2. Agujas y gárgolas

Al principio Amory sólo advirtió la intensidad del sol esmaltando los amplios y verdes prados y centelleando en las ventanas emplomadas, bañando las puntas de las agujas y las almenas de los muros. Poco a poco se fue dando cuenta de que caminaba por la plaza de la Universidad, inconsciente de su maleta, prodigando una cierta tendencia a mirar de frente cuando adelantaba a alguien. En algunas ocasiones habría jurado que la gente se volvía a mirarle con desprecio. Se preguntaba si habría algo raro en sus ropas, y deseó haberse afeitado aquella mañana en el tren. Se sentía inútilmente rígido y torpe entre tanto joven de franelas claras y cabeza descubierta que, a juzgar por el savoir faire con que paseaban, debían ser todos veteranos.

El número 12 de University Place era una amplia y desvencijada residencia que parecía deshabitada, aunque de sobra sabía que allí se habían de alojar una docena de novatos. Tras una breve escaramuza con la portera, salió a dar una vuelta; pero no había recorrido una manzana cuando se dio cuenta de que era el único en toda la ciudad que llevaba sombrero. Volvió apresuradamente al número 12, dejo su derby y, con la cabeza descubierta, deambuló por la Nassau Street para detenerse en un escaparate a examinar un despliegue de fotografías atléticas, entre las cuales había una ampliación de Allenby, el capitán de fútbol; atraído por el letrero de la confitería se detuvo ante el escaparate del «Jigger Shop». Le pareció tan familiar que entró y tomó asiento en un alto taburete.

—Un helado de chocolate —le pidió a un camarero de color.

—¿Una taza de doble chocolate? ¿Y nada más?

—Bueno, sí.

—¿Un buñuelo?

—Bueno.

Se comió cuatro buñuelos —que encontró sabrosos— con otra doble taza que le devolvió los ánimos. Tras una sumaria inspección de las fundas de los asientos, de los banderines y fotos de las Gibson que decoraban las paredes, salió a pasear de nuevo por Nassau Street con las manos en los bolsillos. Poco a poco fue aprendiendo a distinguir entre veteranos y novatos, aunque las gorras de estos últimos no se prodigaron hasta el siguiente lunes. Los que parecían sentirse como en su casa de una manera demasiado manifiesta y nerviosa, eran novatos; cada tren aportaba un nuevo contingente que era inmediatamente absorbido por aquella muchedumbre de cabezas descubiertas, calzados blancos y cargada de libros, cuya función parecía ser deambular sin sentido arriba y abajo, entre grandes nubes de humo de pipas recién estrenadas. Hacia el mediodía Amory sentía que los recién llegados le tomaban ya por veterano, así que se dedicó a observarlos con regocijada socarronería y censura, pues no otra cosa merecían sus expresiones faciales.

A eso de las cinco sintió la necesidad de oír su propia voz y volvió a su casa para ver si había llegado alguien. Tras subir los destartalados peldaños lanzó hacia su cuarto una mirada llena de resignación, perdida toda esperanza de intentar una decoración ajena a banderines de colegio y fotografías de tigres. Alguien llamó a su puerta.

—Adelante.

Una cara muy delgada, unos ojos grises y una sonrisa llena de humor, apareció en el umbral.

—¿Tienes un martillo?

—No, lo siento. A lo mejor tiene uno la señora Twelve, o quien sea.

El desconocido se introdujo en el cuarto.

—¿También habitas en este asilo?

Amory asintió.

—Inmunda pocilga; para lo mucho que pagamos.

Amory hubo de confesar que así era.

—He pensado instalarme en el campus —dijo—, pero parece que hay tan pocos de primero que están perdidos. Habrá que pensar en qué se puede hacer.

El joven de los ojos grises decidió presentarse.

—Mi nombre es Holiday.

—El mío es Blaine.

Se dieron la mano, llevándola muy abajo, como estaba de moda. Amory hizo una mueca.

—¿Dónde hiciste el preuniversitario?

—En Andover. ¿Y tú?

—En St. Regis.

—¿Sí, eh? Yo tengo un primo allí.

Tras agotar el tema de su primo. Holiday le dijo que esperaba a su hermano para cenar a las seis.

—Ven con nosotros a tomar un bocado.

—De acuerdo.

En el Kenilworth conoció a Burne Holiday —el de los ojos grises se llamaba Kerry—, y durante toda una insulsa cena, un caldo ligero y unas legumbres anémicas, se dedicaron a observar a otros novatos, que en grupos pequeños parecían mucho más intimidados que en grupos grandes.

—He oído decir que la cantina es un asco —dijo Amory.

—Parece que aunque no se coma hay que pagar.

—Qué crimen.

—Qué opresión.

—Aquí en Princéton hay que tolerarlo todo el primer año. Es como un asqueroso colegio preparatorio.

Amory asintió.

—Pero vale la pena —insistió—. Yo no iría a Yale ni por un millón.

—Yo tampoco.

—¿Te vas a dedicar a algo? —preguntó Amory al hermano mayor.

—Yo no. Burne piensa entrar en el «Prince», ya sabes, el Daily Princetonian.

—Sí, ya sé.

—Y tú, ¿a qué te vas a dedicar?

—A que me den patadas en el equipo de novatos.

—¿Jugabas en St. Regis?

—Alguna vez —dijo Amory con suficiencia—, pero ahora estoy demasiado delgado.

—No pareces tan delgado.

—El otoño pasado me encontraba mucho más fuerte.

—Ya.

Después de cenar se fueron al cine, donde Amory quedó asombrado de los chillidos, gritos y comentarios procaces de la concurrencia.

—Yu-juuu.

—¡Ay, cielito, qué fuerte y qué grande eres! Pero ¡qué amable!

—¡Pégale!

—¡Pégale más!

—Bésala, bésala de una vez.

—Aaaay.

Un grupo empezó a silbar En el mar y todo el auditorio lo coreó ruidosamente. Le siguió una indescifrable canción que concluyó con un gran pateo y un interminable e incoherente estrambote:

Ay-ay-ay,

la niña en una fábrica

de mermelada trabaja,

y eso está muy bien,

aunque a mí no me engaña,

porque de sobra sé

que no es mermelada

lo que hace por la noche,

ay-ay-ay.

A la salida, Amory, entre miradas curiosas e impersonales, decidió que le gustaría disfrutar del cine como aquella primera fila de veteranos, los brazos cruzados bajo la nuca, los gaélicos y cáusticos comentarios con esa mezcla de ingenio crítico e inocente diversión.

—¿Quieren un helado? Quiero decir… ¿un jigger? —preguntó Kerry.

—Bueno.

Comieron en abundancia y, dando un paseo, volvieron al número 12.

—Qué noche espléndida.

—Una maravilla.

—¿Van a deshacer las maletas?

—Creo que sí. Vamos, Burne.

Amory prefirió sentarse un rato en los escalones del portal y les despidió con un gesto.

Los grandes tapices del arbolado habían oscurecido hasta una forma fantasmal con el último ribete del crepúsculo. Una luna temprana bañaba la bóveda de un azul pálido, y al tejer de los hilos de araña de sus rayos se extendía por doquier una canción de insinuante tristeza, infinitamente tránsfuga, infinitamente pesarosa.

Recordó que un alumno de finales de siglo contaba una de las proezas de Booth Tarkington: a primeras horas de la noche y en el centro del campus se ponía a cantar a las estrellas con voz de tenor para despertar en los durmientes emociones muy varias. Más allá de la silueta en sombras de la plaza apareció, rompiendo las tinieblas, una falange vestida de blanco, figuras que desfilaban —camisas blancas y pantalones blancos— cantando cogidos del brazo, las cabezas hacia atrás.

Al volver, al volver,

al volver a Nassau Hall,

al volver, al volver

al mejor lugar de todos,

al volver, al volver

de la superficie del globo,

mis huellas borraré

al volver a Nassau Hall.

Amory cerró los ojos al acercarse la espectral procesión. La canción tenía un tono tan alto que nadie podía dar la nota, excepto los tenores que llevaban la melodía en triunfo para, una vez pasado el momento difícil, devolverla al fantástico coro. Amory abrió los ojos temiendo que aquella imagen viniera a destruir la rica ilusión de armonía.

Suspiró con ansiedad. A la cabeza del pequeño pelotón marchaba Allenby, el capitán de fútbol, esbelto y desafiante, consciente de que una vez más las esperanzas del colegio descansaban sobre sus hombros, sobre aquellos ochenta kilos que, vestidos a rayas azules y granates, alcanzarían la victoria.

Fascinado, Amory observaba cada fila de brazos entrelazados cuando pasaban a su altura, caras impersonales que emergían de camisas de polo, la mezcolanza de voces en un himno de triunfo, hasta que la procesión atravesó Cambell Arch en sombras y las voces se perdieron en dirección a oriente.

Pasaban los minutos, y Amory continuaba sentado tranquilamente. Odiaba la ordenanza que no permitía a los novatos salir después de la queda, porque le apetecía divagar por las sombrías y perfumadas sendas, donde Witherspoon parecía criar como una oscura madre a sus hijos de la Ática, Whig y Clío donde la negra serpiente gótica de los Pequeños se enroscaba a Cuyler y Patton que, a su vez, hacían entrega del misterio a los plácidos ribazos que bordeaban el lago.

Princeton se iba filtrando poco a poco en su conciencia: West y Reunión, con el aroma del setenta y tantos; el Pabellón 79, arrogante, de ladrillo rojo; Upper y Lower Pyne, como dos aristocráticas damas isabelinas disgustadas de tener que vivir entre tenderos, y, coronándolo todo, ascendiendo con azulino impulso, las soñadoras agujas de las torres de Holder y Cleveland.

Desde el primer momento había amado Princeton: su lánguida belleza, su oculto significado, sus multitudes deportivas, frescas y alegres y, bajo todo aquello, los ásperos vientos de una lucha sin tregua entre las clases. Desde el día en que unos atónitos y exhaustos novatos se congregaron en el gimnasio para elegir como presidente a cualquiera de la Hill School, a una celebridad de Lawrenceville como vicepresidente y para secretario a un campeón de hockey de St. Paul, hasta el fin del primer año, ni por un momento cedió la lucha, ese implacable sistema social, ese inconfesado y rara vez admitido culto al fantoche del «gran tipo».

Eran, en primer lugar, los colegios; y Amory, el único de St. Regis, observaba cómo los grupos se formaban, ampliaban y reformaban; los de St. Paul, de Hill y de Pomfret, que a la hora de comer se reservaban sus mesas con gran tacto, se vestían en sus propios rincones del gimnasio y, casi inconscientemente, a su alrededor levantaban una barrera con la que los socialmente ambiciosos, siempre escasos, se protegían del amistoso acoso de los estudiantes de grado superior. Desde aquel momento Amory comprendió que las barreras sociales no son sino distinciones artificiosas que los fuertes establecen para proteger a sus débiles y defenderse de los más fuertes.

Decidido a convertirse en uno de los ídolos de la clase, empezó a entrenarse en el equipo juvenil; pero a la segunda semana, cuando jugaba de defensa y su nombre comenzaba a aparecer en las columnas del Princetonian, se lesionó la rodilla tan seriamente que quedó fuera de juego para el resto de la temporada. Esto le obligó a retirarse y reconsiderar su situación.

En el «12 Univee» se alojaba también una docena de extrañas incógnitas. Tres o cuatro impersonales y medrosos jovencillos de Lawrenceville, dos bárbaros que procedían de un colegio de Nueva York (Kerry Holiday los había bautizado «los plebeyos borrachos»), un joven judío también de Nueva York y los dos Holiday, por quienes enseguida cobró un gran afecto.

Se rumoreaba que los Holiday eran mellizos, pero, en verdad, el de pelo oscuro, Kerry, era un año mayor que el rubio, Burne. Kerry era alto, con ojos grises llenos de humor, y siempre con una atractiva y espontánea sonrisa; pronto llegó a ser el cabecilla de la casa, poniendo coto a la excesiva curiosidad, castigando la insolencia, pero siempre con fino y satírico humor. Amory colmaba la mesa de su futura amistad con todas sus ideas acerca de lo que el colegio era y debía ser y significar. Kerry, poco inclinado a tomarse las cosas demasiado en serio, le reñía cariñosamente por su excesiva e inoportuna curiosidad acerca de los misterios del sistema social, pero se divertía con él y le resultaba interesante.

Burne, rubio, silencioso y atento, surgía siempre en la casa como una ajetreada aparición; volvía silencioso por la noche para desaparecer a la mañana siguiente muy temprano a reanudar su trabajo en la biblioteca —se preparaba para el Princetonian—, en furiosa competencia con otros cuarenta para conseguir el ansiado primer puesto. En diciembre cayó con difteria y perdió la oposición; pero cuando volvió en febrero se dedicó de nuevo a ella sin el menor desfallecimiento. En consecuencia, el trato de Amory con él se limitaba a unas pocas charlas de breves minutos, al entrar y salir de la biblioteca, y nunca llegó a saber qué era lo que tanto le preocupaba ni qué escondía su persona.

Amory estaba muy lejos de sentirse contento. Había perdido la posición ganada en St. Regis, donde había llegado a ser conocido y admirado; no obstante, Princeton era para él un estímulo porque, tan pronto como le dejaran meter baza, había allí un montón de cosas capaces de despertar al Maquiavelo que llevaba dentro. Los clubes aristocráticos, sobre los cuales había tratado de obtener datos el verano anterior, excitaban su curiosidad: Ivy, suficiente y aristocrático; Cottage, un impresionante muestrario de elegantes aventureros y conquistadores; Tiger Inn, ancho de hombros, atlético, regido por la mejor disciplina a las reglas colegiales; Cap and Gown, antialcohólico, con ribetes religiosos pero políticamente muy fuerte; el exuberante Colonial, el literario Quadrangle y una docena de otros, de muy distinto carácter y condición.

De cualquier cosa que servía para hacer destacar a un alumno reciente bajo una luz particular se decía de ella que la estaban «quemando». Las películas provocaban siempre comentarios sarcásticos, pero quien los hacía las estaba quemando; hablar de los clubes era quemarlos, y ser partidario entusiasta de cualquier cosa, fiestas o tertulias, era quemarlas. En resumen, que no se toleraba el ser vehemente; y el hombre de mayor influencia era aquel que no se comprometía con nadie ni con nada hasta que, con las elecciones del primer curso, quedaban todos encerrados en sus casilleros para el resto de su carrera.

Amory comprendió pronto que colaborar en el Nassau Literary Magazine no le supondría nunca gran cosa y en cambio sacaría gran provecho si lograba, formar parte de la redacción del Princetonian. Su vago propósito de alcanzar la inmortalidad actuando en la English Dramatic Association se vino abajo cuando se dio cuenta de que los mejores talentos se habían concentrado en el Triangle Club, una organización de comedias musicales que todos los años hacía una tournée por Navidad. En el entretanto, sintiéndose extrañamente solo e inquieto, alimentado por nuevas ambiciones y deseos, dejó pasar el primer curso anhelando mayores éxitos iniciales y cavilando con Kerry acerca de las razones por las cuales no habían sido aceptados desde el primer momento como la élite de la clase.

Muchas tardes, recostados en la ventana de su casa, contemplaban a sus compañeros que entraban y salían de la cantina, los pequeños satélites que merodeaban alrededor de los poderosos, aquellos estudiosos solitarios y huraños, apresurados y cabizbajos, que parecían envidiar la feliz seguridad de los grandes grupos.

—Lo que ocurre es que pertenecemos a la maldita clase media —se quejaba un día a Kerry, estirado en el sofá, consumiendo un paquete de Fátimas con contemplativa precisión.

—¿Y por qué no? Hemos venido a Princeton para sentirnos iguales a los demás; y aparte de eso se viste mejor, se siente uno con mayor confianza, lo pasa uno en grande.

—No es que me preocupe este espectacular sistema de castas —admitió Amory—. Es más, me gusta tener un montón de gente por encima de mí, pero, demonio, Kerry, cómo me gustaría ser uno de ellos.

—Tú no eres por ahora, Amory, más que un cochino burgués.

Amory no respondió sino que permaneció en silencio durante un rato.

—No será por mucho tiempo —dijo finalmente—. Pero me horroriza tener que trabajar para conseguir algo. Eso siempre deja huellas, ya sabes.

—Honrosas cicatrices —de repente Kerry estiró la cabeza hacia la calle—. Allá va Langueduc, mira a quién se parece. Y detrás Humbird.

Amory se incorporó rápidamente y fue hacia la ventana.

—Humbird parece derrotado —dijo después de analizar a los dos fenómenos—, pero ese Langueduc… es muy tosco, ¿no te parece? No me gusta esa gente. Todos los diamantes parecen grandes antes de ser tallados.

—Bueno —dijo Kerry un poco desanimado—, tú eres un genio de la literatura. Ya es bastante.

—Dudo mucho que llegue a serlo —Amory se contuvo—. A veces pienso que sí. Eso suena a rayos y pienso que no se lo puedo decir a nadie más que a ti.

—Pues adelante. Déjate crecer unas melenas y escribe en la Lit poemas como ese D’Invilliers.

Amory, indolentemente, alcanzó un montón de revistas de la mesa.

—¿Has leído sus últimos intentos?

—No pierdo uno. Son muy notables.

Amory hojeó un número.

—Aquí está —dijo sorprendido—. Es un novato, ¿no?

—Sí.

—Escucha esto, ¡Dios mío!

Habla una sirvienta:

El oscuro terciopelo arrastra sus pliegues por el día

y blancas velas, encerradas en candelabros de plata,

agitan sus delicadas llamas como sombras al viento.

Pía, Pompía…, venid…, salid fuera.

—Diablo, ¿qué quiere decir todo eso?

—Es una escena en la despensa.

Los pies muy tiesos, como una cigüeña en vuelo,

yace sobre su lecho, sobre las blancas sábanas;

sus manos aprietan su blando pecho, como un santo.

Bella Cunizza, sal, ¡sal a la luz!

—Diablo, Kerry, ¿qué es todo eso? Te juro que no he entendido nada, y yo también soy del oficio.

—Es un poco artificioso, nada más —dijo Kerry—. Todo lo que hay que hacer es pensar en carrozas fúnebres y leche agria mientras lo lees. Y no es tan dulzón como otras cosas suyas.

Amory dejó la revista sobre la mesa.

—Me parece que estoy en las nubes —suspiró—. Ya sé que no soy uno de tantos, pero me asquean los que tampoco lo son. Me tengo que decidir entre cultivar mi espíritu para llegar a ser un gran dramaturgo o darme de bruces con el Golden Treasury para llegar a ser un trepador de Princeton.

—¿Y por qué lo tienes que decidir ahora? —sugirió Kerry—. Es mejor dejarse llevar, como yo. Yo llegaré muy alto, a remolque de Burne.

—No puedo seguir a la deriva, necesito interesarme en algo. Me gustaría tener en mis manos las cuerdas del cotarro, aunque sea en provecho de otro; ser el presidente del Princetonian o el director del Triangle. Quiero ser admirado, Kerry.

—Piensas demasiado en ti mismo.

Amory se sentó.

—No. También pienso en ti. Tenemos que salir de aquí y mezclarnos con los demás, ahora que se puede ser un snob. Me gustaría traer una chica y pasearla delante de todo el curso en junio, pero no lo haré hasta que me sienta a mis anchas. Y presentarla a todas esas ratas de biblioteca, al capitán del equipo y toda esa morralla.

—Amory —dijo Kerry—, estás metido en un círculo vicioso. Si quieres de verdad llegar a ser famoso, sal de él. Y si no, tómatelo con calma —bostezó—. Vamos, hay que despejar la habitación de este humazo. Vamos a ver el partido de entrenamiento.

Amory fue aceptando poco a poco ese punto de vista; decidió comenzar su carrera en el próximo otoño y, entretanto, le bastaba con ver cómo se divertía Kerry en la casa del número 12.

Un día llenaron la cama del joven judío con tarta de limón; todas las noches cortaban el gas de la casa soplando por la espita del cuarto de Amory, ante el asombro de Mrs. Twelve y del fontanero local; trasladaron los efectos personales de los «plebeyos borrachos» —fotografías, libros, muebles— al cuarto de baño, para confusión de la pareja que logró descubrirlos, entre nebulosas, a la vuelta de una farra en Trenton; pero se sintieron muy decepcionados cuando los plebeyos borrachos lo tomaron a broma. Después de cenar, hasta la madrugada, jugaban a los dados, a la veintiuna y al cara o cruz; y con ocasión del cumpleaños de un inquilino le convencieron para que comprara champán suficiente para celebrarlo ruidosamente. Kerry y Amory, por accidente, echaron escaleras abajo al que daba la fiesta, que había permanecido sereno, y la semana siguiente, avergonzados y penitentes, se la pasaron llamando a la puerta de la enfermería.

—Dime, ¿quiénes son todas esas mujeres? —le preguntó Kerry un día, asombrado del volumen de su correspondencia—. He estado mirando los sellos… Farmington, Dobbs, Westover y Dana Hall. ¿Qué significa todo eso?

Amory sonrió complacido.

—Todas de St. Paul y Minneapolis —las fue nombrando una a una—: Ésa es de Marylyn De Witt, muy mona, tiene coche propio, y es un gran partido; ésta es de Sally Weatherby, se está poniendo muy gorda esa chica; y ésta, de Myra St. Claire, muy ardiente, se deja besar muy fácilmente…

—Pero ¿cómo te las arreglas? —preguntó Kerry—. Yo he probado todas las formas y ni siquiera se asustan de mí.

—Porque tú eres un «buen chico» —sugirió Amory.

—Así es. Las mamas creen que no hay nada que temer conmigo. De verdad, es una lata. En cuanto le cojo a una la mano, se ríe de mí y me la deja como si ya no formara parte de ella. Tan pronto como cojo la mano a una mujer, se las arregla para desconectarla del resto del cuerpo.

—Enfádate —sugirió Amory—. Diles que eres un salvaje y que tienen que ayudarte a corregirte; vete a casa furioso y vuelve al cabo de media hora… para asustarlas.

—No hay manera. El año pasado le envié a una chica de St. Timothy una carta muy tierna. Hasta me puse un poco pesado y le escribí: «¡Dios mío, cómo te quiero!» Pero ella recortó el «Dios mío» con unas tijeras de uñas y enseñó el resto de la carta a todo el colegio. Así no hay manera. Mientras siga siendo el «buen Kerry» no hay nada que hacer.

Amory sonrió y trató de imaginarse a sí mismo como el «buen Amory». Le fue completamente imposible.

Febrero había desatado su furia de agua y nieve; ya había pasado aquella turbulenta mitad del primer curso, y la vida en el número 12 seguía siendo interesante aunque no tenía objeto definido. Una vez al día Amory bajaba al «Joe» a tomar un bocadillo, un plato de maíz tostado con patatas a la Juliana, acompañado por lo general de Kerry y de Alec Connage. Éste último era un trepador de Hotchkiss, que vivía en la habitación de al lado y disfrutaba de la misma forzosa soledad, porque todo su curso había ido a Yale. «Joe» era un sitio sucio y sin gracia, pero tenía la ventaja, muy apreciada por Amory, que allí se podía abrir una cuenta sin límites. Su padre había estado jugando con valores mineros y, a consecuencia de ello, la pensión que le enviaba, aunque amplia, no era todo lo que él deseara.

«Joe» además tenía la ventaja de protegerle de la curiosidad de las clases altas, por lo que casi todas las tardes, a eso de las cuatro, Amory iba allí en compañía de un amigo o de un libro a hacer experimentos con su capacidad de digestión. Un día de marzo, con el local completamente lleno, fue a sentarse en la última mesa, junto a un novato que se ocultaba ladinamente tras un libro. Se saludaron fríamente, y durante veinte minutos Amory permaneció comiendo buñuelos y leyendo La profesión de Mrs. Warren (había descubierto por casualidad a Shaw, el trimestre anterior, husmeando en la biblioteca). El otro, mientras tanto, atento a su volumen, se había echado al cuerpo tres chocolates con leche.

Poco a poco el libro de su compañero de mesa fue atrayendo las miradas de Amory. Al revés leyó el nombre del autor y el título del libro: Marpessa, de Stephen Phillips, que no le dijo nada porque sus conocimientos de métrica se limitaban a los clásicos dominicales, como Vuelve al jardín, Maude, y a algunas muestras de Shakespeare y Milton que últimamente le habían obligado a tragar.

Decidido a entablar conversación con su vis-a-vis, simuló cierto interés por su propio libro hasta que, como si fuera espontáneo, exclamó en alta voz:

—¡Ah, qué bueno!

El otro le miró, y Amory sintió una falsa turbación.

—¿Se refiere usted a sus buñuelos?

—No —respondió Amory—. Me refería a Bernard Shaw —y le volvió el libro a modo de explicación.

—No conozco a Shaw. Hace tiempo que quiero leerlo. —El joven hizo una pausa y continuó—: ¿Conoce usted a Stephen Phillips, si es que le gusta la poesía?

—Sí, por cierto que me gusta —afirmó Amory con mucha frescura—, aunque es poco lo que conozco de Phillips. —(Nunca había oído hablar de otro Phillips que de David Graham.)

—A mí me parece un poeta excelente. Dentro del estilo Victoriano, naturalmente —y así se embarcaron en una conversación sobre poesía, en el curso de la cual se presentaron a sí mismos.

Resultó que el compañero de Amory no era otro que aquel «terrible intelectual, Thomas Parke D’Invilliers», que firmaba sus apasionados poemas de amor en la Lit. Tendría unos diecinueve años; caído de hombros, pálidos ojos azules, carecía —como bien podía asegurarlo Amory, por su aspecto general— de una idea clara de los valores sociales y de todas aquellas cosas que tanto le interesaban a él. Pero le apasionaban los libros, lo que desde hacía tiempo andaba buscando Amory; si no fuera porque aquel grupo de St. Paul de la mesa vecina le tomase también a él por un pájaro raro, se proponía disfrutar enormemente de aquel encuentro. Pero no parecían haber reparado en ellos; así que, dejándose llevar, discutieron acerca de docenas de libros: libros que habían leído y no habían leído, sobre los que habían leído y de los que habían oído hablar, repitiendo listas de títulos con la soltura de un dependiente de Brentano. D’Invilliers estaba embriagado y casi convencido. Con bastante resignación se había hecho a la idea de que la mitad de Princeton estaba formada de fariseos, y la otra mitad, de sabihondos, por lo que encontrar a una persona que sabía citar a Keats sin trabucarse, y aun sin comprometerse, le parecía un regalo.

—¿Has leído a Oscar Wilde? —preguntó.

—No. ¿Quién lo ha escrito?

—Es un escritor, ¿no lo conoces?

—Sí, claro —una tenue cuerda vibró en la memoria de Amory—. Había una comedia cómica, Patience, escrita sobre él, ¿no?

—Sí, él mismo. Acabo de leer un libro suyo, El retrato de Dorian Gray y me gustaría que lo leyeses. Ya verás cómo te gusta. Te lo puedo prestar si quieres.

—Claro que sí, muchas gracias.

—¿Quieres subir a mi habitación? Tengo unos cuantos libros.

Amory vaciló; observó el grupo de St. Paul —uno de ellos, el soberbio y exquisito Humbird— y calculó las consecuencias que le acarrearía la nueva amistad. No había alcanzado aún ese saber para hacerse con amigos y desprenderse de ellos —no estaba lo bastante curtido para eso—; así que calibró las indudables ventajas y atractivos de Thomas Parke D’Invilliers en contraste con la amenaza latente en las frías miradas tras las gafas de carey que —así se lo imaginaba— le observaban desde la otra mesa.

—Sí, te acompaño.

Así fue como conoció a Dorian Gray, Dolores místicos y sombríos y La bella sin piedad; durante un mes no pensó en otras cosas. El mundo empalideció para hacerse más interesante, y, con ardor, volvió a mirar a Princeton con ojos saturados de Oscar Wilde y de Swinburne —o de Fingal O’Flahertie y Algernon Charles, como les llamaban ellos, con preciosista familiaridad—. Todas las noches leía enormemente —Shaw, Chesterton, Barrie, Pinero, Yeats, Synge, Ernest Dowson, Arthur Symons, Keats, Sudermann, Roben Hugh Benson, las óperas del Savoy—: mezcla heteróclita, porque de repente había comprendido que no había leído nada durante años.

Tom D’Invilliers antes que un amigo fue una oportunidad. Amory acostumbraba visitarle una vez por semana, y juntos pintaron con purpurina el techo de su habitación. Decoraron las paredes con imitaciones de tapices comprados en una subasta, altos candelabros y llamativas cortinas. Amory le apreciaba porque era inteligente y aficionado a la literatura, sin afectación ni afeminamiento. De hecho, era Amory el que presumía y a toda costa trataba de convertir el menor comentario en uno de esos epigramas tan fáciles de hacer, si uno se conforma con hacer epigramas. El número 12 también se divertía. Kerry leyó Dorian Gray y simulaba ser un «lord Henry» que seguía a Amory llamándole «Dorian» por todas partes, insinuando siempre perversas ocurrencias y alentándole a adoptar una postura de aburrimiento. Cuando llegó a hacerlo en la cantina, para sorpresa de los otros comensales, Amory se sintió tan terriblemente avergonzado que se propuso no hacer, en adelante, epigramas más que delante de D’Invilliers o del espejo.

Un día Tom y Amory trataban de recitar sus propios poemas y otros de lord Dunsany, con música del gramófono de Kerry.

—¡Canta! —gritó Tom—. No recites, ¡canta!

Amory, que estaba ensayando, parecía enojado y se disculpó pretendiendo que necesitaba un disco con menos piano. Kerry se tiraba por el suelo entre incontenibles carcajadas.

—¡Pon Corazones y flores! —gritaba—. ¡Dios mío! Me parece que voy a reventar.

—Apaga ese maldito gramófono —gritó Amory, la cara roja—. No creas que estoy haciendo una exhibición.

Por aquel tiempo Amory trataba, con delicadeza, de excitar el talento social de D’Invilliers; le parecía que, siendo más normal que él mismo, le había de bastar un pelo mejor atusado, una conversación más limitada y un sombrero pardo oscuro para hacer de él un hombre perfectamente adaptado. Pero la predicación de los cuellos Livingstone y las corbatas oscuras cayeron en terreno yermo; D’Invilliers se resentía de aquellos esfuerzos, por lo que Amory se limitó a llamarle una vez por semana y a llevarle de vez en cuando al número 12, visitas que provocaron ciertas suspicacias entre sus compañeros, que les llamaban «doctor Johnson y Boswell».

Alec Connage, otro asiduo, le apreciaba de una manera un tanto vaga porque le asustaba como intelectual. Kerry, que de todas aquellas conversaciones supo sacar lo que había de más sólido, respetable y profundo, se divertía enormemente y le obligaba a recitar mientras descansaba en el sofá de Amory, escuchando con los ojos cerrados.

¿Dormida o despierta? Porque su cuello,

tras el beso, muestra la purpúrea mancha

por donde la dolorida sangre vacila y sale;

tan limpia para ser mancha, el dulce aguijón…

—Qué bueno —decía Kerry suavemente—. Al buen Holiday le gusta eso. Debe ser un gran poeta, supongo.

Tom, encantado con la audiencia, se extendía por los Poemas y Baladas, hasta que Kerry y Amory llegaron a conocerlos tan bien como él.

Amory se dedicó a escribir poesía las tardes de primavera, en los jardines de las fincas próximas a Princeton, mientras los cisnes en los lagos artificiales hacían real la atmósfera poética, y unas lentas nubes navegaban armoniosas por encima de los sauces. Mayo llegó muy pronto; e incapaz de soportar las cuatro paredes de su cuarto, vagabundeaba por los campos a todas horas, bajo la lluvia y la luz de las estrellas.

Un húmedo intermedio simbólico

Por las noches caía una cortina de niebla. Venía rodando desde la luna; y, apiñada en agujas y torres, cuando descendía debajo de ellas surgían las soñadoras puntas en altiva aspiración hacia el cielo. Las figuras que punteaban el día como hormigas se desvanecían ahora, aquí y allá, como sombríos espectros. Los salones y claustros góticos parecían infinitamente más misteriosos cuando surgían de las tinieblas, esmaltados por una miríada de pálidos cuadrados de luz amarilla. Desde algún lugar remoto una campana dio el cuarto de hora, y Amory se detuvo junto al reloj de sol y se extendió en la hierba húmeda. La llovizna empapaba sus ojos y amainaba el paso del tiempo, un tiempo que, habiéndose deslizado insidiosamente en las perezosas tardes de abril, parecía tan intangible en los crepúsculos de primavera. Tarde tras tarde el canto de los estudiantes había llenado el campus con melancólica belleza; y, rompiendo la cascara de su mentalidad estudiantil, sentía ahora una profunda y reverente devoción hacia aquellas sombrías paredes y agujas góticas que simbolizaban todo el acervo de edades perdidas.

Aquella torre que desde su ventana veía cómo se levantaba y remataba en una aguja que aún aspiraba a mayor altura con la punta del mástil apenas visible en el cielo mañanero, le dio la primera impresión de la intrascendencia y fugacidad de las figuras del campus, excepto como recipiendarias de la herencia apostólica. Le gustaba suponer que la arquitectura gótica, con su ímpetu ascensional, era particularmente apropiada a las universidades, lo que llegó a convertirse en idea personal suya. Las mansas y verdes veredas, los tranquilos pabellones, donde seguía encendida la tardía luz de un estudio, embargaban su imaginación y la castidad de la aguja se convertía en un símbolo de aquella idea.

—Maldita sea —murmuró en voz alta, mojando sus manos en la hierba y pasándolas por el pelo—. El año que viene voy a trabajar.

Pero sabía de sobra que el mismo espíritu de agujas y torres que ahora le transportaba hacia una ensoñadora complacencia, en su día volvería a intimidarle. Y se daba cuenta de sus propias inconsecuencias. El esfuerzo no habría de servir sino para poner de manifiesto su impotencia y su incapacidad.

Toda la Universidad soñaba despierta. Sintió una nerviosa excitación que bien podía ser el lento latido de su corazón: era una corriente cuyas fugaces arrugas, antes de arrojar la piedra, se desvanecen en el mismo momento de levantar la mano. No había dado nada, nada había recibido.

Un novato retrasado, su impermeable crujiendo ruidosamente, chapoteó a lo largo de la senda. Desde algún lugar, bajo una ventana invisible, una voz lanzó la pregunta inevitable: «¿Por qué no te arrancas la cabeza?» Y un centenar de pequeños sonidos que pululaban en la penumbra le devolvieron a la realidad.

—¡Dios mío! —gritó de repente y escuchó el sonido de su voz en el aire tranquilo. Rompió a llover. Durante un minuto permaneció inmóvil, con las manos crispadas. Se incorporó de un salto y se palpó la ropa.

—Estoy completamente empapado —dijo en voz alta dirigiéndose al reloj de sol.

Historia

La guerra mundial estalló el verano siguiente a su primer curso. Aparte un interés puramente deportivo en el avance alemán hacia París, el asunto no llegó a inquietarle ni a interesarle. Con la actitud de quien presencia un melodrama, confiaba en que la guerra sería larga y sangrienta, pues de otra forma se sentiría tan defraudado como el airado espectador de un combate famoso en el que los contendientes rehusan enzarzarse.

Ésta fue su actitud.

«¡Ja, ja, Hortense!»

—¡Vamos, mulas!

—¡A moverse!

—¡Eh, mulas! A ver si dejan de hacer el idiota y mueven un poco las caderas.

—¡Vamos, mulas!

El director de escena fumaba desconsolado, y el presidente del Triangle Club, el ceño fruncido por la ansiedad, prodigaba furiosas explosiones de autoridad y arrebatos de cansancio temperamental, hasta que cayó en gran desmayo, imaginando cómo demonios iba a poder hacer la tournée de Navidad.

—Bueno, bueno. Vamos ahora con la canción del pirata.

Las mulas echaron una última chupada a sus cigarrillos y se colocaron en sus puestos; la primera actriz se adelantó al escenario, pies y manos con gestos afectados; el director de escena palmeó, pateó, silbó y aulló hasta que iniciaron la danza.

El Triangle Club era un enorme e hirviente hormiguero. Todos los años representaba una comedia musical, viajando con actores, coro, orquesta y escenarios en las vacaciones de Navidad. Tanto la letra como la música eran obra de los estudiantes, y el club era una de las instituciones de mayor influencia; cada año aspiraban a formar parte de él unas trescientas personas.

Amory, tras una fácil victoria en el concurso organizado por el Pricentonian, ocupó la vacante del papel de «Boiling Oil, un teniente pirata». Durante la última semana, todas las noches desde las dos de la tarde hasta las ocho de la mañana, ensayaban ¡Ja, ja, Hortense! en el casino, con ayuda de mucho café cargado y dormitando en los descansos. Un lugar singular, aquel casino. Era un gran auditorio, como un granero, lleno de estudiantes disfrazados de piratas, de mujeres o de niños. El escenario se montaba en medio de gran violencia; el luminotécnico ensayaba lanzando diabólicos haces de luz a unos ojos irritados, y por encima de todo, el soniquete constante de la orquesta o el alegre bum-bum de la canción del Triangle. El autor de la letra permanecía en un rincón, mordiendo un lápiz, con veinte minutos para meditar un ripio; el gerente del negocio discutía con el secretario acerca del dinero que se podía gastar en «aquellos malditos trajes de lecheras»; y el viejo ex alumno, presidente que fue en el 98, encaramado en un palco, consideraba cuánto más simple era todo aquello en su tiempo.

De qué manera se lograba producir la revista del Triangle resultaba un misterio, un turbulento misterio, cualquiera que fuese el servicio que uno prestara y que había de permitirle, en su día, usar un pequeño triángulo de oro en la cadena del reloj. ¡Ja, ja, Hortense! se escribió media docena de veces, por nueve colaboradores distintos, cuyos nombres figuraban en todos los programas. Todas las revistas del Triangle pretendían ser «algo totalmente diferente, no la simple comedia musical»; pero cuando los nueve autores, el presidente, el director de escena y el comité de la facultad la daban por terminada, lo que allí aparecía era la eterna comedia musical del Triangle, con sus chistes familiares y el gran actor que era despedido o caía enfermo antes del viaje y el hombre de barba poblada y negra que formaba parte del ballet y al que «no le daba la gana de afeitarse dos veces al día, ¡qué demonio!»

Había en ¡Ja, ja, Hortense! un pasaje muy original. Es una creencia tradicional en Princeton que dondequiera que uno de Yale, miembro de la muy conocida asociación «Calaveras y Huesos», oye una referencia burlesca a su sagrada institución, se ve obligado a abandonar el lugar. También es una creencia que los miembros de esa asociación acostumbran triunfar en su madurez, amasando fortunas o votos o cupones o cualquier cosa que decidan amasar. Así pues, para cada representación de ¡Ja, ja, Hortense! se reservaban media docena de butacas que debían ser ocupadas por los seis vagabundos de peor cariz que se pudieran encontrar en la localidad, tras una ligera adaptación a peor por el experto en maquillajes. En aquella escena en que «Firebrand, el jefe pirata» señalaba su negra bandera y decía: «Soy uno de Yale, reparad en mis huesos y calavera», los seis vagabundos tenían instrucciones de abandonar la sala con miradas de profunda melancolía y herida dignidad. Se asegura, aunque nunca llegó a probarse, que en una ocasión los seis vagabundos fueron seguidos por uno verdadero.

Durante las vacaciones representaban la comedia para los elegantes de ocho ciudades. A Amory le gustaron, sobre todo, Louisville y Memphis; allí sabían recibir a los forasteros: les proporcionaron un extraordinario ponche e hicieron gala de un asombroso ramillete de bellezas. Chicago le gustó también por cierto entusiasmo que hacía olvidar su ingrato acento; sin embargo, era una ciudad de Yale, y como el Yale Glee Club era esperado la siguiente semana, para el Triangle sólo hubo división de opiniones. En Baltimore, Princeton se sentía como en casa y toda la expedición se enamoró. Se registró a lo largo de todo el recorrido un alto consumo de bebidas fuertes e, invariablemente, un hombre bien tomado subía al escenario porque su particular interpretación de un pasaje requería su colaboración. Usaban tres vagones privados, pero solamente se podía dormir en uno, llamado el «vagón del ganado», donde viajaban todos los músicos de viento de la orquesta. La gente se sentía tan apresurada que apenas tenían tiempo de aburrirse; pero cuando llegaron a Filadelfia, casi al término de las vacaciones, encontraron un gran descanso al abandonar aquel ambiente cargado de flores y pinturas grasientas, y las mulas se despojaron al fin de sus corsés con dolores abdominales y suspiros de alivio.

Cuando llegó la desbandada, Amory escribió apresuradamente a Minneapolis, porque la prima de Sally Weatherby, Isabelle Borgé, iba a pasar el invierno allí mientras sus padres viajaban por el extranjero. Se acordaba de Isabelle, una criatura con la que a veces había jugado cuando llegó por primera vez a Minneapolis. Ella se había ido a vivir a Baltimore donde, al parecer, se había hecho con un pasado.

Amory galopaba, confiado, nervioso y lleno de júbilo. Escabullirse a Minneapolis para ver a una chica que había conocido de niño le parecía la cosa más interesante y romántica; así que sin el menor escrúpulo telegrafió a su madre que no le esperase… y subió al tren para pensar en sí mismo durante treinta y seis horas.

«Caricias»

En el transcurso del viaje con los del Triangle, Amory había entrado en constante contacto con ese extraño fenómeno tan generalizado en los Estados Unidos que es el juego de las caricias.

Ninguna de las madres victorianas —y casi todas las madres eran victorianas— tenía la menor idea de la facilidad con que sus hijas se habían acostumbrado a ser besadas. «Las sirvientas son de tal condición» —decía la señora Huston-Carmelite a su muy solicitada hija—: «se dejan besar primero y después oyen las propuestas matrimoniales».

Pero la hija moderna entra en relaciones cada seis meses entre sus dieciocho y veintidós años; incluso durante su compromiso con el joven Hambell, de Cambell y Hambell —quien pomposamente se considera a sí mismo como su primer amor—, y entre pequeños devaneos, la hija moderna (seleccionada por el sistema de cambio de parejas que favorece la supervivencia del más apto) se las arregla para no desperdiciar una serie de sentimentales besos a la luz de la luna, a la luz del fuego o en las mismas tinieblas.

Amory había visto cómo las mujeres de su edad hacían cosas que ni siquiera en la imaginación había juzgado posibles: tomar un bocado, a las tres de la madrugada, después del baile, en cafés de mala nota, y hablar de lo divino y de lo humano con un aire mitad modesto, mitad burlón, pero con una tal excitación que para Amory era síntoma real de su decadencia moral. Y hasta que lo vio, en las ciudades entre Nueva York y Chicago, no había comprendido lo extendido que estaba, como una gigantesca conjura juvenil.

Una tarde en el Plaza, el crepúsculo invernal aletea fuera, viene de más arriba un repique apagado… Se pasean y dan vueltas por el vestíbulo, se toman otro cóctel elegantemente vestidos…, esperan. Se abren las puertas, y tres bultos envueltos en pieles entran con afectación. Después, es el teatro, y más tarde, una mesa en el Midnight Frolic —naturalmente, con su madre, que sólo sirve para hacerlo todo más secreto y sugerente, sentada en mesa aparte y pensando que, después de todo, tales diversiones no son tan malas como ella había pensado, un tanto aburridas nada más—. Pero la hija moderna se ha enamorado de nuevo —qué raro, ¿no?—, y aunque en el taxi había sitio de sobra para todos, la hija moderna y el joven de Williams se sienten demasiado apretados y necesitan ir en coche aparte. ¡Vaya! ¿Te das cuenta de qué colorada viene la hija moderna por llegar siete minutos tarde? Pero la hija moderna sabe salir siempre del paso.

La «nena» se convierte poco a poco en la «coqueta», la «coqueta» se convierte en la «vamp». La «nena» tiene cada tarde cinco o seis llamadas de pretendientes. Si por un extraño accidente sólo tiene dos, la cosa empieza a ponerse fea para el que no tiene cita para ese día; y en el intervalo de dos bailes una docena de hombres la rodea. Trata de encontrar a la hija moderna entre dos bailes, anda, trata de encontrarla…

Siempre la misma muchacha… en lo más profundo de un ambiente de música de jungla y cuestiones sobre el código moral. A Amory le parecía fascinante que a cualquier joven moderna que le presentaran antes de las ocho se la podía besar antes de las doce.

—¿Qué demonios hacemos aquí? —le preguntó a la chica de las peinetas verdes una noche, en la limousine de un amigo, a la puerta del Country Club de Louisville.

—Yo qué sé. Tengo el demonio en el cuerpo.

—Vamos a ser sinceros, no nos volveremos a ver. Quería estar aquí contigo porque me has parecido la más bonita de todas. A ti te da lo mismo que nos volvamos a ver o no ¿verdad?

—No. ¿Es eso lo que dices a todas las chicas? ¿Qué he hecho yo para merecer tal honor?

—¿Así que ni estabas cansada de bailar ni querías un cigarrillo ni todo eso que dijiste? Lo único que querías…

—Vamos para adentro —interrumpió ella—, si tanto te gusta analizar. No hablemos más de eso.

Cuando se puso de moda aquel tipo de jersey de punto, sin mangas, Amory en un arranque de inspiración lo bautizó como «camisa de besuqueo». El nombre viajó de costa a costa en labios de conquistadores e hijas modernas.

Descriptivo

Amory había cumplido los dieciocho años, medía algo menos de un metro ochenta y era excepcionalmente hermoso. Tenía una cara juvenil, con una expresión ingenua contrastada por sus penetrantes ojos verdes, orlados de largas pestañas oscuras. En cierto modo carecía de ese intenso magnetismo que acompaña siempre a la belleza del hombre o la mujer; su personalidad radicaba sobre todo en algo mental, y no estaba en su poder abrirle o cerrarle el paso como si se tratara de un grifo. Pero la gente no olvidaba su rostro.

Isabelle

Se quedó inmóvil en lo alto de la escalera. Esas sensaciones atribuidas a los nadadores sobre los trampolines, a las primeras actrices la noche de su estreno o a los robustos y curtidos capitanes el día de su partido final, se acumulaban dentro de ella. Tendría que haber bajado entre un redoble de tambores o una discordante mezcolanza de temas de Thais y Carmen. Nunca había estado tan intrigada por su propia aparición, nunca se había sentido tan satisfecha. Hacía seis meses que tenía dieciséis años.

—¿Isabelle? —llamó su prima Sally desde el umbral del vestuario.

—Estoy lista —sintió un nudo en la garganta.

—He tenido que enviar a casa por otro par de zapatos. Estaré en un minuto.

Isabelle se dirigió al vestuario para un último toque ante el espejo, pero algo la empujó a permanecer allí y a observar la amplia escalera del Minnehaha Club. Giraba tentadoramente, y, en el salón de abajo, alcanzó a ver dos pares de pies masculinos. Calzados con escarpines negros, no daban el menor signo de identidad; pero ella se imaginó con anhelo que uno de los pares pertenecía a Amory Blaine. El joven, al que todavía no había visto, había jugado un importante papel aquel día, el primer día de su llegada. Al venir de la estación —en medio de una lluvia de preguntas, comentarios, revelaciones y exageraciones— Sally le había dicho:

—Te acuerdas de Amory Blaine, claro. Está loco por verte. Ha llegado de Princeton a pasar un día y va a venir esta noche. Ha oído hablar mucho de ti; dice que se acuerda de tus ojos.

Todo eso le complacía. Eso venía a poner las cosas en su sitio, aunque ella era muy capaz de representar sus propios romances con o sin propaganda previa. Pero a continuación del agradable cosquilleo producido por la anticipación tuvo una sensación deprimente que le llevó a preguntar:

—¿Qué será lo que ha oído acerca de mí? ¿Qué clase de cosas?

Sally sonrió. Al lado de su prima se sentía casi como un empresario de espectáculos.

—Sabe de sobra quién eres, lo guapa que eres y todo eso —se detuvo—, y supongo que sabe que te han besado.

Bajo el abrigo de piel el pequeño puño de Isabelle se crispó. Aunque acostumbrada ya a que en todas partes le siguiera su desesperante pasado, nunca dejaba de producirle el mismo resentimiento, a pesar de que en una ciudad desconocida una reputación así tenía sus ventajas. ¿Así que la consideraba una chica alegre? Pues iban a ver.

Isabelle contemplaba desde la ventana cómo caía la nieve fuera en la helada mañana. Esto era mucho más frío que Baltimore, tanto, que no se le podía comparar; el cristal estaba helado, en las esquinas del marco se acumulaba la nieve. Pero su mente seguía dando vueltas a un único objeto. ¿Iría él vestido como aquel muchacho que paseaba tranquilamente, en mocasines y prendas de invierno, a lo largo de aquella ruidosa calle comercial? ¿Qué era del Oeste? Pero él no podía ser así; estaba en Princeton, en segundo curso o algo así, aunque en realidad ella no tenía muy clara idea de él. Había conservado en su álbum de fotos una antigua instantánea suya, y aún le seguía impresionando con aquellos hermosos ojos que sin duda se habrían agrandado. Sin saber cómo, en el mes pasado, cuando se decidió su visita invernal a Sally, había adquirido las proporciones de un adversario de consideración. Los niños, los más astutos fabricantes de luchas, trazan sus campañas con gran rapidez, y Sally había interpretado con gran acierto la tonada que convenía al temperamento excitable de Isabelle. Isabelle durante algún tiempo había demostrado ser capaz de fuertes, aunque pasajeras, emociones…

Se dirigieron a un amplio edificio de piedra blanca, en la trasera de la calle nevada. La señora Weatherby les recibió calurosamente y todos los pequeños primos salieron de los rincones donde discretamente se habían refugiado. Isabelle los fue saludando con tacto. En sus buenos momentos sabía hacerse amiga de todos, excepto de las chicas mayores que ella y algunas señoras. Hizo el impacto previsto. La media docena de muchachas que conoció aquella mañana salió bastante bien impresionada tanto de su personalidad abierta como de su reputación. Amory Blaine estaba en el ánimo de todas. Un tanto desenfadado en cuestiones amorosas, ni era ni dejaba de ser apreciado. En un momento u otro todas las muchachas parecían haber tenido una aventura con él, pero ninguna parecía dispuesta a suministrar información. El venía sólo por ella… Sally lo había hecho público a todo el mundo; así que, tan pronto como pusieron los ojos sobre Isabelle, se confabularon para venderle el favor. Isabelle estaba en secreto resuelta a que le gustase Amory, aunque fuese a la fuerza, porque se lo debía a Sally. No podía sentirse defraudada, porque Sally lo había pintado con tan brillantes colores —tenía muy buen aspecto, «un aire distinguido, cuando quería», era original e inconstante— que reunía todas las condiciones para arrastrarla a un romance que ella, por su edad y por su medio, tanto deseaba. Se preguntaba si aquellos zapatos que marcaban un foxtrot alrededor de la blanda alfombra del salón serían los suyos.

Todas las impresiones e ideas de Isabelle eran muy caleidoscópicas. Tenía en su haber esa curiosa mezcla de talento artístico y social que sólo se encuentra en dos clases de mujeres, las actrices y las damas de sociedad. Su educación o, mejor dicho, su amaneramiento lo había absorbido de los jóvenes que la habían rodeado; su tacto era instintivo y su capacidad para aventuras amorosas estaba solamente limitada al número de llamadas telefónicas posibles. La aventura parecía ofrecerse en sus grandes ojos oscuros y brillaba a través de su intenso magnetismo.

Así que esperaba al borde del último escalón mientras llegaban aquellas chinelas. Ya estaba impaciente cuando salió Sally del vestuario, resplandeciente en su habitual buen humor; y juntas descendieron al salón de abajo, mientras la mente de Isabelle se concentraba en dos pensamientos: estaba contenta porque esa noche tenía buen color y le preocupaba saber si Amory bailaba bien.

Abajo, en el gran salón del club, se encontró pronto rodeada de todas las muchachas que había conocido al mediodía, hasta que, mientras la voz de Sally repetía una serie de nombres, se encontró en medio de un sexteto de hombres, en blanco y negro, muy erguidos, figuras vagamente familiares. El nombre de Blaine figuraba entre ellos, pero en el primer instante no logró distinguirlo. Siguió un momento muy confuso y juvenil, lleno de topetazos y vueltas, en virtud del cual cada uno se encontró hablando con la persona que menos le interesaba. Con una hábil maniobra arrastró a Froggy Parker, en primero de Harvard y con quien había jugado alguna vez al aro, para sentarse en los peldaños de la escalera. Todo lo que ella necesitaba era una referencia cómica al pasado. El número de cosas que Isabelle podía hacer con un solo tema era notable; primero, lo repetía embargada por el entusiasmo, con tono de contralto y acento del Sur; luego, parecía contemplarlo a distancia con una sonrisa, una sonrisa maravillosa; y por fin desarrollaba ciertas variaciones sobre el mismo tema, regodeándose en una especie de jugueteo mental, sin dejar de respetar la forma nominal del diálogo. Froggy estaba fascinado y completamente ajeno a que todo aquello no era por él sino por aquellos ojos verdes que brillaban bajo un pelo cuidadosamente atusado con agua un poco a su izquierda, porque Isabelle había descubierto a Amory. Como la actriz que, incluso cuando más aturdida se halla por su propio y consciente magnetismo, sabe calibrar al público de primera fila, Isabelle había percibido a su antagonista. En primer lugar, tenía el pelo castaño; un sentimiento de contrariedad le hizo saber que había esperado de él un pelo oscuro, la esbeltez de un anuncio de fijador… En cuanto al resto, bastante buen color y un perfil recto y romántico; el corte de un traje ajustado y una de esas camisas de seda fruncida, que hacen las delicias de las mujeres, pero de las que los hombres empiezan a cansarse.

Durante todo el examen Amory la observó con calma.

—¿No crees tú? —le preguntó de repente, volviendo hacia él su inocente mirada.

Hubo un pequeño tumulto y Sally se abrió camino hacia su mesa. Amory forcejeó para sentarse junto a Isabelle y le susurró al oído:

—Ya sabes que eres mi pareja. Nos han destinado el uno para el otro.

Isabelle abrió la boca; era un método infalible. Pero en verdad sintió como si su papel de primera actriz se hubiera convertido en el de una segundona… No debía perder la iniciativa. Toda la mesa bullía de risas, y en la confusión por coger sitio algunos ojos curiosos se volvieron hacia ella, sentada en la cabecera. Todo ello le producía un placer inmenso; Froggy Parker, ofuscado por su radiante cutis, olvidó arrimar la silla a Isabelle y cayó en postrada confusión. Amory se sentó al otro lado, rebosando confianza y vanidad, contemplándola con sincera admiración. Tanto él como Froggy empezaron sin rodeos:

—He oído hablar de ti desde que usabas trenzas.

—Qué divertido, aquel mediodía…

Ambos se detuvieron. Isabelle se volvió hacia Amory con timidez. Para respuesta bastaba su semblante pero se decidió a hablar:

—¿Qué? ¿Quién te habló de mí?

—Todo el mundo; todo el tiempo que has estado fuera —ella se sonrojó un poco. A su derecha Froggy estaba ya hors du combat aunque él no se daba cuenta de ello.

—Te voy a decir por qué me he acordado de ti durante estos años —continuó Amory. Ella se inclinó ligeramente hacia él y para observar así con disimulo los apios que tenía enfrente. Froggy suspiró; conocía muy bien a Amory y sabía que había nacido para manejar situaciones como esa. Se volvió hacia Sally para preguntarle si iba a volver a la escuela el próximo año. Amory replicó con fuego graneado:

—Ya he dado con el adjetivo que te va. —Ése era uno de sus arranques favoritos; rara vez tenía ese adjetivo en la mente, pero así provocaba la curiosidad; y si se le ponía entre la espada y la pared, siempre sabía encontrar un cumplido.

—¿Y cuál es? —la expresión de Isabelle era un estudio en curiosidad absorta.

Amory movió la cabeza.

—Todavía no te tengo la suficiente confianza.

—¿Y me lo dirás después? —susurró ella.

Amory asintió.

—Nos sentaremos fuera.

Isabelle asintió.

—¿Te ha dicho alguien que tienes unos ojos muy penetrantes? —preguntó ella.

Amory trató de hacerlos más penetrantes todavía. Se imaginó, pero no estaba seguro, que la punta de su pie le había tocado por debajo de la mesa. Aunque también podía ser la pata de la mesa. Era difícil asegurarlo. Aun así, se estremeció. Se preguntaba si sería difícil buscar refugio en el saloncito de arriba.

Los niños en el bosque

Isabelle y Amory, cada cual a su manera, no eran dos niños inocentes, pero tampoco unos desvergonzados. Con todo, la afición pura era lo que menos valor tenía en el juego que habían iniciado, un juego que había de ser —para ella y durante muchos años— su principal tema de estudio. Los dos lo habían comenzado por las mismas razones, buenas promesas y un temperamento excitable; el resto era consecuencia de la lectura de unas cuantas novelas baratas y de charlas de vestuario con jóvenes de más edad. Isabelle ya sabía andar con un paso muy estudiado a los nueve años y medio, cuando sus ojos, amplios y luminosos, parecían anunciar la niña ingenua. Amory no era tan artificioso. Si se ponía un disfraz era para podérselo quitar al día siguiente y, además, no parecía discutir el derecho de ella a usar uno: Ella, por su parte, no parecía impresionada por su estudiada pose de aburrimiento. Había vivido en una gran ciudad y en cierto modo tenía más horas de vuelo que él, pero aceptó su pose, una de las doce posibles convenciones en esta clase de asuntos. Comprendía él que gozaba de sus favores porque la habían aleccionado para ello; pero, por no ser otra cosa que la mejor oportunidad de la noche, tenía que mejorar su actuación si no quería perder la iniciativa. Por todo eso ambos jugaban con una astucia tan descomunal que habría horrorizado a todos sus antepasados.

Después de la cena empezó el baile… dulcemente. ¿Dulcemente? Los jóvenes se cambiaban a Isabelle cada cuatro pasos para reñir después por los rincones:

—¡Me la podías haber dejado un poco más!

—Te digo que ella no quería; me lo dijo en el baile anterior.

Era verdad, así lo dijo a todos al tiempo que les daba la mano con un apretón que quería significar: «Bien sabes, Amory, que esta noche sólo contigo he estado bailando de verdad».

Pero el tiempo pasaba; al cabo de dos horas, incluso los beaux menos sutiles se habían decidido a concentrar sus seudo-apasionadas miradas en otra parte, porque cuando dieron las once Isabelle y Amory estaban sentados en la poltrona del saloncito de lectura del piso de arriba. Ella presentía que formaban una buena pareja y parecía sentirse a sus anchas en aquel aislamiento, mientras la gente remolineaba y cuchicheaba por allá abajo.

Los que pasaban frente a la puerta miraban con envidia, y las chicas reían, fruncían el ceño y tomaban nota para el futuro.

Ya habían alcanzado por fin un escalón definido. Se habían contado todo lo que había ocurrido desde la última vez que se vieron, y ella tuvo que escuchar casi todo ló que había oído antes acerca de él. Que estaba en segundo, en la redacción del Princetonian, que esperaba llegar a ser pronto presidente. Ella le dijo que muchos jóvenes con quienes salía en Baltimore eran «terribles», que a veces iban borrachos a los bailes; tenían unos veintes años o cosa así y conducían unos fascinantes Stutzes rojos. A la mitad de ellos les habían expulsado de varios colegios y universidades, y algunos ostentaban unos nombres tan atléticos que no pudo por menos de mirarles con admiración. En realidad, la intimidad de Isabelle con la Universidad apenas había empezado; tan sólo mantenía una reverencial amistad con un grupo de jóvenes que pensaban: «Es una monada, vale la pena seguirla de cerca». E Isabelle ensartó una retahila de nombres con tal desparpajo que habría asombrado a un noble vienes. El le preguntó si tenía mucho amor propio. Replicó ella que era distinto el amor propio de la confianza en sí mismo; que le encantaban los hombres con gran confianza en sí mismos.

—Y Froggy, ¿es muy amigo tuyo? —preguntó.

—Bastante. ¿Por qué?

—Baila muy mal. Baila como si llevara la chica a la espalda en lugar de llevarla en los brazos —ella rio la gracia.

—Eres terrible para definir a la gente.

Amory lo negó con pesadumbre pero, no obstante, definió a unas cuantas personas. Luego hablaron de manos.

—Tienes unas manos muy delicadas —dijo ella—. Como si tocaras el piano. ¿Tocas el piano?

Dije antes que habían alcanzado un escalón definido; quiá, lo que habían alcanzado era un escalón muy crítico. Amory se había quedado aquel día solo para verla, y su tren salía a las doce y media de la noche. Sus maletas le esperaban en la estación, y su reloj empezaba a pesarle en el bolsillo.

—Isabelle —dijo de repente— quiero decirte algo.

Habían estado charlando de cosas superficiales, «sobre esa expresión tan divertida de tus ojos», e Isabelle comprendió por el cambio de tono que algo se avecinaba; incluso había estado imaginando cuánto tardaría en llegar. Amory se inclinó y apagó la luz de forma que quedaron en una oscuridad sólo mitigada por el resplandor rojo debajo de la puerta del salón de lectura. Entonces empezó:

—No sé si te imaginas lo que yo… te quiero decir. Diablo, Isabelle, suena a frase hecha pero te aseguro que no lo es.

—Ya lo sé —dijo suavemente Isabelle.

—Tal vez no nos volvamos a ver como ahora. He tenido siempre mala suerte —estaba separado de ella y apoyado en el otro brazo del sillón, pero sus ojos brillaban en la penumbra.

—Claro que me volverás a ver, tonto —y en la última palabra puso el énfasis justo para atraerle. El continuó con acento ronco:

—Me he enamorado de muchas mujeres y supongo que tú también… de hombres, claro; pero, sinceramente, tú… —se interrumpió de súbito y se inclinó hacia ella, la barbilla apoyada en sus manos—. Bueno, siempre pasa lo mismo; tú seguirás tu camino y yo el mío.

Hubo un silencio. Isabelle estaba muy inquieta; hizo con su pañuelo una pelota y a la pálida luz que la envolvía lo arrojó deliberadamente contra la puerta. Sus manos se tocaron por un instante pero no llegaron a hablar. Los silencios se hacía más frecuentes y deliciosos. Había subido otra pareja descarriada que aporreaba el piano de la habitación de al lado. Tras la obligada introducción de escalas y ejercicios, uno de ellos arrancó con Los niños en el bosque, y una delicada voz de tenor introdujo las palabras en el salón:

Dame, dame ya tu mano

para que sepa que vamos

a la tierra del ensueño.

Isabelle la canturreó suavemente, y cuando sintió la mano de Amory entre las suyas se puso a temblar.

—Isabelle —susurró—. Ya sabes que estoy loco por ti y tengo esperanzas de interesarte un poco.

—Sí.

—¿Te importa mucho? ¿No prefieres a otro?

—No —apenas podía oírla aunque estaba tan próximo a ella que sentía su respiración en su mejilla.

—Isabelle, tengo que volver al colegio y no volveré en seis meses. ¿Por qué no podemos…? Me gustaría tanto tener un recuerdo tuyo…

—Cierra la puerta… —su voz era tan queda que él se preguntó si había llegado a hablar. Al empujar suavemente la puerta, la música pareció vacilar.

Bajo esa brillante luna

dame un beso de buenas noches.

Qué canción tan maravillosa, pensaba ella. Todo parecía maravilloso aquella noche, y, sobre todo, la romántica escena del salón, con las manos entrelazadas aproximando el inevitable espejismo. Su vida futura parecía una interminable sucesión de escenas como ésta: bajo la luz de la luna y de las pálidas estrellas, en los asientos de cálidas limousines y en bajos y cómodos roadsters parados en una arboleda protectora… sólo el acompañante podía cambiar y éste parecía encantador. El tomó su mano con suavidad y, con un repentino movimiento para llevarla a los labios, le besó la palma.

—¡Isabelle! —el susurro se mezcló con la música; ambos parecían flotar muy juntos. Su respiración se aceleró.

—¿Te puedo besar, Isabelle?

Con los labios entreabiertos volvió su cabeza hacia él, en la oscuridad. De improviso un clamor de voces, el sonido de unos pasos que subieron hasta ellos. Como una centella, Amory encendió la luz, y, cuando se abrió la puerta y entraron tres muchachos —el violento y bailarín Froggy entre ellos—, le encontraron hojeando las revistas de la mesa mientras Isabelle, inmóvil, serena y desenvuelta, les recibía con una amable sonrisa. Pero su corazón latía agitadamente, resentido de todo lo que le habían arrebatado.

Todo había pasado, no había duda. Hubo un clamor de voces que reclamaban un baile; una mirada se cruzó entre ellos —desesperada la de él, apenada la de ella—, y la noche continuó entre reconfortantes beaux y muchos más cambios de pareja.

A las doce menos cuarto se despidió de ella, gravemente, en medio de un corro reunido para desearle buen viaje. Por un instante él llegó a perder su presencia de ánimo, y ella se sintió algo aturdida cuando una voz oculta gritó:

—¡Sácala afuera, Amory! —al tomar su mano él la apretó un poco y ella le devolvió el apretón como había hecho con otras veinte manos aquella misma noche, y eso fue todo.

A las dos de la madrugada, de vuelta a casa de los Weatherby, Sally le preguntó si ella y Amory habían podido estar un «rato» en el salón. En sus ojos brillaba la luz de una idealista, los virginales sueños de una Santa Juana.

—No —contestó—, ya no estoy para esas cosas. El me lo pidió, pero le dije que no.

En cuanto se metió en la cama empezó a imaginar qué sería lo que le diría en la carta urgente del día siguiente. Tenía una boca tan atractiva… ¿Sería posible que un día…?

—«Catorce ángeles velaban sobre ellos» —canturreó Sally en la habitación de al lado, con acento somnoliento.

—Maldita sea —murmuró Isabelle, haciendo una gran pelota con la almohada y explorando cautelosamente las frías sábanas—, maldita sea.

Carnaval

Por fin Amory había llegado arriba, por medio del Princetonian. Los pequeños snobs, termómetros del éxito que estaban siempre a punto, le recibieron con efusión porque se aproximaban las elecciones para los clubs; a él y a Tom les visitaban grupos de alumnos superiores que entraban torpemente, se balanceaban en el borde de los muebles y hablaban de todo menos de aquello que les llevaba allí. A Amory le divertían aquellas miradas llenas de intriga; y cuando los visitantes representaban un club que para él no tenía el menor interés, se permitía el lujo de escandalizarlos con comentarios heterodoxos.

—Dejadme pensar. ¿Qué club representáis vosotros? —preguntó una noche a una asombrada delegación.

Con los visitantes de Ivy, Cottage y Tiger Inn se hacía el «chico ingenuo, agradable y sano» que estaba a sus anchas y no tenía la menor idea del objeto de la visita.

Aquella mañana fatal, a primeros de marzo, cuando todo el campus se transformó en el patio de un manicomio, se refugió en compañía de Alec Connage para observar desde allí, asombrado, la histeria de sus compañeros de clase.

Muchos grupos volubles iban de un club a otro; amistades de tres días atrás aseguraban entre lágrimas que debían pertenecer al mismo club, que nada debía separarles; se producían aparatosas manifestaciones de rencor y envidia, largo tiempo ocultas, en cuanto el favorito recordaba agravios de primer año. Hombres desconocidos eran elevados a un alto rango en cuanto recibían ciertas ofertas muy codiciadas; otros que se consideraban «muy preparados» se encontraban, a causa de inesperados enemigos, aislados y abandonados y hablaban con furor de dejar el colegio.

Entre los de su clase, Amory vio cómo se eliminaba a unos por usar sombrero verde, a otros «porque vestían como maniquíes», a los de más allá porque se habían emborrachado una noche «y no como un caballero, Dios mío», y en fin por cualquier otra secreta e insondable razón sólo conocida por los poseedores de las bolas negras.

La orgía social culminó en una fiesta gigantesca en el Nassau Inn, donde corrió el ponche preparado en inmensas perolas, y todo el salón se convirtió en un desfile delirante, agitado y gritón de voces y caras.

—Eh, Dibby, ¡felicidades!

—Enhorabuena, Tom, me han dicho que sacaste un buen paquete en el Cap.

—Eh, Kerry…

—Eh, Kerry, he oído que te vas con los gorilas del Tiger.

—Bueno, a mí no me gusta el Cottage, ese paraíso de conquistadores.

—Dicen que Overton se desmayó cuando le eligieron para el Ivy. ¿Qué firmó el primer día? ¡Ni hablar! Creo que se fue a Murray-Dodge en bicicleta, creyendo que se trataba de un error…

—¿Cómo lograste entrar en el Cap, viejo golfo?

—¡Felicidades!

—¡Felicidades! He oído que tuviste muchos votos.

Cuando cerraron el bar la fiesta se disolvió en pequeños grupos que deambularon, cantando, por el campus nevado, desolados porque todo —esfuerzo y vanidad— había terminado y podían hacer lo que les viniera en gana en los próximos dos años.

Años después Amory pensaba que la primavera de su segundo año fue el tiempo más feliz de su vida. Sus ideas iban acordes con su vida; no deseaba más que soñar, divagar y disfrutar de media docena de nuevas amistades, en las tardes de abril.

Una mañana entró Alec Connage en su habitación para despertarle; la luz del sol brillaba en la ventana para mayor gloria de Campbell Hall.

—Despierta, pecador, y reúne todas tus piezas. Tienes que estar enfrente del Renwick dentro de media hora. Tenemos un coche —cogió la bandeja de su escritorio y la depositó cuidadosamente, con toda su carga, sobre la cama.

—¿De dónde habéis sacado el coche?

—Bonita confianza; déjate de preguntas o no vienes.

—Me parece que voy a seguir durmiendo —dijo Amory con calma, volviendo a acomodarse y buscando un cigarrillo junto a la cama.

—¿Durmiendo?

—¿Por qué no? Tengo una clase a las once y media.

—¡Maldito amargado! Pero si no quieres venir a la costa…

Amory saltó de la cama, desparramando por el suelo toda la carga de la bandeja. La costa… no la había visto hacía años, desde las peregrinaciones con su madre.

—¿Quiénes vamos? —preguntó al tiempo que se embutía en las sandalias.

—Dick Humbird, Kerry Holiday, Jesse Ferrenby y…, unos cinco o seis. ¡Pero date prisa!

A los diez minutos Amory estaba devorando su maíz en el Renwick, y a eso de las nueve y media salían alegremente de la ciudad, rumbo a las arenas de Deal Beach.

—Mira —dijo Kerry—, el coche es como si fuera nuestro. La verdad es que unos desconocidos lo robaron en Asbury Park, lo abandonaron en Princeton y se fueron al Oeste. A este despiadado Humbird le han dado permiso en la alcaldía para ir a devolverlo.

—¿Lleva alguien dinero? —preguntó Ferrenby, sentado en el asiento delantero.

Se levantó un unísono coro negativo.

—Esto se empieza a poner interesante.

—¿Dinero? ¿Qué dinero? Podemos vender el coche.

—O reclamar la tarifa de recuperación, o algo así.

—¿De dónde vamos a sacar para comer?

—Sinceramente —dijo Kerry, mirándole con severidad—, ¿es que vas a poner en duda los recursos de Kerry para tres cochinos días? Hay gente que ha vivido del aire durante años. Lee la revista de los Boy Scouts.

—Tres días —musitó Amory—, y yo que tenía clase.

—Uno de ellos cae en Sabbath.

—Es lo mismo. Sólo puedo perder seis clases y aún me queda mes y medio.

—¡Arrojadlo fuera!

—Es mucha vuelta.

—Amory, la estás quemando, para acuñar una frase nueva.

—Vale más que te calles, Amory.

Amory se resignó para enfrascarse en la contemplación del paisaje. Swinburne parecía el más adecuado al momento:

Pasaron las ruinas, las lluvias de invierno,

la estación de las nieves y pecados,

el día que separa a la amada del amado,

la noche que avanza sobre lo que deja el día,

la memoria que guarda un dolor perdonado.

Mueren los hielos y las flores nacen;

capullo a capullo la primavera se inicia,

los arroyos se ceban con flores…

—¿Qué te pasa, Amory? Amory está haciendo poesía, pensando en pájaros y flores. Lo puedo leer en sus ojos.

—No es verdad —mintió él—; estaba pensando en el Princetonian. Tendría que estar allí esta noche; pero espero poder llamar por teléfono.

—Estos hombres importantes… —dijo Kerry, respetuosamente.

Amory se sonrojó, y le pareció que Ferrenby, uno de los opositores derrotados, estaba molesto. Por supuesto que Kerry sólo estaba bromeando, pero él tampoco tenía que haber mencionado el Princetonian.

Era un día apacible; así que se iban acercando a la costa, con una brisa marina, empezó a imaginarse el océano, las largas y llanas playas y los tejados rojos por encima del mar. Atravesaron de prisa la pequeña ciudad y de repente despertó su conciencia con un pujante peán de emoción…

—¡Ay, Dios, míralo! —gritó.

—¿El qué?

—Dejadme salir, de prisa… ¡No lo he visto en ocho años! ¡Por favor, sed amables, parad el coche!

—¡Qué hombre más raro! —señaló Alec.

—A mí me parece un poco excéntrico.

El automóvil se detuvo ante un pretil y Amory echó a correr hacia el paseo. Al principio sólo vio que el mar era azul, que era enorme, que bramaba y bramaba…, todas esas trivialidades que inspira el océano, pero de haber dicho alguien que sólo eran trivialidades, le habrían mirado asombrado.

—Ahora a comer —ordenó Kerry, uniéndose al grupo—. Vamos, Amory, déjate de eso y seamos prácticos. Primero intentaremos en el mejor hotel —continuó— y luego ya veremos.

Anduvieron por el paseo hasta el hotel de más imponente aspecto y, entrando en el comedor, tomaron asiento en una mesa.

—Ocho Bronx —ordenó Alec—, y un sandwich grande con julianas. La comida para uno; póngalo por ahí.

Amory apenas comió porque había encontrado un asiento desde donde podía ver el mar y sentir su balanceo. Cuando terminaron el pequeño almuerzo, se pusieron a fumar tranquilamente.

—La cuenta, por favor.

Uno de ellos la hojeó.

—Ocho veinticinco.

—Demasiado caro. Le daremos dos dólares y otro para el camarero. Kerry, recoge el dinero.

Cuando se acercó el camarero, Kerry le dio solamente un dólar, puso dos dólares sobre la cuenta y se volvió. Displicentemente se dirigieron hacia la puerta, seguidos del receloso Ganimedes.

—Debe haber un error.

Kerry tomó la nota y la examinó cuidadosamente.

—No hay el menor error —dijo con seguridad, mientras movía la cabeza y rompía la nota en cuatro pedazos que entregó al camarero, tan confundido que permaneció inmóvil, sin un gesto, viéndoles salir.

—¿No nos seguirán?

—No —dijo Kerry—; de entrada creerá que venimos con el hijo del dueño o algo así; luego volverá a comprobar la nota, llamará al encargado y mientras tanto…

Dejaron el coche en Asbury y tomaron el tranvía hasta Allenhurst para echar un vistazo a la multitud, en busca de bellezas. A las cuatro tomaron unos refrescos en un café, donde pagaron una fracción todavía menor del total del coste. Nadie les siguió, gracias en parte a su aspecto y a su savoir faire.

—Mira, Amory, nosotros somos marxistas socialistas —explicó Kerry—. No creemos en la propiedad y lo tenemos que demostrar.

—Ya llegará la noche.

—Espera y confía en Holiday.

Hacia las cinco y media estaban alegres y, cogidos del brazo, deambularon arriba y abajo del paseo entonando un monótono estribillo sobre las tristes olas del mar. Kerry divisó entre la multitud una cara que le llamó la atención y salió corriendo para reaparecer un momento después con una de las jóvenes menos agraciadas que Amory había visto nunca. Una boca delgada que iba de oreja a oreja, sus dientes presentaban un único y sólido frente, y unos ojos bizcos que miraban desconsolados a los bultos de la nariz.

—Su nombre es Kaluka, la reina de Hawai. Permítame presentarle a los señores Connage, Sloane, Humbird, Ferrenby y Blaine.

La joven hizo unas cuantas reverencias; pobre criatura; Amory pensaba que nadie le había hecho caso en su vida y posiblemente era medio tonta. Mientras les fue acompañando (Kerry la invitó a cenar) no dijo nada que pudiera desmentirlo.

—La señorita prefiere los platos de su tierra —dijo Alec al camarero, con tono grave—, pero se conformará con cualquier cosa fuerte.

Durante la cena se dirigía a ella con las más respetuosas palabras mientras Kerry, al otro lado, le hacía una cómica escena de amor, a la que ella respondía con risitas y guiños. Amory se contentaba con observar la comedia, admirado del tacto de Kerry, capaz de transformar el incidente más insulso en una aventura de grandes proporciones. Todos parecían contagiados del mismo espíritu y era un recreo estar entre ellos. Amory, por lo general, estaba a gusto con los hombres individualmente, pero los temía cuando estaban en grupo, a menos que el grupo se formara alrededor de él. Se preguntaba cuánto rentaba cada uno al grupo, pues había entre ellos una especie de contribución espiritual. Alec y Kerry eran la vida del grupo, pero no su centro. En cierto modo el tranquilo Humbird y Sloane, con su impaciente altivez, formaban el centro.

Dick Humbird le había parecido a Amory, desde el primer año, el tipo perfecto del aristócrata. Era esbelto y proporcionado, pelo negro y rizado, rasgos rectos y bastante moreno. Todo lo que decía parecía apropiado. Tenía gran valor, bastante buena cabeza y un sentido del honor con un encanto y noblesse oblige tan especiales que no se podía confundir con la rectitud. Podía ser disipado sin desintegrarse, y las aventuras más bohemias no eran capaces de «quemarlo». La gente se vestía como él, trataba de hablar como él. Para Amory se le podía poner el mundo encima que no iba a cambiar por eso…

Se diferenciaba de aquel tipo atlético salido de la clase media en que nunca transpiraba. Cierta gente no puede familiarizarse con un chofer si no es marcando las diferencias. Humbird podía desayunarse en el Sherry con un negro y sentirse perfectamente a gusto. No era un snob, aunque sólo conocía a la mitad de su clase. Sus amigos iban desde lo más alto hasta lo más bajo, pero resultaba imposible «cultivar» su amistad. Los criados le adoraban, le trataban como a un dios. Personificaba el ejemplo eterno de lo que debe ser la clase alta.

—Parece uno de esos retratos del Ilustrated London News de oficiales ingleses muertos en acción —dijo Amory a Alec.

—Bien —respondió Alec—, si quieres saber la cruel verdad te diré que su padre era un almacenero que se hizo rico como agente de fincas en Tacoma y se estableció en Nueva York hace diez años.

Amory sintió una curiosa sensación de naufragio.

Aquella excursión era posible gracias a la emancipación de la clase tras las elecciones de los clubs, como para llevar a cabo un último y desesperado esfuerzo de conocerse a sí mismos, de permanecer juntos y luchar contra el espíritu opresor de los clubs. Habían salido para suspender la convencional disciplina.

Después de la cena vieron a Kaluka junto al pretil y volvieron paseando hasta la playa de Asbury. El mar vespertino era una sensación nueva porque, desaparecidos su color y su madurez, no quedaba sino aquella sombría desolación de las tristes sagas noruegas; Amory pensaba en Kipling:

Playas de Lukanon antes de que lleguen los cazadores.

Era como una música infinitamente triste.

A las diez no tenían un céntimo. Habían cenado abundantemente con sus últimos once centavos y, cantando, deambularon por los casinos y arquerías iluminadas del paseo, deteniéndose a escuchar con devoción los conciertos de banda. En una plaza Kerry organizó una colecta para los huérfanos de guerra franceses que rindió un dólar y veinte centavos, con el que compraron un poco de brandy para caso de frío por la noche. Terminaron el día en un cine donde una antigua comedia les provocó estrepitosas carcajadas, para asombro y molestia del resto del auditorio. Su entrada fue un prodigio de estrategia; a medida que uno entraba señalaba al que venía detrás. El último, Sloane, declinó toda responsabilidad sobre el hecho tan pronto como todos se distribuyeron por la sala; y cuando el airado portero se abalanzó hacia dentro, entró él indolentemente.

Se congregaron en el casino para ver el modo de pasar la noche. Kerry obtuvo permiso del sereno para dormir en la terraza; y, habiendo recogido un buen montón de esteras para utilizarlas como colchones y mantas, estuvieron hablando hasta media noche hasta que cayeron en un profundo sueño, a pesar de los esfuerzos de Amory para permanecer despierto y contemplar la maravillosa puesta de la luna sobre el mar.

Así continuaron durante dos días, paseando por la costa, en tranvía, bicicleta o a pie, a lo largo de aquel multitudinario paseo; comiendo a veces entre gente rica, cenando las más veces frugalmente a expensas de un candido hotelero. Se hicieron ocho fotos en una tienda de revelado al minuto. Kerry insistió en hacer una agrupándoles como un equipo de fútbol, con las chaquetas vueltas del revés, como una banda del East Side, y él sentado en el centro sobre una luna de cartón. Tal vez el fotógrafo la conserva aún, porque ellos no fueron por ella. Hacía un tiempo perfecto, volvieron a dormir al fresco, y Amory volvió a caer dormido contra su voluntad.

Amaneció un domingo estólido y respetable; hasta el mar parecía gruñir y rezongar; así que volvieron a Princeton en los Ford de los granjeros que pasaron, y se separaron todos acatarrados pero sin mayores consecuencias.

Desde hacía tiempo, Amory descuidaba su trabajo todavía más que el año anterior, no a propósito sino empujado por una muchedumbre de intereses diferentes. La Geometría analítica y los melancólicos hexámetros de Corneille y Racine no le seducían como antes; e incluso la psicología, de la que tanto había esperado, demostró ser un objeto obtuso, saturado de reacciones musculares y frases biológicas antes que un análisis de la personalidad y de la influencia. Era una clase de mediodía que siempre le sorprendía dormitando. Habiendo descubierto que el «objetivo y subjetivo, señor», respondía a casi todas las preguntas, usaba la frase en tantas ocasiones que se convirtió en un juego de la clase cuando, a cualquier pregunta que se le hacía, era despertado por Ferrenby o Sloane para mascullarla.

Hacían excursiones muy a menudo a Orange y a la costa, y más raramente a Filadelfia y Nueva York; una noche sacaron a catorce camareras del Child’s y las pasearon en la segunda planta del autobús por toda la Quinta Avenida. Perdían más clases de lo que estaba permitido, lo que les suponía una asignatura adicional para el siguiente curso; pero la primavera era una cosa demasiado singular para dejar que algo interfiriese sus brillantes correrías. En mayo Amory fue elegido para el comité de promoción de segundo; y tras una larga discusión nocturna con Alec para hacer una lista de los candidatos al consejo superior, pusieron sus propios nombres a la cabeza de ella. Se daba por descontado que ese consejo se componía de los dieciocho veteranos más representativos; y a la vista de que Alec dirigía el equipo de fútbol y Amory tenía habilidades de desbancar a Burne Holiday como presidente del Princetonian, tal encabezamiento parecía ampliamente justificado. Aunque parezca extraño, colocaron a D’Invillier entre las posibilidades, una suposición que un año antes habría dejado boquiabierta a toda la clase.

Durante toda la primavera Amory había mantenido una interminable correspondencia con Isabelle Borgé, salpicada de violentas explosiones y casi toda ella avivada por sus intentos para encontrar nuevas palabras de amor. Había descubierto que Isabelle era grave y discretamente seca en sus cartas, pero esperaba —contra toda esperanza— que seguiría siendo una flor lo bastante exótica como para llenar los grandes espacios de la primavera de igual manera que había llenado el saloncillo del Minnehaha Club. A lo largo de mayo le escribía por las noches documentos de treinta páginas que le enviaba en voluminosos sobres, con la etiqueta «Parte primera», «Parte segunda»…

—Ay, Alec, me parece que estoy harto del colegio.

—Me parece que yo también, a mi manera.

—Lo que yo quisiera es una casa de campo, un país cálido y una mujer y algo que hacer para no pudrirme.

—Yo también.

—Me gustaría dejar esto.

—¿Qué dice tu novia?

—¡Ah! —Amory balbuceó con horror—. Ella no piensa en casarse… por ahora. Me refiero al futuro.

—Mi novia sí lo piensa. Pensamos casarnos.

—¿De verdad?

—Sí. Pero no lo digas a nadie, por favor. Es posible que el año que viene no vuelva.

—¡Pero si sólo tienes veinte años! ¿Vas a dejar el colegio?

—¿No decías tú lo mismo hace un momento?

—Sí —Amory se interrumpió—, es sólo un deseo. No puedo pensar en abandonar el colegio. Es que me siento triste en estas noches espléndidas. Siento que no volverán otra vez y que no puedo saborear todo lo que tienen. Me gustaría que mi novia viviera aquí. Pero casarme… de ninguna manera. Especialmente ahora que mi padre dice que el dinero no entra en casa como antes.

—¡Qué manera de desperdiciar estas noches! —exclamó Alec.

Pero Amory suspiraba y aprovechaba las noches. Tenía una fotografía de Isabelle, enmarcada en un viejo reloj; y casi todas las noches a las ocho apagaba todas las luces excepto la del escritorio y, sentado ante la ventana abierta y con la fotografía delante, le escribía sus apasionadas cartas.

… es tan difícil escribir todo lo que siento cuando estoy pensando en ti; te has convertido en un sueño que ya no puedo trasladar al papel. ¡Tu última carta era maravillosa! La leí seis veces, sobre todo la última parte; pero a veces me gustaría que fueras más sincera y me dijeras lo que realmente piensas de mí. Aunque tu última carta es demasiado bonita para ser verdad, ¡no voy a poder esperar hasta junio! Tienes que hacer lo posible para venir al fin de curso. Va a estar muy bien, y quiero estar contigo en el final de este año maravilloso. A menudo pienso en lo que me dijiste aquella noche, sin saber muy bien lo que quisiste decir. De no haber sido tú… Pero, ya ves, la primera vez, la primera vez que te vi pensé que eras muy voluble; eres tan popular y admirada que no puedo creer que me prefieras a todos.

Isabelle querida, esta noche es maravillosa. Alguien está tocando Luna de amor con una mandolina al otro lado del campus y parece que la música te trae hasta mi ventana. Ahora está tocando Adiós muchachos, compañeros… que me viene como anillo al dedo. También yo he acabado con todo. He decidido no volver a probar un cóctel y sé que nunca más volveré a enamorarme —ya no puedo—, porque has venido a formar una parte muy importante de mis días y de mis noches para poder pensar en otra mujer. No quiero parecer blasé porque no es eso. Lo que ocurre es que estoy enamorado. Isabelle querida (ya no puedo llamarte Isabelle a secas y me temo que voy a soltar el «querida» delante de tu familia el próximo junio), tienes que hacer lo posible para venir al fin del curso, y luego yo iré a tu casa a pasar un día, y todo será perfecto…

Y así sucesivamente, con una eterna monotonía que a ambos parecía infinitamente encantadora, infinitamente nueva, se iban llenando páginas y páginas.

Junio llegó con unos días tan calientes y pesados que no dejaban pensar ni en los exámenes; se reunían por las noches en el patio del Cottage, para hablar de temas muy amplios, hasta que las curvas del terreno hacia Stony Brook se envolvían de un vaho azulino, las lilas parecían blancas alrededor de las pistas de tenis, y las palabras dejaban paso a los silenciosos cigarrillos. Y a lo largo de un Prospect desierto y de McCosh, llevando siempre una canción tras ellos, llegaban hasta la cálida alegría de Nassau Street.

Tom D’Invilliers y Amory paseaban aquellos días hasta muy tarde. La fiebre del juego se había extendido por todo el segundo curso, y se pasaban las noches encorvados sobre los dados. Más de una vez salieron de la habitación de Sloane para ver cómo caía el rocío y cómo las estrellas se desvanecían en el cielo.

—Vamos a dar un paseo en bicicleta —sugirió Amory.

—De acuerdo. No estoy cansado y casi es la última noche del año; el lunes empieza el final de curso.

Encontraron dos bicicletas en Holden Court y pasearon por el Lawrence Road hasta las tres y media.

—¿Qué vas a hacer este verano, Amory?

—No me preguntes, lo mismo de siempre. Uno o dos meses en Lake Geneva —ya sabes que te espero allí en julio— y luego iré a Minneapolis, lo cual significa bailes de verano, besuqueos, un aburrimiento; pero Tom, dime —añadió de repente—, este año, ¿no ha sido una delicia?

—No —dijo Tom con énfasis, un nuevo Tom vestido por Brooks y calzado en Franks—, he ganado este partido, pero no pienso jugar el siguiente. A ti te va muy bien, tú eres como una pelota de goma y estás bien en cualquier sitio, pero yo ya estoy harto de tener que adaptarme a las majaderías de este rincón del mundo. Tengo ganas de irme a un sitio donde no se excluya a la gente por el color de su corbata o por el corte de su traje.

—No puedes, Tom —argüía Amory mientras pedaleaban en la noche—, a dondequiera que vayas aplicarás inconscientemente esos clichés de «tiene» o «le falta». Para bien o para mal, te hemos marcado para siempre; ya eres un tipo de Princeton.

—Bien, entonces —se quejó Tom, y su voz rota se levantaba con una queja— ¿para qué he de volver? Ya he aprendido todo lo que Princeton me puede enseñar. Dos años más de puras pedanterías y mentiras en el club no me van a servir de nada. Sólo van a servir para desorganizarme más, para hacerme más adocenado. Ya ahora me siento tan sin huesos que no sé cómo me voy a librar de ello.

—Lo que pasa es que no quieres darte cuenta de lo que te ocurre, Tom —le interrumpió Amory—. Acabas de abrir los ojos, de manera violenta, a un mundo de trepadores. Pero Princeton invariablemente proporciona, al hombre prudente, un cierto sentido social.

—Y tú consideras que me has proporcionado eso, ¿no? —le preguntó burlonamente, mirándole en la penumbra. Amory sonrió.

—¿Y no es así?

—A veces —dijo pausadamente— pienso que tú eres mi ángel malo. Yo podía haber sido un buen poeta.

—Vamos, eso es bastante difícil. Tú elegiste venir a un colegio del Éste. O viniste a sabiendas de la condición trepadora de la gente, o viniste a ciegas —como Marty Kaye—, cosa que tú mismo repugnas.

—Sí —convino—, tienes razón. Me habría repugnado. No obstante, resulta duro convertirse en un cínico a los veinte años.

—Yo nací cínico —murmuró Amory—. Soy un idealista cínico. —Se detuvo a pensar si aquello significaba algo.

Cuando alcanzaron la dormida escuela de Lawrenceville, volvieron para atrás.

—Ha sido un buen paseo, ¿no? —dijo Tom.

—Sí, un buen final, un final completo; todo parece bueno esta noche. ¡Y ahora un cálido y lánguido verano con Isabelle!

—¡Tú y tu Isabelle! Me juego lo que sea a que es una tonta… Vamos a recitar algo.

Amory declamó la Oda a un ruiseñor a los matorrales porque pasaban.

—Nunca llegaré a ser un poeta —dijo Amory al terminar—. No soy bastante sensual; sólo me parecen bellas unas pocas cosas obvias: mujeres, tardes de primavera, música de noche, el mar; no soy capaz de comprender cosas más sutiles como «las trompetas que tocan a plata». Podré llegar a ser un intelectual, pero nunca escribiré más que poesía mediocre.

Cuando llegaron a Princeton el sol estaba dibujando mapas en el cielo; se apresuraron a tomar una ducha como sustitutivo del sueño. Al mediodía las calles se hallaban invadidas de abigarrados alumnos, con sus bandas y sus coros, y en las tiendas de campaña había grandes corros bajo los estandartes naranja y negro que tremolaban y ondeaban al viento. Amory se quedó mirando largo rato una casa con el número 69: allí unos pocos hombres encanecidos hablaban tranquilamente mientras los jóvenes corrían, formando un contraste de la vida.

Bajo el farol

De repente, al final de junio, los ojos esmeralda de la tragedia se clavaron fijamente en Amory. La noche siguiente a su paseo a Lawrenceville un grupo marchó a Nueva York en busca de aventura para volver a Princeton, en dos coches, alrededor de medianoche. Había sido una excursión alegre, y allí estaban representados muy diferentes estados de embriaguez. Amory iba en el coche de atrás; se habían equivocado de carretera, habían perdido el camino y apretaban el paso para alcanzar a los otros.

Era una noche clara, y la alegría de la carretera se subió a la cabeza de Amory. El fantasma de las dos estrofas de un poema se estaba formando en su mente:

Y así el coche gris se arrastraba en la oscuridad de la noche sin agitar ningún signo de vida a su paso… Como ante el tiburón los tranquilos senderos del océano en brillantes, sublimes y estrelladas corrientes, así los árboles bañados en la luna, divididos —dos a dos—, mientras aletean los pájaros de la noche gritando en el aire…

Un momento en un albergue de lámparas y sombras, un albergue amarillo bajo una luna amarilla. Y después el silencio, mientras el crescendo de la risa se desvanece… El coche asciende de nuevo hacia los vientos de junio; las sombras se suavizan cuando la distancia crece hasta aplastar las de color amarillo en el azul…

Un frenazo les sacó de sus asientos, y Amory, aturdido, miró a ver qué pasaba. Una mujer de pie en la carretera hablaba con Alec que estaba al volante. Más tarde había de recordar la impresión de arpía que le produjo su viejo kimono, y el sonido hueco y roto de una voz que decía:

—Ustedes son de Princeton, ¿no?

—Sí.

—Uno de ustedes se ha matado ahí mismo y otros dos están muriéndose.

—¡Dios mío!

—¡Miren! —señaló con el dedo. Miraron con horror. Bajo la luz de un poste de carretera yacía una forma boca abajo en medio de un creciente círculo de sangre.

Saltaron del coche. Amory pensaba en aquella nuca, aquel pelo, aquel pelo… hasta que le dieron la vuelta.

—Es Dick, ¡Dick Humbird!

—¡Cristo!

—¡Vean si está vivo!

La voz insistente de aquella bruja rompió en una especie de triunfal graznido:

—Está completamente muerto. El coche volcó. Esos dos, a los que no pasó nada, se llevaron a los otros; pero con éste no hay nada que hacer.

Amory echó a correr hacia la casa, y el resto le siguió con aquella masa amorfa que dejaron en un sillón de aquel humilde porche.

Sloane, con el hombro abierto, se hallaba en otro sillón. Estaba delirando y llamaba a alguien para una clase de química a las ocho y diez.

—No recuerdo lo que ocurrió —dijo Ferrenby, con voz apagada—. Dick iba conduciendo y no quería soltar el volante; le dijimos que había bebido demasiado, y entonces vino aquella maldita curva… ¡Dios mío! —Se arrojó al suelo boca abajo y rompió a llorar.

El doctor había llegado y Amory salió al porche donde alguien le entregó una sábana que echó encima del cadáver. Con repentina firmeza levantó una de sus manos y la dejó caer inerte. La frente estaba fría, pero la cara no estaba falta de expresión. Miró los cordones de sus zapatos, los cordones que Dick había atado aquella misma mañana. El que los había atado era ahora esta pesada y blanca masa. Todo lo que quedaba del encanto y la personalidad de aquel Dick Humbird que había conocido…, ay, era demasiado horrible, poco aristocrático y terrenal. Toda tragedia tiene ese carácter grotesco, escuálido… tan inútil, tan fútil, como cuando mueren los animales. Amory se acordó de un gato que yacía horriblemente mutilado, en alguna callejuela de su infancia.

—Alguien tiene que ir a Princeton con Ferrenby.

Amory dio unos pasos fuera de la puerta y se estremeció al sentir el último viento de la noche; un viento que agitaba un guardabarros suelto de aquella masa de metal retorcido para producir un débil y quejumbroso lamento.

¡Crescendo!

El día siguiente, gracias a un destino misericordioso, pasó en un instante. Cuando Amory se quedaba solo, sus pensamientos volvían inevitablemente a la estampa de aquella boca roja que bostezaba incongruente en una cara blanca; pero con esfuerzo y resolución fue sepultando aquella memoria con la excitación del día hasta que la apartó fríamente de su conciencia. Isabelle y su madre llegaron a la ciudad a las cuatro para pasear sonrientes por la Prospect Avenue, en medio de la alegre muchedumbre, y tomar el té en el Cottage. Los clubs celebraban esa noche su cena anual, así que a las siete la dejó en manos de uno de primero para citarse con ella en el gimnasio a eso de las once, la hora en que los demás alumnos eran admitidos en el baile de los de primero. Ella daba de sí todo lo que él había esperado ansioso y dispuesto a hacer de aquella noche el centro de todos sus sueños. A las nueve todos los alumnos veteranos salieron a la puerta de los clubs para presenciar el desfile de antorchas de los de primero; Amory se preguntaba si a causa de aquellos grupos uniformados, recortados contra las oscuras fachadas y bajo el resplandor de las antorchas, sería una noche tan brillante, a los ojos atentos y jubilosos de los novatos, como a él le había parecido el año pasado.

El día siguiente fue otro torbellino. Fueron seis a la mesa, en un reservado del club; Isabelle y Amory no hacían sino contemplarse tiernamente, por encima del pollo asado, seguros de que su amor iba a ser eterno. En la fiesta de fin de curso bailaron hasta las cinco de la mañana, y para cambiar la pareja de Isabelle se rompía la barrera con un alegre desenfado que se fue haciendo más entusiástico a medida que avanzaba la hora y el vino, almacenado en los bolsillos de los abrigos en el ropero, aplazaba para otro día la llegada del aburrimiento. La barrera es una masa de hombres muy homogénea que se mueve animada de una sola alma. Una morena belleza está bailando hasta que un ahogado suspiro provoca un murmullo del que surge uno, mejor peinado que los demás, que se adelanta y se atreve a hacer el cambio de pareja. En cambio, cuando aparece galopando esa joven de un metro ochenta (la trajo Kaye a la fiesta, y toda la noche ha estado tratando de presentarla a todo el mundo), la barrera se retrae, los grupos miran hacia otra parte, parecen muy interesados en todos los rincones del salón, porque aparece Kaye, agitado y sudoroso, dando codazos a la multitud en busca de caras familiares.

—Te digo que tengo la chica más bonita…

—Lo siento, Kaye, pero estoy muy ocupado ahora. Tengo que cambiar con ese amigo.

—Entonces, ¿al siguiente?

—Bueno, ya te digo que tengo que cambiar. Dile que me busque cuando tenga un baile libre.

Amory creyó soñar cuando Isabelle sugirió dejar el baile y dar un paseo en el coche. Durante una hora de delicias, que pasó en un instante, pasearon por las silenciosas carreteras alrededor de Princeton, con los sentimientos a flor de piel, hablando con tímida excitación. Amory se sentía muy inocente y no hizo intentos de besarla.

Al día siguiente recorrieron Jersey, almorzaron en Nueva York, y por la tarde se fueron a ver un drama de tesis con el cual Isabelle lloró durante todo el segundo acto, con gran embarazo de Amory, que, no obstante, se sentía lleno de una gran ternura al verla así. Tentado de inclinarse sobre ella para sorber sus lágrimas, le apretó delicadamente su mano, que ella dejó entre las suyas al amparo de la oscuridad.

A las seis llegaron a la residencia de verano de los Borgé en Long Island, y Amory corrió escaleras arriba a fin de vestirse para cenar. Consideraba, mientras se colocaba los gemelos, que estaba disfrutando de la vida como probablemente nunca volvería a hacerlo. Todo parecía nimbado del halo de su propia juventud. Había llegado a Princeton, codo con codo con lo mejor de su generación. Estaba enamorado y era correspondido. Encendió todas las luces y se contempló en el espejo tratando de descubrir en su cara aquellas cualidades que tan claramente le distinguían del resto de la gente, que hacían de él un hombre decidido, capaz de ejercer una influencia susceptible de imponer a su voluntad. Muy pocas cosas de su vida las cambiaría por otras… Sólo Oxford podía haber sido un campo más vasto.

Se admiraba en silencio. ¡Qué buen aire tenía y qué bien le sentaba el smoking! Salió al pasillo y esperó en el arranque de la escalera al oír unos pasos que se acercaban. Era Isabelle, que desde la punta de sus zapatos dorados hasta el resplandor de su pelo no le había parecido nunca tan bella.

—¡Isabelle! —gritó, casi involuntariamente, ofreciéndole sus brazos. Y como en los libros de cuentos ella corrió hacia él para concentrar en aquel medio minuto, cuando sus labios se encontraron por primera vez, la culminación de su vanidad, la cumbre de su juvenil egolatría.