LA FUERZA DE LA GRAVEDAD, LA REVELACIÓN DE TU VIDA Y UNA AZAFATA SUSCEPTIBLE Y AGRADECIDA
«La infidelidad solo existe en nuestras mentes. No es fisiológica ni natural.
Es algo cultural que ha inventado la religión para debilitar al hombre».
Luego, ella le contestó que estaba totalmente de acuerdo con eso
y él empezó a sentir celos por primera vez.
Hay tres cosas que no han dejado de pasarme por la cabeza durante el tiempo que me han tenido encerrado.
Una: la comida. No es que haya pasado hambre, pero me desagradaba enormemente no poder elegir el menú. Me he pasado más de doce horas a base de galletas y mermelada baratas. Era eso o judías. ¡Por Dios, no estaba pidiendo un arroz con bogavante, pero judías blancas para comer y para cenar me parece muy poco práctico! Un montón de tíos encerrados en el mismo habitáculo, y no se les ocurre otra cosa que darnos alimentos flatulentos. Así que yo pedí el favor de que me sustituyeran cualquier comida por el menú del desayuno; esta elección, evidentemente, no me libraba de los gases de mis vecinos, pero al menos me evitaba tener que aguantármelos. Detesto ser maleducado; supongo que por la vergüenza. Me hicieron caso sin ponerme problemas, pero una de las veces el zumo que me trajeron se hallaba en mal estado. No es que estuviera pasado de fecha. Para nada. Pero el envase estaba hinchado; parecía que iba a reventar si lo perforabas con la pajita de plástico. Mi madre me explicó hace tiempo que si las latas de conserva están abombadas, es que lo de dentro está malo, y yo lo extrapolo a cualquier cosa envasada e inflada. Incluidos los pechos de algunas mujeres enfundados en sujetadores fraudulentos. Esto traté de explicárselo al agente que nos custodiaba en ese momento —lo de los envases, no lo de los pechos—, y él simplemente se limitó a mirar el zumo, fruncir el ceño y decirme que mejor no me lo tomara. Conclusión —la suya— que no me sirvió de mucho, porque se parecía bastante a la mía.
Otra cosa que no conseguía quitarme de la cabeza era el último libro que me había leído antes de que me encerraran: Siddhartha, de Herman Hesse. Más bien debería decir que me lo releí porque ya lo tuve de lectura de cabecera cuando era joven, y he de reconocer que en aquellos días no saqué ninguna enseñanza en particular; como si hubiera leído una novela de vaqueros cualquiera. Sin embargo ahora, desde la nueva perspectiva que me brinda mi edad y mis circunstancias, se ha convertido casi en mi religión: acepta lo que te pasa. Esa es un poco la base. No eres ni mejor ni peor, simplemente tienes tu película y no pintas nada ni en el guion ni en la dirección. Limítate a verlas venir y sortear los obstáculos sobre la marcha; y cuando algo te duela, haz el Om ese de los budistas y espera a que se te pase. Recién detenido, en los calabozos de la comisaría, cuando todavía no me habían trasladado a los habilitados para pernoctar, pasé un par de horas haciendo el Om ese, y algo me entretuve; lo justito para evitar el aburrimiento. Pero lo hice en silencio: no quería que pensaran que estoy tarado y se me complicara la cosa con la ley y el orden. Cuando estás en manos de la autoridad, has de limitarte a obedecer si quieres evitarte problemas. No argumentes; no pienses; no creas que podrás convencer de algo a alguien que lleva un arma. Hay que tratarlos igual que en las películas de psicópatas el policía de turno trata en la escena final al asesino en serie, con la salvedad de que no se te ocurra aprovechar cualquier despiste para hacerte el héroe. Seguramente solo te servirá para ir a peor.
Y la otra cosa, la tercera que no se me iba de la mente era, cómo no, ella. Entre otras cosas porque no paraba de gritar mi nombre y de preguntarme si estaba dormido. Yo, obviamente, le contestaba que «Ya no» —en parte por introducir algo de humor en aquel momento—; pero no captaba la ironía de mi mensaje, porque a los pocos minutos volvía a sobresaltarme su voz afilada colándose entre los barrotes pronunciando mi nombre desgastado.
Soy consciente de que con todo lo que les voy contando sobre mí puedo parecer un pasota. Un tipo de esos que no da un palo al agua, ¿verdad? Un tranquilón sin ambiciones. Alguien a merced del viento y la inercia. Un resignado a los pasos que las condiciones del asfalto sugieran. Pero no es cierto. Tampoco es que no haga nada de nada; me refiero en mi vida diaria. Es decir, ni he sido ni soy un vago que se toca los cojones todo el día. Desde que abandoné los estudios me dediqué a trabajar en lo que saliera. Y así lo he hecho, desde en un almacén de hierros en una ciudad de inviernos crudos hasta en la oficina de un sindicato, donde trabajar consistía en estar horas y horas en algún lugar donde se te viera. No tenías que hacer nada. Simplemente levantarte de vez en cuando para consultar alguna ley a algún compañero o lamentarte de lo malas que son las empresas con sus trabajadores.
Pero llegó un día en el que me cansé de no poder realizar mi sueño. Siempre he querido componer canciones, escribir libros, hacer teatro, películas…, en definitiva, sacar todo el arte que llevo dentro, y encontraba en el trabajo la excusa perfecta para no intentarlo. Así que sin más decidí romper con todo lo laboral y con la ayuda de algunos ahorrillos y la de Alicia, por aquel entonces, me concedí la oportunidad. La revelación que me empujó a hacerlo me sobrevino de forma imprevista…, supongo que por eso fue una revelación, ¿no?
Viajaba yo por asuntos de trabajo desde Palma de Mallorca hacia mi ciudad en un avión de esos que ralentizan el tiempo. (Quizá los conozcan: son los aviones con los que grandes artistas perdieron la vida hace muchos años. Gardel, por ejemplo. Sí, Gardel creo que la perdió en un bimotor de hélices de esos). Acabábamos de despegar y la isla se mantenía estática debajo de nosotros. Llevábamos una media hora suspendidos en el aire y ¡la isla seguía ahí abajo! Parecía como si la fuerza de la gravedad coincidiera con la fuerza de los motores del avión y se hubiera establecido un equilibrio. La tierra tiraba de nosotros hacia ella y el avión tiraba en sentido opuesto, hacia el cielo, con la misma intensidad. Creo que fue gracias a la azafata, a la que se le saltó un botón de la blusa descompensando ambas atracciones, que comenzamos a avanzar. Aquel minúsculo gesto del azar hizo que, por lo que fuera, la potencia del avión superara a la gravedad y comenzáramos a ver ya cómo la isla se quedaba atrás. De pronto, la cara de la azafata cambió de expresión y me miró. Me hizo un gesto como de enfado. Yo me asusté un poco. No viajo tranquilo en avión. Tengo miedo a estrellarme. La gente suele confundir mi miedo a estrellarme con miedo a morir. No tiene nada que ver. No me importa morir en un accidente de tráfico, ni por una enfermedad; ni siquiera por una escopeta que equivocó la dirección del disparo. Lo que me aterra de estrellarme con un avión es el tiempo que pasa desde que te lo ves venir. Pánico. La azafata aguzó el gesto de reprensión, y yo miré hacia la ventanilla tal y como lo haría alguien que cayera en la cuenta de que se la había dejado abierta. No sé por qué lo hice. Las ventanillas no se pueden bajar en los aviones. Es por no sé qué de la diferencia de presión…, bueno, y porque están selladas. Aunque yo creo que los pilotos cuando viajan por el trópico deben bajar las suyas y sacar los codos como si fueran en un descapotable. Yo lo haría. Tiene que ser una sensación de libertad tremenda. Cuando el avión alcanzó la altura en la que puedes desabrocharte el cinturón que te ata a un asiento, sujeto por unas tuercas a un amasijo de metales con forma de supositorio que no está sujeto a nada, la mujer vino directamente a mí y me dijo que no se podía llevar los auriculares puestos en el despegue. Que podía haber provocado un accidente. Yo me sonrojé. Mi vergüenza no superada. Me disculpé y le pedí que presentara mis disculpas al piloto. Ella se tomó esto último como una burla y me dijo que le entregara mis auriculares.
—¿Son los auriculares o el mp3 lo que podía haber provocado el accidente? —le pregunté.
—¡¡El mp3, claro!! —me respondió muy indignada; para mí que excesivamente indignada. Se supone que estaba ahí para atenderme como a un huésped, no para ser mi policía particular. Aunque, bien mirado, por aquella dama me hubiera dejado cachear hasta convertirme en plastilina.
—Bueno, no se ponga así. Tome el aparato, pero los auriculares me los quedo.
Y fui a entregarle solo el mp3 cuando dijo:
—Los auriculares también.
—¿Cómo? No lo entiendo. Usted dijo…
—Le advierto, caballero, que de seguir con esta actitud tendré que avisar al comandante y tal vez abortemos el viaje y regresemos a Mallorca.
Miré por la ventanilla. Gracias a Dios no tenía compañía en el asiento de al lado: mi vergüenza hubiese sido aún mayor. Miré también de reojo a una señora que había en la fila de atrás y que parecía no perder detalle de mi anécdota con la azafata, pero ella no se percató de que yo la miraba.
—Señorita, puede usted hacer lo que quiera. Yo soy su cliente, no su secuestrado. Le he entregado mi mp3. Usted misma dijo que los auriculares no eran peligrosos. No sé qué le pasa, pero me está tratando como a un delincuente.
—Ha desobedecido la orden que se da por megafonía antes del despegue.
—Yo no he escuchado ninguna orden. ¿No ve que llevaba los auriculares puestos?
No le gustó mi gracia. Desapareció en la cabina del piloto y media hora más tarde volvíamos a aterrizar en el aeropuerto de Mallorca. La gente me miraba fatal. Aquella bruja debía de haber derramado unas lagrimitas al comandante de la nave, y como el tío no había salido a verme y contrastar la información, de nada me servía tener la cara esa que les he comentado que me hace triunfar en cualquier disputa.
Aterrizados y todavía sentados en el avión, entró una pareja de la Guardia Civil; una mujer y un hombre. Yo, si fuera guardia civil, les pediría a todas mis compañeras que se acostaran conmigo. Pienso que así eliminaríamos el componente sexual y nos dedicaríamos más al oficio. El sexo no consumado, el sexo en potencia, distrae mucho. Mi padre nunca me ha creído, pero yo no hice buena carrera en los estudios por culpa del sexo…, de la ausencia de sexo, claro está.
De los dos guardias civiles, se dirigió a mí el hombre —pueden imaginarse a quién hubiera preferido yo, pero es lo que me tocó.
—Caballero, ¿sería tan amable de bajarse con nosotros del avión?
—¿Pero y si despegan en mi ausencia? Entre nosotros, agente, la azafata no termina de llevarse bien conmigo y me preocupa que me dejen en tierra —le contesté yo mirando a su compañera.
—Caballero, haga usted el favor de acompañarnos.
—No entiendo por qué… ¿Qué he hecho?
—Ha puesto usted en riesgo a toda la tripulación del avión por su conducta irresponsable —me explicó como si lo estuviera leyendo.
—Yo solo reprendí a la azafata porque la pillé esnifando cocaína en los baños. ¿Es eso un delito?
—¿Cómo? —dijo la compañera del guardia civil.
—¡Está claro que esa mujer pretende deshacerse de mí para que no pueda dar parte de su forma de hacer el trabajo inventándose todo lo de los auriculares! —exclamé todo lo indignado que yo sé mentir.
Al poco rato íbamos en un coche patrulla la azafata y yo. Empiezo a darme cuenta de que nunca voy a las comisarías si no es acompañado por bellas mujeres. Bueno, esto tampoco se lo puedo consultar a la psicóloga; parece más algo de física cuántica, ¿no? La azafata no me miraba a la cara. Tenía sus ojos fijados en la ventanilla del coche verde militar; parecía como si visitara Palma por primera vez. A fin de evitar el silencio y aprovechando que íbamos vigilados, le dije:
—Sin sentido del humor no se vive demasiado. ¿Qué diablos le pasa conmigo?
—Usted representa a todos los hijos de puta prepotentes con los que he de lidiar día a día porque piensan que ser azafata supone estar a su merced durante el vuelo —me contestó.
—¿Y cuándo se dio cuenta de eso? ¿Antes o después de cruzar conmigo la primera palabra?
—No hace falta hablar con la gentuza como usted para descubrirlos. Basta ver cómo me miraba la blusa.
Ahí empecé a entenderlo todo un poquito: se había sentido acosada por mi mirada. A algunas mujeres les pasa; precisamente con las que suelo terminar echando un polvo. Se sienten desnudadas. Me consideran un hombre con un porcentaje aceptable de depravación. No voy a decir que se equivoquen…, bueno, sí. Posiblemente se equivoquen en el porcentaje. Una cosa es lo que haría y otra lo que puedo hacer sin ser sometido a las leyes del país.
—Señorita, yo le miré la blusa porque le saltó un botón en el despegue —dije con una voz muy conciliadora que aprendí a imitar de un excompañero del sindicato aquel para el que trabajé.
—Ah, ¿fue durante el despegue? —me preguntó como si le acabara de resolver por qué tuvo que ser la mujer la que cogiera la manzana prohibida del paraíso y no el hombre, o un mono después de cascársela.
Ahí hubiera quedado como un auténtico héroe si me hubiera molestado en recoger el botón y ahora entregárselo. Pero no he nacido para ser héroe. No sé reconocer las situaciones propicias para convertirte en uno.
—¿Qué va a pasar ahora? —le pregunté con algo de preocupación—. Quiero volver a mi casa ya…, llevo casi una semana aquí.
—¿De verdad que no me estaba mirando el escote?
—Se lo juro —le aseguré mientras evitaba mirarle las piernas con todas mis fuerzas.
—¿Y por qué se puso los auriculares en el despegue?
—No estaban enchufados. Simplemente me los pongo a modo de tapones. No se lo dije porque me pareció que usted la había tomado conmigo y me apetecía provocarla un poco, para ver si por esas me dejaba tranquilo…
—Disculpe. Supongo que fue la atracción lo que me puso a la defensiva.
—¿Qué atracción? ¿La gravedad? —pregunté lleno de ignorancia.
—Hacia usted.
—¿Que usted se sintió atraída hacia mí? —Si me hubieran certificado ante notario aquellas palabras, tampoco me las hubiera creído.
—Mira —me susurró al oído—, te diré lo que vamos a hacer. Vamos a empezar a besarnos aquí. Cuando se den cuenta, nos preguntarán qué está pasando. Diremos que somos amantes y que habíamos discutido antes de subir al avión. Seguro que nos dejan ir. Son muy comprensivos con todo esto —me dijo.
—Pero eso puede perjudicarla en su trabajo.
Me encanta tener en cuenta a los demás. Es un rasgo de mi personalidad que gusta mucho a la tercera edad. Todos los abuelos están encantados con mi forma de tratarlos: los escucho, me río con todas sus anécdotas, y si no fuera porque mi naturaleza me lo impide, a todas las abuelas les haría un favor para que pasaran el rato. Esto último sí que tengo que hablarlo con la psicóloga, por cierto.
—Bueno, tú admites haberte puesto los auriculares por descuido y que luego te acaloraste más de la cuenta porque yo te había contado que te había puesto los cuernos. Se van a solidarizar contigo. Hazme caso.
Así lo hicimos. Y así resultó. Tras unos meros trámites en las oficinas de la ley, una amonestación formal y una reprimenda extraoficial en la que aquel teniente se desquitó de todo lo que no podía decir a su esposa a la cara, nos dejaron marchar. Llegada la noche, aquella azafata hija de dioses hermosos y bellos me llevó a su habitación de hotel. Le dije que yo podía pagarme una, pero por lo visto se sentía en deuda conmigo. Cuando comenzó a desabrocharme la camisa, le dije que estaba casado y que quería a mi mujer. Me miró extrañada y me preguntó:
—¿Me estás rechazando?
—No —le dije—. Simplemente lo comento por si te apiadas de mí y me dejas escapar. No quiero cargar con el adulterio en mi conciencia.
Podía ser la primera vez que fuera infiel a mi mujer y, posiblemente, no sería la última. Se le coge gusto y perfeccionas la técnica.
—Lo vamos a hacer a tu manera. Puedes pensar que me he ido, tumbarte en la cama y ponerte cómodo. Yo ya me voy…, ¿lo ves? —empezó a susurrarme al oído mientras me despojaba de mi ropa—. ¿Ves cómo me voy?… Mañana lo recogeremos todo y la habitación quedará como si nunca se hubiera usado. Tal y como quedan todas las habitaciones de hotel que no se usan…
—Ya, pero…
Cerré la puerta de la habitación en mi cabeza y me puse a imaginar cómo sus pasos descalzos se alejaban por el pasillo. «Sin duda alguna he superado otra tentación de las que el padre Damián me advertía de niño», me repetía para mis adentros. O eso fue lo que mi averiada conciencia grabó en mi memoria mientras ella recorría con su boca toda la mía.
Al día siguiente iniciaba mi nueva vida de artista con ánimo de lucro, pero sin lucro alguno.