LOS ANIMALES DOMÉSTICOS. UN GATO DE ANGORA Y UNOS CUERNOS CONFESADOS
Primero me compré un gato.
Luego, un pajarillo que se comió mi gato.
Luego, una tortuga que se comió también el gato.
Luego, un camaleón que también mató mi gato.
No hay forma. Yo adoro a los animales,
pero tengo muy mala suerte con ellos.
Sí, terminamos. Fue un fin de semana que llegó otra vez a nuestra casa en la playa después de su dura semana de trabajo. Me contó que se había comprado un gato. Yo miré la maleta de cuero blanco que llevaba con la esperanza de que el gato hubiera hecho el viaje en avión dentro de ella y hubiera consumido sus siete vidas en la hora y pico que dura el vuelo entre las dos ciudades —según el avión que te toque, claro—. Quiero aclarar que no soy alérgico a los felinos. Soy alérgico a los animales domésticos. Es mi obsesión por la libertad. Y para mí tener animales en una casa es lo más parecido a la esclavitud que he visto por este mundo «inteligente y civilizado» que llamamos Occidente.
Esto, claro está, me ha provocado largas disputas con cantidad de gente. Dicen que no lo entiendo, que si digo esas aberraciones es porque no me gustan los animales. Yo les suelo aclarar que los animales esclavizados no, y ahí me suelen lanzar el primer insulto. ¿Por qué me insultan? Yo solo digo que a un perro le pones un plato de pienso y unas chuletas de cordero a la plancha y el perro se mea encima del pienso mientras saborea el sabroso manjar ovejuno, y, sin embargo, les damos esas bolitas con olor a granja para protegerlos en salud. Además, suelen insultarme comparando mi inteligencia con la de sus mascotas. Que ahí suelo hacerles la observación de que confunden inteligencia con obediencia. Me divierte contemplar cómo el ser humano, en el colmo de su prepotencia, tilda de inteligentes a los animales capaces de ser amaestrados, cuando a mí me parece que los inteligentes son los indomables, los que guardan su verdadera esencia o carácter hasta el final. ¿Qué ser se considera inteligente por repetir las cosas como un mono? Sí, bueno, el ser humano, pero me refería al resto de los seres.
Recuerdo una conversación que tuve hace tiempo con la dama que ha estado encerrada unas celdas más allá esta inolvidable noche: ella tiene tres gatas —una con mucho pelo— y dos perras.
—Si le doy pienso en lugar de chuletas es porque así la perra vivirá más años, estúpido —me soltó jactándose de su conocimiento sobre mascotas.
—¿Qué te hace pensar que durar es vivir? Prefiero diez años dándome el gusto que catorce jodido…
—Pero yo quiero que esté conmigo todo el tiempo posible.
—Luego no le das pienso por ella, sino por ti.
A partir de ahí, sus lágrimas por haberla hecho sentir culpable y mi autorretractación para consolarla perfectamente argumentada de por qué soy un hijo de puta insensible que no sabe valorar a los animales. El que luego hubiese polvo de reconciliación o no entre nosotros dependía de lo bien elaborada que estuviera mi actuación de fingido arrepentimiento.
Volviendo a lo de mi exmujer y su gato. Tras decirle lo de que si el gato había viajado en la maleta, estalló:
—¡No seas imbécil, el gato no va en la maleta! Se ha quedado en casa.
—¿Has dejado un gato recién comprado solo en tu casa?
—Nuestra casa, aunque te pese… seguimos casados.
—No me pesa, me preocupa.
—¿Te preocupa que sigamos casados?
—Me preocupa la casa y el gato…, por ese orden. No tiene sentido preocuparse por lo del matrimonio…, ya está hecho.
Lanzó la maleta sobre nuestra cama como si de una experta en lanzamiento de martillo se tratara y comenzó a sacar todos los modelos que había traído para pasar el sábado y el domingo conmigo mientras resoplaba de esa manera a la que me tenía tan acostumbrado. Resoplido reprochante, lo llamaba yo para mis adentros. Siempre me he preguntado si lo de que llevara tantas opciones para vestirse obedecía a que ella tenía varias personalidades o a que nunca tuvo claro cuál de las muchas que tengo yo decidiría sacar a pasear ese fin de semana. Y claro, ella no iba a desentonar a mi lado: si éramos un matrimonio, ante todo había que parecerlo.
—Es de angora —continuó la conversación sobre el gato, dando por hecho que debía de interesarme.
—Como los jerséis —dije mientras observaba que mi barriga comenzaba a parecerse a la barriga de los que siempre llamé barrigudos un poco en tono de burla.
—Sí, como los jerséis.
—Esos bichos son gordos, ¿no? —pregunté por dar conversación.
—Solo si comen mucho… No sé por qué comparto estas cosas contigo. No tienes ninguna sensibilidad con los animales.
Y como casi siempre, a pesar de todas las buenas cualidades que les he comentado que tenía, se equivocaba. De verdad, los animales me gustan. Por eso no soporto que los tengan atrapados en los apartamentos o los pisos de sesenta metros cuadrados. Mi amor hacia ellos me queda de cuando fui un chico de campo. Vale que haya cambiado las praderas y las montañas por el asfalto y los edificios, pero hasta los dieciocho años yo me pasaba la vida en los alrededores salvajes e incivilizados que rodeaban mi ciudad. ¡Joder! ¡Anda que no he vivido yo experiencias casi de ciencia ficción en aquellos parajes campestres! Allí podías encontrar cualquier cosa: desde un neumático usado a más de tres kilómetros de cualquier camino transitable por un vehículo hasta un manillar de bici con manguitos del último modelo de manguitos para manillares que habían sacado a la venta los de BH. Y como todo aquello era tan inexplicable para unos críos como nosotros y había que darle una explicación racional —que para eso éramos humanos—, decidimos, los que por aquel entonces éramos la pandilla, hoy casi todos muertos o casados, que aquellos objetos eran transportados hasta allí por gitanos asesinos y adoradores de Satanás que se ocultaban en las cuevas de aquellos pinares. Todos aquellos objetos no eran sino cebos que usaban para copiar tus huellas dactilares y poder robar después en las viviendas impunemente usando réplicas de aquellas, que hacían con plastilina que conseguían de los cuartos de los niños de las casas donde entraban. Más tarde, los que seguimos vivos aprendimos la lección y dejamos esos pensamientos racistas, claro está: los gitanos son tan ladrones como cualquier otro mortal.
El miedo vestía aquellas colinas de cierto silencio incómodo del que todavía no me he desprendido tantos años después. Suelo recordar mucho esa sensación cuando entro por primera vez en el dormitorio de una mujer que acabo de conocer —que, por cierto, hace mucho de esto; soy propenso a relaciones largas y profundas.
Una vez encontramos en aquellos parajes un par de gatos pequeñitos que maullaban poseídos por el hambre. Esa fue al menos la conclusión a la que llegó Almazán, el más de campo de los que allí estábamos. Una especie de Mowgli rural, sí, como el de El libro de la selva, pero sin ninguna astucia o habilidad conocida. Decidimos adoptar a aquellas crías y dar la vida por su salud y bienestar. Adecuamos una cueva que existía entre unos cerros de arcilla con cartones y hierbajos y colocamos a los animalitos dentro; luego era cuestión de ir hasta nuestras respectivas casas a hacer acopio de víveres para que los felinos tuvieran algo que llevarse a la boca. Pasó ese día y nunca más volvimos a saber de ellos. No con vida, al menos. A la mañana siguiente solo había en aquel hogar improvisado vísceras y cartones manchados de sangre. Estuvimos durante algún tiempo pensando que fueron los gitanos los que lo hicieron, que de algún modo marcaban así su territorio, pero al cabo de siete años —uno antes de que Almazán muriera por sobredosis de heroína—, este nos confesó que lo había hecho él. Que odiaba los gatos. Que su madre tenía un montón de gatos a los que trataba mucho mejor que a él. Que a ellos no les pegaba palizas, decía. Por supuesto que aquellas pobres víctimas gatunas no tenían la culpa de que la madre de Almazán no fuera una buena madre; pero tampoco los judíos tenían la culpa de que Hitler no hubiera sido aceptado en la escuela de arte, y todos hemos terminado aceptando que las cosas pasan porque pasan.
Cuando mi esposa guardó toda su ropa en el armario y colocó debidamente la maleta vacía en el lugar que teníamos en casa para tal efecto, me preguntó:
—¿Sabes cómo se llama el gato?
Obviamente no lo sabía. Tampoco sabía cómo se llamaba el tipo aquel que vimos en la playa. Tampoco sabía si mi mujer y él se lo habían montado en su apartamento o en nuestro piso. Tampoco sabía por qué mi mujer no me lo había presentado… Había tantas cosas que no sabía a esas alturas que, aunque hubiera pretendido conocer las respuestas, ya no habría tiempo material para formular todas las preguntas; hubiera muerto antes de viejo. Por eso, como les he dicho, solo pregunto por preguntar, por evitar silencios; no espero ninguna contestación en realidad. Bueno, también pregunto un poco con la intención de que no me tomen por arrogante, porque se suele confundir la falta de interés con la arrogancia.
—¿Le has puesto nombre? —le pregunté.
—¡Claro que le he puesto nombre! Es lo que se suele hacer con los animales de compañía, ¿sabes?
—Que se suela hacer no quiere decir que sea lo correcto. Eso es lo que pasa con algunos paradigmas…
—No empieces, por favor. Conviertes cualquier conversación trivial en un debate existencial.
—Bueno, eso te gustaba de mí al principio.
—Ya, pero es agotador… Simplemente te estoy preguntando si sabes qué nombre le he puesto al gato.
—Pues obviamente saberlo no. Puedo decir un nombre al azar y probar suerte, a ver si coincide con el que se te ha ocurrido a ti, pero saberlo no, porque…
—¿Quieres una cerveza? Yo me voy a tomar una —me interrumpió.
Mi esposa sabía de sobra que, igual que a los bebés se les pone un chupete para que dejen de llorar, a mí se me ha de poner una cerveza si pretendes que deje de dar el peñazo. Vale, podía resultar pesado, pero no me negarán lo triste que es que realmente una cualidad que dijo atraerle de mí al principio termine desuniendo. He leído muchos libros a ese respecto. Realmente me interesan mucho las relaciones de pareja. Tal vez desde que mi abuela me auguró aquello de que ninguna mujer me querría puse más interés en descifrar qué lleva a dos personas a presumir de querer unirse eternamente. No estoy en contra de celebrar las bodas, no me refiero a eso; cualquier motivo para una juerga me parece más que lícito. Me refiero a la promesa de amor eterno. ¿Qué nos lleva a hacerlo cuando todas las estadísticas juegan en contra?
—Javier, ¿me has sido infiel alguna vez? —me preguntó destapando la primera cerveza.
—Todavía no hemos empezado ni la primera cerveza, cariño. Es pronto para hacer ese tipo de preguntas.
—Te lo estoy diciendo en serio. Ahora pasas mucho tiempo aquí solo. Y tú necesitas calor de mujer.
Calor de mujer. Eso sonaba a canción de Sergio Dalma. No soy tan tonto como para no saber que ese tipo de preguntas obedecen siempre a una de estas dos opciones:
O ella sí lo ha sido y pretende que quedemos en tablas…
O ella lo quiere ser y necesita que tú le des tu bendición confesándole tu falta.
Hay escuelas de pensadores que introducen una tercera opción: la de que a esta gente que lo pregunta le gusta el sufrimiento y de vez en cuando disfrutan torturándose con la incertidumbre de si contestarás que sí lo has sido, pero para mí esa opción estaba fuera de lugar con mi exmujer. No le gustaba sufrir. De hecho, no veía ninguna película que tratara sobre un drama: solo comedia romántica y de final feliz garantizado; de lo contrario, no le interesaban.
—Cariño —le respondí—. Si te hubiera sido infiel no te lo diría. Seguramente te enfadarías conmigo y me lo pondrías muy difícil durante el divorcio. Puede que más que durante el matrimonio.
Vale que entonces le estuviera siendo infiel con la chica que hoy me ha llevado hasta el calabozo, pero aquella relación no interfería nada con nuestro matrimonio. Alicia vivía en otra ciudad y, tal como me había dicho, yo necesitaba calor de mujer. Era como rellenar espacios, ¿no? Ella misma se daba cuenta.
—¿No me lo dirías? —siguió.
—¿Para qué?
Solo tiene sentido contarlo si tu intención es acabar para siempre con la confianza que esa persona tiene en ti. Confesar algo semejante para luego pretender seguir como si nada me parece absurdo. ¿De verdad alguien piensa que no aparecerá el rencor? Sinceramente, nunca he entendido a los que confiesan una infidelidad para obtener un perdón. Descargan su mala conciencia sobre ti para aliviar su sufrimiento y de paso te garantizan una perturbada y frágil estabilidad emocional de por vida, y por esto último ya no piden perdón. Han pasado a ser los buenos. «Vale, chico —parecen decir—, me he follado a otro hombre o a otra mujer, pero fue en contra de mi voluntad. Yo solo quería un beso y te lo estoy contando para que sepas que a partir de ahora tendremos que usar condón, lo hicimos a pelo y creo que tenía algo contagioso debajo de los pantalones. Por cierto, ¿quieres una cerveza?». «No —piensas tú—. Prefiero que te fulmine un rayo pero que no te mate, solo que te deje un continuo escozor en la parte esa que no te deja pensar en tu pareja como desearías que pensaran en ti».
No juzgo a los infieles. Yo mismo lo he sido, como les he dicho. Condeno a los charlatanes, a los que van con el estandarte de la verdad a cualquier precio —casi nunca el suyo.
—O sea, que has podido serme infiel y yo estar aquí tan tranquila —continuó ella, y tranquila no estaba, porque había bebido como seis veces seguidas del botellín en apenas cinco segundos.
—También tú has podido serlo. Todos somos adúlteros en potencia.
—¿Y no querrías saberlo?
—Supongo que me lo dirías. No eres capaz de callarte las cosas.
—Pues sí.
—Que ya lo sé que me lo dirías. Te conozco demasiado. No eres capaz de callarte las cosas.
—¡Que sí, que te he sido infiel!
Nunca se está preparado para escuchar eso. Puedes estar harto de tu pareja; incluso desear su muerte para no tener que decirle que ya no la quieres. Pero cuando te dice que ha entregado su cuerpo a otro, algo se te rompe dentro.
Acabé la cerveza de un trago, y la dejé con la mayor indiferencia que fui capaz de aparentar. Miraba a la botella como si se hubiera solidarizado conmigo. Seguro que saben de qué hablo. Ante las noticias que hubieras preferido no tener, la vista busca siempre un refugio lejos de la persona que te las da; tal vez para disimular la vulnerabilidad, tal vez para que el objeto sobre el que descansas tus ojos te diga que tú vales más que eso, que no te preocupes; o tal vez porque sabes que no mirar de frente a la adversidad no sirve para nada, pero los demás no te ven la cara de gilipollas que se te queda.
—El tío de las zapatillas, ¿no? Ha sido con el tío de las zapatillas.
—¿Qué zapati…? ¡Ah sí!, con él. Pero ¿y tú? ¿Me has sido infiel tú?
La odiaba. En ese momento necesitaba causarle dolor; tenía que conseguirlo, por muy difícil que resulte causar dolor a tu verdugo. Pero si le confesaba mi adulterio, ella, a pesar de su infidelidad, seguiría quedando como la noble que defiende la verdad a pesar de las consecuencias y yo, solo como un canalla cobarde que no se atrevió a confesar su doble vida. Así que tuve que hacerlo de la única manera que puedes herir al que es más fuerte que tú:
—Yo no. Yo creía en lo nuestro.
Eso le dije. Mentí, sí, pero lo hice tan bien que hasta yo mismo me creí mi mentira.
Ya sé que no tenía razón para enfadarme, ni para hacerla sentir culpable. Ya sé que el hecho de que yo también le hubiera sido infiel me impedía guardarle rencor. No diremos que me merecía que me hubiera puesto los cuernos, pero sí que el universo restablecía con ello su equilibrio. La cosa quedaba en tablas. Aun así, créanme, por mucho que supiera todo esto nada me iba a eximir del escozor de ese momento. Una puñalada no duele si la das, pero te puede llegar hasta a matar si la recibes.
Y lo peor de todo: nunca supe cómo se llamaba el gato.