5. El ególatra se convierte en un personaje

Duermo a mucha profundidad

con viejos deseos, antes contenidos,

clamando por la vida con un grito,

como moscas oscuras en la antigua puerta:

y así, en busca de un credo

corro tras los días afirmativos…

para encontrar la vieja monotonía:

interminables avenidas de lluvia.

¡Oh, si me pudiera levantar de nuevo

y arrojar el calor de un vino viejo!,

volver a ver la nueva mañana en el cielo,

las torres de fantasía, línea sobre línea;

descubrir en cada reflejo del aire

un símbolo, no un nuevo sueño…

para encontrar la vieja monotonía:

interminables avenidas de lluvia.

Bajo la marquesina de cristal del teatro, Amory contemplaba, inmóvil, cómo rompían las primeras grandes gotas de lluvia para convertirse en manchas oscuras sobre las baldosas de la acera. El aire se hizo gris y opalino; una luz solitaria señaló de repente una ventana; luego otra y un ciento más que bailaban y vacilaban. Bajo sus pies, un espeso y acerado reflejo se volvió amarillo; en la calle las luces de los taxis lanzaban destellos sobre el pavimento negro. El inoportuno noviembre había perversamente robado la última hora del día para encerrarla en aquella vieja guarida, la noche.

El silencio del teatro tras él terminó con un curioso estruendo, seguido de los murmullos de una muchedumbre y las charlas de muchas voces. La matinée había terminado.

Sin salirse de la marquesina que lo protegía de la lluvia, Amory se hizo a un lado para dejar pasar a la gente. Un niño salió corriendo, husmeó el aire frío y húmedo y se subió las solapas del abrigo; salieron tres o cuatro parejas con gran prisa; luego un grupo desperdigado que miraba invariablemente primero a la calle mojada, luego a la lluvia en el aire y por fin a un cielo lúgubre; luego una densa masa de gente que le deprimió con el fuerte olor a tabaco de los hombres y la fétida sensualidad de los polvos de las mujeres. Tras la masa, otro grupo suelto; una media docena de rezagados; un hombre con muletas; y, finalmente, el tableteo de los asientos plegables que delataba el trabajo de los acomodadores.

Nueva York no parecía despertarse sino volver a la cama. Hombres pálidos que corrían, subiéndose el cuello del abrigo; un enjambre de cansadas y chillonas dependientas de almacén, saturado de gritos y risas estridentes, tres debajo de un paraguas; pasó un piquete de policías, milagrosamente protegidos bajo sus impermeables.

La lluvia proporcionaba a Amory un sentimiento de abandono, y los numerosos aspectos desagradables de la vida de ciudad sin dinero le venían a la cabeza en amenazadora procesión. El horrible y pestilente hacinamiento del metro; esos viajeros que se empujan entre sí, mirando de soslayo como los borrachos que te cogen el brazo para contarte su historia; el fastidioso temor de que alguien no esté precisamente apoyándose en ti: un hombre que ha decidido no ceder su asiento a una mujer y la odia por eso; la mujer que le odia por no hacerlo; y lo peor, esa escuálida fantasmagoría del aliento y de la ropa vieja sobre los cuerpos humanos, y el olor de los alimentos que come la gente; cuando menos, solamente la gente, caliente, fría, cansada, preocupada.

Amory se imaginaba las habitaciones donde todos esos seres vivían, los desconchados de papeles pintados como grandes flores repetidas sobre un fondo amarillo o negro, los tubos de estaño y los sombríos pasillos sin plantas y los horribles patios traseros; donde incluso el amor se disfrazaba de seducción. Un sórdido asesinato en la esquina, una ilícita maternidad en el piso de arriba. Y siempre la angustia económica irrespirable en el invierno, y los largos veranos, sudorosas pesadillas entre paredes pegajosas…, sucios restaurantes donde la gente cansada y descuidada se ayudaba mutuamente a revolver el azúcar con sus propias cucharillas de café, dejando en el azucarero depósitos duros y oscuros.

No era todo tan malo donde había sólo hombres o sólo mujeres; era donde se mezclaban tan vilmente donde todo parecía podrido. Era ya una vergüenza que las mujeres se despreocuparan de que los hombres las vieran tan cansadas y pobres; a los hombres sólo les procuraba algún disgusto verlas cansadas y pobres. Era más sucio que cualquier campo de batalla que él había visto; era más duro de contemplar que la más dura situación hecha de lodo, sudor y peligro; era una atmósfera donde nacimiento, matrimonio y muerte eran cosas repugnantes, secretas e indeseables.

Recordaba que un día en el metro había entrado un botones con una gran corona de flores para un funeral; cómo la fragancia de las flores había repentinamente refrescado el aire y proporcionado un momentáneo alivio a todo el coche.

«Detesto a la gente pobre» —pensaba Amory—. «Los odio por ser pobres. Puede que alguna vez haya sido bella la pobreza, pero ahora es una porquería. Es la cosa más fea del mundo. Es esencialmente más limpio ser corrompido y rico que ser inocente y pobre». Le parecía ver todavía una figura cuyo significado le había impresionado: un joven bien vestido mirando desde la ventana de un club de la Quinta Avenida y diciendo algo a su compañero con aire de malestar. Probablemente, pensaba Amory, lo que le decía era: «¡Dios mío! ¡Qué horrible es la gente!»

Nunca había pensado antes en la gente pobre. Pensaba con cinismo que carecía de toda simpatía por el ser humano. O’Henry había encontrado entre esa gente romance, pathos, amor, odio… Amory sólo veía grosería, inmundicias y estupidez. No se acusaba a sí mismo: nunca más se había de reprochar por sentimientos que eran naturales y sinceros. Aceptaba sus reacciones como una parte de sí mismo, incambiable e inmoral. La misma pobreza transformada, magnificada, unida a cierta grandeza y a una actitud más digna podía constituir un día su problema; pero por el momento presente sólo provocaba un profundo malestar.

Paseaba por la Quinta Avenida evitando las ciegas y negras amenazas de los paraguas; delante de Delmonico’s subió a un autobús. Abrochándose el abrigo subió al piso de arriba para viajar en soledad a través de aquella lluvia fina y persistente, en permanente alerta por la fría humedad que inundaba sus mejillas. En algún lugar de su mente empezó una conversación, que pronto acaparó su atención. No se componía de dos voces sino de una sola que hacía las preguntas y las respuestas.

Pregunta: Bueno. Veamos ¿en qué situación estás?

Respuesta: Me quedan alrededor de veinticuatro dólares en total.

P: Te queda la finca de Lake Geneva.

R: Pero quiero conservarla.

P: ¿Tienes para vivir?

R: No puedo imaginar que sea incapaz de vivir. En los libros la gente hace dinero, y yo puedo hacer todo lo que hace la gente en los libros. Realmente es lo único que puedo hacer.

P: Defínete.

R: No sé qué haré… ni tengo demasiada curiosidad. Mañana me voy de Nueva York. No es ciudad buena, a menos que se esté en la cumbre.

P: ¿Quieres tener mucho dinero?

R: No. Solamente me da miedo ser pobre.

P: ¿Mucho miedo?

R: Bastante miedo.

P: ¿Hacia dónde vas?

R: ¡No me preguntes!

P: ¿Acaso no te importa?

R: Bastante. No quiero cometer un suicidio moral.

P: ¿No te queda ya ningún interés?

R: Ninguno. Ya no tengo una virtud que perder. Así como un puchero que se enfría despide calor, así a lo largo de nuestra juventud y adolescencia despedimos calorías de virtud. Es lo que se llama ingenuidad.

P: Una idea interesante.

R: Por esa razón «un hombre descarriado» atrae a la gente. Se sitúan a su alrededor y literalmente «se calientan» con las calorías de virtud que despide. Sarah hace una observación muy normal, y todas las caras sonríen encantadas: «¡Qué inocente es esta pobre chica!» Todos se calientan con su virtud. Pero Sarah, que ha visto la sonrisa, nunca volverá a hacer una afirmación parecida. Después de eso se siente un poco más fría.

P: Todas tus calorías, ¿se han disipado?

R: Todas. Empiezo a calentarme con las virtudes de otros.

P: ¿Estás corrompido?

R: Creo que sí. No estoy seguro. Ya nunca estaré seguro acerca del bien y el mal.

P: ¿Lo consideras una mala señal?

R: No necesariamente.

P: ¿En qué se demuestra la corrupción?

R: En ser realmente insincero; en creer que no soy «un mal tipo» y que lamento la pérdida de la juventud cuando solamente añoro las delicias que causaron su pérdida… La juventud es como una gran fuente de dulces. Los sentimentalistas creen que quieren volver a aquel estado puro y simple, antes de comerse los dulces. No es así. Lo que añoran es el placer de volverlos a comer. La matrona no desea volver a sus años de soltera sino repetir su luna de miel. Yo no quiero reincidir en mi inocencia. Sólo añoro el placer de volverla a perder.

P: ¿Hacia dónde te arrastra la corriente?

Éste diálogo remolineaba dentro de la mente de Amory que se hallaba en su estado de ánimo más familiar; una grotesca mezcla de deseos, preocupaciones, impresiones exteriores y reacciones físicas.

La calle Ciento Veintisiete… o la Ciento Treinta y Siete. Dos y tres parecían iguales. Asiento húmedo…; ¿el traje absorbe la humedad del asiento, o el asiento absorbe la sequedad del traje?… «Sentarse sobre un sitio húmedo provoca apendicitis», decía la madre de Froggy Parker. Bueno, ya la tuvo… «Voy a querellarme con la compañía de navegación», dijo Beatrice, y mi tío tenía la cuarta parte de las acciones… ¿Habrá ido Beatrice al cielo?… Probablemente no. Se imaginaba la inmortalidad de Beatrice y también las historias de amor de numerosos difuntos que seguramente nunca se habían acordado de él… Si no era apendicitis podía ser gripe. ¿Cómo? ¿La calle Ciento Veinte? Entonces la otra era la Ciento Doce. Uno cero dos en lugar de uno dos siete. Rosalind no como Beatrice, Eleanor como Beatrice, más salvaje, con más talento. Los apartamentos por aquí son caros, probablemente ciento cincuenta al mes, tal vez doscientos. El tío sólo pagaba cien al mes por toda la casa de Minneapolis. Pregunta: ¿Estaban las escaleras a la izquierda o a la derecha cuando tú llegaste? Como quiera que sea, en el 12 Univee estaban de frente a la izquierda. Qué río más sucio, me gustaría bajar para ver si es tan sucio… Los ríos franceses, pardos o negros, y los ríos del Sur. Veinticuatro dólares significan cuatrocientos ochenta buñuelos. Podía vivir de eso tres meses, durmiendo en el parque. Dónde andará Jill —Jill Bayne, Fayne, Sayne—. Al demonio. Duele el cuello. Qué asientos más incómodos. Ni el menor deseo de dormir con Jill; ¿qué habrá visto Alec en ella? Alec siempre ha tenido mal gusto para las mujeres. Mi gusto es el mejor: Isabelle, Clara, Rosalind, Eleanor, muy americanas. Eleanor sería una buena pitcher, probablemente zurda. Rosalind una marcadora sensacional, Clara de primera base, probablemente. Me pregunto cómo estará ahora el cuerpo de Humbird. De no haber sido instructor de la bayoneta habría ido al frente tres meses antes; probablemente, muerto a estas horas. Dónde estará la maldita campanilla…

Los números de las calles de Riverside Drive estaban ocultos por la niebla y los árboles que goteaban; pero Amory alcanzó a ver uno, el de la calle Ciento Veintisiete. Dejó el autobús y sin destino definido siguió una calle sinuosa y descendente hasta que llegó a la orilla del río, en particular un largo muelle dividido en embarcaderos de buques en miniatura: pequeñas barcas, canoas, veleros y motoras. Se volvió hacia el Norte, siguiendo la ribera; saltó un cerramiento de alambre y se encontró en una desordenada explanada junto a otro muelle. Los cascos de muchos barcos, en diferentes estados de reparación, le rodeaban; olía a serrín y pintura y al apenas distinguible olor neutro del Hudson. A través de la negra oscuridad se aproximó un hombre.

—Hola —dijo Amory.

—¿Tiene pase?

—No. ¿Esto es particular?

—Éste es el Hudson River Sporting and Yacht Club.

—¡Ah! No lo sabía. Estaba descansando.

—Bueno —empezó dubitativamente el hombre.

—Pero si quiere me voy.

El hombre hizo con la garganta un ruido que no le comprometía a nada y siguió su camino: Amory se sentó sobre una barca volcada, inclinado hacia adelante hasta que la barbilla descansó en la mano.

«La desgracia es capaz de hacer de mí un hombre malvado», murmuró lentamente.

En las horas de desánimo

Mientras seguía cayendo la lluvia, Amory pensaba fútilmente en la corriente de su vida: momentos resplandecientes y sucios estancamientos. Para empezar seguía teniendo miedo, no un miedo físico sino miedo a la gente, a los prejuicios, a la miseria y a la monotonía. Pero en lo más profundo de su corazón se preguntaba si era un hombre peor que éste o aquél. Sabía que podía engañarse a sí mismo, pretendiendo que toda su debilidad no era más que el resultado de las circunstancias que le rodeaban; cuando a menudo se acusaba de ser un ególatra, algo replicaba ultrajado: «¡No, genio!» Era otra manifestación de miedo, esa vocecilla que le susurraba que no podía ser al mismo tiempo bueno y grande, porque el genio era la exacta combinación de aquellos inexplicables surcos y pliegues de su cerebro que una disciplina cualquiera los moldearía para la mediocridad. Probablemente más que cualquier otro vicio o fallo Amory despreciaba su propia personalidad; le repugnaba saber que mañana y los mil días siguientes se inclinaría pomposamente ante el primer halago y se enojaría ante la primera censura, como cualquier músico de tercera o cualquier actor de primera. Le avergonzaba el hecho de que casi toda la gente simple y honesta desconfiara habitualmente de él: y el haber sido cruel, a menudo, con las personas que habían sacrificado su personalidad por la de él…, varias mujeres y un compañero de colegio aquí y otro allá; y haber sido una mala influencia para mucha gente qué le había seguido en sus aventuras mentales, de las cuales sólo él había salido indemne. Habitualmente en noches como ésta, y en los últimos tiempos había habido muchas, escapaba de esta introspección agotadora, pensando en niños y en las infinitas posibilidades de los niños; se inclinó a escuchar a un niño asustado, en una casa al otro lado de la calle, que introducía un débil sollozo en la noche tranquila. Rápido como un rayo abandonó el lugar, pensando con un deje de pánico si algo de su desesperación habría ensombrecido aquel alma delicada. Se estremeció. ¿Y si algún día la balanza se desequilibrara y se convirtiera en un ser que asustaba a los niños, arrastrándose en las habitaciones a oscuras y comulgando con esos fantasmas que susurraban sombríos secretos a los locos de ese oscuro continente de la luna…?

Amory sonrió.

—Te ocupas demasiado de ti mismo —oyó que decía alguien. Y de nuevo…

—Sal en busca de algún trabajo…

—No te preocupes…

Imaginó un posible comentario propio.

—Sí; en mi juventud yo era posiblemente un ególatra; pero pronto comprendí que pensar demasiado en uno mismo es algo morboso.

De repente sintió un irreprimible deseo de irse al diablo; y no violentamente, como se iría un caballero, sino desaparecer tranquila y sensualmente. Se imaginaba a sí mismo en una casa de adobes en México reclinado sobre una manta, sus dedos finos y artísticos sosteniendo un cigarrillo, mientras escuchaba las guitarras, que tañían melancólicamente una antigua endecha de Castilla, y una joven aceitunada, con labios de carmín, acariciaba su pelo. Allí podría vivir una extraña letanía, liberado del bien y el mal, a resguardo de todos los sabuesos del cielo y de todo dios (excepto de ese exótico dios mexicano ya de por sí bastante relajado y adicto a los aromas orientales), liberado de todo éxito y esperanza y pobreza para caer en esa indulgencia que, después de todo, conducía al lago artificial de la muerte.

Existían tantos lugares donde uno podía corromperse agradablemente: Port Said, Shanghai, ciertos sitios del Turquestán, Constantinopla, los mares del Sur; tierras de tristeza, de música atormentada y múltiples olores, donde el ansia podía ser un modo y una expresión de vivir, donde las sombras del cielo de noche y los ocasos sólo reflejaban pasiones: el color de los labios y las amapolas.

Desarraigando todavía

Otrora había tenido la capacidad de oler milagrosamente el mal, de la misma manera que un caballo detecta por la noche un puente cortado; pero el hombre de los extraños pies en la habitación de Phoebe se había reducido al aura alrededor de Jill. Su instinto percibía la fetidez de la pobreza, pero ya no rastreaba los mayores males del orgullo y la sensualidad.

No quedaban ya hombres sabios; ya no había más héroes; Burne Holiday había desaparecido de su vista como si no hubiera existido nunca; monseñor había muerto. Amory se había desarrollado gracias a un millar de libros, un millar de mentiras; había escuchado ansiosamente a mucha gente que pretendía saber, pero que no sabía nada. Los ensueños místicos de los santos, que alguna vez le habían llenado de espanto en la horas tranquilas de la noche, ahora le repugnaban. Los Byron y los Brooke que habían desafiado a la vida desde la cumbre de la montaña no eran a la postre más que: flaneurs y poseurs que, como mucho, confundían la sombra del valor con la sustancia de la sabiduría. Los fastos de su desilusión tomaron forma de una procesión de profetas, atenienses, mártires, santos, hombres de ciencia, donjuanes, jesuítas, puritanos, Faustos, poetas, pacifistas, tan viejos como el mundo; desfilaban ante sus sueños, como alumnos disfrazados en una fiesta colegial, personalidades y credos que habían teñido su alma con sus distintos colores; cada uno de ellos había tratado de expresar la gloria de la vida y la enorme significación del hombre; cada uno presumía de actualizar con sus ridículas generalizaciones todo lo que había ocurrido antes; y después de todo cada uno de ellos dependía de un escenario y un teatro convenientes, ese apetito de fe que tiene el hombre y que le lleva a alimentar su conciencia con la comida más próxima y adecuada.

Las mujeres —de quienes tanto había esperado; cuya belleza había confiado transmutar en obras de arte; cuyos insondables instintos, maravillosamente incoherentes e inarticulados, había pensado perpetuar en los términos de la experiencia— se habían convertido solamente en consagraciones de sus propias posteridades. Isabelle, Clara, Rosalind, Eleanor, a causa de su belleza —alrededor de la cual pululaban los hombres—, habían frustrado toda la posibilidad de contribuir en algo que no fuera un corazón enfermo o una página de palabras mal escritas.

Amory fundaba su falta de fe en la ayuda de los demás en varios arrolladores silogismos. Daba por bueno que su generación —a pesar de haber sido machacada y diezmada por aquella guerra victoriana— era la heredera del progreso. Dejando de lado pequeñas diferencias en las conclusiones, que aunque ocasionalmente podían causar la muerte de varios millones de jóvenes, podían ser fácilmente explicadas; suponiendo que después de todo Bernard Shaw y Bernhardi, Bonar Law y Bethmann-Hollweg eran todos herederos del progreso al conjurarse contra las bromas de las parcas; renunciando a las contradicciones y yendo directamente a aquellos hombres que parecían ser los capitanes, a él le repelían las discrepancias y contradicciones de los propios hombres.

Estaba, por ejemplo, Thornton Hancock, respetado por medio mundo intelectual como una autoridad, un hombre que verificaba y creía en el código en que vivía, un maestro de maestros, consejero de presidentes…; pero Amory sabía que ese hombre, en el fondo, se apoyaba en un sacerdote de otra religión.

Y monseñor, sobre quien se apoyaba un cardenal, tenía momentos de una extraña y horrible falta de seguridad, inexplicable en una religión que incluso explica la falta de creencias en los términos de su propia fe: porque si uno duda del demonio es porque el demonio le hace dudar. Amory había visto ir a monseñor a casas de estólidos filisteos, leer furiosamente novelas populares, saturarse de rutina para escapar del horror.

Y ese sacerdote un poco más sabio y un poco más puro, no había sido —Amory lo sabía— esencialmente mucho más viejo que él.

Amory estaba solo, se había escapado de un cerco para meterse en un gran laberinto. Estaba donde estaba Goethe cuando empezó Fausto; donde estaba Conrad cuando escribía La locura de Almayer.

Se decía a sí mismo que esencialmente había dos clases de personas que, por natural lucidez o desilusión, dejaban el cerco y buscaban el laberinto. Había hombres como Wells y Platón que conservaban, casi inconscientemente, una extraña y oculta ortodoxia, y que sólo aceptaban para sí lo que fuera aceptable para todos los hombres, románticos incurables que nunca, a pesar de sus esfuerzos, habían de entrar en el laberinto como almas simples; en segundo lugar, esos pioneros combativos, Samuel Butler, Renan, Voltaire, que, progresando mucho más despacio, iban mucho más lejos, no en la línea pesimista de la filosofía especulativa sino ocupados en el eterno intento de encontrar un valor positivo de la vida…

Amory se detuvo. Por primera vez en su vida empezaba a sentir una honda desconfianza hacia todas las generalizaciones y epigramas. Eran demasiado fáciles, demasiado peligrosos para la mentalidad popular. Pero todo pensamiento llegaba a la masa, al cabo de treinta años, por cualquiera de esas formas: Benson y Chesterton habían popularizado a Huysmans y Newman; Shaw había edulcorado a Nietzsche, Ibsen y Schopenhauer. El hombre de la calle conocía las conclusiones del genio fallecido a través de las inteligentes paradojas y didácticos epigramas de otro cualquiera.

La vida era un maldito lío…, un partido de fútbol en que todos los jugadores están en off-side, el arbitro se desentiende del juego y todos protestan, porque de haberles dado la razón el arbitro…

El progreso era un laberinto… en el que la gente se sumergía a ciegas para salir enseguida, dando voces de qué lo habían encontrado; el rey invisible, el élan vital, el principio de la evolución… Escribir un libro…, desencadenar una guerra…, fundar una escuela…

Incluso, de no haber sido un egoísta, también habría Amory abierto esa investigación sobre sí mismo. El era su mejor ejemplo: sentado bajo la lluvia, una criatura del orgullo y del sexo, despojado por la suerte y por su propio temperamento del bálsamo del amor y de los hijos, preservado para construir la conciencia viva de la raza.

Haciéndose reproches, en plena soledad y desilusión, cruzó el umbral de la entrada al laberinto.

Un nuevo amanecer se extendió por el rio; un taxi tardío corría por la calle, sus faros brillaban todavía, unos ojos de fuego en la cara blanca por la embriaguez de la noche. Una sirena melancólica dejó oír su largo lamento sobre el río.

Monseñor

Amory pensaba en lo mucho que habría disfrutado monseñor en su propio funeral. Fue suntuosamente católico y litúrgico. El obispo O’Neil cantó una misa solemne, y el cardenal impartió las últimas bendiciones. Thornton Hancock, la señora Lawrence, los embajadores inglés e italiano, el nuncio apostólico y una muchedumbre de amigos y sacerdotes…; pero las inexorables tijeras habían cortado todos los hilos que monseñor había reunido en sus manos. Para Amory fue un gran dolor verle tendido en el féretro, las manos plegadas sobre sus vestidos purpurados. Su expresión no había cambiado y, como nunca supo que iba a morir, no mostraba dolor ni miedo. Era el viejo amigo de Amory, y de muchos más a juzgar por las caras condolidas y absortas que llenaban la iglesia; las más exaltadas parecían las más abatidas.

Cuando el cardenal, como un arcángel con capa pluvial y mitra, asperjó el agua bendita, el órgano rompió a sonar, el coro empezó a entonar el Requiem aeternam.

Toda aquella gente se dolía porque en alguna medida había dependido de monseñor. Su pena era algo más que un sentimiento por «aquella voz rota o una leve cojera al andar», como decía Wells. Ésa gente había recurrido a la fe de monseñor y a su manera de hacerla alegre, de convertir la religión en un juego de luces y sombras, en el cual tanto luces como sombras eran diversos aspectos de Dios. La gente se sentía segura cuando él estaba cerca.

El frustrado sacrificio de Amory sólo había engendrado la completa realización de su desengaño; pero en el funeral de monseñor se engendró el romántico duende que iniciaba su entrada en el laberinto en su compañía. Encontró algo que anhelaba, que siempre había anhelado y siempre anhelaría: no el ser admirado como antes había temido, ni ser amado como se había acostumbrado a creer; sino ser necesitado, ser indispensable; y recordaba la sensación de seguridad que le había dado Burne.

La vida se abría con una de sus sorprendentes y fulgurantes explosiones; y Amory de repente, y para siempre, rechazó un viejo epigrama que con indiferencia le rondaba la cabeza: «Pocas cosas importan, y nada importa mucho.»

Por el contrario, Amory sentía un inmenso deseo de dar a la gente una sensación de seguridad.

El hombre grande de gafas

El día en que Amory inició su marcha hacia Princeton el cielo era una bóveda incolora, fría, alta, sin la amenaza de lluvia. Era un día gris y hacía un tiempo sin encantos; un día de sueños y lejanas esperanzas y visiones claras. Uno de esos días que fácilmente se pueden asociar con las verdades abstractas y puras que se desvanecen con el brillo del sol o se apagan con risa burlona al claro de luna. Los árboles y nubes se dibujaban con clásica severidad; los sonidos del campo se armonizaban con una melodía monótona, metálica como una trompeta, sin un soplo como la urna griega.

El día había inoculado en Amory un estado de ánimo tan contemplativo que provocó algunas molestias a ciertos conductores, obligados a frenar violentamente para no atrepellarle. Tan enfrascado estaba en sus pensamientos que a duras penas quedó sorprendido por aquel extraño fenómeno —amabilidad a cien kilómetros de Manhattan—, cuando un coche que pasaba se detuvo a su lado y una voz le saludó. Se volvió a mirar y vio un magnífico Locomobile con dos hombres de edad media, uno de ellos pequeño e inquieto, aparentemente un apéndice artificial del otro, que era grande, imponente y con gafas.

—¿Quiere que le llevemos? —le preguntó el apéndice artificial, mirando por el rabillo del ojo al hombre imponente como en busca de una habitual y tácita aprobación.

—Ya lo creo. Gracias.

El chófer abrió la puerta y Amory se sentó en el centro del asiento trasero, examinando con curiosidad a sus compañeros de viaje. La principal característica del hombre grande parecía ser una gran confianza en sí mismo, en contraste con un tremendo aburrimiento hacia todo lo que le rodeaba. Los rasgos de su cara que no estaban ocultos por las gafas eran lo que se dice «fuertes»: unos pliegues no faltos de dignidad alrededor de su barbilla; una boca amplia y ese tipo robusto de nariz romana; sus hombros se hundían tranquilamente en el poderoso volumen de su pecho y de su vientre. Iba vestido de manera excelente y digna. Amory percibió que iba inclinado para mirar de frente a la nuca del chófer, como si especulara continua pero inútilmente sobre cierto asombroso problema capilar.

El hombre más pequeño sólo era notable por su completa subordinación a la personalidad del otro. Pertenecía a esa clase de secretarios que a los cuarenta han impreso en sus tarjetas: «Ayudante del Director» y que, sin un suspiro, consagran el resto de sus vidas a un oficio servil.

—¿Va muy lejos? —preguntó el más pequeño con agradable desinterés.

—Todo un viaje.

—¿Para hacer ejercicio?

—No —respondió Amory lacónicamente—. Voy paseando porque no puedo pagarme el viaje.

—¡Ah!

Y de nuevo:

—¿Busca usted trabajo? Hay mucho trabajo —continuó en tono interrogatorio—. Todos esos cuentos sobre la falta de trabajo… En el Oeste hace falta mano de obra.

Se refería al Oeste con un gesto amplio y lateral. Amory asintió con educación.

—¿Tiene usted una profesión?

No, Amory no tenía profesión alguna.

—Empleado, ¿no?

No, Amory no era un empleado.

—Sea lo que usted sea —dijo el hombre pequeño, pareciendo coincidir con algo que había dicho Amory—, ahora tiene la oportunidad de hacer buenos negocios —y miró al hombre grande, como el abogado que interroga las involuntarias miradas del testigo hacia el jurado.

Amory decidió que tenía que decir algo, pero a causa de su vida sólo podía decir una cosa.

—Naturalmente, me gustaría ganar un montón de dinero…

El pequeño rio de forma siniestra pero consciente.

—Es lo que quiere todo el mundo ahora, pero sin trabajar.

—Un deseo muy natural y saludable. Casi toda la gente normal quiere ser rica sin esfuerzo, excepto los financieros de las comedias que sólo quieren hollar a su paso. ¿A usted no le apetece el dinero fácil?

—Claro que no —dijo el secretario indignado.

—Pues, yo —continuó Amóry sin hacerle caso—, como soy muy libre, estoy pensando en el socialismo como una solución.

Los dos hombres le miraron con curiosidad.

—Esos agitadores… —el pequeño se calló al tiempo que las palabras salían gravemente del pecho del mayor.

—Si yo supiera que usted es un agitador no vacilaría en conducirle a la cárcel de Newark. Eso es lo que pienso de los socialistas.

Amory se echó a reír de buena gana.

—¿Qué es lo que es usted? —preguntó el grande—. ¿Uno de esos bolcheviques de boquilla, uno de esos idealistas? Confieso que no sé la diferencia. Los idealistas son unos holgazanes que se dedican a escribir todos esos panfletos para los emigrantes pobres.

—Bueno —dijo Amory—, si ser idealista es al mismo tiempo seguro y lucrativo, me dedicaré a eso.

—¿Cuáles son sus dificultades? ¿Ha perdido el empleo?

—No exactamente, pero puede usted llamarlo así.

—¿En qué trabajaba?

—Escribía para una agencia de publicidad.

—Se gana mucho dinero con la publicidad.

Amory sonrió discretamente.

—Oh, reconozco que a veces se ve el dinero. El talento ya no tendrá que morirse de hambre. Incluso el artista cobra lo suficiente para comer, en estos días. Son los artistas los que dibujan las portadas de las revistas, los que escriben la publicidad y las canciones de moda. Con la industrialización de la imprenta se ha encontrado una inofensiva y amable ocupación para el genio que antes se dedicaba a cavar su propia tumba. El artista que no sirve…, el Rousseau, el Tolstoi, el Samuel Butler, el Amory Blaine…

—¿Quién es ese? —preguntó suspicaz el pequeño.

—Bueno —dijo Amory—, es un intelectual, no demasiado conocido en la actualidad.

El pequeño lanzó su risa consciente, pero se detuvo en cuanto los ojos como fuego de Amory se clavaron en él.

—¿De qué se ríe?

—Esos intelectuales…

—¿Sabe usted lo que significa ser intelectual?

Los ojos del pequeño parpadearon nerviosamente.

—Lo que corrientemente quiere decir…

—Lo que siempre quiere decir es un hombre inteligente y bien educado —interrumpió Amory—. Significa tener un conocimiento activo de las experiencias de la raza —Amory decidió ser agresivo, se volvió hacia el grande—. El joven —señaló al secretario con el pulgar y dijo «joven» como podía haber dicho «botones», sin implicar la juventud para nada— confunde el significado de las palabras.

—¿Tiene usted algo que objetar a que el capital controle la imprenta? —preguntó el grande, mirándole fijamente a través de las gafas.

—Sí, y también tengo que hacer objeciones al hecho de trabajar intelectualmente para ellos. Toda la raíz del negocio que he visto consiste en hacer trabajar en exceso y malpagar a un puñado de pobretones que se resignan a ello.

—Un momento —dijo el grande—. Usted reconocerá que el trabajador está bien pagado. Jornadas de cinco y seis horas… es ridículo. No se puede encontrar un hombre sindicado que haga una jornada honrada de trabajo.

—Es lo que ustedes han conseguido —insistió Amory—. La gente como ustedes no hace concesiones hasta que se ven obligados a ello.

—¿Qué gente?

—Los de su clase; la clase a la que yo pertenecía hasta hace poco; aquellos que por herencia, por industria, por talento o por falta de honradez se han convertido en la gente de dinero.

—¿Es que usted cree que si ese caminero tuviera dinero tendría el menor deseo de regalarlo?

—No, pero ¿qué tiene eso que ver?

El viejo consideró.

—Confieso que no tiene nada que ver. Pero suena como si lo tuviera.

—En realidad —continuó Amory— ese hombre sería peor. Las clases bajas son más mezquinas, menos agradables y más egoístas… y más estúpidas. Pero nada de eso tiene que ver con la cuestión.

—¿Cuál es exactamente la cuestión?

Aquí se detuvo Amory a pensar cuál era exactamente la cuestión.

Amory acuña una frase

—Cuando la vida se apodera de un hombre de talento y buena educación —empezó Amory lentamente—, esto es, cuando se casa, se convierte, nueve veces de cada diez, en un conservador en lo que se refiere a las condiciones sociales existentes. Puede ser generoso, amable e incluso justo a su manera; pero su primera obligación es proveer y conservarse. Su mujer le azuza: primero diez mil al año, luego viente mil y así sucesivamente, cogido por un mecanismo del que no hay escape. ¡Está listo! ¡La vida le ha cogido! ¡No tiene remedio! Es un hombre espiritualmente casado.

Amory se detuvo a pensar que la frase no era tan mala.

—Algunos hombres —continuó— logran escapar. Quizá porque sus mujeres no tienen ambiciones sociales; quizá porque han aprendido, en un «libro dañino», una sentencia que les ha gustado; quizá porque les agarró el mecanismo, como me pasó a mí, para expulsarles luego. De cualquier forma esos son los miembros del Congreso a los que no se puede sobornar, los presidentes que no son políticos, los escritores, oradores, hombres de ciencia, estadistas, que son algo más que el comodín popular de media docena de mujeres y niños.

—¿El radical por naturaleza?

—Sí —dijo Amory—. Puede variar desde el crítico desilusionado como el viejo Thornton Hancock hasta Trotski. Pero ese hombre espiritualmente no casado no tiene influencia directa porque, desgraciadamente, el hombre espiritualmente casado, como subproducto de su búsqueda de dinero, se ha apoderado del gran periódico, de la revista popular, del importante semanario… de forma que la señora Periódico, la señora Revista o la señora Semanario pueda tener un coche mejor que el hombre del petróleo de la casa de enfrente o el hombre del cemento de la próxima esquina.

—¿Y por qué no?

—Porque convierte a unos hombres ricos en los guardianes de la conciencia intelectual del mundo; y, naturalmente, un hombre que tiene su dinero puesto en una serie de instituciones sociales no va a arriesgar la felicidad de su familia permitiendo que aparezcan en su periódico las reclamaciones dirigidas contra él.

—Pero aparecen —dijo el hombre grande.

—¿Dónde? En los medios desacreditados. En unos cochinos semanarios.

—Está bien, siga.

—Bien, lo primero es que, a causa de una combinación de medios y condiciones de las cuales la familia es la primera, hay dos clases de talentos. Una de esas clases toma la naturaleza humana tal como es, utilizando su timidez, su debilidad y su fortaleza para sus propios fines. A ella se opone el hombre que, siendo espiritualmente no casado, continuamente busca nuevos sistemas que controlen o modifiquen la naturaleza humana. Su problema es más difícil. No es la vida lo que es complicado, sino la lucha para guiar y controlar la vida. Ésa es su verdadera lucha. Ése hombre es parte del progreso; el hombre espiritualmente casado no lo es.

El hombre grande sacó tres cigarros que ofreció sobre la palma de su mano. El pequeño cogió uno; Amory hizo un gesto y sacó un cigarrillo.

—Siga hablando —dijo el hombre grande—. Hace tiempo que quería oír a uno de ustedes.

Más deprisa

—La vida moderna —dijo Amory al reanudar su perorata— ya no cambia cada siglo sino cada año, diez veces más de prisa que antes: la población se duplica, las civilizaciones se unen más íntimamente con otras civilizaciones, la interdependencia económica… y estamos perdiendo el tiempo. Yo creo que tenemos que ir todavía más de prisa —acentuó ligeramente sus últimas palabras hasta tal punto que el chofer inconscientemente incrementó la velocidad del coche. Amory y el hombre grande rieron; también rio el hombre pequeño, tras una pausa.

—Todo niño —dijo Amory— tendría que tener los mismos comienzos. Si su padre pudiera facilitarle un buen físico y su madre un poco de sentido común en su primera educación, esa debería ser toda su herencia. Si su padre no puede darle un buen físico y su madre se dedica a perseguir a los hombres en los años en que debiera dedicarse a educar a sus hijos, tanto peor para él. Pero lo que no puede hacer es socorrerle artificialmente gracias al dinero, enviándolo a esos horribles internados, arrastrándolo por los colegios… Todos los niños deberían empezar la vida en igualdad de condiciones.

—De acuerdo —dijo el grande, pero sus gafas no mostraban ni objeción ni aprobación.

—A continuación, ensayaría la socialización de todas las industrias.

—Eso ya se ha demostrado que es un fracaso.

—No, solamente fracasó, no se le dio tiempo para tener éxito. Si el gobierno fuera el propietario, pondríamos las mejores cabezas para los negocios a trabajar para el gobierno al mismo tiempo que para sus propios asuntos. Pondríamos a los Mackay en lugar de los Burleson; a Morgan en el Departamento del Tesoro y a Hill en el Comercio Federal. Y los mejores abogados al Senado.

—No trabajarían con gran esfuerzo por amor al arte.

—No —replicó Amory, sacudiendo la cabeza—. El dinero no es el único estímulo que extrae del hombre lo mejor que tiene, incluso en América.

—Hace un momento usted admitía que era así.

—Ahora sí. Pero si fuera ilegal tener más de una cierta cantidad, los hombres correrían en pos del otro premio que atrae a la humanidad: la gloria.

El hombre grande profirió una exclamación semejante al mugido de un toro.

—Ésa es la mayor tontería que usted ha dicho.

—No, no es una tontería. Es bastante razonable. Si usted hubiera ido a la universidad no le habría dejado de extrañar el hecho de que la gente allí trabaja mucho más duramente por un premio ridículo que por ganarse la vida.

—¡Chicos! ¡Juegos de niños! —se burló su interlocutor.

—Ni por asomo, a menos que todos seamos niños. ¿Ha visto usted alguna vez a un hombre maduro que trata de ingresar en una sociedad secreta? ¿O una familia advenediza que quiere entrar en un club cualquiera? Se ponen a saltar con sólo oír su nombre. La idea de que para que un hombre trabaje hay que ponerle delante de los ojos una bolsa de oro, es una inferencia, no un axioma. Lo hemos hecho durante tanto tiempo que hemos olvidado que hay otros sistemas. Hemos construido un mundo donde eso es necesario. Permítame decirle —Amory se puso enfático— que si a diez hombres, ajenos completamente a la riqueza y a la miseria, se les ofreciera una cinta verde por cinco horas de trabajo y una cinta azul por diez, nueve de ellos trabajarían por conseguir la cinta azul. El instinto de competición sólo busca un emblema. Si el emblema es el tamaño de su casa, sudará por ella. Y si sólo es una cinta azul, estoy seguro de que trabajará lo mismo. Ya lo hicieron en otros tiempos.

—No estoy de acuerdo con usted.

—Ya lo sé —dijo Amory, asintiendo tristemente—. Pero no importa mucho. Creo que esa gente vendrá pronto en busca de lo que quiere.

Un fiero silbido salió del hombre pequeño.

¡Ametralladoras!

—Ah, pero ustedes les enseñaron a usarlas.

El grande sacudió su cabeza.

—Hay demasiados propietarios en este país para permitir eso.

Amory habría deseado conocer las estadísticas sobre propietarios y no propietarios; decidió cambiar de tema.

Pero el grande se había desatado.

—Cuando se habla así se pisa terreno peligroso.

—¿Cómo se va hablar de otra manera? Durante años la gente se ha conformado con promesas. El socialismo puede que no sea el progreso, pero la amenaza de la bandera roja es lo único que inspira las reformas. Hay que ser sensacional para despertar la atención.

—Supongo que Rusia es el ejemplo de una violencia beneficiosa.

—Posiblemente —admitió Amory—. Naturalmente, se está sobrepasando, como le ocurrió a la Revolución Francesa; pero no hay la menor duda de que se trata de un gran experimento que merece la pena.

—¿No cree usted en la moderación?

—Nadie escucha a los moderados, es demasiado tarde. La verdad es que la gente ha hecho una de esas cosas sorprendentes que suele hacer cada cien años. Ha comprendido una idea y se ha apoderado de ella.

—¿Cuál es?

—Que si bien el cerebro y la capacidad de los hombres pueden ser muy diferentes, sus estómagos son esencialmente iguales.

El pequeño cobra

—Si se pudiera reunir todo el dinero del mundo —dijo el pequeño, profundamente— y dividirlo en partes igu…

—¡Cállese, hombre! —dijo Amory con rudeza, no parando su atención en la mirada furibunda de aquél, y continuó con su discurso—: El estómago humano… —empezó, pero el grande le interrumpió con cierta impaciencia.

—Le dejo hablar, ya lo sabe —dijo—; pero, por favor, deje de lado el estómago. Llevo sintiendo el mío todo el día. Además, no estoy de acuerdo con la mitad de lo que usted ha dicho. La socialización es la base de todo su argumento e invariablemente es un foco de corrupción. Los hombres no trabajan por cintas azules; todo eso es palabrería.

Cuando hubo callado, el pequeño habló con un gesto de determinación, como si estuviera decidido a decir lo que tenía que decir.

—Hay ciertas cosas que son propias de la naturaleza humana —dijo con aire de lechuza—, que siempre lo han sido y siempre lo serán; que nunca cambiarán.

Amory miró al pequeño y luego al grande, descorazonado.

—¡Qué cosas hay que oír! Eso es lo que me hace desconfiar del progreso. ¡Qué cosas! Puedo decir de corrido más de cien fenómenos naturales que han cambiado por la voluntad del hombre, un centenar de instintos que han sido eliminados o controlados por la civilización. Lo que este hombre acaba de decir ha constituido durante milenios el último refugio de todos los borregos de este mundo. Eso es negar los esfuerzos de todos los hombres de ciencia, estadistas, moralistas, reformadores, médicos y filósofos, que incluso dieron su vida al servicio de la humanidad. Es un flagrante insulto a lo más valioso de la naturaleza humana. Toda persona de más de veinticinco años que hiciera a sangre fría una declaración semejante debería ser privada de su ciudadanía.

El pequeño se reclinó sobre el respaldo del asiento, su cara roja de ira. Amory continuó, dirigiéndose al grande.

—A estos hombres medio educados y adocenados como su amigo, que creen que piensan sobre cualquier cosa…, se les encuentra en todos los líos. En un momento es «la brutalidad y falta de humanidad de esos prusianos»; y a continuación «tendríamos que exterminar a todo el pueblo alemán». Siempre creen que «las cosas van a peor», pero «no tienen la menor confianza en esos idealistas». En un momento dado llamarán a Wilson un «idealista, poco práctico»; y un año después se le echan encima por no hacer realidades sus sueños. No tienen ideas claras sobre nada, excepto una tenaz y estúpida oposición a todo cambio. No creen que se deba pagar bien a la gente sin educación y no comprenden que si no se les paga bien, tampoco sus hijos tendrán educación, y será siempre el mismo círculo vicioso. ¡Ésta es la gran clase media!

El grande, con una amplia mueca en la cara, se inclinó para sonreír hacia el pequeño.

—¡Te están dando duro, Garvín! ¿Cómo te sientes?

El pequeño hizo un esfuerzo por sonreír y aparentar que el asunto le parecía tan ridículo que no merecía la pena molestarse. Pero Amory no había terminado aún.

—La teoría de que la gente se debe gobernar a sí misma descansa sobre este hombre. Si se le puede educar para que piense clara, concisa y lógicamente, librándole de su costumbre de buscar refugio en lugares comunes, prejuicios y sentimentalismos, entonces yo me haré socialista militante. Si no se puede, entonces no creo que importe mucho lo que ocurra al hombre y a sus sistemas, ahora o después.

—Me interesa y me divierte —dijo el grande—. Usted es muy joven.

—Lo cual quiere decir que ni he sido corrompido ni amedrentado por la experiencia. Tengo en mi haber la experiencia más valiosa, la experiencia de la raza, pues a pesar de haber ido al colegio me las arreglé para obtener una buena educación.

—Eso no está muy claro.

—Pero tiene mucho sentido —protestó Amory apasionadamente—. Ésta es la primera vez en mi vida que defiendo el socialismo. Es la única panacea que conozco. Estoy inquieto. Toda mi generación está inquieta. Estoy harto de un sistema en el que el hombre más rico pueda conseguir, si la desea, la mujer más guapa, donde el artista que no tiene un centavo ha de vender su talento a un fabricante de botones. Aun cuando yo no tuviera talento, no me gustaría trabajar diez años seguidos, condenado al celibato y a ciertos placeres furtivos, para que el hijo de un cualquiera tenga un automóvil.

—Pero si usted no está seguro…

—Eso no importa —exclamó Amory—. Mi posición no puede ser peor. Una revolución social me podría llevar a la cumbre. Claro que soy egoísta. Tengo la impresión de haber sido un pez fuera del agua con todos estos viejos sistemas. Probablemente he sido una de las veinte personas de mi curso en la universidad que ha logrado una buena educación; sin embargo, a cualquier cabeza dura bien recomendada se le permitía jugar al fútbol, mientras que yo no era aprovechable porque algún viejo idiota creía que yo tenía que dedicar todo mi esfuerzo a las secciones cónicas. Odio el ejército. Y odio los negocios. Quiero que venga el cambio y he asesinado mi conciencia…

—Así que va a seguir diciendo que tenemos que ir más de prisa.

—Eso, por lo menos, es verdad —insistió Amory—. Las reformas no satisfarán las necesidades de la civilización, a menos que se aceleren. Una política de laissez faire es como echar a perder a un niño pensando que al final saldrá bueno. Saldrá bueno si se le prepara.

—Pero usted no cree en toda esa palabrería socialista de que está hablando.

—No lo sé. Hasta hablar con usted no había pensado seriamente sobre eso. No estaba seguro de la mitad de lo que he dicho.

—Usted me asombra —dijo el grande—, pero todos ustedes son iguales. Parece ser que Bernard Shaw, a pesar de todas sus doctrinas, es el dramaturgo más exigente en el cobro. Hasta el último céntimo.

—Bueno —dijo Amory—, yo sólo digo que soy el resultado de una mente versátil en una generación inquieta…, con muchas razones para poner mi mente y mi pluma a disposición de los radicales. Incluso si en lo más profundo de mi corazón yo pensara que no éramos más que átomos ciegos en un mundo tan limitado como el movimiento de un péndulo, yo y los de mi clase seguiríamos luchando contra las tradiciones, para, por lo menos, transformar la vieja hipocresía en una nueva. A veces he pensado que estaba en lo cierto sobre la vida, pero la fe es difícil. Sólo sé una cosa. Si la vida no es la búsqueda del Grial puede ser un juego bastante divertido.

Durante un minuto nadie dijo nada hasta que el grande preguntó:

—¿A qué universidad fue usted?

—Princeton.

El grande se interesó de pronto; la expresión bajo sus gafas se alteró ligeramente.

—Yo envié a mi hijo a Princeton.

—¿Ah sí?

—Quizá le conoció usted. Se llamaba Jesse Ferrenby. Lo mataron el año pasado en Francia.

—Le conocí mucho. Era uno de mis mejores amigos.

—Era… un gran chico. Estábamos muy unidos.

Amory empezó a percibir el parecido entre el padre y el hijo muerto y se dijo a sí mismo que todo el tiempo había sentido una cierta familiaridad. Jesse Ferrenby, el hombre que en la universidad había ostentado la corona a la que él había aspirado. Todo estaba tan lejos. Habían sido como niños, trabajando por cintas azules…

El coche aminoró la marcha a la entrada de una extensa finca, cerrada por una gran tapia y un portalón de hierro.

—¿Quiere usted comer con nosotros?

Amory movió la cabeza.

—Gracias, Mr. Ferrenby, pero tengo que seguir.

El grande le estrechó la mano. Amory comprendió que el haber conocido a Jesse pesaba más a su favor que todas sus opiniones anteriores. ¡Qué fantasmal la gente con la que hay que trabajar! Incluso el pequeño insistió en darle la mano.

—¡Adiós! —gritó Mr. Ferrenby, en cuanto el coche dobló la esquina y empezó a subir—. Que tenga usted buena suerte… y muy mala para sus teorías.

—Lo mismo digo, señor —gritó Amory, sonriendo y moviendo la mano.

«Lejos del fuego, lejos del pequeño cuarto»

A ocho horas de camino de Princeton, Amory se sentó al borde de la carretera de Jersey, contemplando el campo helado. La naturaleza, en cuanto fenómeno bastante grosero que se componía fundamentalmente de flores que, miradas de cerca, parecían apolilladas, hormigas que incansablemente transportaban briznas de hierba, desilusionaba bastante; la naturaleza, representada por el cielo, las aguas y los lejanos horizontes, era más agradable. El hielo y la promesa del invierno le inquietaban, le hacían pensar en aquel salvaje partido entre St. Regis y Groton, hacía siglos, siete años antes, y en un día de otoño en Francia doce meses atrás, echado sobre la hierba alta, y todo su pelotón agazapado a su alrededor, esperando poder dar una palmada en el hombro al operador de un Lewis. Vio las dos imágenes con algo de su primitiva exaltación: dos juegos en que había participado, diferentes en calidad y sabor, unidos de una manera que los diferenciaba de Rosalind o del tema de los laberintos, que constituían, después de todo, los asuntos de su vida.

—Soy egoísta —pensaba.

—No es una cualidad que haya de cambiar cuando vea «el sufrimiento humano» o «pierda a mis padres» o «ayude al prójimo».

—Éste egoísmo no es sólo una parte de mí. Es la parte más viva.

—Es superando más que evitando este egoísmo como lograré encontrar el equilibrio de mi vida.

—No hay generosidad que no pueda utilizar. Puedo hacer sacrificios, ser caritativo, dar al amigo, soportar al amigo, arruinar mi vida por un amigo…, porque todo eso puede ser la mejor expresión de mí mismo; pero no porque yo tenga una sola gota de bondad humana.

El problema del mal se había cristalizado para Amory en el problema del sexo. Empezaba a identificar el mal con esa intensa adoración fanática de Brooke y del primer Wells. Inseparablemente unida al mal estaba la belleza: la belleza, una creciente y constante agitación; dulce en la voz de Eleanor, en una vieja canción de noche, agitándose delirantemente a través de la vida como cataratas superpuestas, mitad ritmo y mitad penumbra, Amory sabía que toda vez que se había abalanzado hacia ella ansiosamente, le había esquivado con la grotesca cara del mal. La belleza del gran arte, la belleza de toda alegría, sobre todo la belleza de las mujeres.

Al fin y al cabo se asociaba demasiado con la licencia y el perdón. Las cosas débiles son a menudo bellas, pero nunca son buenas. Y en esta nueva soledad suya que había elegido para llevar a cabo cualquier cosa grande, la belleza o tenía que ser relativa o, por ser ella la armonía, sólo provocaría una discordancia.

En un sentido, esta renuncia gradual a la belleza fue su segundo paso por el laberinto, después que se completó su desilusión. Le parecía que dejaba atrás su última oportunidad de llegar a ser un cierto tipo de artista. Era mucho más importante llegar a ser una cierta clase de hombre.

Su pensamiento dobló una esquina y se encontró cavilando sobre la Iglesia Católica. Había arraigado en él la idea de que existe una falta intrínseca en aquellos para quien la religión ortodoxa es necesaria; y para Amory la religión significaba Roma. Era concebible que sólo se tratara de un ritual vacío, pero al parecer era el único baluarte tradicional contra la decadencia moral. Hasta que las muchedumbres pudieran ser educadas con un sentido moral, alguien tenía que gritar: «¡No lo harás!» Pero toda aceptación era, por el momento, imposible. Necesitaba tiempo y verse libre de toda presión. Quería coger el tronco sin las ramas, para darse plena cuenta de la dirección e importancia del nuevo paso.

La tarde perdía la bondad purificadora de las tres por la belleza dorada de las cuatro. Luego paseó a través del torpe dolor de un sol poniente, cuando hasta las nubes parecían sangrar; y a la hora del crepúsculo llegó a un cementerio. Había un oscuro y soñador aroma de flores; sombras por todas partes; y en el cielo, el espectro de una luna nueva. Con un impulso pensó abrir la oxidada cancela de hierro de un panteón levantado sobre una colina; un panteón limpio, cubierto de unas flores tardías, lloronas y azuladas que podían haber brotado de unos ojos muertos, pegajosas y de olor nauseabundo.

Amory deseaba sentirse «William Dayfiel, 1864».

Se preguntaba por qué las tumbas hacían que la gente considerase la vida como cosa vana. El no podía sentir la menor desesperación por haber vivido. Todas aquellas columnas rotas, manos entrelazadas, palomas y ángeles significaban romances. Imaginaba que cien años después los jóvenes discutirían sobre si sus ojos eran oscuros o azules, y confiaba apasionadamente en que su tumba tuviera alrededor un aura de muchos, muchos años. Le parecía extraño que de todo un conjunto de soldados de la Unión sólo dos o tres pudieran sugerir amores muertos y muertos amantes, cuando todos eran como el resto, incluso bajo el musgo amarillento.

Mucho después de medianoche alcanzó a ver las torres y agujas de Princeton, una luz tardía aquí y allí…, y, de repente, de la clara oscuridad surgió el tañido de las campanas. Continuó como un sueño interminable: el espíritu del pasado que alimentaba a nuevas generaciones, la escogida juventud de un mundo trastornado e incorregible, que aún se nutría románticamente de los errores y semiolvidados sueños de políticos y poetas muertos. Una nueva generación lanzando los viejos gritos, aprendiendo los viejos credos, a través de un ensueño de largos días y noches; destinada a la postre a enfrentarse con ese sucio torbellino gris para obedecer al amor y al orgullo; una nueva generación destinada más que la última al miedo, a la pobreza y a la adoración del éxito; crecida sobre un montón de dioses muertos, guerras terminadas, creencias pulverizadas…

Amory, apenado por ellos, todavía no lo estaba por sí mismo —el arte, la política, la religión, cualquiera que fuese su medio sabía que se encontraba a salvo, libre de la histeria— y podía aceptar todo lo aceptable, vagar, crecer, protestar y dormir profundamente muchas noches…

Tenía conciencia de que Dios no estaba aún en su corazón; sus ideas eran todavía muy agitadas; prevalecía el dolor de la memoria, la pena por su perdida juventud; pero las aguas de la desilusión habían dejado un depósito en su alma, una responsabilidad y un amor a la vida, la pálida inquietud de viejas ambiciones y sueños no realizados. Pero…, ¡oh, Rosalind, Rosalind!…

—Cuando más, es una triste sustitución —dijo con honda tristeza.

Y no podía decir para qué servía la lucha, por qué había decidido hacer uso a ultranza de sí mismo y de la herencia de todas las personalidades que habían pasado…

Extendió los brazos hacia un cielo cristalino y radiante.

—Me conozco a mí mismo —gritó—, pero eso es todo.