2. Experimentos en la convalecencia

El bar Knickerbocker, presidido por la figura jovial y pintoresca del «Oíd King Colé» de Maxfield Parrish, estaba lleno. Amory se detuvo a la entrada y consultó su reloj; necesitaba saber la hora, porque algo en su mente, encargado de catalogar y clasificar las cosas, gustaba de recortarlas con toda claridad. Más adelante había de sentirse satisfecho, de una manera vaga, por ser capaz de pensar que «aquello terminó exactamente a las ocho y veinte del jueves, 10 de junio de 1919». En eso pensaba al venir de su casa —un paseo del cual no había de guardar el más nimio recuerdo.

Su estado era bastante lamentable: dos días de preocupaciones y nerviosismo, de noches insomnes, sin probar un plato, que culminaron en la crisis emocional y la brusca decisión de Rosalind; un esfuerzo que había arrastrado a los fundamentos de su mente hacia un lastimoso estado de coma. Mientras picaba torpemente las aceitunas del mostrador, un hombre se acercó a hablarle, y las aceitunas cayeron de sus manos nerviosas.

—Bueno, Amory…

Era alguien a quien había conocido en Princeton; no tenía la menor idea de su nombre.

—¡Hola, viejo! —se oyó decir a sí mismo.

—Mi nombre es Jim Wilson; te has olvidado.

—Claro que no; te recuerdo muy bien.

—¿Vienes a la reunión de ex alumnos?

—¡Ya sabes! —entonces se dio cuenta de que no venía a la reunión.

—¿Estuviste fuera?

Amory asintió con ojos desvaídos. Al retirarse hacia atrás para dejar pasar a uno, echó al suelo el plato de aceitunas.

—Muy mal —murmuró—. ¿Quieres beber algo?

Wilson con mucha diplomacia se acercó a él y le dio una palmada en la espalda.

—Tú ya tienes bastante.

Amory le miró sin decir nada, y Wilson quedó turbado por su escrutinio.

—¿Bastante? ¡Demonio! —dijo finalmente Amory—. No he tomado un trago en todo el día.

Wilson le miró incrédulo.

—¿Quieres beber algo o no? —preguntó con rudeza.

Se acercaron juntos a la barra.

—Un Rye.

—Para mí un Bronx.

Wilson se tomó otro, y Amory varios más. Decidieron sentarse. A las diez Wilson fue desplazado por Carling, uno del año 15. Amory, su cabeza dándole vueltas alegremente —capas de dúctil satisfacción sobre las partes heridas de su espíritu—, discurseaba volublemente sobre la guerra.

—Un desperdicio mental —insistía con sabiduría de lechuza—. Dos años de mi vida perdidos, vacío intelectual. Idealismo perdido, hay que convertirse en animal físico —sacudió la cabeza hacia «Old King Cole»—, hay que hacerse prusiano para todo, especialmente con las mujeres. Antes era galante con ellas, ahora ni tanto así —expresaba su falta de principios barriendo el suelo con la botella de seltz, sin interrumpir su discurso—. Buscar el placer donde se encuentre para morir mañana, esa es mi filosofía en el día de hoy.

Carling bostezaba, pero Amory, derramando brillantez, continuaba.

—Antes me asombraban muchas cosas…, gente que cumplía sus compromisos, una actitud hacia la vida cincuenta por ciento. Ahora no me extraña nada, no me extraña nada… —y de tal manera trató de impresionar a Carling por el hecho de que ya no se asombraba de nada que perdió el hilo de su discurso para terminar anunciando a toda la barra que él sólo era un «animal físico».

—¿Qué estás celebrando, Amory?

Amory se inclinó hacia él con gesto confidencial.

—Celebrando reventar mi vida. El mejor momento de acabar mi vida. No te puedo decir…

Oyó a Carling que decía al barman:

—Déle un alka-seltzer.

Amory sacudió la cabeza indignado.

—Nada de porquerías.

—Pero escucha, Amory, te estás poniendo enfermo. Estás pálido como un fantasma.

Amory consideró la cuestión. Trató de verse en el espejo; pero incluso cerrando un ojo no podía ver más allá de la fila de botellas tras el mostrador.

—Me gustaría algo sólido. Vamos a tomar Una… ensalada.

Se puso el abrigo en un intento de desenvoltura; pero abandonar la barra era demasiado para él, y se dejó caer en una silla.

—Iremos al Shanley —sugirió Carling, ofreciéndole el brazo.

Con esa ayuda Amory se las arregló para arrastrar sus piernas a lo largo de la calle Cuarenta y Dos.

El Shanley estaba muy oscuro. Amory tenía conciencia de que hablaba en alta voz, de manera sucinta y conveniente —pensaba él—, acerca de un deseo de aplastar a la gente bajo sus pies. Devoró tres sandwiches como si fueran pastillas de chocolate. Luego Rosalind volvió a asomar a su mente, y él se encontró con que sus labios pronunciaban su nombre una y otra vez. Tenía mucho sueño y la sensación indiferente y vaga de mucha gente, en smoking, probablemente camareros, alrededor de su mesa…

Estaba en una habitación, y Carling decía algo acerca de un nudo en el cordón de su zapato.

—No importa —se las arregló para articular adormilado—, duermo con ellos…

Alcoholizado todavía

Se despertó riendo, y sus ojos vagaron perezosamente a su alrededor, evidentemente una habitación con baño, de un gran hotel. La cabeza le zumbaba, y una imagen tras otra se formaba, emborronaba y desvanecía ante sus ojos; pero aparte del deseo de reír no tenía una reacción completamente consciente. Alcanzó el teléfono junto a la cabecera de su cama.

—Dígame, ¿qué hotel es éste…? ¿El Knickerbocker? Muy bien, haga el favor de enviarme dos whiskies con hielo…

Se quedó tendido un momento pensando si traerían una botella o solamente dos vasos. Con mucho esfuerzo se levantó de la cama y fue al cuarto de baño.

Cuando salió, frotándose perezosamente con una toalla, al encontrarse con el camarero con las bebidas le entró un súbito deseo de tomarle el pelo. Tras una reflexión consideró que sería indigno y le despidió con un gesto.

En cuanto el nuevo alcohol cayó en su estómago y empezó a calentarle, las imágenes aisladas comenzaron lentamente a formar la película del día anterior. De nuevo vio a Rosalind llorando encogida entre los almohadones, de nuevo sintió sus lágrimas en su mejilla. Sus palabras empezaron a sonar en sus oídos: «No me olvides…, Amory…, no me olvides…»

—¡Demonio! —exclamó en voz alta y, atragantado, cayó en la cama con espasmódicas sacudidas de dolor. Al cabo de un minuto abrió los ojos para mirar al techo.

—¡Qué estúpido! —dijo con disgusto, y con un enorme suspiro se levantó y se acercó a la botella. Después de otro vaso dio rienda suelta al lujo de las lágrimas. A propósito trajo a la memoria pequeños incidentes de la pasada primavera, parafraseando ciertas emociones que habían de producirle un dolor más fuerte.

—Eramos tan felices —entonó dramáticamente—, tan felices. —De nuevo se dejó llevar y se arrodilló junto a la cama, su cabeza medio hundida en la almohada.

—Mi niña… mi niña…

Apretó los dientes, y las lágrimas se vertieron de sus ojos.

—Mi niña…, todo lo que yo tenía…, todo lo que yo quería… ¡Vuelve, vuelve…! Te necesito…, te necesito… Somos tan desgraciados… Sólo nos hemos hecho daño… Alejada para siempre…, ya no podré verla… ni ser su amigo… Tiene que ser así…, tiene que ser así.

Y de nuevo:

—Eramos tan felices, tan felices…

Se levantó y se arrojó en la cama en un éxtasis de sentimientos, y así permaneció exhausto mientras comprendía lentamente lo borracho que había llegado la noche anterior; su cabeza volvía a dar vueltas. Rio y se levantó para dirigirse al Leteo…

Al mediodía se fue al bar de Biltmore y de nuevo empezó el desorden. Después había de tener el vago recuerdo de haber discutido sobre poesía francesa con un oficial británico que le fue presentado como «el capitán Corn, de la Infantería de Su Majestad», y de haber intentado recitar Clair de lune durante el almuerzo; se durmió en una silla grande y cómoda hasta eso de las cinco, cuando el gentío le despertó de nuevo; a lo que siguió una preparación alcohólica de diferentes componentes para la prueba de la cena. En el Tyson compraron entradas para el teatro, una comedia con cuatro entreactos, con dos voces monótonas, escenas turbias y sombrías, con efectos de luz difíciles de seguir para sus ojos extraviados. Pensó después que debía ser The Jest

Después el Cocoanut Grove, donde Amory durmió en una pequeña terraza. En el Shanley, Yonkers, se volvió bastante cuerdo y, mediante un riguroso control del número de whiskies que bebió, estuvo lúcido y locuaz. El grupo consistía en cinco hombres, a dos de los cuales conocía ligeramente; se puso muy digno a la hora de pagar su parte y, para alborozo de las mesas que le rodeaban, trataba a grandes voces de arreglarlo todo…

Alguien dijo que una famosa estrella de cabaret estaba en una mesa próxima; Amory se levantó y, con gran cortesía, se presentó él mismo…, lo que le produjo contratiempos, primero con el acompañante y luego con el maître; toda vez que la actitud de Amory era de extremada cortesía…, consintió, tras enfrentarse con una lógica irrefutable, en ser conducido de nuevo a su mesa.

—He decidido suicidarme —anunció de repente.

—¿Cuándo? ¿El año que viene?

—No. Mañana por la mañana. Tomaré una habitación en el Commodore, me meteré en un baño caliente y me abriré las venas.

—¡Se ha vuelto loco!

—¡Tú necesitas otro whisky, chico!

—Mañana hablaremos de eso.

Pero Amory no se dejaba disuadir, al menos con argumentos.

—¿Nunca te entraron ganas de hacerlo? —preguntó confidencialmente, pero en tono fuerte.

—¡Claro que sí!

—¿A menudo?

—Mi estado crónico.

Eso provocó una discusión. Un hombre dijo que a veces se sentía tan deprimido que lo había llegado a pensar seriamente. Otro estaba de acuerdo en que la vida no tenía objeto. El capitán Corn, que se había unido al grupo, sostuvo que se sentía eso siempre que la salud de uno andaba mal. Amory sugirió que debían pedir otro Bronx, para mezclarlo con hielo y beberlo. Para alivio suyo nadie aplaudió su idea; así que, habiendo terminado su whisky, apoyó su barbilla en la mano y el codo en la mesa —la más delicada y apenas perceptible posición de dormir, según él— y cayó en un profundo sopor.

Fue despertado por una mujer que se colgaba a él, una mujer bonita, de pelo oscuro y desordenado y profundos ojos azules.

—¡Llévame a casa! —dijo.

—¡Hola! —dijo Amory, parpadeando.

—Me gustas —anunció ella tiernamente.

—Tú también.

Se dio cuenta de que detrás había un hombre escandalizando y que uno de su grupo discutía con él.

—Chico, estaba con ese idiota —le confío la mujer de los ojos azules—. Le tengo asco. Quiero ir a casa contigo.

—¿Has bebido? —inquirió Amory con gran sabiduría.

Ella asintió avergonzada.

—Vete con él —le aconsejó gravemente—. El te ha traído.

En ese momento el hombre escandaloso se liberó de los que le retenían y se aproximó a ellos.

—¡Oiga! —dijo fieramente—. Yo traje a esta mujer aquí, y usted se está entrometiendo.

Amory le miró fríamente mientras la muchacha se le arrimaba.

—¡Deje usted a esa chica! —gritó el hombre escandaloso.

Amory trató de poner ojos amenazadores.

—¡Vayase al infierno! —le dijo finalmente y volvió su atención hacia la muchacha.

—Flechazo —sugirió él.

—Te quiero —susurró ella, arrimada a él. Tenía bonitos ojos.

Se acercó uno para hablar al oído de Amory.

—Ésta es Margaret Diamond. Ha bebido mucho, y ese hombre la trajo aquí. Es mejor dejarles juntos.

—¡Qué se ocupe de ella, entonces! —gritó Amory furiosamente—. ¿Acaso soy yo del Ejército de Salvación?

—¡Suéltala!

—¡Es ella la que me tiene cogido! ¡Déjala!

Alrededor de su mesa se agolparon los curiosos. Hubo un instante en que estuvo a punto de estallar la bronca, hasta que un delicado camarero fue soltando los dedos de Margaret Diamond del brazo de Amory; ella le dio al camarero una bofetada en la cara y corrió a refugiarse en los brazos de su, acompañante original.

—¡Oh, Señor! —gritó Amory.

—¡Vamonos!

—Vamos, que hay pocos taxis.

—La cuenta, camarero.

—Vamos, Amory. Tu romance ha terminado.

Amory rio.

—No sabes qué verdad has dicho. No tienes ni idea. Eso es lo malo.

Amory y el problema laboral

Dos días después llamaba decididamente a la puerta del director de la agencia de publicidad Bascome and Barlow.

—¡Adelante!

Amory entró vacilante.

—Buenos días, Mr. Barlow.

Mr. Barlow se colocó las gafas para la inspección y entreabrió la boca como para escuchar mejor.

—Bien, Mr. Blaine. No le hemos visto en varios días.

—No —dijo Amory—. Me marcho.

—Bueno, bueno, si…

—No me gusta esto.

—Lo siento. Creía que nuestras relaciones eran totalmente… agradables. Usted parecía buen trabajador, tal vez un poco inclinado a escribir fantasías…

—Estoy cansado de esto —interrumpió Amory con rudeza—. No me importa un comino si la harina de Harebell es mejor que cualquier otra. No la he comido nunca. Así que me he cansado de decírselo a la gente… Ya sé que he estado bebiendo…

La cara de Mr. Barlow se endureció con varios lingotes en su expresión.

—Usted quería una posición…

Amory le hizo un gesto de silencio.

—Y yo creo que estaba muy mal pagado. Treinta y cinco dólares a la semana, menos que un buen carpintero.

—Está usted empezando. No había trabajado antes —dijo Mr. Barlow fríamente…

—Pero costó algo así como diez mil dólares educarme para que pudiera escribir esas tonterías. Y en cuanto a la antigüedad, tiene usted aquí mecanógrafas que cobran quince dólares a la semana desde hace cinco años.

—Yo no tengo por qué discutir esos asuntos con usted —dijo Mr. Barlow levantándose.

—Ni yo tampoco. Solamente quería decirle que me marcho.

Se quedaron un momento mirándose impasibles hasta que Amory se volvió y abandonó la oficina.

Un breve descanso

Cuatro días después regresó por fin a su apartamento. Tom estaba metido en la reseña de un libro para The New Democracy, donde había encontrado trabajo. Durante un momento se miraron los dos en silencio.

—¿Y bien?

—¿Y bien?

—Por Dios, Amory, ¿dónde te han puesto el ojo morado? ¿Y la mandíbula?

Amory rio.

—No es nada.

Se quitó la chaqueta y le enseñó los hombros.

—Mira.

Tom emitió un tenue silbido.

—¿Quién te ha pegado?

Amory rio de nuevo.

—Oh, mucha gente. Me sacudieron bien. De verdad. —Lentamente se volvió a poner la camisa. Tenía que llegar tarde o temprano, y no quería perderlo por nada del mundo.

—Pero ¿quién fue?

—Bueno, unos cuantos camareros y una pareja de marineros y unos pocos peatones, supongo. Es la cosa más extraña. Deberías dejarte pegar para conocer esa experiencia. Te caes enseguida, pero todo el mundo te pega antes de que toques el suelo; y después, a patadas.

Tom encendió un cigarrillo.

—Te he estado buscando todo el día por la ciudad, Amory. Pero siempre me tomas la delantera. Creí que estarías en alguna fiesta.

Amory se dejó caer en una silla y pidió un cigarrillo.

—Estás despejado ahora, ¿no? —preguntó Tom con sarcasmo.

—Completamente despejado. ¿Por qué?

—Bueno, Alec nos ha dejado. Su familia insistía en que volviéramos a su casa a vivir, así que…

Una punzada de dolor sacudió a Amory.

—¡Qué lástima!

—Sí, una lástima. Tenemos que traer a alguien si queremos seguir aquí. Ha subido el alquiler.

—Claro. Hay que traer a alguien. Lo dejo en tus manos, Tom.

Amory se fue a su dormitorio. Lo primero que vio fue una fotografía de Rosalind, que había querido enmarcar, encajada en el espejo de la cómoda. La miró sin emoción. En comparación con aquellas imágenes mentales tan vivas, que era todo lo que le quedaba, aquel retrato parecía irreal. Volvió a la sala.

—¿Tienes una caja de cartón?

—No —respondió Tom, extrañado—, ¿por qué había de tenerla? Sí, creo que hay una en el cuarto de Alec.

Amory encontró lo que andaba buscando y, volviendo a su armario, abrió un cajón lleno de cartas, notas, un pedazo de cadena, dos pequeños pañuelos y algunas fotografías. A medida que introducía todo aquello en la caja, su memoria volvía a cierto pasaje de un libro donde el héroe, tras conservar un año un pedazo de jabón de su primer amor, terminaba por lavarse las manos con él. Se rio y empezó a canturrear Desde que te fuiste…, pero se detuvo repentinamente…

La cuerda se rompió dos veces, pero al fin se las arregló para atarlo; dejó el paquete en el fondo de su baúl, cerró la tapa de un golpe y volvió a la sala.

—¿Vas a salir? —la voz de Tom tenía un tono lleno de ansiedad.

—Uuuh.

—¿A dónde?

—Vamos a cenar juntos.

—Lo siento. Le dije a Sukey Brett que cenaría con él.

—¡Ah!

—Adiós.

Amory cruzó la calle y se tomó un whisky; luego se fue paseando hasta Washington Square, donde tomó un autobús. Bajó en la calle Cuarenta y Tres y se fue paseando hasta el bar de Biltmore.

—¡Qué hay, Amory!

—¿Qué vas a tomar?

—¡Qué hay! ¡Camarero!

Temperatura normal

El advenimiento de la prohibición, aquel día «sedientoyuno», puso un repentino fin al hundimiento de Amory en sus penas; y cuando se despertó una mañana sabiendo que habían terminado aquellos días de-bar-en-bar, ni sintió remordimientos por las últimas tres semanas ni pesar por no poder repetirlas. Había adoptado el método más violento, aunque el más débil para escudarse de las puñaladas de la memoria; y a pesar de que no era un procedimiento que pudiera recomendar a otros, a la postre comprendió que había conseguido lo que buscaba: había superado la primera oleada de dolor.

¡No nos engañemos! Amory había querido a Rosalind como no querría a ninguna otra persona. Ella se había hecho dueña de sus anhelos juveniles y de sus insondables profundidades, había extraído de él una ternura que a él mismo le sorprendía, una amabilidad y generosidad que Amory no había demostrado con nadie más. Más adelante tuvo otras aventuras amorosas, pero de distinta naturaleza: con ellas volvió a esa otra manera de ser, más típica quizá, en la que la mujer no constituía más que un espejo de su talante. Rosalind había provocado en él mucho más que la admiración apasionada: guardaba hacia Rosalind un profundo e imborrable afecto.

Pero a la hora del desenlace había habido tanta tragedia dramática, culminando en la arabesca pesadilla de sus tres semanas de borracheras, que emocionalmente se encontraba exhausto. Aquellas gentes y lugares tan fríos y delicadamente artificiosos, tal como él los recordaba, le parecían una promesa de refugio. Escribió un cuento bastante cínico basado en el funeral de su padre y lo envió a una revista, recibiendo a cambio sesenta dólares y una demanda de más cuentos del mismo tono. Esto halagó su vanidad, pero no le estimuló para un mismo esfuerzo.

Leía mucho. Se sintió deprimido y sorprendido por el Retrato del artista adolescente; enormemente interesado por Joan y Peter y El fuego inmortal; y bastante sorprendido por su descubrimiento, gracias a un crítico llamado Mencken, de algunas novelas americanas excelentes: Vandover y el bruto, El castigo de Theron Ware y Jennie Gerhardt. Mackenzie, Chesterton, Galsworthy, Bennett, de ser genios llenos de vida y sagacidad habían pasado a ser unos meros contemporáneos divertidos. La lejana claridad y brillante coherencia de Shaw, y los tenaces esfuerzos de H. G. Wells por meter la llave de la simetría romántica en la evasiva cerradura de la verdad, eran lo único que absorbía su atención.

Deseaba ver a monseñor Darcy, a quien había escrito cuando desembarcó, pero no tenía noticias de él; sabía además que una visita a monseñor supondría contarle la historia de Rosalind, y sólo el pensar que tenía que repetirla le llenaba de horror.

En su búsqueda de gente fría se acordó de la señora Lawrence, una señora inteligente y digna, convertida a la iglesia y muy pegada a monseñor.

La llamó un día por teléfono. Sí, le recordaba perfectamente. No, monseñor no estaba en la ciudad —creía ella que estaba en Boston—; había prometido ir a almorzar a su casa cuando volviera. ¿Podía Amory almorzar con ella?

—Creí que no se acordaría de mí, señora Lawrence —dijo bastante ambiguamente cuando llegó.

—Monseñor estuvo la semana pasada —dijo, lamentándolo, la señora Lawrence—. Tenía muchas ganas de verte, pero olvidó tus señas en casa.

—¿Se ha creído que me he convertido al bolchevismo? —preguntó Amory interesado.

—Oh, está pasando un momento muy malo. Está ocupadísimo.

—¿Por qué?

—Por culpa de la república irlandesa. Piensa que le falta dignidad.

—¿Ah, sí?

—Fue a Boston cuando llegó el presidente irlandés y se llevó un gran disgusto porque los del comité de recepción, cuando paseaban en coche abierto, sostenían del brazo al presidente.

—No se le puede criticar por eso.

—Bueno, ¿qué es lo que más te ha impresionado del Ejército? Pareces mucho más viejo.

—Se debe a otra batalla, más desastrosa —dijo sonriendo a su pesar—. En cuanto al Ejército, vamos a ver, llegué a la conclusión de que el valor depende en gran medida de la forma física en que uno se encuentre. Encontré que era tan valiente como mi vecino, cosa que antes me preocupaba.

—¿Qué más?

—Bueno, la creencia de que el hombre puede soportar cualquier cosa si se acostumbra a ella, y el hecho de que saqué muy buena puntuación en el examen psicológico.

La señora Lawrence se reía. Amory encontraba un gran alivio en aquella casa fría de Riverside Drive, lejos de un Nueva York mucho más denso, viciado por el aliento de mucha gente en muy poco espacio. La señora Lawrence le recordaba ligeramente a Beatrice, no por su aspecto sino por su gracia y dignidad perfectas. La casa, el mobiliario, la manera como se servía la cena contrastaba con todo lo que había encontrado en otros lugares de Long Island, donde los sirvientes eran tan torpes que era necesario apartarlos, incluso en las casas de las familias del Union Club más conservadoras. Se preguntaba si aquel aire de contención simétrica, su gracia —que él reputaba continental—, se había filtrado a través de todos los antepasados de Nueva Inglaterra de la señora Lawrence o la había adquirido en sus largas estancias en Italia y España.

Dos vasos de Sauterne durante la comida soltaron su lengua, y se puso a hablar —con lo que el creía parte de su viejo encanto— de literatura y religión y los amenazadores fenómenos del orden social. La señora Lawrence se encontraba ostensiblemente encantada con él, y su interés se cifraba sobre todo en su manera de pensar; de nuevo deseaba él gente que gustara de su manera de pensar; y pensaba que tras un breve lapso podría ser un bonito sitio donde vivir.

—Monseñor Darcy piensa todavía que eres su reencarnación y que tu fe se aclarará un día.

—Quizás —asintió él—. Ahora me siento pagano. Solamente que a mi edad la religión no parece tener la menor importancia en la vida.

Cuando salió de la casa se puso a pasear por Riverside Drive con un sentimiento de satisfacción. Volvía a ser divertido discutir sobre temas como aquel joven poeta, Stephen Vincent Benet, o la república irlandesa. A causa de las rancias acusaciones de Edward Carson y del juez Cohalan, estaba harto del problema irlandés; y, sin embargo, en ciertos momentos sus rasgos celtas habían constituido los pilares de su filosofía.

Parecía de repente que quedaba mucho en la vida, a condición de que este renacimiento de viejos intereses no significara que huía de nuevo de ellos, que huía de nuevo de la vida.

Inquietud

—Me siento muy viejo y estoy muy aburrido, Tom —dijo Amory un día, estirado cómodamente en el antepecho de la ventana. Siempre se sentía más a su aire estando recostado.

—Antes de dedicarte a escribir eras más divertido —continuó—. Ahora guardas en secreto todas las ideas que crees aprovechables para la imprenta.

La existencia había vuelto a una normalidad sin ambiciones. Habían decidido que con sus economías podían mantener aquel piso del que Tom, más doméstico que un gato, se sentía muy orgulloso. De Tom eran aquellos grabados de caza ingleses, el tapiz de imitación, reliquia de los decadentes días del colegio, la gran profusión de huérfanos candelabros y aquella silla tallada estilo Luis XV donde nadie podía sentarse más de un minuto sin sentir agudos dolores en el espinazo; Tom suponía que se debían a que se sentaban sobre el espectro de Montespan; pero, como quiera que fuese, fue el mobiliario de Tom lo que les retuvo allí.

Salían muy poco; a veces al teatro o a cenar al Ritz o al Princeton Club. Con la prohibición las grandes reuniones habían recibido una herida mortal, y apenas se encontraba en el bar del Biltmore, a las doce o a las cinco, gente simpática; ambos, Tom y Amory, habían superado su pasión de bailar con las debutantes del Medio Oeste o en el Salón Rosa del Plaza, aparte de que eso requería siempre varios cócteles «para ponerse al nivel intelectual de las señoras presentes», como Amory había una vez señalado a una horrorizada matrona.

Últimamente había recibido Amory varias cartas alarmantes de Mr. Barton —la casa de Lake Geneva era demasiado grande para poderse alquilar con facilidad; el mejor alquiler obtenible sólo servía para algo más que para pagar las cargas fiscales y hacer las necesarias reparaciones—. De hecho el abogado venía a decir que toda aquella propiedad no era más que una pesada carga para Amory; pero él, a pesar de que no le iba a producir un céntimo en los próximos tres años, decidió por un vago sentimentalismo no venderla por el momento presente.

Aquel día en que anunció su aburrimiento a Tom fue uno de los más típicos. Se había levantado a mediodía, había almorzado con la señora Lawrence y había vuelto a casa abstraído, en el piso alto de uno de sus queridos autobuses.

—¿Cómo no vas a estar aburrido? —bostezó Tom—. ¿No es ese el estado de ánimo normal de un joven de tu edad y condición?

—Sí —dijo Amory especulando—, pero yo estoy más que aburrido; estoy desolado.

—La guerra y el amor te han dejado así.

—Bien —consideró Amory—, no estoy seguro de que la guerra tuviera grandes consecuencias para ti o para mí…, pero evidentemente destruyó los viejos fundamentos, mató el individualismo de nuestra generación.

Tom le miró sorprendido.

—Sí, así es —insistió Amory—, no estoy seguro de que acabara con él en todo el mundo. Ay, Dios, qué placer era soñar que uno podía llegar a ser un gran dictador o escritor o un dirigente religioso o político…, pero ahora ni siquiera un Leonardo da Vinci o un Lorenzo de Médicis pondrían una pica en este mundo. La vida es demasiado vasta y compleja. El mundo ha crecido tanto que ya no puede mover sus dedos, y yo había pensado llegar a ser uno de esos dedos…

—No estoy de acuerdo contigo —interrumpió Tom—. Nunca hubo hombres colocados en una postura de tanta egolatría desde…, bueno, la Revolución Francesa.

Amory estaba en violento desacuerdo.

—Estás confudiendo esta época, en que cualquier idiota es un individualista, con un período de individualismo. Wilson sólo ha sido poderoso cuando representaba; necesitaba comprometerse una y otra vez. Y tan pronto como Trotski y Lenin adopten una postura definida y consistente se convertirán en dos figuras intrascendentes como Kerenski. Incluso Foch no tiene la mitad de significación que Stonewall Jackson. La guerra acostumbraba a ser la aventura más individualista del hombre; y, sin embargo, los héroes populares de esta guerra carecen de responsabilidad y autoridad: Guynemer y el sargento York. ¿Cómo puede ser Pershing un héroe para el niño de la escuela? Un hombre ya no tiene tiempo más que para estar sentado y ser un gran hombre.

—¿Entonces crees que ya no habrá más héroes mundiales?

—Sí…, en la historia…, pero no en la vida. Carlyle encontraría grandes dificultades en recoger material para un nuevo capítulo: «El héroe en cuanto gran hombre».

—Continúa. Hoy te escucho con mucho gusto.

—La gente trata a toda costa hoy de creer en sus dirigentes. Pero tan pronto como sale un reformador social, un político, un soldado, un escritor o un filósofo —un Roosevelt, un Tolstoi, un Wood, un Shaw, un Nietzsche—, la corriente de la crítica le arrastra. Dios, no hay hombre prominente que pueda aguantar hoy en día. Es el camino más seguro para el ostracismo. La gente se cansa de oír el mismo nombre una y otra vez.

—¿Y, según tú, la culpa es de la prensa?

—Totalmente. Piensa en ti mismo; estás en The New Democracy, considerado como el semanario más brillante del país, leído por la gente que hace cosas y todo eso. ¿Qué es lo que haces? Tratar de ser lo más inteligente, interesante y cínico acerca de cualquier hombre, doctrina, libro o política que trates. Cuanto más calor, cuanto más escándalo eches al asunto, más te pagarán, más gente comprará el número. Tú, Tom D’Invilliers, un Shelley frustrado, cambiante, vacilante, inteligente, poco escrupuloso, representas la conciencia crítica de la raza… No, no protestes, me conozco el paño. Yo también escribía recensiones en el colegio. Y consideraba un bonito deporte referirme al último y honesto esfuerzo que propugnaba una nueva teoría o un nuevo remedio «que por fortuna se venía a sumar a nuestras ligeras lecturas de verano». Vamos, confiésalo.

Tom reía y Amory continuó con aire triunfante.

—Queremos creer. Los estudiantes quieren creer en autores consagrados, los electores tratan de creer en los diputados, los países tratan de creer en sus dirigentes, pero no pueden. Demasiadas voces, demasiada crítica desperdigada, ilógica, precipitada. Y todavía es peor con los periódicos. Cualquier hombre rico y retrógrado, con esa mentalidad particularmente acaparadora y adquisitiva propia del genio de las finanzas, puede ser propietario de un periódico que es el alimento espiritual de miles de hombres cansados y apresurados, demasiado ocupados con sus negocios para poder tragar otra cosa que ese bocado ya digerido. Por dos céntimos el votante compra su política, prejuicios y filosofía. Un año más tarde cambia el corro de la política o el propietario del diario; consecuencia: más confusión, más contradicción, la irrupción de nuevas ideas, su adobo, su destilación, la reacción contra ellas…

Se detuvo solamente para cobrar aliento.

—Por eso he jurado no poner una palabra sobre el papel hasta tener las ideas claras. Bastantes pecados tengo en el alma para dedicarme a meter epigramas peligrosos y falsos en la cabeza de la gente; no quiero ser la causa de que un pobre e inofensivo capitalista se líe con una bomba o que algún pobre e inocente bolchevique se enrede con una ametralladora…

Tom empezaba a sentirse molesto por la censura a sus relaciones con The New Democracy.

—¿Qué tiene que ver todo eso con que tú estés aburrido?

Amory consideraba que tenía mucho que ver.

—¿Y dónde encajo yo? —preguntó—. ¿Para qué sirvo? ¿Para propagar la raza? Según las novelas americanas debemos creer que el «joven americano lleno de salud» entre los diecinueve y veinticinco años es un animal sin sexo. De hecho, es verdad que cuanto más salud menos sexo. La única manera de salir de esto es algún interés violento. La guerra ha terminado; me tomo demasiado en serio la responsabilidad de un autor para ponerme a escribir; y los negocios, bien, los negocios hablan por sí solos. No tienen nada que ver con todo lo que me ha interesado en este mundo excepto una ligera relación utilitaria con la economía. Todo lo que acierto a ver en ellos, perdido en un mal empleo en los próximos diez y mejores años de mi vida, tiene el mismo contenido intelectual que una película publicitaria.

—Ensaya la novela —sugirió Tom.

—Lo malo es que me distraigo en cuanto empiezo a escribir cuentos…, y me asusta escribirlos en lugar de vivirlos… Me pongo a pensar que la vida me espera en los jardines japoneses del Ritz, en Atlantic City o en el bajo East Side. De cualquier manera —continuó—, no siento la necesidad vital. Quería ser un hombre normal, pero la chica no podía comprenderlo de la misma manera.

—Ya encontrarás otra.

—¡Dios! Aparta esa idea. ¿Por qué no me dices eso de «si la chica hubiera valido la pena te habría esperado?». No, señor, la mujer que realmente vale no espera a nadie. Si yo pensara que puedo encontrar otra, perdería mi fe en la especie humana. Puede que me divierta con otras…, pero Rosalind era la única mujer en este ancho mundo a la que yo podía pertenecer.

—Bueno —bostezó Tom—, ya he hecho de confidente durante más de una hora. Pero me alegro de que vuelvas a tener opiniones violentas contra cualquier cosa.

—Yo también —confesó Amory con desgana—. Pero cuando veo una familia feliz se me revuelve el estómago…

—Es lo que tratan de hacer las familias felices —dijo Tom con bastante cinismo.

Tom el censor

Otros días Amory se prestaba a escuchar. Eran días en que Tom, envuelto en humo, se dedicaba a hacer una carnicería de la literatura americana. Las palabras le faltaban.

—Cincuenta mil dólares al año —gritaba—. ¡Dios mío! Míralos, míralos: Edna Ferber, Gouverneur Morris, Fanny Hurst y Mary Roberts Rinehart no son entre todos ellos capaces de producir una novela que dure diez años. Y ese Cobb ni siquiera creo que es inteligente o divertido; y, lo que es peor, nadie lo cree, excepto los editores. Se han emborrachado con la publicidad. Y…, ¡ah!, Harold Bell Wright y Zane Grey…

—Esos se esfuerzan, por lo menos.

—No, ni siquiera ensayan. Algunos saben escribir, pero ninguno se sienta a escribir una novela honrada. La mayoría no sabe escribir, lo admito. Creo que Ruper Hughes trata de hacer una pintura fiel de la vida americana, pero su estilo y perspectiva son los de un bárbaro. Ernest Poole y Dorothy Canfield ensayan, pero su total falta de humor les impide todo, pues no llegan a matizar con él su trabajo, aunque ponen en éste todo lo que saben. Todo autor debería escribir su libro como si le fueran a cortar la cabeza el día que lo terminara.

—¿Eso es double entente?

—¡No me interrumpas! Unos pocos de ellos parecen tener cierta cultura, cierta información y una gran cantidad de ideas felices, pero no pueden escribir honradamente; todos pretenden que no hay público para la buena calidad. ¿Cómo demonio se explica que Wells, Conrad, Galsworthy, Shaw, Bennet y el resto dependan de América para la mitad de sus ganancias?

—¿Qué piensa Tommy de los poetas?

Tom se sentía abrumado. Dejó caer sus brazos, que colgaban por su silla, y emitió unos débiles gruñidos.

—Estoy escribiendo una sátira sobre ellos, titulada «Bardos de Boston y críticos de Hearst».

—Vamos a escucharla —dijo Amory impaciente.

—Sólo he terminado las últimas líneas.

—Eso es muy moderno. Vamos a oírlas si son divertidas.

Tom sacó del bolsillo un papel plegado y leyó en voz alta, deteniéndose a intervalos para que Amory comprendiera que se trataba de verso libre.

Así pues

Walter Arensberg,

Alfred Kreymborg,

Carl Sandburg,

Louis Untermeyer,

Eunicc Tietjens

Clara Shanafelt,

James Oppenheim,

Maxwell Bodenheim,

Richard Glaenzer,

Scharmel Iris,

Conrad Aitken,

Coloco aquí vuestros nombres

para que podáis vivir

tan sólo como nombres,

malvas y sonoros nombres,

en la juvenalia

de mis ediciones escogidas.

Amory reía a carcajadas.

—Has ganado la violeta de acero. Te invito a cenar por la arrogancia de tus últimos versos.

Amory no estaba del todo de acuerdo con la purga que hacía Tom de novelistas y poetas americanos. Le gustaban Vachel Lindsay y Booth Tarkington y admiraba el trabajo concienzudo, aunque endeble, de Edgard Lee Masters.

—Lo que más odio es ese chocheo idiota de «Yo soy Dios, yo soy el hombre; yo manejo los vientos, veo a través del humo; yo soy el sentido de la vida.»

—Es detestable.

—Y me gustaría que el novelista americano dejara de empeñarse en hacer los negocios románticamente interesantes. A nadie le divierte leer sobre eso, a no ser que sean negocios sucios. Si fuera tan interesante se comprarían la vida de James J. Hill y no una de esas largas tragedias de oficina que insisten tantas veces sobre el significado del humo…

—Y la sordidez —dijo Tom—, otro tema favorito, aunque admito que los rusos ostentan su monopolio. Nuestra especialidad son los cuentos sobre niñas que se rompen el espinazo y son adoptadas, a causa de su sonrisa, por un viejo regañón. Se diría que somos una raza de tarados sonrientes, y que el fin colectivo del campesino ruso es el suicidio…

—Las seis —dijo Amory, mirando su reloj de pulsera—. Te voy a dar una buena cena a la salud de la juvenalia de tus ediciones escogidas.

Mirando atrás

Todo julio sudaba con una última semana de calor, y Amory, en otra explosión de inquietud, recordó que hacía cinco meses que había conocido a Rosalind. Sin embargo, le resultaba difícil representarse cómo aquel joven animoso había avanzado hacia semejante trance, anhelando apasionadamente la aventura de la vida. Una noche en que el enervante y poderoso calor se derramaba por las ventanas de su habitación, con inciertos esfuerzos luchó durante varias horas para inmortalizar la herida de aquel tiempo.

Las calles de febrero, barridas por el viento de noche, se llenan de extraños charcos casi intermitentes; las paredes…, arruinadas bajo el brillo de la nieve que chapotea bajo los faroles como aceite dorado de una divina máquina en una hora de estrellas y deshielo.

Extraños charcos, llenos de ojos de muchos hombres, saturados de una vida en un momento de calma… Oh, yo era joven, porque podía volver a ti, más finita y más bella, para gustar los sueños apenas recordados, dulces y nuevos en tu boca:

Hubo un murmullo en el aire de la medianoche: el silencio muerto; el sonido aún no había despertado. ¡La vida crujía como el hielo! Una nota brillante, y aparecías tú, radiante y pálida…, e irrumpía la primavera… (Los pequeños carámbanos, en los aleros; y la vacilante ciudad se desvanecía.)

Nuestros pensamientos eran una helada niebla a lo largo de las cornisas; nuestros espectros se besaron allá en lo alto, entre un laberinto de cables; el eco de una risa apagada que sólo deja el vano suspiro de un deseo juvenil; a las cosas que ella amaba siguió una gran pena que sólo dejó su cascara.

Otro final

A mediados de agosto llegó una carta de monseñor Darcy quien, evidentemente, acababa de encontrar sus señas:

Querido hijo:

Tu última carta me llenó de preocupaciones por ti. No parecía tuya. Leyendo entre líneas tuve la impresión de que tu compromiso con esa joven te está haciendo muy desgraciado y que has perdido esa capacidad de sentimiento que tenías antes de la guerra. Cometes un gran error si crees que puedes darte el lujo de ser romántico sin tener religión. A veces pienso que en nosotros el secreto del éxito, cuando damos con él, reside en nuestro elemento místico: algo fluye de dentro que ensancha nuestra personalidad y que cuando se agota la obliga a encogerse; yo diría que tus últimas cartas están arrugadas. Ten cuidado de no perderte en la personalidad de otro ser, sea hombre o mujer.

Su eminencia el cardenal O’Neill y el obispo de Boston están pasando una temporada conmigo, así que me resulta difícil encontrar un momento para escribir; pero me gustaría que vinieras por aquí aunque sólo fuera un fin de semana. Ésta semana me voy a Washington.

Todavía está en el alero lo que haré en el futuro. Entre nosotros te diré que no me sorprendería nada que en el plazo de ocho meses descendiera sobre mi humilde cabeza el capelo cardenalicio. De cualquier forma me gustaría tener una casa en Nueva York o en Washington, donde pudieras dejarte caer los fines de semana.

Amory, estoy muy contento de que sigamos con vida; esta guerra podía haber sido fácilmente el fin de una familia brillante. Pero con respecto al matrimonio estás pasando ahora por el período más peligroso de tu vida. Podrías casarte apresuradamente y arrepentirte a poco, pero no creo que lo hagas. Por lo que me dices acerca del calamitoso estado de tus finanzas, lo que quieres resulta naturalmente imposible. Sin embargo, a juzgar por las apariencias, yo diría que antes de un año tendrás algo parecido a una crisis emocional.

Escríbeme. Me molesta no tener noticias tuyas.

Con el mayor afecto

Thayer Darcy

A la semana de recibir esa carta, su pequeño piso se vino abajo. La causa inmediata residía en la grave y probablemente crónica enfermedad de la madre de Tom. Dejaron todo en un guardamuebles, dieron instrucciones para subarrendarlo y se estrecharon las manos tristemente en la Pennsylvania Station. Amory y Tom siempre parecían estarse diciendo adiós.

Sintiéndose muy solo, Amory se dejó llevar por un impulso y se marchó hacia el Sur para tratar de encontrar a monseñor en Washington. No se encontraron por unas pocas horas, así que, decidido a consumir unos pocos días con un viejo tío, Amory viajó por los lujuriantes campos de Maryland hacia Ramilly County. Pero en lugar de dos días su estancia se prolongó desde mediados de agosto hasta fines de septiembre, porque en Maryland encontró a Eleanor.