Atlantic City. Amory caminaba a grandes pasos por el muelle al final del día, arrullado por el incansable mecer de las olas, aspirando el casi fúnebre aroma de la brisa salobre. El mar, pensaba, había atesorado sus recuerdos con mayor hondura que la tierra infiel. Todavía parecía hablarle de galeras noruegas que hendían los mares del mundo bajo los estandartes de aves de presa, o de acorazados británicos, baluartes grises de la civilización, que navegaban a través de la niebla del mar del Norte en un oscuro julio.
—¡Vaya, Amory Blaine!
Amory miró hacia la calle de abajo. Un coche de carreras muy bajo se había detenido, y una alegre cara familiar asomaba del asiento del conductor.
—¡Ven aquí, perdido! —gritó Alec.
Amory hizo un saludo y descendiendo tres escalones de madera se acercó al coche. Él y Alec se habían estado viendo de vez en cuando, pero la barrera de Rosalind se interponía entre ellos. Y lo lamentaba, porque sentía perder a Alec.
—Mr. Blaine; Miss Waterson, Miss Wayne y Mr. Tully.
—¿Cómo están?
—Amory —dijo Alec exuberante—, sube y te llevaremos a un sitio apartado para darte un trago de Bourbon.
Amory lo pensó.
—No es mala idea.
—Sube. Córrete un poco, Jill, y Amory te dedicará una encantadora sonrisa.
Amory se acomodó en el asiento trasero junto a una ostentosa rubia, de labios vermellón.
—Hola, Doug Fairbanks —dijo ella con petulancia—: ¿Hacías ejercicio o buscabas compañía?
—Contaba las olas —contestó Amory con gravedad—. Últimamente me dedico a la estadística.
—No te burles, Doug.
Cuando llegaron a una calle poco frecuentada, Alec detuvo el coche entre grandes sombras.
—¿Qué estás haciendo estos días, Amory? —preguntó, al tiempo que sacaba una botella de un cuarto de Bourbon de debajo de la manta de piel.
Amory declinó la respuesta. De hecho, no tenía razones para ir a la costa.
—¿Te acuerdas de aquella ocasión en que vinimos, en segundo año? —preguntó a su vez.
—¡Cómo no!; cuando dormíamos en las terrazas en Asbury Park.
—¡Dios, Alec! Es duro pensar que Dick, Jesse y Kerry están todos muertos.
Alec se estremeció.
—No hables de eso. Estos días de otoño me deprimen. Jill parecía estar de acuerdo.
—Doug parece un poco triste —comentó ella—. Dile que beba a gusto. Es bueno y escaso en estos días.
—Lo que quiero preguntarte, Amory, es dónde paras…
—Pues, en Nueva York, supongo…
—Quiero decir esta noche, porque si no tienes habitación es mejor que te vengas con nosotros.
—Encantado.
—Mira, Tully y yo tenemos dos habitaciones con un baño en el Ranier, pero Tully se va a Nueva York y yo no quiero trasladarme. La cuestión es: ¿quieres ocupar su habitación?
Amory accedió. Y cuanto antes, si podía ser.
—Encontrarás la llave en la conserjería. Las habitaciones están a mi nombre.
Volvía a estar en la marea baja, en un profundo y letárgico golfo, sin el menor deseo de trabajar o escribir, de amar o disiparse. Por primera vez en su vida deseaba que la muerte se llevara a toda su generación, borrando sus mezquinas fiebres y luchas y alegrías. Su juventud nunca había de parecer tan desvanecida como ahora, el contraste entre la extrema soledad de esta visita y aquella tumultuosa y alegre excursión de cuatro años antes. Todas las cosas que habían constituido los más simples lugares comunes de su vida de entonces, un sueño profundo, el sentido de la belleza que le rodeaba, todos sus deseos, habían volado para dejar un vacío que sólo se llenaba con la gran indiferencia de su desilusión.
«Para retener a un hombre, la mujer ha de recurrir a lo peor que hay en ella». Tal sentencia constituía la tesis de la mayoría de sus malas noches; y ésta —mentía— había de ser una de ellas. Su mente ya había empezado a desarrollar ciertas variaciones sobre el tema. Incansable pasión, feroces celos, un anhelo de poseer y aplastar, era todo lo que había dejado su amor por Rosalind; constituían el pago por la pérdida de su juventud, amargo calomelanos bajo la delgada capa del dulce de su exaltación amorosa.
En la habitación se desnudó y se envolvió en las mantas, para tomar el aire fresco de octubre hundido en un sillón junto a la ventana abierta.
Recordaba un poema que había leído unos meses antes:
¡Ay viejo corazón restañado que tanto hiciste por mí.
He malgastado mis años navegando por los mares!…
Pero no tenía idea de lo que podría haber perdido, idea de la esperanza presente que implica el desperdicio. Sentía que la vida lo había rechazado.
—¡Rosalind, Rosalind! —pronunció las palabras dulcemente en la penumbra hasta que ella pareció filtrarse en la habitación. La brisa marina humedeció su pelo; el borde de la luna cortó el firmamento, y las oscuras cortinas se volvieron fantasmales. Cayó dormido.
Cuando despertó era muy tarde y todo estaba tranquilo. La manta se había deslizado de sus hombros, y su piel estaba húmeda y fría.
Entonces se dio cuenta de que dos voces estaban cuchicheando a pocos metros de él.
Se puso rígido.
—¡No hagas ruido! —era la voz de Alec—. Jill, ¿me oyes?
—Sí —suspiró muy bajó, muy asustada. Estaban en el baño. Entonces llegó a sus oídos un sonido más alto de alguien que andaba por el pasillo. Era una mezcla de voces de hombres y un repetido golpe de nudillos. Amory se quitó las mantas y se acercó a la puerta del baño.
—¡Dios mío! —repitió la voz de la muchacha—. Tienes que dejarles entrar.
—Chist.
De repente empezó una continua e insistente llamada en la puerta del vestíbulo de Amory, y simultáneamente salió del baño Alec, seguido de la muchacha de labios vermellón. Ambos estaban en pijama.
—¡Amory! —un ansioso susurro.
—¿Qué pasa?
—Los detectives del hotel. Dios mío, Amory, están buscando la prueba…
—Bueno, déjales entrar.
—No comprendes. Me pueden meter en la cárcel de acuerdo con la ley Mann.
La muchacha se había quedado atrás, ofreciendo una figura bastante patética y miserable en la oscuridad. Amory buscó un plan rápidamente.
—Arma un poco de alboroto y déjales entrar —sugirió ansiosamente— mientras yo la saco a ella por esta puerta.
—También entrarán aquí. Mirarán por esta puerta.
—¿No puedes dar un nombre falso?
—No. Dejé mi nombre en el hotel; además habrán tomado la matrícula del coche.
—Di que estás casado.
—Jill dice que uno de los detectives la conoce.
La joven se había echado sobre el lecho, escuchando horrorizada las llamadas que se habían convertido en golpes. Llegó la voz del hombre, enojado e imperativo.
—¡Abran la puerta o la echamos abajo!
En el silencio, cuando calló la voz, Amory comprendió que en la habitación había otras cosas además de la gente…, alrededor y sobre la figura acurrucada en la cama colgaba un aura, una tela de araña color de luna, manchada con vino flojo y rancio, un horror extendiéndose confuso sobre ellos tres…, y sobre la ventana, entre las agitadas cortinas había algo más, irreconocible y carente de rasgos pero extrañamente familiar… Al mismo tiempo se presentaban juntos dos graves casos para Amory; y todo aquello ocupó en tiempo real menos de diez segundos.
El primer hecho que alumbró su comprensión fue la gran impersonalidad del sacrificio; se dio cuenta de que lo que llamamos amor u odio, premio o castigo, tiene tanto que ver con ello como el día del mes. De pronto recordó una historia de sacrificio que había oído en el colegio: alguien había falseado sus exámenes; su compañero de cuarto, en un arranque de sentimientos, había recabado para sí todas las culpas; a causa de la vergüenza, todo el futuro del inocente parecía condenado a la pena y al fracaso, acentuados por la ingratitud del verdadero culpable. Finalmente se suicidó, y al cabo de los años se supo todo. Por aquel entonces la historia había asombrado y preocupado a Amory. Y ahora comprendía la verdad: el sacrificio no era la compra de la libertad. Era como un deber electivo, como heredar un poder; y para ciertas gentes y en ciertas épocas, un lujo esencial que no acarreaba ni garantía ni responsabilidad ni la menor seguridad, sino un riesgo enorme. Su propia importancia es capaz de arruinar a cualquiera; y cuando ha pasado la ola emocional que lo hizo posible, puede dejar a aquel que lo hizo, abandonado y solo en una isla de desesperación.
… Amory sabía que en lo sucesivo Alec le odiaría por lo mucho que había hecho por él…
… Todo eso se presentó a Amory como un libro abierto, mientras ante él, y especulando sobre él, estaban aquellas dos fuerzas jadeantes, atentas: el aura de tela de araña que envolvía a la muchacha y aquella cosa familiar junto a la ventana.
El sacrificio por naturaleza es vanidoso e impersonal; el sacrificio será eternamente arrogante.
«No lloréis por mí; llorad más bien por vuestros hijos.»
Así —pensaba Amory— le habría hablado Dios.
Amory sintió un brote de alegría, y entonces, inmediatamente, se desvaneció el aura sobre la cama; la sombra dinámica de la ventana —tan cerca había estado que la podía nombrar— permaneció por un momento hasta que la brisa pareció llevársela fuera de la habitación. Cerró los puños con extática excitación… Los diez segundos habían pasado…
—Haz lo que te digo, Alec, haz lo que te digo. ¿Comprendes?
Alec le miraba mudo, su cara era un retrato de la angustia.
—Tú tienes una familia —continuó Amory tranquilamente—. Tienes una familia, y es importante que salgas de ésta. ¿Me oyes? —Le repitió claramente lo que había dicho—. ¿Me oyes?
—Te oigo —su voz delataba un gran esfuerzo, sus ojos no dejaban a Amory.
—Alec, métete en la cama. Si entra alguien hazte el borracho. Haz lo que te digo o probablemente tendrás que vértelas conmigo.
Durante un momento se miraron recíprocamente. Amory se acercó al escritorio, recogió su cartera e hizo señas perentorias a la joven. Oyó a Alec decir algo así como «cárcel» y, seguido de Jill, se metieron en el baño echando el cerrojo a la puerta.
—Tú estás conmigo —dijo severamente—. Recuerda que has estado conmigo toda la noche.
Ella asintió, lanzando un chillido ahogado.
Al instante abrió la puerta de la otra habitación y entraron tres hombres. Hubo una inundación de luz y Amory se quedó en el centro de la habitación parpadeando.
—¡Está usted jugando con fuego, joven!
Amory rio.
—¡Vaya!
El jefe del trío hizo una seña autoritaria a un hombre corpulento con un traje a cuadros.
—Está bien, Olson.
—Comprendo, Mr. O’May —dijo Olson, asintiendo. Los otros dos echaron una mirada curiosa al cuarto y se retiraron, cerrando la puerta con enfado.
El hombre corpulento miró a Amory con desprecio.
—¿No ha oído usted hablar nunca de la ley Mann? Venir aquí con ella —señaló a la mujer con el pulgar—, con un coche de matrícula de Nueva York, a un hotel como «éste»… —movió la cabeza como para dar a entender que había hecho todo lo posible por Amory, pero que no había nada que hacer.
—Bueno —dijo Amory—, ¿qué quiere que hagamos?
—Vístase de prisa y dígale a su amiga que no haga mucho escándalo. —Jill sollozaba ruidosamente en la cama, pero ante esas palabras se calló y recogiendo sus ropas se metió en el cuarto de baño. Mientras Amory se embutía los pantalones de Alec, pensaba que su actitud para con la situación era agradablemente humorística. La agraviada virtud del hombre corpulento provocaba su risa.
—¿Hay alguien más? —preguntó Olson, tratando de parecer inflexible.
—El amigo que tomó las habitaciones —contestó Amory negligentemente—. Está borracho como una cuba, durmiendo desde las seis.
—Voy a echarle una ojeada.
—¿Quién le dijo que estábamos aquí?
—El sereno lo vio entrar con esta mujer.
Amory asintió; Jill salió del baño, vestida pero desaliñada.
—Vamos —dijo Olson, sacando una agenda—, díganme sus nombres verdaderos, nada de John Smith y Mary Brown.
—Espere un momento —dijo Amory tranquilamente—. A ver si deja ese tono de matón. Nos ha sorprendido y nada más.
Olson le miró despectivamente.
—¿Su nombre? —balbuceó.
Amory dio su nombre y sus señas de Nueva York.
—¿Y ella?
—Miss Jill…
—Oiga —gritó indignado—, basta ya de juegos. ¿Cuál es su nombre? ¿Sarah Murphy? ¿Minnie Jackson?
—¡Oh, Dios mío! —gritó la joven, llevándose las manos a la cara, envuelta en lágrimas—. No quiero que mi madre lo sepa, no quiero que mi madre lo sepa.
—¡Vamos!
—¡Cállese! —gritó Amory a Olson.
Hubo una pausa.
—Stella Robins —balbuceó finalmente—. Lista de Correos, Rugway, New Hampshire.
Olson cerró su cuaderno y miró a los dos deliberando.
—El hotel tiene derecho de informar a la Policía, y usted iría a la cárcel por traer a una joven de otro Estado con propósitos inmorales… —Se detuvo para que considerasen la majestad de sus palabras—. Pero… el hotel no lo hará.
—No quiere aparecer en los periódicos —gritó Jill con fiereza—. ¡Vamonos! ¡Uf!
Un gran alivio, rodeaba a Amory. Se dio cuenta de que estaba a salvo; y sólo entonces pudo apreciar la enormidad de aquello en que había incurrido.
—Sin embargo —continuó Olson—, entre los hoteles se protegen mutuamente mediante una asociación. Hay mucho de esto y por eso tenemos con los periódicos un acuerdo para proporcionarle a usted publicidad gratuita. No aparecerá el nombre del hotel sino cuatro líneas para informar que usted se ha metido en un pequeño lío en Atlantic City. ¿Comprende?
—Comprendo.
—Usted se libra por poco, por muy poco, pero…
—Vámonos —dijo Amory abruptamente—. Salgamos de aquí. No necesitamos un discurso de despedida.
Olson se introdujo en el baño y lanzó una mirada de trámite a un Alec tranquilo. Apagó las luces y les siguió. Cuando se metieron en el ascensor Amory pensó en una bravuconada pero la dejó pasar. Tocó a Olson en el brazo.
—¿Le importaría quitarse el sombrero? Hay una dama en el ascensor.
Olson se quitó el sombrero lentamente. Hubo un par de minutos desagradables bajo las luces del vestíbulo mientras el sereno y unos clientes trasnochadores les miraban con curiosidad; la joven vestida de manera chillona y la cabeza gacha, y el apuesto joven con su mandíbula prominente; el caso era obvio. Y el frío de afuera, el aire salobre era aún más fresco y agudo, al tiempo que se insinuaba la mañana.
—Pueden coger uno de esos taxis —dijo Olson, señalando la emborronada silueta de dos coches cuyos conductores debían dormitar en el interior.
—Adiós —dijo Olson, metiéndose la mano en el bolsillo de manera sugerente; pero Amory dio un bufido y, cogiendo a la joven del brazo, le dio la espalda.
—¿Dónde dijiste que nos llevara? —preguntó ella cuando marchaban por la calle en penumbra.
—A la estación.
—Si ese tipo escribe a mi madre…
—No lo hará. Nadie sabrá nada a excepción de nuestros amigos y enemigos.
Rompía el amanecer encima del mar.
—Está amaneciendo —dijo ella.
—Sí, es verdad —asintió Amory de manera crítica, y tras pensarlo otra vez—: Casi es hora de desayunarse, ¿quieres comer algo?
—Comer —dijo ella con una alegre risa—. La comida echó a perder la fiesta. Pedimos que nos enviaran una gran cena a las dos de la mañana; pero Alec no le dio propina al camarero y el muy cochino debió dar el soplo.
El abatimiento de Jill parecía haberse esfumado con mayor rapidez que las sombras de la noche.
—Hazme caso —dijo ella con énfasis—; cuando quieras hacer una de esas fiestas apártate del alcohol y cuando quieras emborracharte, apártate del dormitorio.
—Lo tendré en cuenta.
Llamó por el cristal y se detuvieron ante un restaurante que no cerraba en toda la noche.
—¿Alec es buen amigo tuyo? —preguntó Jill, mientras se encaramaban en los taburetes y, apoyaban sus codos en la barra.
—Antes lo era. Probablemente no querrá volver a verme y no sabrá por qué.
—Fue una locura cargar con sus culpas. ¿Es tan importante? ¿Es más importante que tú?
Amory rio.
—Eso está por verse —respondió—. Ésa es la cuestión.
Dos días después, de vuelta en Nueva York, Amory encontró en el periódico lo que había estado buscando: una docena de líneas en las que se informaba a quien pudiera interesarle que Mr. Amory Blaine, quien «dio sus señas, etc.», había sido requerido para abandonar la habitación de su hotel en Atlantic City por compartirla con una mujer que no era su esposa.
Sus dedos se pusieron a temblar porque inmediatamente arriba había un párrafo más largo cuyas primeras palabras eran:
«El señor y la señora Leland R. Connage anuncian el compromiso de su hija, Rosalind, con el señor J. Dawson Ryder, de Hartford, Connecticut…».
Arrojó el diario y se tumbó en la cama con una sensación de miedo que lo ahogaba y se le hundía en la boca de su estómago. La había perdido, definitivamente. Hasta entonces había acariciado una profunda esperanza de que algún día ella le necesitara y le buscara, llorando por su error, clamando que le dolía el corazón por el daño que ella le había causado. Nunca más volvería a darse el sombrío placer de esperarla —no a esa Rosalind, una más dura, más vieja— ni siquiera a la mujer rota y vencida que su imaginación le traía en el umbral de sus cuarenta años. Amory la había deseado joven, la fresca fragancia de su cuerpo y de su espíritu, todo lo que ella había decidido vender de una vez para siempre. En lo que a él se refería, Rosalind había muerto.
Un día después llegó de Chicago una escueta carta de Mr. Barton informándole que, como quiera que otras tres compañías de tranvías habían pasado a manos de los empleados, no podía esperar más remesas de dinero. Por último, una noche deslumbrante de domingo, le llegó un telegrama informándole de la repentina muerte de monseñor Darcy, cinco días antes.
Entonces comprendió qué era aquella sombra que había vislumbrado entre las cortinas de la habitación de Atlantic City.