Capítulo V

LA EUROPA DEL ESTE, LA MÚSICA Y UN FUNCIONARIO DEL PP

¿Cuándo un político de derechas y uno de izquierdas se parecen?

Cuando llegan al poder.

Uno no puede saber dentro del calabozo cuándo la noche ha llegado a su punto de inflexión. Te haces una idea porque todos los ruidos van disipándose cada vez en intervalos más largos, hasta que un nuevo chasquido de cualquier viga que recupera su tamaño real estremeciéndose con el cambio de temperatura te sobresalta, como si cobraras consciencia de que vives dentro de una burbuja y que más allá acechan innumerables posibles peligros. Cuando toda esa solemne quietud se estaba apoderando de la pintura de las paredes en la oscuridad de aquel recinto de perdedores; cuando esa oscuridad solo se rompía en pequeños fragmentos por los diminutos resplandores de las luces de emergencia, demasiado cansadas ya de tanto permanecer alerta; cuando las llamadas de auxilio de mi chica se iban convirtiendo en pequeños quejidos difícilmente distinguibles de un susurro de los que mis manos sabían arrebatarle a la hora de la siesta, volvieron a encender las luces del pasillo principal.

Los funcionarios de aquellas indecentes instalaciones, desde su invisibilidad, comenzaron a pronunciar nombres y a sacar a la gente de dos en dos de sus celdas, llevándoselos más allá de donde mi limitado campo de visión alcanzaba. Todos los de mi celda, menos el que dormía la mona, miramos hacia la puerta con la esperanza de que a los que nombraban no los retornaran más a sus recintos precintados…, y con la esperanza nos quedamos, porque al poco rato iban regresando los primeros que se fueron. Lo cierto es que no volvían muy descontentos; más bien lo hacían igual que fueron. Esto para mí daba a entender que sabían a lo que iban. Cuando sabes lo que va a venir, la cara no te cambia demasiado. Quizá se torne un poco más a «tonto». Si nada te sorprende, tus rasgos comienzan a caerse, a escurrirse hacia el suelo. En mi opinión, por eso envejecemos así, porque cuantos más años tenemos, menos cosas nos sorprenden; y esa debe ser también la razón de por qué los que leen las cartas del tarot y todo eso tienen esa cara, estoy convencido. Para quienes conocen el futuro todo debe resultar muy aburrido. «Te traigo un regalo», te diría tu pareja. «Sí —contestarías—, otro conjunto de ropa interior que usaré mientras tú estás trabajando». Así no hay cara que muestre entusiasmo, claro.

Enseguida llamaron a dos de los rumanos que estaban conmigo. Estos sí que reflejaron algo de alegría en su cara. Quizás no estaba todo perdido, pensé. Quizá sí que nos pudieran sacar de allí a esas horas. No me hubiera importado tener que pagarme un taxi. De hecho, llevaba mil euros en el bolsillo derecho. Ya sé que no es muy común estar encerrado con tanta pasta, pero tal y como le expliqué al agente que me desnudó para encerrarme, no tenía previsto que la policía me arrestara cuando la mañana antes de la discusión saqué el dinero del cajero. Su consejo fue que no lo comentara en la celda. ¿Qué consejo era ese? ¿Me vio cara de gilipollas o qué? «Hola, estoy detenido y llevo mil euros aquí en este bolsillo. No creo que suponga un estorbo para que comparta celda aquí con vosotros, ¿verdad?».

Vale, tal vez sí me vio cara de gilipollas. Seguramente primero vio a mi chica, luego me vio entrar a mí, y luego pensó: «Este capullo cuarentón no debería estar tirándose a semejante belleza». Y luego, lo de siempre, me bautizó en el pensamiento con un: «¡Será gilipollas…!».

¿Por qué insultamos a los que tienen más suerte que nosotros con las mujeres? Casi todos sabemos que salir con una mujer mucho más joven que tú y cien veces más hermosa que el resto de las mujeres no te debería convertir en objeto de envidia, sino de compasión. Tarde o temprano esa relación te acarreará serios problemas de celos. Todos los tíos desnudarán a tu pareja con la mirada y, más pronto que tarde, te dará un ataque de celos. Y los celos lo joden todo. Esto te lo grita el instinto a voces. Como casi todo. De hecho, no sé por qué se molesta el instinto en advertirnos nada; debería estar aburrido ya de que luchemos contra él. Pero ¿qué es lo que hacemos? Racionalizamos el consejo de nuestra esencia. Y lo hacemos para engañarnos contándonos que, si la chica nos ha elegido a nosotros por encima del resto de cretinos, es porque nos ama, y que así seguirá siendo. Craso error. Puede que nos ame, pero las probabilidades de duración de una pareja son inversamente proporcionales a la belleza de la dama. Los bombardeos constantes de proposiciones indecentes a los que se verá sometida la chica en cuestión aumentan considerablemente el porcentaje de posibilidades de que te abandone. Vamos, dicho de otro modo: tanto va el cántaro a la fuente… que al final se la folla otro. Y a pesar de que todos los hombres sabemos esto por instinto, a pesar de que la aplicación práctica del conocimiento de esa sabiduría nos evitaría problemas, al racionalizarlo se va todo al carajo. ¿Racionales?… Gilipollescos, diría yo.

El rumano que quedaba en la celda conmigo trataba de comunicarme entre continuos malentendidos que tocaba el violín, a modo de iniciar una conversación para aderezar la espera hasta el regreso de sus compañeros, supongo. ¡Y luego dicen que no utilicemos tópicos! ¿Por qué todos estos tipos del Este son buenos músicos? ¿Es por el frío? ¿Por el vodka? ¿Secuelas de la disciplina del comunismo?

Ya les he comentado que también soy músico. No recuerdo exactamente a qué edad mi madre decidió que debía estudiar en el conservatorio. Fue así, de repente. Un día, mientras yo estaba ocupado siendo niño, me preguntó —lo cual fue un detalle— si me gustaría aprender a tocar algún instrumento musical. «El piano», respondí casi poseído por un impulso del que todavía desconozco su origen. Un mes después tomaba mi primera clase de guitarra en el Instituto Musical de una ciudad en la que los amantes jóvenes echan polvos recubiertos de frío en los coches empañados y los adultos encienden sus calefacciones para ver la tele.

Mi profesora se llamaba Andrea, y era de una belleza fría y serena que con el paso de los años se convirtió en cálida y agitada —no solo los hombres mejoran con el tiempo, como el vino—. Lástima que cuando me fui a la universidad dejé de tener contacto con ella; si no, les aseguro que hubiera abierto la botella y me la hubiera bebido.

Recuerdo perfectamente mi primera clase con el instrumento. Nos metieron a unos cuantos desconocidos menores de edad en un aula con varias puertas, todas cerradas. A pesar de ello, yo estaba tranquilo. La ventaja de ver una puerta, aunque esté cerrada, es que sabes que existe un lugar por donde se puede escapar. Los pupitres eran unas mesas enormes, altas y estables, casi como las que utilizan los arquitectos para sus diseños, pero en estas no se podía nivelar la altura. Y de los libros que utilizábamos me viene a la memoria que había uno azul pequeño tamaño cuartilla, fino, y uno naranja más grande que las dimensiones de un folio, grueso y flexible. La profesora, sin fingir un solo gesto de compasión ante nuestros dedos amoratados y a la búsqueda del callo en sus yemas, nos explicó el nombre de cada nota de las cuerdas de la guitarra al aire, es decir, sin colocar ningún dedo sobre el mástil: MI, SI, SOL, RE, LA, MI. Eso fue como lo de montar en bicicleta: nunca se me olvidarán esas notas… Como nunca olvidaré el rostro de aquella joven maestra que me catapultó a un mundo secreto y perdido entre la infancia y la adolescencia, que me llevó de su mano de la inocencia al sabor de la depravación escondida y vergonzante sin siquiera ella imaginarlo: Andrea. La temible y seria Andrea.

La gente se ríe porque no se creen que un niño de once o doce años pudiera sentir ya una atracción sucia y enfermiza hacia una mujer algo mayor que él —veinte años de diferencia—, pero les aseguro que además de aprender a tocar ese instrumento, tan gitano y tan sensual, yo aprendí a desear que una mujer con poder hiciera de mí lo que quisiera. Por supuesto, esas fantasías me acompañaban solo a mí durante el trayecto desde mi colegio de EGB hasta el conservatorio, excepto si mi madre venía a acompañarme, claro. Un hombre, aunque sea niño, no puede pensar en sexo si su madre está a su lado —salvo que piense en sexo con su madre, pero eso es demasiado freudiano para mí.

Eran tiempos en los que se podía fumar en cualquier sitio, cuando el Estado aconsejaba, pero todavía no coartaba. Eran los tiempos en los que ella me arrojaba el humo a la cara —o eso pensaba yo—, incitándome a violarla con mi interpretación de un Tárrega para niños o un Aguado insistente en su nota pedal. Eran tiempos en los que la vida no estaba perseguida…, perdón, quise decir protegida, por los que dicen saber qué nos conviene.

Cuando avancé curso en el conservatorio la cosa cambió, y las clases ya no eran compartidas entre varios alumnos. A partir de ese momento, antes de entrar a demostrar nuestras habilidades musicales, esperábamos en una antesala en la que se echaba de menos una cuerda afinada y un buen radiador que permitiera que nuestros dedos fueran más decididos a la hora de elegir el traste que apretar. Íbamos entrando de uno en uno. Una chica. Un chico. No por ese orden necesariamente. Y cuando me tocaba a mí, estaba más pendiente de memorizar la excusa que había preparado de por qué no me sabía la lección que de la lección en sí misma. La razón de que Andrea, aquella diosa de la enseñanza, aquella maestra de música y vida, me condonara mi deuda con el deber una y otra vez es algo que aún hoy no me explico. Pero que esa actitud benevolente fomentó mi amor sucio y proscrito hacia ella hasta el punto de condicionar mi personalidad, convirtiéndola en mi ama imaginaria y a mí en su esclavo, eso es algo que tengo más que asumido.

De tener que resumir, diría que la idea de mi madre —nunca supe lo que opinaba mi padre al respecto— de apuntarme al conservatorio ha supeditado el resto de mi vida. Es curioso. Algo que ella hizo para que mi ocio tuviera cierto grado de intelectualidad se convirtió en el denominador común de cada paso que he dado. No soy un gran músico, pero desde luego sí que soy un gran asimilador de las siete notas musicales. Podría decir que entre un beso y una buena canción me quedaría con la canción, pero sería mentir. Se pueden hacer las dos cosas a la vez y yo, entre todo, casi todo y nada, me quedo con todo. Y no vayan a pensar que es algo tan obvio: hay gente que prefiere el «casi todo» porque no se atreven a llegar al límite, y los hay que prefieren «nada» porque es bastante más cómodo nacer perdedor que convertirse en uno de ellos.

Y ya ven. Así es como la guitarra pasó a formar parte de mis canales de comunicación. Al principio, naturalmente, no le encontraba mucha utilidad, hasta que un día que caminaba con mi madre por una calle de la ciudad en busca de algún abrigo que pudiera perfilar por fin mi personalidad polifacética contemplamos a un mendigo que tocaba una flauta dulce.

—Mira…, yo al menos siempre tendré ese recurso —le dije a mi madre—. Siempre podré ganarme algo de dinero tocando la guitarra por las calles.

Desde aquel día, mi madre nunca ha dejado de dar limosna a nadie que estuviera tocando un instrumento a cambio de unas monedas.

De aquel conservatorio guardo un montón de olores, colores y luces, aunque, curiosamente, también se aferra a mi memoria el recuerdo de una chica con la que jamás llegué a tener nada, pero cuya imagen habitará siempre en el museo de damas hermosas que han alegrado mi existencia. La llamaban, o se llamaba, Milochi. Era bella como una actriz de teleserie de humor americana. No muy alta, pelo ondulado y corto, y lo que la hacía más atractiva a mis hormonas: me prestaba atención. Hablaba pronunciando cada consonante, cada vocal, como si su boca fuera un instrumento musical creado directamente por Dios. Sus frases se construían sobre la marcha, como si recitara sus pensamientos conforme llegaban a su inteligente inteligencia.

Hoy me he dado cuenta de que una de las cualidades que más valoro en una mujer es la voz. Su voz y cómo pronuncie la «s». Una voz entre grave y dulce y una «s» bien pronunciada me vuelven loco. Debe de tener que ver con la serpiente y el origen de la humanidad, supongo.

Recuerdo que comencé a escribir notas en una minilibreta cuadriculada que había comprado en un quiosco y que era una novedad en el mundo de los cuadernos. Otros compraban cromos o coleccionaban canicas; yo, además de todo eso, me compraba minilibretas y le regalaba todos los absurdos escritos que vomitaba sobre las diminutas páginas perfectamente divididas en cuadrículas —ahora daría cualquier cosa por tener alguno de ellos para poder reírme del asunto—, hasta que un día, simplemente, me preguntó:

—¿Por qué me das estos escritos?

—No lo sé —es todo lo que acerté a decir.

—Eres un chico raro —sentenció. Y se fue a coger el autobús.

Coger el autobús en aquellos días y en aquella ciudad hoy me resulta completamente incomprensible, dado que es una ciudad pequeña, pero entonces tenía su sentido. Al ser yo pequeño, la ciudad me parecía grande. Jugar a no sujetarse durante todo el viaje a pesar de los continuos volantazos del conductor. Convertir la cabina del vehículo en un pequeño recinto en el que compartir las risas y los pueriles pensamientos para los que estabas programado. Disfrutar del mismo escaparate de su luna trasera con los ojos y los labios que deseabas besar, pero aún no lo sabías. Agarrarte a la mano sudorosa de la muchacha cuando un frenazo innecesario e imprevisto te iba a obligar a perder el juego de equilibrio en aquellos camiones transportadores de almas. ¿Quién necesitaba parques de atracciones? Sin duda alguna el ayuntamiento de aquella ciudad lo tenía claro. Ya que no había dinero para ferias que entretuvieran a nuestros infantes, ¡pues que se subieran al autobús! Si existiera un genio de la lámpara y esa lámpara estuviera en mi poder, mi único deseo sería que me metieran en uno de ellos con todas las mujeres a las que he deseado en esta vida e hiciéramos la ruta más desierta y con más curvas y baches que exista sobre el planeta. Solo para conocerlas de verdad, solo para jugar al equilibrio, para sentirnos obligados a depender los unos de los otros para no caer. Hemos sido tan inexpertos… Tantas ganas y tantos miedos…

No tengo nostalgia, pero solo porque el futuro no me lo permite. Demasiados caminos que recorrer para tan poca gasolina en el auto. ¡Como para malgastarla en revivir en lugar de vivir! Nos perdemos tanto por no ser omnipresentes. Estamos mal hechos, sin duda alguna. Si yo fuera Dios, habría añadido algunas cualidades más a los humanos —la de volar desde luego no; eso dificultaría mucho los proyectos de los suicidas y terminarían sufriendo más.

La chica de la que les hablaba, Milochi, se perdió de mi vida un tiempo después. Desapareció como casi todas las cosas que pierdo de vista: sin dejar ni un solo punto de retorno; destruyendo cualquier miga de pan que pudiera servirnos para continuar la historia donde la dejamos. La última vez que la vi fue después de llamar a un timbre para vender lotería de Navidad de mi viaje de fin de curso de octavo. Incluso ahí se comportó de manera generosamente particular: llamó a su madre y le pidió que me comprara un boleto. ¡¿Cómo una mujer de trece años podía demostrar con sus ojos y sus palabras tener la madurez de la mujer que te amaría para siempre a pesar de en lo que te conviertas?! No, no la echo de menos, pero me gustaría tanto volver a verla… Me dijeron que un novio suyo muy querido se mató en un accidente de moto años después de perderle el rastro. Lo sentí por ella: no se merecía algo así. Supongo que su rostro cambiaría después de la tragedia, que se volvería más bello, porque las mujeres inteligentes se embellecen ante la adversidad. Es fácil detectar mujeres inteligentes a partir de los cuarenta: son bellas, muy bellas. A menudo deseo que su novio esté enterrado en el mismo cementerio que mi abuela. Tal vez así vuelva a encontrármela algún día.

***

Cuando el rumano terminó de explicarme algo que no comprendí sobre la afinación del violín —o de eso me pareció a mí que hablaba—, y después de haber visto pasar en sentido de ida y vuelta a muchos de los detenidos, también a mí terminaron por llamarme y me sacaron un rato de la ratonera. Para ficharme. Sí, como en las pelis americanas: foto, huellas y discursos moralistas de los zombis funcionarios de turno que, ¡cómo no!, buscaban distraer su frustración de no ser dioses atreviéndose a juzgarme antes de que lo hagan los que tampoco saben hacerlo, pero que han estudiado para eso por lo menos. Que por qué le había pegado, me decía un tío ridículo con bata blanca. (Supongo que llevaría bata para diferenciarse del resto de delincuentes, porque con una cara como la suya y de paisano, yo no me atrevería a ir al baño del calabozo. Seguro que si hubiera un guarda nuevo, lo encerraría hasta asegurarse de que no era otro paria como nosotros). Le contesté que yo no le había pegado a nadie, y entonces, como por una especie de lógica de tío con serios problemas mentales —se los presupongo—, me respondió que esto me pasaba por votar a los socialistas.

A ver, lo primero: yo no voto. No es porque esté en contra de la democracia ni de nuestro sistema político, sino por esa vergüenza de la que les hablé. Temo equivocarme de urna, o tener que preguntar dónde se cogen estas u otras papeletas. Temo demostrar incultura ciudadana. Sé que se estarán preguntando que a quién votaría de poder hacerlo, y es curioso, porque la mayoría de la gente que me conoce da por hecho que soy un tipo de derechas. Yo lo comparto todo, estoy a favor de la libertad más absoluta; también estoy a favor del matrimonio gay, y de la adopción por cualquier pareja capaz de ofrecer un hogar. En contra de los toros, las religiones con rituales y el machismo y feminismo, y siento una repulsa orgánica hacia cualquier tipo de discriminación y, por supuesto, ante el racismo. En definitiva, estoy a favor de la libertad, la igualdad y la fraternidad…, y nací el día de la Revolución Francesa, solo que ciento ochenta y un años después. ¿A que mola? Lo único que tengo de derechas es que soy diestro, supongo, pero ojo, tampoco soy zurdo de ideales: no me gusta la idea de que lo de los demás sea mío porque sí. Una cosa es que yo comparta lo que tengo por decisión propia, y otra muy distinta que me obliguen a hacerlo. Un amigo mío muy peculiar que vive en Alemania me dijo una vez que yo soy liberal, pero que en España no existe un partido político como tal. Yo se lo conté a mi madre esa misma noche para que viera que soy algo, pero ella se limitó a decir que dejara de hablar de sexo y me pusiera a estudiar una oposición al Ministerio de Justicia. A pesar de ello quiero mucho a esa mujer: sé que ella desea lo mejor de lo mejor para mí. Y eso, aunque no deja de ser un tipo de fascismo cometido por todas las madres, no está tan mal, se puede llevar porque así ha sido desde siempre.

La política me interesa porque me divierte. El único año que pasé en la universidad curioseé por los distintos grupos de juventudes políticas de la ciudad. Incluso presenté mi propuesta de partido político con su programa electoral a un fanzine anarquista del que me echaron tras leerla por considerarme poco serio y de ideas frívolas. Yo proponía que el partido se llamara DERECHA QUE ESCORA A LA IZQUIERDA CON TENDENCIAS AL NORTE POR Y PARA LOS CIUDADANOS DE A PIE, BICICLETA Y 4X4. Era un nombre bastante descriptivo, lo que evitaba gastos innecesarios en panfletos que explicaran un poco nuestra ideología. El programa, recuerdo vagamente, adaptado a nuestros días sería algo así:

Sobre la sanidad y ante los problemas que la Seguridad Social tiene con las listas de espera propondríamos que en vez de Seguridad Social se pasara a llamar Agencia Tributaria y, por supuesto, que la Agencia Tributaria se llamara Seguridad Social. Desde mi punto de vista, creo que de esta manera se resolvería de un plumazo la masificación de una y la animadversión que sentimos todos a cooperar con la otra. Igualmente se eliminaría la figura del médico de cabecera para poner en su lugar un dispensador de zumos, agua y aspirinas o gelocatiles. Las bajas por enfermedad pasarían a denominarse Certificados de apestados, porque a la gente eso de apestado sé que nos echaría para atrás a la hora de cargar con el sambenito y se reducirían ostensiblemente sus solicitudes.

Respecto a la política económica, nuestra intención pasaría por abogar porque a los ricos se les llame «esforzados y arriesgados trabajadores», y a los pobres, «colectivo de gente que se creyó el anuncio de Ikea de que no es más rico quien más tiene, sino el que menos necesita». Y pondríamos ese anuncio cada dos minutos en la televisión pública. Y, cómo no, pediríamos a Cuatro, el canal socialista por excelencia, que dejara de hacer programas sobre las casas de los ricos y las fiestas en Ibiza porque eso genera envidias, y la envida, mal rollo.

En cuanto a educación, cambiaríamos las materias que conocemos hasta la fecha por la lectura y memorización del libro El secreto. ¡Y hala, todo el mundo a ser feliz solo por desearlo!

En política laboral: absoluta libertad. Libre despido y libre decisión del trabajador si quiere seguir yendo a trabajar. Aunque no le paguen. Sabemos que los empresarios pagarían con gusto porque algunos de sus trabajadores se quedaran en casa.

Nos quedaría la política exterior, en la que nos limitaríamos a hacer publicidad de que en España se vive muy bien, y cuando vinieran los turistas, se les cobraría un impuesto de la hostia a la hora de querer volver a su país. De no acceder al chantaje, digo…, al impuesto, se les pondría a trabajar en el campo, que nos hace falta mano de obra, hasta que cubrieran su pago.

Sí, pensado así en frío, algo frívola sí que fue mi idea. Pero bueno, yo pasé un buen rato creándola, que a fin de cuentas es de lo que se trata en política, ¿no?

***

Después de que el imbécil ese que se dedicaba a la toma de huellas terminara su exposición mediocre sobre ciencias políticas, me preguntó si era o no socialista. Yo me limité a decirle que me daba en la nariz que éramos del mismo palo. Por curarme en salud. Acostumbro a dar la razón a los que tienen acceso a las llaves del recinto en el que esté. El tipejo, emocionado como si de un náufrago en una isla desierta, en la que acababa de encontrar una pelota a la que pintarle ojos, nariz y boca —como en la peli esa tan larga—, se tratase, me preguntó que si era del PP. Yo le dije que por supuesto, y que estaba preocupado porque el carné se lo habían quedado en la comisaría. Aparte de confirmar que era lerdo hasta para captar ironías, no me sirvió de mucho más mi mentira: tuve que volver a mi celda terminado mi fichaje. Una falacia desperdiciada. Yo había pensado que el gilipollas tendría alguna influencia y daría por hecho que un tipo con esas ideas políticas tan nobles tenía que estar allí por error, que alguien de esa alcurnia no podía compartir una noche entre todos aquellos delincuentes, pero nada. Si lo sé, le digo que soy el que se folla a su madre cuando su padre está de putas; al menos así me hubiera desquitado de la rabia de tropezar con un idiota de esa calaña.

Cuando me devolvieron a entre los barrotes, el heroinómano se estaba incorporando. Lo primero que hizo fue preguntar la hora. Por lo visto, a todos nos preocupa el tiempo. Yo intentaba no mirarle a los ojos porque con esta gente que va pasada, ya sea de alcohol o de cualquier droga, ocurre igual que con los niños: si les mantienes la mirada, sienten complicidad y comienzan a darte la turra. A pesar de ello, hizo un intento más por interactuar conmigo y comenzó a emitir una especie de balbuceo castellanizado. Esperé un poquito a que la saliva le regresara a la boca, a ver si esto aportaba algo de claridad a sus fonemas, y entonces descubrí que no había dicho nada interesante y que por su expresión no lo había hecho en los últimos dos años, aproximadamente. Se quedó callado, contemplándome como si a través de mí pudiera ver todo el origen del universo, y volvió a acostarse.

Simplemente fue surrealista; como muchas de las conversaciones que mantenía con mi exmujer. Un grado de comunicación cercano al cero. Pero si él es así, ¿quién soy yo para cambiarlo? Ser uno mismo no es nada sencillo. Sé que con esto no digo nada nuevo. Todos pretendemos serlo, aunque algunos van más allá. Algunos pretenden también que tú seas ellos mismos. Ahí es de donde suelen venir los enfados, los reproches y los rencores que terminan debilitando cualquier relación. Alicia y yo sabíamos mucho de esto. Nos esforzamos tanto porque cada uno fuera como el otro deseaba que terminamos siendo una mezcla entre lo que cada uno esperaba del otro y un poco de confusión. En definitiva: NADA. Así acabamos.