La acción transcurre en febrero en un amplio y refinado dormitorio de la casa de los Connage, en la calle Sesenta y Ocho de Nueva York. El cuarto de una señorita: paredes de color rosa, cortinas, y una colcha rosa sobre una cama color crema. Todos los motivos del cuarto son rosas y cremas, pero el único mueble visible es un lujoso tocador con un tablero de cristal y un triple espejo. De las paredes cuelgan una buena copia de las «Cerezas maduras», unos pocos perros de Landseer y «El rey de las islas Negras», de Maxfield Parrish.
Un gran desorden reina en la habitación, donde se hallan dispersos los siguientes objetos: (1) siete u ocho cajas de cartón vacías, sus lenguas de papel seda jadeando en sus bocas; (2) un montón de trajes de calle mezclados con sus hermanos de tarde, todos sobre la mesa y evidentemente nuevos; (3) una tira de tul que ha perdido su dignidad y se arrastra tortuosamente por toda la escena; y (4) sobre dos pequeñas sillas una colección de ropa interior que supera a toda descripción. A uno le encantaría ver la cuenta de todas esas delicadezas, y poseído del deseo de ver a la princesa para cuyo provecho… ¡Mira! ¡Viene alguien! ¡Decepción! Se trata solamente de la sirvienta que busca algo. Levanta un montón de una silla —allí no está—, otro montón de encima de la mesa…, dentro de los cajones; saca a la luz varias bonitas combinaciones y un sorprendente pijama que no satisface. Sale.
Un incomprensible murmullo en la habitación de al lado.
Esto se va calentando. Ahora es la madre de Alec, la señora Connage, amplia, digna, empolvada como una viuda, pero un tanto pasada. Sus labios se mueven de manera significativa e indican que anda buscando algo. Su búsqueda es menos minuciosa que la de la sirvienta, pero hay en ella un punto de furor que disimula su ligereza. Tropieza con el tul, y su «¡maldita!» es perfectamente audible. Se retira con las manos vacías.
Más chachara fuera, y la voz de una muchacha, una voz de niña mimada, que dice: «De toda la gente estúpida…»
Tras una pausa entra como tercer explorador no la de la voz mimada sino una edición más joven. Es Cecelia Connage, dieciséis años, bonita, lista y de un natural buen humor. La han vestido para la fiesta con un traje cuya evidente sencillez probablemente le molesta. Se acerca al montón más cercano, escoge una pequeña prenda de color rosa y la alza con gestos de aprobación.
CECELIA: ¿De color rosa?
ROSALIND (Fuera.): ¡Sí!
CECELIA: ¿Muy viva?
ROSALIND: ¡Sí!
CECELIA: ¡Ya la tengo!
(Se contempla en el espejo del tocador y empieza a bailar con entusiasmo.)
ROSALIND (Fuera.): Pero ¿qué haces? ¿Te la estás probando?
(Cecelia deja de bailar y sale llevando la prenda sobre el hombro derecho. Por la otra puerta entra Alec Connage. Mira en torno suyo y da una gran voz: ¡Mamá! En la otra puerta surge un coro de protestas; y, atraído por él, se acerca a ella, pero es rechazado por otro coro.)
ALEC: ¡Así que estás ahí! Amory Blaine está aquí.
CECELIA (Rápidamente.): Llévatelo abajo.
ALEC: Está abajo.
LA SEÑORA CONNAGE: Enséñale su habitación. Dile que lo siento, que ahora estoy muy ocupada.
ALEC: Ha oído hablar mucho de todas vosotras. Daos prisa. Padre le está hablando de la guerra y me parece que está un poco inquieto. Es un temperamental.
(Esto último basta para que Cecelia entre en el cuarto.)
CECELIA: ¿Qué quiere decir eso de temperamental? Tú solías decir eso de él en tus cartas.
ALEC: Ah, es que escribe cosas.
CECELIA: ¿Toca el piano?
ALEC: Yo creo que no.
CECELIA (Especulando.): ¿Bebe?
ALEC: Sí, no tiene nada de raro.
CECELIA: ¿Dinero?
ALEC: Dios, pregúntaselo a él. Antes tenía mucho y ahora tiene unas rentas. (Entra la señora Connage.)
LA SEÑORA CONNAGE: Alec, claro que nos alegramos de que venga un amigo tuyo a visitarnos.
ALEC: Deberías ir a saludar a Amory.
LA SEÑORA CONNAGE: Claro que sí. Pero me parece una chiquillada de tu parte dejar tu casa e ir a vivir con dos amigos en un apartamento. Espero que no sea para beber todo lo que te dé la gana. (Se detiene.) Le vamos a descuidar un poco esta noche. Ya sabes que es la semana de Rosalind. Cuando una chica se pone de largo necesita todas las atenciones.
ROSALIND (Fuera.): Demuéstralo viniendo aquí para abrocharme.
(Sale la señora Connage.)
ALEC: Rosalind no ha cambiado nada.
CECELIA (En tono bajo.): Está terriblemente mimada.
ALEC: Se va a encontrar con su igual esta noche.
CECELIA: ¿Quién? ¿Amory Blaine?
(Alec asiente)
CECELIA: Bueno, Rosalind todavía no ha encontrado el hombre que la domine. De verdad, Alec, trata a los hombres de manera terrible. Abusa de ellos y rompe con ellos y falta a las citas y les bosteza en la cara…, y ellos vuelven por más.
ALEC: Será que les gusta.
CECELIA: No les gusta nada. Pero es que ella es… es una especie de vampiro, me parece…, y obliga a las chicas a hacer lo que ella quiere… y además odia a las mujeres.
ALEC: Hay mucha personalidad en nuestra familia.
CECELIA (Con resignación.): A mí no me tocó nada.
ALEC: ¿Se porta bien Rosalind?
CECELIA. No demasiado bien, un término medio; fuma a veces, bebe ponche, la besan con frecuencia… Sí, sí…, es de conocimiento público… Consecuencias de la guerra, ya sabes.
(Entra la señora Connage.)
LA SEÑORA CONNAGE: Como Rosalind casi ha terminado, vamos a ver a tu amigo.
(Salen Alec y su madre.)
ROSALIND (Fuera.): ¡Madre!
CECELIA: Madre ha ido abajo.
(Entra Rosalind. Rosalind es… Rosalind. Una de esas jóvenes que no necesitan hacer el menor esfuerzo para que los hombres se enamoren de ellas. Rara vez lo hacen dos tipos de hombres: los tontos, a quienes asusta su inteligencia, y los intelectuales, a quienes asusta su belleza. Todos los demás le pertenecen por prerrogativa natural. Si el mimo la hubiera echado a perder, el proceso ya estaría terminado; y —de hecho— su estado no es exactamente ése: quiere lo que quiere cuando lo quiere, y cuando no lo consigue hace la vida imposible a los que la rodean; pero, en su verdadero sentido, no se puede decir que esté echada a perder. Su entusiasmo, su apetito de crecer y aprender, su interminable fe en lo inagotable del romance, su coraje y fundamental honradez…, esas cosas no se echan a perder. Durante largos períodos odia cordialmente a toda su familia. Carece de principios; su filosofía es carpe diem para ella y laissez-faire para los demás. Le gustan los cuentos sucios; tiene ese punto de bastedad que a veces se da en las naturalezas grandes y finas. Quiere siempre gustar; pero si no lo logra, ni se preocupa ni cambia por ello.
De ninguna manera es un carácter modelo.
La educación de toda mujer bonita se cifra en el conocimiento de los hombres. A Rosalind le han defraudado los hombres en cuanto a individuos, pero tiene gran confianza en los hombres en cuanto a sexo. Detesta a las mujeres. Representan las cualidades que siente y desprecia en sí misma: bajeza, orgullo, cobardía y mezquina deshonestidad. Una vez dijo en el coro de amigas de su madre que la única excusa de la mujer es ser un elemento perturbador entre los hombres. Baila excepcionalmente bien, dibuja con soltura y agudeza, y tiene una sorprendente facilidad de palabra que utiliza tan sólo en las cartas de amor. Pero toda crítica de Rosalind termina con su belleza. El brillo de ese glorioso pelo de oro, por cuyo afán de imitación se sostiene toda la industria del tinte. Ésa boca eternamente besable, pequeña, ligeramente sensual y muy perturbadora. Unos ojos grises y una piel impecable con dos motas de desvanecido color. Esbelta y atlética, bien desarrollada, es una delicia ver cómo se mueve por una habitación, cómo se pasea por la calle, cómo levanta el palo de golf o cómo mueve el volante. Un último calificativo: su personalidad vivaz e instantánea trasciende a esa consciente y teatral cualidad que Amory había encontrado en Isabelle. Monseñor Darcy se habría visto en un aprieto para definirla como personalidad o como personaje. Porque era quizá esa deliciosa e inefable mezcla que se da una vez por siglo.
A pesar de toda su extraña y excéntrica sabiduría, la noche de su debut está tan feliz como una niña pequeña. La ha estado peinando la camarera de su madre; pero al pronto ha decidido, llena de impaciencia, que ella lo puede hacer mejor. Está demasiado nerviosa para estar en el mismo sitio. A eso se debe su presencia en esta desordenada habitación. Va a hablar. El tono de Isabelle era como el de un violín, pero aquel que oyera a Rosalind habría de reconocer que su voz era tan musical como una cascada.)
ROSALIND: Sinceramente, sólo hay dos trajes con los que me siento a gusto. (Peinándose en el tocador.) Uno es la falda-pantalón y el otro el traje de baño. Los dos me sientan muy bien.
CECELIA: ¿Estás contenta de ponerte de largo?
ROSALIND: Sí. ¿Tú no?
CECELIA (Cínicamente.): Estás contenta porque así te podrás casar e irte a vivir a Long Island entre recién casados. Tú quieres llevar una vida que sea una cadena de aventuras con un hombre en cada eslabón.
ROSALIND: ¡Qué yo quiero eso! Querrás decir que me he encontrado con eso.
CECELIA: ¡Ah!
ROSALIND: Cecelia, querida, tú no sabes el martirio que es ser… como yo. Me he tenido que acostumbrar a poner en la calle una cara de acero para que los hombres no me piropeen. Si se me ocurre reír un poco alto en el teatro, el protagonista actúa para mí durante el resto de la obra. Si dejo caer la voz, los ojos o el pañuelo en un baile, mi pareja me llamará por teléfono todos los días de la semana.
CECELIA: Tiene que ser un horrible martirio.
ROSALIND: Lo más triste es que los únicos hombres que me interesan son inabordables. Si fuera pobre, me dedicaría al teatro.
CECELIA: Sí, te deberían pagar por toda tu comedia.
ROSALIND: A veces, cuando me siento radiante, pienso: ¿para qué malgastar todo esto con un solo hombre?
CECELIA: Y a menudo, cuando estás de mal humor, ¿para qué desperdiciarlo con una sola familia? (Levantándose.) Me voy abajo a ver a Amory Blaine. Me gustan los hombres temperamentales.
ROSALIND: No existen. Los hombres no saben cómo ser realmente felices o estar realmente enfadados; y los que lo saben, se hacen pedazos.
CECELIA: Bueno, me alegro de no tener tantas preocupaciones como tú. Estoy prometida.
ROSALIND (Con una sonrisa despectiva.): ¿Prometida? ¿Estás loca? Si mamá, te oye hablar de esa manera te envía al internado, que es donde debieras estar.
CECELIA: No se lo dirás porque yo también le puedo decir algunas cosas que sé…, y tú eres demasiado egoísta.
ROSALIND (Un poco enojada.): ¡Vete de aquí, niña! ¿Con quién estás prometida, con el repartidor de hielo?, ¿con el de la pastelería?
CECELIA: Ni con uno, ni con otro. No te hagas la tonta. Adiós, querida, ya te veré luego.
ROSALIND: Sí, por favor… Te «necesito» tanto.
(Sale Cecelia. Rosalind termina de peinarse y se levanta, canturreando. Se coloca ante el espejo y se pone a bailar sobre la blanda alfombra. Estudia sus ojos y no sus pies; y nunca de forma casual sino con suma atención, incluso cuando sonríe. De repente se abre la puerta y se cierra tras Amory, tan arrogante y guapo como de costumbre, que queda instantáneamente turbado.)
ÉL: Oh, perdón, creía que…
ELLA (Sonriendo radiantemente.): Oh, tú eres Amory Blaine, ¿no?
ÉL (Mirándola de cerca.): Y tú, ¿eres Rosalind?
ELLA: Desde ahora te llamaré Amory… Pero entra. No pasa nada. Mamá vendrá enseguida… (aparte) desgraciadamente.
ÉL (Mirando a su alrededor.): Todo esto es nuevo para mí.
ELLA: Es la tierra de nadie.
ÉL: Aquí es donde tú…, tú…. (Se detiene.)
ELLA: Sí, todas esas cosas. (Se acerca al tocador.) Mira, mi lápiz de labios, el pincel.
ÉL: No sabía que fueras así.
ELLA: ¿Qué esperabas?
ÉL: Creía que tú eras algo… sin sexo, ya sabes, nadar y jugar al golf.
ELLA: Sí, lo hago, pero no en las horas de trabajo.
ÉL: ¿Trabajo?
ELLA: De seis a dos, estrictamente.
ÉL: Me gustaría tener una participación en la sociedad.
ELLA: No se trata de una sociedad, es nada más qué «Rosalind Ilimitada». El cincuenta y uno por ciento del capital, el nombre, la buena voluntad y todo por 25 000 dólares al año.
ÉL (Desaprobando.): Una proposición escalofriante.
ELLA: Bueno, Amory, no te preocupes. De verdad, el día que encuentre un hombre que no me aburra al cabo de dos semanas, será diferente.
ÉL: Qué raro, tienes el mismo punto de vista sobre los hombres que yo sobre las mujeres.
ELLA: Yo no soy realmente femenina, quiero decir… de ideas.
ÉL (Interesado.): Sigue.
ELLA: No, tú; sigue tú. Me has hecho hablar acerca de mí y eso va contra las normas.
ÉL: ¿Qué normas?
ELLA: Mis propias normas… Pero tú, Amory… He oído decir que eres un hombre brillante. Mi familia espera mucho de ti.
ÉL: ¡Qué estimulante!
ELLA: Alec dice que tú le has enseñado a pensar. ¿Es así? No creía que nadie lo lograra.
ÉL: No. Yo soy completamente obtuso.
(Evidentemente él no pretende que se le tome en serio.)
ELLA: Mentiroso.
ÉL: Yo soy…, soy religioso y literario. He escrito poemas.
ELLA: Verso libre. ¡Espléndido! (Declama.)
Los árboles son verdes,
los pájaros cantan en los árboles,
la niña sorbe su veneno,
el pájaro vuela y la niña muere.
ÉL (Riendo.): No, no de esa clase.
ELLA (De repente.): Me gustas.
ÉL: ¡No!
ELLA: ¿También modesto…?
ÉL: Me asustas. Toda mujer me asusta… hasta que la beso.
ELLA: Querido mío, la guerra ha terminado.
ÉL: Así que siempre te tendré miedo.
ELLA (Con bastante tristeza.): Me temo que sí.
(Una ligera vacilación por ambas partes.)
ÉL (Tras la debida consideración.): Escucha. Te tengo que pedir una cosa terrible.
ELLA (Sabiendo lo que le viene encima.): Espera cinco minutos.
ÉL: Pero…, ¿me besarás? ¿O tienes miedo?
ELLA: Nunca tengo miedo…, pero tus razones son muy pobres.
ÉL: Rosalind, quiero besarte.
ELLA: Yo también.
(Se besan, definitiva y completamente.)
ÉL (Tras recuperar el aliento.): Y bien, ¿está satisfecha tu curiosidad?
ELLA: ¿Y la tuya?
ÉL: No, solamente se ha despertado.
(Así lo parece.)
ELLA (Soñadora.): He besado a docenas de hombres. Y supongo que los seguiré besando por docenas.
ÉL: (Abstraído.): Sí, supongo que puedes hacerlo… como ahora.
ELLA: A la mayoría de la gente le gusta como beso.
ÉL (Recordando.): ¡Dios mío, ya lo creo! Bésame otra vez, Rosalind.
ELLA: No; mi curiosidad por lo general queda satisfecha con una vez.
ÉL (Desanimado.): ¿Se trata de otra norma?
ELLA: Yo fabrico las normas según me, convengan.
ÉL: Tú y yo nos parecemos en algo; excepto en que yo tengo mucha más experiencia.
ELLA: ¿Qué edad tienes?
ÉL: Casi veintitrés años. ¿Y tú?
ELLA: Diecinueve justos.
ÉL: Yo supongo que eres el producto de un colegio elegante.
ELLA: No, todavía soy materia bruta. Me expulsaron de Spence, y no recuerdo por qué.
ÉL: ¿Cuál es tu forma natural de ser?
ELLA: Oh, soy brillante, egoísta, emocional —si me emocionan—, me encanta ser admirada…
ÉL (De repente.): No quiero enamorarme de ti…
ELLA (Levantando las cejas.): Nadie te lo ha pedido.
ÉL (Con la misma frialdad.): Pero lo haré probablemente. Me gusta tu boca.
ELLA: ¡Buf! Por favor no te enamores de mi boca; enamórate de mi pelo, de mis ojos, de mis hombros, de mis zapatillas, pero no de mi boca. Todo el mundo se enamora de mi boca.
ÉL: Es muy bonita.
ELLA: Demasiado pequeña.
ÉL: No es verdad. Vamos a ver.
(La besa de nuevo con la misma intensidad.)
ELLA (Conmovida.): Di algo dulce.
ÉL (Asustado.): El cielo me asista.
ELLA (Retirándose.): No lo hagas… si te es tan duro.
ÉL: ¿Nos engañamos? ¿Tan pronto?
ELLA: Nosotros no tenemos la misma idea del tiempo que las otras personas.
ÉL: Ya están aquí… las otras personas.
ELLA: Vamos a engañarnos.
ÉL: No, no puedo; mis sentimientos…
ELLA: ¿No serás sentimental?
ÉL: No, soy romántico. Una persona sentimental cree siempre que las cosas han de durar; un romántico espera contra toda esperanza. El sentimiento es emocional.
ELLA: Y tú, ¿no lo eres? (Con los ojos casi cerrados.) Probablemente tú te halagas creyendo que es una actitud superior.
ÉL: Está bien, Rosalind, no discutamos; bésame otra vez.
ELLA (Muy fría.): No, no tengo el menor deseo de besarte ahora.
ÉL (Manifiestamente desconcertado.): Hace un minuto querías besarme.
ELLA: Ahora es ahora.
ÉL: Será mejor que me vaya.
ELLA: Creo que sí. (Él se va hacia la puerta.)
ELLA: ¡Oh! (Él se vuelve.)
ELLA (Riendo.): Tanteo: los nuestros, cien; los adversarios, cero.
(Él se vuelve.)
ELLA (Rápidamente.): ¡Tempestad! ¡Se suspende el partido! (Él sale.)
(Se acerca ella tranquilamente al tocador, saca un cigarrillo y lo esconde en el cajón. Entra su madre con un cuaderno en la mano.)
LA SEÑORA CONNAGE: Quería hablarte a solas antes de que bajes.
ROSALIND: ¡Dios mío! ¡Me asustas!
LA SEÑORA CONNAGE: Rosalind, nos estás resultando demasiado cara.
ROSALIND (Con resignación.): Sí.
LA SEÑORA CONNAGE: Y ya sabes que tu padre no tiene lo de antes.
ROSALIND (Haciendo una mueca.): ¡Por favor, no hablemos de dinero!
LA SEÑORA CONNAGE: No puedes hacer nada sin él. Éste será el último año en esta casa, y, a menos que las cosas cambien, Cecelia no podrá tener las mismas ventajas que tú.
ROSALIND (Impaciente.): Bueno, ¿de qué se trata?
LA SEÑORA CONNAGE: Así que te ruego que me hagas caso sobre una serie de cosas que he apuntado en mi cuaderno. La primera es que no vuelvas a desaparecer con un hombre. Puede que un día eso sea recomendable, pero por el momento te quiero ver en el piso de abajo, donde te pueda encontrar. Quiero presentarte a una serie de personas y no me gusta encontrarte en un rincón del invernadero diciendo o escuchando tonterías de alguno.
ROSALIND (Con sarcasmo.): Sí, escuchando es mejor.
LA SEÑORA CONNAGE: Y no pierdas mucho tiempo con estudiantes, jóvenes de diecinueve y veinte años. No me importa un baile o un partido de fútbol; pero perderte una fiesta interesante por estar en un café con Tom, Dick o Harry…
ROSALIND (Replicando con su código que es, a su manera, tan firme como el de su madre.): Madre, las cosas son así… ya no se llevan como en mil novecientos…
LA SEÑORA CONNAGE (Haciendo caso omiso.): Hay unos cuantos amigos de tu padre, solteros, a los que te quiero presentar esta noche… hombres jóvenes.
ROSALIND (Asintiendo.): ¿Cuarentones?
LA SEÑORA CONNAGE (Con agudeza.): ¿Y por qué no?
ROSALIND: Ah, perfectamente… Saben lo que es la vida y tienen un adorable aire de cansancio (sacude la cabeza)… pero bailarán.
LA SEÑORA CONNAGE: No conozco a Mr. Blaine, pero no creo que te interese. No parece que hará dinero.
ROSALIND: Madre, yo no pienso nunca en el dinero.
LA SEÑORA CONNAGE: Nunca lo conservas el tiempo necesario para pensar en él.
ROSALIND (Suspira.): Sí, supongo que un día me casaré con un montón de dinero, por puro aburrimiento.
LA SEÑORA CONNAGE (Consultando el cuaderno.): He tenido un telegrama de Hartford. Va a venir Dawson Ryder. Ése es un hombre que me gusta y está nadando en dinero. Me parece que desde que te aburres con Howard Gillespie podrías dedicar alguna atención a Mr. Ryder. Es la tercera vez que viene aquí en un mes.
ROSALIND: ¿Cómo sabes que me aburre Howard Gillespie?
LA SEÑORA CONNAGE: Porque el pobre chico, cada vez que viene aquí, tiene un aspecto desolador.
ROSALIND: Ése es uno de esos tanteos románticos, anteriores a la batalla. Todos salen mal.
LA SEÑORA CONNAGE (Lo dicho dicho está.): De cualquier forma, tenemos que sentirnos orgullosos de ti esta noche.
ROSALIND: ¿No crees que estoy guapa?
LA SEÑORA CONNAGE: Ya sabes que sí.
(De abajo llega el eco de un violín y el sonido de un tambor. La señora Connage se vuelve rápidamente hacia su hija.)
LA SEÑORA CONNAGE: ¡Vamos!
ROSALIND: ¡Un minuto!
(Su madre sale. Rosalind vuelve al espejo donde se contempla con gran satisfacción. Se besa la mano y toca la huella de su boca. Apaga las luces y sale. Silencio por un momento. Unas pocas notas de piano, un discreto redoble de un débil tambor, el crujido de la seda, todo mezclado, a través de la escalera se filtra por la puerta entornada. Pasan unos grupos por el vestíbulo iluminado. Las risas se amplían y multiplican hasta que alguien entra, cierra la puerta y enciende las luces. Es Cecelia. Va al tocador, busca en los cajones, vacila, descubre el paquete de tabaco y saca un cigarrillo. Lo enciende y, tosiendo y resoplando, se acerca al espejo.)
CECELIA (Con tono terriblemente afectado.): Oh, sí, en estos tiempos, bien sabes, la puesta de largo es pura comedia. Resulta una ridiculez, con todo lo que una ha visto antes de los diecisiete años. (Dando la mano a un imaginario cuarentón.) Sí, excelencia, creo que he oído a mi hermana hablar de su excelencia. ¿No quiere un cigarro? Son muy buenos. Son… creo que son Coronas. ¿No fuma? ¡Qué lástima! Supongo que el rey no se lo permite. Sí, vamos a bailar.
(Baila alrededor del cuarto al compás de una música que viene de abajo, abrazada a un imaginario acompañante, balanceando el cigarrillo en la mano.)
(El rincón de un saloncillo de la planta baja, con un cómodo diván de cuero. A cada lado, en la pared, una pequeña lámpara; en el centro cuelga un cuadro muy antiguo, de un distinguido caballero de hacia 1860. Fuera se oye la música de un fox-trot. Rosalind está sentada en el diván, a la derecha de Howard Gillespie, un joven anodino de unos veinticuatro años. Se comprende que él se sienta muy desgraciado y que ella se aburra mucho.)
GILLESPIE (Tímidamente.): ¿Qué significa que he cambiado? Yo siento lo mismo hacia ti.
ROSALIND: Pero a mí no me pareces lo mismo.
GILLESPIE: Hace tres semanas decías que yo te gustaba porque parecía tan blasé, tan indiferente. Y sigo siéndolo.
ROSALIND: Pero no hacia mí. Me gustabas porque tenías los ojos castaños y las piernas delgadas.
GILLESPIE (Desalentado.): Siguen siendo castaños y delgadas. Tú eres un vampiro, eso es todo.
ROSALIND: Todo lo que sé acerca del vampirismo es lo que está en la partitura. Lo que confunde a los hombres es que soy perfectamente natural. Creía que nunca ibas a estar celoso, y ahora me sigues con los ojos a todas partes.
GILLESPIE: Te quiero.
ROSALIND (Fríamente.): Ya lo sé.
GILLESPIE: Y no me has besado en dos semanas. Yo tenía la idea de que cuando una mujer se dejaba besar estaba… vencida.
ROSALIND: Esos tiempos ya pasaron. A mí me tienes que vencer cada día que me veas.
GILLESPIE: ¿Hablas en serio?
ROSALIND: Como siempre. Antes había dos clases de besos: la primera, cuando se besaba a las chicas y se las abandonaba; y la segunda, cuando quedaban comprometidos. Ahora una tercera clase, cuando el hombre es besado y abandonado. Si Mr. Jones de 1900 presumía de haber besado a una mujer, todo el mundo sabía que la había conquistado. Si ese Mr. Jones de 1919 presume de lo mismo, todo el mundo sabe que es porque no la puede besar otra vez. Con una salida decente, cualquier mujer puede vencer al hombre hoy en día.
GILLESPIE: Y entonces, ¿para qué juegas con los hombres?
ROSALIND (Inclinándose hacia él confidencialmente.): Sólo por ese primer momento, cuando él está muy interesado. Es sólo un momento, ah, justo antes del primer beso, un susurro… A veces vale la pena.
GILLESPIE: ¿Y después?
ROSALIND: Después hay que obligarle a hablar de sí mismo. Muy pronto lo único que quiere es estar a solas, se enfada, no quiere luchar ni jugar… ¡Victoria!
(Entra Dawson Ryder, veintiséis años, guapo, lleno de salud, con gran confianza en sí mismo, un poco aburrido quizás, pero tranquilo y seguro del éxito.)
RYDER: Creo que éste es mi baile, Rosalind.
ROSALIND: Vaya, Dawson, me has reconocido. Me parece que no me he pintado lo suficiente. Mr. Ryder, le presento a Mr. Gillespie.
(Se dan la mano y Gillespie se retira, muy abatido.)
RYDER: Tu fiesta es un éxito.
ROSALIND: Ya lo creo, pero no he estado en ella hace rato. Estoy cansada, ¿te importa sentarte un minuto?
RYDER: ¿Me importa? ¡Encantado! Ya sabes cómo me molesta todo este vértigo. Una mujer ayer, otra hoy, otra mañana.
ROSALIND: ¡Dawson!
RYDER: ¿Qué?
ROSALIND: No sé si sabes que me quieres.
RYDER (Asombrado.): ¿Qué…? ¡Qué notable eres!
ROSALIND: Porque sabes que es un paso terrible. El hombre que se case conmigo va listo. Soy mala, muy mala.
RYDER: Yo no diría eso.
ROSALIND: Sí que lo soy, especialmente con la gente que me rodea. (Se levanta.) Vamos, he cambiado de idea y quiero bailar. Seguro que mamá está sufriendo un ataque.
(Exeunt, Entran Alec y Cecelia.)
CECELIA: Qué suerte la mía: tener un intermedio con mi hermano.
ALEC (Sombrío.): Si quieres me voy.
CECELIA: No, por Dios. ¿Con quién voy a empezar el próximo baile? (Suspira.) No hay color en estos bailes desde que se fueron los oficiales franceses.
ALEC (Pensativo.): No quiero que Amory se enamore de Rosalind.
CECELIA: Vaya, yo creía que era lo que tú querías.
ALEC: Lo era, pero desde que he visto a esas chicas, no lo sé. Me siento muy unido a Amory. Es muy sensible y no quiero que se rompa el corazón por una persona que no se preocupa de él.
CECELIA: Tiene muy buen aire.
ALEC (Sigue pensativo.): Ya sé que no se casará con él; pero una mujer no necesita casarse con un hombre para destrozarle el corazón.
CECELIA: ¿Y cómo se hace? Me gustaría conocer el secreto.
ALEC: Para qué, desalmada. Es una suerte para alguien que el Señor te diera esa naricilla respingada.
(Entra la señora Connage.)
LA SEÑORA CONNAGE: ¿Dónde demonio está Rosalind?
ALEC: Tiene que estar entre lo mejor de la gente; debería estar con nosotros.
LA SEÑORA CONNAGE: Su padre tiene reunidos a ocho millonarios solteros para presentársela.
ALEC: Podrían formar una escuadra y desfilar por el salón.
LA SEÑORA CONNAGE: Estoy hablando en serio; no me extrañaría que estuviese la noche de su debut en el Cocoanut Grove con un jugador de fútbol. Buscad por la izquierda mientras yo…
ALEC (Presuntuoso.): ¿No sería mejor enviar al mayordomo a la bodega?
LA SEÑORA CONNAGE (Perfectamente seria.): ¿Crees que estará allí?
CECELIA: Te está tomando el pelo, madre.
ALEC: Madre tenía una fotografía de ella vaciando un barril de cerveza en compañía de un cargador.
LA SEÑORA CONNAGE: Vamos a buscar por la derecha. (Salen. Entra Rosalind con Gillespie.)
GILLESPIE: Rosalind, te lo pido una vez más. ¿No te importa nada?
(Entra Amory precipitadamente.)
AMORY: Mi baile.
ROSALIND: Mr. Gillespie, le presento a Mr. Blaine.
GILLESPIE: Ya hemos sido presentados. Mr. Blaine de Lake Geneva, ¿no es así?
AMORY: Sí.
GILLESPIE (Desesperadamente.): Yo he estado allí, está en el Middle West, ¿no es así?
AMORY (Picante.): Aproximadamente. Yo siempre he preferido una buena sopa de pueblo a un caldo de ciudad insulso.
GILLESPIE: ¿Qué?
AMORY: Oh, no hay la menor ofensa en ello. (Gillespie saluda y se va.)
ROSALIND: Es demasiado vulgar.
AMORY: Una vez estuve enamorado de una persona vulgar.
ROSALIND: ¿Ah, Sí?
AMORY: Sí; se llamaba Isabelle. No tenía nada de particular, excepto lo que yo creí ver en ella.
ROSALIND: ¿Qué ocurrió?
AMORY: La convencí de que era mucho más inteligente que yo y me abandonó. Decía que yo era demasiado crítico y poco práctico.
ROSALIND: ¿Por qué poco práctico?
AMORY: Sé conducir un coche pero no cambiar una rueda.
ROSALIND: ¿Qué piensas hacer?
AMORY: No lo sé… Presentarme a presidente, escribir…
ROSALIND: ¿Greenwich Village?
AMORY: No, mujer. He dicho escribir, no beber.
ROSALIND: A mí me gustan los hombres de negocios. Casi todos los hombres inteligentes son muy caseros.
AMORY: Me parece que te conozco desde hace mil años.
ROSALIND: ¿Vas a empezar con las Pirámides?
AMORY: No, pensaba empezar con Francia. Yo era Luis XIV y tú una de mis… (Cambiando de tono.) Supongamos que… nos enamoramos.
ROSALIND: Te dije antes que tendríamos que engañarnos.
AMORY: Sería demasiado engaño.
ROSALIND: ¿Por qué?
AMORY: Porque las personas egoístas son a veces capaces de tener grandes amores.
ROSALIND (Volviendo sus labios hacia él.): Engáñame. (Se besan deliberadamente.)
AMORY: No sé decir nada dulce. Pero eres muy bonita.
ROSALIND: No tanto.
AMORY: Entonces, ¿qué?
ROSALIND (Tristemente.): Oh, nada… Sólo quiero sentimiento. Un sentimiento sincero… nunca lo he tenido.
AMORY: No he tenido otra cosa y lo aborrezco.
ROSALIND: Es tan difícil encontrar un hombre que satisfaga el gusto artístico…
(Alguien ha abierto la puerta, y la habitación se llena con la música de un vals. Rosalind se levanta.)
ROSALIND: ¡Escucha! Están tocando Kiss me again.
(Él la contempla.)
AMORY: ¿Sí?
ROSALIND: ¡Sí!
AMORY (Dulcemente, la batalla perdida.): Te quiero.
ROSALIND: Te quiero… ahora. (Se besan.)
AMORY: ¿Dios mío, qué he hecho yo?
ROSALIND: Nada. No digas nada. Bésame otra vez.
AMORY: No sé ni cómo ni por qué, pero te quiero… desde el primer momento en que te vi.
ROSALIND: Yo también… Yo…, yo…, esta noche; es esta noche.
(Entra su hermano, los mira y en voz alta dice: «Oh, perdón», y luego sale.)
ROSALIND: (Sus labios apenas tiemblan.): No me dejes… No me importa que lo sepan.
AMORY: ¡Dímelo!
ROSALIND: Te quiero… ahora… (Se separan.) Oh, gracias a Dios soy muy joven, gracias a Dios, bastante guapa y… feliz, gracias a Dios… (Se detiene y, con un extraño arranque profético, añade.): ¡Pobre Amory!
(Él la besa de nuevo.)
En el término de dos semanas, Amory y Rosalind quedaron profunda y apasionadamente enamorados. Aquellas cualidades críticas que, en cada uno de ellos, habían echado a perder una docena de romances, fueron ahogadas por la gran ola de emoción que les arrastró.
—Puede que sea una historia de amor insensata —dijo ella a su inquieta madre—, pero no es vacía.
La ola depositó a Amory en una agencia de publicidad a principios de marzo, donde alternaba entre asombrosos arranques de mucho trabajo y sueños delirantes de convertirse en un hombre rico y viajar por Italia con Rosalind.
Estaban constantemente juntos, para comer, para cenar, y casi todas las noches, en una suerte de jadeante silencio, como si temieran que en cualquier minuto podría romperse el hechizo para ser arrojados de aquel paraíso de rosas y fuego. Pero el hechizo se convirtió en un trance más sublime cada día; empezaron a hablar de casarse en julio…, en junio. Toda la vida se reducía a los términos de su amor; todas sus experiencias, deseos y ambiciones quedaron cancelados, y sus respectivos sentidos del humor se fueron a dormir a un rincón. Sus anteriores aventuras amorosas les parecían cosa de risa, y a duras penas añoraban su juvenalia.
Por segunda vez en su vida Amory sufrió tan completo trastorno que tuvo que correr para alcanzar a su generación.
Amory caminaba lentamente por la avenida pensando que la noche era inevitablemente suya… Las procesiones y el carnaval de un rico atardecer en las calles oscuras… Le parecía haber cerrado al fin el libro de las pálidas armonías para echar a andar por los sensuales y vibrantes caminos de la vida. Por todas partes, las luces innumerables, la promesa de una noche de calles y canciones, le empujaban a través de la muchedumbre como a través de un sueño, esperando encontrarse con Rosalind que, desde cada esquina, corría hacia él con pies ligeros… Cómo las caras inolvidables del atardecer se fundirían con las suyas, y aquella miríada de pasos, las mil oberturas, se fundirían con sus pasos; y en la dulzura de sus ojos puestos en él habría más embriaguez que en el vino. Sus sueños eran débiles ecos de violines, desvanecidos como los sonidos del verano en el aire estival.
Toda la habitación se hallaba completamente a oscuras; sólo brillaba la lumbre del cigarrillo de Tom recostado junto a la ventana abierta. Al cerrar la puerta, Amory permaneció un momento con la espalda apoyada en ella.
—Hola, Benvenuto Blaine, ¿cómo te ha ido en el negocio de la publicidad?
Amory se dejó caer en un sillón.
—Tan mal como siempre —la momentánea visión de la ruidosa agencia dejó paso rápidamente a una imagen distinta—. ¡Dios mío! ¡Es maravillosa!
Tom suspiró.
—No te puedo decir —repitió Amory— lo maravillosa que es. No quiero que lo sepas. No quiero que lo sepa nadie.
De la ventana llegó otro suspiro, un suspiro lleno de resignación.
—Es la vida y la esperanza y la felicidad, es todo mi mundo.
En su párpado sintió el temblor de una lágrima.
—¡Oh, Tom!
—Siéntate aquí —susurró ella.
Se sentó en el sillón y abrió los brazos para que ella pudiera cobijarse entre ellos.
—Sabía que ibas a venir esta noche —dijo Rosalind dulcemente—, como el verano, cuando más te necesito… querido… querido…
Sus labios le rozaron la cara.
—Qué bien sabes —suspiró él.
—¿A qué, querido?
—Dulce… muy dulce —la apretó contra sí.
—Amory —musitó ella—, cuando tú puedas nos casamos.
—No tendremos mucho al principio…
—¡No! —dijo ella—. Me hace daño que te reproches todo lo que no me puedas dar. Te tengo a ti y es bastante.
—Dime…
—Ya lo sabes, ¿no? Ya lo sabes.
—Sí, pero me gusta oírtelo.
—Te quiero, Amory, con todo mi corazón.
—¿Para siempre?
—Toda mi vida, Amory…
—¿Qué?
—Quiero. Quiero ser tuya. Quiero que tus amigos sean mis amigos. Quiero tener hijos tuyos.
—Pero yo no tengo amigos.
—No me hagas reír, Amory. Dame un beso.
—Haré lo que tú quieras —dijo él.
—No, yo haré lo que tú quieras. Nosotros somos tú, no yo. Eres la mayor parte de mí.
El cerró los ojos.
—Soy tan feliz que tengo miedo. ¿No sería terrible que este fuera…, fuera el punto culminante?
Ella le miró soñadora.
—El amor y la belleza pasan, ya lo sé… Ya sé que hay tristeza. Supongo que una gran felicidad es siempre un poco triste. La belleza está en el aroma de las rosas, y cuando la rosa muere…
—La belleza está en la agonía, del sacrificio y en el fin de la agonía…
—Amory, la belleza está en nosotros. Estoy segura de que Dios nos quiere…
—Te quiere a ti. Tú eres su más preciosa criatura.
—Yo no soy suya, soy tuya. Amory, te pertenezco. Es la primera vez que siento haber dado otros besos; ahora sé lo que puede significar un beso.
Luego se pusieron a fumar; él le contó cómo había sido el día en la oficina…, dónde podrían vivir. Otras veces, cuando él se encontraba particularmente locuaz, ella se dormía en sus brazos, la Rosalind que él amaba —todas las Rosalinds— como no había amado a nadie en este mundo. Flotando intangiblemente, horas irrecordables.
Un día Amory y Howard Gillespie se encontraron por casualidad en el centro y, mientras almorzaban juntos, Amory oyó una historia que le encantó. Gillespie, tras unos cuantos cócteles, estuvo muy hablador y empezó por decirle a Amory que estaba seguro de que Rosalind era un tanto excéntrica.
Había ido con ella y con unos amigos a nadar en Westchester County, y alguien contó que Anette Kellerman, un día que fue de excursión, se había lanzado al mar desde el tejado en ruinas de una casa de campo de diez metros de altura. Al instante Rosalind se empeñó en que Howard le acompañara hasta el tejado para ver qué efecto le hacía.
Un minuto más tarde, mientras sentado en el borde balanceaba sus pies en el vacío, una sombra cruzó a su lado; Rosalind, con sus brazos extendidos en un bonito salto del ángel, surcaba el aire en dirección al agua.
—Naturalmente, yo tenía que hacer lo mismo, después de eso, y a poco me mato. Pensaba que ya estaba bien como prueba porque nadie se atrevió a hacerlo. En cambio Rosalind tuvo la desfachatez de preguntarme por qué me había encogido al saltar. «Eso no facilita el salto» —dijo— «y le quita toda la gracia». Y yo me pregunto, ¿qué puede hacer un hombre con una mujer así? Todo es inútil, es lo que yo digo.
Gillespie no podía comprender por qué Amory sonreía durante toda la comida. Pensaba quizás que era uno de esos hueros optimistas.
(De nuevo en la biblioteca de la casa de los Connage. Rosalind está sola, sentada en el sofá, contemplando el vacío con pesadumbre. Ha cambiado de manera perceptible; parece un poco más delgada, por una sola razón: la luz de sus ojos no es tan brillante; se diría que tiene un año más. Entra su madre, vestida para ir a la ópera. Dirige a Rosalind una mirada nerviosa).
LA SEÑORA CONNAGE: ¿Quién viene esta noche?
(Rosalind no la oye o al menos no da muestras de hacerlo.)
LA SEÑORA CONNAGE: Alec va a venir a buscarme para llevarme a ver esa comedia de Barrie Et tu, Brutus. (Se da cuenta de que ella está hablando para sus adentros.) ¡Rosalind! Te he preguntado quién viene esta noche.
ROSALIND (Volviendo en sí.): Oh… qué… Oh… Amory, Amory…
LA SEÑORA CONNAGE (Sarcástica.): Tienes tantos admiradores últimamente que no podía imaginar de cuál se trataba. (Rosalind no contesta.) Dawson Ryder tiene más paciencia de lo que yo creía. No le has visto una sola vez en esta semana.
ROSALIND (Con una expresión muy cansada, completamente nueva en ella.): Por favor, mamá…
LA SEÑORA CONNAGE: No quiero intervenir. Casi has perdido dos meses con un genio en teoría que no tiene un céntimo a su nombre; pero, sigue adelante, echa a perder tu vida con él. Yo no quiero intervenir.
ROSALIND (Como si repitiera una fatigante lección.): Ya sabes que tiene unas pocas rentas… y está ganando en la publicidad treinta y cinco dólares a la semana.
LA SEÑORA CONNAGE: Y no te podrá comprar un traje. (Se detiene, pero Rosalind no responde.) Sólo pienso en ti cuando te digo que no des un solo paso que luego hayas de lamentar toda tu vida. Tu padre ya no te puede ayudar. Últimamente las cosas le han ido mal, y es un hombre viejo. Y vas a depender solamente de un soñador; un chico simpático, de buena familia, pero un soñador… que solamente es inteligente. (Ella quiere decir que tal cualidad por sí misma es nefasta.)
ROSALIND: Por el amor del cielo, madre…
(Entra una sirvienta, anunciando a Mr. Blaine en pos de ella. Los amigos de Amory le han estado diciendo a él en los últimos diez días que «parece la ira de Dios», y así es. De hecho, ha sido incapaz de probar bocado en las últimas treinta y seis horas.)
AMORY: Buenas noches, señora Connage.
LA SEÑORA CONNAGE (Sin descortesía.): Buenas noches, Amory.
(Amory y Rosalind cambian miradas; entra Alec; su actitud ha sido completamente neutral. En el fondo de su corazón cree que ese matrimonio haría de Amory un hombre mediocre, y miserable a Rosalind, pero siente gran simpatía por ambos.)
ALEC: Qué hay, Amory.
AMORY: Qué hay, Alec. Me ha dicho Tom que te verá en el teatro.
ALEC: Sí, acabo de verle. ¿Qué tal la publicidad hoy? ¿Escribiste algo bueno?
AMORY: Siempre lo mismo. Me han concedido un aumento (todos le miran con ansiedad)… de dos dólares a la semana. (Colapso general.)
LA SEÑORA CONNAGE: Vamos, Alec, he oído el coche.
(Se dan las buenas noches, algunos con frialdad. Cuando salen la señora Connage y Alec se produce una pausa. Rosalind sigue contemplando melancólicamente la chimenea. Amory se acerca a ella y la rodea con el brazo.)
AMORY: Querida mía.
(Se besan. Otra pausa; ella toma su mano, la cubre de besos y se la lleva al pecho.)
ROSALIND (Tristemente.): Me gustan tus manos más que otra cosa. Las veo a menudo cuando tú estás lejos… tan cansada; me conozco todas sus líneas. ¡Manos queridas!
(Sus ojos se encuentran por un momento, y ella empieza a llorar, un sollozo sin lágrimas.)
AMORY: ¡Rosalind!
ROSALIND: ¡Somos tan dignos de lástima!
AMORY: ¡Rosalind!
ROSALIND: ¡Ay, quisiera morirme!
AMORY: Rosalind, otra noche así y me hago pedazos. Estás así desde hace cuatro días. Tienes que tener más ánimo o yo no podré trabajar, ni comer, ni dormir. (Mira a su alrededor, desamparado, como si buscara nuevas palabras con que vestir una frase vieja y manida.) Tenemos que empezar de algún modo. Me gustaría que empezáramos algo juntos. (Su forzado optimismo se desvanece al ver que ella no responde.) ¿Pero qué pasa? (Se levanta bruscamente y empieza a pasear por la habitación.) Es Dawson Ryder, eso es todo. Te ha estado machacando los nervios. Has estado con él todas las tardes de esta semana. Cuando la gente me dice que os han visto juntos, yo tengo que sonreír y asentir, pretendiendo que eso no significa nada para mí. Y tú no me vas a decir lo que está pasando.
ROSALIND: Amory, si no te sientas me pondré a gritar.
AMORY (Sentándose repentinamente a su lado.): Dios mío.
ROSALIND (Tomando su mano.): Ya sabes que te quiero, ¿no lo sabes?
AMORY: Sí.
ROSALIND: Y sabes que te querré siempre…
AMORY: No hables de esa manera; me asustas. Suena como si tuviéramos que separarnos. (Ella llora un poco y, levantándose del diván, se sienta en un sillón.) Toda la tarde he estado pensando que las cosas iban a empeorar. A poco me vuelvo loco en la oficina; no he podido escribir una línea. Dímelo todo.
ROSALIND: No hay nada que decir. Que estoy nerviosa.
AMORY: Rosalind, estás dando vueltas en la cabeza a la idea de casarte con Dawson Ryder.
ROSALIND (Tras una pausa.): Me lo ha estado pidiendo todo el día.
AMORY: ¡Al fin se ha decidido!
ROSALIND (Tras otra pausa.): Me gusta.
AMORY: No digas eso. Me hieres.
ROSALIND: No seas idiota. Sabes de sobra que eres el único hombre al que he querido y al que querré.
AMORY (Rápido.): Rosalind, vamos a casarnos… la semana que viene.
ROSALIND: No podemos.
AMORY: ¿Por qué no?
ROSALIND: Porque no podemos. Nos convertiríamos en un par de gitanos… en algún lugar horrible.
AMORY: Tenemos doscientos setenta y cinco dólares al mes.
ROSALIND: Querido, ni siquiera me peino yo misma.
AMORY: Lo haré yo.
ROSALIND (Entre una sonrisa y un sollozo.): Gracias.
AMORY: Rosalind, no puedes pensar en casarte con otro. ¡Dímelo! Me dejas a ciegas. Sólo si me lo dices, te puedo ayudar a luchar.
ROSALIND: Es por… nosotros. Somos dignos de compasión. Las cualidades que adoro en ti son las que te llevarán al fracaso.
AMORY (Sombríamente.): Continúa.
ROSALIND: Es… por Dawson Ryder. Es tan responsable que casi siento que será… como un apoyo.
AMORY: Tú no lo quieres.
ROSALIND: Ya lo sé, pero lo respeto. Es un hombre bueno y fuerte.
AMORY (Refunfuñando.): Sí, sí, lo es.
ROSALIND: Mira un pequeño detalle. El martes por la tarde encontramos en Rye a un pobre chico, y, bueno, Dawson lo cogió en brazos y habló con él y le prometió un traje de indio; al día siguiente se acordó y se lo compró; fue tan atento que no pude por menos de pensar lo bueno que sería con…, con nuestros hijos…; cómo cuidará de ellos…, y no tendré que preocuparme.
AMORY (Con desesperación.): ¡Rosalind! ¡Rosalind!
ROSALIND (Con cierta rudeza.): No hagas una demostración de sufrimiento.
AMORY: ¡Qué poder tenemos para hacernos daño!
ROSALIND (Volviendo a sollozar.): Ha sido tan perfecto… Tú y yo. Como un sueño que he esperado tanto tiempo y que ya nunca pensaba encontrar; la primera vez que he sentido una verdadera generosidad en mi vida. Y no puedo sufrir que se desvanezca en una atmósfera sin color.
AMORY: ¡No será así!
ROSALIND: Prefiero conservarlo como un bello recuerdo, guardado en mi corazón.
AMORY: Las mujeres pueden hacerlo, pero los hombres no. Yo lo recordaré siempre, pero no la belleza que tuvo sino la amargura que dejó, la gran amargura.
ROSALIND: ¡No!
AMORY: Todos los años sin volverte a ver, sin volverte a besar; una puerta cerrada y atrancada… porque no te atreves a ser mi mujer.
ROSALIND: No, no… El camino más duro y más difícil es el mío. Casarme contigo sería fracasar, y yo no fracaso… ¡Si no dejas de pasear arriba y abajo, me pongo a gritar!
(De nuevo se hunde desesperadamente en el diván.)
AMORY: Ven aquí, bésame.
ROSALIND: No.
AMORY: ¿No quieres besarme?
ROSALIND: Quiero que esta noche me ames con calma y… fríamente.
AMORY: El principio del fin.
ROSALIND (Con un arranque de perspicacia.): Amory, tú eres joven. Yo soy joven. La gente nos perdona ahora nuestra pose y nuestra vanidad, nuestra manía de tratar a la gente como a Sancho y salirnos con la nuestra. Ahora nos lo perdonan todo, pero vas a sufrir muchos contratiempos.
AMORY: Y a ti te asusta recibirlos conmigo.
ROSALIND: No, no es eso. A veces leo un poema —tú dirás que es Ella Wheeler Wilcox y te reirás—, pero escucha:
Porque es todo un saber, amar y vivir,
Recibir lo que el destino o los dioses quieren dar,
No hacer preguntas ni oraciones,
Besar los labios y acariciar el pelo,
Abreviar las pasiones cuando remiten,
Al igual que se agradecen cuando llegan,
Tener y guardar y, a su tiempo, dejar.
AMORY: Pero nosotros no hemos tenido.
ROSALIND: Amory, yo soy tuya, ya lo sabes. A veces durante el mes pasado hubiera sido completamente tuya si tú me lo hubieras pedido. Pero no puedo casarme contigo y arruinar nuestras vidas.
AMORY: Tenemos que probar a ser felices.
ROSALIND: Dawson dice que aprenderé a quererle.
(Amory con la cabeza entre sus manos no se mueve. Parece que de repente se le ha escapado la vida.)
ROSALIND: ¡Querido! ¡Querido! No puedo vivir contigo y no puedo imaginar la vida sin ti.
AMORY: Estamos los dos con los nervios de punta, y esa semana…
(Su voz ha envejecido. Ella se acerca y, tomando su cara entre sus manos, le besa.)
ROSALIND: No puedo, Amory. Yo no puedo estar encerrada en un piso pequeño, sin ver árboles ni flores, esperándote a ti. Me odiarías en una atmósfera mezquina. Haría que me odiaras.
(De nuevo queda cegada por lágrimas incontrolables.)
AMORY: Rosalind…
ROSALIND: Vete, querido… ¡No lo pongas más difícil! No puedo soportarlo…
AMORY (La cara descompuesta, la voz rota.): ¿Sabes lo que estás diciendo? ¿Para siempre?
(Se advierte un cambio en sus respectivos sufrimientos.)
ROSALIND: No puedes comprender…
AMORY: Me temo que no, si tú me quieres… Te asusta soportar dos años de estrecheces.
ROSALIND: No seré la Rosalind que tú quieres.
AMORY (Un poco histérico.): ¡No puedo dejarte! ¡No puedo, eso es todo! ¡Te necesito!
ROSALIND (Un tono duro en su voz.): Te portas como un chiquillo.
AMORY (Brutalmente.): ¡No me importa! ¡Estás arruinando nuestras vidas!
ROSALIND: Estoy haciendo lo único sensato, lo único que se puede hacer.
AMORY: ¿Te vas a casar con Dawson Ryder?
ROSALIND: Oh, no me preguntes. Ya sabes que para ciertas cosas soy mayor de edad y para otras, bueno, una niña. Me gusta el sol y las cosas bonitas y la alegría… y odio toda clase de responsabilidad. No quiero ocuparme de cacharros, cocinas y escobas. Quiero ocuparme de nadar en verano para tener las piernas suaves y morenas.
AMORY: Y tú me quieres.
ROSALIND: Por eso es por lo que tiene que terminar. Ésta situación nos hace mucho daño. No podemos tener más escenas como ésta.
(Extrae su anillo de su dedo y se lo entrega. Las lágrimas la ciegan.)
AMORY (Sus labios en la húmeda mejilla de ella.): ¡No! Guárdalo, por favor… ¡Me estás rompiendo el corazón!
(Ella empuja el anillo en la mano de él.)
ROSALIND: (Bruscamente.): Es mejor que te vayas.
AMORY: Adiós.
(Ella le mira una vez más, con infinito deseo, con infinita tristeza.)
ROSALIND: No me olvides, Amory…
AMORY: Adiós…
(Va hacia la puerta, busca a ciegas el picaporte y lo encuentra; ella le ve alejarse. Una vez ido, se incorpora a medias en el diván para hundir su cara entre los almohadones.)
ROSALIND: ¡Dios mío! ¡Quisiera morirme! (Tras un momento se levanta y con los ojos cerrados tantea el camino hacia la puerta. Se vuelve y contempla la habitación, donde tantas veces se habían sentado a soñar; la caja que tantas veces había llenado de cerillas para él; la pantalla que tan discretamente habían bajado durante la larga sobremesa de un sábado. Con los ojos empañados contempla y recuerda, habla en voz alta.) Oh, Amory, ¿qué te he hecho? (Embargada por la dolorosa tristeza que un día pasará, Rosalind siente —sin saber por qué— haber perdido algo.)