3. Joven ironía

Cuando, años después, Amory pensaba en Eleanor, le parecía todavía oír el viento que gemía a su alrededor, provocando pequeños escalofríos dentro de su corazón. La noche que subieron por la pendiente para observar una luna fría que flotaba sobre las nubes, perdió una parte de su ser que nunca podría ser restaurada; y, al tiempo que lo perdió, perdió asimismo el poder de lamentarlo. Eleanor fue —digamos— la última vez que el demonio se arrastró hasta Amory bajo la máscara de la belleza, el último sobrehumano misterio que le embargaba con salvaje fascinación y golpeaba en su alma hasta hacerla pedazos.

Con ella se desataba su imaginación, y por eso subieron hasta la colina más alta, para observar una luna demoníaca, porque ambos sabían que podían ver el demonio en los ojos del otro. Pero a Eleanor, ¿la soñó Amory? Y mucho después sus fantasmas seguían jugando, cuando ambos ya no anhelaban sino que sus almas no se volvieran a encontrar. ¿Fue la infinita tristeza de sus ojos lo que le atrajo o el espejo que encontró en la alegre claridad de su mente, donde mirarse él? Ella no habría de tener otra aventura como la de Amory y, si leyera esto, diría:

—Ni Amory tendrá otra aventura como la que vivió conmigo.

Ni había ella de suspirar más de lo que él suspiró. Una vez Eleanor trató de poner todo esto en claro sobre el papel:

Esas cosas perdidas que sólo nosotros sabemos

que hemos olvidado…

dejado de lado…

Deseos que se fundieron con la nieve

y sueños engendrados

hasta hoy:

aquel repentino amanecer que saludamos entre risas,

que todos podían ver, nadie compartir,

no será sino un amanecer…

y si nos volvemos a ver

apenas nos cuidaremos de él.

Querido…, no saldrá una lágrima de todo esto…,

y dentro de poco

ni la más leve pena

por el recuerdo de un beso.

Ni siquiera el silencio,

si nos volvemos a ver,

provocará los dorados fantasmas vagabundos,

o agitará la superficie del mar…

Si surgen las sombras bajo la espuma

no volveremos a amar.

Discutieron peligrosamente porque Amory sostenía que «mar» y «amar» no se podían utilizar para una rima. Y además Eleanor tenía parte de otro verso para el que no podía encontrar principio:

… pero la sabiduría pasa, aunque los años

nos alimentan de saber… Volverá la edad

hacia lo viejo, pero de nuestras lágrimas

apenas sabremos nada.

Eleanor odiaba a su Maryland natal, apasionadamente. Pertenecía a la más vieja de las viejas familias de Ramilly County y vivía con su abuelo en una casa grande y sombría. Había nacido y se había educado en Francia…; pero me parece que voy por mal camino. Empecemos de nuevo.

Amory estaba aburrido, como acostumbraba a estarlo en el campo. Daba grandes paseos solo, recitando Ulalume por los campos de maíz y felicitando a Poe por haber bebido hasta matarse en una atmósfera de sonriente complacencia. Una tarde que había paseado varias millas por un camino nuevo para él, se adentró en un bosque, mal aconsejado por una negra, y se perdió. Una tormenta pasajera terminó por descargar; el cielo se volvió negro como un pozo, y la lluvia comenzó a menudear a través de los árboles, al tiempo que todo, para gran impaciencia suya, adquiría un repentino aire fantasmal. El trueno extendía por el valle sus amenazadores ecos y arreciaba por los bosques con sus intermitentes salvas. Buscó a ciegas un camino de salida hasta que, a través de una malla de ramas torcidas, alcanzó a ver un lindero de los árboles donde el rayo le mostró el campo abierto. Corrió hacia el lindero del bosque, donde dudó si atravesar los campos o buscar refugio en una pequeña casa señalada por una lejana luz en el valle. Sólo eran las cinco y media, pero apenas podía ver sus propios pasos, salvo cuando el relámpago transformaba todo por un momento en un escenario muy vivo y grotesco.

De repente llegó a sus oídos un extraño son. Era una canción, en una voz baja y fuerte, una voz de mujer que, quien quiera que fuese, se hallaba muy cerca de él. Un año antes podía haberse echado a reír… o temblar; pero en su estado de inquietud tan sólo se quedó a escuchar mientras las palabras penetraban en su conciencia:

Les sanglots longs

Des violons

De l’automne

Blessent mon coeur

D’une langueur

Monotone.

El rayo partió el cielo, pero la canción continuó sin una vacilación. La mujer se hallaba evidentemente en el campo, y la voz parecía llegar de un pajar a pocos metros de donde se encontraba el joven.

Entonces se cortó y empezó de nuevo con un canto misterioso que se elevaba y descendía, y se mezclaba con la lluvia:

Tout suffocant

Et bleme quand

Sonne l’heure,

Je me souviens

Des jours anciens

Et je pleure…

—¿Quién demonio hay en Ramilly County —preguntó Amory en alta voz— que recite Verlaine con una melodía tan inapropiada a un pajar empapado?

—¡Hay alguien ahí! —gritó la voz, no alarmada—. ¿Quién es? ¿Manfred, San Cristóbal o la reina Victoria?

—¡Yo soy Don Juan! —gritó Amory en un impulso, alzando la voz por encima del rugido de la lluvia y del viento.

Una divertida exclamación llegó desde el pajar.

—Ya sé quién eres: eres ese chico rubio al que le gusta Ulalume. Te he reconocido por la voz.

—¿Cómo puedo subir a esas alturas? —gritó al pie del pajar, completamente empapado. Una cabeza apareció sobre la cumbre; estaba tan oscuro que Amory sólo pudo distinguir una mancha de pelo mojado y dos ojos que brillaban como los de un gato.

—Echa a correr desde un poco más atrás —dijo la voz—; salta y yo te cogeré la mano. No, ahí no; por el otro lado.

Siguiendo sus instrucciones saltó por encima del montón hundiendo su rodilla en la paja hasta que una mano blanca le agarró y le ayudó a encaramarse.

—Ya estás aquí, Juan —dijo la del pelo mojado—. ¿Te importa que te apee del Don?

—¡Tienes el pulgar igual al mío! —exclamó él.

—Y tú me tienes cogida la mano, lo cual es muy peligroso sin haber visto mi cara —Amory la soltó rápidamente.

Como respuesta a sus rogativas llegó un rayo, y él miró con gran ansiedad a aquella que permanecía sobre la paja mojada, a tres metros sobre el suelo. Pero se había tapado la cara y no vio más que una figura esbelta, un pelo oscuro, mojado y revuelto y dos pequeñas y blancas manos con los pulgares echados hacia atrás como los de él.

—Siéntate —sugirió ella amablemente, al tiempo que la oscuridad se hacía más intensa—. Si te sientas frente a mí en ese agujero te puedo dejar la mitad del impermeable. Lo estaba usando como tienda de campaña cuando me interrumpiste.

—Se me rogó… —dijo Amory alegremente—, tú me rogaste… ya lo sabes.

—Don Juan siempre se justifica de la misma manera —dijo ella, riendo—, pero no te llamaré más Juan porque tienes el pelo rubio. A cambio puedes recitar Ulalume y yo seré Psique, tu alma.

Amory enrojeció sin que, por fortuna, se notara gracias al velo de viento y lluvia. Estaban sentados uno frente al otro en un pequeño hueco en la paja, cubiertos en parte por el impermeable, y el resto expuesto a la lluvia. Amory trataba desesperadamente de ver a Psique, pero el rayo rehusó alumbrar de nuevo, de forma que esperaba con gran impaciencia. ¡Santo Dios! ¡Suponer que no era una belleza, que podía ser una pedante cuarentona, cielos! Suponer, solamente suponer, que estaba loca. Pero él comprendía que esto último no era ni siquiera digno. La Providencia le enviaba una muchacha para divertirle, de la misma manera que había enviado gente que asesinara a Benvenuto Cellini; y se preguntaba si estaría loca, porque eso era exactamente lo que cuadraba con su ánimo.

—No lo estoy —dijo ella de pronto.

—No estás ¿qué?

—Loca. Yo no pensé que estabas loco la primera vez que te vi y no me parece justo que tú lo pienses de mí.

—¿Pero cómo demonios…?

Mientras se conocieron Eleanor y Amory podían tratar de un tema y dejar de hablar de él manteniendo un pensamiento definido sobre ello en sus mentes para, diez minutos después, hablar en alta voz y descubrir que habían seguido los mismos canales que les habían conducido a una idea paralela, una idea que otros habrían reputado como completamente desconectada con la inicial.

—Dime —la interpeló Amory inclinándose hacia ella anhelantemente—, ¿cómo sabes lo de Ulalume? ¿Cómo sabes el color de mi pelo? ¿Qué estabas haciendo aquí? ¡Dímelo de una vez!

Súbitamente estalló el rayo con un resplandor desacostumbrado, y al fin vio a Eleanor y contempló sus ojos por primera vez. Oh, era maravillosa; una pálida piel, del color del mármol a la luz de las estrellas, unas cejas finas y unos ojos verdes que brillaban como esmeraldas de deslumbrante fulgor. Era una bruja, de unos diecinueve años —pensó—, alerta y soñadora, y con esa línea blanca sobre el labio superior, propia de la mentirosa, que era a la vez una delicia y una debilidad. Se tumbó sobre el muro de paja con un suspiro.

—Ya me has visto —dijo ella tranquilamente—, y supongo que vas a decir que mis ojos verdes te están quemando el cerebro.

—¿De qué color es tu cabello? —le preguntó él con interés—. ¿Es ondulado, no?

—Sí, es ondulado. Pero no sé de qué color es —respondió ella, divertida—. Me lo han preguntado tantos hombres… Es normal, supongo. Nadie se fija en mi cabello. Tengo los ojos bonitos, ¿no? No me importa lo que digas, tengo los ojos bonitos.

—Responde a mi pregunta, Madeline.

—No la recuerdo; y además mi nombre no es Madeline, es Eleanor.

—Debía haberlo supuesto. Te sienta bien Eleanor; tienes aire de Eleanor. Ya sabes lo que quiero decir.

Hubo un silencio mientras escuchaban la lluvia.

—Se me está metiendo por el cuello, amigo lunático —dijo ella finalmente.

—Responde a mis preguntas.

—Bien, mi nombre es Savage, Eleanor; vivo en una casa vieja y grande a una milla de aquí; con un pariente próximo que debe ser avisado, mi abuelo —Ramilly Savage—; altura, un metro sesenta y cinco; número del reloj, 3077 W; nariz aquilina y delicada; temperamento enigmático…

—Y a mí —interrumpió Amory— ¿dónde me viste?

—Oh, tú eres uno de «esos» hombres —dijo ella con arrogancia— que siempre tienen que meter su yo en la conversación. Pues bien, hijo mío, la semana pasada estaba detrás de un seto tomando el sol cuando se acercó un hombre diciendo de manera agradable y vanidosa:

Y ahora que la noche agoniza (dice él)

Y las estrellas apuntan a la mañana,

Al final del camino un líquido (dice él)

Y nebuloso brillo ha nacido.

Así que levanté los ojos por encima del seto, pero tú echaste a correr por alguna razón desconocida, y sólo pude ver la parte de atrás de tu hermosa cabeza. «Oh», me dije, «he ahí un hombre por el que muchas de nosotras podríamos suspirar», y continué en mi mejor irlandés…

—Muy bien —interrumpió Amory—. Volvamos de nuevo a ti.

—Así lo haré. Soy de esa clase de personas que se pasea por el mundo despertando emociones en los demás pero recibiendo a cambio muy pocas, excepto las que leo en los hombres en noches como ésta. Tengo el valor social necesario para salir a escena, pero me falta la energía; no tengo paciencia para escribir libros; y nunca me he encontrado un hombre con quien casarme. Con todo, sólo tengo dieciocho años.

La tormenta iba remitiendo suavemente, y solamente el viento mantenía su soplo espectral, haciendo vacilar el pajar. Amory estaba en trance. Sentía que todos los momentos eran preciosos. Nunca había encontrado una muchacha como aquella…, y nunca parecería la misma. No se sentía como un actor en escena, el sentimiento apropiado en una situación anormal, sino que le parecía volver a casa.

—He tomado una gran decisión —dijo Eleanor, tras otra pausa— y es por lo que estoy aquí, para responder a tu pregunta. Acabo de decidir que no creo en la inmortalidad.

—¿De verdad? ¡Qué banal!

—Terriblemente banal —respondió ella—, pero deprimente hasta la más negra depresión. He venido para mojarme como una gallina. Las gallinas mojadas tienen una gran claridad de juicio —concluyó ella.

—Sigue —dijo Amory amablemente.

—Bueno, como no me asusta la oscuridad, me puse el impermeable y las botas y me vine aquí. Ya ves, yo antes siempre tenía miedo de decir que no creía en Dios por temor de que me podía caer un rayo, y aquí estoy sin que me haya caído ninguno; pero lo importante es que no tenía más miedo que el año pasado cuando era de la Ciencia Cristiana. Ahora ya sé que soy una materialista; estaba fraternizando con la paja cuando saliste tú del bosque, muerto de miedo.

—Eh, tú, desgraciada —gritó Amory indignado—, ¿muerto de miedo de qué?

—De ti mismo —dijo ella, y él saltó. Ella palmeaba y reía—. Mira, mira: a la conciencia… ¡mátala como yo! Eleanor Savage, materialista, poquito a poco…

—Pero yo necesito un alma —objetó él—. No puedo ser racional y no quiero ser molecular.

Ella se inclinó hacia él, siempre con sus ojos como brasas, y le susurró con una especie de romántica conclusión:

—Lo pensaba, Juan, me lo temía… Eres un sentimental. No eres como yo. Yo soy una pequeña romántica materialista.

—No soy un sentimental… y soy tan romántico como tú. La cosa es que, como tú sabes, las personas sentimentales creen que las cosas durarán, mientras que los románticos tienen una desesperada confianza en que no duren. (Era una vieja distinción de Amory.)

—Epigramas. Me vuelvo a casa —dijo ella tristemente—. Vámonos de aquí, paseando hasta el cruce.

Lentamente bajaron del pajar. Ella no permitió que le ayudara; y, apartándolo, con un gracioso salto alcanzó el blando barro donde se sentó por un instante, riéndose de sí misma. Luego se acercó a él; y, metiendo la mano entre las suyas, marcharon de puntillas por los campos, saltando por entre los charcos. Una trascendental delicia parecía brillar en ellos, pues se había levantado la luna, y la tormenta se había marchado hacia el occidente de Maryland. Cuando el brazo de Eleanor le tocó, sus manos se helaron con mortal terror de perder el sombrío pincel con que su imaginación pintaba maravillas de ella; ella era una fiesta y una locura, y él deseaba que su destino se limitara a sentarse con ella para siempre sobre su pajar y ver pasar la vida a través de sus ojos verdes. Su paganismo se elevó aquella noche; y cuando ella desapareció en la carretera como un espectro gris, de los campos surgió una profunda canción que le acompañó hasta su casa. Toda la noche, las mariposas de verano revolotearon alrededor de la ventana de Amory; toda la noche, suaves sonidos se balancearon en místico éxtasis sobre el fondo de plata, mientras él permanecía despierto en la clara penumbra.

Septiembre

Amory eligió cuidadosamente una brizna de hierba y la mordisqueó científicamente.

—Nunca me enamoro en agosto o septiembre —anunció.

—Entonces, ¿cuándo?

—En Navidad o en Pascua. Estoy por la liturgia.

—¡Pascua! —ella arrugó la nariz—. ¡Uf! ¡Primavera en ciernes!

—La Pascua traerá la primavera, ¿no? La Pascua lleva trenzas y un traje de corte.

Ponte las sandalias, oh tú, la más ligera.

Sobre el veloz esplendor de tus pies…

Citó Eleanor dulcemente y añadió:

—Supongo que el Halloween le va mejor al otoño que el día de Acción de Gracias.

—Mucho mejor…, y la Nochebuena va muy bien al invierno, pero el verano…

—El verano no tiene un día —dijo ella—. No es posible tener un amor de verano. Lo ha intentado tanta gente que se ha convertido en un lugar común. El verano no es más que la promesa no cumplida en la primavera, un charlatán en lugar de las noches embalsamadas con que se sueña en abril. Es una estación triste en la que nada crece… No tiene un día.

—El 4 de julio —sugirió Amory con sarcasmo.

—¡Qué gracioso! —ella le fulminó con la mirada.

—Entonces, ¿con qué se puede cumplir la promesa de la primavera?

Ella meditó un momento.

—Oh, creo que con el cielo si existiera —dijo finalmente—, una especie de cielo pagano; deberías ser materialista —continuó irreverentemente.

—¿Por qué?

—Porque te pareces mucho a los retratos de Rupert Brooke.

En cierta medida Amory trataba de imitar a Rupert Brooke en su trato con Eleanor. Todo lo que decía, sus actitudes para la vida, hacia ella y hacia él mismo eran puros reflejos del estilo literario del fallecido inglés. A menudo ella se sentaba sobre la hierba; un viento perezoso jugaba con su corto pelo, y su voz fuerte recorría toda la escala desde Grantchester a Waikiki. Había algo muy apasionado en Eleanor cuando leía en voz alta. Ambos parecían más unidos, física y mentalmente, cuando leían que cuando ella estaba en sus brazos, lo que era muy a menudo, pues casi desde el primer momento se enamoraron. Pero ¿era Amory capaz de amar? Podía como siempre recorrer todas las emociones en media hora; pero incluso cuando se entretenían con sus ilusiones, él sabía que no era capaz de sentir lo que había sentido antes; y supongo que por esa razón se volvieron hacia Brooke y Swinburne y Shelley. Su suerte estaba en poder hacer de todo algo acabado, fino, rico e imaginativo; la imaginación de él y la de ella estaban entrelazadas por delicados tentáculos de oro que reemplazaron a aquel grande y profundo amor que nunca estuvo tan cerca, que nunca como entonces fue tal sueño.

Leían un poema una y otra vez: «Triunfo del tiempo», de Swinburne, cuatro versos del cual seguían después colgando en su memoria en las noches cálidas, mientras contemplaban las mariposas de luz alrededor de los troncos crepusculares y escuchaban el apagado croar de muchas ranas. Entonces Eleanor parecía surgir de la noche para acercarse a él y escuchar su voz ronca, con el tono de un tambor enguatado, que repetía:

¿Merece una lágrima, merece una hora

Pensar en las cosas idas:

Cascaras sin fruto y flores fugitivas.

El sueño perdido y el hecho frustrado?

Fueron presentados oficialmente dos días después, y su tía le contó la historia de ella. Los Ramilly eran dos: el viejo Mr. Ramilly y su nieta, Eleanor. Ella se había criado en Francia con una madre inquieta, que para Amory se parecía mucho a la suya, a cuya muerte había vuelto a América, para vivir en Maryland. Al principio había ido a Baltimore a vivir con un tío soltero, donde se empeñó en ser puesta de largo a los diecisiete años. Pasó un invierno loco y, tras enfadarse con todos sus parientes de Baltimore, que protestaron escandalizados, llegó al campo en marzo. Había surgido una gente frenética que bebía cócteles en coches abiertos y se sentía condescendiente y protectora para con la gente mayor; y Eleanor, con un esprit que recordaba el bulevar, conducía a muchos inocentes, que todavía atufaban a St. Timothy y Farmington, por los caminos del vacío bohemio. Cuando la historia llegó a oídos de su tío, un olvidadizo caballero de una época más hipócrita, se produjo una escena de la que salió Eleanor sometida; pero, rebelde e indignada, fue a buscar refugio junto a su abuelo que rondaba por el campo, al borde de la senilidad. Tal fue por el momento toda la historia; el resto se lo contó ella misma, más tarde.

Se bañaban a menudo en el río; y, al flotar perezosamente en el agua, Amory cerraba su mente a todos los pensamientos excepto a los de una tierra de pompas de jabón, bañada por el sol a través de unos árboles inflados de viento. ¿Quién podía pensar o preocuparse o hacer cualquier cosa excepto zambullirse, nadar y bucear en el borde del tiempo mientras se consumían los meses de las flores? Dejar pasar los días mientras tristeza, memoria y dolor seguían existiendo fuera; y antes de volver a encontrarse con ellos deseaba, una vez más, dejarse llevar y ser joven.

Había días en que Amory sentía que la vida había experimentado un continuo progreso a lo largo de un camino que se extendía ante su vista, con un paisaje que cambiaba y se mezclaba, por una serie de rápidas y desconectadas escenas: dos años de sudor y sangre, aquel repentino y absurdo instinto paternal que había despertado Rosalind, la cualidad mitad sensual mitad neurótica de aquel otoño con Eleanor. Comprendía que iba a necesitar todo el tiempo, mucho más del que podía disponer, para pegar aquellas extrañas y enojosas imágenes en el álbum de su vida. Todo parecía un banquete a donde se le invitaba durante media hora de su juventud para disfrutar de los platos más brillantes y epicúreos.

Tímidamente se prometía un momento para reunir todas aquellas piezas juntas. Durante meses le parecía haber alternado entre ser conducido por una corriente de amor y fascinación o haber sido abandonado por la marea; y en las épocas de marea en vez de pensar prefería que le envolviese la ola para arrojarle de nuevo.

—Éste otoño desesperado que agoniza y nuestro amor ¡qué bien armonizan! —exclamó un día Eleanor tristemente, tendidos junto al agua.

—El verano judío de nuestros corazones… —se interrumpió.

—Dime —dijo ella finalmente—, cómo era, ¿rubia o morena?

—Rubia…

—¿Era más guapa que yo?

—No lo sé —dijo Amory lacónicamente.

Una noche paseaban mientras se levantaba la luna, derramando gloria sobre el jardín convertido en el país de las hadas donde Amory y Eleanor, oscuras formas fantasmales, expresaban la eterna belleza de los amores de los duendes. Abandonaron la claridad de la luna por la enrejada oscuridad de una pagoda de enredaderas, poblada de aromas tan quejumbrosos que casi parecían musicales.

—Enciende un fósforo —susurró ella—, quiero verte.

¡Chasquido! ¡Resplandor!

La noche y los rugosos troncos parecían el escenario de una comedia; y estar allí con Eleanor, sombría e irreal, le recordaba algo familiar. Amory pensaba que era tan sólo el pasado, más extraño e increíble cada día. La cerilla se apagó.

—Está tan negro como un pozo.

—Ahora no somos más que voces —murmuró Eleanor—, pequeñas voces solitarias. Enciende otro.

—Era el último.

De repente la cogió en sus brazos.

—Eres mía, ya sabes que eres mía —gritó salvajemente… La luna se filtró a través de las enredaderas, y se pusieron a escuchar… Las mariposas volaban alrededor de sus murmullos como para contemplar la gloria que irradiaban sus ojos.

El final del verano

—No hay viento que mueva la hierba; no hay viento que se mueva… El agua… en los estanques ocultos, como el cristal, frente a la luna llena, que clava su oro en su masa de hielo —cantaba Eleanor a los árboles, esqueletos de la noche—. ¿No parece esto espectral? Si eres capaz de llevar el caballo vamos a cruzar el bosque para buscar los estanques ocultos.

—Ya es más de la una, y te vas a buscar un disgusto —objetó él, dándole suavemente con la fusta—. Puedes dejar ese podenco en nuestro establo, que yo te lo enviaré mañana.

—Pero mi tío me tiene que llevar mañana a las siete de la mañana a la estación con ese podenco.

—No seas aguafiestas…, recuerda que tienes tal tendencia a vacilar que te impide ser el faro de mi vida.

Amory llevó el caballo junto a ella e inclinándose la tomó de la mano.

—Dime que lo soy, de prisa, o te saco de ahí y te llevo a la grupa.

Ella le miró, sonrió y sacudió la cabeza con excitación.

—¡Hazlo! No, no lo hagas. ¿Por qué todas las cosas excitantes son tan incómodas: luchar, explorar o esquiar en Canadá? A propósito, tenemos que llegar a Harper’s Hill. De acuerdo con el programa, llegaremos a eso de las cinco.

—Bruja del demonio —gruñó Amory—. Me vas a obligar a estar toda la noche de pie y dormir mañana en el tren como un emigrante, hasta Nueva York.

—¡Chist! Alguien viene por el camino, ¡vamos! ¡Uuhjuuh! —Y con un grito que probablemente hizo estremecer al retrasado caminante, dirigió el caballo hacia los bosques, y Amory la siguió lentamente, como la había seguido todos los días durante tres semanas.

El verano había terminado mientras él había consumido sus días observando a Eleanor, un Manfred gracioso y fácil, construyendo castillos en el aire mientras ella se divertía con los artificios de su temperamental juventud y ambos escribían poesía en la mesa del comedor.

Cuando vanidad besó a vanidad, hace de eso un centenar de dichosos junios, él se quedó sin aliento y —toda la gente lo sabe— aparejó sus ojos con la vida y con la muerte:

—¡Guardaré mi amor a través del tiempo! —dijo él…; pero la belleza se desvaneció con su susurro y, en compañía de sus amantes, apareció muerta…

—Antes su ingenio que sus ojos, antes su arte que su pelo.

«El que sepa los trucos de la rima debe ser cauto y pensar antes de acabar el soneto». Y así todas mis palabras —tan ciertas sin embargo— pueden cantarte durante un millar de junios sin que nadie llegue a saber que fuiste la belleza de una tarde.

Así escribió Amory una noche, al considerar qué fríamente se acuerda uno de la dama negra de los sonetos y qué poco se la recuerda de la forma que el gran hombre pretendía que se la recordara. Ya que lo que Shakespeare había pretendido, para ser capaz de escribir con tan divina desesperación, era que la dama sobreviviera…, y ahora no existe verdadero interés por ella… La ironía estriba en que si se hubiera cuidado más del poema que de la dama habría resultado un poema banal, retórica imitativa que nadie leería al cabo de veinte años…

Era la última noche que Amory veía a Eleanor. El se iba de mañana, y habían acordado dar una larga cabalgata de adiós, al fresco claro de luna. Ella dijo que quería hablar, quizá la última vez en su vida que podía ser racional (ella quería decir: tener una pose cómodamente). Y se fueron hacia los bosques y cabalgaron durante media hora sin pronunciar una palabra a excepción de aquel «¡Maldita!» con que se dirigió a una inoportuna rama, de una forma imposible para cualquier otra mujer…, hasta que alcanzaron Harper’s Hill con sus fatigados caballos.

—Dios mío, ¡qué tranquilo está esto! —susurró ella—. Mucho más solitario que los bosques.

—Detesto los bosques —dijo Amory, con un estremecimiento—, cualquier clase de follaje o maleza por la noche. Aquí es tan abierto que el espíritu está a gusto.

—La larga pendiente de la larga colina.

—Y la fría luna vertiendo su resplandor.

—Y tú y yo, lo último y más importante.

Era una noche tranquila. El camino que siguieron hasta el borde de la loma era poco frecuentado. Alguna cabaña de un negro, plateada a la luz de la luna, rompía el horizonte de la tierra desnuda; quedaba atrás el oscuro linde del bosque, como una capa de chocolate sobre el blanco bizcocho, y delante, aquel agudo y elevado horizonte. Hacía mucho frío, tanto frío que les hizo olvidar las cálidas noches pasadas.

—El final del verano —dijo Eleanor dulcemente—. Escucha el ruido de los cascos: pum-pum, pum-pum. Cuando tienes fiebre, ¿no sientes que todos los ruidos se reducen al pum-pum, hasta llegar a creer que la eternidad también se reduce a muchos pum-pum? Yo lo siento así, como los viejos caballos que hacen pum-pum… Creo que es la única cosa que nos separa de los caballos y los relojes. Los seres humanos no pueden reducirse al pum-pum sin volverse locos.

Refrescó la brisa, y Eleanor, al tiempo que se estremecía, se envolvió en su capa.

—¿Tienes frío? —preguntó Amory.

—No, estoy pensando en mí misma, mi negro yo interior, el único real, con esa fundamental honradez que me informa de mis muchos pecados y me impide ser completamente malvada.

Cabalgaban al borde del acantilado y Amory se detuvo a mirar. En el punto donde terminaba la cascada, treinta metros más abajo, una oscura corriente dibujaba una línea sutil rota por los destellos del agua veloz.

—¡Qué mundo podrido, qué mundo podrido! —exclamó de pronto Eleanor—, y lo peor de todo soy yo. ¿Por qué seré mujer? ¿Por qué no seré un estúpido…? Fíjate en ti; tú eres más estúpido que yo, no mucho más, pero sí algo más, y tú puedes divertirte y aburrirte y volverte a divertir; y entretenerte con las mujeres sin caer en la red de los sentimientos, y hacer cualquier cosa que esté justificada; y en cambio yo, con una cabeza suficiente para hacer cualquier cosa, amarrada al barco de un matrimonio futuro que ha de naufragar. Si naciera dentro de cien años, bueno fuera; pero ahora, ¿qué me está reservado? Me tengo que casar, se da por sabido. ¿Con quién? Soy demasiado inteligente para la mayoría de los hombres, y, sin embargo, tengo que descender a su nivel y dejarles cuidar mi intelecto para atraer su atención. Cada año que tarde en casarme pierdo una oportunidad de conseguir un hombre de primera categoría. Como mucho puedo elegir en una o dos ciudades y, naturalmente, me casaré con un smoking. Escucha —se acercó a él—, me gustan los hombres inteligentes y de buen aire, y nadie se preocupa de la personalidad más que yo. Sólo una persona de cada cincuenta sospecha lo que es el sexo. Estoy harta de Freud y todo eso; pero es una porquería que todo «verdadero» amor en el mundo sea noventa y nueve por ciento de pasión y una leve sospecha de celos —terminó tan abruptamente como había empezado.

—Naturalmente, tienes razón —accedió Amory—. Es una fuerza bastante desagradable pero poderosísima que es parte de todo el mecanismo. Es como un actor que te permite ver sus trucos. Espera un momento que piense…

Se detuvo en busca de una metáfora. Habían dejado el acantilado y cabalgaban por la carretera, a unos quince metros a su izquierda.

—Todo el mundo tiene una capa con la que taparse. Los intelectos mediocres, la segunda clase de Platón, utilizan los residuos de la caballerosidad romántica mezclados con sentimientos Victorianos…, y nosotros que nos consideramos intelectuales, nos cubrimos con ellos pretendiendo que es otro aspecto de nuestro ser que nada tiene que ver con nuestros brillantes cerebros; y pretendemos además que el hecho de reconocerlo así nos absuelve de ser su presa. Pero la verdad es que el sexo está en el centro de nuestras más puras abstracciones, tan cerca que empaña la visión… Ahora te puedo besar y te… —sobre su silla se inclinó hacia ella, pero ella se apartó.

—No puedo, no puedo besarte en este momento. Soy demasiado sensible.

—Eres demasiado estúpida —declaró él con impaciencia—. La inteligencia no es más protección para el sexo que las convenciones…

—Cuál de ellas —exclamó Eleanor—. ¿La Iglesia Católica o las máximas de Confucio?

Amory la miró muy sorprendido por aquella salida.

—Ésta es tu panacea, ¿no? —gritó ella—. Oh, tú también eres un viejo hipócrita. Miles de clérigos ceñudos que celan sobre los degenerados italianos o los analfabetos irlandeses, arrepentidos con sus sermones sobre el sexto y noveno mandamientos. No son más que capas, colorete espiritual y sentimental, panaceas. Te diré que no hay Dios, ni siquiera una abstracta y definida bondad; así que todo lo tiene que hacer el individuo y para el individuo que lleva en su blanca frente como la mía, y tú eres demasiado pedante para admitirlo —soltó las riendas y levantó los puños hacia las estrellas—. Si hay un Dios, que me hiera, ¡qué me mate!

—Estás hablando de Dios a la manera de los ateos —dijo Amory mordazmente. Su materialismo, una capa muy delgada, había quedado hecho pedazos por la blasfemia de Eleanor. Ella lo sabía, y a él le molestaba que lo supiera—. Y como la mayoría de los intelectuales que no encuentran la fe conveniente —continuó él fríamente—, cómo Napoleón y Oscar Wilde y los demás de tu especie, clamarás por un sacerdote en tu lecho de muerte.

Eleanor detuvo en seco su caballo, y él se paró a su lado.

—¿Qué haré yo eso? —preguntó ella con una extraña voz que le asustó—. ¿Qué haré yo eso? ¡Mira! ¡Voy a saltar sobre el acantilado! —y antes de que pudiera impedirlo se había vuelto galopando a rienda suelta hacia el borde de la meseta.

Corrió tras ella, su cuerpo como el hielo, los nervios de punta. No había posibilidad de detenerla. La luna se había ocultado tras una nube y su caballo marchaba ciegamente. Entonces a unos tres metros del acantilado ella lanzó un grito y cayó de lado del caballo, dando vueltas hasta que se detuvo en unos matorrales en el mismo borde. El caballo se abalanzó al vacío con un agudo relincho. Al instante, Amory estaba junto a Eleanor cuyos ojos seguían abiertos.

—¡Eleanor! —gritó.

Ella no respondió, pero se movieron sus labios, y sus ojos se llenaron con repentinas lágrimas.

—Eleanor, ¿estás herida?

—No, no lo creo —dijo con voz apagada y empezó a llorar—. ¿Murió el caballo?

—¡Dios mío, sí!

—¡Ay! —empezó a gemir y a gritar—. Vi el precipicio abierto a mis pies. Pensé que iba a caer en él. No sabía…

La ayudó a incorporarse y la alzó sobre su caballo. Emprendieron la vuelta a casa, Amory andando y ella inclinada sobre la silla, llorando amargamente.

—Creo que tengo una vena de locura —musitó ella—; es la tercera vez que hago cosas como ésta. Cuando mi madre tenía once años se volvió…, se volvió loca…, completamente loca. Vivíamos en Viena…

Todo el camino de vuelta estuvo hablando entrecortadamente de sí misma, y el amor de Amory se desvaneció lentamente al mismo tiempo que la luna. En la puerta de su casa fueron a darse el habitual beso de buenas noches; pero ni ella podía correr a sus brazos ni éstos se abrieron para recibirla, como la semana anterior. Durante un minuto permanecieron quietos, odiándose mutuamente con amarga tristeza. Como Amory sólo se había amado a sí mismo en Eleanor, lo único que ahora odiaba era un espejo. Sus gestos se desvanecieron en el pálido amanecer como vidrios rotos. Las estrellas habían desaparecido hacía un rato, y en el silencio sólo quedaban breves ráfagas suspirantes de viento…, pues las almas desnudas serán siempre cosas miserables. El se volvió pronto a su casa, con las nuevas luces que traía el sol.

Un poema que Eleanor envió a Amory varios años después

Aquí terrenal, sobre el murmullo del agua,

Repitiendo su música y soportando su luz,

Concebido el día como la hija risueña y radiante…

Aquí podemos susurrar, despreocupados de la noche.

Paseando solos…, ¿era con el esplendor con quien íbamos

Al fondo del tiempo, cuando el verano suelta su cabellera?

Sombras que amamos, restos que cubrían el suelo

Con místicos tapices, pálidos en el aire exhausto.

Fue aquel día… y la noche fue otra historia,

Pálida como un sueño, dibujada de árboles en sombra,

Los espectros del cielo que anhelaban su gloria,

Nos hablaban de paz en la brisa triste.

Nos hablaban de una fe muerta que el día había roto,

La deuda que debíamos pagar al judío usurero.

Aquí, el sueño más profundo, junto al agua que no trae

Nada del pasado que necesitemos recordar.

Si la luz no es más que sol y la corriente no canta.

Seguimos juntos, a lo que parece… Así te amé…

¿Qué guardaba aquella noche, concluido el verano,

Al devolvernos a casa en la vacilante llanura?

¿Qué escudriñaba a oscuras en el trébol fantasmal?

¡Dios!…, hasta que se agitó tu sueño…, y tuvimos miedo…

Bien…, todo ha pasado… a la crónica del temor.

Un raro metal del meteoro que se perdió en el cielo;

Terrenal, el incansable cansado y extendido junto al agua.

Cerca de la incompresible inconstante que soy…

El temor es un eco de la hija de la seguridad;

Ya no somos más que caras y voces… y pronto, ni eso,

susurrando amores al murmullo del agua…

Juventud, la moneda que compró delicias a la luna.

Un poema que Amory envió a Eleanor y que tituló «Tormenta de verano»

Vientos suaves, una canción apagada, hojas que caen,

Vientos suaves; y más lejos, una risa apagada…

La lluvia, y sobre el campo una voz que llama…

Una nube gris corre y se levanta,

Se desliza sobre el sol, se agita y flota

Con sus hermanas. La sombra de una paloma

Cae sobre el corral. El árbol se llena de alas.

Y en el valle, entre árboles llorones,

Vuela la negra tormenta trayendo

Con su aire nuevo el aliento de mares hundidos

Y el esbelto y tenue rayo…

Pero yo espero…

Espero las brumas y las lluvias negras,

Un viento fuerte que descorrerá el velo del destino,

Un viento suave que peinará tu pelo;

Y de nuevo

Me desgarran; me enseñan y derraman su aire.

Sobre mí, vientos conocidos y una tormenta.

Fue un verano en que la lluvia era rara.

Una estación de vientos cálidos…

ahora me adelantas en la niebla… tu pelo

Empapado de lluvia, labios húmedos curvados

Con feroz ironía, alegre desesperación

Que te hizo envejecer antes de conocernos;

Fantasmal vagabas por la lluvia.

Entre los campos, entre las flores sin tallo.

Con tus viejos anhelos, hojas y amores muertos,

Oscura como un sueño, pálida por todas las horas.

(Murmullos que se arrastran en la creciente oscuridad…

El tumulto que muere entre los árboles.)

Y la noche

Arranca de su húmedo pecho la blusa manchada

Del día, se tiende en las colinas que sueñan lágrimas,

Para cubrir con su pelo el verde amedrentado…

Amor en la penumbra…, después en el resplandor;

Los árboles, tranquilos hasta sus copas…, serenos…

Vientos suaves, y más lejos una risa apagada…