás. O bien les marca sus propias limitaciones, su cobardía. Y eso molesta”.
—Gómez era divino, aunque se ponía un poco pesado con Mat. Se lo pasó enamorado de ella los cinco años de secundario.
“No lo culpo”.
—¿Sabés hablar francés? —preguntó para no seguir con el tema de Gómez y de su infatuación por Matilde.
—Muy poco. Lo estudiamos en el colegio, pero Mat y yo elegimos inglés como lengua intensiva, así que del francés sabemos poco y nada.
Las azafatas aparecieron con los carritos para servir la comida.
—Juana —habló Matilde—, el olor a comida está haciéndome mal. Alcanzame mi colonia Upa La La.
Juana bajó la mochila y se la entregó. No se acuclilló junto al asiento de Matilde sino que regresó al de ella y desplegó la mesita. A pesar de que le gustaba la compañía de Juana, Al-Saud agradeció que los dejara a solas.
La estudiaba sin disimulo algo retirado en su butaca, en tanto Matilde se mojaba los brazos y el cuello con colonia para bebé. ¿Por qué razón se abstendría del estudio de esa criatura que, en su simpleza, lo fascinaba? Su nombre también era simple y clásico. ¿En verdad se trataría de una joven simple? “Matilde”, repitió para sí. Le había gustado pronunciarlo en tanto conversaban. Ella, en cambio, no lo había llamado Eliah ni lo había tuteado.
Matilde rehusó cualquier menú que le ofreció la azafata.
—Algo tenés que comer, Matilde —intervino Al-Saud.
—No podría retener nada en el estómago.
—¿Ni siquiera un té?
—Un té sí.
Eliah se dirigió a la azafata en francés.
—Un té para la señorita con galletas de agua. No, no —dijo, al tiempo que agitaba la mano para rechazar la bandeja con la ensalada de langostinos—. A mí tráigame un café y unas galletas también.
—¿No piensa comer? —se preocupó Matilde.
—La visión y el olor de la comida te devolverían las náuseas. He pedido un café.
—No es justo. Usted…
—Por favor, no me trates de usted.
—Está bien.
La situación, a la vez que la incomodaba, le agradaba. Aunque resultara extraño, la complacía la atención de ese hombre sobre ella. En otro caso, ya habría mostrado su costado más frío e indiferente.
—No es justo que te prives de la comida por mí.
—Lo hago con gusto.
La mirada que compartieron no duró más de dos segundos, y Matilde se refugió en su libro. Las letras se desdibujaron y la cara del hombre tomó su lugar. Una cruda virilidad se desprendía de cada detalle de ese rostro, desde la frente ancha hasta la hendidura que le partía el mentón. Tenía el cuello grueso, lo que le daba aspecto de pendenciero, y la nuez de Adán, prominente; se había concentrado en ella mientras dialogaba con Juana. No acostumbraba a fijarse en las características del cuello ni de la nuez de Adán de un hombre, tampoco en el corte de la mandíbula ni en los otros huesos de la cara. En general, reparaba en detalles relacionados con la personalidad, la sonrisa y las maneras. En el caso de ese hombre, le había resultado imposible plantarse ante el magnetismo de su cuerpo.
Al-Saud dejó su asiento y caminó por el pasillo hacia la zona del baño. A pesar de sí, Matilde lo siguió con la mirada. La abrumaron la gracia de su andar y la fortaleza de sus miembros; aunque delgadas y largas, las piernas lucían fuertes y fibrosas bajo la seda del pantalón azul, igual que los brazos bajo la camisa blanca; se evidenciaba el cuerpo elástico y ágil de un deportista.
Juana asomó la cabeza por el pasillo y, después de silbar, comentó:
—¡Qué culito!
—Sí.
—¿Qué acaban de escuchar mi oídos, Matilde Martínez?
—Bueno, Juana Folicuré, no voy a negar que tiene buen cuerpo.
—¿Admitís que tiene el mejor culo que hayamos visto en los últimos… digamos… veintiséis años? Amiga, no podés negarlo, es un Adonis. Y creo que le gustás. ¿A qué se debe que lo hayas observado? Nunca mirás dos veces a un hombre, menos aún si es buen mozo.
—Me ayudó cuando me descompuse y ahora rechazó su comida para que no me volvieran las náuseas.
—¡Dios le da pan al que no tiene dientes! Si yo estuviera en tu lugar, ya estaría planeando mi boda. Mirá, araña pollito, si el papurri te invita a salir y…
—Juana, nadie me conoce como vos. Nadie conoce mis problemas como vos. No podés pedirme eso.
—Puedo pedírtelo y lo voy a hacer. ¿Acaso tu psicóloga no te dijo que tenés que intentarlo hasta lograr vencer tus miedos?
—Shhh. Ahí viene.
—Mat, es más que buen mozo. Es perfecto. Además, es caballeroso y, a juzgar por las pilchas que trae y el reloj que tiene (te aclaro que cuesta alrededor de diez mil dólares), es rico.
Matilde advirtió que Eliah regresaba en compañía de la azafata que les traía el té y el café. ¿Por qué le molestaba que ella riera con cara de tonta? Rozaba el costado de Eliah con un movimiento intencional de caderas. Él recibía de buen grado las atenciones que ella le destinaba. “Es igual que todos”, se deprimió.
Advirtió que, sobre la camisa blanca, Eliah llevaba un chaleco del mismo paño del pantalón, que, al ajustarse en su cintura, le destacaba la solidez de los hombros. Abrió deprisa Cita en París después de que sus ojos se posaran en la protuberancia que se formaba bajo el cierre del pantalón.
A Eliah lo fastidiaba el silencio de Matilde. Al igual que ella, él también podría haberse dedicado a la lectura del informe acerca de Blahetter. No podía, y le molestaba que ella se concentrase en las páginas de Cita en París con él a su lado. Se trataba de una novela cautivante, lo admitía, pero no consentía que lo fuera más que él. Deseaba ser el centro del interés de esa mujer con cara de adolescente.
Se había recostado sobre la parte izquierda de la butaca para observarla, por eso advirtió que una lágrima asomaba por la comisura del ojo antes de resbalar por la mejilla. Se incorporó de inmediato y no pensó en contenerse: se la barrió con el dorso del índice. Ella dio un respingo y le dirigió una mirada de pánico que lo descolocó. No se mostraba ultrajada sino aterrada.
—¡Disculpame! —se apresuró a decir—. Vi que llorabas. No quise asustarte. —Le pasó su pañuelo de seda.
—Está bien. Gracias —dijo, y se secó los ojos.
La dulzura de su voz lo desarmó; la habría besado en ese instante. ¿Cuántas veces, en pocas horas, había deseado besarla?
—Acabo de leer una parte muy triste.
—¿Qué parte? —Al-Saud inclinó la cabeza simulando interés en el libro mientras inspiraba para llenarse las fosas nasales de su aroma a bebé.
—La parte en la que Salem describe la masacre de Sabra y Chatila.
Al-Saud se acordaba de ese capítulo. A él no le había causado tristeza sino impotencia. Si se hubiese hallado en alguno de esos campos de refugiados palestinos en el Líbano, habría despachado a más de un miembro del partido cristiano conocido como Falange Libanesa. Sin embargo, en septiembre de 1982, él sólo contaba quince años.
—¿Es el primer libro que lees de Sabir Al-Muzara? —le preguntó para alejarla de la imagen del genocidio de Sabra y Chatila.
—No. He leído toda su obra. Lo sigo desde hace tres años, cuando de casualidad lo descubrí en una librería de libros usados de Avenida Corrientes. ¿Conocés la Avenida Corrientes? —Eliah asintió—. Lo admiro profundamente. Fui feliz cuando me enteré de que había ganado el premio Nobel de Literatura de este año. ¡Se lo merecía! No es talentoso sino genial. —Sus ojos plateados destellaban; resultaba evidente que, aunque delicada y tímida, Matilde también se apasionaba—. Amé el discurso que dio cuando recibió el Nobel.
“En realidad”, pensó Al-Saud, “Sabir no leyó el discurso en la ceremonia de entrega sino después, durante el banquete”. Tuvo la impresión de que habían pasado meses del acontecimiento cuando habían sido algunas semanas desde el 10 de diciembre, aniversario de la muerte de Alfred Nobel. Como marcaba la tradición, la ceremonia había tenido lugar en Estocolmo. Si bien él no había asistido porque se encontraba en Sri Lanka, negociando con los tamiles, sus padres, sus hermanos y Shiloah Moses habían acompañado a Sabir. Su discurso en Estocolmo habría causado un terremoto político si lo hubiesen pronunciado otros labios. Al-Muzara era de las pocas personas a quienes palestinos e israelitas respetaban y admiraban y a quien se le permitía expresar las verdades que nadie se animaba a pronunciar. No siempre había sido así. Sabir se había ganado a pulso el lugar que ocupaba en una de las regiones más conflictivas del planeta. Su mensaje de paz y amor le había granjeado varios motes, entre ellos, el Nelson Mandela palestino, Gandhi en Gaza, el Luther King blanco (Sabir descollaba por su semblante pálido) o el Jesús árabe, lo que desagradaba a los católicos, no obstante las palabras del papa Juan Pablo II, quien aseguraba que si Jesús hubiese encontrado a AlMuzara en el Jordán lo habría convertido en su amigo. Yitzhak Rabin había expresado de él que, cada tantas décadas, nacía un palestino con buen juicio, en tanto un directivo del Mossad sostenía que se trataba de un líder espléndido: listo, carismático y valiente.
—Algún día le darán el premio Nobel de la Paz —acotó Matilde.
—¿Qué parte del discurso de Sabir te gustó?
—Apenas comenzó el discurso, me provocó una gran emoción cuando dedicó el premio a sus hermanos palestinos y a sus amigos y vecinos israelitas. Es un símbolo de perdón, ¿no te parece? Lo digo porque fue prisionero de los israelitas durante años.
Pocos conocían del cautiverio de Al-Muzara como Eliah Al-Saud. Una noche de agosto de 1991, dos agentes del Shabak, el servicio de inteligencia para asuntos internos de Israel, se presentaron en su departamento en la ciudad de Gaza y lo arrestaron; se trataba de una “detención administrativa”, una figura jurídica del Código Penal israelí por la cual se puede encarcelar a una persona “por razones de seguridad” y mantenerla en prisión por tiempo indefinido, sin proceso judicial. Sabir pasó cinco años en Ansar Tres, como los palestinos llaman a la cárcel de la base militar de Ketziot, en el desierto de Néguev, donde, en varias ocasiones, lo torturaron para extraerle la ubicación del escondite de su hermano mayor, Anuar Al-Muzara, jefe de las Brigadas Ezzedin al-Qassam, brazo armado de Hamás.
A la declaración de Rabin: “Si tan sólo la Franja de Gaza se hundiese en el mar”, Anuar Al-Muzara había respondido: “Lo práctico de que los judíos se reúnan en Israel es que nos ahorrará el tener que ir a buscarlos por todo el mundo”. Por fin, los agentes del Shabak se persuadieron de que Sabir desconocía el paradero de Anuar. Se equivocaban, Al-Muzara sabía dónde se escondía su hermano y, pese a estar enemistados —uno defendía la resistencia pacífica, el otro, la armada—, no lo habría traicionado.
Durante los años de prisión, la figura de Sabir Al-Muzara cobró dimensiones insospechadas. A pesar de la falta de libertad y de las torturas, desde su celda, a través de cartas que sorteaban la confiscación, Sabir AlMuzara se comunicaba con su pueblo para pedirles calma y, sobre todo, nada de violencia, que sólo engendraba más violencia; les aconsejaba que no organizaran manifestaciones callejeras para solicitar su excarcelación porque se infiltraban grupos malintencionados y causaban desmanes; les citaba frases célebres de grandes hombres y les relataba sus días en Ansar Tres, absteniéndose de mencionar las torturas y las pésimas condiciones. Las cartas terminaban publicándose en periódicos de Israel, como el prestigioso Ha’aretz o en Últimas Noticias, y al otro día las replicaban los matutinos londinenses, neoyorquinos y parisinos. Con el tiempo, esas cartas se convirtieron en uno de sus libros más vendidos.
Kamal Al-Saud, padre de Eliah, y Shiloah Moses, hijo del multimillonario israelí Gérard Moses, dueño del periódico Últimas Noticias, habían bregado por la liberación de Sabir Al-Muzara. Kamal contrató a los mejores abogados de Israel, en tanto Shiloah, con excelentes conexiones en los ámbitos políticos y de la prensa, armaba la de San Quintín para que liberaran a su amigo de la infancia. Consiguieron que personalidades como el papa, el dalái lama, Adolfo Pérez Esquivel (argentino, premio Nobel de la Paz de 1980), Nelson Mandela, Jimmy Carter y las autoridades de instituciones como Amnistía Internacional, Human Rights Watch y Paz Ahora elevaran sus voces para solicitar la excarcelación de un hombre que jamás había sostenido una piedra en sus manos.
—También me gustó —prosiguió Matilde— la parte en que citó a Martin Luther King, cuando repitió su frase tan hermosa: “Yo todavía tengo un sueño. Les parecerá una utopía. Les aseguro que mañana será realidad. Sueño con sentir la paz en mi tierra y ver una nación formada por israelíes y palestinos, hermanados en la comprensión de que todos somos criaturas de Dios”.
Al-Saud meditó que, con esa frase controvertida, Sabir había abonado el camino que Shiloah Moses encararía en pocas semanas: la lucha por la creación de un Estado binacional. Eliah opinaba que sus amigos estaban locos, que lo del Estado binacional era una quimera. Enseguida recordó que, al igual que él, Sabir y Shiloah habían nacido en el año del Caballo de Fuego, por lo tanto no eran hombres comunes y nunca pensarían ni se dedicarían a cuestiones corrientes.
—Y me pareció grandioso cuando en ese momento levantó la vista, dejando de lado el discurso, y aclaró: “No he dicho Alá. No he dicho Yahvé. He dicho Dios, el término universal con el que todos lo conocemos, porque Dios es uno para todos”.
Al-Saud comenzaba a entender que a esa muchacha no la seduciría con relojes costosos ni con perfumes franceses. Ganaría su entusiasmo y atención a fuerza de descubrir sus extravagantes puntos de interés, como resultaba ser el discurso del último premio Nobel de Literatura. ¡Qué hermosa lucía cuando se apasionaba! Los pómulos se le coloreaban y se le encendían los ojos, en tanto movía las manos de dedos largos con delicadeza, las mismas manos que, aunque le costara creerlo, manejaban un bisturí. En un momento, sin detener su discurso, se rehizo la trenza, y Al-Saud divisó algunos mechones de un rubio casi platinado que se entremezclaban con otros más oscuros. En su fervor por Al-Muzara, Matilde se había sentado de costado en la butaca, con las piernas cruzadas como los indios norteamericanos. “Es tan pequeña”, caviló Al-Saud, “¿Cómo se sentirá abrazarla?”.
—Mi parte favorita —retomó Matilde— fue cuando mencionó a los niños.
—¡Mat! —intervino Juana, sin asomarse—. ¡No digas los niños, por amor de Dios!
Al-Saud soltó una risotada ante el gesto de Matilde, que elevó los ojos al cielo y se mordió el labio inferior, revelando unos dientes blancos y derechos; sus paletas le resultaron adorables, cuadradas, bien proporcionadas y sin defectos.
—Juana, no es de buena educación escuchar las conversaciones ajenas.
—No puedo evitar oír, querida Mat, si hablás para que todo el avión escuche.
—En fin —reanudó Matilde, en voz baja—. Me encantó cuando dijo que, sobre todo, dedicaba ese premio a los chicos israelíes y palestinos, los que se habían marchado y los que quedaban, porque la paz por la que él luchaba era para ellos, para que caminaran por las calles de Tel Aviv-Yafo, Jerusalén, Gaza y Ramala con sonrisas y sin preocupaciones. Me pareció muy acertado cuando dijo: “Porque no acepto que a los niños les roben la infancia y los obliguen a ser hombres de diez años”. Fue un momento conmovedor cuando donó el premio, que es mucho dinero, algo más de un millón de dólares, a la Media Luna Roja Palestina. —Se quedó en silencio, con la vista baja, como si meditara sus últimas palabras—. No es un hombre adinerado, ¿verdad?
—No, al contrario. Vive de manera sencilla.
—Lo conocés bien —se asombró Matilde; Al-Saud no comentó nada y ella agregó—: Al-Muzara debe de ganar mucho dinero con la venta de sus libros.
—Todo lo dona a entidades de beneficencia.
—Su discurso no fue muy largo —apuntó ella, al cabo de una pausa.
—Por algo lo llaman El Silencioso.
—Sí, es verdad. He leído que es una persona que prefiere escuchar a hablar.
Eliah descubrió que la devoción de Matilde por Al-Muzara comenzaba a disgustarlo.
—¿Por qué la parte en que habla de los niños es tu favorita? ¿Te gustan mucho los niños?
—Sí, mucho. —Su contestación brotó sin fuerza. La mudanza lo desconcertó, y se quedó callado, mirándola. Ella había bajado la cara, como si se cerrase a proseguir con el tema, y hojeaba el libro. Matilde estaba convirtiéndose en un desafío, y Al-Saud sospechó que, detrás de esa apariencia de ángel, se ocultaba un espíritu rico, con luces, pero también con sombras. “Matilde, ¿quién eres en verdad? ¿Qué hacías con el nieto de Blahetter? ¿Es tu esposo?”. No quería saber.
—Supongo que deben de gustarte mucho los niños para haber decidido ser cirujana pediátrica, ¿verdad?
—Sí, por supuesto.
—¿Te sentís mejor?
—Sí, mucho mejor. Ya no queda rastro del malestar.
La azafata se acercó con copas de champaña e informó que acababa de empezar el nuevo año en Francia. Juana saltó de su butaca y se unió a ellos en el brindis. Después de entrechocar las copas, Eliah se acercó a Matilde y le dio un beso sobre la comisura izquierda.
—Feliz mil novecientos noventa y ocho, Matilde.
—Igualmente.
Incómoda, bajó la vista y, en tanto oía a Juana y a Eliah intercambiar sus buenos augurios, trató de determinar si la había besado casi sobre los labios en un acto de desfachatez o a causa de la incómoda postura. Notó que él había apoyado la copa de champaña intacta sobre la mesita plegable, ni siquiera había dado un sorbo. Cuando Juana se terminó la suya, sin mediar palabra, se hizo con la de Matilde.
—¿No bebes champagne, Matilde? —Le gustó cómo pronunció champagne; más le gustó que no la hubiese bebido.
—¿Mat tomando champaña? Ni en un millón de años, Eliah. Mi amiga es la enemiga número uno de cualquier bebida alcohólica. Jamás toma.
—Yo tampoco —confesó él.
La miró con fijeza, y Matilde supo que la había besado de modo intencional.
—¿No tomás bebidas alcohólicas? —se sorprendió Juana.
—No, jamás.
—¡Qué raro! No conozco un hombre que no tome. ¿No te gustan?
—No les doy la importancia que los demás les dan. Prefiero otras bebidas. Por un lado, no me gusta que el alcohol disminuya la calidad de mis reflejos. Por el otro, considero que el cuerpo humano no fue hecho para recibir alcohol. Lo deteriora.
—Dicen que el vino tinto es bueno para la sangre.
—Hay otras cosas muy buenas para mantener ligera la sangre que no afectan al hígado como el alcohol del vino tinto.
—Te cuidás mucho —afirmó Juana.
—Es el único cuerpo que tengo.
Matilde había abandonado su reserva y, mientras él se centraba en Juana, lo observaba con abierto interés. Sus labios la cautivaban, no sólo por el diseño —carnosos, aunque pequeños, bien delineados, húmedos—, sino por la manera en que se movían al hablar, como si apenas se tocaran el superior y el inferior. Se sorprendió al encontrarse estudiándole los dientes porque nunca reparaba en esos detalles. “Tal vez lucen tan blancos porque su piel es oscura”. Se dio cuenta de que no estaba bronceada; simplemente era oscura, como la de Juana.
Admiró la facilidad con la que él y Juana se comunicaban, esa comodidad en la que suelen caer los extraños. De hecho, Juana se comunicaba con cualquier criatura viva; la del problema para entablar una relación era ella, a excepción de los niños. Apartó deprisa el rostro cuando él se volvió para mirarla.
—¿Vos tampoco, Matilde?
—Perdón, no estaba prestando atención.
Juana se tragó la risa. Su amiga se evidenciaba como un elefante en la Plaza de Mayo.
—Pregunto si vos tampoco conocés París.
—No, no la conozco.
Las azafatas recogieron las copas antes de que las luces disminuyeran y la cabina se sumiera en la penumbra. Juana se desperezó.
—Me voy a dormir. La champaña me dio sueño. Buenas noches, Eliah.
—Buenas noches. ¿Tenés sueño, Matilde?
—Para nada —admitió.
—Yo tampoco.
Él contaba con los atributos de un hombre frívolo y mujeriego. Un dandy, como los llamaba su abuela Celia. No obstante, anhelaba que esa atracción la arrastrara por el camino por el cual ella nunca se aventuraba. “Son sólo unas horas”, se justificó. Al llegar a París, se despedirían y no volverían a verse. Esa certeza, que, por un lado, la envalentonaba para darse el gusto de sentirse deseada por ese hombre magnífico, por el otro, la entristecía porque quería volver a verlo. Al mismo tiempo sabía que, si existiese esa posibilidad, la de volver a verlo, ella se encargaría de eliminarla.
—¿Vivís en París?
Eliah, que se había retirado hacia el extremo izquierdo de su butaca, se acercó con presteza.
—Sí, ahí vivo.
—¿Es tan linda como aseguran?
Él sonrió, y a Matilde le cosquilleó el estómago aún sensible. La sedujo esa sonrisa franca, casi inocente que desentonaba en un rostro que exudaba experiencia y cinismo. ¿Sería inusual esa sonrisa? ¿La destinaría sólo a algunas personas? No le había sonreído de ese modo a la azafata. Por horas se sumergieron en una conversación susurrada acerca de París y del carácter de los franceses, que derivó en el análisis de la idiosincrasia de los argentinos, en la excelente calidad de la carne de sus vacas, en la costumbre de tomar mate y en la superioridad del dulce de leche sobre la Nutella, a lo que Eliah no prestó su acuerdo.
Eliah era ocurrente, y Matilde ahogaba la risa en la pequeña almohada mientras experimentaba liviandad en el ánimo; los problemas habían desaparecido. Con el asiento reclinado, ubicada de costado, las piernas al pecho, apoyaba la mejilla izquierda sobre el extremo de su butaca, muy cerca de él, tanto que percibía el perfume que Juana había notado apenas embarcaron. La estremeció un escalofrío, y Eliah le pasó la mano por el brazo desnudo antes de cubrirla con la manta.
—¿Trajiste abrigo? En París hace mucho frío en esta época.
—Sí, claro —dijo, y se incorporó con la torpeza de quien emerge del sueño—. Ya vengo.
¿Qué había roto el encanto? ¿Que la hubiese tocado? “Merde!”. Se había pasado la noche en vela cuando necesitaba descansar. Al llegar a París, se reuniría con Shiloah, que lo atosigaría con consultas y problemas. Se restregó la cara y estiró los brazos y las piernas hasta oír el crujido de las articulaciones. No se arrepentía, ni siquiera había advertido que las horas transcurrían. Hacía tiempo que no se sentía tan a gusto en compañía de una mujer, que no experimentaba esa mansedumbre en relación con el sexo opuesto. No se trataba de que no la deseara sino de que ella propiciaba un ambiente distendido en el que él no fingía ni encarnaba el rol del macho conquistador.
Matilde se lavó el rostro y, mientras se secaba, estudió la imagen que le devolvía el espejo del toilette. La pésima iluminación le acentuaba las sombras bajo los ojos y las mejillas enjutas, confiriéndole un aspecto enfermizo. “¿Con esta cara de muerta estuve hablando con el Adonis?”. Se pellizcó los carrillos, se aseguró de no tener legañas y se enjuagó la boca. Deshizo los restos de la trenza y se acomodó el cabello suelto detrás de las orejas. ¿Por qué había abandonado su sitio de modo tan intempestivo? Él la había tocado. Por segunda vez en pocas horas. Primero le había secado una lágrima; después le había acariciado el brazo. Cerró los ojos como si con ese acto sortease las imágenes y los pensamientos que la agobiaban. En vano se esforzó por dominar su mente. Ésta recreó la sensación de la mano de él sobre ella. Inspiró con violencia y apretó los dedos en el lavabo. Sacudió la cabeza. No, no debía gustarle, no debía sentir ni anhelar.
Abrió la puerta plegable y se topó con él. No sonreía, sólo permanecía de pie, inmóvil. La camaradería de minutos atrás había desaparecido. La intensidad de su mirada la asustó. Se movió para retornar a su asiento y él se interpuso.
—Quiero escucharte pronunciar mi nombre. Decí Eliah.
Lo había evitado deliberadamente; ni una vez sus labios se habían traicionado, porque si pronunciaba su nombre, él adquiriría entidad en su vida.
—Eliah —dijo con voz diáfana.
—¡Permiso! —voceó la azafata, al tiempo que las luces inundaban el avión y los pasajeros se desperezaban y murmuraban.
Al-Saud se apartó, y la mujer se adelantó con el carrito que transportaba el servicio de desayuno. Matilde la siguió y se acomodó en la butaca junto a Juana.
—¿Qué pasa, Mat?
—No preguntes. Aquí me quedo.
—Okay, no pregunto.
Matilde se instó a engullir lo que le entregó la azafata. Juana tenía razón, no encontrarían nada para comer en el departamento de su tía Enriqueta y, como era 1º de enero, no les resultaría fácil dar con un almacén o un supermercado abierto.
—Tal vez Ezequiel nos haya comprado provisiones —supuso Juana.
—Tal vez.
Eliah escuchaba las frases de Juana sin entender las contestaciones susurradas de Matilde. ¿Quién era Ezequiel? Los celos combinados con el fastidio y la falta de horas de sueño conformaban una mezcla explosiva que sólo sus más de quince años de entrenamiento en la filosofía Shorinji Kempo le permitieron dominar. Las técnicas respiratorias le sirvieron para aflojar los músculos y alcanzar un estado de meditación profunda. Cuando el avión aterrizó, Al-Saud levantó los párpados y comprobó que había restaurado el equilibrio interior. A Matilde, sin embargo, no la había arrancado de sus pensamientos. “Ella será quien me conduzca a Blahetter”, se recordó. La ayudó a bajar la mochila del compartimiento y, sin mirarla, le dijo:
—Ponete un abrigo. Está muy frío afuera.
Por el rabillo del ojo la vio enfundarse en un poncho negro con vivos rojos y cubrirse las manos con unos guantes a juego.
—Eliah —dijo Juana—, fue un placer conocerte. ¡Ojalá nos encontremos en las calles de París! —Lo besó en la mejilla y enfiló hacia la puerta del avión.
Matilde intentó seguirla, pero él se plantó en medio del corredor. Extendió la mano y le entregó una tarjeta personal.
—Cualquier cosa que necesites en París, cualquier cosa —remarcó—, llamame a esos teléfonos.
Matilde elevó el rostro. “¡Qué alto es!”, pensó y, en un acto de valentía, lo miró a los ojos ensombrecidos y severos. Le temblaban las manos, y temía que la voz le saliera deformada e insegura.
—Gracias, Eliah.
Él se inclinó y la besó en el mismo sitio, cerca de la comisura izquierda. Matilde inspiró la fragancia medio rancia después de horas y se permitió disfrutar con el roce de su mandíbula áspera. No apartó la cara hasta que él se separó de ella.
—Adiós, Eliah.
Él no contestó. Minutos más tarde, apenas emergido de la manga, se encontró con su amigo Edmé de Florian, un agente de la Direction de la Surveillance du Territoire (Dirección de la Vigilancia del Territorio), el servicio de inteligencia doméstico francés. Al-Saud lo había telefoneado desde Ezeiza y, en clave porque no hablaba desde una línea segura, le pidió que le ahorrase los trámites migratorios y de aduanas. La SIG Sauer 9 milímetros seguía calzada bajo su chaleco.
Se saludaron con un caluroso apretón de manos. Edmé apreciaba las oportunidades en las que podía ayudar a Eliah Al-Saud, aunque sabía que con nada pagaría la acción de su antiguo compañero de L’Agence: salvarle la vida en Mogadiscio, donde Edmé cayó inconsciente con una bala en el pecho mientras su grupo comando, liderado por Eliah, luchaba por sortear una emboscada; los habían delatado. Edmé de Florian no era un hombre pequeño: medía un metro ochenta y cuatro y pesaba noventa kilos. No obstante, Al-Saud se lo había cruzado sobre la espalda y corrido poco más de una hora con él a cuestas, sin olvidar los treinta kilos de equipo.
—¿Qué haces aquí, en De Gaulle? Siempre aterrizas tus aviones en Le Bourget. —Edmé hablaba del aeropuerto ubicado a doce kilómetros al norte de París, destinado a la aviación general, es decir, a aviones privados, taxis aéreos, ultralivianos y cargueros con itinerarios irregulares.
Al-Saud le explicó las circunstancias de su regreso a París, y de Florian lamentó los inconvenientes.
—Hay una razón para cada acontecimiento —manifestó Eliah y enseguida dijo—: Permíteme realizar una llamada antes de seguir. —Se alejó mientras tecleaba el teléfono de Medes, su chofer, que estaría esperándolo en la entrada acordada del aeropuerto. Como el hombre era kurdo de Irak, Al-Saud le habló en árabe—: Soy yo. De entre los pasajeros del vuelo AF 417, ubica a dos femeninos, una alta, delgada y morena; la otra, menuda, rubia, de cabello largo, con poncho negro. Ocúpate de seguirlas y llámame en una hora al George V. —Cortó y regresó junto a su amigo—. Edmé, me he quedado sin chofer. Dime dónde puedo alquilar un automóvil.
—De ninguna manera. Yo te llevo. ¿Adónde vas?
—Al George V. —Lo pronunció “sanc”, cinco en francés.