1. La debutante

La acción transcurre en febrero en un amplio y refinado dormitorio de la casa de los Connage, en la calle Sesenta y Ocho de Nueva York. El cuarto de una señorita: paredes de color rosa, cortinas, y una colcha rosa sobre una cama color crema. Todos los motivos del cuarto son rosas y cremas, pero el único mueble visible es un lujoso tocador con un tablero de cristal y un triple espejo. De las paredes cuelgan una buena copia de las «Cerezas maduras», unos pocos perros de Landseer y «El rey de las islas Negras», de Maxfield Parrish.

Un gran desorden reina en la habitación, donde se hallan dispersos los siguientes objetos: (1) siete u ocho cajas de cartón vacías, sus lenguas de papel seda jadeando en sus bocas; (2) un montón de trajes de calle mezclados con sus hermanos de tarde, todos sobre la mesa y evidentemente nuevos; (3) una tira de tul que ha perdido su dignidad y se arrastra tortuosamente por toda la escena; y (4) sobre dos pequeñas sillas una colección de ropa interior que supera a toda descripción. A uno le encantaría ver la cuenta de todas esas delicadezas, y poseído del deseo de ver a la princesa para cuyo provecho… ¡Mira! ¡Viene alguien! ¡Decepción! Se trata solamente de la sirvienta que busca algo. Levanta un montón de una silla —allí no está—, otro montón de encima de la mesa…, dentro de los cajones; saca a la luz varias bonitas combinaciones y un sorprendente pijama que no satisface. Sale.

Un incomprensible murmullo en la habitación de al lado.

Esto se va calentando. Ahora es la madre de Alec, la señora Connage, amplia, digna, empolvada como una viuda, pero un tanto pasada. Sus labios se mueven de manera significativa e indican que anda buscando algo. Su búsqueda es menos minuciosa que la de la sirvienta, pero hay en ella un punto de furor que disimula su ligereza. Tropieza con el tul, y su «¡maldita!» es perfectamente audible. Se retira con las manos vacías.

Más chachara fuera, y la voz de una muchacha, una voz de niña mimada, que dice: «De toda la gente estúpida…»

Tras una pausa entra como tercer explorador no la de la voz mimada sino una edición más joven. Es Cecelia Connage, dieciséis años, bonita, lista y de un natural buen humor. La han vestido para la fiesta con un traje cuya evidente sencillez probablemente le molesta. Se acerca al montón más cercano, escoge una pequeña prenda de color rosa y la alza con gestos de aprobación.

(Se contempla en el espejo del tocador y empieza a bailar con entusiasmo.)

(Cecelia deja de bailar y sale llevando la prenda sobre el hombro derecho. Por la otra puerta entra Alec Connage. Mira en torno suyo y da una gran voz: ¡Mamá! En la otra puerta surge un coro de protestas; y, atraído por él, se acerca a ella, pero es rechazado por otro coro.)

(Esto último basta para que Cecelia entre en el cuarto.)

(Sale la señora Connage.)

(Alec asiente)

(Entra la señora Connage.)

(Salen Alec y su madre.)

(Entra Rosalind. Rosalind es… Rosalind. Una de esas jóvenes que no necesitan hacer el menor esfuerzo para que los hombres se enamoren de ellas. Rara vez lo hacen dos tipos de hombres: los tontos, a quienes asusta su inteligencia, y los intelectuales, a quienes asusta su belleza. Todos los demás le pertenecen por prerrogativa natural. Si el mimo la hubiera echado a perder, el proceso ya estaría terminado; y —de hecho— su estado no es exactamente ése: quiere lo que quiere cuando lo quiere, y cuando no lo consigue hace la vida imposible a los que la rodean; pero, en su verdadero sentido, no se puede decir que esté echada a perder. Su entusiasmo, su apetito de crecer y aprender, su interminable fe en lo inagotable del romance, su coraje y fundamental honradez…, esas cosas no se echan a perder. Durante largos períodos odia cordialmente a toda su familia. Carece de principios; su filosofía es carpe diem para ella y laissez-faire para los demás. Le gustan los cuentos sucios; tiene ese punto de bastedad que a veces se da en las naturalezas grandes y finas. Quiere siempre gustar; pero si no lo logra, ni se preocupa ni cambia por ello.

De ninguna manera es un carácter modelo.

La educación de toda mujer bonita se cifra en el conocimiento de los hombres. A Rosalind le han defraudado los hombres en cuanto a individuos, pero tiene gran confianza en los hombres en cuanto a sexo. Detesta a las mujeres. Representan las cualidades que siente y desprecia en sí misma: bajeza, orgullo, cobardía y mezquina deshonestidad. Una vez dijo en el coro de amigas de su madre que la única excusa de la mujer es ser un elemento perturbador entre los hombres. Baila excepcionalmente bien, dibuja con soltura y agudeza, y tiene una sorprendente facilidad de palabra que utiliza tan sólo en las cartas de amor. Pero toda crítica de Rosalind termina con su belleza. El brillo de ese glorioso pelo de oro, por cuyo afán de imitación se sostiene toda la industria del tinte. Ésa boca eternamente besable, pequeña, ligeramente sensual y muy perturbadora. Unos ojos grises y una piel impecable con dos motas de desvanecido color. Esbelta y atlética, bien desarrollada, es una delicia ver cómo se mueve por una habitación, cómo se pasea por la calle, cómo levanta el palo de golf o cómo mueve el volante. Un último calificativo: su personalidad vivaz e instantánea trasciende a esa consciente y teatral cualidad que Amory había encontrado en Isabelle. Monseñor Darcy se habría visto en un aprieto para definirla como personalidad o como personaje. Porque era quizá esa deliciosa e inefable mezcla que se da una vez por siglo.

A pesar de toda su extraña y excéntrica sabiduría, la noche de su debut está tan feliz como una niña pequeña. La ha estado peinando la camarera de su madre; pero al pronto ha decidido, llena de impaciencia, que ella lo puede hacer mejor. Está demasiado nerviosa para estar en el mismo sitio. A eso se debe su presencia en esta desordenada habitación. Va a hablar. El tono de Isabelle era como el de un violín, pero aquel que oyera a Rosalind habría de reconocer que su voz era tan musical como una cascada.)

(Sale Cecelia. Rosalind termina de peinarse y se levanta, canturreando. Se coloca ante el espejo y se pone a bailar sobre la blanda alfombra. Estudia sus ojos y no sus pies; y nunca de forma casual sino con suma atención, incluso cuando sonríe. De repente se abre la puerta y se cierra tras Amory, tan arrogante y guapo como de costumbre, que queda instantáneamente turbado.)

(Evidentemente él no pretende que se le tome en serio.)

Los árboles son verdes,

los pájaros cantan en los árboles,

la niña sorbe su veneno,

el pájaro vuela y la niña muere.

(Una ligera vacilación por ambas partes.)

(Se besan, definitiva y completamente.)

(Así lo parece.)

(La besa de nuevo con la misma intensidad.)

(Él se vuelve.)

(Se acerca ella tranquilamente al tocador, saca un cigarrillo y lo esconde en el cajón. Entra su madre con un cuaderno en la mano.)

(De abajo llega el eco de un violín y el sonido de un tambor. La señora Connage se vuelve rápidamente hacia su hija.)

(Su madre sale. Rosalind vuelve al espejo donde se contempla con gran satisfacción. Se besa la mano y toca la huella de su boca. Apaga las luces y sale. Silencio por un momento. Unas pocas notas de piano, un discreto redoble de un débil tambor, el crujido de la seda, todo mezclado, a través de la escalera se filtra por la puerta entornada. Pasan unos grupos por el vestíbulo iluminado. Las risas se amplían y multiplican hasta que alguien entra, cierra la puerta y enciende las luces. Es Cecelia. Va al tocador, busca en los cajones, vacila, descubre el paquete de tabaco y saca un cigarrillo. Lo enciende y, tosiendo y resoplando, se acerca al espejo.)

(Baila alrededor del cuarto al compás de una música que viene de abajo, abrazada a un imaginario acompañante, balanceando el cigarrillo en la mano.)

Unas horas más tarde

(El rincón de un saloncillo de la planta baja, con un cómodo diván de cuero. A cada lado, en la pared, una pequeña lámpara; en el centro cuelga un cuadro muy antiguo, de un distinguido caballero de hacia 1860. Fuera se oye la música de un fox-trot. Rosalind está sentada en el diván, a la derecha de Howard Gillespie, un joven anodino de unos veinticuatro años. Se comprende que él se sienta muy desgraciado y que ella se aburra mucho.)

(Entra Dawson Ryder, veintiséis años, guapo, lleno de salud, con gran confianza en sí mismo, un poco aburrido quizás, pero tranquilo y seguro del éxito.)

(Se dan la mano y Gillespie se retira, muy abatido.)

(Exeunt, Entran Alec y Cecelia.)

(Entra la señora Connage.)

(Entra Amory precipitadamente.)

(Alguien ha abierto la puerta, y la habitación se llena con la música de un vals. Rosalind se levanta.)

(Él la contempla.)

(Entra su hermano, los mira y en voz alta dice: «Oh, perdón», y luego sale.)

(Él la besa de nuevo.)

Kismet

En el término de dos semanas, Amory y Rosalind quedaron profunda y apasionadamente enamorados. Aquellas cualidades críticas que, en cada uno de ellos, habían echado a perder una docena de romances, fueron ahogadas por la gran ola de emoción que les arrastró.

—Puede que sea una historia de amor insensata —dijo ella a su inquieta madre—, pero no es vacía.

La ola depositó a Amory en una agencia de publicidad a principios de marzo, donde alternaba entre asombrosos arranques de mucho trabajo y sueños delirantes de convertirse en un hombre rico y viajar por Italia con Rosalind.

Estaban constantemente juntos, para comer, para cenar, y casi todas las noches, en una suerte de jadeante silencio, como si temieran que en cualquier minuto podría romperse el hechizo para ser arrojados de aquel paraíso de rosas y fuego. Pero el hechizo se convirtió en un trance más sublime cada día; empezaron a hablar de casarse en julio…, en junio. Toda la vida se reducía a los términos de su amor; todas sus experiencias, deseos y ambiciones quedaron cancelados, y sus respectivos sentidos del humor se fueron a dormir a un rincón. Sus anteriores aventuras amorosas les parecían cosa de risa, y a duras penas añoraban su juvenalia.

Por segunda vez en su vida Amory sufrió tan completo trastorno que tuvo que correr para alcanzar a su generación.

Un breve intermedio

Amory caminaba lentamente por la avenida pensando que la noche era inevitablemente suya… Las procesiones y el carnaval de un rico atardecer en las calles oscuras… Le parecía haber cerrado al fin el libro de las pálidas armonías para echar a andar por los sensuales y vibrantes caminos de la vida. Por todas partes, las luces innumerables, la promesa de una noche de calles y canciones, le empujaban a través de la muchedumbre como a través de un sueño, esperando encontrarse con Rosalind que, desde cada esquina, corría hacia él con pies ligeros… Cómo las caras inolvidables del atardecer se fundirían con las suyas, y aquella miríada de pasos, las mil oberturas, se fundirían con sus pasos; y en la dulzura de sus ojos puestos en él habría más embriaguez que en el vino. Sus sueños eran débiles ecos de violines, desvanecidos como los sonidos del verano en el aire estival.

Toda la habitación se hallaba completamente a oscuras; sólo brillaba la lumbre del cigarrillo de Tom recostado junto a la ventana abierta. Al cerrar la puerta, Amory permaneció un momento con la espalda apoyada en ella.

—Hola, Benvenuto Blaine, ¿cómo te ha ido en el negocio de la publicidad?

Amory se dejó caer en un sillón.

—Tan mal como siempre —la momentánea visión de la ruidosa agencia dejó paso rápidamente a una imagen distinta—. ¡Dios mío! ¡Es maravillosa!

Tom suspiró.

—No te puedo decir —repitió Amory— lo maravillosa que es. No quiero que lo sepas. No quiero que lo sepa nadie.

De la ventana llegó otro suspiro, un suspiro lleno de resignación.

—Es la vida y la esperanza y la felicidad, es todo mi mundo.

En su párpado sintió el temblor de una lágrima.

—¡Oh, Tom!

Agridulce

—Siéntate aquí —susurró ella.

Se sentó en el sillón y abrió los brazos para que ella pudiera cobijarse entre ellos.

—Sabía que ibas a venir esta noche —dijo Rosalind dulcemente—, como el verano, cuando más te necesito… querido… querido…

Sus labios le rozaron la cara.

—Qué bien sabes —suspiró él.

—¿A qué, querido?

—Dulce… muy dulce —la apretó contra sí.

—Amory —musitó ella—, cuando tú puedas nos casamos.

—No tendremos mucho al principio…

—¡No! —dijo ella—. Me hace daño que te reproches todo lo que no me puedas dar. Te tengo a ti y es bastante.

—Dime…

—Ya lo sabes, ¿no? Ya lo sabes.

—Sí, pero me gusta oírtelo.

—Te quiero, Amory, con todo mi corazón.

—¿Para siempre?

—Toda mi vida, Amory…

—¿Qué?

—Quiero. Quiero ser tuya. Quiero que tus amigos sean mis amigos. Quiero tener hijos tuyos.

—Pero yo no tengo amigos.

—No me hagas reír, Amory. Dame un beso.

—Haré lo que tú quieras —dijo él.

—No, yo haré lo que tú quieras. Nosotros somos tú, no yo. Eres la mayor parte de mí.

El cerró los ojos.

—Soy tan feliz que tengo miedo. ¿No sería terrible que este fuera…, fuera el punto culminante?

Ella le miró soñadora.

—El amor y la belleza pasan, ya lo sé… Ya sé que hay tristeza. Supongo que una gran felicidad es siempre un poco triste. La belleza está en el aroma de las rosas, y cuando la rosa muere…

—La belleza está en la agonía, del sacrificio y en el fin de la agonía…

—Amory, la belleza está en nosotros. Estoy segura de que Dios nos quiere…

—Te quiere a ti. Tú eres su más preciosa criatura.

—Yo no soy suya, soy tuya. Amory, te pertenezco. Es la primera vez que siento haber dado otros besos; ahora sé lo que puede significar un beso.

Luego se pusieron a fumar; él le contó cómo había sido el día en la oficina…, dónde podrían vivir. Otras veces, cuando él se encontraba particularmente locuaz, ella se dormía en sus brazos, la Rosalind que él amaba —todas las Rosalinds— como no había amado a nadie en este mundo. Flotando intangiblemente, horas irrecordables.

Incidente acuático

Un día Amory y Howard Gillespie se encontraron por casualidad en el centro y, mientras almorzaban juntos, Amory oyó una historia que le encantó. Gillespie, tras unos cuantos cócteles, estuvo muy hablador y empezó por decirle a Amory que estaba seguro de que Rosalind era un tanto excéntrica.

Había ido con ella y con unos amigos a nadar en Westchester County, y alguien contó que Anette Kellerman, un día que fue de excursión, se había lanzado al mar desde el tejado en ruinas de una casa de campo de diez metros de altura. Al instante Rosalind se empeñó en que Howard le acompañara hasta el tejado para ver qué efecto le hacía.

Un minuto más tarde, mientras sentado en el borde balanceaba sus pies en el vacío, una sombra cruzó a su lado; Rosalind, con sus brazos extendidos en un bonito salto del ángel, surcaba el aire en dirección al agua.

—Naturalmente, yo tenía que hacer lo mismo, después de eso, y a poco me mato. Pensaba que ya estaba bien como prueba porque nadie se atrevió a hacerlo. En cambio Rosalind tuvo la desfachatez de preguntarme por qué me había encogido al saltar. «Eso no facilita el salto» —dijo— «y le quita toda la gracia». Y yo me pregunto, ¿qué puede hacer un hombre con una mujer así? Todo es inútil, es lo que yo digo.

Gillespie no podía comprender por qué Amory sonreía durante toda la comida. Pensaba quizás que era uno de esos hueros optimistas.

Cinco semanas después

(De nuevo en la biblioteca de la casa de los Connage. Rosalind está sola, sentada en el sofá, contemplando el vacío con pesadumbre. Ha cambiado de manera perceptible; parece un poco más delgada, por una sola razón: la luz de sus ojos no es tan brillante; se diría que tiene un año más. Entra su madre, vestida para ir a la ópera. Dirige a Rosalind una mirada nerviosa).

(Rosalind no la oye o al menos no da muestras de hacerlo.)

(Entra una sirvienta, anunciando a Mr. Blaine en pos de ella. Los amigos de Amory le han estado diciendo a él en los últimos diez días que «parece la ira de Dios», y así es. De hecho, ha sido incapaz de probar bocado en las últimas treinta y seis horas.)

(Amory y Rosalind cambian miradas; entra Alec; su actitud ha sido completamente neutral. En el fondo de su corazón cree que ese matrimonio haría de Amory un hombre mediocre, y miserable a Rosalind, pero siente gran simpatía por ambos.)

(Se dan las buenas noches, algunos con frialdad. Cuando salen la señora Connage y Alec se produce una pausa. Rosalind sigue contemplando melancólicamente la chimenea. Amory se acerca a ella y la rodea con el brazo.)

(Se besan. Otra pausa; ella toma su mano, la cubre de besos y se la lleva al pecho.)

(Sus ojos se encuentran por un momento, y ella empieza a llorar, un sollozo sin lágrimas.)

(De nuevo se hunde desesperadamente en el diván.)

Porque es todo un saber, amar y vivir,

Recibir lo que el destino o los dioses quieren dar,

No hacer preguntas ni oraciones,

Besar los labios y acariciar el pelo,

Abreviar las pasiones cuando remiten,

Al igual que se agradecen cuando llegan,

Tener y guardar y, a su tiempo, dejar.

(Amory con la cabeza entre sus manos no se mueve. Parece que de repente se le ha escapado la vida.)

(Su voz ha envejecido. Ella se acerca y, tomando su cara entre sus manos, le besa.)

(De nuevo queda cegada por lágrimas incontrolables.)

(Se advierte un cambio en sus respectivos sufrimientos.)

(Extrae su anillo de su dedo y se lo entrega. Las lágrimas la ciegan.)

(Ella empuja el anillo en la mano de él.)

(Ella le mira una vez más, con infinito deseo, con infinita tristeza.)

(Va hacia la puerta, busca a ciegas el picaporte y lo encuentra; ella le ve alejarse. Una vez ido, se incorpora a medias en el diván para hundir su cara entre los almohadones.)