CUANDO DIOS NO HABLA CLARO Y CONFUNDES LAS SEÑALES CON RAZONES EN LUGAR DE PRUEBAS
«¿Y dices que después de romper con ella te mandó
un vídeo por Internet haciéndoselo con otros tíos?
Dios… ¿Y qué hiciste?».
«Una paja».
Duele cuando te confiesan que tus manos llegan tarde otra vez. Que el cuerpo al que pertenecían cambió al horario de verano mientras en tus dedos todavía se podía celebrar la Navidad. Pero es cierto que unas veces duele más y otras menos, y que no depende del momento, sino de la persona que te lo provoca. Con nadie he sufrido más a este respecto que con la señorita que me ha llevado a estar preso durante unas horas. Quizá la relación de la que más he aprendido. Quizá en la que he puesto más corazón. Quizá la que me ha condenado a que cuando salga de aquí y gire una esquina cualquiera de esta ciudad, mi corazón dé signos de infarto por no saber si deseo o no tropezarme con ella al otro lado de la calle.
No quiero ni pronunciar su nombre; desconozco si es por miedo a escucharlo. Dicen que nombrar a alguien es darle fuerza, energía, revivirlo si es que ya no está entre nosotros. Será por eso, o por crear cierto misterio en mi historia de todo y de nada, pero supongo que si voy a hablar de ella es justo decirlo. Ella se llama —por citar y homenajear a Joaquín Sabina en una de sus canciones—, diremos que se llama Utopía; aunque los tíos que han creído conocerla, y son muchos, la conocen con el nombre de este… Bueno, da igual el nombre. La llamaremos Utopía.
Antes de convertirnos en amantes, Utopía era solo una admiradora de mis conciertos antimultitudinarios y con ánimo de lucro por mi parte, pero con poco ánimo de lucrarme por parte del respetable. Joven ella, unos veintipocos; yo estaba a punto de cumplir los cuarenta. Utopía era y es de una belleza espectacular. Su rostro, inteligente —al igual que el 99 por ciento de su todo—, trasmite una seguridad en la que cualquier hombre desearía refugiarse el resto de las noches de su vida. Su cabello negro y sus ojos color aceituna y tierra húmeda decoran la parte que sus hombros perfectos de mujer bella sostienen. Su boca es, aún sin probarla, jugosa como una rodaja de melón en una tarde de julio en mitad de la meseta. Sus caderas y la forma tan juvenil de enseñar el tanga al principio de su culo la rocían de esa mezcla de ingenuidad y frivolidad que enferma de manera definitiva a cualquier ser humano capaz de sentir algo por una mujer. Su espalda es un sobre cerrado y perfumado y cuando la ves alejarse, cuando se va, se convierte en algo casi místico, porque se lleva tras de sí todo lo que ya no podrás darle, o mejor dicho, todo lo que te dejarías robar, hasta la próxima vez que la vuelvas a ver. Y eso tampoco es fácil saberlo. ¿Cuándo la volverás a ver? En cada despedida se abre un universo de posibilidades de que se replantee su siguiente paso y la pierdas para siempre. Recuerdo que todos mis conocidos me han aconsejado encarecidamente que la deje, que está acabando con mi razón y mis kilos de más, y sí, me he quedado en los huesos, pero el precio lo he pagado con gusto. ¿Acaso los que suben al Everest no son conscientes de los riesgos? Nos diferencia que a ellos les hacemos documentales y hasta les concedemos homenajes, y que a los tipos como yo, capaces de enfrentarse a criaturas de esta especie, lo único que nos dan son palmaditas en la espalda y la frase de «No te quejes, que lo tuyo te has llevado». Ya me gustaría a mí que se lo dijeran a uno que ha perdido los dedos de las manos por hipotermia en una escalada; que le digan: «Sí, sí, pero lo tuyo te has llevado». Pero bueno, así somos, ¿verdad? Solo tiramos por tierra lo que, deseándolo todos, no todos nos atrevemos a alcanzar. Sí, me refiero a que el Everest está ahí, pero no a todos nos apetece subir montañas. Por eso, cuando nos cuentan que alguien lo ha logrado, lo admiramos, porque sabemos que no es ni mejor ni peor que nosotros, simplemente se divierte así. Sin embargo, no me digan que algún tío en su sano juicio no querría acostarse con una muchacha de las que hablo. Pero lástima, son ellas las que te eligen. Ahí tú no pintas nada. Puedes decir: «Voy a escalar a esa muchacha», pero nada te garantiza ni siquiera que puedas poner el primer pie en su cadera.
A colmo de virtudes, la conocí siendo la camarera de un local donde yo actuaba una noche. Y todos sabemos que para un borracho la camarera es como para un enfermo su enfermera. No es que acostumbre a actuar borracho, pero sí que acostumbro a terminar mi actuación en ese estado. Me gusta beber durante el espectáculo un vodka con tónica, un poco como relajante mental y otro poco por superstición. Lo he hecho desde que empecé a dedicarme a esto de la música y luego me ha dado miedo cambiar cualquier procedimiento. No es que mi método me haya catapultado a la fama, pero al menos me ha servido para acabar los espectáculos; y si algo no hace mal, tampoco hay por qué dejar de hacerlo, pienso.
Al término de la actuación se me acercó para saludarme y felicitarme.
—Me ha encantado tu espectáculo, se nota que tienes mucha vida interior. Has sufrido mucho con las mujeres, ¿no?
Evidentemente siempre he sufrido por ellas. Aun cuando todo va bien, tengo cierta tendencia a sentirme responsable de que siga bien, y ahí comienza la presión que suele acompañar a las crisis de las parejas que he tenido.
—No, bueno, sufrir…, hay mucho de la imaginación… Quiero decir que no, que muchas de las cosas que canto… no son o han sido exactamente así.
Mi primera mentira: siempre escribo las canciones desde lo que siento y he experimentado. Acababa de conocer a una mujer aparentemente perfecta y lo primero que hice fue mentirle. Obviamente, en mi defensa tengo que decir que ese tipo de mentiras me salen de forma natural y muy de dentro, con lo que algo debo creérmelas, así que algo de verdad terminan siendo.
—¿Pero tienen algo de cierto, no? De vivido… —me preguntó con una voz entre grave y dulce que, tal y como les he comentado, es la combinación perfecta en la voz de una mujer para que me erecte.
—Sí, bueno… ¿Cómo te llamas?
—Me llamo Utopía, pero preferiría que me llamaras tú.
Jamás me había entrado una mujer hasta ese momento. Creía que todo eso solo pasaba en algunas películas españolas y en la serie de Sexo en Nueva York. Pero no, me estaba pasando a mí. Yo llevaba mi alianza de casado en mi mano derecha. Pensaba que eso me inmunizaba ante cualquier situación embarazosa; algo así como un amuleto que me permitía coquetear con otras mujeres manteniéndolas a raya, como si yo pusiera las reglas. Así que le dije juguetonamente:
—Has tenido suerte de que no te subiera al escenario.
Es cierto que a veces subo a gente del público en mis espectáculos. Me divierte ponerlos en situaciones comprometidas; es un sadismo consentido por la sociedad. Supongo que reminiscencias de lo que les hablaba de mi infancia.
—¿Por qué? —me preguntó con un embriagador y juvenil interés.
—Según vea al público, saco a alguien al escenario y le provoco hasta que se quede en ropa interior…, y muchas de las mujeres no van conjuntadas, y eso no está bien… —Quedaban apenas dos segundos para que mi broma se me atragantara entre la boca y el estómago.
—No llevo ropa interior —me contestó.
A partir de ahí, lo normal. Yo me escapo como puedo, presa del nerviosismo de tener que enfrentarme a una situación emocional en la que yo no tengo el control. Nos damos nuestras direcciones de correo apresuradamente porque se supone que voy a perder el único autobús que pasa por mi casa a esas horas. Ella me dice que me acerca en su coche y yo le cuento que nunca subo a coches con desconocidas, por si no tienen hechas las revisiones oportunas y el coche se queda tirado en mitad del camino en algún descampado desangelado. Ella argumenta que eso sería el menor de los problemas y yo, con una voz entre rota, afeminada y hacia dentro, le digo que me encantaría seguir hablando con ella, pero que de verdad que ese autobús es de una compañía de un primo mío que si se entera de que no lo he cogido puede preocuparse y avisar a mis padres de que me ha pasado algo, y que es una tontería perturbar la tranquilidad de mi familia por algo que podemos posponer para más adelante. Ella finge creerse mi absurda invención. Al día siguiente, un mensaje de ella. Al minuto, un mensaje mío. Y a la semana, quedamos a tomar café en uno de los locales que me aceptaban como artista ocasional.
Resultó que la muchacha en cuestión había tenido una vida de lo más ajetreada. Yo, Cristina F se convierte en una historia de adolescentes alocadas al lado de todo lo que ella había tenido que soportar. No es que ella se drogara, o lo hubiera hecho; para nada. Simplemente su entorno familiar no había sido el que cualquier niño hubiera necesitado.
Por respeto a ella no contaré nada sobre su pasado. Desde luego, saber que aquella criatura angelical estaba estigmatizada por todo aquel dolor la convertía a mis ojos en esa clase de mujeres de espíritu libre —mujeres kamikaze, como las califica Woody Allen en Maridos y mujeres—; señoritas que no se conforman con autodestruirse, sino que te arrastrarán con ellas al fondo del precipicio. Quedarás hipnotizado por su seducción y dejarás de lado cualquier voz de la razón y la cordura que te aconseje escapar de sus sábanas cuanto antes. Por supuesto, y como buen músico, mi capacidad para elegir entre el camino del equilibrio y el de las espinas y rosas está viciado, marcado, trucado cual dados de tahúr, por lo que, a la tercera de las citas, me enamoré perdidamente de ella y me olvidé de la promesa de amor eterno que le había hecho a mi esposa de aquellos días.
¿Cómo llevaba lo de tener una amante? Pues es distinto a cometer una infidelidad, claro, es algo que no se puede explicar. Sin más, un día lo haces, pero es imposible planificarlo. Si lo piensas un segundo, desistes del intento de llevar doble vida. Demasiado complejo para dibujarlo sobre un papel, pero muy fácil de improvisar. Uno no se da cuenta —hasta que le pasa— de que la dimensión del engaño es directamente proporcional a la cantidad de confianza que tu pareja deposita en ti. Si para tu media naranja eres de fiar, dispones de todo el tiempo del mundo para poder follarte a cualquier otra u otro. «Que me voy al cine solo porque hay una peli de las que no te gustan que quiero ver… Aprovecha y queda a tomar algo con Penélope, que hace tiempo que no la ves…». «Que me voy a la montaña a reflexionar un poco en silencio, necesito encontrarme…». «Que si me voy, que he quedado con una cantante que quiere que le haga unas canciones…». Si hay confianza, todo eso es posible; si no la hay…, es imposible ser infiel y no ser descubierto, por lo que de momento no tengo claro si hay que confiar del todo o no en tu pareja si pretendes una relación sin adulterios, digan lo que digan los libros de autoayuda.
Solíamos vernos en su casa. Vivía sola. Poco a poco fui montando mi segundo hogar a partir de lo que desconocía de mí mismo. Nuestras películas de DVD, nada que ver con las que tenía con mi esposa. Mis discos, mis libros…, mis programas de televisión… totalmente distintos de los que hasta ahora me gustaban… ¡Ah! Y mi sexo. Sé que debería decir «nuestro sexo», pero, sinceramente, no creo que yo le aportara nada nuevo. Sin embargo, ella a mí me concedió la oportunidad de abrir la puerta a mis depravados instintos tantos años asfixiados por mi educación religiosa y la limitada imaginación de la mayoría de las mujeres que había conocido hasta ese momento. Ese monstruo que durante tantos años había logrado mantener dormido se vio liberado ante su cuerpo y su mente. Fue como si a Freddy Krueger le hubieran internado en un orfanato con derecho de pernada.
Mi mujer no mostraba demasiado malestar por algunos retrasos míos al hogar, y la falta de sexo que se instaló en nuestro matrimonio pareció hasta venirle bien. Tal vez ella también estaba recibiendo su dosis por otros gallineros. Al final éramos una asociación sin ánimo de lucro, pero que iba acrecentando sus beneficios —como casi todas las asociaciones sin ánimo de lucro, supongo—, y mientras no nos hiciéramos daño, tampoco estábamos traicionando los votos del matrimonio, digo yo. Vale, puede que lo de la fidelidad, pero ¿dónde acaba la fidelidad? ¿Tiene que ver algo la fidelidad con la monogamia? Yo no hablé nada de monogamia delante del altar. ¡Claro que me casé por la iglesia! ¿Para qué si no iba a casarme? ¿Por beneficiarme en la declaración de la renta? ¿Por los permisos para matrimonios que contempla el Estatuto de los Trabajadores? Bueno, sí, por esto último vale la pena casarse, es cierto. Pero ninguna razón es comparable con sellar tu confirmación de que eres humano y te equivocas al jurar amor eterno ante Dios. Eso no tiene precio. ¡Realmente le estás pegando un corte de mangas en toda regla al Creador! Lo invitas a tu fiesta para pedirle que bendiga tu pacto de amor, convocas a un montón de testigos a que lo presencien, no reparas en gastos; todo es poco para fijar en el calendario una fecha más eterna que lo que jamás sentirás por tu pareja. Y al tiempo. Si el miedo no te vence y la mentira no la llevas bien, te das cuenta de que todo eso que has construido no te sirve para nada más que para renunciar una y otra vez a todo lo que podría enseñarte algo nuevo. Si eso no merece la pena, no sé qué puede merecerlo. ¡Y cuidado, que yo creo en Dios! Me considero un tipo tocado por el dedo de Dios. Bien es cierto que no es una divinidad al uso: es un provocador y cómplice de mi alma. Y tenemos a pachas una vida, la mía, que digamos es el tablero. Los dados solo los tira él y siempre hay varias casillas a elegir para tu movimiento, pero no todas te llevan a la meta. ¿Que si la meta es el cielo? Ni puta idea. De momento estoy concentrado en este tablero; si gano la partida, ya veremos. Esto, aunque parezca irreverente, no tiene ninguna intención de ofender a mi Hacedor. Quien me trata bien —y hasta la fecha Él me ha tratado de maravilla— merece todo mi respeto y admiración. Recuerdo que mi amada Utopía, al igual que mi madre, no llevaba bien esto. Siempre me cuestionaba un poco molesta:
—¿Por qué dices que Dios te trata bien? Estás en paro. Eres infiel. Apenas tienes dinero. Tu sueño de ser músico se va desvaneciendo con los años. Tu familia no te entiende, y dudo que te acepte de verdad… ¿Dónde te está tratando bien Dios?
—En tu cama —le respondía siempre, abrazándola… Y entonces Dios volvía a bendecirme con su dedo. Bueno, con los de ella… Bueno, con sus dedos, su boca, su… su todo.
Sí, supongo que el hecho de haber pasado la noche sobre la maloliente y pegajosa esterilla, bajo aquella manta áspera y acartonada y a merced de hombres que no conozco, debería darme una pista de que moví ficha a la casilla equivocada, pero ¿saben?, el juego tiene sus trucos. Me da la impresión de que solo es una señal más de que me aproximo a algo grande.
Sin duda alguna, todo lo vivido con Utopía tiene que ser por algo. No solo va a ser mi época inolvidable. Claro que se pueden tener varias, pero esta borrará casi seguro todas las demás. Haberla conocido estoy convencido de que me obliga a tener que aprender una lección importante para concretar mi destino, a sacar una conclusión clave para el sentido de mi vida.
Ha habido mucho dolor. Muchos contrastes. Y los contrastes son más adictivos que cualquier rutinaria felicidad o desgracia. Supongo que lo que ha sufrido esa chica en la vida tenía que salir por alguna parte y, como todo lo que cae es porque ha estado arriba, cuando no estábamos por los suelos, cuando volábamos, llegábamos hasta lo más alto. Nuestra vida pasaba del amor más incondicional a la amenaza de follarse al portero de una discoteca en plena discusión si no claudicaba a sus exigencias. O a un tío de su gimnasio, daba igual. ¿Y cómo creen que yo me sentía? En mi poder estaba la decisión de irme o no. Seguramente la psicóloga ficticia con la que me gustaría hablar algún día me diría que una persona que te hace eso no te quiere. Y seguramente a esa observación yo le contestaría que yo no estoy con las personas porque me quieran, sino porque las quiero yo. Pero ahora la sociedad ha creado el consejo comodín. Las palabras parche que solucionan cualquier conflicto en el amor: «Quiérete más y apártate de esa persona que no te ama». ¡Cojones!, ¿es que es incompatible quererse mucho y estar con alguien que no te quiere nada? No es que yo me quiera poco, ni mucho. Es que no soporto el dolor. No puedo truncar mi amor de golpe. Por eso, ante la amenaza de entregarse a otro hombre, yo me quedaba desconcertado. Paralizado. Sin opción alguna a la venganza. Como si me hubieran robado todos los movimientos que me quedaban por hacer en el tablero de mi partida. De repente te planteas si los polvos que te estaban regalando eran por compasión o por necesidad. ¿De verdad alguien que te desea puede entregarse a otra persona sexualmente? Nos bombardean constantemente con que las mujeres disfrutan del sexo tanto como nosotros, que su sexo es más emocional que físico, pero a la hora de las discusiones son ellas las que negocian con él, y negociar con algo implica poco valor sentimental por ese algo. Jamás tras una discusión me ha costado tener una erección. Incluso soy propenso a tenerlas, porque sigo deseando a esa persona. Pero ¿cuánto tiempo pasa después de un encontronazo hasta que ellas sienten deseos de volver a follar contigo? ¿Y realmente las joyas pueden provocarles deseos de follar? ¿Funcionan los diamantes como la kryptonita con Supermán, pero al revés? ¿Son la poción mágica de Astérix? Si controlas algo no puedes disfrutarlo tanto como si se apodera de tu voluntad. Un cigarrillo solo se disfruta de verdad —digan lo que digan los libros para dejar de fumar— cuando eres adicto al tabaco.
La primera vez que me amenazó con hacérselo con otro hombre fue, como era de esperar, tras una estúpida discusión. Nuestras broncas eran siempre tan apasionadas como nuestros polvos. Lo que sucede es que el adjetivo apasionado calificando el sustantivo discusiones no da ni de lejos el mismo buen rollo que si acompaña a polvos. Se suele decir que una discusión ha sido apasionada cuando se acaba en la cama haciendo el amor, pero si no hay polvo final, lo de apasionada se sustituye por violenta.
Acabábamos de disfrutar de un estupendo fin de semana cuando surgió el conflicto. Soy muy dado al humor y constantemente se me olvida que no hay chiste gracioso si el público no se ríe. Podríamos hablar de que soy más o menos ingenioso, pero lo que es gracioso, gracioso no soy. Y sin risa no hay humor. Es algo parecido a la pregunta de si un árbol hace ruido al caer si no hay nadie para escucharlo. Pues igual. ¿Es un chiste gracioso si nadie se ríe con él? La cuestión es que tras llegar a casa para derrumbarnos en el sofá, empezó con preguntitas sobre esta o aquella amiga mía. Ser infiel a Utopía es una ídem. ¿Se puede ser infiel a tu pareja si es única? No, ¿verdad? Pues ese era el asunto: ella es tan única en su especie que jamás hubiera surgido la opción de que apareciera algo mejor. Ni mejor ni peor. Lo que es único no ofrece alternativas de cambio. ¿No te gusta tu perro? Pues te compras otro. Pero la alternativa a un perro que no te gusta nunca será un gato. Y a su lado no había más perros… Quiero decir que a su lado el resto de mujeres no existen. Podré conocer a otras, claro, pero jamás —y digo jamás con mucha intensidad— a otra de la especie de Utopía. Con todo, para ella mi explicación carecía de fundamento, y las preguntitas inquisidoras acabaron conmigo haciendo las maletas y con ella tirándome las cosas por la ventana. Entre ellas mi cartera. Tuve que interrumpir lo de hacer mi maleta para bajar corriendo a por mi cartera. A la que subí, ya no pude entrar: había dejado la llave puesta por dentro. Yo me encontraba en la calle, como tantas veces, solo con lo puesto y mi cartera, así que no me quedaba otra cosa que hacer que vagabundear por las aceras hasta que me perdonara y me dejara entrar. No podía ir a mi piso; me había trasladado al de ella por aquello de que era mejor para que sus animales pasaran su existencia. Al menos esa era una de las razones que daba que a mí me parecía más creíble. Cuando me detuve en un puente para ver pasar los trenes por debajo, recibí un sms de ella en el que me decía que tenía mi maleta en el patio y que se iba a zumbar al portero de la discoteca. Me recorrió el escalofrío pertinente desde los pies hasta la coronilla y pensé en cuántos segundos de consciencia me separarían entre que me aplastara el cuerpo uno de esos trenes y mi muerte.
Pensar en todo esto ahora que sé que nos hemos perdido para siempre no me beneficia demasiado. No debería pensar en lo que será mi vida sin ella. Supongo que ahora me vendrán un montón de gatillazos en otras camas. Cuando una dama se desnude y me ofrezca algo más que un café, ¿qué demonios haré? Mejor no pensarlo en este momento. Podría ablandarme y reconsiderar mi decisión de irme para siempre.