Capítulo III

CUANDO CONOCES AL QUE MAÑANA SE FOLLARÁ A TU MUJER

Ni todas las mujeres son iguales ni todos los hombres quieren solo sexo.

Por cierto, ¿sabes que me han contado que todas las brasileñas

son buenas amantes y los cubanos la tienen grande?

Tras la detención y después de pasar un rato encerrado en los calabozos de la comisaría, me llevaron a otros más grandes en el centro de la ciudad que, por lo visto, estaban habilitados para pasar la noche. Apenas entré en mi nueva celda, apagaron las luces generales. Había un tipo en alguna parte de aquel oscuro y siniestro lugar que gritaba algo ininteligible repetidamente: no sé si pedía que lo sacaran, si estaba gritando su inocencia, o si simplemente lo hacía por joder el sueño a los que ya llevaban allí todo el día intentando dormir para sobrellevar la espera. Debían de ser ya horas para estar dormido, y a mí me estaba entrando sueño de tanto estar solo conmigo mismo. Uno de los rumanos con los que compartía celda, el más simpático de todos, debió de notar que no conseguía dejar de pensar en mi pareja y me dijo, con ese acento del Este que parece convertir los consejos en órdenes, que me dejara de novias españolas, que las rumanas son mujeres con las que se puede contar en lo bueno y en lo malo. Supongo que allí todavía les funciona lo del matrimonio.

El tío no tenía cara de delincuente. Tal vez no lo fuera. Otra vez la gran duda sobre las apariencias. Estuvimos hablando un rato. Cuando no sabía cómo decirme algo en español, hablaba en su idioma y hacía un gesto exagerado con los brazos y las manos. Yo me reía y asentía, pero no me enteraba de nada, obviamente. Primero, porque tenía la cabeza en mi chica y, segundo, porque nunca se me ha dado bien el juego ese de las películas. Ese en el que alguien hace gestos hasta que averiguas el título de una de ellas.

Recuerdo una vez que para simular la peli de El imperio contraataca, mi pareja en el juego hizo como si disparara una ametralladora, se salió de la habitación y volvió a entrar repitiendo la acción. Una chavala pelirroja, que por aquel entonces me regalaba su cariño en pequeñas dosis, acertó a la primera. Yo hubiera dicho cualquier título sobre la mafia, o alguna de guerra, pero El imperio contraataca no se me hubiera ocurrido ni en cien años. A los dos meses descubrí que tanto mi compañero como la chica que me dosificaba su amor llevaban tiempo haciéndoselo juntos a mi espalda; eso era lo que les daba tanta conexión, por lo visto.

Con las luces apagadas, cualquier sala dedicada a privarte de libertad se convierte en un rincón todavía más deprimente; en la que me tuvieron a mí no iba a pasar algo distinto. Para colmo de males, allí no sabías la hora que era en ningún momento. Me pregunto por qué ese trato. Vale que cuiden de que no llevemos instrumentos que nos permitan liarla y complicarles el trabajo, pero al menos podían colgar relojes en la pared para poder saber cuánto queda de aburrimiento. De verdad que si te tratan así antes del juicio, no quiero saber qué derechos tendrás cuando te declaran culpable.

A fin de conseguir dormirme, probaba a pensar en las olas del mar muriendo en la orilla de la playa. Lo leí en un libro de autoayuda que cogí de la mesita de noche de una mujer con la que estuve casado. Eso por lo visto relaja; yo más bien pienso que es un muermazo. Pero los muermazos adormecen, que supongo que será el objetivo último del ejercicio de las olas. Era curioso: me ponía a pensar en eso y no era capaz de quedarme solo en la imagen de la orilla. Empezaba a poner chiringuitos, gente paseando…, como si hubiera pasado todos mis veranos en Ibiza y esa fuera la única imagen que tengo de una playa. Y no es el caso. No soy playero, pero, pese a que no me gustan las playas, desde siempre he sentido la necesidad de vivir en una ciudad con mar. ¿Obedecerá este deseo a que en lugar del mono yo vengo del delfín? Tardé en conseguirlo. Hasta recién casado no me trasladé aquí, a Valencia, con la que pasó a ser mi mujer en aquel entonces, Alicia; y mira tú por dónde, lo que menos he visitado de la ciudad ha sido la playa. Entre unas cosas y otras, apenas he tenido tiempo de frecuentar el paseo marítimo. Al principio sí, iba más a menudo cuando ella, Alicia, me lo pedía. Ella y yo nos divorciamos a los cinco años de llegar a esta ciudad. A ella le encantaba la playa, bañarse, tomar el sol; a mí me gusta el asfalto, los rincones oscuros y las calles solitarias, pero llenas de comercios que nunca terminan de cerrar y siempre están de liquidación —ya sé que esto jode mucho a los comerciantes, pero a mí es lo que me gusta—. Diferencias estas que se amontonaban a las razones más que suficientes para terminar con nuestro matrimonio. Alicia y yo ya no vivíamos juntos hacia el final de nuestros días esposados: ella tenía un trabajo muy importante en Madrid, y yo no tenía trabajo. Ni lo tengo. Tampoco lo buscaba. Ni lo busco. Tengo la esperanza de que pase algo que me permita seguir respirando sin tener que pagar un precio demasiado alto por ello. Mientras tanto, voy sacando un poco de pasta moviendo mis canciones por locales pequeños, en los que no hay escenario y la gente se incomoda de tener que guardar silencio mientras tú cantas. La mayoría de la gente va a esos sitios para conversar con sus amigos; luego se encuentran con artistas de poca monta como yo, y les jodes la charla. Y aun así, aplauden. No sé qué aplauden, porque dudo mucho que se hayan enterado de algo. Se pasan el espectáculo susurrando sus cosas. Suerte que tú estás amplificado: al menos puedes escucharte y no desafinar. Por supuesto, casi todos nuestros amigos y conocidos, que eran muchos por aquellas fechas, pensaban que yo era una especie de vividor sinvergüenza que se aprovechaba de su mujer económicamente. Hoy la cosa ha cambiado: prácticamente no me quedan amigos.

Aún no sé en qué parte del convenio de nuestro divorcio los amigos se los quedaba ella. Mi abogada, Rebeca, no estuvo al loro de eso. Supongo que, como me dice a menudo, tampoco yo presté demasiada atención a mi separación, y ella no es adivina. «Yo no puedo estar en todo», me repite cada vez que le voy con algún problema, y yo le digo que eso no es lo que le estoy pidiendo. Yo no quiero que esté en todo: tan solo que esté en lo mío. A ver, tampoco niego que no fuera un vividor mantenido, pero sí niego lo de no tener vergüenza; de hecho, tengo demasiada vergüenza. Parece mentira que, con todo lo que he viajado y con la cantidad de situaciones difíciles a las que me he tenido que enfrentar, sea tan vergonzoso, pero ya ven: la vergüenza nunca se me ha caído. Seguro que el día que visite a la psicóloga me aclarará qué es lo que me pasa realmente con esto de la timidez.

La ciudad en la que vivía mi caída en el viaje del amor, Alicia, no tiene mar —aclaro esto por si alguien no sitúa Madrid convenientemente—; por eso cada vez que venía a visitarme me pedía que fuéramos a verlo. Yo me ponía mi parca de marinero holandés, mi gorro y mi bufanda —cuando era invierno—, y me iba con ella de la mano. Normalmente prefiero pasear sobre la arena: hay mucha menos gente. Por el paseo alicatado, y sobre todo los fines de semana, no hay quien dé un paso sin tropezar con alguien patinando, en bicicleta o, simplemente, con la cuerda de un globo que flota atado al dedo de un niño que va pendiente de todo menos del globito. En la orilla no ocurre eso. A la gente le resulta incómoda la arena: se suele pegar a los zapatos como algunas mujeres se pegan a algunos hombres, de lo que se podría deducir que algunos hombres son como zapatos —zapatos viejos y malolientes que lo único bueno que pueden ofrecer es que no te harán rozaduras—. Un día, mientras mi mujer por aquel entonces y yo caminábamos por la orilla, una ola, de esas que no se enteran que se les ha acabado el mar, nos cubrió los pies hasta los tobillos. Ninguno de los dos íbamos descalzos. Mis zapatos tendrían un año de uso y me habrían costado unos cien euros, porque no los compré en rebajas —nunca compro en rebajas; como ya dije, no soporto la multitud—, y los de mi mujer tendrían unas dos horas de uso y le habrían costado unos ciento veinte euros… en rebajas. Nos miramos intentando culpar el uno al otro por no haber visto la maldita ola y evitado el naufragio tanto económico como físico cuando a nuestra espalda se oyó una voz masculina que pronunció el nombre de mi esposa. Ella pareció alegrarse mucho de ver a aquel tipo. Yo no lo conocía de nada, y tuvieron que pasar más de cinco minutos para que por fin mi mujer me incluyera en la conversación:

—Este es mi marido.

Eso, indudablemente, ya lo sabía yo. Lo que no tenía tan claro era por qué le confesaba mi identidad a aquel hombre y, sin embargo, no me aclaraba a mí la suya.

El tipo se dirigió a mí:

—Encantado. —Y siguió hablando con ella mientras yo, apoyándome en Alicia, levantaba una de mis piernas y examinaba los estragos del mar en mi zapato izquierdo.

—Hace tiempo que no vienes por el despacho —le dijo él.

—Ya no soy la responsable de la sección. Ahora llevo el departamento de marketing.

—Pero seguimos en el mismo edificio —añadió el hombre sin nombre, el cual llevaba unas deportivas inmaculadas que parecían repeler los granos de arena.

—¿Cuánto te han costado esas zapatillas? —interrumpí.

—Oh, pues no sé…, me las compra mi personal assistant —me contestó con una sonrisa campechana y un acento inglés desproporcionadamente exagerado.

Claro, él podía ser campechano conmigo porque sabía quién era yo. ¿Cómo demonios iba yo a comportarme con él de la misma manera si no tenía ni pajolera idea de su identidad?

—¿Tienes personal assistant? —preguntó mi esposa, como si todo el aire de su cuerpo se hubiera condensado en su pecho y se hubiera vaciado de su vientre y culo.

—Sí, me lo recomendó Marcelo, el marido de Julia.

Sabía ya más cosas del tal Marcelo sin estar allí con nosotros que del tipo que tenía delante.

—Me encantaría tener uno —dijo mi mujer.

—¿Qué es un personal assistant? ¿Un asistente de los de toda la vida, pero que está importado de Gran Bretaña? —pregunté a los eruditos, recalcando cada sílaba del término con una buena dosis de acento castellano manchego.

—Bueno, algo así. Es un secretario personal…, te hace todo lo que necesitas de tu vida diaria. Si tienes que elegir un spa o comprar unas flores, él lo hace por ti —intentó explicarme el caballero tuneado—. Si necesitas, qué sé yo…

—¿Pero por qué lo hace por ti? —interrumpí otra vez mientras volvía a sacudirme la suela de mi zapatilla izquierda con mi mano derecha.

—Pues porque tú estás demasiado ocupado para poder realizar esas tareas —me contestó el hombre sin nombre.

—¿Follando? —pregunté sin ninguna pretensión de hacerme el gracioso, pero con todas las ganas de incordiar a Alicia.

—Perdónale —medio balbuceó mi mujer sin ocultar una mirada visceralmente asesina hacia mí—, es que es así de ingenioso. Solo que todavía no es capaz de controlar cuándo hay confianza para serlo…

En eso mi esposa tenía razón. Mi esposa era una mujer asombrosa, en realidad: inteligente, atractiva, guapa… Pero tenía sus defectillos; entre otros, que era incapaz de mirarse a sí misma. Bueno, tal vez se mirara, tal vez viera sus defectos, pero nunca hacía mención a ellos. Solo hablaba de los míos; jamás de los suyos. Quizá fuera cierto y yo no controlara cuándo hay confianza para ser ingenioso, pero no me negarán que ella no tenía ni puta idea de cuándo la había para presentar a alguien.

—No, en serio —dije ya, consciente de que esto sí le iba a molestar, y mucho, a mi mujer—. Eso del asistente significa que alguien vive la mitad divertida de la vida que te toca a ti porque tú estás demasiado ocupado trabajando y ocupándote de la mitad aburrida, y encima le pagas por ello. ¿Lo he entendido bien?

Entonces, el tipo aquel de zapatillas superchulas me puso una mano en el hombro —una mano que acababa en un reloj con un montón de colores y botones tan llamativos como sus zapatillas— y me dijo mientras entonaba una muy ensayada carcajada:

—Me gusta este tío. ¿Cuánto tiempo lleváis casados?

—Más del que le gustaría a ella —le respondí.

Y ahí tuve que despedirme del desconocido, porque mi mujer abortó cualquier intento de comunicación entre nosotros con un violento tirón del brazo; se despidió con un «El lunes me paso a verte y almorzamos juntos», y estuvo sin hablarme al menos durante media hora.

Yo, como ya he dicho, no soporto el silencio. Me aburre. O habla alguien o hablo yo. Así que el resto del paseo me dediqué a hacerle preguntas; por preguntar nada más. Me daba un poco igual que me las contestara en ese momento o por mail días después: las preguntas quedaban ahí. El que pregunta ha cumplido con su función. Yo ya no debía nada a nadie.

«¿Es tu jefe?», «Parece que te echa de menos… ¿Crees que le molas?», «Mira ese tío de allí haciendo surf. ¿Qué encanto puede encontrar alguien en pegarse una y otra vez revolcones con las olas subido a una tabla en forma de calzador?», «¿Vas a quedar con él?», «A mí no me importa…, pero si está casado, ¿crees que a su mujer le importará?», «¿Está casado?», «Al final no me he enterado de lo que cuestan las zapatillas… ¿Te importaría preguntárselo el lunes a su personal assistant? Porque él no lo sabrá, claro», «¿Las zapatillas las paga la asistenta esa de lo que cobra o van aparte?», «Vive en esta ciudad y trabaja en la misma que tú. ¿No es curioso?», «¿O es que está de paso?», «¿Te imaginas que todo esto lo hubiera planeado para verte?», «¿No sería romántico?».

Y como casi siempre que se menciona alguna palabra relacionada con el romanticismo, mi mujer cedió en su duelo de palabras:

—¿Te parece romántico que otro hombre tenga detalles conmigo?

—Hombre, si eso lo ves en una película de Meg Ryan, te lo parecería fijo.

—Tú eres tonto perdido. A veces me pregunto por qué sigues a mi lado.

Ahí es donde mi esposa también solía cojear: muy inteligente, sí, pero bastante ineficaz a la hora de plantear los interrogantes que te lleven a respuestas útiles. Plantearse por qué una persona sigue a tu lado, además de poco práctico, resulta bastante absurdo, porque nadie puede seguir a tu lado si tú decides no estar. Así que intenté explicárselo por decimocuarta vez en lo que llevábamos de año:

—La pregunta que te has de hacer es por qué sigues conmigo. No deberías preocuparte de por qué estoy yo aquí, sino por qué lo estás tú… Mis razones no las podrás cambiar…, las tuyas sí.

—Mi respuesta es clara: yo estoy a tu lado porque te quiero. ¿Y la tuya?

—Porque me quieres —contesté.

Ahí se paró en seco mientras una gaviota se nos acercaba, digo yo que con la intención de escuchar nuestra conversación. Pasa un poco como con las palomas. Si te fijas bien, su postura de la cabeza deja muy claro que están aguzando el oído para ver si se hacen con algún chisme que llevar luego a los escritores. La mayoría de las novelas de la historia parecen creaciones surgidas de las imaginaciones de sus autores, pero yo creo que más bien han nacido de los chismorreos de las palomas y las gaviotas que vuelan de ventana en ventana narrando lo que han visto por ahí. Sí, ya sé que suena un poco disparatado; por supuesto, esto no se lo contaré a la psicóloga, porque sé que no da una buena imagen de mí. Si algo aprendí de mi padre, además de muchas más cosas, es que más importante que ser es parecer, y más importante que parecer es tener mucha pasta. Cuando estás entre los que la tienen, te toca las narices ser, parecer y todo lo demás.

—O sea, que tu razón para estar conmigo —concluyó mi mujer con una expresión que no supe identificar muy bien si era de esperanza o de cabreo— es mi razón para estar contigo.

—¿Se puede querer más a una persona? —repliqué—. Que tus razones sean las suyas… ¿No te parece de una entrega absoluta?

Y se marchó pidiéndome que la dejara un rato tranquila, que ya nos veríamos en casa. Yo sé que en el fondo se iba con la esperanza de tropezar con el hombre aquel de las zapatillas deportivas mágicas; si lo consiguió o no, es algo que nunca me contó. Lamentablemente, Alicia y yo aprendimos a tener secretos al segundo día de conocernos.

Yo me la había cascado… Masturbado, vaya. Me había masturbado a las 18.00 de aquel martes porque ella me aseguró que no vendría hasta las 22.00; pero llegó a las 18.10 y me pidió que hiciéramos el amor. A mí me dio palo confesarle que necesitaba unos minutos de recuperación, ya que supondría tener que explicarle lo que había hecho. Supongo que me faltó esa confianza porque llevábamos poco tiempo juntos y hubiera podido parecer que me la cascaba como un mono todo el día…, que en el fondo era un poco así, pero no quería que lo pareciera. El caso es que no pude disuadirme de la idea de mentirle, y se me ocurrió inventarme que me acababan de llamar por teléfono para decirme que había muerto alguien importante en mi vida que conocía del instituto y que estaba un poco consternado. He de reconocer que me sorprendió su reacción. Simplemente se limitó a preguntarme:

—¿Amigo o amiga?

—Amigo… —respondí.

Me abrazó con mucho cariño y añadió:

—Eso me demuestra que eres mucho más de lo que pretendes aparentar.

—Yo no pretendo nada —dije mirándola a los ojos.

—Sí, sí lo haces… No quieres demostrar lo sensible que eres —me susurró al oído.

—No, en serio… Me muestro tal y como soy —le contesté a un centímetro de su boca.

Y nos pusimos a follar. Eran las 18.15. Y el universo había vuelto a demostrar que la mentira, a diferencia de la verdad, abre la puerta de muchos dormitorios.