3. El ególatra medita

—¡Ay! ¡Suéltame!

El dejó caer sus brazos.

—¿Qué te pasa?

—Tu gemelo… me ha hecho daño… Mira —se miraba el escote donde una pequeña mancha azul, del tamaño de un guisante, contrastaba con la blancura de su piel.

—Isabelle —se reprochó a sí mismo—, soy un salvaje. De verdad, perdona. No tenía que haberte estrechado tanto.

Ella le miró con impaciencia.

—Amory, ya sé que no lo hiciste a propósito; no es para tanto; pero ¿qué vamos a hacer?

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó—. Ah, el cardenal; ya verás cómo desaparece en un momento.

—Nada de eso —dijo ella, tras una reconcentrada observación—. Todavía sigue ahí, se parece a Oíd Nick. Ay, Amory, ¿qué vamos a hacer? Está justo donde más se ve.

—Frótatelo —sugirió él, conteniendo la risa que se le venía a los labios.

Se lo frotó con la yema de los dedos hasta que una lágrima asomó en el rabillo del ojo y se deslizó por su mejilla.

—Ay, Amory —dijo, con desesperación, elevando hacia él una expresión patética—. Se me irritará todo el cuello si sigo frotando. ¿Qué podemos hacer?

Le vino una cita a la memoria que no pudo dejar de repetirla en voz alta:

Todos los perfumes de Arabia no lavarán esta mano.

Ella se le quedó mirando; sus lágrimas brillaban en sus ojos como el hielo.

—No eres muy amable.

Amory lo interpretó mal.

—Isabelle, querida, yo creo que…

—¡No me toques! —gritó ella—. ¡No, tengo ya bastante para que estés ahí riéndote de mí!

Volvió a meter la pata.

—Es que tiene gracia, Isabelle; como el otro día decíamos que el sentido del humor es lo que…

Ella le miraba con algo que no era tanto una sonrisa como la huella triste y débil de una sonrisa, en la comisura de la boca.

—¡Ay, cállate! —gritó de repente y echó a correr hacia su habitación. Amory se quedó quieto, lleno de remordimiento y confusión.

—¡Qué asco!

Isabelle reapareció con una estola sobre los hombros, y bajaron las escaleras en un silencio que se prolongó durante la cena.

—Isabelle —empezó a tantearla en cuanto subieron al coche, en dirección al baile del Greenwich Country Club—, si sigues enfadada yo voy a estarlo dentro de un minuto. Déjame darte un beso y hacer las paces.

Isabelle meditaba cabizbaja.

—No me gusta que se rían de mí —dijo al fin.

—No volveré a reírme. Ya no me río, ¿no lo ves?

—Pero te reiste antes.

—Vamos, no quieras ser tan femenina.

Ella torció el gesto.

—Seré lo que quiera.

Amory apenas podía contenerse. Se dio cuenta entonces de que no tenía verdadero afecto por Isabelle y que le molestaba su frialdad. Deseaba besarla, besarla mucho porque así podría irse al día siguiente sin mayores preocupaciones. Por el contrario, si no lograba besarla le seguiría preocupando… Podría empañar vagamente la imagen de sí mismo como un conquistador que no iba a quedar aureolado con una segunda intentona, un «ruego» a un luchador tan implacable como Isabelle.

Quizá ella lo sospechaba. De cualquier forma Amory veía cómo aquella noche —que debía haber supuesto la consumación de su romance— se deslizaba bajo enjambres de mariposas nocturnas en la acerba fragancia de los setos, pero sin aquellas palabras entrecortadas, sin los breves suspiros…

En la despensa, mientras tomaban un poco de ginger ale y fiambre, Amory anunció su decisión.

—Me voy mañana por la mañana.

—¿Por qué?

—¿Por qué no? —contraatacó él.

—No tienes necesidad de ello.

—De todas formas me voy.

—Bueno, si te empeñas en seguir haciendo ridiculeces…

—No lo tomes así —objetó él.

—Todo porque no te he dejado besarme. Tú crees que…

—No es eso, Isabelle —interrumpió él—, tú sabes muy bien que no es eso. Incluso suponiendo que lo fuera… creo que hemos llegado a un punto en que tenemos que besarnos… o… o nada. No es lo mismo que si me lo prohibieras por razones morales.

Ella vaciló.

—Realmente no sé qué pensar de ti —empezó con un tímido y perverso esfuerzo de conciliación—. Eres tan raro.

—¿Cómo?

—Creía que tenías mucha confianza en ti mismo y todo eso; ¿recuerdas que el otro día me dijiste que podías hacer todo lo que quisieras, conseguir todo lo que te diera la gana?

Amory enrojeció. Le había dicho un montón de cosas.

—Sí.

—Pues esta noche no pareces tener tanta confianza. A lo mejor es que eres muy vanidoso.

—No, no lo soy —dudó él—. En Princeton…

—¡Tú y tú Princeton! ¡Te crees que el mundo se acaba ahí! Es posible que seas el mejor escritor del Princetonian, que los de primero crean que eres muy importante…

—Tú no entiendes…

—Ya lo creo que lo entiendo —interrumpió ella—, porque siempre estás hablando de ti mismo y a mí me gustaba antes. Pero ahora ya no.

—¿He hablado de mí esta noche?

—Por eso mismo —insistió Isabelle—, por eso te has enfadado esta noche. No hacías más que estar sentado y mirarme a los ojos. Y además no me gusta tener siempre que pensar lo que tengo que decir, por miedo a tus críticas.

—¿Así que te obligo a pensar? —repitió Amory con un dejo de vanidad.

—Me pones nerviosa —dijo ella con énfasis—; en cuanto te pones a analizar la menor emoción, dejo de sentirla.

—Lo sé —Amory lo admitió y sacudió la cabeza con desconsuelo.

—Vamos —ella se incorporó.

Él se levantó distraídamente y llegaron hasta el pie de la escalera.

—¿Qué tren puedo coger?

—Si de verdad tienes que irte, hay uno que pasa a las nueve y once.

—Sí, de verdad que me tengo que ir. Buenas noches.

—Buenas noches.

Subieron la escalera y, al volverse hacia su cuarto, Amory creyó advertir en la cara de ella una desmayada sombra de disgusto. Se tumbó a oscuras pensando —cuánto de aquella repentina infelicidad no era más que orgullo herido— si, después de todo, no estaría él temperamentalmente incapacitado para el romance.

Se despertó con una alegre oleada de lucidez. La brisa mañanera agitaba las cretonas de las ventanas, y se sintió indolentemente extrañado de no encontrarse en su habitación de Princeton, con la foto del equipo encima de la mesa y el emblema del Triangle en la otra pared. El reloj de pared del salón dio las ocho, y el recuerdo de la noche anterior acudió a su memoria. Se vistió de un salto para salir de la casa sin ver a Isabelle. Lo que antes parecía un incidente lleno de melancolía era ahora un fatigante engorro. A la media, vestido y sentado a la ventana, sentía su corazón mucho más desgarrado que lo que había podido imaginar. ¡Qué ironía, qué burla la de aquella mañana brillante y soleada, saturada del aroma del jardín! Al oír en la terraza la voz de la señora Borgé se preguntó por dónde andaría Isabelle.

Llamaron a su puerta.

—El coche estará a las nueve menos diez, señor.

Volvió de nuevo a su contemplación del jardín, repitiéndose una y otra vez, mecánicamente, un verso de Browning, que en una ocasión había citado en una carta a Isabelle:

Cada vida incompleta, ya lo ves,

cuelga tranquila, rota y remendada.

Ni suspiramos hondo, ni reímos alto,

ni —hambrientos, hartos, desesperados—

hemos sido felices.

Pero su vida no sería incompleta. Tuvo un sombrío consuelo al pensar que ella nunca podría ser más que lo que él había visto en ella; que esa era la culminación de su vida; que nadie la haría pensar como lo había hecho él. Pero como eso era justamente lo que ella le había reprochado, Amory se sintió de repente cansado de pensar, ¡de tanto pensar!

—Maldita sea —dijo con amargura—, ¡ha echado a perder mi año!

El superhombre se descuida

Un ventoso día de septiembre, regresó Amory a Princeton para sumarse a la sudorosa multitud de suspendidos que llenaba las calles. Parecía el colmo de la estupidez comenzar sus estudios superiores malgastando todas las mañanas cuatro horas en un aula atiborrada de la escuela de preparación, sorbiendo todo el infinito aburrimiento de las secciones cónicas. Mr. Rooney, alcahuete de los torpes, dirigía la clase fumando innumerables Pall Mall al tiempo que dibujaba los diagramas y desarrollaba sus ecuaciones desde las seis de la mañana hasta el mediodía.

—Vamos a ver, Langueduc, utilizando esta fórmula, ¿dónde se sitúa el punto A?

Langueduc empieza a desplegar su metro noventa de carne de fútbol y trata de concentrarse.

—Esto…, bueno…, yo qué sé, Mr. Rooney.

—Eso es, no se puede usar esa fórmula. Eso es lo que quería demostrarle.

—Naturalmente, naturalmente.

—¿Comprende usted por qué?

—Seguro, apuesto a que sí.

—Si no lo sabe, dígamelo. Para eso estoy aquí.

—Mr. Rooney, si no le importa, haga el favor de repetirlo.

—Encantado. Tenemos el punto A…

El aula era un estudio en estupidez: entre dos grandes pilas de papeles, Mr. Rooney, en mangas de camisa; y alrededor de él, recostados en sus sillas, una docena de hombres: Fred Sloane, el bateador, que necesariamente había de ser elegible; «Slim» Langueduc, que podría vencer a Yale aquel otoño con que sólo aprobara la mitad del curso; McDowell, un chico alegre de segundo que consideraba muy deportiva aquella preparación entre tan eminentes atletas.

—Esos pobres que no tienen un céntimo para pagarse una clase particular y tienen que estudiar todo el verano, qué pena me dan —un día confesó a Amory, con un tono de camaradería y el cigarrillo colgando entre sus pálidos labios—. Vaya una lata, con todo lo que se puede hacer en Nueva York en verano. Pero supongo que no saben lo que se pierden. —Adoptaba tal aire de «tú y yo» que Amory estuvo a punto de echarle por la ventana cuando dijo eso. En febrero su madre preguntaría por qué no había podido entrar en un club, y le subiría la pensión… ¡Pobre idiota!

A través del humo y de aquel aire solemne y densa formalidad que llenaba la habitación, llegaba la inevitable petición.

—No lo he comprendido. ¿Quiere repetirlo, Mr. Rooney?

La mayor parte de ellos eran tan tontos u holgazanes que no podían admitir que no lo comprendían sin más. A Amory le parecía imposible estudiar las secciones cónicas: su tranquila y prometedora seguridad, al respirar por los fétidos discursos de Mr. Rooney, transformaba sus ecuaciones en insolubles jeroglíficos. La última noche hizo un esfuerzo final, con la ayuda de la proverbial toalla empapada, y se dispuso a presentarse a los exámenes añorando los perdidos colores y apetitos de la pasada primavera. Con la deserción de Isabelle la idea de su triunfo universitario había perdido garra, y ahora consideraba con ecuanimidad aquel posible fracaso que podría acarrear su sustitución en el equipo del Princetonian y el desvanecimiento de toda esperanza para formar parte del Consejo Superior.

Siempre le quedaba su suerte.

Bostezó, escribió su nombre en el sobre del ejercicio y abandonó el aula.

—Si no apruebas —dijo Alec, el recién llegado, sentado en el antepecho de la ventana, meditando sobre la decoración de la pared—, eres la mayor calamidad del mundo. Tu cotización se vendrá abajo como un ascensor, tanto en el club como en el campus.

—Al infierno. ¿Me quieres abrir la herida?

—Porque lo mereces. Se debería prohibir que fuera presidente del Princetonian cualquiera que se atreva a arriesgar lo que tú has arriesgado.

—Anda, cambia de tema —protestó Amory—. Calla y es pera. Ya estoy harto de la gente que me pregunta cómo me va, como si yo fuera una patata engordada para un concurso de productos de la huerta.

Una tarde, una semana después, Amory se detuvo, camino del Renwick, bajo la luz de su propia ventana.

—Eh, Tom, ¿ha llegado algo?

La cabeza de Alec surgió contra el cuadrado de luz amarilla.

—Sí, la papeleta está aquí.

Su corazón se puso a latir con violencia.

—¿De qué color es, azul o rosa?

—No lo sé. Mejor es que subas.

Subió a la habitación, y se dirigía a la mesa cuando se dio cuenta de que había otras personas.

—Qué hay, Kerry —estuvo muy educado—. Ah, estos hombres de Princeton. —Todos parecían del mejor humor. Cogió el sobre con el membrete: «Registro», y lo sopesó nerviosamente.

—Aquí hay todo un pedazo de papel.

—Ábrelo, Amory.

—Para hacer un poco de drama os diré que si el papel es azul mi nombre será borrado de la redacción del Prince y mi corta carrera habrá concluido.

Se detuvo y por primera vez se fijó en los ojos de Ferrenby que le examinaban con una ávida mirada. Amory le devolvió el saludo con cortesía.

—Observen mi cara, caballeros, para saber lo que son las emociones primitivas.

Desgarró el sobre y puso la papeleta a la luz.

—¿Qué es?

—¿Azul o rosa?

—Dilo de una vez.

—Somos todo oídos, Amory.

—Sonríe, jura, haz algo.

Hubo una pausa…, transcurrió una multitud de segundos…, volvió a mirarla y dejó transcurrir otra multitud.

—Más azul que el cielo, caballeros.

Consecuencias de una acción

Todo lo que hizo Amory desde aquellos primeros días de septiembre hasta la siguiente primavera fue tan inconsecuente y carente de propósito que no vale la pena dejar constancia de ello. Desde un principio lamentó todo lo que había perdido. Buscaba las razones por las cuales se había venido abajo su filosofía del éxito.

—Tu propia holgazanería —dijo Alec más tarde.

—No, es algo más profundo. Empiezo a pensar que estaba decidido a perder esa oportunidad.

—En el club están contra ti, ya sabes. Toda persona que no triunfa debilita a la comunidad.

—Me horroriza esa manera de ver las cosas.

—Podrías intentarlo de nuevo, con un pequeño esfuerzo.

—No, he terminado; por lo que se refiere a llegar al poder en el colegio, he terminado.

—Amory, a mí lo que sinceramente me irrita no es que no puedas llegar a presidente del Prince o al Consejo Superior, sino que no hicieras nada por pasar el examen.

—A mí no —dijo Amory tranquilamente—; me pone enfermo todo eso tan concreto. Toda mi pereza estaba en armonía con mi sistema, pero me faltó la suerte.

—Te falló el sistema, querrás decir.

—Puede ser.

—¿Y qué vas a hacer? ¿Adoptar uno mejor o seguir vagabundeando dos años más, en plan de vieja gloria?

—Todavía no lo sé…

—Amory, tienes que decidirte.

—Puede ser.

El punto de vista de Amory, aunque peligroso, no estaba lejos de la verdad. Sus reacciones para con el medio ambiente podían resumirse en las siguientes tablas, empezando por sus primeros años:

1. El Amory fundamental.

2. Amory más Beatrice.

3. Amory más Beatrice más Minneapolis.

St. Regis deshizo todo aquello para volver a empezar de nuevo:

4. Amory más St. Regis.

5. Amory más St. Regis más Princeton.

Aquí es donde más se había aproximado al éxito, por la vía del conformismo. El Amory fundamental, indolente, imaginativo y rebelde había quedado casi sepultado. Al conformarse había triunfado, pero su imaginación estaba lejos de sentirse satisfecha con su propio éxito; por lo que, de forma casi indiferente y accidental, había desbaratado todo lo conseguido, para convertirse de nuevo en él.

6. Amory fundamental.

Finanzas

El día de Acción de Gracias, apacible y discretamente falleció su padre. La incongruencia de aquella muerte con los encantos de Lake Geneva o la actitud reticente y digna de su madre le divertía, y asistió al funeral con alegre tolerancia. Pensaba que el entierro era preferible a la cremación y sonrió ante el procedimiento elegido en su niñez, oxidación lenta en la copa de un árbol. El día siguiente a la ceremonia se entretenía en el sofá de la biblioteca, ensayando actitudes mortuorias y tratando de saber si le encontrarían, cuando le llegara su hora, con las manos piadosamente cruzadas sobre el pecho (monseñor Darcy había patrocinado esa postura como la más distinguida) o con las manos cruzadas bajo la nuca, con un gesto más pagano y byroniano.

Mucho más que el abandono de su padre de las cosas mundanas despertó la curiosidad de Amory una conversación tripartita entre Beatrice, Mr. Barton —de la firma Barton and Krogman, sus abogados— y él mismo, que tuvo lugar algunos días después del funeral. Por primera vez tuvo conocimiento real de las finanzas de la familia para comprender la inmensidad de la fortuna que había estado en manos de su padre. Se cogió un legajo con el número 1906 y se lo leyó con cuidado. El gasto total de aquel año había sido superior a los ciento diez mil dólares. De ellos, cuarenta mil constituían la dotación de Beatrice, cuyo asiento estaba todo él contabilizado con el encabezamiento: «Créditos, cheques y letras de cambio a la orden de Beatrice Blaine». El resto estaba minuciosamente contabilizado; los impuestos y mejoras de la finca de Lake Geneva ascendían a casi nueve mil dólares; los gastos de casa, incluyendo el eléctrico de Beatrice y un coche francés, comprado aquel año, superaban los treinta y cinco mil dólares. Todo lo demás había sido esmeradamente anotado, e invariablemente los asientos del debe superaban a los del haber. Amory quedó conmovido al descubrir, en el volumen correspondiente a 1912, la disminución del número de obligaciones y el gran descenso de la renta. Ello no se acusaba en la cuenta de Beatrice, pero parecía evidente que el año anterior su padre había jugado al petróleo con poca fortuna. Se había quemado poco petróleo, pero en cambio Stephen Blaine había salido bastante chamuscado. El siguiente año y el siguiente y el siguiente evidenciaban similares descensos, hasta que Beatrice, por vez primera, empezó a hacer uso de su propio dinero para el gasto de la casa. Aun así, la cuenta del médico en el año 1913 había superado los nueve mil dólares.

Acerca del verdadero estado de cosas Mr. Barton se mostró en extremo vago y confuso. Existían recientes inversiones cuyos beneficios resultaban problemáticos, y no tenía la menor idea sobre ciertas especulaciones y transferencias sobre las que no había sido consultado.

Varios meses después Beatrice escribió a Amory dándole cuenta de la verdadera situación. Lo que quedaba de las fortunas de los Blaine y los O’Hara se reducía a la finca de Lake Geneva y alrededor de medio millón de dólares, en acciones que producían un prudente seis por ciento. Beatrice le escribió que, tan pronto como pudiera transferirlo, colocaría el dinero en obligaciones de ferrocarriles y tranvías.

Estoy convencida —escribió a Amory— de que si podemos estar seguros de algo, es de que la gente no se estará quieta. Ése Ford ha sacado el mejor provecho de esa idea. Así pues he dado instrucciones a Mr. Barton de dedicarse al North Pacific y a esas compañías Rapid Transit, como llaman a los tranvías. Nunca me perdonaré por no haber comprado Bethlehem Steel. He oído historias fascinantes acerca de él. Te tienes que aficionar a las finanzas, Amory; estoy segura de que será tu revelación. Se empieza de recadero y no se sabe dónde se termina. Estoy segura de que de haber nacido hombre me habría gustado manejar dinero; se ha convertido en mi pasión senil. Antes de seguir adelante quiero decirte que una tal señora Bispam, una señora muy simpática que conocí el otro día en un té, me dijo que su hijo —que está en Yale— le escribió diciendo que todos los chicos usan en invierno la ropa interior de verano y que en los días más fríos van con la cabeza mojada y zapatos ligeros. No sé, Amory, si en Princeton hacéis lo mismo, pero no quiero que hagas tonterías. No solamente se puede coger una pulmonía o una parálisis infantil, sino toda clase de infecciones pulmonares a las que tan predispuesto estás tú. No puedes jugar con tu salud, lo sé por mí misma. No quiero parecer tan ridícula como otras madres, pero insisto en que uses las botas; aunque recuerdo una Navidad que las usabas constantemente, con los cordones sueltos y un ruido muy curioso que hacían al andar, y no querías atártelos porque eso no se llevaba. Pero en las Navidades siguientes por mucho que te pedí que usaras los chanclos no lo hiciste. Casi tienes veinte años, querido, y yo no puedo estar constantemente a tu lado para vigilar lo que haces.

Me ha salido una carta muy práctica. Te advertía en la última que la falta de dinero para hacer lo que se quiere le hace a uno prosaico y doméstico, pera todavía nos puede quedar mucho si no hacemos demasiadas extravagancias. Cuídate mucho, querido, y trata de escribirme por lo menos una vez a la semana, porque en cuanto no sé de ti empiezo a imaginarme las cosas más terribles.

Con amor,

tu madre

Primera aparición del término «personaje»

Monseñor Darcy invitó a Amory a pasar una semana de Navidades en el palacio Stüart sobre el río Hudson, donde hablaron mucho alrededor del fuego. Monseñor había engordado un tanto, y su personalidad había crecido con ello, por lo que Amory sentía un gran descanso y seguridad al sentarse en el bajo y mullido sillón y unirse a él en la madura delectación de un buen cigarro.

—Me siento con muchos deseos de abandonar el colegio, monseñor…

—¿Por qué?

—Toda mi carrera se ha esfumado; usted pensará que es ridículo y todo eso, pero…

—Nada de ridículo, me parece muy grave. Quiero que me lo cuentes todo. Todo lo que has hecho desde que nos vimos por última vez.

Amory lo contó; abordó todo, hasta la destrucción de sus métodos egoístas, y al cabo de media hora su voz ya no tenía aquel tono de indiferencia.

—¿Qué vas a hacer si dejas la universidad? —preguntó monseñor.

—No lo sé. Me gustaría viajar, pero con esta guerra interminable no se puede hacer nada. En cualquier caso, a mi madre no le va a gustar que no me gradúe. No sé qué hacer. Kerry Holiday me dice que vaya con él a incorporarme a la escuadrilla Lafayette.

—Sabes de sobra que eso no te apetece.

—A veces sí; anoche me hubiera ido.

—Bueno, tendrías que estar mucho más cansado de la vida de lo que creo que estás. Te conozco.

—Creo que sí —confesó Amory con desgana—. Me parecía una solución fácil para todo… cuando pienso en otro año interminable e inútil…

—Ya lo sé, pero, para decirte la verdad, no me preocupas demasiado. Me parece que progresas como es debido.

—No —rechazó Amory—. En un año he perdido la mitad de mi personalidad.

—Ni por asomo —refunfuñó monseñor—. Querrás decir que has perdido la mitad de tu vanidad, eso es todo.

—¡Bueno! De cualquier modo me siento como si estuviera todavía en el quinto curso de St. Regis.

—No —monseñor sacudió la cabeza—, aquello fue una desgracia, lo de ahora es una bendición. Lo que hayas de conseguir no te vendrá por los caminos que esperabas el año pasado.

—¿Y qué peor puede haber que mi actual falta de espíritu?

—Quizá en sí mismo… Pero piensa que estás en pleno desarrollo. Has tenido tiempo para pensar y echar por la borda todo tu viejo equipaje cargado de éxito, superhombre y todo eso. La gente como nosotros no vive de teorías como tú hacías. Hemos de hacer una cosa, y si nos dejan una hora al día para pensarla podemos lograr maravillas; pero en cuanto se mezcla ese afán de dominio, estamos perdidos, nos convertimos en borricos.

—Pero, monseñor, es que yo no tengo nada que hacer.

—Amory, entre nosotros te diré que yo he aprendido a hacerlo hace muy poco. Puedo hacer un sinfín de cosas antes que la primera que tengo que hacer, con la cual tropiezo una y otra vez como tú has tropezado con las matemáticas este otoño.

—¿Y por qué hemos de hacer una cosa antes que otra? Me parece que es lo último para lo que estoy capacitado.

—Tenemos que hacerlo porque no somos personalidades, sino personajes.

—Eso está bien. ¿Cuál es la diferencia?

—Una personalidad es lo que tú querías ser, lo que, por lo que me dices, son Kerry y Sloane. La personalidad es algo casi exclusivamente físico, rebaja a la gente —yo la he visto desaparecer en una larga enfermedad—. Cuando una personalidad actúa, desprecia siempre la «primera cosa» por hacer. En cambio, el personaje se concentra, no se puede divorciar de lo que hace. Es como una barra de la que cuelgan muchas cosas, cosas brillantes a veces como las nuestras que el personaje utiliza con mentalidad calculadora.

—Algunas de mis más brillantes posesiones se cayeron cuando más las necesitaba —dijo Amory, conservando el símil con amargura.

—Así es; y cuando sientas que todo tu pomposo prestigio, tu talento y todo eso se ha venido al suelo, no tendrás necesidad de preocuparte por ellos; entonces podrás manejarlos a tu antojo.

—Sí, pero por otra parte he perdido todas mis posesiones, estoy indefenso.

—Totalmente.

—Verdaderamente es una gran cosa.

—Tienes un buen arranque, una cosa que por constitución ni Kerry ni Sloane tendrán nunca. Te despojaron de tres o cuatro ornamentos, y en un rapto de rabia echaste por la borda todos los demás. Ahora tienes que recoger algunos y examinar con cuidado cuáles son los mejores. Pero, recuerda, hay que hacer la «primera cosa».

—¡Cómo me reconforta hablar con Su Reverencia!

Así siguieron hablando, casi siempre sobre ellos mismos y a veces sobre filosofía y religión o sobre la vida, para uno un juego, para el otro un misterio. El religioso parecía anticipar los pensamientos de Amory antes incluso de que se aclararan en su mente, tan íntimamente se hallaban unidas sus inteligencias tanto en la forma como en el fondo.

—¿Por qué haré tantas listas? —le preguntó Amory una noche—. Toda clase de listas.

—Porque eres un medievalista —contestó monseñor—. Lo somos los dos. La manía clasificadora, la manía de encontrar el tipo.

—Es el deseo de conseguir algo definido.

—He ahí el núcleo de la filosofía escolástica.

—Cuando llegué aquí empezaba a pensar que me estaba convírtiendo en un excéntrico. Supongo que era una pose.

—No te preocupes de eso. Quizá la mayor pose es simular que no se tiene pose. La pose…

—¿Sí?

—Tienes que hacer la «primera cosa».

Tras regresar a la universidad Amory recibió varias cartas de monseñor que le proporcionaron más alimento para su egolatría.

Mucho me temo que en nuestras últimas entrevistas te he dado demasiada confianza en tu inevitable seguridad, pero has de recordar que lo hice esperando mucho de tu esfuerzo y no en la estúpida convicción de que triunfarás sin necesidad de luchar. Hay ciertos matices en tu carácter que los das por conseguidos, aunque debes cuidar de no confesarlos a los demás. Eres poco sentimental, casi incapaz para el afecto, astuto sin ser hábil y vano sin ser orgulloso.

No pienses que no vales nada; muy a menudo en la vida estarás en tus peores momentos cuando creas que estás en los mejores; y no te preocupes de perder la «personalidad», como insistes en llamarlo; a los quince resplandecías como una mañana, a los veinte empiezas a sentir la melancólica claridad de la luna, y cuando llegues a mi edad irradiarás como yo el calor dorado de las cuatro de la tarde.

Si has de escribirme, que sea de manera natural. Tu última carta, una disertación sobre arquitectura, era terrible, tan pedante que pensé que vivías en un completo vacío intelectual y emocional; y ten cuidado al clasificar a la gente en tipos definidos; comprobarás que durante toda tu juventud se las arreglarán para saltar de una clase a otra; y, al colocar con arrogancia una etiqueta a cada uno que encuentras, no haces más que meter en una caja de sorpresas un muñeco que luego ha de saltar para reírse de ti en cuanto entre en ese contacto antagónico que te deparará el mundo. La idealización de un hombre como Leonardo da Vinci ha de ser para ti un faro mucho más valioso en el momento presente.

Estás sujeto a ir de aquí para allá, como me sucedió a mí de joven, pero conserva la lucidez de tu mente; y tanto si los locos como los sabios se dedican a criticar, no te sientas demasiado culpable de ello.

Me dices que solamente las convenciones te mantienen en pie ante este «problema femenino»; pero es más que eso, Amory; es el miedo a que una vez que empieces no sólo no podrás detenerte, sino que correrás con la mayor violencia, y sé lo que me digo; es con ese semimilagroso sexto sentido con el que detectarás el mal, con ese semiconsciente temor de Dios que alojas en el corazón.

Cualquiera que sea el oficio que elijas —religión, arquitectura, literatura— estoy seguro de que te encontrarás mucho más resguardado al abrigo de la Iglesia; pero no quiero arriesgar mi influencia contigo, porque estoy persuadido de que «el negro abismo de Roma» bosteza dentro de ti. Escríbeme pronto.

Con afectuosos recuerdos

Thayer Darcy

Durante este período, hasta las lecturas de Amory fueron más escasas, visitando las callejuelas laterales y polvorientas de la literatura: Huysmans, Walter Pater, Théophile Gautier y las historias más picantes de Rabelais, Bocaccio, Petronio y Suetonio. Una semana, llevado de la curiosidad, se dedicó a inspeccionar las bibliotecas de sus compañeros; la de Sloane era una de las más típicas: la serie de Kipling, O. Henry, John Fox junior y Richard Harding Davis; Lo que toda mujer madura debe saber, El encanto del Yukon, un ejemplar dedicado de James Whitcomb Riley, un montón de libros de texto destrozados y llenos de anotaciones y, finalmente, para su gran sorpresa, uno de sus propios y últimos descubrimientos, los poemas completos de Rupert Brooke.

Junto a Tom D’Invilliers se dedicaba a buscar entre las lumbreras de Princeton a uno que pudiera continuar la Gran Tradición Poética Americana.

La masa de principiantes era mucho más interesante aquel año que lo había sido todo el Princeton fariseo de dos años antes. Las cosas se habían animado de manera sorprendente aun a costa de una gran parte del encanto espontáneo del primer año. Pero en el viejo Princeton nunca habrían descubierto a un Tanaduke Wylie. Tanaduke estaba en segundo, una curiosidad insaciable y una manera de decir: «¡La tierra gira alrededor de las siniestras lunas de las generaciones preconcebidas!», que a todos les hacía pensar que, aunque el sentido no estaba demasiado claro, no era cosa de poner en duda las expresiones de un alma superior. Por tal lo tenían Tom y Amory. Con toda solemnidad les confesó que su inteligencia era igual que la de Shelley, por lo que influyeron para publicar su verso y prosa poética superlibres en la Nassau Literary Magazine. Pero el genio de Tanaduke se teñía con el color de su tiempo, por lo que se entregó a la vida bohemia para descontento de los otros dos. En lugar de «lunas de turbulentos mediodías» hablaba ahora de Greenwich Village; y en lugar de las «niñas de sueño» a lo Shelley que tanto había esperado y querido, frecuentaba a ciertas musas de invierno, no demasiado académicas, encerradas entre la calle Cuarenta y Dos y Broadway. Así que dejaron a Tanaduke con sus futuristas, donde tanto él como sus corbatas llameantes habían de encontrarse mucho mejor. Tom, en el último momento, le aconsejó que dejara de escribir durante dos años y leyera cuatro veces seguidas a Alexander Pope; pero ante la advertencia de Amory de que Pope para Tanaduke era igual que un opíparo banquete para un enfermo de úlceras estomacales, se retiraron entre grandes risas para echar a cara o cruz si aquel genio era demasiado grande o demasiado mezquino para ellos dos.

Amory evitaba despectivamente esos populares profesores que todas las noches, entre copitas de chartreuse, regalan con fáciles epigramas a sus admiradores. Le molestaba ademas ese aire de incertidumbre sobre cualquier tema que siempre va unido a un temperamento pedante; sus propias opiniones tomaron forma en una sátira en miniatura, titulada «En el salón de lectura», que tras convencer a Tom se publicó en la Nassau.

Buenos días, insensato…

Tres veces por semana

nos coges indefensos con tu discurso

para despedazar nuestras almas sedientas

con los tímidos síes de tu filosofía.

Aquí estamos tus cien borregos.

Cantad, jugad, moveos… Vamos a dormir…

Dicen que eres sabio;

el otro día nos aporreabas

con un compendio deducido

de un olvidado códice.

Has rastreado toda una era

para llenarte las narices de polvo

y levantarte a publicarlo

con un gigantesco rebuzno…

A mi derecha tengo un vecino,

hombre muy brillante, un «asno ladino»

que todo te lo pregunta… Ahí está;

con aire muy serio y mano inquieta

te viene a decir en este momento

que ha pasado la noche despierto

rumiando tu libro.

Te pondrás como unas pascuas,

él simulará precocidad,

y, pedantes los dos,

alegres y burlones,

al trabajo correréis…

He recibido hoy, señor,

una composición mía que

(gracias a los comentarios que al margen

habéis escrito)

me hace saber que me permito

desafiar las más altas reglas

de la crítica

con ingenio barato y descuidado.

¿Está seguro de eso

y de que no es autoridad Shaw?

En cambio lo que envía El Asno Ladino

es lo mejor del arte más fino.

Cuando Shakespeare se recita,

sobre una silla dormita;

pero un difunto y apolillado maestro

encanta a nuestro gran presumido.

Llega un radical que sorprende

¿al ateo ortodoxo?

Al sentido común representa,

boquiabierto, ante el auditorio.

Y a veces hasta en la capilla

brilla su tolerancia,

su amplia y resplandeciente visión de la verdad

(incluyendo a Kant y al general Booth),

y así de sorpresa en sorpresa vive

el hueco y tímido afirmativo…

Ha sonado la hora… Saliendo del recreo

cien benditos muchachos

con los pies te quitan una palabra

que late en los ruidosos pasillos…

Y olvida en esta tierra mezquina

el poderoso bostezo que te dio a luz.

En abril Kerry Holiday abandonó el colegio y se embarcó hacia Francia para enrolarse en la escuadrilla Lafayette. La envidia y admiración de Amory ante este gesto quedaron mitigadas por una experiencia personal a la que nunca llegó a dar el valor que tenía, pero que, sin embargo, le persiguió y le obsesionó durante los tres años siguientes.

El demonio

A la medianoche salieron del Healy y marcharon en taxi hacia el Bistolary. Iban Fred Sloane y Amory acompañados de Axia Marlowe y Phoebe Column, dos chicas del espectáculo del Summer Garden. La noche era tan joven que se sentían ridículos de tanto exceso de energía, y entraron en el café como danzantes dionisíacos.

—¡Una mesa para cuatro en el centro de la pista! —gritó Phoebe—. ¡De prisa, querido, dígales que ya estamos aquí!

—Dígales que toquen Admiration —pidió Sloane—. Ir pidiendo mientras Phoebe y yo echamos un baile —y se metieron entre la muchedumbre. Axia y Amory, conocidos sólo de una hora, siguieron a un camarero hacia una mesa que les convenía; se sentaron a mirar la gente.

—¡Allí está Findle Marbotson, el de New Haven! —gritó ella por encima del bullicio—: ¡Eh, Findle, hu, hu!

—¡Hola, Axia! —gritó él saludando—. Ven a nuestra mesa.

—¡No! —susurró Amory.

—No puedo, Findle; estoy acompañada. ¡Llámame mañana a eso de la una!

Findle, un hombre vulgar y corriente, respondió incoherentemente y se volvió hacia su brillante rubia, a la qué trataba de arrastrar a bailar.

—Vaya un loco —comentó Amory.

—Ah, es muy simpático. Aquí está nuestro viejo camarero. Pídeme un daiquiri doble.

—Que sean cuatro.

La muchedumbre giraba, cambiaba y vacilaba. Casi todos los hombres procedían de los colegios, con unas pocas muestras de la resaca de Broadway, mientras que había dos clases de mujeres. La más alta, la corista. En conjunto era una aglomeración muy típica, y la fiesta tan típica como cualquier otra. Tres cuartas partes de la gente era inofensiva, estaban allí sólo por ostentación, terminaban la noche en la puerta del café a tiempo de coger el tren de las cinco de la mañana para Yale o Princeton; la otra cuarta parte continuaba hasta las horas inciertas, para llenarse de polvo extraño en extraños lugares. Estaba previsto que la fiesta de ellos fuera de la clase inofensiva. Fred Sloane y Phoebe Column eran viejos amigos. Axia y Amory lo eran muy recientes. Pero las cosas más extrañas se cuecen en medio de la noche, y lo inesperado, que acecha en los cafés —el hogar de todo lo prosaico e inevitable—, se preparaba para echarle a perder su pálido romance de Broadway. La forma en que ocurrió fue tan inexplicablemente terrible, tan increíble que nunca llegó a pensar en ella como una experiencia sino como la escena de una sombría tragedia, representada tras un velo, que significaba algo definido que él ya sabía.

Hacia la una se fueron al Maxim y a las dos estaban en Deviniere. Sloane había estado bebiendo sin parar y se encontraba en un estado de inestable entusiasmo, pero Amory había permanecido aburridamente sobrio; todavía no habían tenido que recurrir a uno de esos antiguos y corrompidos suministradores de champán que normalmente asisten a los trasnochadores de Nueva York.

Habían terminado de bailar y volvían hacia sus asientos, cuando Amory se percató de que una persona en una mesa vecina le miraba fijamente. Se volvió a mirarle un hombre de edad media con un traje oscuro, sentado solo y un poco aparte de su mesa, que les estaba examinando con gran atención. A la mirada de Amory sonrió débilmente, y Amory se volvió hacia Fred que estaba sentado:

—¿Quién es ese pálido que nos está mirando? —se quejó con indignación.

—¿Dónde? —preguntó Sloane—. ¡Lo echaremos de aquí! —se levantó balanceándose, agarrado a su silla—. ¿Dónde está?

Axia y Phoebe cuchicheaban entre sí y, antes de que Amory se diera cuenta, se dirigieron hacia la puerta.

—¿Dónde vamos ahora?

—Vamos a mi casa —sugirió Phoebe—; tengo allí coñac y seltz y podemos estar a gusto.

Amory lo pensó rápidamente. No había bebido y decidió que de seguir así podía acompañarles con cierta discreción. Era además, quizas, lo mejor que podía hacer para vigilar a Sloane, que no estaba en situación de cuidar de sí mismo. Así que cogió a Axia del brazo, y todos apretados en un taxi callejearon un rato hasta llegar a un alto edificio de apartamentos, de piedra blanca… Nunca había de olvidar aquella calle… Era una calle ancha, flanqueada a ambos lados por edificios altos, de piedra blanca, salpicados de ventanas oscuras, que se prolongaban hasta donde alcanzaba su vista, bañados en el resplandor de una luna que los envolvía en una palidez caliza. Era fácil imaginarse cada uno con su ascensor, con un portero negro y su casillero; cada uno con sus ocho plantas y sus apartamentos de tres o cuatro habitaciones. El alegre salón de Phoebe le dio cierto alivio, y se tumbó en el sofá mientras las mujeres preparaban algo de comer.

—Phoebe es una gran chica —le confió Sloane sotto voce.

—Sólo estaré aquí media hora —dijo Amory con insistencia. Se preguntaba si parecería un poco puntilloso.

—Al demonio contigo —protestó Sloane—. Ahora estamos aquí, déjame en paz…

—No me gusta este sitio —insistió Amory—. Y no tengo ganas de comer nada.

Phoebe apareció con unos sandwiches, una botella de coñac, un sifón y cuatro vasos.

—Anda, Amory, sirve —dijo ella—; vamos a beber a la salud de Fred, que tiene un perfil muy distinguido.

—Sí —dijo Axia al entrar—, y a la de Amory. Me gusta Amory. —Se sentó junto a él y apoyó sobre su hombro su cabeza dorada.

—Serviré yo —dijo Sloane—. ¿Quieres sifón, Phoebe?

Llenaron la bandeja de vasos.

—Vamos, aquí viene.

Amory vaciló, el vaso en la mano.

Durante un minuto le invadió la tentación como una brisa cálida; su imaginación se hizo fuego y cogió el vaso de la mano de Phoebe. Eso fue todo, pues en el mismo instante en que tomó la decisión vio, a unos pocos metros delante de él, el hombre del café, y, con su salto de asombro, el vaso cayó de su mano levantada. Estaba medio sentado, medio reclinado sobre una pila de almohadones en el diván del rincón. Su cara parecía del mismo color de cera que en el café; no era ese color pasado y torpe de la muerte —se diría más bien una suerte de viril palidez— ni el de un hombre enfermo, sino el de uno sano que ha trabajado en una mina o ha hecho turnos de noche en un ambiente malsano. Amory le miró con tanta atención que después sería capaz de dibujarle en sus menores detalles. La suya era lo que se dice una boca franca, y sus ojos, tranquilos y grises, se movían lentamente de un grupo a otro con la sombra de una interrogante. Amory se fijó en sus manos; no eran delicadas pero parecían versátiles, tenues, fuertes… manos nerviosas que acariciaban los almohadones y se movían constantemente, abriéndose y cerrándose. Y de repente, observó sus pies y, por un golpe de sangre en la cabeza, comprendió que estaba horrorizado. Los pies eran completamente deformes… con una suerte de deformidad que más sintió que percibió… como la debilidad en una mujer robusta, como la sangre sobre el raso; una de esas incongruencias que hacen tan incomprensible a un objeto fútil. No usaba zapatos sino una especie de babuchas afiladas, como zapatos que se usaban en el siglo XIV, con las puntas retorcidas. Eran oscuros, y sus dedos parecían llenarlos hasta la punta… Eran indescriptiblemente terribles.

Debió decir algo o mirar algo porque la voz de Axia llegó desde el vacío con una extraña ternura:

—¡Pero mirad a Amory! El pobre Amory está enfermo… La cabeza, ¿te da vueltas?

—¡Mirad ese hombre! —gritó Amory, señalando al diván del rincón.

—¿Te refieres a la piel de cebra? —rio Axia—. ¡Huy! A Amory le da miedo la cebra.

Sloane rio tontamente.

—¿Te da miedo la cebra, Amory?

Hubo un silencio… El hombre miraba a Amory con sorna… hasta que a sus oídos llegaron débilmente las voces humanas:

—Yo pensaba que no habías bebido, querido —señaló Axia sardónicamente, pero era un alivio oír su voz; todo el diván parecía vivo, animado como las olas de calor sobre el asfalto, como un hervidero de gusanos…

—¡Ven acá, ven acá! —Axia le cogió del brazo—. Amory, querido, no te vayas a marchar… ¡Amory! —Ya estaba cerca de la puerta.

—Vamos, Amory, quédate con nosotros.

—¿Te encuentras mal?

—Siéntate un segundo.

—Toma un poco de agua.

—Toma un poco de coñac…

El ascensor estaba cerca; el chico negro, medio dormido, como un pálido bronce… La voz de Axia flotaba por el pasillo. Aquellos pies…, aquellos pies…

Cuando descendieron en el ascensor, en la luz enfermiza del suelo del vestíbulo, volvieron a aparecer los pies.

En la calleja

Al final de la larga calle surgió la luna, a la que Amory volvió la espalda. Unos quince pasos más lejos sonaron las pisadas. Era como un lento gotear con una ligera insistencia en el momento de la caída. La sombra de Amory se extendía unos tres metros por delante de él, donde seguramente estaban aquellos zapatos. Con un instinto infantil Amory se apretó contra la azul penumbra de los blancos edificios, escudriñando la claridad de la luna durante amargos segundos y corriendo a trechos, tropezando torpemente. Hasta que de repente se detuvo; era preciso dominarse, pensó. Se pasó la lengua por unos labios resecos.

Si pudiera encontrar a alguien… Pero ¿es que quedaba alguien en el mundo, o descansaban ya todos en aquellos edificios blancos? ¿O es que también ellos eran perseguidos a la luz de la luna? Si encontrara uno que pudiese escuchar y comprender todo ese delirio… Pero de repente el delirio se hizo más próximo y una nube negra ocultó la luna. Cuando el pálido resplandor volvió a iluminar las cornisas, estaba tan próximo a él que Amory creía escuchar su tranquila respiración. Entonces se dio cuenta de que las pisadas no estaban detrás, nunca lo habían estado, y de que en lugar de huir de ellas las estaba siguiendo. Empezó a correr ciegamente, el corazón latiendo furiosamente, las manos crispadas. Muy lejos apareció un bulto negro que pronto tomó forma humana. Pero Amory ya estaba más allá; dejó la calle y tomó por un callejón, estrecho y oscuro, que olía a podrido. Bordeó una larga y ondulada oscuridad, oculto el resplandor de la luna excepto en unos pocos desconchados…, hasta que palpitando se derrumbó exhausto sobre la barandilla de una esquina. Los pasos cesaron, pero aún se oía un movimiento continuo y ligero, como el golpe de las olas contra un muelle.

Tanto como pudo, con las manos se tapó la cara, ojos y oídos. Durante todo ese lapso no se le ocurrió pensar que deliraba o estaba borracho. Tenía un sentido de la realidad mucho más agudo que el que proporcionan las cosas materiales. Su apetito intelectual parecía someterse pasivamente a él, que se ajustaba como un guante a todo cuanto le había precedido en su vida. No le confundía… Era como un problema cuya respuesta, en el papel, conocía de sobra, pero cuya solución era incapaz de comprender. Y se sentía más allá del horror. Había traspasado la sutil superficie que lo cubría y ahora se movía en una región donde aquellos pies y el miedo a las paredes blancas eran cosas reales y vivientes que tenía que aceptar. Solamente un pequeño fuego en el interior de su alma forcejeaba y clamaba para sacarle de allí, trataba de arrastrarle al otro lado de la puerta para cerrarla de un golpe tras él. Tras esa puerta sólo habría unas cuantas pisadas y unos edificios blancos, y seguramente las pisadas serían suyas.

Durante los cinco o diez minutos que esperó a la sombra del pretil sintió ese fuego… tan cerca que lo quería llamar. Recordó después haberlo hecho:

—Quiero un idiota. ¡Mandadme un idiota! —al negro vacío enfrente de él en cuyas sombras se arrastraban los pasos…, se arrastraban. Supuso que la «ayuda» y el «idiota» se habían entremezclado a causa de una precedente asociación. No era un acto de su voluntad el llamarlo así; su voluntad había huido ante aquella figura que se movía en la calle; era el instinto quien lo llamaba, como esas sílabas repetidas por tradición en la furiosa plegaria nocturna. Algo así como un golpe de gong sonó a poca distancia, y ante sus ojos apareció aquella cara sobre los dos pies, una cara pálida y deformada por una infinita maldad que vacilaba como una llama al viento; entonces comprendió, en aquel breve instante, mientras el sonido del gong vibraba y se desvanecía, que era la cara de Dick Humbird.

Unos minutos más tarde se incorporó al reconocer sombríamente que no había más sonidos y que se hallaba solo en la oscura calleja. Hacía frío y echó a correr hacia la luz que se advertía al extremo de la calle.

En la ventana

El sol estaba muy alto cuando le despertó el sonido frenético del teléfono junto a su cabecera y recordó que había ordenado que le llamaran a las once. Sloane roncaba sonoramente, sus ropas amontonadas junto a su cama. Se vistieron y desayunaron en silencio y salieron a tomar un poco el aire. La mente de Amory trabajaba lentamente, tratando de asimilar lo que había ocurrido y de separar las pocas briznas de verdad de toda aquella caótica imaginería que bullía en su memoria. De haber sido una mañana fría y gris podría haber cogido en un instante las riendas del pasado, pero era uno de esos raros días de mayo de Nueva York en que el aire de la Quinta Avenida parece tan ligero y suave como el vino. A Amory le importaba poco lo que recordaba Sloane, fuera mucho o nada, quien aparentemente no sufría la misma tensión nerviosa que atormentaba a Amory, el cual forzaba su mente a ir y venir, como una sierra chirriante.

Broadway se vino sobre ellos, y aquella babel de ruidos y caras pintadas provocó en Amory un repentino malestar.

—¡Por amor de Dios, vamos a volver! ¡Vamonos de aquí!

Sloane le miró asombrado.

—¿Qué te pasa?

—¡Ésta calle es espantosa! ¡Vamos! ¡Volvamos a la Avenida!

—¿Quieres decir —pregunto Sloane estólidamente— que por culpa de la indigestión, que te hizo portarte ayer como un maniático, no vas a volver a Broadway nunca más?

Gracias a aquello Amory lo clasificó como uno más de la masa; que ya nunca volvería a ser el Sloane lleno de buen humor y risueña personalidad, sino una de tantas caras malignas que remolineaban en la turbia corriente.

—¡Hombre! —gritó tan alto que la gente de la esquina se volvió hacia él y le siguió con la mirada—, es asquerosa; y si no eres capaz de darte cuenta, es que tú también eres asqueroso.

—¡Qué te crees tú! —dijo Sloane con pertinacia—. ¿Qué te pasa? ¿Es que tienes remordimientos? Si te hubieras quedado ayer con nosotros ahora estarías mucho mejor.

—Me marcho, Fred —dijo Amory lentamente. Las piernas le temblaban y sabía que si permanecía un minuto más en aquella calle se derrumbaría—. Iré al Vanderbilt a comer. —Y se fue rápidamente hacia la Quinta Avenida. En el hotel se sintió mejor, pero cuando entró en la peluquería, a fin de procurarse un masaje facial, el aroma de los polvos y los tónicos le trajo la evocación de aquella amplia y sugerente sonrisa de Axia, y salió corriendo. En el umbral de su habitación le envolvió una súbita oscuridad, como un río partido, en dos.

Cuando volvió en sí habían pasado varias horas. Se arrastró hasta la cama, dando vueltas en ella sacudido por un miedo mortal a volverse loco. Deseaba ver gente, mucha gente, cualquiera que fuese, sana, buena o estúpida. No supo cuánto tiempo había estado sin moverse. Podía sentir sus venas en la frente, cubierto de un terror que había fraguado como el yeso. Una vez más le pareció que estaba atravesando la delgada corteza del horror, desde donde podía distinguir el oscuro crepúsculo que abandonaba. Sin duda se durmió de nuevo, porque no recordó después otra cosa que haber pagado la cuenta del hotel para subirse más tarde a un taxi. Estaba lloviendo a mares.

Camino de Princeton no vio a nadie conocido en el tren sino a una masa exhausta de gente de Filadelfia. La presencia en el pasillo de una mujer pintada le llenó de tal malestar que se cambió de coche, tratando de concentrarse en el artículo de una revista. Una y otra vez leía los mismo párrafos, hasta que abandonó aquel inútil intento para descansar su frente ardiente sobre el húmedo cristal de la ventanilla. El compartimento para fumadores estaba cargado de humo y del tufo de los forasteros; abrió la ventana y tuvo un estremecimiento en medio de la niebla que le envolvía. Las dos horas del viaje fueron como dos días, y casi llegó a gritar de alegría cuando aparecieron las torres de Princeton y los cuadrados de luz amarilla que se filtraban a través del aire azulado.

Tom estaba en el centro de la habitación, encendiendo pensativamente una colilla. Amory se sintió muy aliviado al verle.

—He tenido un sueño muy malo sobre ti la última noche —la voz rota le llegaba a través del humo del cigarrillo—. He pensado que estabas metido en un lío.

—¡No me lo digas! —Amory estuvo a punto de gritar—. No digas ni una palabra; estoy agotado, no tengo fuerzas para nada.

Tom le miró extrañado, se dejó caer en el sillón y abrió su cuaderno italiano. Amory echó al suelo su sombrero y su abrigo, se soltó el cuello de la camisa y, de la estantería, cogió al azar una novela de Wells. «Wells está bien —pensaba—; y si no me sirve leeré un poco de Rupert Brooke».

Pasó media hora. Fuera, el viento se hacía más intenso, y Amory se volvió hacia las húmedas ramas que se movían y tamborileaban en el cristal de la ventana. Tom estaba enfrascado en su trabajo; y en el interior de la habitación sólo de tanto en tanto el arañazo de una cerilla o el crujido del cuero de una silla rompía su silencio. Hasta que con el zigzag de un rayo se produjo el cambio. Amory se levantó muy tieso, el pelo erizado. Tom le estaba mirando con la boca abierta, los ojos fijos.

—¡Dios mío! —gritó Amory.

—¡Cielo santo! —exclamó Tom—, ¡detrás, mira detrás! —Rápido como un relámpago Amory se volvió. No vio nada más que el cristal oscuro.

—Se ha ido —la voz de Tom salió tras un instante de silencioso terror—. Algo te estaba mirando.

Temblando de nuevo Amory volvió a su silla.

—Tengo que decirte algo —empezó—. He tenido una experiencia terrible. Me parece que he visto… al demonio… o algo parecido.

—¿Cómo era la cara que has visto? No —añadió rápidamente—, ¡no me lo digas!

Le contó todo. Era medianoche cuando terminó; después, con todas las luces encendidas, dos jóvenes somnolientos y temblorosos se leían recíprocamente El nuevo Maquiavelo hasta que amaneció por encima de Witherspoon Hall; les echaron por debajo de la puerta el Princetonian; y los pájaros de mayo, sacudiéndose las gotas de la última lluvia de la noche, saludaron regocijados al nuevo sol.