4. Narciso en vacaciones

Durante el período de transición en Princeton, esto es, durante los dos últimos años de Amory allí, al tiempo que lo veía cambiar y ensancharse hasta alcanzar y comprender toda su gótica belleza mediante cosas más útiles que los desfiles nocturnos, pasaron por allí ciertos individuos que le agitaron hasta sus pletóricas profundidades. Algunos habían estado en primero, y en un primero violento, con Amory; algunos estaban un curso detrás de él; y al principio de su último año, alrededor de pequeñas mesas en el Nassau Inn, empezaron a poner en duda en alta voz todas aquellas instituciones sobre las que Amory y tantos otros se habían interrogado muchas veces en secreto. En primer lugar, y casi por accidente, discutían sobre ciertos libros, un tipo muy definido de novela biográfica que Amory bautizó como «libro de búsqueda». En el «libro de búsqueda» el héroe se enfrenta con la vida provisto de las mejores armas y dispuesto a usarlas como se debe hacer uso de las armas, para derribar a los poseedores de ellas que le hacen frente, tan ciega y egoístamente como fuera posible; pero el héroe de la «búsqueda» descubre un día que se puede hacer de ellas un uso más sublime. No hay otros dioses, La calle siniestra y La investigación sublime eran ejemplos de tales libros; fue el último de esos tres el que sacudió a Burne Holiday hasta el punto de poner en duda el valor de convertirse en un diplomático autócrata, con su club en la Prospect Avenue, gozando de los privilegios de su clase. Amory lo había conocido superficialmente a través de Kerry, si bien su verdadera amistad con éste no comenzó hasta enero del último año.

—¿Te enteraste de las últimas noticias? —preguntó Tom, al volver una tarde lluviosa, con aquel aire triunfal que adoptaba tras una discusión victoriosa.

—No. ¿Quién ha muerto? ¿Han hundido otro barco?

—Peor que eso. Casi un tercio de los jóvenes va a dimitir de sus clubs.

—¿Cómo?

—¡De verdad!

—¿Por qué?

—Espíritu de reforma y todo eso. Burne Holiday lo apoya. Los presidentes de los clubs se van a reunir esta noche para estudiar los procedimientos de combatirlo.

—Bueno, pero ¿qué es lo que pasa?

—Según dicen, los clubs son un insulto a la democracia de Princeton; cuestan una barbaridad, se pierde mucho tiempo, sólo sirven para crear barreras sociales, todo lo que suelen decir los novatos resentidos, Woodrow piensa que se deben abolir.

—Pero ¿es así, de verdad?

—Completamente así. Creo que va en serio.

—Por lo que más quieras, cuéntanoslo todo.

—Bien —empezó Tom—, parece que la misma idea se engendró al mismo tiempo en varias cabezas. He hablado con Burne hace un momento y me ha dicho que es el resultado lógico si una persona inteligente se dedica a pensar sobre nuestro sistema social. Ha tenido una reunión monstruo y cuando se ha hablado de abolir los clubs todo el mundo ha aplaudido; la idea estaba en todos, más o menos, y sólo ha sido necesaria una chispa para que se pusiera de manifiesto.

—¡Muy bien! ¡Va a ser muy divertido! ¿Cómo estarán en Cap and Gown?

—Furiosos, naturalmente. Andan discutiendo, jurando, volviéndose locos. Unos se vuelven sentimentales y otros brutales. En todos los clubs pasa lo mismo, me he dado una vuelta por ellos. Han cogido a uno de los radicales y le abrasan a preguntas.

—¿Y cómo se portan los radicales?

—Bastante bien. Burne habla muy bien, de una forma tan sincera que convence a todo el mundo. Es evidente que abandonar los clubs significa para él mucho más que para nosotros conservarlos, por lo que me parece fútil discutir con él; así que he terminado por adoptar una postura neutral. Me parece que Burne se ha creído que me ha convertido.

—¿Has dicho que casi un tercio de los jóvenes va a dimitir?

—Pon un cuarto y estarás seguro.

—Dios, ¡quién lo hubiera creído!

Hubo un leve toque en la puerta y entró Burne.

—Hola, Amory; hola, Tom.

Amory se levantó.

—Buenas, Burne. No te extrañe que me vaya corriendo, me voy al Renwick.

Burne se volvió hacia él con presteza.

—Probablemente ya sabes de lo que quiero hablar con Tom; no es nada privado y me gustaría que te quedaras.

—Me quedo encantado —Amory volvió a sentarse; y, al tiempo que Burne se encaramaba en la mesa para discutir con Tom, se quedó contemplando al revolucionario con más atención que nunca. De frente despejada y recia mandíbula, sus ojos grises y delicados tan honrados como los de Kerry, Burne era un hombre que en seguida daba una impresión de grandeza y seguridad de tenacidad, una tenacidad no estólida; a los cinco minutos de estar hablando comprendió Amory que su ferviente entusiasmo no tenía nada de diletantismo.

El intenso poder que para Amory, más tarde, encerraba Burne Holiday era distinto de la admiración que había sentido por Dick Humbird. Ésta vez todo empezó por un puro interés mental. Hacia otras personas a las que en primera instancia había considerado como de primera categoría, se había sentido atraído por sus personalidades, y a Burne le faltaba aquel inmediato magnetismo hacia el que él normalmente juraba fidelidad. Pero aquella noche Amory quedó sorprendido por la intensa honradez de Burne, una cualidad que él siempre había asociado con la más negra estupidez, y por el gran entusiasmo con que logró tocar viejas fibras de su corazón. Burne navegaba vagamente hacia la tierra que Amory anhelaba y que —pronto— había de aparecer a la vista. Tom y Amory y Alec estaban metidos en un impasse; no parecía que iban a tener más experiencias en común, Tom y Alec ciegamente ocupados con sus comités y sus equipos de redacción, y Amory ciegamente ocioso, cocinando una y otra vez los escasos alimentos de su conversación —el colegio, la personalidad de sus contemporáneos y todo eso.

Aquella noche en que los sorprendió la visita de Burne discutieron el asunto de los clubs hasta las doce y, en general, todos estuvieron de acuerdo con Burne en lo principal. A los dos inquilinos de la habitación el asunto no les parecía tan vital como dos años antes; pero la lógica de los argumentos de Burne contra el sistema social barrió tan completamente sus prejuicios que más que discutir sólo preguntaron, envidiando la salud de aquel hombre tan capacitado para enfrentarse a tan viejas tradiciones.

Amory se desvió del tema y supo entonces que Burne también estaba fuerte en otras cosas. Le interesaba la economía y se estaba convirtiendo al socialismo. También asomaba el pacifismo en su conciencia, y había leído Las masas y a León Tolstoi intensamente.

—¿Y acerca de religión? —preguntó Amory.

—No sé nada. Estoy hecho un lío acerca de muchas cosas. Acabo de descubrir que tengo una mente y estoy empezando a leer.

—Leer, ¿qué?

—Todo. Tengo que empezar a seleccionar; pero, principalmente, cosas que obliguen a pensar. Estoy leyendo ahora los cuatro evangelios y las Diversas formas de la experiencia religiosa.

—¿Por dónde has empezado?

—Wells, naturalmente, y Tolstoi, y un hombre llamado Edward Carpenter. He estado leyendo durante más de un año sobre unas cuantas cosas que considero esenciales.

—¿Poesía?

—Bueno, sinceramente no lo que vosotros llamáis poesía por las razones que sean; vosotros dos, que sois escritores, miráis las cosas de distinta manera. Whitman es el que más me atrae.

—¿Whitman?

—Sí; tiene una fuerza moral muy definida.

—Me avergüenza tener que confesar que tengo una gran laguna en Whitman. ¿Y tú, Tom?

Tom sacudió la cabeza como un cordero.

—Bueno —continuó Burne—, puedes encontrar unos cuantos poemas inaguantables, pero me refiero al conjunto de su obra. Es tremendo, como Tolstoi. Los dos miran las cosas de frente y, siendo tan distintos, parece que buscan las mismas cosas.

—Me tienes asombrado, Burne —admitió Amory—. He leído, naturalmente Anna Karenina y la Sonata a Kreutzer, pero me parece que, por lo que yo sé, Tolstoi es genuinamente ruso.

—Es el hombre más grande en cientos de años —exclamó Burne con entusiasmo—. ¿Habéis visto la fotografía de esa vieja cabeza barbada?

Estuvieron hablando hasta las tres de la mañana, desde la biología hasta la religión organizada; y cuando Amory se metió entre escalofríos en la cama, las ideas le bullían en la cabeza, abrumado por la sensación de que alguien había descubierto el sendero que él podía haber seguido. Burne Holiday estaba en pleno desarrollo, y Amory se consideraba en idéntica situación. Había caído en el más negro cinismo sobre lo que se había cruzado en su camino para mostrarle las imperfecciones del hombre y se había refugiado en Shaw y Chesterton para protegerse de una decadencia…, hasta que de repente todos sus procesos mentales de año y medio atrás se le antojaron fútiles y estériles, una mezquina consumación de sí mismo… sobre el fondo sombrío del incidente de la primavera pasada, que llenaba la mitad de sus noches con un horrible miedo que le impedía rezar. Ni siquiera era católico, aunque el único espectro de código que obedecía era ese ritual, ostentoso y paradójico catolicismo cuyo mejor profeta era Chesterton, cuya claque estaba formada por esos arrepentidos libertinos de la literatura como Huysmans y Bourget, cuyo padrino americano era Ralph Adams Cram, adulador de las catedrales del siglo XIII, un catolicismo que Amory encontraba conveniente y adecuado, sin sacerdotes, ni sacramentos, ni sacrificios.

No podía dormir, así que encendió su lamparilla para buscar en la Sonata a Kreutzer los motivos del entusiasmo de Burne. Porque ser Burne era mucho más real que ser inteligente. Suspiró… Aquí podía haber otro gigante con pies de barro.

Pensaba en el Burne de dos años atrás, un novato apresurado y nervioso, completamente desbordado por la personalidad de su hermano. Y recordó un incidente de segundo curso cuando se sospechó que Burne había jugado un papel decisivo.

Un numeroso grupo había presenciado cómo el decano, Hollister, discutía con un taxista que le había traído desde el empalme. En el altercado, el decano se permitió decir que él «podía muy bien comprar aquel taxi». Pagó y se fue. Pero a la mañana siguiente al entrar en su despacho se encontró con el taxi en lugar de su mesa, con un letrero que decía: «Propiedad del Sr. Hollister, decano. Comprado y liquidado». Fueron precisos dos expertos mecánicos, que necesitaron la mitad de un día para desmontarlo y sacarlo de allí, lo que vino a demostrar la energía del humor de los novatos bajo una dirección eficaz.

Aquel mismo otoño Burne causó sensación. Una tal Phyllis Styles —que andaba siempre remoloneando entre los diversos colegios— no había logrado conseguir su invitación anual al partido Harward-Princeton.

Jesse Ferrenby la había llevado a un partido de menor importancia unas semanas antes, tras convencer a Burne —y para acabar con su misoginia— para que les acompañara.

—¿Vas a ir al partido de Harvard? —le preguntó indiscretamente Burne, para sacar un tema de conversación.

—Sí, si tú me lo pides —contestó ella rápidamente.

—Claro que te lo pido —dijo Burne débilmente. No estaba nada versado en las artes de Phyllis, convencido de que aquello no era más que una insulsa forma de bromear. Pero antes de que hubiera pasado una hora ya se había dado cuenta de que le habían enredado. Phyllis había cogido la sugerencia por los pelos y se propuso utilizarla; y el informarle en qué tren pensaba llegar fue lo que hundió a Burne totalmente. Aparte de que le disgustaba Phyllis, había pensado disfrutar de aquel partido de Harvard sólo entre amigos de su sexo.

—Ya verá ésa —así informó a una delegación que corrió a su habitación a tomarle el pelo—. ¡Va a ser la última vez que vaya a un partido acompañada de un joven inocente!

—Pero, Burne, ¿para qué la has «invitado» si no querías?

—Burne, tú sabes que en secreto estás loco por ella; eso es lo malo.

—¿Qué puedes hacer, Burne? ¿Qué puedes hacer contra Phyllis?

Pero Burne se limitaba a sacudir la cabeza y proferir amenazas que, sobre todo, consistían en aquel: «¡Ya verá ésa, ya me las pagará!»

Las alegres veinticinco primaveras de la frivola Phyllis asomaron del tren, pero sus ojos se encontraron con una espeluznante visión en el andén. Allí esperaban Burne y Fred Sloane, uniformados hasta el último ojal, como dos figurines de anuncio de su colegio. Se habían hecho unos trajes muy llamativos, con pantalones de clown y unas hombreras gigantescas. Sobre sus cabezas unos escorados sombreros de colegio, con unas violentas tiras sujetas con alfileres, de color naranja y negro, y bajo sus cuellos de celuloide unas llameantes corbatas naranja. En las mangas unos brazaletes negros con unas «pes» naranja, apoyándose en sendos bastones adornados con banderines de Princeton, todo ello rematado con unos calcetines y pañuelos con los mismos motivos y colores. Atado a una cadena un gato hermoso e irritado, pintado como un tigre.

Una mitad de la estación se les había quedado mirando, en parte con horrorizada compasión y en parte con alborotada alegría; y cuando se acercó Phyllis, sobresaliendo su esbelta mandíbula, la pareja corrió hacia ella, mezclando en sus voces altas y agudas el grito del colegio y el nombre de Phyllis. A lo largo del campus fue aclamada y entusiásticamente escoltada, seguida de medio centenar de golfillos, para regocijo de varios cientos de alumnos y visitantes, la mitad de los cuales ignoraban que se trataba de una broma y suponían que Burne y Fred eran dos famosos deportistas que agasajaban a la joven en su visita al colegio.

Es fácil imaginar cuáles eran los sentimientos de Phyllis al desfilar así entre las tribunas de Harvard y Princeton, donde se sentaban docenas de sus antiguos admiradores. Trataba ella de ir un poco delante o un poco detrás, pero ellos se mantenían a su lado para que no hubiera la menor duda de con quién estaba, dirigiéndose en voz alta a sus amigos del equipo, hasta oír a sus conocidos susurrar:

—Ésta Phyllis Styles está ya muy vista; sólo le quedaba venir con esos dos.

Tal había sido la obra de Burne, lleno de dinámico humor, pero fundamentalmente serio. De esas raíces había brotado la energía que ahora estaba tratando de canalizar…

Así pasaron las semanas y llegó marzo sin que aparecieran aquellos pies de barro que Amory esperaba. Alrededor de un centenar de estudiantes se dieron de baja en sus clubs en un arranque final de rectitud, y los clubs recurrieron a su arma más temible: el ridículo. Todo aquel que le conocía le quería; pero aquello por lo que él luchaba (y cada vez luchaba por más cosas) se convirtió en el hazmerreír de tantas lenguas, que un hombre con menos aplomo que él se habría derrumbado.

—¿Es que no te importa perder tu prestigio? —le preguntó Amory una noche. Se habían acostumbrado a llamarse varias veces por semana.

—Claro que no. Al fin y al cabo, ¿qué es el prestigio?

—Hay gente que dice que no eres más que un político bastante original.

Se echó a reír.

—Eso es lo que me ha dicho Fred hoy mismo. Supongo que me voy convirtiendo en eso.

Una tarde se enzarzaron sobre un tema que durante mucho tiempo había interesado a Amory: la relación que guardaban los atributos físicos con la conducta del hombre. Burne se refería a la biología:

—Claro que la salud cuenta; un hombre sano tiene dos veces más probabilidades de ser bueno —dijo.

—No estoy de acuerdo contigo; yo no creo en un «cristianismo muscular».

—Yo sí. Yo supongo que Cristo tenía un gran vigor físico.

—Oh, no —protestó Amory—. Tuvo que trabajar demasiado para eso. Imagino que cuando murió era un hombre acabado; y los grandes santos no han sido hombres fuertes.

—La mitad de ellos, sí.

—Bien, suponiendo que así fuera yo no creo que la salud tenga nada que ver con la bondad; supongo que para un gran santo es muy importante ser capaz de soportar enormes pruebas; pero de ahí a esa moda de los predicadores de aparentar gran virilidad, clamando que sólo la gimnasia salvará al mundo… no, Burne, es algo que no aguanto.

—Bueno, vamos a dejarlo, que no llegaremos a ningún lado y además yo no estoy completamente convencido. Pero de lo que sí estoy seguro es de que el aspecto personal tiene mucha importancia.

—¿El color? —preguntó Amory con interés.

—Sí.

—Es lo que siempre nos hemos figurado Tom y yo —convino Amory—. Hemos examinado los anuarios de los últimos diez años para estudiar las fotografías de las juntas directivas. Ya sé que para ti significan poco esas augustas asambleas; pero aquí, en general, personifican el éxito. El resultado es que siendo solamente los rubios el treinta y cinco por ciento de cada clase, las dos terceras partes de cada junta lo son. Fíjate que se trataba de los últimos diez años, lo que quiere decir que de cada quince rubios de la clase superior uno está en la junta, mientras que de los morenos hay uno cada cincuenta.

—Es cierto —concedió Burne—. En general el hombre rubio es un tipo superior. Yo hice lo mismo con los presidentes de los Estados Unidos y encontré que la mitad de ellos eran rubios; y hay que pensar en la preponderancia de morenos que da la raza.

—La gente inconscientemente lo admite —dijo Amory—. Habrás observado que la gente siempre espera de un rubio que hable; si una mujer rubia no habla es porque es «una muñeca» y al hombre rubio que permanece en silencio se le considera un estúpido. Y sin embargo el mundo está lleno de «hombres silenciosos y morenos» y «lánguidas morenitas» que no tienen nada en la cabeza; pero a nadie se le ocurre acusarles de eso.

—Indudablemente, una boca ancha, una mandíbula prominente y una hermosa nariz forman una cara superior.

—No estoy tan seguro —Amory era partidario de los rasgos clásicos.

—Claro que sí, te lo voy a demostrar —y Burne sacó del cajón de su escritorio una colección de fotografías de hirsutas y barbudas celebridades: Tolstoi, Whitman, Carpenter y otros.

—¿No son magníficos?

Amory trató de convencerse de que lo eran, pero no pudo evitar la risa.

—Burne, yo creo que es la colección de tipos más feos que he visto en mi vida. Eso parece un asilo.

—Pero Amory, mira la frente de Emerson, los ojos de Tolstoi —su tono era de reproche.

Amory sacudió la cabeza.

—¡No! Di que son extraordinarios y lo que tú quieras; pero claro que son feos.

Imperturbable, Burne acarició aquellas frentes amplias y recogió las fotografías.

Pasear de noche era una de sus distracciones favoritas; una noche convenció a Amory para que le acompañara.

—Odio la oscuridad —objetó Amory—. No me gusta nada, excepto cuando estoy particularmente inspirado; pero ahora, realmente…, le tengo miedo.

—Eso no te sirve de nada.

—Posiblemente.

—Vamos hacia el Éste —sugirió Burne—, hacia aquel laberinto de caminos a través de los bosques.

—No es muy atractivo para mí —manifestó Amory con disconformidad—, pero vamos.

Echaron a andar a buen paso por espacio de una hora, entretenidos con una vivaz conversación, hasta que las luces de Princeton no fueron más que unos puntos blancos detrás de ellos.

—Toda persona con imaginación ha de tener miedo —dijo Burne formalmente—. Esto de pasear por la noche es una de las cosas que antes me horrorizaban. Te voy a decir por qué puedo pasear por cualquier parte sin tener miedo.

—A ver —Amory requirió. Se dirigían hacia el bosque; la voz de Burne se acaloraba con nerviosismo y entusiasmo.

—Tenía por costumbre venir aquí solo por las noches, hace tres meses, y solía detenerme en esta encrucijada que acabamos de pasar. Tal como ahora, enfrente de mí estaban los bosques, los ladridos de los perros, pero ni una sombra ni un sonido humano. Naturalmente, yo mismo poblaba los bosques de toda clase de espectros, como tú, ¿no es así?

—Así es —admitió Amory.

—Bien, empecé a analizar por qué mi imaginación insistía en todos aquellos horrores de la oscuridad; así que, sacando a mi imaginación fuera de mí, la dejé en la oscuridad como si fuera la del perro perdido, la del espectro o la del preso que se ha escapado y que veía cómo yo mismo me acercaba por la carretera. Eso lo arregló todo, como pasa siempre que se coloca uno en el lugar de otro. Me di cuenta de que si yo fuera el perro, el preso o el espectro no sería una amenaza para Burne Holiday mayor que la que él era para mí. A veces pensaba en el reloj. Es mejor volver para dejarlo en la habitación. Pero decidí que no; era mejor perder el reloj que volver atrás; así que seguí carretera adelante hasta que me metí en el bosque y comprendí que ya nunca más tendría miedo, hasta que una noche me senté y me quedé dormido. Ya estaba curado del miedo a la oscuridad.

—Dios —suspiró Amory—, yo no podría haber hecho eso. A la mitad del camino, en cuanto se hubiera vuelto a cerrar la oscuridad tras los faros del primer automóvil, me habría vuelto.

—Bueno —dijo Burne de repente, tras unos minutos de silencio—, ya estamos a mitad de camino. Vamos a volver.

En el camino de vuelta se embarcaron en una discusión sobre la voluntad.

—Es lo más importante —aseguró—. Es la frontera entre el bien y el mal. No he conocido nunca un hombre de mala vida que no tenga una voluntad muy débil.

—¿Y los grandes criminales?

—Normalmente son dementes. Si no, son muy débiles. No existe el criminal fuerte y sano.

—No estoy de acuerdo contigo, Burne, ¿y el superhombre?

—¿Y qué?

—Es el mal, creo yo, pero fuerte y sano.

—No lo he visto nunca. Te apuesto a que será un estúpido o un demente.

—Yo lo he visto muchas veces y no es ni una cosa ni otra. Por eso creo que te equivocas.

—Estoy seguro de que no; por eso no creo en la prisión, excepto para los dementes.

Sobre ese punto Amory no podía estar de acuerdo. Le parecía que la vida y la historia estaban plagadas de criminales agudos y fuertes, pero que a menudo se engañaban: se les podía encontrar en la política y en los negocios, y entre los estadistas, reyes y generales. Pero Burne lo negaba, y en ese punto divergían sus opiniones.

Burne se había estado alejando cada vez más del mundo que le rodeaba. Dimitió de la vicepresidencia de la clase superior, y sus mayores ocupaciones consistían en leer y pasear. Voluntariamente asistía a las clases de filosofía y biología para graduados, donde entraba con ojos llenos de patetismo e intención, como si esperara del profesor algo que nunca podría dar. A veces Amory le veía agitarse en su asiento, los ojos encendidos: es que estaba a punto de discutir una cuestión.

Por la calle iba cada día más abstraído, por lo que se le empezó a acusar de convertirse en un snob; pero Amory sabía que no había nada de eso; y una vez que Burne pasó medio metro de él sin verle, su pensamiento a muchas leguas de allá, Amory a poco se ahoga de la romántica alegría que le produjo. Burne parecía estar escalando hacia cimas donde otros no lograrían nunca poner el pie.

—Te digo —declaró Amory a Tom— que es el mejor contemporáneo que he conocido, y reconozco qué es muy superior a mí en capacidad mental.

—Y yo te digo que este es el peor momento para hacer esa confesión. La gente empieza a pensar que es un tipo muy raro.

—Está por encima de ellos. Tú lo sabes en cuanto hablas con él. Pero, por Dios, Tom, siempre estabas en contra de la «gente». El éxito te está adocenando.

Tom se enfadó un poco.

—¿Qué es lo que pretende?, ¿llegar a santo?

—¡No! No como los demás. No entra nunca en la Philadelphian Society. No tiene fe en esa porquería. Ni cree que las piscinas públicas o las palabras amables y oportunas puedan arreglar el mundo; sin embargo, se toma un trago cada vez que le da la gana.

—Pues hace muy mal.

—¿Has hablado con él últimamente?

—No.

—Entonces no tienes ni idea de cómo es.

Ahí terminó la discusión, pero Amory percibió más que nunca cómo habían cambiado los sentimientos del campus hacia Burne.

—Es muy raro —dijo Amory a Tom, una noche que discutían en tono más amigable sobre el mismo tema— que la gente que más desaprueba el radicalismo de Burne sea toda de la clase de los fariseos, quiero decir, los hombres mejor educados del colegio, los directores de periódicos, como tú y Ferrenby, los profesores jóvenes… Estos atletas incultos como Langueduc piensan que se está haciendo un excéntrico: «Éste buen Burne —dicen— se ha metido unas ideas raras en la cabeza». Y eso es todo. Pero los fariseos, ¡caray!, queréis ridiculizarle sin piedad.

Al día siguiente se encontró a Burne que corría por el paseo MacCosh después de una conferencia.

—¿A dónde vas, Zar?

—A la oficina del Prince a ver a Ferrenby —le enseñó un ejemplar matinal del Princetonian—. Ha escrito este editorial.

—¿Lo vas a desollar vivo?

—No, pero me tiene asombrado. O le he entendido mal o se ha convertido en el radical más violento del mundo.

Burne salió corriendo. Pasaron varios días hasta que Amory tuvo noticia de la conversación que siguió. Burne había entrado en el santuario del editor, desplegando el diario alegremente.

—Hola, Jesse.

—Hola, Savonarola.

—He leído tu editorial.

—Hombre, no sabía que habías caído tan bajo.

—Jesse, me dejas asombrado.

—¿Yo? ¿Por qué?

—¿No te da miedo que toda la facultad se eche encima de ti si sigues publicando frases antirreligiosas?

—¿Cómo?

—Como esta mañana.

—Demonio, el editorial era sobre el sistema de entrenamiento en el fútbol.

—Sí, pero la cita…

Jesse se levantó.

—¿Qué cita?

—Ya sabes: «Quien no está conmigo está contra mí».

—Bien, ¿y qué?

Jesse estaba asombrado pero no alarmado.

—Tú dices aquí que… Déjame ver —Burne abrió el diario y leyó—: «Quien no está conmigó está contra mí, como dijo aquel caballero que, evidentemente, sólo era capaz de hacer las más groseras distinciones y las más pueriles generalizaciones».

—Pero ¿y qué? —Ferrenby empezó a alarmarse—. Lo dijo Oliver Cromwell, ¿no? ¿O fue Washington? ¿O uno de los santos? Señor, creo que lo he olvidado.

Burne se hecho a reír.

—Pero Jesse, Jesse…

—Pero, por amor de Dios, ¿quién lo dijo?

—Bueno —dijo Burne, recobrando su voz—, San Mateo dice que fue Cristo.

—¡Dios mío! —gritó Jesse, cayendo encima del cesto de papeles.

Amory escribe un poema

Las semanas volaban. De tanto en tanto Amory se iba a Nueva York para tratar de encontrar un reluciente autobús verde cuyo aspecto de caramelo le llamaba la atención. Un día se aventuró en un teatro que reponía una comedia cuyo nombre le resultaba ligeramente familiar. Se levantó el telón, entró una joven. Unas pocas frases que sonaron en su oído hicieron vibrar una apagada cuerda de su memoria. ¿Dónde? ¿Cuándo?

Y le pareció oír junto a él una voz vibrante y blanda que le susurraba: «Soy una tonta; dime cuando me equivoco».

La solución llegó como un relámpago, un rápido y alegre recuerdo de Isabelle.

En una página en blanco del programa empezó a garrapatear:

En la fingida oscuridad que una vez más contemplo,

Allí con el telón se envuelven los años;

Dos años, dos años, aquel día tranquilo

Tan nuestro, con un feliz final.

Nuestras almas en agraz; y yo podía

Adorar tu rostro ansioso junto al mío;

Una alegre y amplia mirada sonriendo

Tantas veces mientras la triste comedia

llegaba hasta mí, como las muertas olas

Llegan a la playa.

Toda una tarde aburrida y errante.

Solo contemplo… Y esas charlas

Que destruyen una escena con encanto.

Lloraste un poco, y triste me volví por ti.

Aquí mismo. Donde Mr. X defiende el divorcio.

Y la que sea cae rendida en sus brazos.

Tranquila calma

—Los espíritus no tienen ninguna gracia —dijo Alec—, son medio tontos. Siempre me las arreglo para engañar a un espíritu.

—¿Cómo? —preguntó Tom.

—Depende de donde sea. En un dormitorio, por ejemplo. Con un poco de discreción un espíritu nunca te puede sorprender en el dormitorio.

—Vamos a ver. Suponte que hay un espíritu en tu dormitorio, ¿qué medidas puedes tomar al volver a casa de noche? —preguntó Amory con mucho interés.

—Coge un bastón —respondió Alec con deliberada solicitud— del tamaño de una escoba. Lo primero que tienes que hacer es despejar la habitación; para eso primero entras con los ojos cerrados y enseguida enciendes las luces; luego abres el armario y hurgas con el bastón tres o cuatro veces. Si no ocurre nada puedes mirar. Pero siempre antes que nada tienes que ir despejando con el bastón. ¡Nunca se debe mirar primero!

—Naturalmente, es la antigua escuela celta —dijo Tom gravemente.

—Sí, pero ellos primero rezan. De cualquier manera hay que usar el método de despejar dentro de los armarios y detrás de las puertas.

—Y la cama —sugirió Amory.

—¡No, Amory, no! —gritó Alec con horror—. La cama exige una táctica diferente; deja la cama tranquila si tienes aprecio por tu razón. De haber un espíritu en la habitación —y solamente lo hay la tercera parte del tiempo— es seguro que está debajo de la cama.

—Entonces… —empezó Amory.

Alec le hizo un gesto de que se callara.

—Nunca se debe mirar. Debes quedarte en el centro de la habitación; y, antes de que él sepa lo que piensas hacer, da un salto encima de la cama; nunca andes alrededor de ella, porque para un espíritu el tobillo es la parte más vulnerable; una vez en la cama ya estás seguro. El puede pasarse toda la noche debajo de la cama, pero tú estarás tan resguardado como a la luz del día. Y si todavía dudas, échate las sábanas por encima de la cabeza.

—Todo eso es muy interesante, Tom.

—¿Verdad que sí? —Alec brillaba de satisfacción—. Todo, original mío, el sir Oliver Lodge del Nuevo Mundo.

Amory volvía a disfrutar en el colegio. Le había vuelto el sentido de que progresaba en una dirección única y determinada; su juventud se estaba agitando y dejando crecer nuevas plumas. Había almacenado suficiente exceso de energía como para adoptar una nueva pose.

—¿Qué significa esa actitud «distraída», Amory? —le preguntó Alec un día; y como Amory pretendiera hallarse enfrascado y deslumhrado por su libro, añadió—: No trates conmigo de hacerte el Burne, el místico.

Amory le miró inocentemente.

—¿Qué?

—¿Quéeee? —le imitó Alec—. Estás tratando de entrar en trance con… déjame ver ese libro.

Le quitó el libro y lo miró con desprecio.

—¡Bien! —dijo Amory rígidamente.

La vida de Santa Teresa —leyó Alec en voz alta—. ¡Ay, Dios mío!

—Alec, dime.

—¿Qué?

—¿Es que te molesta?

—¿Qué es lo que me molesta?

—Que esté en trance y todo eso.

—No, claro que no, claro que no me molesta.

—Bueno, entonces déjame tranquilo. Si a mí me gusta ir diciendo ingenuamente a la gente que me creo un genio, déjame tranquilo.

—Estás adquiriendo una reputación de excéntrico si es a eso a lo que te refieres.

A la postre prevaleció Amory, y Alec tuvo que aceptar su pose en presencia de otros, a condición de que se tomara ciertos descansos cuando estuvieran solos; así que Amory se dedicó a «quemarla» a gran velocidad, invitando a cenar a la gente más excéntrica, gente furiosa que preparaba la licenciatura, preceptores con extrañas teorías acerca de Dios y del gobierno, ante el cínico asombro de los engreídos del Cottage Club.

Cuando el sol, rompiendo a través de febrero, empezó a moverse alegremente a lo largo de marzo, Amory pasó varios fines de semana con monseñor; una vez llevó a Burne, con enorme éxito, porque ambos se explayaron con gran gusto y contento. Monseñor le llevó varias veces a ver a Thornton Hancock y una o dos veces a la casa de una tal señora Lawrence, una de esas americanas obsesionadas con Roma, a la que Amory cobró inmediato afecto.

Un día le llegó una carta de monseñor con una posdata que resultó ser excepcionalmente interesante; decía así:

¿Sabes que tu prima lejana, Clara Page, enviudó hace seis meses y vive muy pobremente en Filadelfia? Me parece que no la conoces, pero me gustaría que me hicieras el favor de ir a visitarla. Para mi gusto es una mujer muy notable, poco más o menos de tu edad.

Amory suspiró y decidió hacerle ese favor…

Clara

Era una mujer inmemorial… Amory no era lo suficientemente bueno para Clara, la del ondulado cabello de oro; pero ningún hombre lo era. Su bondad estaba por encima de la prosaica moral de la cazadora de maridos, dejando aparte la necia literatura sobre la virtud femenina.

El dolor la envolvía delicadamente; y, cuando por primera vez la vio en Filadelfia, pensó que aquellos ojos azules acerados sólo podían cobijar felicidad; los hechos a los que tenía que enfrentarse habían forjado, en la forma más acabada, una latente fortaleza, un cierto realismo. Estaba sola en el mundo, con dos niños pequeños, con muy poco dinero y, lo que era peor, una hueste de amigos. Pudo ver cómo una tarde de invierno en Filadelfía tuvo que hacer los honores a una casa llena de hombres, sabiendo que no tenía otra sirvienta que aquella niña negra que cuidaba de los niños. Allí vio a uno de los más grandes libertinos de la ciudad, un hombre habitualmente borracho y tan conocido en casa como fuera de ella, sentado junto a ella toda la tarde discutiendo sobre los «pensionados de señoritas» con una especie de inocente excitación. ¡Pero qué gracia tenía Clara! Del aire que flotaba en el salón podía sacar tema para una conversación fascinante.

El saber que estaba en la mayor pobreza había hecho suponer a Amory que Clara se encontraría en una lamentable situación. Llegó a Filadelfía esperando que el 921 de Ark Street fuera un poco más que una choza. Incluso se sintió defraudado cuando no encontró nada de eso. Era una vieja casa que durante años había pertenecido a la familia de su mando. Una tía de edad, que se negaba a venderla, había depositado en manos de un abogado los impuestos de diez años y se había marchado a Honolulú dejando a Clara que luchase con la calefacción. Así que no fue recibido por una mujer desgreñada, con un niño hambriento colgado del pecho y una mirada triste a lo Amelia. Muy al contrario, por la recepción que le hizo llegó a pensar que nada de este mundo le preocupaba.

Una tranquila fortaleza y un humor de fantasía contrastaban con su serenidad, estados de ánimo en los que a veces se refugiaba. Aunque podía dedicarse a las cosas más prosaicas (pero no tanto como para embrutecerse con esas «artes domésticas» como el punto y el encaje), inmediatamente era capaz de coger un libro y dejar volar la imaginación como una nube arrastrada por el viento. Pero lo más hondo de su personalidad era la dorada radiación que extendía alrededor de ella. Como ese fuego que en la oscura habitación reviste de romance y sentimientos las caras tranquilas que se sientan junto a él, así podía ella inundar de sus luces y sombras las habitaciones donde estaba hasta transformar a su prosaico tío en un hombre de meditativo y raro encanto y al chico de los telegramas en una criatura a lo Puck de deliciosa originalidad. Al principio esa cualidad irritaba a Amory. Consideraba él suficiente su propia singularidad, y le molestaba que ella tratara de despertar en él un interés ignorado para beneficio de algunos admiradores suyos que se hallaban presentes. Sentía como si un educado pero insistente director de escena intentara obligarle a hacer una interpretación distinta de la que había ejecutado durante años.

Pero cuando Clara hablaba, cuando Clara contaba una anécdota de un alfiler de sombrero, un borracho y ella que… Mas cuando la gente trataba de repetir sus anécdotas, aquello no sonaba a nada. Le concedían una especie de inocente atención y muchas sonrisas que duraban largo rato; pocas lágrimas asomaban a los ojos de Clara, pero la gente sonreía hacia ella con los ojos empañados.

Con bastante frecuencia, cuando todos los demás se habían retirado, Amory permanecía media hora en su casa para tomar una taza de té con pan y mermelada por la tarde, o aquellas colaciones nocturnas de «pan y queso», como ella las llamaba.

—Eres una mujer muy notable —Amory se estaba poniendo rancio, encaramado en el centro, de la mesa del comedor a las seis de la tarde.

—Ni por asomo —respondió ella. Buscaba las servilletas en el aparador—. Soy de lo más cargante y vulgar. Una de esas personas a quien no interesan más que sus hijos.

—Vete a contárselo a otro —gruñó Amory—. De sobra sabes que eres resplandeciente —le preguntó la única cosa que sabía que podía intimidarla. La misma pregunta que el primer impertinente le debió hacer a Adán—: Dime algo sobre ti —y ella le dio la respuesta que debió dar Adán:

—No hay nada que decir.

Seguramente Adán le contó todo lo que le rondaba la cabeza aquella noche, mientras los grillos cantaban bajo la hierba polvorienta, haciéndole saber con aire protector qué distinto se sentía de Eva, olvidando qué diferente se sentía ella de él… Pero el caso es que aquella tarde Clara le contó a Amory muchas cosas acerca de sí misma. Había tenido una vida agitada desde los dieciséis años, edad a la que tanto sus ocios como su educación habían sido suspendidos repentinamente. Curioseando en su biblioteca, Amory encontró un libro desencuadernado del que cayó una hoja amarilla que abrió indiscretamente. Era una poesía que ella había escrito en el colegio acerca del muro gris de un convento, en un día gris, y una niña encaramada a él con su capa agitada por el viento, soñando con un mundo multicolor. Por regla general, semejantes sentimientos aburrían a Amory; pero la poesía estaba escrita con tal atmósfera de sinceridad que le proporcionó una imagen cabal de Clara en aquel día frío y gris, con sus ojos azules muy atentos, tratando de ver cómo sus tragedias desfilaban por aquellos jardines. Tuvo envidia de aquella poesía. Cómo le habría gustado estar allí y verla sobre el muro, para hablar de cualquier tontería e iniciar el romance que flotaba en el aire. Empezó a sentirse terriblemente celoso de todo lo que concernía a Clara: de su pasado, de sus niños, de los hombres y mujeres que se congregaban a beber en torno de su fría amabilidad para descanso de sus atribulados ánimos, como en las comedias más interesantes.

—Parece que nadie te aburre —objetó él.

—Casi la mitad del mundo —admitió ella—, pero creo que es una proporción bastante aceptable, ¿no crees tú? —y se volvió a buscar algo en Browning que tratara del asunto. Nunca había encontrado una persona que pudiera como ella buscar un pasaje o una cita para enseñarlo en medio de la conversación, sin irritar ni distraer. Lo hacía constantemente, con tan serio entusiasmo que llegó a sentirse conmovido por aquel pelo dorado, ondulado, sobre el libro…, las cejas fruncidas en busca de la sentencia.

Durante el mes de marzo tomó la costumbre de pasar en Filadelfia los fines de semana. Clara casi siempre estaba acompañada y nunca parecía ansiosa de verle a solas, pues se presentaron muchas ocasiones en que una sola palabra de ella habría bastado para regalarla con otra media hora de deliciosa adoración. Poco a poco se fue enamorando y empezó a pensar insensatamente en casarse. A pesar de que tal designio fluía desde su cerebro incluso hasta sus labios, se dio después cuenta de que el deseo no había echado raíces profundas. Soñó una vez que se había convertido en realidad y se despertó horrorizado porque en sus sueños había visto una Clara tonta y pálida, perdido todo el brillo de su pelo, que dejaba caer insípidas vaciedades de una lengua vacilante. Con todo, era la primera mujer delicada que había conocido y una de las pocas buenas personas que le habían interesado: de tal modo era su bondad un atractivo. Amory había decidido que las buenas personas o bien arrastraban su bondad tras ellos como una obligación o bien la transformaban en una artificiosa genialidad, sin contar con los irremediables vanidosos y fariseos (que Amory no incluía nunca entre los que habían de salvarse).

Santa Cecilia

Bajo su traje gris de terciopelo

color de rosa, con burlona pena

sube y se apaga y alza su belleza

bajo su fundido y agitado pelo.

El aire de ella tanto le rebosa

con sus lánguidas y breves miradas,

tan sutilmente, que apenas sabe…

risa repentina, color de rosa.

—¿Tú me aprecias?

—Naturalmente —dijo Clara, con seriedad.

—¿Por qué?

—Tenemos bastantes cualidades en común. Cosas que son espontáneas en cada uno de nosotros… o que al menos lo eran.

—¿Lo que quieres decir es que no he hecho un uso demasiado bueno de mí mismo?

Clara vaciló.

—No puedo juzgar. Un hombre tiene que pasar por muchas cosas. Yo siempre he vivido protegida.

—No te compliques, por favor, Clara —interrumpió Amory—, pero hablame algo de mí, ¿quieres?

—Claro que sí, yo adoro eso —ella no sonrió.

—Muy amable por tu parte. Pero primero responde algunas preguntas. ¿Te parece que soy terriblemente engreído?

—Bueno, no; lo que tienes es una enorme vanidad, pero a la gente que se da cuenta de su preponderancia le divierte.

—Ya veo.

—Realmente tienes un corazón humilde. Y te hundes en el último infierno de la depresión cuando crees que te desprecian. En verdad no tienes mucho respeto por ti mismo.

—Has dado dos veces en el clavo, Clara. ¿Cómo te las arreglas? Nunca me dejas decir una palabra.

—Claro que no, no puedo juzgar a un hombre si está hablando. Pero no he terminado; la razón de tu poca confianza en ti mismo, por mucho que digas con toda seriedad, al primer fariseo que veas, que te crees un genio, es que te atribuyes toda clase de faltas atroces y tienes que vivir a la altura de ellas. Por ejemplo, siempre andas diciendo que eres un esclavo de la bebida.

—Y lo soy, potencialmente.

—Y también dices que eres un hombre débil de carácter, sin voluntad.

—Ni un asomo de voluntad; soy un esclavo de mis emociones, de mis gustos, de mi horror al aburrimiento, de mis deseos…

—¡Qué vas a serlo! —se golpeaba los puños—. Tú eres un esclavo, un esclavo indefenso, de una única cosa: tu imaginación.

—La verdad es que me interesas mucho. Continúa si no te aburre.

—He notado que cuando quieres faltar un día más del colegio te lo tomas con mucha seguridad. No decides nunca, mientras las ventajas de irte o quedarte no están claras. Dejas correr durante unas horas tu imaginación por donde marchan tus deseos y entonces decides. Naturalmente tu imaginación con un poco de libertad se dedica a pensar mil razones para quedarte, y entonces la decisión que tomas es falsa. Es interesada.

—Sí —objetó Amory—, pero dejar correr a la imaginación por el lado equivocado, ¿no es por falta de voluntad?

—Querido mío, ese es tu gran error. Eso no tiene nada que ver con la fuerza de voluntad, una palabra inútil y tonta; lo que te falta es juicio, el juicio, el juicio para decidir si la imaginación, en una alternativa, te va a llevar por el camino falso.

—¡Qué me zurzan! —exclamó Amory con sorpresa—. Eso sí que es lo último que yo esperaba.

Clara no se pavoneó de ello y cambió inmediatamente de tema. Le había obligado a pensar, y él estaba convencido de que en gran parte ella tenía razón. Se sentía como el propietario de una fábrica que, tras acusar a un contable de falsear las cuentas, descubre que su hijo, una vez por semana, cambia los libros de contabilidad. Su pobre y maltratada voluntad, que había soportado todo su desprecio y el de sus amigos, se presentaba inocente ante él mientras su juicio era arrastrado a prisión, acompañado de su incontrolable demonio, la imaginación, que bailaba a su lado con burlona alegría. Solamente a Clara le había pedido un consejo sin anticipar su propia respuesta, excepto, quizás, en sus conversaciones con monseñor Darcy.

¡Cómo le gustaba hacer cualquier cosa con Clara! Ir de compras con ella era casi un sueño epicúreo. En todos los comercios donde la conocían era recibida como la bella señora Page.

—Te apuesto a que no seguirá viuda por mucho tiempo.

—Bueno, no chilles. No ha venido a pedir consejo.

—¡Qué hermosa es!

(Entra el encargado; silencio hasta que se adelanta sonriendo.)

—Es una dama de la buena sociedad, ¿no?

—Sí, pero parece que es pobre ahora; así dicen.

—De todos modos, tiene un aire distinguido, ¿verdad?

Y Clara resplandecía entre todo aquello. Amory pensaba que los comerciantes le hacían descuentos, a veces a sabiendas de ella y a veces sin que lo supiera. Vestía muy bien, se llevaba siempre lo mejor de la casa e inevitablemente era atendida por el encargado.

A veces iban el domingo a la iglesia; y, al pasear juntos, se regocijaba con sus húmedas mejillas, del rocío del nuevo día. Era muy devota, siempre lo había sido, y sólo Dios sabía hasta qué alturas se elevaba y qué fuerza recogía, al arrodillarse, con su cabello ondulado en la luz tornasolada.

—Santa Cecilia —exclamó él un día, de forma involuntaria; la gente se volvió a mirarle y el sacerdote detuvo su sermón mientras Clara y Amory enrojecían.

Fue su último domingo, porque aquella noche él lo echó todo a perder. No pudo evitarlo.

Paseaban en el crepúsculo de un marzo tan cálido que parecía junio, y una alegría juvenil colmaba su alma de tal manera que sintió la necesidad de hablar.

—Creo —dijo él con voz temblorosa— que si pierdo la fe en ti perderé la fe en Dios.

Ella le miró con una cara tan atónita que él preguntó qué pasaba.

—Nada —dijo ella lentamente—, solamente que cinco hombres me han dicho antes lo mismo y me da miedo.

—Oh, Clara, será tu destino.

Ella no contestó.

—Supongo que el amor es para ti… —empezó él.

Ella se volvió como un rayo.

—Nunca he estado enamorada.

Caminaron un rato y él comprendió lo mucho que le había dicho… Nunca enamorada… De pronto parecía una hija de luz nada más. Su naturaleza parecía estar en otro plano, y él sólo anhelaba tocar la punta de su vestido con la misma veneración que debía haber tenido José del eterno significado de María. Pero de manera mecánica se oyó a sí mismo que decía:

—Te quiero, y la posible grandeza que pueda tener es… Ay, no puedo hablar; pero, Clara, si dentro de dos años estoy en situación de casarme contigo…

Ella sacudió su cabeza.

—No —dijo—, nunca me volveré a casar. Tengo dos hijos y me tengo que dedicar a ellos. Te quiero —como quiero a todo hombre inteligente y a ti más que a nadie—, pero me conoces lo bastante para saber que nunca me casaré con un hombre inteligente… —se detuvo repentinamente—: ¡Amory!

—¿Qué?

—Tú no estás enamorado de mí. Tú no quieres casarte conmigo, ¿no es cierto?

—Era el crepúsculo —dijo pensativo—. No sabía que estaba hablando en voz alta. Pero te quiero, te adoro…

—Así haces tú: desplegando en cinco segundos todo tu catálogo de sentimientos.

El sonrió sin querer.

—No me tomes como si fuera superficial, Clara; a veces eres deprimente.

—No he pensado nunca que fueras superficial —dijo Clara con intención, cogiéndole del brazo y abriendo sus ojos; él podía sentir su bondad en el evanescente atardecer—. El hombre superficial es una nulidad.

—Hay mucha primavera en el aire; y mucha dulzura en tu corazón.

Ella soltó su brazo.

—Ahora estás bien y yo me siento en la gloria. Dame un cigarrillo. Nunca me has visto fumar, ¿verdad? Sólo lo hago una vez al mes.

Y entonces aquella muchacha encantadora y Amory echaron a correr hasta la esquina como dos chicos traviesos embriagados por el pálido azul del atardecer.

—Mañana me voy al campo —anunció ella, mientras recobraba el aliento, más allá de la luz del farol—. Son unos días demasiado buenos para perderlos, aunque quizá se disfrutan más en la ciudad.

—Ay, Clara —dijo Amory—, hubieras sido un demonio si el Señor llega a modelar tu alma de otra manera.

—Puede ser —respondió ella—, pero creo que no. Nunca pierdo los estribos. Ésa pequeña expansión era pura primavera.

—Y tú también lo eres —dijo él.

Iban paseando.

—No, te vuelves a equivocar. ¿Cómo puede una persona de tan reconocido talento equivocarse tanto conmigo? Soy lo más opuesto a la primavera. Es una desgracia que me parezca tanto a lo que tanto gustaba al viejo escultor griego; porque te aseguro que si no fuera por mi cara podría haber sido una monja tranquila en un convento sin… —se interrumpió y echó a correr y su voz llegó flotando hasta él— mis preciosas criaturas; tengo que ir a verlas.

Era la única mujer que conoció de la que podía comprender que prefiriese a otro nombre. A menudo se encontraba con esposas a las que había conocido de debutantes y a las que, tras mirarlas con mucha atención, imaginaba que en su cara había algo que decía: ¡Oh, si te hubiera podido atrapar! ¡Oh, la enorme vanidad del hombre!

Pero aquella era una noche de estrellas y canciones, y el alma brillante de Clara iluminaba los caminos por donde pasaba.

Dorado, dorado es el aire —cantaba él a los charcos—. Dorado es el aire, doradas notas de doradas mandolinas, dorados sonidos de dorados violines, pureza, oh, cansada pureza…, esas madejas en trenzados cestos que los mortales no pueden llevar. Oh, ¿qué joven dios extravagante —quién lo podrá preguntar— es el dueño de ese oro…?

Amory, resentido

Lenta e inevitablemente, pero con un violento estertor final, y mientras Amory seguía hablando y soñando, la guerra llegó hasta las playas para bañar las arenas donde Princeton jugaba. Todas las noches, el gimnasio resonaba con los ecos de los pelotones que barrían el piso y borraban las líneas del básket. En el siguiente fin de semana fue a Washington, donde captó el espíritu de crisis, que se convirtió en repugnancia en el coche-cama de vuelta, con todas las literas ocupadas de malolientes extranjeros, griegos, suponía, o rusos. Pensaba en cuánto más fácil era el patriotismo en una raza homogénea, cuánto más fácil hubiera sido luchar como lucharon las colonias o como luchó la Confederación. No pudo dormir en toda la noche, desvelado por las carcajadas y ronquidos extranjeros que llenaban el coche con el acerbo aroma de la más reciente América.

En Princeton todo el mundo bromeaba en público; y en privado, se decían a sí mismos que, al menos, sus muertes serían heroicas. Los estudiantes de literatura leían a Rupert Brooke apasionadamente; los amanerados se preocupaban de si el Gobierno permitiría el corte a la inglesa en el uniforme de los oficiales; y unos pocos recalcitrantes escribían a oscuros servicios del Departamento de Defensa, tratando de conseguir un puesto fácil y una cama blanda.

Al cabo de una semana Amory vio a Burne y comprendió al instante que toda discusión era inútil; Burne se había decidido por el pacifismo. Las revistas socialistas, un conocimiento muy superficial de Tolstoi y su vehemente anhelo por una causa que le absorbiera todas sus fuerzas, le habían empujado finalmente a predicar la paz como un ideal subjetivo.

—Cuando entró el ejército alemán en Bélgica —empezó—, si todos los habitantes hubieran seguido dedicándose pacíficamente a sus asuntos, el ejército alemán se habría desorganizado…

—Ya lo sé —interrumpió Amory—. Ya he oído eso, pero no quiero hacer propaganda contigo. Es posible que tengas razón, pero hacen falta cientos de años para que la no-resistencia sea una realidad tangible.

—Pero escucha, Amory…

—Burne, ya hemos discutido…

—Muy bien.

—Sólo una cosa: no te pido que pienses en tu familia o en tus amigos, porque ya sé que, frente a tu sentido del deber, te importan una higa; pero, Burne, ¿cómo sabes que las revistas que lees, las sociedades que visitas y los idealistas que frecuentas no son «alemanes»?

—Algunos lo son, naturalmente.

—¿Cómo sabes que no son germanófilos? Todos son unos débiles con nombres judíos y alemanes.

—Es posible, desde luego —respondió con tranquilidad—. Yo no sé si mi postura se debe mucho o poco a la propaganda que he oído; pero pienso que es mi convicción más íntima, como un camino que tengo que recorrer.

Amory se sintió desfallecer.

—Pero piensa en el negocio que haces; nadie te va a martirizar por ser pacifista, pero te dejarán de lado con lo peor…

—Lo dudo —interrumpió.

—Todo eso me huele a la bohemia de Nueva York.

—Ya sé lo que quieres decir; por eso no estoy seguro de dedicarme a la agitación.

—No eres más que un hombre, con todo lo que Dios te ha dado, decidido a predicar en el desierto.

—Eso es lo que debía pensar Esteban hace muchos años, pero hizo su prédica y le asesinaron. Probablemente cuando estaba muriendo pensó que había perdido el tiempo. Pero ya ves, siempre he creído que fue la muerte de Esteban lo que se le apareció a Pablo en el camino de Damasco y le indujo a predicar la palabra de Cristo por todo el mundo.

—Sigue.

—Eso es todo, ese es mi deber particular. Aunque esté en lo cierto, no soy más que un peón que se puede sacrificar. ¡Dios! ¡Amory, no irás a creer que a mí me gustan los alemanes!

—No tengo nada más que decir; la lógica de la no-resistencia termina, como el tercio excluido, con el gran espectro del hombre tal como es y tal como siempre será. Un espectro que está entre la necesidad lógica de Tolstoi y la necesidad lógica de Nietzsche —Amory se interrumpió repentinamente—. ¿Cuándo te marchas?

—La semana que viene.

—Te veré antes.

Al alejarse, le pareció a Amory que su cara guardaba un gran parecido con la de Kerry, cuando se despidieron bajo Blair Arch dos años antes. Amory se preguntaba con gran pesadumbre por qué él no podía dedicarse a nada con la misma entereza que aquellos dos.

—Burne es un fanático —le dijo a Tom—, y me inclino a pensar que se equivoca; no es más que un peón en manos de anarquistas y agitadores germanófilos; pero me obsesiona; abandonar así todo lo que vale la pena…

Burne se fue a la semana siguiente, de una manera tranquila y dramática. Vendió todos sus haberes y entró en la habitación para decir adiós; tenía una bicicleta desvencijada con la que pensaba llegar hasta su casa en Pensilvania.

—Pedro el Ermitaño se despide del Cardenal Richelieu —dijo Alec, recostado en el asiento de la ventana mientras Burne y Amory se daban la mano.

Pero Amory no estaba para bromas; y, al contemplar las largas piernas de Burne pedaleando en su ridicula bicicleta hasta perderse de vista más allá de Alexander Hall, comprendió que iba a pasar una semana muy mala. No era que despreciase la guerra —Alemania representaba para él todo lo repugnante, desde el materialismo, hasta el uso licencioso de una fuerza tremenda—, sino que la cara de Burne permanecía en su memoria, al tiempo que empezaba a sentirse enfermo de la histeria que le rodeaba.

—¿De qué sirve lanzar pestes contra Goethe? —preguntaba a Tom y Alec—. ¿Para qué escribir libros que demuestran que él empezó la guerra? ¿O que ese estúpido y supervalorado Schiller es un demonio disfrazado?

—¿Has leído algo de ellos? —preguntó astutamente Tom.

—No —confesó Amory.

—Ni yo tampoco —contestó riendo.

—La gente gritará —dijo Alec con calma—, pero Goethe seguirá en la misma estantería de la biblioteca, ¡para aburrimiento de todo el que quiera leerle!

Amory se rindió y cambiaron de tema.

—¿Y tú qué vas a hacer, Amory?

—Infantería o aviación, todavía no me he decidido; detesto la mecánica, pero me parece que la aviación es lo que me corresponde.

—A mí me pasa lo mismo —dijo Tom—. Infantería o aviación; la aviación parece lo más romántico de la guerra, como antes la caballería; pero, igual que Amory, no sé distinguir un caballo de vapor de una biela.

Algo del desagrado de Amory por su propia falta de entusiasmo culminó en un intento de cargar las culpas de la guerra sobre la generación precedente…, toda la gente que había aplaudido a Alemania en 1870…, todos los rampantes materialistas, los idólatras de la ciencia y la eficiencia germánicas. Y cuando en una clase de inglés oyó el Locksley Hall cayó en una sombría meditación sobre el desprecio que le inspiraba Tennyson y todo lo que representaba, porque para él era como un portavoz de todos los Victorianos.

Victorianos, Victorianos, que no aprendisteis a llorar,

sembrasteis la amarga cosecha que habían de recoger vuestros hijos…

garabateó Amory en su cuaderno. La lección se refería a la solidez de Tennyson, y cincuenta cabezas abatidas tomaban notas. Amory emborronó una nueva hoja.

Horrorizados cuando descubrieron lo que pretendía Darwin.

Horrorizados cuando se introdujo el vals y desertó Newman.

Pero como el vals se introdujo mucho antes, tachó aquello.

—Y titulado Un canto del tiempo del orden —llegó la voz zumbante y lejana del profesor—: «Tiempo de orden». ¡Dios mío! Todo amontonado en la caja, y los Victorianos, sentados sobre la tapa, sonriendo con serenidad… Y Browning en su villa italiana gritando con valentía: «Todo para los mejores».

Amory garabateó de nuevo.

Os arrodillasteis en el templo, y él se reclinó a escucharos.

Le agradecisteis sus «gloriosos triunfos», le reprochasteis su «Cathay».

¿Por qué no sería capaz de hacer más que un par de versos?

Ahora necesitaba algo que rimase con:

Le pusisteis a la cabeza de la ciencia porque antes se había equivocado…

¡Vaya, vaya! De todos modos…

Vuelves con los niños a casa. «Ya estoy de vuelta», gritas.

Y tras cincuenta años en Europa, virtuosamente, te mueres.

—Tal era, a grandes rasgos, la idea de Tennyson —volvió la voz del profesor—. El canto del tiempo del orden de Swinburne podía haber servido muy bien como título de Tennyson. Porque idealizó el orden contra el caos, contra la desolación.

Por fin encontró Amory la rima. Cogió otra hoja y durante los veinte minutos que quedaban de clase escribió con decisión. Luego se acercó al estrado y depositó en la mesa del profesor la hoja arrancada de su cuaderno.

—Aquí tiene un poema dedicado a los Victorianos, señor —dijo con frialdad.

El profesor lo cogió con curiosidad mientras Amory se dirigía a la puerta. He aquí lo que había escrito:

Cantos del tiempo del orden

que nos dejaste cantar,

pruebas del tercio excluido,

respuestas rimadas de vida,

llaves del carcelero

y campanas a tocar,

el tiempo es el fin del enigma,

del tiempo somos el fin.

Aquí había un mar casero

y un cielo que se podía alcanzar,

cañones y una frontera

sin guantes con qué retar.

Millares de emociones

y una calma que gozar.

Cantos del tiempo del orden

y bocas con qué cantar.

El fin de muchas cosas

Los primeros días de abril pasaron a través de una neblina; una bruma de largas sobremesas en la terraza del club mientras el gramófono tocaba Poor Butterfly, porque Poor Butterfly había sido la canción de moda del último año. La guerra no parecía afectarles mucho y, a no ser por la instrucción todas las tardes, se diría que era una de tantas primaveras del pasado, aunque Amory se daba cuenta de manera aguda que era la última primavera del antiguo régimen.

—Ésta es la mayor protesta contra el superhombre —dijo Amory.

—Supongo que sí —convino Alec.

—Es absolutamente irreconciliable con cualquier utopía. Mientras viva habrá discordia, y mientras hable surgirá todo el latente mal que agita a la muchedumbre.

—Naturalmente, porque no es más que un hombre muy bien dotado y sin el menor sentido moral.

—Ahí está. Yo creo que esto es lo peor que se puede contemplar: todo lo que ha ocurrido antes, ¿cuándo volverá a ocurrir? Cincuenta años después de Waterloo, Napoleón era, para los niños de las escuelas inglesas, tan héroe como Wellington. ¿Cómo podemos saber si nuestros nietos no harán de la misma manera un héroe de Hindenburg?

—¿Quién tiene la culpa?

—El tiempo, el tiempo maldito, y el historiador. Si tan sólo pudiéramos distinguir el mal en cuanto mal, aunque estuviese cubierto de inmundicias, de monotonía o de magnificencia…

—¡Dios! ¿Para qué habremos sacado todo de quicio durante cuatro años?

Llegó la noche que había de ser la última. Tom y Amory, destinados a diferentes campos de instrucción, anduvieron por los sombríos paseos de siempre, donde parecía que volvían a encontrar las caras de viejos conocidos.

—Las sombras están llenas de fantasmas esta noche.

—Todo el campus está lleno de ellos.

Se detuvieron frente a Little para mirar cómo se elevaba la luna que bañaba de plata la cubierta de pizarra de Dodd y de azul los árboles susurrantes.

—Sabes —musitó Tom—, lo que sentimos ahora es la presencia de toda la juventud que se ha volcado aquí durante doscientos años.

Una última explosión de canciones brotó de Blair Arch, voces rotas por una larga separación.

—Y lo que dejamos aquí es más que una clase, una enseñanza o una educación; es la herencia de toda una juventud. No somos más que una generación y en estos momentos estamos rompiendo los vínculos que nos ataban a este lugar y a otras generaciones de sangre fuerte y espíritu sano. Ahora nos damos cuenta de que hemos caminado más de una noche por estas calles, del brazo con Burr y Light-Horse Harry Lee.

—Eso es lo que son —Tom se fue por la tangente—, noches azules; un poco de color las echaría a perder, se harían exóticas. Agujas contra un cielo que es una promesa de amanecer y azul pálido en las cubiertas de pizarra… Duele…

—Adiós, Aaron Burr —Amory dijo hacia el desértico Nassau Hall—, tú y yo hemos conocido los rincones más extraños de la vida.

Él eco de su voz resonó en la calma.

—Se han apagado las antorchas —murmuró Tom—. Ay, Mesalina, las largas sombras levantan minaretes sobre el estadio…

Por un instante, las voces de los novatos surgieron alrededor de ellos; se miraron recíprocamente con ligeras lágrimas en los ojos.

—¡Maldición!

—¡Maldición!

La última noche se desvanece y pierde a lo largo de la tierra, la baja y larga tierra, la soleada tierra de las agujas; los espíritus de la tarde conciertan sus liras y se pasean cantando en grupo quejumbroso por las largas avenidas de árboles; pálidos fuegos llevan el eco de la noche de una torre a la otra: oh, un dormir que sueña y un sueño que no fatiga, que extrae de los pétalos de la flor del loto algo que guardar, la esencia de una hora.

No volver a esperar el crepúsculo de la luna en este secuestrado valle de estrellas y agujas, porque una eterna mañana de deseos pasa por el tiempo hacia una tarde terrenal. Aquí en contraste, Heráclito, en el fuego y las cosas que pasan, la profecía que habías de lanzar hacia los años muertos; y esta medianoche mi deseo verá una sombra entre las brasas: retorcidos por las llamas, el esplendor y la tristeza de este mundo.