Capítulo IX

NO HAY QUIEN AYUDE A QUIEN NO SE QUIERE DEJAR AYUDAR Y OTRAS FOBIAS

Según la RAE:

fobia.- Aversión obsesiva a alguien o a algo. Temor irracional compulsivo.

Según el autor:

fobia.- Disfraz emocional que usan algunas personas

para hacerse las interesantes.

No sé exactamente a qué hora sería; ni siquiera tengo claro que las horas trascurran en los calabozos al mismo ritmo que en el exterior. Debía de ser de madrugada avanzada. Me desperté sobresaltado y enredado sobre la mugrienta manta que me habían dado para protegerme del frío, aunque no de las infecciones. Utopía me estaba gritando para que la sacara del calabozo. Estaba complicado, pero había que intentarlo, me dije. Sería un logro más que contar cuando saliera de ese tugurio. Así que llamé a un agente para pedirle que la llevaran al médico. Gracias a Dios —ya ves, hasta lo peor puede tener su lado positivo— ella debe tomar una medicación diariamente y por todo lo ocurrido no había podido tomarla. El agente accedió un poco a regañadientes y, sin darme cuenta, acababa de dar el pistoletazo de salida para la próxima función surrealista de mi pareja.

Intentaron llevársela y la cosa se les complicó. Debía haberlo supuesto. Le acababa de poner en bandeja su momento de gloria: cinco nacionales pendientes de sus caderas. Cinco tíos intentando no quedar cegados y esclavizados ante su belleza. Un paraíso Disney para ella. Yo lo tenía muy claro. Hasta que no llegara una mujer heterosexual a aquella cuadrilla, la cosa no se acabaría de resolver. Los hombres caemos rendidos a sus encantos. Termina haciendo de nosotros lo que quiere. Con las mujeres heteras, es otra cosa. Sobre todo si son feas. O gordas. O las dos cosas. La envidia les hace inmunes a su hechizo. Ella no paraba de llamarme a gritos para que le ayudara, y yo no dejaba de repetirle, entre sorna y dolor, que en cuanto encontrara la llave de la celda lo haría —maldita esta tendencia mía al humor—. Por fin se escuchó al fondo la voz de otra mujer, y ahí se acabó su poder dominatorio. Fin a su hechizo. En aquel momento pensé que debía tratarse de una policía fea o gorda. O las dos cosas a la vez. Entonces volví a ver pasar otra vez hacia su celda a mi amor descerebradamente descerebrador. Esposada. En volandas. Sujetada por cinco hombres. Me jodió que la ley les otorgue el derecho de tocarla. Les grité que por favor intentaran dialogar con ella, y entonces fue cuando se me acercó una mujer de uniforme que comprendí que era la causante de haber frustrado la puesta en escena de mi chica.

—¿A usted qué le importa?

—Es mi pareja.

—Pues a ver si tiene más ojo con sus parejas.

—El ojo es lo que me ha perdido. Bueno, los ojos, los oídos y mis manos.

—Vaya, un gracioso. Tal para cual.

No era fea, la verdad. Simplemente llevaba coleta y el uniforme le quedaba algo ancho, cosa que desmerecía su atractivo. Tampoco es que yo encuentre demasiadas mujeres feas. De hecho, suelo encontrar belleza en todas ellas. Sabía de sobra que tenía que hacer algo para ganármela y tal vez así conseguir que tratara mejor a mi ángel destructor.

—Usted tendrá también su tal o su cual…, piense en ello —le dije conciliadoramente.

—Mira, capullo, sé de qué palo vais. Os gustan las experiencias fuertes. Luego saldréis de aquí, nos habréis hecho perder el tiempo y el dinero a todos y os pondréis a follar como locos riéndoos de la experiencia.

Lo primero que pensé es en cuánto utilizamos el vocativo a la hora de hablar. Lo de capullo no me ofendió —como ya dije, he aprendido a aceptarme—, pero lo del dinero no me pareció apropiado. Si se refería a las judías y las galletas, tampoco creo que fuera eso el causante de la crisis que vive el país.

—No, no…, no pienso volver con ella. Esto se ha terminado.

—Seguro —dijo como si la expresión de mi cara contradijera todas mis palabras—. Mire, la cosa pinta mal para usted. Si no se aleja de ella, acabará en la cárcel y con el culo usado en todas sus posibilidades.

—Esto mismo ya me lo advirtió hace unos meses un compañero suyo, y ya ve que no ha sido así.

—¿Y estas rejas que nos separan? ¿Qué cree que es esto, un resort?

Las rejas de los calabozos, por cierto, no son como las de las películas. Son unas barras rectangulares que no te permiten ver hacia los lados, solo puedes ver lo que pasa justo delante de ti. No puedes sacar ni una mano. Es bastante agobiante porque tu visión se reduce al más absoluto presente: lo único que ves es lo que sucede delante de ti. El futuro está completamente censurado. Lo que sucede a ambos lados de tu visión es un enigma. Algo así como lo que les ponen a los burros para que solo caminen hacia delante.

—Por favor, trátela bien. No sabe lo que hace.

—Como casi nadie —me contestó como si también ella fuera un alma a la deriva.

Al cabo de un rato todo había vuelto casi al silencio. El tío que gritaba ya no gritaba. No recuerdo cuándo dejó de hacerlo; ni siquiera sabía si lo habían sacado de allí. De Utopía solo se escuchaba un leve sollozar. El heroinómano roncaba como su puta madre y no me dejaba concentrarme en mi acto de contrición. Comenzaron los remordimientos. Sí, a esas alturas caí en la cuenta de que yo era en mayor medida el causante de todo. Yo debía ser el racional de la pareja, el adulto de cuarenta años, la mitad cabal de nuestra pareja de manicomio. De alguna manera yo la había encerrado. Podía haberlo evitado, era la crónica de una muerte anunciada. ¡Mierda! ¿Tenía mi conciencia que aprovechar esta tragedia para recibir clases de ética y moral?

Está claro que debo comenzar una nueva vida. Debo evitar a toda costa miraditas al pasado, a los buenos momentos que he disfrutado junto a ella. También será bueno que de momento eluda cualquier relación que me pueda surgir; no haría más que compararlas, y eso no facilitaría que el olvido haga su trabajo. Aunque me conozco demasiado. Me va a resultar un pelín difícil. Está claro que se lo debo a mi abuela. Mi maldita obsesión por estar enamorado y que se enamoren de mí es cosa suya. Aquellas palabras. Fíjate si se le podía haber ocurrido decirme algo tipo «Hijo, llegarás muy lejos en el mundo de las finanzas». ¡Ahora estaría forrado! ¡Seguro! La diferencia entre un trauma y el éxito, a mi entender, está en el origen de ambos. Los dos surgen de la actitud que adoptes ante el universo cuando eres un niño. Se podrá cambiar, sí, posiblemente se podrá cambiar, siempre y cuando seas capaz de borrar todo lo que se te ha quedado grabado en esos primeros años. No me considero un tipo especialmente cargado de traumas; casi los reduciría a tres: las cucarachas, el agua en cantidades grandes y no encontrar el amor.

El de las cucarachas se debe —o al menos eso pienso yo— a que de pequeño me puse un pantalón al levantarme de la cama y sentí algo frío a la altura de la rodilla, algo así como si llevara un trozo de plástico por dentro, una etiqueta que no había sido retirada. Dado que mi hermano mayor dormía conmigo, nuestra habitación siempre estaba por las noches con la persiana bajada, completamente a oscuras. Yo protestaba mucho sobre el asunto porque nunca me ha gustado la oscuridad. No es que me dé miedo en sí, ya sé que no hay fantasmas. Me preocupan los golpes; tropezar con algo que no he visto venir. O que haya escondido tras esa nada de luto un psicópata armado. Pero a pesar de haber protestado aportando mil argumentaciones distintas, mi hermano mayor siempre finalizaba mis elaborados razonamientos alegando que él había llegado antes y eso le concedía ciertos privilegios. Ahora que lo pienso mejor, él consideraba que tenía el mando porque había dormido más noches que yo en aquella habitación, y eso no era cierto: a ese piso nos trasladamos cuando yo ya tenía dos años. ¡Mierda! He de llamarle para aclararle que teníamos el mismo grado de usufructo respecto a las persianas. Nadie me devolverá nada, pero me jactaré de haber desenmascarado a un dictador manipulador. ¿No lo han hecho con las estatuas de Franco? ¿No le han dado un escarmiento al viejo ese quitando sus bustos de las calles? Tiene que estar jodido el calvo dictador. Me lo imagino hablando con mi abuela entre tumbas. Mi abuela no está enterrada en el Valle de los Caídos, claro, pero al paso que vamos a este señor —por llamarlo de alguna manera— terminarán desenterrándolo y volviendo a taparlo en cualquier cementerio bajo el nombre de Paco el Innombrable. Luego supongo que iremos a por las estatuas y calles dedicadas a todos los conquistadores de nuestra «descubierta». América, y finalmente eliminaremos las pirámides de Egipto por la explotación a la que fueron sometidos los esclavos. Lo de la memoria histórica tiene su intríngulis. A ver, comprendo perfectamente la intención de nuestros políticos, y supongo que la cosa pasará por querer eliminar cualquier indicio de la Guerra Civil, incluidas las calles dedicadas a Santiago Carrillo, por poner algún ejemplo.

Estas cosas de mezclar la política con los sentimientos no me parecen buenas. Hace unos días, Rebeca, firme defensora de la memoria histórica, hacía una analogía entre los que querían saber dónde estaban enterrados los cuerpos de sus abuelos muertos en la guerra y los padres de una niña asesinada hacía unos meses por unos jóvenes cuyo cuerpo no aparecía. Para ella era exactamente lo mismo, y a mí es ahí donde me duele: lo fácilmente que los defensores de ideologías convierten la vida en bandos y deslegitiman a las personas físicas y reales. Hacemos circos que solo dan popularidad a quien la pretende e ideas a las que aferrarse a los que necesitan las ideas de otros para pensar por sí mismos. Supongo que por comentarios como este es por lo que me consideran de derechas, aunque para mí, el mismo delito sería hacerle una estatua al viejo como quitársela. Sencillamente porque no haría una estatua ni de mí mismo. Todas son himnos a la vanidad de gente que vete tú a saber qué escondería de puertas adentro.

Me imagino a mi abuela y al viejo enterrados juntos.

—Hizo bien dejando preparadito todo para la monarquía antes de morirse —diría mi abuela.

—Me caía bien Carlitos: era alto, tenía buen porte… ¿Cómo le habrá ido? —le contestaría el fachilla fascista.

—Mi nieto me comentó hace poco que sigue ahí.

—Espero que haya sabido mantener a raya a todos esos infieles hijos de puta.

—¿Se refiere a los moros?

—No, qué va, me refiero a los españoles. Se me desmandaban, señora mía; estaban poseídos por el síndrome de la libertad y el ateísmo. Y mira que yo sabía dosificarles la libertad, pero ellos, nada: si no había tetas en la tele, no había libertad.

—Pero es que dosificar la libertad precisamente es no darla.

—HOSTIA, ME TUVIERON QUE ENTERRAR AL LADO DE OTRA QUE PIENSA. ¿ES QUE YA NO QUEDAN TONTOS?

«¡A rabiar!», le contestaría yo.

Volviendo a lo de las cucarachas —van a tener razón los que me conocen y dicen que tiendo a divagar—, yo introduje mi mano derecha por la pernera izquierda de mi pantalón y aplasté con mis dedos infantiles lo que parecía una especie de cilindro. De repente una voz en mi cabeza me advirtió que lo mejor sería quitarme los vaqueros rápidamente. Lo hice. Y hete aquí que entre mis dedos había un viscoso jugo amarillento y entre la tela, los restos aplastados de un insecto del submundo moviendo todavía sus antenas. Tardé unos minutos en recuperar el habla. Mi madre me estaba preparando el desayuno. Tras unos saltos espasmódicos por mi parte y cuatro lavadas de manos con una desmesurada dosis de jabón, conseguí relajarme y tomarme mi leche con Cola Cao y galletas en aquella taza de cristal color marrón que era lo último en diseño por aquellos tiempos. No le conté a nadie lo ocurrido. No por vergüenza. Sabía cuál era mi tarea: resolver ese momento de crisis cuanto antes para que no se enquistara en ese lugar del cerebro donde se amontonan los traumas. Está claro que no lo conseguí. Que se me enterró hasta la médula. Durante un tiempo largo, meses, revisaba toda la ropa antes de ponérmela; luego, poco a poco se fue pasando, pero aún hoy, si veo un bicho de estos, comienzo a saltar y a mover el cuello y los brazos espasmódicamente como si de una danza cubana de esas de la santería se tratase. Tenía que habérselo contado a mi madre; quizá así no se me hubiera quedado el sedimento del miedo…

Todo esto tiene sus consecuencias en el presente a la hora de estar con una mujer y tropezar con un insecto de esta calaña, porque cuando eso sucede, la situación me convierte en un esperpento ante la mirada de cualquier fémina. Cuando he estado en la casa de alguna y nos ha visitado una de estas repugnantes criaturas, ellas han dado por hecho que la faena de aplastarla me correspondía a mí. Y yo lo doy por hecho también, fruto de mi educación algo machista, así que primero hago mi danza alucinatoria reflejo del ataque de pánico y luego, tras buscar unos guantes o cualquier cosa que pueda cubrirme toda la piel que llevo al descubierto, intento dar muerte al inquilino caradura.

Una vez, Utopía me pidió que no matara a uno de estos escarabajos basureros. Que lo echara a la calle. Yo, que como ya he dicho era incapaz de contradecir a la que hubiera querido como madre de mis hijos, la miré lleno de pánico, compasión y ganas de aplastarla a ella también por ponerme más difícil todavía la situación. Le pregunté si tenía alguna estrategia al respecto. Estos animalicos corren más que el viento cuando corre mucho.

—Llevas guantes. Cógela y tírala por la ventana. No puede hacerte nada.

—Puede volver. Estos bichos son superinteligentes.

—Sí, por eso se acercan a las casas de los humanos, porque saben que aquí están a salvo.

Me jodía tanto eso de Utopía…, me jodía y me fascinaba a un tiempo. Ya había vuelto a ponerme contra la espada y la pared.

—Utopía, es que no puedo cogerla ni con guantes. Me dan pavor.

—Hazlo por mí.

—¿Y qué ganas tú con todo esto? —pregunté en un último intento desesperado por convencerla de que abandonara la nueva prueba a la que me estaba sometiendo.

—No se trata de lo que gane yo, sino de lo que vas a ganar tú.

Evidentemente, cuando una mujer le dice estas palabras a un hombre, el macho de la especie solo piensa en que tras la hazaña vendrá un polvo de esos donde se cumplirá otra de sus fantasías pendientes. Cogí al bicho como si se tratara de una pelusa de polvo —creo que hasta lo miré a la cara, si es que ahí hay una cara— y le deseé una vida próspera en sus nuevas circunstancias. Cuando cerré la puerta del balcón me quité los guantes, me desabroché la camisa y me bajé los pantalones.

—¿Qué haces? ¿Te vas a duchar? —me preguntó con una sonrisa que ya servía casi como un orgasmo.

—Voy a tomar lo que he ganado.

—¿Por haber salvado a la cucaracha quieres follarme? En todo caso, la agradecida es ella. Pregúntale, a lo mejor quiere echarte un polvo.

—Pero tú dijiste que lo hiciera y que iba a ganar algo.

—Has vencido a tu miedo, ¿te parece poco?

—Vamos a ver…

—Te has demostrado que no tienes ninguna fobia con estos insectos y lo has conseguido gracias a que yo te he enfrentado a él. En todo caso, tú eres quien está en deuda conmigo.

—Ok, pues fóllame como quieras. Soy tuyo.

—No, tú sabes de sobra que yo las deudas me las cobro de otra manera.

Y nos fuimos a una tienda de esas de ropa donde las dependientas parecen buena gente hasta que les preguntas algo. Y compramos. ¡Claro que compramos! Solíamos ir mucho de compras. Acostumbrábamos a meternos en los probadores de las tiendas con un montón de ropa. Ella me hacía su desfile de modelo privado mientras yo sujetaba un montón de prendas y sorbía de la pajita de un granizado con sabor a polvos de la fruta que ese día hubiera elegido su caprichoso gusto. De vez en cuando me pedía que le fuera a buscar esta o aquella prenda o talla, y yo iba con la alegría del muchacho que va a por tiza obligado por su profesor en una clase de viernes por la tarde. Se probaba zapatos, se ponía camisas, pantalones, vestidos, y entre una y otra se desvestía completamente; todo un ritual para quedarse desnuda para mí. Con cada nuevo modelo cruzábamos una mirada cómplice que no se volvería a repetir nunca más, como sucedería con aquella combinación de ropa. La mayoría de las veces solo podíamos comprar una o dos prendas, pero cuando llegábamos a casa me dejaba echar un polvo a cada una de las mujeres que había exhibido para mí en aquellos probadores.

En definitiva, salvar a la cucaracha me costó cincuenta euros, una erección desperdiciada y la revelación de que uno de mis mayores traumas no era sino una actitud mía ante un determinado estímulo. Y sin ir a la psicóloga. Cualquiera diría que esto último es positivo; pero cuando se tiene un ego como el mío solo valoras tu humillación, con lo que el trauma se queda ahí. Digamos que a mi improvisada terapeuta le faltó un refuerzo positivo a mi valerosa cruzada. Si hubiéramos hecho el amor, ¿quién sabe?, quizá se hubiera borrado para siempre mi fobia a las cucas.

Mi otra fobia es a las piscinas, los pantanos y el mar. Puedo bañarme, eso sí. Allí donde hago pie no me preocupa demasiado meterme; pero cuando la profundidad comienza a hundirme y el agua llega a la altura de mi pecho, me empieza a fallar la respiración, me entra eso que llaman ansiedad y tengo que retroceder. El origen de este miedo también lo tengo localizado. Por referencias, no por recuerdos. Yo era demasiado pequeño para que mi memoria pueda reproducirlo, pero como dicen que durante los tres primeros años aprendemos una burrada, y esto me pasó a los dos años de vida, pues yo ato cabos y deduzco que fue de eso. Mi madre me iba a dar un baño. Por aquella época me bañaban en un barreño verde, de poco diámetro pero mucha altura. El baño estaba preparado. Yo atisbaba la profundidad del recipiente desde fuera con la curiosidad, supongo, con la que todos los bebés lo miran todo. Mi madre, por supuesto, estaba a mi lado; me imagino que cayéndosele la baba. Yo era un bebé riquísimo: rubito, pelo rizado, rellenito, pero en su justa medida. Bueno, el caso es que llamaron a la puerta y ya se pueden imaginar. Mi madre pensó: «Total por un momento…». A la que regresó, yo estaba cabeza abajo, hundido en el barreño, pataleando y contemplando cual Cousteau las profundidades marinas. Dicen que no me pasó nada, que el tiempo fue mínimo, pero claro, no hay más testigos que mi madre, y a las madres, ya se sabe, nunca se les debe creer lo que dicen porque todas sus palabras están condicionadas a protegerse para que no desconfíes de ellas y puedas contar con su ayuda para tu supervivencia. De cualquier forma, para mí que me faltó algo de oxígeno en el cerebro, y a partir de ahí todo lo que hago tiene un mensaje subliminal que dice: «Dios nos asista, porque tendrá terribles consecuencias».

Y ustedes dirán: «Bueno, mientras no te quieras dedicar al submarinismo…». Pero claro, no tienen en cuenta que esto me impide lucirme en playas y piscinas ante el sexo femenino. Todo mi porte y elegancia fingidos en secano se van a la mierda en cuanto piso la orilla del mar o el primer peldaño de la escalera de la piscina. ¿El lado bueno? En fin, he conseguido que todas me respeten mucho en este asunto. Suelen protegerme. Cuidarme mientras estoy dentro del líquido elemento. Pero cuando me sugieren echar un polvo dentro del mar, la cosa se vuelve algo tensa: tengo que elegir entre mi erección o mi miedo, y el resultado suele depender de la dama en cuestión. Con Utopía, por ejemplo, también he superado un montón esto. No he llegado a correrme; ella tampoco. La risa no ayuda mucho a la hora de acometer orgasmos. A cada ola acercándose, yo hincho los carrillos para coger aire, por si las moscas; por si la ola supera mi altura. Y claro, muy erótico no resulta. Meterla la he metido, y tres o cuatro sacudidas también nos habremos dado, luego yo creo que eso cuenta como polvo, ¿no?

De mi tercera fobia, la del amor, no diré nada. De esta espero que la psicóloga me resuelva algo el día que decida ir a una. Tengo que aprender a dormir solo. Tengo que aprender a desayunar, comer y cenar solo. A ver la tele solo. A hacer la compra solo. A limpiar solo… Joder, no sé si quiero aprender. A fin de cuentas, con pareja el esfuerzo para realizar muchas de estas tareas se reduce a la mitad.