1. Amory, Hijo de Beatrice

De su madre, Amory Blaine había heredado todas las características que, con excepción de unas pocas inoperantes y pasajeras, hicieron de él una persona de valía. Su padre, hombre inarticulado y poco eficaz, que gustaba de Byron y tenía la costumbre de dormitar sobre los volúmenes abiertos de la Enciclopedia Británica, se enriqueció a los treinta años gracias a la muerte de sus dos hermanos mayores, afortunados agentes de la Bolsa de Chicago; en su primera explosión de vanidad, creyéndose el dueño del mundo, se fue a Bar Harbor, donde conoció a Beatrice O’Hara. Fruto de tal encuentro, Stephen Blaine legó a la posteridad toda su altura —un poco menos de un metro ochenta— y su tendencia a vacilar en los momentos cruciales, dos abstracciones que se hicieron carne en su hijo Amory. Durante años revoloteó alrededor de la familia: un personaje indeciso, una cara difuminada bajo un pelo gris mortecino, siempre pendiente de su mujer y atormentado por la idea de que no sabía ni era capaz de comprenderla…

¡En cambio, Beatrice Blaine! ¡Aquélla sí que era una mujer! Unas viejas fotografías tomadas en la finca de sus padres en Lake Geneva, Wisconsin, o en el Colegio del Sagrado Corazón de Roma —una extravagancia educativa que en la época de su juventud era un privilegio exclusivo para los hijos de padres excepcionalmente acaudalados— ponían de manifiesto la exquisita delicadeza de sus rasgos, el arte sencillo y consumado de su atuendo. Tuvo una educación esmerada; su juventud transcurrió entre las glorias del Renacimiento; estaba versada en todas las comidillas de las familias romanas de alcurnia y era conocida, como una joven americana fabulosamente rica, del cardenal Vitori, de la reina Margherita y de otras personalidades más sutiles de las que uno habría oído hablar de haber tenido más mundo.

En Inglaterra la apartaron del vino y le enseñaron a beber whisky con soda; y su escasa conversación se amplió —en más de un sentido— durante un invierno en Viena. En suma, Beatrice O’Hara asimiló esa clase de educación que ya no se da; una tutela observada por un buen número de personas y sobre cosas que, aun siendo menospreciables, resultan encantadoras; una cultura rica en todas las artes y tradiciones, desprovista de ideas, que florece en el último día, cuando el jardinero mayor corta las rosas superfluas para obtener un capullo perfecto.

En uno de los momentos menos trascendentales de su ajetreada existencia, regresó a sus tierras de América, se encontró con Stephen Blaine y se casó con él, tan sólo porque se sentía llena de laxitud y un tanto triste. A su único hijo lo llevó en el vientre durante una temporada memorable por la monotonía abrumadora de su existencia y lo dio a luz en un día de la primavera del 96.

Cuando Amory tenía cinco años, era para ella un compañero inapreciable. Un chico de pelo castaño, de ojos muy bonitos —que aún habían de agrandarse—, una imaginación muy fértil y un cierto gusto por los trajes de fantasía. Entre sus cuatro y diez años recorrió el país con su madre, en el vagón particular de su abuelo, desde Coronado, donde su madre se aburrió tanto que tuvo que recurrir a una depresión nerviosa en un hotel de moda, hasta Méjico, donde su agotamiento llegó a ser casi epidémico. Estas dolencias la divertían y más tarde formaron una parte inseparable de su ambiente, y en especial después de ingerir unos cuantos y sorprendentes estimulantes.

Así, mientras otros chicos más o menos afortunados tenían que desafiar la tutela de sus niñeras en la playa de Newport y eran zurrados o castigados por leer cosas como Atrévete y hazlo o Frank en el Mississippi, Amory se dedicaba a morder a los complacientes botones del Waldorf mientras recibía de su madre —al tiempo que en él se desarrollaba un natural horror a la música sinfónica y a la de cámara— una educación selecta y esmerada.

—Amory.

—Sí, Beatrice. (Un nombre tan increíble para llamar a una madre; pero ella se lo exigía.)

—Querido, no creas que te vas a levantar de la cama todavía. Siempre he sospechado que levantarse temprano de joven deshace los nervios. Clothilde te está preparando el desayuno.

—Bueno.

—Hoy me siento muy vieja, Amory —y al suspirar su cara se convertía en un camafeo de sentimientos, su voz se hacía delicadamente modulada y sus manos, tan gráciles como las de la Bernhardt—. Tengo los nervios de punta, de punta. Nos tenemos que ir mañana de este lugar horrible en busca de un poco de sol.

Los ojos verdes y penetrantes de Amory, a través de su pelo enmarañado, observaban a su madre. A tan temprana edad ya no se hacía ilusiones respecto a ella.

—Amory.

—Sí, sí.

—Me gustaría que tomaras un baño hirviendo; lo más caliente que puedas aguantar, para calmar tus nervios. Puedes leer en la bañera, si quieres.

Antes de cumplir los diez años su madre lo había alimentado con trozos de Fêtes galantes, y a los once ya era capaz de hablar corrientemente y con reminiscencias de Brahms, Mozart y Beethoven. Una tarde, estando solo en un hotel de Hot Springs, se le ocurrió probar el cordial de albaricoques de su madre y, habiéndole encontrado el gusto, se emborrachó. Le divirtió al principio, hasta que, llevado de su exaltación, probó un cigarrillo y sucumbió a una reacción vulgar, propia de gente ordinaria. Y aunque el incidente horrorizó a Beatrice, en secreto le divertía y llegó a ser, como diría una generación posterior, una más de «sus cosas».

—Éste hijo mío —le oyó decir un día, en una habitación repleta de atónitas y admiradas damas— está amanerado, pero es encantador. Muy delicado; en casa somos todos muy delicados de «aquí» —y su mano indicaba su bonito pecho; bajando el tono hasta el susurro les contó el incidente del cordial con el que se regocijaron mucho, porque era muy buena raconteuse—, si bien esa misma noche muchas cerraduras se echaron para evitar las posibles incursiones de Bobby o de Bárbara…

Las peregrinaciones familiares se hacían en toda regla: dos sirvientes, el vagón particular, el propio Mr. Blaine cuando estaba en familia, e incluso un médico. Cuando Amory tuvo la tos ferina, cuatro especialistas se observaban con recíproco fastidio, reclinados sobre su lecho. Y cuando sufrió la escarlatina, el número de asistentes, incluyendo médicos y enfermeras, subió a catorce. Pero como la hierba mala nunca muere, salió adelante.

Los Blaine no echaban raíces en parte alguna. Eran sencillamente los Blaine de Lake Geneva; tenían bastantes parientes que podían pasar por amigos y un buen número de acomodos entre Pasadena y Cape Cod. Pero Beatrice cada día se inclinaba más por las nuevas amistades porque necesitaba repetir sus relatos —la historia de su juventud, de sus achaques, de sus años en el extranjero— a intervalos regulares de tiempo. Como los sueños freudianos, había que echarlos fuera para dar paz a sus nervios. Sin embargo, Beatrice era mordaz para con las mujeres americanas, y en especial con respecto a las gentes de paso que venían del Oeste.

—Tienen acento, querido, tienen acento —decía a Amory—; ni siquiera es acento del Sur o de Boston, o de una ciudad cualquiera sino, simplemente, acento —y se ponía soñadora—. Se agarran a ese acento masticado de Londres, que no les va y que sólo puede ser usado por quien sabe hacerlo. Hablan como lo haría un mayordomo inglés que se ha pasado muchos años en la compañía de ópera de Chicago —así llegaba hasta la incoherencia— y en cuanto suponen —siempre llega ese momento en la vida de una mujer del Oeste— que su marido ha alcanzado cierta prosperidad, se creen en la obligación de tener acento, querido, para impresionarme con él…

Convencida de que su cuerpo era un manojo de achaques —eso era muy importante en su vida—, consideraba a su alma tan enferma como él. Había sido católica; pero tras descubrir que los sacerdotes eran más solícitos con ella cuando se hallaba en trance de perder o recuperar la fe en la Santa Madre Iglesia, sabía mantener una atractiva ambigüedad. A menudo deploraba la mentalidad burguesa del clero americano y estaba segura de que, de haber seguido viviendo a la sombra de las grandes catedrales europeas, su espíritu seguiría luciendo en el poderoso altar de Roma. Pero con todo los sacerdotes constituían, después de los médicos, su deporte favorito.

—Ay, eminencia —le decía al obispo Winston—, no quiero hablar de mí. Me imagino perfectamente el tropel de mujeres histéricas que llaman a su puerta para pedirle que sea «simpático» con ellas… —y tras una interrupción por parte del obispo—, pero mi estado de ánimo no es muy distinto.

Solamente a obispos y altas jerarquías de la Iglesia había confesado su romance clerical. Cuando volvió a su país, vivía en Ashville un joven pagano, a lo Swjnburne, por cuyos apasionados besos y amena conversación había demostrado una decidida inclinación; y sin ambages discutieron los pros y los contras del asunto. Entretanto ella había decidido casarse por razones de prestigio; y el joven pagano de Ashville, tras una crisis espiritual, tomó estado religioso para convertirse en monseñor Darcy.

—Por cierto que sí, señora Blaine, un compañero encantador; el brazo derecho del cardenal.

—Amory debería visitarle —suspiró la bella dama—; monseñor Darcy le comprenderá como me comprendió a mí.

Al cumplir los trece años, Amory, alto y esbelto, era la reproducción exacta de los rasgos celtas de su madre. En varias ocasiones disfrutó de un profesor particular, en la idea de que su educación progresara y en cada lugar «reemprender la tarea donde había sido dejada»; pero como ningún profesor pudo saber nunca dónde había sido dejada, su cabeza se conservaba en perfectas condiciones. Qué habría sido de él, de haber llevado esa vida unos años más, es difícil decirlo. Embarcado una vez con rumbo a Italia, a las cuatro horas de estar en alta mar reventó su apéndice, probablemente por culpa de tantas comidas en la cama; tras una serie de delirantes telegramas entre Europa y América, y para asombro de los pasajeros, el trasatlántico viró lentamente su rumbo hacia Nueva York, para depositar a Amory en el muelle. Se dirá con razón que eso no era vida, pero era magnífico.

Tras la operación Beatrice se sintió afectada de una depresión nerviosa, con un sospechoso tufillo a delirium tremens, y Amory se quedó a vivir los dos años siguientes en Minneapolis, en casa de sus tíos. Allí es donde le sorprenden por primera vez los aires crudos y vulgares de la civilización occidental que le cogen en camiseta, por así decirlo.

Un beso para Amory

Torció la boca al leer el mensaje:

Vamos a celebrar una fiesta de trineos el próximo jueves 17 de diciembre y mucho me agradaría contar con su asistencia.

Siempre suya,

Myra St. Claire

Se ruega contestar.

Durante sus primeros dos meses en Minneapolis había tratado con todas sus fuerzas de ocultar «a los chicos de la clase» por qué se sentía infinitamente superior a todos ellos, a pesar de que tal convicción era un castillo de arena. Lo había demostrado un día en la clase de francés (asistía al curso superior de francés) para sonrojo de Mr. Reardon, cuyo acento Amory corrigió despectivamente ante la delicia de toda la clase. Mr. Reardon, que diez años antes había estado unas semanas en París, se tomaba la revancha con los verbos, en cuanto abría el libro. En otra ocasión Amory quiso hacer una exhibición de historia, pero con resultados desastrosos, porque a la semana siguiente los chicos —de su misma edad— se decían unos a otros, con acento petulante:

—Oh, sí, yo creo —sabes— que la revolución americana fue más que nada una cuestión de la clase media.

—Washington era de gente bien, de gente bien, creo yo.

Con gracia, Amory trató de rehabilitarse con nuevas elucubraciones sobre el mismo tema. Dos años antes había comenzado una historia de los Estados Unidos que, aunque no pasó de la guerra de la Independencia, su madre encontraba encantadora.

Estando siempre en desventaja en los ejercicios físicos, tan pronto como descubrió que eran piedra de toque para alcanzar en la escuela poder y popularidad empezó a hacer furiosos y persistentes esfuerzos por descollar en los deportes de invierno; con los tobillos inflamados y doloridos —a pesar de todo— todas las tardes patinaba con denuedo en la pista de Lorelie, pensando en cuándo sería capaz de llevar el palo de hockey sin que se le enredara entre los patines.

La invitación a la fiesta de la señorita Myra St. Claire se pasó la mañana en el bolsillo de su abrigo, en compañía de un cacahuete. Por la tarde la sacó a la luz con un suspiro y, tras algunas consideraciones y una primera redacción sobre la tapa del Curso preliminar de Latín, de Collar y Daniel, escribió su contestación:

Mi querida señorita St. Claire:

Su invitación realmente encantadora para la tarde del próximo jueves la recibí esta mañana realmente encantado. Así pues me sentiré entusiasmado de presentarle mis respetos el próximo jueves por la tarde.

Sinceramente,

Amory Blaine

Aquel jueves, por consiguiente, estuvo paseando por las resbaladizas y paleadas aceras hasta que llegó a la casa de Myra a eso de las cinco y media, con un retraso que su madre, sin duda, habría aplaudido. Esperó en la entrada con los ojos indolentemente semicerrados mientras planeaba con detalle su llegada: cruzaría el salón, sin prisa, hacia la señora St. Claire para saludarla con la más correcta entonación:

—Mi querida señora St. Claire, lamento enormemente llegar tan tarde, pero mi doncella… —aquí se detuvo a recapacitar—, pero mi tío y yo debíamos visitar a un amigo… Sí, he conocido a su encantadora hija en la academia de baile.

Luego estrecharía las manos (haciendo uso de aquella sutil reverencia semiextranjera) a todas las damiselas almidonadas, mientras lanzaba un saludo al grupo de caballeretes, reunidos en un corro para darse mutua protección.

Un mayordomo (uno de los tres de Minneapolis) abrió la puerta. Amory al entrar se quitó el gabán y la gorra. Le sorprendió ligeramente no oír el cuchicheo de la habitación contigua, y pensó que la fiesta debía ser un tanto seria. Le pareció bien, como le había parecido bien el mayordomo.

—La señorita Myra —dijo.

Para su asombro, el mayordomo hizo una horrible mueca.

—Ah, sí —dijo— está aquí. —No se daba cuenta de que su incapacidad para hablar cockney estaba arruinando su futuro. Amory le observó con desdén.

—Pero —continuó el mayordomo, levantando innecesariamente la voz— es la única que queda en casa. Se ha ido toda la gente.

Amory quedó horrorizado y boquiabierto.

—¿Cómo?

—Estuvo esperando a Amory Blaine. Es usted, ¿no? Su madre ha dicho que si usted aparecía a las cinco y media les siguieran en el Packard.

El desconsuelo de Amory quedó cristalizado con la aparición de Myra, envuelta hasta las orejas en un abrigo de polo, la expresión de mal humor y una voz que a duras penas podía ser complaciente.

—Qué hay, Amory.

—Qué hay, Myra. —Con eso había descrito su estado de ánimo.

—Bueno, al fin has llegado.

—Bueno, ya te contaré. Supongo que no te has enterado del accidente de coche —empezó a fantasear.

Los ojos de Myra se abrieron del todo.

—¿De quién?

—Bueno —continuó desesperadamente—; mi tío, mi tía y yo.

—¿Se ha matado alguien?

Amory se detuvo e hizo un gesto.

—¿Tu tío? —una alarma.

—No, no, solamente un caballo; una especie de caballo gris.

El mayordomo de opereta se rio a hurtadillas.

—Seguro que han destrozado el motor —Amory le habría aplicado tormento, sin el menor escrúpulo.

—Bueno, vamos —dijo Myra con frialdad—. Ya comprendes, Amory, los trineos estaban pedidos para las cinco y todo el mundo estaba aquí, así que no podíamos esperar…

—Bueno, yo no tengo la culpa, ¿verdad?

—Mamá dijo que te esperara hasta las cinco y media. Cogeremos el trineo antes de que llegue al Minnehaha Club, Amory.

El frágil equilibrio de Amory se vino abajo. Se imaginó al alegre grupo repicando por las calles nevadas, la aparición de la limousine, la horrible llegada de Myra y él ante todo el público, ante sesenta ojos cargados de reproches… y sus disculpas, verdaderas esta vez. Suspiró en voz alta.

—¿Qué hay? —preguntó Myra.

—Nada, estaba bostezando. ¿Crees realmente que podremos alcanzarles antes de que lleguen allí? —Secretamente estaba alimentando la débil esperanza de dirigirse directamente al Minnehaha Club para que el grupo les encontrara allí, ante el fuego, en aburrida soledad pero con mejor presencia de ánimo.

—Claro que sí, ¿verdad, Mike? Les alcanzaremos. De prisa.

Empezó a recuperar su sangre fría. En cuanto subieron al coche se dedicó a poner en práctica —dorando la pildora— un plan de combate que le habían colgado en la academia de baile, «un chico terriblemente guapo», «con cierto aire inglés».

—Myra —bajando la voz y escogiendo las palabras con tiento—, te pido mil perdones. ¿Serás capaz de perdonarme?

Ella miró con gravedad aquellos profundos ojos verdes, aquella boca que, para sus ilusiones juveniles, suponía la quintaesencia del romance. Por supuesto, Myra podía perdonarle con mucha facilidad.

—Claro que sí.

Él la contempló de nuevo y bajó los ojos, mostrando sus pestañas.

—Soy incorregible —dijo con tristeza—, soy diferente a los demás. No sé por qué tengo que dar estos faux pas. Porque no me preocupo por mí, supongo. —Luego, brutalmente—: He estado fumando demasiado. He cogido el vicio del tabaco.

Myra se imaginaba las desenfrenadas noches del tabaco, un pálido Amory que se tambaleaba por culpa de unos pulmones inundados de nicotina. Dio un suspiro.

—Oh, Amory, no fumes. Vas a destrozar tu crecimiento.

—Qué importa —insistió dramáticamente—. He cogido el vicio. Estoy haciendo muchas cosas que si mi familia supiera… —se detuvo para dar tiempo a que ella imaginara los más negros horrores—. La semana pasada fui a ver una revista.

Myra estaba rendida, y él volvió hacia ella sus verdes ojos.

—Eres la única chica de la ciudad que me gusta de verdad —dijo en un alarde de sentimientos—. Eres muy «simpática».

Myra no estaba segura de serlo; pero aquella palabra le sonaba muy bien.

Había oscurecido, y en una brusca vuelta del coche ella se echó encima de él; sus manos se tocaron.

—Tienes que dejar de fumar, Amory —le dijo—. Ya lo sabes.

El movió la cabeza.

—Qué importa eso a nadie…

Myra vaciló.

—Me importa a mí.

Algo se agitó en el interior de Amory.

—¡A ti sí que te importa! Lo que a ti te importa es Froggy Parker, todo el mundo lo sabe.

—No es verdad —muy suavemente.

Un silencio mientras Amory se estremecía. Había algo fascinante en Myra, encerrada en la intimidad del coche y al abrigo del aire frío y oscuro. Myra, un pequeño paquete de ropa, unas guedejas de pelo dorado que se desenroscaban bajo el gorro de lana.

—Yo también me he enamorado… —se detuvo porque oyó a lo lejos las risas de los jóvenes y, escudriñando la calle iluminada a través del cristal empañado, llegó a divisar la oscura silueta de los trineos. Tenía que actuar con rapidez. Se volvió con violencia y decisión y apretó la mano de Myra, su pulgar, para ser exactos.

—Dile que vaya derecho al Minnehaha. Tengo que hablar contigo. Necesito hablar contigo.

Myra alcanzó a ver los trineos, tuvo una fugaz visión de su madre y —adiós las buenas costumbres— contempló los ojos que estaban a su lado.

—Tome la primera bocacalle, Richard, y vaya derecho al Minnehaha Club —dijo por el telefonillo. Amory reclinó la espalda contra los almohadones con un suspiro de alivio.

«Ya la puedo besar —pensaba—. Apuesto a que la puedo besar».

El cielo estaba casi cristalino, un poco brumoso, y toda la fría noche vibraba de rica tensión. Desde la escalinata del club se extendían los caminos, pliegues oscuros sobre la blanca sábana. Grandes montones de nieve se acumulaban a los lados, como el rastro de gigantescos topos. Por un instante se detuvieron en los escalones, contemplando una luna blanca en fiestas.

—Ante una luna pálida como esa —Amory hizo un gesto lleno de vaguedad— la gente se vuelve más misteriosa. Pareces una bruja cuando te quitas el gorro, ese pelo enredado —ella quiso arreglarse el pelo—. Pero déjalo, está muy bien así.

Subieron la escalinata y Myra dirigió sus pasos a la habitación que él soñara, un fuego acogedor ante un profundo sofá. Unos años más tarde aquel rincón había de ser para Amory la cuna y el escenario de muchas crisis sentimentales. Por un momento estuvieron charlando acerca de trineos.

—Siempre hay un grupo de tímidos —comentó él—, sentados en la cola del trineo para espiarse, cuchichear y darse empujones. Y nunca falta tampoco esa chica bizca y rara —hizo una imitación terrible— que está siempre dando gritos a su carabina.

—Qué divertido eres —se admiró Myra.

—¿Qué quieres decir con eso? —dijo Amory, preocupado de nuevo del terreno que pisaba.

—Nada, que siempre estás diciendo cosas divertidas. ¿No quieres venir mañana a esquiar con Marylyn y conmigo?

—No me gustan las chicas durante el día —dijo secamente; pensando que había sido un tanto rudo, añadió—: Pero tú sí que me gustas. —Se aclaró la voz—: Primero me gustas tú, segundo tú y tercero tú.

Los ojos de Myra se volvieron soñadores. ¡Lo que iba a contar a Marylyn! El estar aquí, en el sofá, con aquel chico encantador, el fuego, la sensación de estar solos en todo el edificio.

Myra capituló. El ambiente era muy apropiado para ello.

—Y a mí me gustas primero tú hasta veinticinco —confesó ella, con voz temblorosa—; y Froggy Parker el veintiséis.

Froggy no tenía idea de que había perdido veinticinco puestos en una hora.

En cambio, Amory, sobre la marcha, se inclinó con decisión y la besó en la mejilla. Nunca hasta entonces había besado a una muchacha y paladeó los labios con curiosidad, como para degustar una fruta desconocida. Los labios de los dos se rozaron, como flores campesinas mecidas por el viento.

—Somos terribles —Myra suspiró con ternura. Deslizó su mano entre las de él y apoyó su cabeza en su hombro. Una repentina repugnancia se apoderó de Amory; disgusto y hastío por todo el incidente. Deseó frenéticamente estar muy lejos, no volver a ver a Myra, no volver a besar nunca más; atento a sus dos caras, a sus dos manos entrelazadas, deseó escabullirse fuera de su cuerpo para esconderse en cualquier lugar seguro y oculto, en el más apartado rincón de su mente.

—Bésame otra vez —la voz de ella parecía llegar desde un extenso vacío.

—No quiero —se oyó decir a sí mismo. Hubo otra pausa—. ¡No quiero! —repitió apasionadamente.

Myra se incorporó, las mejillas encendidas, la vanidad herida. La nuca le temblaba nerviosamente.

—¡Te odio! —gritó—. ¡No te atrevas a dirigirme otra vez la palabra!

—¿Cómo? —tartamudeó Amory.

—Le voy a decir a mamá que me has besado. ¡Se lo diré! Se lo voy a decir. ¡Y no me dejará más salir contigo!

Amory se incorporó para contemplarla indefenso, como si se tratara de un animal de cuya presencia en la tierra no se hubiera percatado hasta ese momento:

La puerta se abrió inopinadamente y la madre de Myra apareció en el umbral.

—¡Vaya! —empezó, ajustándose los impertinentes—. Me dijo el conserje que estaban aquí arriba. ¿Cómo estás, Amory?

Amory observó a Myra mientras esperaba el estallido, pero no ocurrió nada. Los pucheros se evaporaron, empalideció el rojo y la voz de Myra era tan plácida como un lago de verano cuando contestó a su madre.

—Salimos tan tarde, mamá, que pensé que era mejor…

De abajo llegaban los gritos y risas —mientras Amory seguía a madre e hija bajando las escaleras— mezclados con el insulso aroma de los bizcochos y el chocolate caliente. El sonido del gramófono era acompañado por las voces de muchas chicas que tarareaban la canción, cuando sintió nacer y extenderse por encima de él un pálido fulgor.

Casey Jones subió a la cabaña,

Casey Jones, con las órdenes en la mano.

Casey Jones, subió a la cabaña

para marchar hacia la tierra de promisión.

Instantáneas del joven ególatra

Casi dos años estuvo Amory en Minneapolis. Durante el primer invierno usaba mocasines que en un principio se pusieron amarillos pero que sucesivas aplicaciones de polvo y grasa los devolvieron a su natural tono, un pardo verdoso y mate; vestía un corto balandrán gris y una gorra roja de tobogán. Su perro, el «Conde del Monte», se comió la gorra roja, y su tío le tuvo que regalar una gris que le tapaba toda la cara. Lo malo era que, al respirar a través de ella, se le helaba el aliento; un día con aquella maldita gorra se le helaron las mejillas. Se las restregó con nieve, pero siguieron conservando un tono azul oscuro.

El «Conde del Monte» se comió también una caja de añil que por el momento no le hizo mucho daño. Posteriormente, sin embargo, perdió sus facultades mentales; correteaba locamente por las calles, se golpeaba contra las vallas, se revolcaba en las zanjas y así siguió, llevando una vida un tanto excéntrica, hasta que Amory le perdió de vista. Amory se lamentaba al acostarse.

—Pobre «Conde» —lloraba—, ¡pobrecillo «Conde»!

Pero a los pocos meses empezó a sospechar que el «Conde» había sido un redomado actor.

Amory y Frog Parker consideraban que la mejor frase de la literatura se encontraba en el acto III de Arsenio Lupin.

Todas las matinées de los miércoles y los sábados acudían a su butaca de primera fila. La frase era la siguiente:

«Si uno no puede llegar a ser un gran artista o un general, lo mejor es ser un gran criminal».

Amory se enamoró de nuevo y escribió este poema:

Marylyn y Sally

las chicas para mí.

Marylyn a Sally es superior

en tierno y profundo amor.

Le preocupaba si McGovern, de Minnesota, sería el primero o el segundo en el «americano cien por cien»; cómo hacer juegos de manos y cartas, las corbatas camaleónicas, cómo nacían los niños y, en fin, si Brown «Tres-Dedos» era realmente mejor pitcher que Christie Mathewson.

Entre otras cosas leyó: Por el honor del colegio, Mujercitas (dos veces), La ley de todos, Safo, El peligroso Dan McGrew, El camino real (tres veces), La caída de la casa Usher, Tres semanas, Mary Ware, la compañera del pequeño coronel, Gungha Din, La Revista Policiaca y Jim-Jam Jems.

Había hecho suyas las ideas de Henty sobre la historia y le encantaban las novelas policiacas de Mary Roberts Rinehart.

El colegio echó a perder su francés y le inculcó una cierta aversión a los autores clásicos. Sus profesores le tenían por un chico holgazán, inadaptado y de una inteligencia superficial.

Coleccionaba los rizos de las cabelleras de muchas chicas y usaba los anillos de algunas de ellas. La manía de morderlos y deformarlos le impidió tener más anillos, aparte de que provocaba la sospecha y la envidia del siguiente usuario.

Durante los meses de verano Amory y Frog Parker iban todas las semanas a la función de teatro. A la salida paseaban por las avenidas Hennepin y Nicollet, a través de la alegre muchedumbre, soñando en el aire embalsamado de las noches de agosto. Todavía no comprendía Amory cómo la gente no se daba cuenta de que era un joven destinado a la gloria; y cuando de entre la multitud se volvían a mirarle unos ojos ambiguos, adoptaba la más romántica de las expresiones para caminar por encima de las burbujas que pavimentan el camino de los adolescentes.

Siempre, cuando se acostaba, oía voces: voces indefinidas, apagadas, fascinadoras, que venían del otro lado de la ventana para sumirle en uno de sus sueños favoritos: llegar a ser un gran jugador o el general más joven del mundo, condecorado por su acción en la invasión japonesa. Siempre se trataba de lo que llegaría a ser, nunca de lo que era. Éste era otro rasgo característico de Amory.

El código del joven ególatra

En el momento de volver a Lake Geneva su aspecto era tímido pero alumbrado de un fuego interior: llevaba sus primeros pantalones largos, una corbata acordeón color púrpura en uno de esos cuellos de camisa altos, redondos, con los bordes unidos; unos calcetines de color púrpura y un pañuelo con un ribete también púrpura que asomaba del bolsillo superior. Pero sobre todo había formulado ya su primera filosofía, esto es, unas reglas de conducta que, a falta de otro nombre, constituían una especie de aristocrática egolatría.

Se había convencido de que sus intereses le llevaban a asociarse con cierto voluble personaje llamado —al objeto de identificar su pasado con él— Amory Blaine. Amory se tenía por un joven afortunado, capaz de extenderse hasta el infinito tanto por el bien como por el mal. No se consideraba un «carácter fuerte», pero confiaba en su facilidad (porque aprendía las cosas de prisa) y en su gran inteligencia (porque había leído un montón de libracos). Se sentía orgulloso de su incapacidad para llegar a ser un genio de la mecánica o de la ciencia, pero no estaba dispuesto a renunciar a cualesquiera otras glorias.

Físicamente. Amory tenía la certeza absoluta de que era extraordinariamente hermoso. Lo era. Se tenía por un atleta de infinitas posibilidades y por un bailarín consumado.

Socialmente. En este campo, sus condiciones eran, quizás, más peligrosas. Había otorgado gratuitamente a su persona encanto, amabilidad, magnetismo, equilibrio, el poder de dominar a todos los varones contemporáneos suyos y el don de fascinar a todas las mujeres.

Mentalmente. Una superioridad absoluta fuera de toda discusión.

Pero aquí es necesario poner las cosas en claro. Amory tenía una conciencia puritana. Y aunque no se sometiera a ella —más tarde en su vida llegó a acallarla por completo—, a los quince años le inducía a considerarse como un chico peor que los demás…, carente de escrúpulos…, deseoso de tener influencia a cualquier precio, incluso para el mal…; un tanto frío y carente de afecto, capaz de llegar a la crueldad…; un voluble sentido del honor…, un feroz egoísmo…, un extraño y furtivo interés en todo lo relativo al sexo.

Además, una singular vena débil atravesaba toda su personalidad…, una frase violenta en labios de un chico mayor (los mayores en general le detestaban) era bastante para alterar todo su equilibrio y sumirle en una huraña animosidad, en una tímida estupidez… esclavo de su propia vanidad, aunque se sentía capaz de cierta audacia y valor, no tenía coraje ni perseverancia ni dignidad.

Ésa vanidad, matizada de sospechas ya que no de conocimientos; una imagen de la gente como autómatas sujetos a su voluntad; el anhelo de ganar al mayor número posible de compañeros y de alcanzar una indefinida cumbre… constituían todo el equipaje con que Amory se embarcó en la adolescencia.

Preparativos para la gran aventura

El tren se detuvo con languidez estival en Lake Geneva cuando Amory divisó a su madre esperando en el andén, subida al electromóvil. Era un electromóvil de modelo antiguo, pintado de gris. La primera visión que tuvo de ella, erguida y esbelta, aquel rostro donde se combinaban la belleza y dignidad para fundirse en una soñadora sonrisa, le llenó de un súbito orgullo. Tan pronto como, tras un frío beso, subió al electromóvil sintió miedo de haber perdido el necesario encanto para equipararse con ella.

—Querido, qué alto estás… Mira a ver si viene algo por detrás.

Mirando a derecha e izquierda, se deslizó prudentemente a cuatro kilómetros por hora, encareciendo a Amory que actuara de vigía; en un cruce frecuentado le obligó a descender para correr por delante y señalar su presencia, como si fuera un policía de tráfico. Beatrice conducía, lo que se dice, prudentemente.

—Estás muy alto… pero muy guapo. Ya has pasado la edad del pavo, dieciséis años. A lo mejor es a los catorce o quince. Ya no me acuerdo. Pero ya la has pasado.

—No me avergüences —murmuró Amory.

—Pero, querido, ¡qué traje más raro! Parece que eres de un equipo, ¿verdad? La ropa interior, ¿también es de color púrpura?

Amory gruñó desabridamente.

—Tienes que ir a Brooks por algún buen traje. Ah, tenemos que hablar seriamente esta noche; o mejor, mañana por la noche. Quiero que hablemos de tu corazón; probablemente has descuidado tu corazón sin darte cuenta.

Amory cavilaba sobre lo superficial que era la capa que abrigaba a su generación. Dejando aparte una pasajera timidez, sintió que el cinismo que caracterizaba sus relaciones con su madre seguía intacto. Durante los primeros días vagabundeó por los jardines, a lo largo de la costa, en un estado de extrema soledad, contentándose con el letárgico consuelo de fumar Bulls en el garaje, en compañía de uno de los choferes.

Las veinticuatro hectáreas de la finca estaban sembradas de antiguas y recientes casas veraniegas; muchas fuentes y bancos blancos saltaban de pronto a la vista tras el colgante follaje de los escondrijos; existía una gran familia de gatos blancos, siempre en aumento, que deambulaban entre los macizos de flores y por las noches, de repente, aparecían sus siluetas sobre los oscuros troncos. En uno de aquellos senderos umbrosos Beatrice, al fin, apresó a Amory, una vez que Mr. Blaine, como de costumbre, se había retirado al caer la tarde a su biblioteca. Tras reprocharle que tratara de evitarla, tuvo con él un largo tête-à-tête al claro de luna. Pero él a duras penas podía sentirse a gusto con aquella belleza —progenitura de la suya—, las formas exquisitas de su cuello y sus hombros, las gracias de una mujer afortunada en sus treinta años.

—Amory, querido —musitó con ternura—; qué época más ingrata y extraña desde que te fuiste.

—¿Por qué, Beatrice?

—Cuando tuve mi última crisis —se refería a ello como a algo irresistible e indomable— los médicos me confesaron que si un hombre hubiera bebido de la forma que yo lo hice —su voz adquirió el acento de las confidencias— estaría ahora deshecho físicamente, en la tumba. Hace mucho que estaría en la tumba.

Amory respingó; se imaginaba cómo habría sonado aquello a Froggy Parker.

—Sí —continuó Beatrice, con tono de tragedia—, tenía sueños, visiones maravillosas —se apretó los ojos con las palmas de las manos—. He visto ríos de bronce corriendo entre riberas de mármol y grandes pájaros que volaban a mucha altura; pájaros multicolores, de plumaje brillante. He escuchado músicas muy extrañas y el fulgor de las trompetas de los bárbaros… ¿Qué?

Amory se reía a hurtadillas.

—¿Qué decías, Amory?

—Nada, nada. Continúa, Beatrice.

—Eso es todo; me ha ocurrido muchas veces: jardines de llamativos colores junto a los cuales este te parecería gris; lunas que giraban y se balanceaban, más pálidas que las lunas de invierno, más doradas que las lunas de las eras.

—Y ahora, ¿cómo te sientes Beatrice?

—Perfectamente, como nunca. Pero no me entienden. No puedo explicarlo, Amory…, pero no me entienden.

Amory se había emocionado. Rodeó a su madre con su brazo, acariciando su cabeza contra el hombro de ella.

—Pobre Beatrice, pobre Beatrice.

—Pero hablame de ti Amory. ¿También para ti han sido terribles estos dos años?

Amory pensó primero en mentir, pero decidió no hacerlo.

—No, Beatrice. Me he divertido mucho. Me he adaptado a la burguesía. Me he convertido en una persona normal —se sorprendió de confesar semejante cosa y se imaginó la mueca de Froggy—. Beatrice —dijo de improviso—, me gustaría ir al colegio. Todo el mundo en Minneapolis va interno al colegio.

Beatrice mostró una cierta alarma.

—Sólo tienes quince años.

—Pero todo el mundo va al colegio a los quince años; y yo quiero ir, Beatrice.

Por indicación de Beatrice el asunto fue demorado el resto del paseo; pero una semana más tarde le sorprendió agradablemente al decirle:

—Amory, he decidido hacer lo que quieres. Si todavía lo deseas, puedes ir al colegio.

—¿De verdad?

—Al St. Regis, en Connecticut.

Amory tuvo una repentina emoción.

—Ya está todo arreglado —continuó Beatrice—. Es mejor que vayas. Hubiera preferido llevarte a Eton y después al Christ Church, en Oxford, pero es casi imposible en estos tiempos. Y decidiremos la cuestión de la universidad más adelante.

—¿Qué vas a hacer tú, Beatrice?

—Dios sabe. Parece que mi destino es malgastar mi tiempo en este país. No es que lamente ser americana, eso es propio de gente vulgar; creo que nos estamos convirtiendo en una gran nación, pero —aquí suspiró— siento que mi vida debería haber transcurrido en una civilización más vieja y madura, en una tierra de praderas y sombras otoñales.

Amory no contestó; su madre continuó:

—Es una pena que no conozcas el extranjero; pero como eres hombre es mejor que te eduques aquí, al amparo del águila acechante…, ¿es ese el término correcto?

Amory lo confirmó. Decididamente su madre no habría apreciado la invasión japonesa.

—¿Cuándo iré al colegio?

—El mes que viene. Primero irás hacia el Éste, para tus exámenes. Y después tendrás una semana de vacaciones para hacer una visita, en el Hudson arriba.

—¿A quién?

—A monseñor Darcy, Amory. Quiere verte. Estuvo en Harrow y Yale y después se hizo católico. Quiero que hable contigo porque te puede ayudar mucho —apretó su pelo castaño con cariño—: Amory querido, Amory querido…

—Beatrice querida…

A primeros de septiembre Amory, provisto de «seis mudas de ropa interior de verano, seis mudas de ropa interior de invierno, un jersey, una camiseta de lana, un abrigo, etc.», salió para Nueva Inglaterra, el país de los colegios.

Allí se encuentran Andover y Exeter, con sus recuerdos de la Nueva Inglaterra muerta, colegios amplios como democracias; St. Mark, Groton, St. Regis con su gente de Boston y los Knickerbocker de Nueva York; St. Paul, con sus grandes canchas; Pomfret y St. George, para la gente próspera y bien vestida; Taft y Hotchkiss, que preparan a los ricos del Medio Oeste para su triunfo en Yale; Pawling, Westminster, Choate, Kent y un centenar más; todos dispuestos a desbastar, año tras año, al mismo tipo acomodado, convencional y presumido; de estimular sus aptitudes mentales mediante exámenes de ingreso y vagos propósitos expuestos en centenares de folletos: «A fin de comunicarle la educación mental, moral y física que corresponde al caballero cristiano; al objeto de adaptar al joven para enfrentarse con los problemas de su tiempo y de su generación y proporcionarle, al mismo tiempo, una sólida formación en las artes y las ciencias».

En St. Regis permaneció tres días y llevó a cabo sus exámenes de ingreso con altiva confianza. Después fue a Nueva York, de paso para su famosa visita. La metrópoli, apenas entrevista, le produjo poca impresión, a no ser por la sensación de limpieza que le dieron los rascacielos blancos desde el vaporcito del Hudson, una mañana muy temprano. Por otra parte, su mente estaba tan ocupada por los sueños de proezas atléticas en el colegio que no podía por menos de considerar esa visita como un engorroso preámbulo a la gran aventura. Sin embargo no fue así.

La casa de monseñor Darcy era una antigua y confusa residencia situada en lo alto de una colina que dominaba el río, donde su propietario vivía —cuando no tenía que viajar a todas las partes del mundo católico— como un Estuardo en el exilio, esperando en todo momento ser llamado a gobernar su tierra. Monseñor tenía entonces cuarenta y cuatro años, era una persona bulliciosa, que rebosaba salud, con una brillante y contagiosa personalidad. Cuando entraba en una habitación, vestido de púrpura de pies a cabeza, parecía un crepúsculo de Turner y atraía atención y respeto. Había escrito dos novelas: la primera, violentamente anticatólica, un poco antes de su conversión, seguida de otra cinco años más tarde, en la que había transformado todos sus hábiles argumentos contra los católicos en —más hábiles todavía— sátiras contra los episcopalianos. Era muy ceremonioso, con grandes dotes dramáticas: amaba a Dios lo bastante como para seguir célibe y se llevaba bien con sus vecinos.

Los niños le adoraban porque era uno más entre ellos; los jóvenes disfrutaban de su compañía, porque siendo uno de ellos, de nada se escandalizaba. De haber nacido en su país y en su siglo podría haber sido un Richelieu; pero en verdad se trataba de un hombre muy honesto, muy religioso (aunque no beato), que envolvía en grandes misterios sus desgastadas influencias y que —aunque no disfrutara de ella— sabía apreciar la vida en toda su extensión.

Desde el primer momento él y Amory se entendieron a la perfección. A la media hora de conversación entre aquel prelado jovial y brillante, capaz de deslumbrar la concurrencia de un baile de embajada, y aquel joven atento, de ojos verdes, en sus primeros pantalones largos, ambos se consideraban como padre e hijo.

—Hijo mío, te he estado esperando durante años. Siéntate ahí que tenemos para rato.

—Vengo del colegio. St. Regis, ya sabe usted.

—Me lo dijo tu madre, ¡qué mujer notable! Coge un cigarrillo, estoy seguro de que fumas. Bueno, si te pareces a mí, no te gustarán las ciencias ni las matemáticas…

—No me gustan nada. Ni el inglés, ni la historia…

—Naturalmente. El colegio no te gustará al principio. Pero me alegro de que vayas a St. Regis.

—¿Por qué?

—Es un colegio para caballeros; no te infectarás de democracia tan pronto. Ya tendrás de eso en la universidad, para dar y tomar.

—Me gustaría ir a Princeton —dijo Amory—. No sé por qué pero me parece que todos los de Harvard son un poco niñas, como yo lo era antes; y todos los de Yale llevan jerseys azules y fuman en pipa.

Monseñor sonrió.

—Yo soy uno de ellos, ya lo sabes.

—Pero usted es distinto. Los de Princeton son todos unos vagos, guapos y aristocráticos como un día de primavera. Harvard tiene un tufo a interior…

—Eso es.

Los dos se dejaban deslizar hacia una intimidad de la que nunca habían de liberarse.

—Yo era partidario del príncipe Charlie —informó Amory.

—Naturalmente, y de Aníbal. —Sí, y también de la Confederación del Sur. En cambio, no estaba demasiado seguro acerca de los patriotas irlandeses (se temía que ser irlandés era algo vulgar), pero monseñor le aseguró que Irlanda era una causa perdida pero romántica y que los irlandeses, gente encantadora, constituirían uno de sus principales apegos.

Tras una densa hora, con unos cuantos cigarrillos más, en la cual supo monseñor para su sorpresa, ya que no para su horror, que Amory había sido educado en el seno de la religión católica, le anunció que esperaba a otro visitante. No era otro que el honorable Thornton Hancock, de Boston, ex ministro en La Haya, autor de una erudita historia de la Edad Media y último vastago de una distinguida, patriótica y brillante familia.

—Viene aquí a descansar —dijo monseñor en tono confidencial, como si Amory fuera un contemporáneo suyo—. Yo soy como un sedante para las fatigas del agnosticismo y creo ser la única persona que sabe que esa vieja y seria cabeza ha naufragado y busca ansiosa una tabla firme —como la de la Iglesia— a la que agarrarse.

Aquel primer almuerzo fue uno de los acontecimientos memorables de la juventud de Amory. Estaba radiante y le dedicó todo su peculiar encanto. Monseñor, a fuerza de preguntas y sugerencias, supo sacarle lo mejor que llevaba dentro, y Amory conversó con ingenio y agudeza acerca de mil impulsos y deseos, anticipaciones, esperanzas y temores. El y monseñor llevaron el peso de la charla, mientras el anciano —con su mentalidad menos receptiva y complaciente pero no más fría— parecía contento con escuchar y recibir el cálido resplandor que emanaba de los otros dos. Monseñor siempre había hecho, a mucha gente, el efecto de un rayo de sol, y —aunque más en su juventud que en su madurez— lo mismo le ocurría a Amory, que nunca se mostró tan espontáneo como en aquella ocasión.

«Un chico brillante —pensó Thornton Hancock, que había conocido la crema de dos continentes y había tenido ocasión de hablar con Parnell, Gladstone y Bísmarck, para añadir más tarde a monseñor—: pero no se debería confiar su educación ni a una escuela ni a un colegio».

Sin embargo, durante los cuatro años que siguieron, la mejor parte del intelecto de Amory estuvo concentrada sobre temas mundanos y sobre las triquiñuelas del sistema universitario y de la sociedad americana representada por los tés de Baltimore y las canchas de golf de Hot Springs.

… En suma, una semana maravillosa, testigo de la consagración de la mente de Amory, de la confirmación de un centenar de sus teorías y de la cristalización de su apetito de vivir en mil habitaciones diferentes. No es que la conversación fuera un tanto académica —¡no, por Dios! Amory sólo tenía una idea muy vaga de quién era Bernard Shaw—, pero monseñor supo representar tanto al «amado vagabundo» como a «sir Nigel», cuidando de que Amory se sintiera siempre a sus anchas.

Pero ya estaban sonando los clarines que anunciaban la primera escaramuza de Amory con su propia generación.

—No te duela marcharte. Entre gente como nosotros —dijo monseñor— nuestro lugar está precisamente donde no estamos.

—Qué lástima…

—Nada de lástima. No hay en el mundo persona imprescindible para ti o para mí.

—Bueno…

—Adiós.

El ególatra abatido

Los dos años de St. Regis, con sus altos y bajos de fracasos y triunfos, significaron en la vida de Amory lo poco que todo colegio preparatorio, aplastado bajo el peso de las universidades, supone para la vida americana en general. En América no existe un Eton donde se cimente la conciencia de la clase gobernante; en lugar de eso no hay más que colegios limpios, insulsos e inocuos.

Al principio todo le fue mal; era universalmente detestado y considerado al mismo tiempo despreciable y arrogante. Jugaba al fútbol intensamente, simultáneamente impulsado por una brillante audacia y una tendencia a rehuir el peligro en cuanto un mínimo de pudor lo permitiera. En una ocasión en que era preso de un terror pánico, rehusó luchar con un chico de su tamaño, ante un coro de insultos. Sin embargo, una semana más tarde se enfrascó en una lucha con otro mucho mayor, de la que salió machacado pero orgulloso de sí mismo.

Era rencoroso con toda clase de autoridad, lo que, combinado con la pereza y el desinterés por el trabajo, exasperaba a sus profesores. Fue perdiendo el humor y se tenía a sí mismo por un paria; andaba enfurruñado por los rincones y se dedicaba a leer después de la queda. Con miedo a quedarse solo, se hizo unos cuantos amigos, que, como no eran la crema del colegio, los utilizaba tan sólo como espejos de sí mismos, para adoptar ante ellos —lo que era esencial para él— sus posturas de siempre. Era desesperadamente desgraciado, se encontraba intolerablemente solo.

Pero también tenía algunos consuelos. Cuando se hallaba deprimido, su vanidad era lo último en irse a pique; era una gran satisfacción oírle decir a «Wookey-wookey» —el viejo portero sordo— que él era el chico más guapo que había visto en su vida. E igualmente le había complacido convertirse en el hombre más joven y rápido del equipo de fútbol, o que el doctor Dougall asegurase, al término de una acalorada conferencia, que si se lo propusiera podría obtener las mejores notas de la clase.

Abatido, aislado y enemistado con sus compañeros y profesores, transcurrió su primer curso. Pero en Navidad regresó a Minneapolis, los labios crispados e incomprensiblemente contento.

—Al principio lo extrañaba todo —le dijo a Froggy Parker con aires paternales—, pero enseguida me impuse. El más rápido del equipo. Deberías ir a un colegio, Froggy. Es una gran cosa.

Incidente con el bienintencionado profesor

La última noche que pasaba en la escuela al final de su primer curso, Mr. Margotson, el profesor encargado, ordenó a Amory que se personara en su habitación. Amory sospechó que le venía una reprimenda y se propuso recibirla cortésmente porque el tal Mr. Margotson siempre había demostrado una buena disposición para con él. Tosió unas cuantas veces y le miró afablemente, consciente de que pisaba un terreno delicado.

—Amory —empezó—, te he mandado llamar para una cuestión personal.

—Sí, señor.

—Te he venido observando todo el curso y… yo te aprecio. Creo que hay en ti condiciones para… para llegar a ser una gran persona.

—Sí, señor —Amory logró pronunciar. Le repugnaba la gente que le trataba como a una calamidad.

—Pero he observado —continuó el profesor, impasiblemente— que no tienes muchos amigos entre tus compañeros.

—No, señor —Amory humedeció sus labios.

—Ah, creía que no ibas a entender de qué se trata…, lo que ellos piensan. Te lo voy a decir, porque yo creo que cuando un joven conoce sus dificultades está mejor capacitado para… resolverlas, para llegar a ser lo que los demás esperan de él. —Carraspeó de nuevo con delicada reticencia y continuó—: Los chicos piensan que eres… demasiado novato…

Amory no pudo aguantar más. Se levantó del asiento controlando su voz a duras penas.

—¡Ya lo sé! ¿Cree usted que no lo sé? —levantó la voz—. Sé de sobra ló que piensan. No es necesario que usted me lo repita —se detuvo—. Ya estoy…, tengo que volver…, espero no haber sido demasiado violento.

Abandonó la habitación apresuradamente. En el aire fresco de la noche, al volver hacia su cuarto, se regocijaba de haber rechazado aquella ayuda.

—¡Maldito viejo! —gritaba ferozmente—. ¡Cómo si yo no lo supiera!

Con todo, decidió que aquello constituía una excelente excusa para no volver aquella noche al estudio; así que, tranquilamente, se metió en la cama, mordisqueó unos nabiscos y terminó de leer La compañía blanca.

Incidente con la joven maravillosa

Su buena estrella brilló nuevamente en aquel febrero. Nueva York resplandecía en el aniversario de Washington con el esplendor de un acontecimiento largo tiempo esperado.

Aquella blancura contra el cielo azul oscuro había dejado una impresión que rivalizaba con la de las ciudades soñadas de Arabia. Pero esta vez llegó a verla con luz eléctrica; el romance fluía desde los luminosos de Broadway hasta los ojos de las mujeres del Astor, donde él y el joven Paskert, otro de St. Regis, habían ido a cenar. Cuando atravesaron el patio de butacas, saludados por los nerviosos y brillantes acordes de los violines desafinados y la fragancia, pesada y sensual, de tanta pintura y polvos, sintió que se movía en una esfera de epicúreas delicias. Todo le encantaba. La obra era El pequeño millonario, con George M. Cohan, y actuaba una asombrosa morenita, cuya danza le dejó sentado, extasiado y absorto.

Oh, tú, mujer maravillosa,

qué maravillosa mujer.

Cantó el tenor y Amory —en secreto pero apasionadamente— asintió.

Tus palabras encantadoras

me subyugan…

Los violines crecieron y tremolaron en las últimas notas, la morena se abatió en la escena como una mariposa, y una explosión de aplausos llenó la sala. ¡Ay, caer enamorado de tal manera, con la lánguida y mágica melodía de esa canción!

La escena final tenía lugar en una terraza; los violoncelos suspiraban a una luna musical mientras se sucedían en la escena las ligeras aventuras de una fácil y burbujeante comedia. Amory estaba sobre ascuas; no deseaba otra cosa que llegar a ser un habitual de las terrazas, encontrar una chica como aquella —o mejor, aquella misma, el pelo bañado del dorado resplandor de la luna—, al tiempo que tras ellos un camarero exótico servía el vino. Cuando cayó el telón por última vez dio un suspiro tan largo que el público a su alrededor sé volvió a mirarle y decir en alta voz:

—¡Qué joven tan notable!

Fue lo que le sacó de su ensimismamiento para preguntarse si realmente había de parecer interesante a la gente de Nueva York.

Paskert y él se dirigieron sin pronunciar palabra hacia el hotel. El primero rompió el silencio; su incierta voz de quince años turbó con sus acentos melancólicos las meditaciones de Amory.

—Me casaría con esa mujer esta misma noche.

No había necesidad de preguntar a quién se refería.

—Me sentiría orgulloso de llevarla a casa y presentarla a mi familia.

Amory, evidentemente, estaba impresionado. Le habría gustado decirlo en lugar de Paskert. Porque parecían palabras maduras.

—Pienso en esas actrices. ¿Serán todas malas chicas?

—No, señor, ni por asomo —respondió con énfasis el joven mundano—. Me atrevo a afirmar que esa chica es oro puro.

Pasearon mezclándose con la muchedumbre de Broadway, soñando con la música que remolineaba a la puerta de los cafés. Dentro y fuera llameaban caras nuevas como miríadas de luces, pálidas y encendidas, fatigadas pero sostenidas por su propia excitación. Amory las contemplaba fascinado. Ya estaba planeando su vida. Viviría en Nueva York, conocido en todos los cafés y restaurantes, elegantemente vestido desde la tarde hasta la madrugada, para dormir durante las largas y aburridas horas de la mañana.

—Sí, señor, me casaría con esa mujer esta misma noche.

En tono heroico

Octubre de aquel segundo y último año en St. Regis fue un hito en la vida de Amory. El partido con Groton se jugó desde las tres de una tarde chispeante y alegre hasta un enervado y otoñal crepúsculo. Amory, de medio centro, exhortando a sus compañeros con salvaje desesperación, ensayando imposibles maniobras, gritando órdenes con una voz que había quedado reducida a un áspero y violento rugido, sabía con todo sacarle el jugo a aquel ensangrentado vendaje alrededor de su cabeza y al esforzado y glorioso heroísmo de tantos miembros y cuerpos doloridos que se zambullían para golpearse entre sí. Durante unos minutos el coraje corrió como el vino en una tarde de noviembre, sintiendo en su interior al eterno héroe, el pirata sobre la proa de la galera nórdica, Rolland u Horacio, sir Nigel o Ted Coy, arañado y hecho jirones pero volviendo siempre a la brecha para rechazar la horda, mientras a lo lejos una tormenta de entusiasmo… hasta que, magullado y deshecho, pero siempre esquivo, después de dar toda la vuelta a la línea regateando y cambiando el paso y con los brazos extendidos…, cayó tras la meta del Groton con dos hombres agarrados a sus piernas, en el único tanto del partido.

La filosofía del trepador

Con el orgullo que el éxito y el sexto curso le otorgaban, Amory contemplaba con cínico asombro su situación del año anterior. Había cambiado todo lo que Amory Blaine podía cambiar. Amory más Beatrice más dos años en Minneapolis eran todos sus ingredientes cuando llegó a St. Regis. Así como los años de Minneapolis no le cubrieron de una capa lo bastante espesa como para que el componente «Amory más Beatrice» pasara inadvertido a los inquisitivos ojos del colegio, en cambio St. Regis, tras despojarle dolorosamente de su Beatrice, había comenzado a revestirle de su nueva, más normal y fundamental apariencia. Sin embargo, tanto Amory como St. Regis no se percataban del hecho de que este nuevo Amory fundamental apenas había cambiado. Aquellas cualidades que tanto le habían hecho sufrir, sus frivolidades, su tendencia al amaneramiento, su pereza y su afición a hacer el payaso, se tomaban ahora como cosa natural; excentricidades de un gran defensa, de un brillante actor, del redactor del St. Regis Tattler; no podía por menos de extrañarle cómo algunos jovencitos impresionables imitaban ahora las mismas vanidades que poco tiempo atrás habían sido sus despreciables flaquezas.

Tras la temporada de fútbol se dejó llevar hacia una soñadora alegría. La noche del baile de despedida logró escabullirse para meterse temprano en la cama por el placer de escuchar la música de los violines que llegaba a su ventana a través del césped. Consumía las noches soñando con secretos cafés de Montmartre, donde mujeres marfileñas descubrían los secretos de diplomáticos y soldados de fortuna, mientras la orquesta atacaba valses húngaros y el aire exótico se enrarecía de intrigas, claro de luna y aventuras. Durante la primavera leyó L’Allegro, por obligación, y se sintió transportado a las más líricas expresiones sobre las cosas de Arcadia y las flautas de Pan. Corrió la cama para ser despertado por el primer sol de la mañana; se vestía al punto y se balanceaba en el rústico columpio que colgaba de un manzano vecino al pabellón de sexto curso. Se columpiaba con ahínco para subir cada vez más alto, hasta sentir que se balanceaba sobre el vacío, una tierra encantada poblada de sátiros flautistas y ninfas con las caras y melenas que había encontrado en las calles de Eastchester. Cuando el columpio alcanzaba su punto culminante, Arcadia se situaba sobre la cima de cierta colina donde la oscura carretera se perdía de vista hasta reducirse a un punto dorado.

Toda aquella primavera, al principio de sus dieciocho años, leyó mucho: El caballero de Indiana, Las nuevas noches de Arabia, La moral de Marcus Ordeyne, El hombre, que fue Jueves —que le gustó, pero que no comprendió—, Stover en Yale —que se convirtió en algo así como su libro de cabecera—, Dombey e hijo —porque pensaba que ya era hora de leer cosas buenas—; todo Robert Chambers, David Graham Phillips y E. Phillips Oppenheim y unos pocos fragmentos de Tennyson y Kipling. De entre sus deberes, solamente L’Allegro y los sólidos de Geometría —por su rígida claridad— lograron despertar su lánguido interés.

A medida que se acercaba junio sentía más necesidad de conversación y, para su sorpresa, encontró en Rahill, el presidente del sexto curso, un compañero de meditaciones. A lo largo de muchas charlas por la carretera, tumbados boca abajo en el borde del campo de béisbol o ya de noche, mientras sus cigarrillos brillaban en la oscuridad, desmenuzaban todas las cuestiones relativas al colegio y forjaron y desarrollaron el modelo del trepador.

—¿Tienes tabaco? —murmuró Rahill una noche, asomando la cabeza por la puerta cinco minutos después de la queda.

—Claro.

—Allá voy.

—Coge un par de almohadas y échate en el antepecho de la ventana.

Amory se sentó en la cama y encendió un cigarrillo mientras Rahill se acomodaba para la conversación. El tema favorito de Rahill era el futuro de sus compañeros de sexto curso, y Amory no se cansaba de comentarlo para halagarle.

—¿Ted Converse? Muy fácil. No aprobará el examen y se pasará el verano dando clase en Harstrum; entrará en Sheff con cuatro suspensos y abandonará en la mitad del primer curso. Se volverá al Oeste para divertirse durante un año o así hasta que su padre le meta en el negocio de pinturas. Se casará y tendrá cuatro hijos, todos de cabeza dura. Pensará que St. Regis arruinó su vida y enviará a los hijos a la escuela de Portland. Morirá a los cuarenta y un años de ataxia locomotora, y su mujer hará donación a la iglesia presbiteriana, de una pila bautismal, o como se llame eso, con su nombre grabado…

—Basta ya, Amory. Demasiado siniestro. ¿Qué tienes que decir acerca de ti?

—Yo soy de clase superior. Tú también. Somos filósofos.

—Yo no.

—Claro que sí. Tienes muy buena cabeza.

Amory sabía que todo lo abstracto —teoría o generalizaciones— dejaba indiferente a Rahill, al que sólo interesaban los detalles concretos.

—Qué voy a tener —insistió Rahill—. Siempre me dejo influir por la gente sin sacar nada de provecho. Soy la presa de mis amigos, les hago los deberes, les saco de apuros, les visito en verano y llevo a pasear a sus hermanas pequeñas. Me tengo que tragar todo su egoísmo, y encima creen que me pagan votándome para presidente y diciendo que yo soy «el gran hombre» de St. Regis. Tengo ganas de irme a un sitio donde me dejen tranquilo y mandar todo esto a paseo. Ya estoy harto de hacerme el servicial con toda esta pobre gente.

—Es que tú no eres un gomoso —dijo Amory de repente.

—¿Un qué?

—Un gomoso o un trepador.

—¿Qué demonio es eso?

—Bueno…, es algo que… son muchas cosas. Tú no lo eres ni yo tampoco, pero yo lo soy más que tú.

—¿Y quién lo es? ¿Cómo se es eso?

Amory reflexionó.

—Bueno… Me parece que para serlo hay que peinarse el cabello hacia atrás, con mucha agua y gomina.

—¿Cómo Carstairs?

—Claro. Ése sí que es un trepador.

Durante dos días buscaron la definición exacta. El gomoso era hombre limpio y de buen aire; tenía talento —talento social—, esto es, que sabía usar de su manga ancha para trepar, ser admirado y conocido, y no meterse en líos. Vestía bien, era muy pulcro y su cabello, invariablemente corto, engominado con brillantina, se peinaba hacia atrás con una raya en medio, al dictado de la moda. Aparte de eso, los gomosos de aquel año habían adoptado, como símbolo de su especie, el uso de gafas con montura de carey, con lo que era tan fácil reconocerlos que Rahill y Amory no perdieron ni uno. Estaban difundidos por todo el colegio y, siempre más avisados y astutos que el resto de sus compañeros, dirigían sus pequeños grupos disimulando su habilidad.

A Amory le fue muy útil aquella clasificación hasta su segundo año, cuando la denominación, al convertirse en una mera cualidad, se hizo tan confusa e indeterminada que fue preciso introducir muchas subdivisiones. El ideal secreto de Amory reunía todas las cualidades del trepador complementadas, además, con el valor y un enorme talento; y como también se consideraba un excéntrico, se sentía irreconciliable con el gomoso propiamente dicho.

Aquella fue una primera y sincera ruptura con la hipocresía que dominaba las tradiciones del colegio. El gomoso o trepador, como individuo predestinado para el éxito, difería intrínsecamente del conocido «gran hombre».

El gomoso o trepador

1. Un agudo sentido de los valores sociales.

2. Viste bien. Pretende que el vestido es cosa superficial, pero sabe muy bien que no es así.

3. Entra en acción cuando sabe que va a triunfar y brillar.

4. Va a la universidad y triunfa, sobre todo en asuntos mundanos.

5. Cabello relamido y engominado.

El gran hombre

1. Inclinado a la estupidez, es inconsciente de los valores sociales.

2. Cree que el vestido es cosa superficial y tiende a descuidarlo.

3. Entra en acción cuando se lo dicta el deber.

4. Va a la universidad, pero su futuro es cada día más problemático. Se siente perdido fuera de su círculo y va diciendo que, después de todo, sus años de colegio fueron los más felices. Vuelve allí a pronunciar discursos sobre lo que hacen los chicos de St. Regis.

5. Cabello no engominado.

Amory se decidió por Princeton, a pesar de que iba a ser el único procedente de St. Regis. Por lo que contaba la gente en Minneapolis y los chicos de St. Regis, «listos para las tibias y calaveras», Yale seguía teniendo su atractivo, pero a la postre Princeton le sedujo con su atmósfera de brillantes colores y la atrayente reputación del club más agradable de América. Abrumado por la amenaza de los exámenes, los días del colegio se perdieron en el pasado. Años después, cuando volvió a St. Regis, parecía haber olvidado sus éxitos del sexto curso y se recordaba a sí mismo como aquel chico inadaptado que escapaba por los pasillos, perseguido por unos compañeros furiosos, embriagados de sentido común.