II

A este lado del paraíso es, como se dijo, una obra de raíz autobiográfica y, en cierto modo, testimonial, que narra los años de niñez y adolescencia de Amory Blaine, alter ego del autor con el que comparte hasta el año de nacimiento (1896), y el ilusionado arribo a la prometedora época de la primera juventud. Un epígrafe, tomado de Oscar Wilde, nos muestra uno de los tonos de esta novela polifónica: «Experiencia es el nombre que muchos dan a sus errores».

En las primeras páginas veremos al pequeño Amory en el ambiente de la familia, compuesta por el padre, «hombre inarticulado y poco eficaz, que gustaba de Byron y tenía la costumbre de dormitar sobre los volúmenes abiertos de la Enciclopedia Británica», enriquecido casualmente por la oportuna defunción de sus hermanos mayores, y por Beatrice O’Hara, la madre que transmitió al hijo único sus rasgos célticos y con ellos una brillantez algo frivola y llena de encanto.

Beatrice es una de las heroínas en la vida de Amory, que la evoca entre signos de exclamación: «¡Aquella sí que era una mujer!» Y además una mujer educada en el Colegio del Sagrado Corazón, en Roma («una extravagancia educativa que, en la época de su juventud, era un privilegio exclusivo para los hijos de padres excepcionalmente acaudalados»), paseaba por Europa y provista de todas las oportunidades sociales y refinadas como para darle «una cultura rica en todas las artes y tradiciones, desprovista de ideas…»

¿Cómo llegó a casarse esa muchacha brillante y epigramática con el aburrido señor Blaine? Lo sabemos por el narrador:

«En uno de los momentos menos trascendentales de su ajetreada existencia, regresó a sus tierras de América, se encontró con Stephen Blaine, y se casó con él tan sólo porque se sentía llena de laxitud y un tanto triste».

El pequeño y solitario Amory era la compañía más querida de Beatrice, que transmitía al hijo su encantadora superficialidad y sus pasiones artísticas. Antes de que cumpliera los diez años «lo había alimentado con trozos de “Fêtes Galantes”… y a los once ya podía hablar corrientemente y con reminiscencias de Brahms, Mozart y Beethoven».

Con estos antecedentes uno empieza a imaginarse ya las tribulaciones a que estará expuesto el joven Blaine en sus vaivenes entre la puerilidad y el refinamiento, como se puede advertir desde muy temprano en sus desventuradas relaciones con la pequeña Myra St. Claire.

Con la primera corbata y los primeros pantalones largos (recordemos que en esa época antes de éstos se pasaba por las etapas de los pantalones muy cortos, cortos y, por último, bombachas de golf) comienza para Amory el momento de las grandes preocupaciones, de modo especial sobre sí mismo. Y no se puede negar que es generoso para resolverlas. Se define, pues:

«Físicamente. Amory tenía la certeza absoluta de que era extraordinariamente hermoso. Lo era. Se tenía por un atleta de infinitas posibilidades y por un bailarín consumado».

«Socialmente. En este campo, sus condiciones eran, quizás, más peligrosas. Había otorgado gratuitamente a su persona encanto, amabilidad, magnetismo, equilibrio, el poder de dominar a todos los varones de su edad y el don de fascinar a todas las mujeres».

«Mentalmente. Una superioridad absoluta y fuera de toda discusión».

Con todas estas cualidades gratuitamente atribuidas, este Amory entre ingenuo y petulante ha de partir a la gran aventura: el High College y luego la Universidad de Princeton.

Y aquí aparece, junto con la aventura, un gran personaje algo lateral y a la vez definitivo: monseñor Darcy, cuya sabiduría sumada al humor irlandés rondarán por la vida de Amory casi hasta las últimas páginas del libro. Ambos, Amory y monseñor Darcy, tendrán mucho que decirse y, conforme aumenta la madurez del muchacho y con ella la cambiante visión del mundo y de la vida, el diálogo se volverá más profundo, más emocionante, pero no menos ingenioso.

Con el College St. Regis y con la universidad esa visión cambiante crecerá en intensidad: el trato con los demás, la competencia estudiantil, el nacimiento de las «grandes amistades», esas que rara vez terminan, son los elementos definitivos en la formación social del personaje. Ahora está en el medio real de la existencia, lejos de las fantasías y los sueños maternales.

St. Regis es la aparición de los grandes descubrimientos: las muchachas, la literatura, el don de escribir. Con las primeras sueña; en la literatura se precipita, leyendo cuanto llega al alcance de sus ojos: «Las mil y una noches», «El caballero de Indiana», pero también Dickens, Kipling, Chesterton. ¿Y por qué no? Phillips Oppenheim. En cuanto a escribir, ahí tiene las páginas del St. Regis Tattler abiertas a sus primeras hazañas.

También descubre las modas y con su amigo Rahill establece, no muy caritativamente, las diferencias entre el Gran Hombre y el «gomoso», género este último al que pertenecen los de «cabello relamido y engominado».

Después de los años del College, llegar a la universidad de las gárgolas y los capiteles es como entrar al amurallado mundo de la edad adulta, donde se empieza por conocer a los compañeros de viaje, a los condiscípulos. Allí están los hermanos Holiday, Kerry con sus ojos grises, Allenby, capitán del equipo de fútbol. Ahí están el cine, el teatro, los paseos, las clases en que ya no son unos niños para los maestros viejos y prestigiosos. A Amory se le abre el corazón:

«Desde el primer momento había amado a Princeton: su lánguida belleza, su oculto significado, sus multitudes deportivas, frescas y alegres y, bajo todo aquello, los ásperos vientos de una lucha sin tregua entre las clases.»

Y están las muchachas y «ese extraño fenómeno tan generalizado en los Estados Unidos que es el juego de las caricias», la aventura de las caricias furtivas, a hurtadillas de las personas mayores: «Ninguna de las madres con ideas victorianas —y casi todas las madres eran victorianas— tenía la menor idea de la facilidad con que sus hijas se habían acostumbrado a ser besadas. Las sirvientas son de tal condición —aseguraba la señora de Huston-Carmelite a su muy solicitada hija—. Se dejan besar primero, y después oyen las propuestas matrimoniales».

Amory tiene dieciocho años, mide casi el metro ochenta y siete, es «excepcionalmente hermoso» y en su rostro algo infantil la mirada penetrante de los ojos verdes pone un toque de madurez, pero falta en él «ese intenso magnetismo que acompaña siempre a la belleza del hombre o la mujer; su personalidad radicaba sobre todo en algo mental…»

Ésa «personalidad más bien mental» le causará muchos dolores de cabeza no sólo con las muchachas: también con los compañeros más volátiles, más alegres y superficiales. Amory reflexiona mucho, tal vez demasiado para sus amigos, y suele hacerlo en voz alta. No siempre entretiene escuchar a otro que habla en exceso…

Para el grupo de jóvenes estudiantes la vida en Princeton es un torbellino que, si no los aparta de sus tareas académicas, hace que éstas pasen frecuentemente a segundo plano. Amoríos epistolares, elecciones en los clubes y sociedades de estudiantes, pugnas por ingresar a los equipos deportivos, bohémicas escapadas a Nueva York, intensas lecturas y primeros vuelos narrativos van moldeando la personalidad de Amory Blaine. Puede ser un líder, cuando lo desea, pero de pronto se refugia en una interioridad secreta que lo hace un solitario entre la masa.

Otros acontecimientos, más bien catastróficos, contribuirán a esta «forja del hombre». Y aquí estará de nuevo monseñor Darcy, su presencia y su reconfortante palabra.

Los dos últimos años en Princeton serán para Amory sombríos y luminosos, todo a la vez, como si aparte de los estudios sistemáticos estuvieran destinados a enseñarle la dura tarea de las decisiones que el hombre sólo puede tomar por sí mismo. El muchacho, que está creciendo por dentro, tiene mucho que aprender en los mundos exteriores, en cuyos rincones más tenebrosos puede hasta aparecer el rostro del Demonio. Y Amory lo ha visto.

La despedida de Princeton es dolorosa: «Lo que dejamos aquí es más que una clase, una enseñanza o una educación; es la herencia de la juventud. No somos más que una generación y en estos momentos estamos rompiendo los vínculos que nos ataban a este lugar y a otras generaciones de sangre fuerte y espíritu sano. Ahora nos damos cuenta de que hemos caminado más de una noche por estas calles, del brazo con Burr y Light-Horse Harry Lee».

«… Se han apagado las antorchas» murmuró Tom.

Un breve intermedio nos muestra a Amory Blaine, de veintidós años, convertido en subteniente del Décimo Regimiento de Infantería en el Campamento Mills de Long Island. A través de una carta de monseñor Darcy, F. Scott Fitzgerald señala, como en un chispazo o una visión subliminal, el germen de lo que será la «generación perdida» y no sólo en la interpretación que Gertrude Stein le daba a esos términos: «He aquí que ha llegado el fin de algo; para bien o para mal, ya no serás nunca el Amory Blaine que conocí, y nunca volveremos a encontrarnos como nos encontrábamos, porque tu generación se está endureciendo mucho más de lo que la mía llegó a endurecerse, alimentada como estaba con la leche tierna del novecientos».

Es el fin de algo. Esos millones de muertos en las trincheras de la Europa destrozada por la guerra; esa multitud de jóvenes norteamericanos llegados a tierra extraña para luchar por la libertad; la sangrienta revolución rusa de 1917; el empequeñecimiento del mundo, cuyos habitantes ahora se encuentran así sea en el horror de los combates; el temor al futuro ya no plácido como los días pretéritos, sino amenazador y desconocido, todo marca un fin y el comienzo de una era cuyo signo es la inseguridad.

Parece que, ante este espectáculo, sólo queda divertirse; carpe diem, se acabaron las certezas. Los «locos años veinte» son incubados en la tragedia mundial.

La segunda parte del libro se abre con una pirueta de Fitzgerald: abandona la narración y monta una escena de teatro en que Amory es el protagonista de un nuevo apasionamiento. Rosalind es hermosísima, atrayente, apasionada, ansiosa de liberarse de su ambiente burgués. Pero el ambiente burgués está en serias dificultades. Un pretendiente adinerado es mejor solución que un buen mozo Amory que redacta textos en una modesta agencia de publicidad. Qué vamos a hacerle, parece decirnos el autor, ésta no es una novela romántica sino el fiel reflejo de la vida de un personaje hasta ahora más bien infortunado.

Por tanto, aparte de abandonado, comenzamos a ver a un Amory indispuesto por la bebida, seguro de sufrir las enfermedades más increíbles, blanco como el papel, y tomándose otro trago acaso por aquello de que «un clavo saca otro clavo», pero Fitzgerald no le saca el cuerpo a la verdad.

Por esos días neoyorkinos, para Amory el mundo tiene forma de taberna, pero la vocación de escritor le ofrecerá una escapatoria. Puede sumergirse por horas y días en la lectura de sus más admirados autores: Joyce, Galsworthy, Bennett, Shaw, Wells y sobre todo Chesterton, cuyo nombre se repite en la novela. El maestro inglés de la paradoja influye en el espíritu y en el estilo de Blaine-Fitzgerald. Por ahí le veremos escribir chestertonianamente: «A pesar de haber ido al colegio me las arreglé para obtener una buena educación».

No son días fáciles. El inmaduro Amory se siente atrapado en un laberinto del que sólo arranca siguiendo alguna luminosa figura de mujer pero que vuelve a envolverle. Más que un laberinto es la fragua, la subconsciente lucha por la propia formación. Monseñor Darcy reaparece con sus cartas fraternas e ingeniosas. En boca de Darcy pone Fitzgerald una reflexión premonitoria, que habrá recordado más tarde, en su trágica vida junto a Zelda: «Con respecto al matrimonio, estás pasando ahora por el período más peligroso de tu vida. Podrías casarte apresuradamente y arrepentirte a poco, pero no creo que lo hagas». Sí: Scott lo hizo.

El desenlace con la llegada de la madurez y la experiencia literaria se aproxima a través de muchas renuncias: «En un sentido, esta renuncia gradual a la belleza fue su segundo paso por el laberinto, después que se completó su desilusión. Le parecía que dejaba atrás su última oportunidad de llegar a ser un cierto tipo de artista. Era mucho más importante llegar a ser una cierta clase de hombre».

Lo cual, en suma, lleva a una última reflexión:

«Me conozco a mí mismo —dijo en voz alta—. Pero eso es todo».

A este lado del paraíso es una novela profundamente norteamericana que trasciende su medio gracias a los valores humanos que en ella se mueven. En ella F. Scott Fitzgerald parece concretar la norma señalada por Gertrude Stein: el artista debe vivir «el completo presente actual». Y Fitzgerald, encarnado en Amory Blaine, lo vive en toda su extensión y consecuencias, con la rebeldía innata en él, con un espíritu independiente que se traduce en apasionados alegatos por la libertad y el idealismo, dichos con todo el fuego y la inseguridad de un hombre al que los escasos años no lo han apartado aún de una porfiada adolescencia.

Con un modo de escribir sencillo, animado por el ingenio; con una emotividad que llega hasta el borde del sentimentalismo pero que se salva por su sentido poético que eleva el tono y la forma; con una muy profunda raíz cristiana, Fitzgerald describe las turbaciones de la adolescencia, el duro camino hacia la edad adulta, la lucha entre luces y sombras de un espíritu joven. Como anota el crítico francés Michel Mohrt, «en el fondo de la obra de Fitzgerald está el problema del mal, concebido por una conciencia de joven católico provinciano».

Desde otro punto de vista observa esta obra el ensayista norteamericano Ludwig Lewisohn en «The Story of American Literature»: «Abundan las novelas autobiográficas sobre los ardores y las rebeliones de la juventud […] La más famosa y justamente así fue A este lado del paraíso, que contiene, entre otras excelencias, un admirable diagnóstico de las prácticas de los convencionales novelistas norteamericanos de entonces; que contiene elocuencia y poesía y esa ebullición creadora, todavía incontrolada e indisciplinada, que ha sido siempre parte de las grandes promesas de la juventud. Prácticamente, el libro no tiene un centro intelectual, lo que es, también, un sello propio de la juventud. Pero las cualidades del autor parecen tener la justa amplitud de las mejores promesas y en sus páginas mucho es realmente atrevido y hermoso».

Elocuente, poética, juvenil, emotiva y hermosa, A este lado del paraíso sigue actual y vigente setenta años después de publicada. Con ella sobrevive la imagen del escritor que fue en un momento una encarnación del espíritu joven.