ÁFRICA, LOS PUZLES, EL PODER DEL SEXO Y LA CONSUMACIÓN DE LA VENGANZA
«Por fin soy yo mismo».
«¿Y antes qué eras?».
«Otro mismo…, pero no yo».
África. El continente de los que necesitan lavar sus conciencias a la hora de celebrar fiestas en las que convocar a la gente que podrá ayudarles para que sus prósperos negocios sigan evolucionando y dando beneficios con los que montar más fiestas en las que convocar a más gente que podrá ayudarles en sus prósperos negocios. Ese gran pedazo de tierra del que dicen, los que gustan de visitar el pasado, que es la cuna donde todos los monos aprendieron a mamar de los primeros primates su odio, su ira y su segregación natural; en definitiva, donde se hicieron humanos. La parcela de este mundo encharcado en la que Dios abandonó a su suerte a una gran parte de los mamíferos de mandíbulas más poderosas y a los de patas más rápidas, supongo que con la intención de establecer un equilibrio en el que siempre se impone la violencia del hambre por la carne. Tampoco difiere tanto la sabana en ese aspecto de cualquier empresa o partido político de estatutos democráticos. África. Mosquitos. Serpientes. Langostas. Hierbas. Colores amarillos. Marrones. Verdes. Verdes donde estén los verdes. Porque nosotros estábamos en mitad de un desierto donde el único verde que podía ver es el que dormita en los ojos de Utopía entre ese cobre oscuro, ese gris londinense y ese esmeralda de minas explotadas.
En cualquier otro momento de mi vida hubiera muerto nada más poner un pie en aquel lugar. Seguro que mi primer paso lo hubiera apoyado sobre arenas movedizas. Mi tendencia a darlos hacia donde no debo darlos. Todos me verían descender de las escalerillas del avión y sumergirme en el fango mientras me despediría de este mundo absurdo sacudiendo la mano a modo de saludo. Pedir ayuda cuando te estás enterrando vivo y el acto de saludar prácticamente no se diferencian en los gestos. Quizá un poco más sobreactuado el de pedir la ayuda. Pero en el mundo del cine se valora mucho sobreactuar: solo hay que ver las primeras películas de Resines para darse cuenta de ello.
A pesar de todo lo que soy, cuando hicimos nuestro viaje a África todo era distinto en mí. No era el mismo torpe humanoide que no sabe desenvolverse ante cualquier adversidad que le proporcione algo que no esté alicatado, señalizado o regulado. Para nada. Me había convertido en una especie de héroe indiferente de una novela de cualquier autor maldito. Un tipo duro sin tendencias suicidas, pero alejado de cualquier temor hacia la muerte. En definitiva, estaba seguro de mí. Había llegado a un punto en el que el dolor de la semana anterior, de mi cuaresma macerada en cervezas y vodka por las calles de Madrid, había desconchado mi caparazón de hombre temeroso no de Dios, sino de la moral fabricada por los hombres sin moral. No solo me sentía libre y ligero, sino que podía advertir cierta admiración en la mirada de mi chica que se había esfumado hacía mucho tiempo.
Si era por la satisfacción de la venganza que estaba perpetrando contra el tío que estaba robándome el corazón de Utopía, o era precisamente por estar liberado de la responsabilidad de mantener vivo el enamoramiento de mi ángel hacia mí, no lo tenía muy claro. Bueno, tampoco eso me preocupaba. Las razones me daban igual, me quedaba solo con el hecho. ¿Qué más da lo que te haya llevado a dar un beso? ¿Acaso la humedad del momento va a depender de ello? Supongo que el día que le suelte esto a mi psicóloga me dirá que estoy equivocado. El mundo está cambiando. Tengo la sensación de estar viviendo en un mundo en el que se presta más atención a las intenciones, las razones y los medios que a los fines, los resultados y las metas. Eso antes no era así, el fin justificaba los medios, pero ahora los psicólogos han creado un universo paralelo donde todo es relativo. Los medios son más importantes que el fin. Ahora no se trata de llegar a ser el mejor, sino de entender que el propio camino para conseguirlo es el éxito. ¡Por favor! Cuando yo era crío el segundo era el primero de los perdedores, y punto.
Si es buena o mala toda esta psicología moderna no lo tengo claro. Creo que simplemente exime de aceptar la realidad y resta fuerza a tu interés por lograr algo. Es como si, cuando vas a llegar primero en una carrera de obstáculos, te pararan en la línea de meta y comenzaran a preguntarte si es eso realmente lo que deseas, si no estarás intentando ser el primero porque de pequeño tu hermana mayor te pilló tocándote la colita y se chivó a tu madre. ¿Y a mí qué me importa? Simplemente me gusta llegar el primero. Nos hemos empeñado en resolvernos como seres humanos en lo que dura esta vida y creo que la gracia de todo esto no está ahí. «Somos puzles», me decía un día un tarado que se me puso a hablar en el metro porque me vio resolviendo un puzle de esos chinos en mi móvil.
—¿Le gustan los puzles? Todos somos puzles, ¿sabe? —me preguntó cuando en una parada dejaron el sitio de mi lado desocupado.
Pensé que simplemente era de los que le da vergüenza sentarse en silencio. A mí me pasa también. Me siento obligado a dar explicaciones por ocupar un sitio vacío entre dos pasajeros; como si el que está al lado del asiento libre tuviera algún derecho sobre el espacio que hay a su vera.
—Sí, bueno, simplemente ocupo el tiempo en esto. Un puzle, un solitario…, matar zombis…
—Sí, sí, pero usted está resolviendo un puzle. Ahí no hay zombis que matar.
Ya les he dicho que me apasionan los tarados, no puedo evitarlo; y como la vida me trata bien, pues me hace regalitos de estos. Gente proscrita de las relaciones sociales que busca refugio en las palabras de cualquiera.
—Bueno, quiero decir —le aclaré— que ahora estoy resolviendo un puzle, pero que podría estar jugando a cualquier otra cosa.
—Sí, pero no es el caso. La cosa es que está resolviendo un puzle.
—Lo de resolviendo lo dirá usted. Este puzle lleva rompiéndome la cabeza durante un mes y todavía no he conseguido resolverlo.
—¿Me permite? —me dijo mostrando una mano limpia, de uñas perfectamente cortadas. Una mano de pianista que trasmitía la obligación de confiar en su dueño.
—Claro —le dije.
El hombre se levantó y comenzó a moverse por el vagón con mi teléfono móvil como si pasearse le sirviera para activar su inteligencia espacial. Llegamos a una parada y las puertas se abrieron detrás de él. Por un momento pensé en que el tío podía salir disparado y robarme el móvil. ¿Por qué demonios confiaba en él de esa manera? La respuesta estaba clara: porque soy idiota. Efectivamente, desapareció del vagón y apareció en el andén justo cuando las puertas se cerraban, con lo que no tuve tiempo de reaccionar ante el ladronzuelo. Preferí no inmutarme. Hacer como si no hubiera pasado nada, para evitar la vergüenza. Sentía todas las miradas de los pasajeros clavadas sobre mí. Suponía que la gente estaría diciendo «Este tío es imbécil». Nadie diría que ingenuo. Pensarían que soy imbécil. Y supongo que algo de razón tendrían, si no toda. Encima el tío se despedía de mí mientras arrancaba el convoy de vagones, tal como lo hubiera hecho yo de estar hundiéndome en las arenas movedizas de África. Si resolvió el puzle o no es algo que nunca sabré; pero que desde luego yo resolví una buena ecuación estaba claro: un idiota más un sinvergüenza igual a timo.
Puzles. Somos jeroglíficos que hay que resolver. ¿Para qué? Es como si descubrir el sentido de todo esto pudiera darnos la felicidad o nos librara de la muerte o del sufrimiento. No va a pasar nada, puesto que nunca tendremos la absoluta certeza de nada. La gente suele confundirse porque cree conocer la verdad, pero la verdad no sirve de mucho. La verdad disfruta de una buena gama de colores. Sin embargo, la certeza, que no siempre buscamos ni deseamos por cobardes, es negra o blanca. Calcadita a la sensación que te abriga cuando sabes que ya no te apetece hacer más el amor con esa mujer, que ya has cumplido el cupo, que las próximas caricias te dejarán arañazos en la piel. La certeza es un callejón sin salida; en cambio, la verdad siempre muestra más de una puerta, de una salida, y casi siempre una de ellas la tienes detrás.
***
El viaje a África trascurrió sin incidentes reseñables; muchas anécdotas, eso sí. Pero lo que realmente importa para mi historia fue que el intruso de nuestra pareja, el susodicho Josué, había estado alejado durante una semana del día a día de Utopía. Y eso que no faltaron sus mensajes vía sms; naturalmente, mi petición de desconectarnos del mundo exterior pasó de «Por supuesto, cariño» a «No puedo hacerle eso a Josué en este momento». Pero hasta eso me vino bien. Un día que el móvil de ella estaba sin batería y siendo que era el cumpleaños del tonto de las narices, ofrecí mi nuevo iPhone a mi dama para que al menos pudiera felicitarle. Cualquiera pensaría que soy un pringado por ofrecerme a algo así, pero la maniobra consistía precisamente en eso: en demostrar que aceptaba su relación. Eso acababa con la sensación de competición por mi parte, y con la de ella de sentirse deseada.
No hubo sexo durante el viaje. Al menos juntos. Yo me mataba a pajas cada noche en el cuarto de baño de nuestro bungaló o lo que fuera aquel cobertizo, y hacía porque ella lo supiese. Era una manera de serle infiel. El cuerpo que antes era de ella, el cuerpo que antes podía manejar a su antojo, ahora solo lo manejaba yo. Y por supuesto, sabía que para Josué —por dejar de insultarle durante un rato—, nosotros no parábamos de copular en África. Conozco de sobra la mente de un hombre. Los hombres siempre pensamos que las mujeres que amamos sucumbirán ante cualquier tío que sepa hacérselo, y es curioso cómo no nos damos cuenta de que la mayoría de las mujeres nos rechazan cuando estamos solteros a la búsqueda de una gatita.
Al volver a España, despidiéndonos en el aeropuerto, pude sentir en la mirada de Utopía la necesidad de que volviéramos a estar juntos, pero mi estrategia todavía no había concluido. Ceder tan pronto me hubiera descubierto. Tenía que conseguir que ella sintiera que el usurpador de su amor hacia mí era un estorbo para que pudiera culminar nuestra unión, así que me despedí con un beso en la mejilla y dándole las gracias por todo lo que me había ayudado a superar mi dolor. Es lógico pensar que ella tonta no es. Ajena a mi estrategia sí estaba, pero su instinto natural para la seducción no dejaba de trabajar ni en los festivos. Así, justo cuando yo cogía mi taxi en el aeropuerto, me dijo:
—¿Ahora vas a buscar compañía femenina para tus desahogos?
—Putas —le contesté—. No voy a embarcarme en ninguna relación. Ya no puedo más. Un matrimonio, tú… Demasiadas emociones seguidas. Ahora toca relajarme en cuanto a emociones.
—¿Y para el sexo vas a irte de putas? ¿No vas a salir a ligar?
—Se pierde mucho el tiempo, amiga mía. Además, después de todo lo que me has enseñado, después de todo lo que me has dado, ¿dónde voy a encontrar un rollo de una noche que me proporcione un sexo como el tuyo?
Era un cumplido a la vez que una amenaza. Realmente le estaba confesando que iba a la búsqueda de su sustitución. Demasiado para su necesidad de ser el centro de atención.
—¿Vas a gastar tu dinero aún a riesgo de contraer enfermedades?
—Niña, no voy a irme a buscar las putas por la carretera. Voy a buscar preciosidades de lujo. Escorts creo que les llaman.
—Eso te saldrá muy caro.
—No más que una relación.
—Podría dártelo yo.
—No, gracias. Al final, como dice el padre de un amigo mío, los favores más baratos son los que se pagan con dinero.
—Eso es lo que te estoy proponiendo.
Ahí se me vino todo abajo. Todo menos mi miembro, que comenzó a interesarse por la conversación y a levantar la cabeza para mejorar la escucha. Si algo sabía de sobra mi dama es que todo lo perverso ciega mi capacidad de mantenerme firme en mi posición. Hacerlo con Utopía a cambio de dinero suponía definitivamente convertirla en mi PUTA. Y no hay hombre que no desee que la mujer de sus sueños se someta inexcusablemente a su voluntad. Todos queremos una puta en la cama. Nos sobran los «te quiero» y los «ahora no tengo ganas». Aun así, no sé cómo, conseguí zafarme de sus redes en ese momento, pero le dije que la oferta la pensaría y me lancé al interior del taxi como si me desprendiera de una telaraña. La vi quedarse mirándome cómo me alejaba con una sonrisa mezcla de saberse con la victoria por haberme envenenado en la última copa y de no estar segura de dónde caería mi cadáver.
—¿Adónde le llevo? —me preguntó el taxista de unos sesenta años con gafas de pasta y oyente de una emisora de radio a un volumen solo audible para él y algunos perros.
—De momento, aléjese lo más rápido que pueda de aquí. Ahora le diré. Necesito perderla de vista ¡ya!
—Pues ya le vale. La chica está para comérsela.
—Ya, pero esta es de las que se nos comen, amigo.
Al momento recibí un sms de ella.
COMO ME ENTERE DE QUE HAS PAGADO A OTRA MUJER POR SEXO, CRÉEME QUE TE LO HARÉ PAGAR. PAGARÁS DOS VECES.
No estaba todo perdido. Estaba desesperada. Había conseguido ponerla celosa aun cuando le había explicado que no buscaría otra relación. Al final era lo de siempre: el sexo. El sexo lo mueve todo. ¿El amor? Para las canciones, el cine, la poesía, y para abrir por primera vez las piernas de la mujer que desees. Ella, que tantas veces hablaba de que ser infiel no era acostarse por sexo con otra persona, sino empatizar emocionalmente con ella, estaba sufriendo el escozor de tener que tomarse en serio sus propias falacias. Así pasa siempre. El sexo es la fuerza más poderosa de la tierra. De siempre lo he tenido claro.
Ya siendo chaval recuerdo que tenía un amigo que se llamaba Joaquín; tenía un año más que yo y le encantaban las historias de fantasmas y casas encantadas. A mí también, pero no de la misma manera. A él le gustaba lo científico de todo aquello, la parte que podía llegar a tener algún fundamento, y a mí me gustaba la parte romántica, la poesía de todo ese mundo de sombras, habitaciones frías y almas en pena buscando su redención. Una tarde noche de sábado que íbamos hacia el cementerio me confesó que su madre se estaba acostando con un hombre que no era su padre. Yo le comenté que no me parecía que aquello fuera bueno, pero que me faltaban datos y experiencia para poder hacer un análisis bien adaptado a la situación. Me preguntó si me parecía que su madre estuviera buena, y le contesté que para mí el título de madre y el de estar buena eran incompatibles. Aún hoy, a mis cuarenta y un años, no consigo que las madres me pongan —cosa distinta son las futuras madres, las embarazadas, pero eso prefiero no desarrollarlo para no herir sensibilidades y también lo anoto para el día que vaya a la psicóloga—. Luego me interesé por saber qué pensaba él de que otro hombre se acostara con su madre en la cama de su padre, precisamente en esa cama donde sabía que a él no le habían dejado dormir nunca, ni siquiera cuando tenía miedo por las noches o pesadillas. Sus padres eran rectos y estrictos respecto a la educación de mi amigo; estaba claro que respecto a la suya propia no tanto. Al menos por parte de la madre. Y me contestó que lo que menos le preocupaba era lo de la cama, sino que cuando lo hacían no cerraban la puerta y él les escuchaba desde el salón cómo se lo hacían.
—¿Tu madre no tiene miedo de que tú se lo cuentes a tu padre? —le pregunté.
—Ya hemos hablado de eso —me respondió—. Me dijo que si se lo decía, era que quería poco a mi padre y poco a ella.
—¿Y quién te quiere a ti? —le pregunté.
Obviamente mi amigo no tenía una respuesta basada en hechos reales para esa pregunta, así que solo pudo contestarme:
—Ellos me dan de comer, me pagan el colegio y me dan una habitación donde dormir y hacerme pajas. De alguna manera cumplen, ¿no?
Le dije que yo se lo contaría a su padre. Que decir la verdad nunca es no querer a alguien, sino todo lo contrario. ¡Ingenuo de mí! Evidentemente esto último ahora no me lo creo ni de lejos, pero entonces creía en los fantasmas, con lo que… Yo era muy joven para saber todo lo mala que era su madre por el chantaje emocional al que estaba sometiendo a mi amigo, pero algo en mi interior me quemaba y me empujaba a mediar en aquel sórdido asunto. Así pues, le dije que no se preocupara: yo haría que se enterara su padre y que nadie le dejaría de querer por ello.
Cuando regresamos del cementerio de captar las voces de los muertos, fui a la habitación donde mi abuela tricotaba algún jersey que nunca me pondría más de dos veces y le pregunté sobre el asunto. Ella levantó una ceja que arrastró uno de sus ojos por encima de sus gafas y me dijo:
—Nunca te metas en la relación de nadie a no ser que sea para formar parte de ella.
—¿Quieres decir que si eres amigo sí puedes meterte?
—Quiero decir que si vas a zumbarte a alguno de los dos sí puedes meterte, pero para juzgarla ni se te ocurra. No sacarás nada bueno.
Como era de esperar, desoí el sabio consejo de mi abuela. Igual que he desoído todos los consejos que me han dado y que no han coincidido con lo que yo pensaba. Así que un día me presenté en la casa de mi amigo a una hora en la que él estaba en clase de repaso de matemáticas y su madre no estaba zumbándose ni a su marido ni a su amante. Me recibió muy amablemente; casi diría que se alegró de verme. Yo fui muy aseado. Bien peinado. Perfumado. Me senté solemnemente en la mesa y le pedí que se sentara en el sofá.
—¿Te ha pasado algo con mi niño? —me preguntó.
—¿Le ha pasado a usted algo con algún hombre que no sea su marido? —le solté.
Si puede haber algo más silencioso que el propio silencio, sea lo que sea, estuvo en aquella habitación en aquel momento. La mujer me miró como nadie me había mirado nunca. No supe interpretar la mirada. Aún hoy no tengo claro si fue de desconcierto, de odio o de gratitud por darle la oportunidad de hablar con alguien de un tema tan feo por aquellos años.
—¿Te has enamorado alguna vez? —me preguntó pasados unos minutos.
—No. Prefiero jugar a otras cosas —le dije.
—¿Quieres un refresco?
—Vale.
Me trajo un Kas de naranja en botella de cristal de las de antes: granulada en su superficie, de vidrio grueso y pesado y con forma de mujer. Al menos así las recuerdo yo. Se sentó en el sofá mientras yo me lo bebía en tres tragos. La tensión del momento me había provocado mucha sed.
—¿Tú te tocas, Javier?
Resultaba una pregunta embarazosa. En aquellos tiempos la masturbación era bastante pecaminosa. Gracias a Dios que ahora sabemos que no todos los calvos se han masturbado ni todos los ciegos se matan a pajas. La medicina ha eliminado un miedo que hemos padecido prácticamente todos los de mi generación. Aun así, no era momento de mostrar debilidad. Si ella notaba inseguridad, mi plan de chantaje fracasaría. Mi plan no era otro que el de que ella dejara de ver a su amante y le pidiera perdón a mi colega por no haber sido más discreta mientras lo hizo. No sé por qué me importaba tanto que aquella mujer le pusiera los cuernos al marido: mi amigo, dentro de lo malo, lo llevaba bien, y a mí no me tocaba nada. Tal vez fue solo otra de mis incursiones en la vida de los demás para evitar mi aburrimiento disfrazada de noble cruzada en pro de la fidelidad.
—Me toco, sí. No me importa quedarme ciego.
—¿Sabes cómo no te quedarás ciego?
—¿Cómo?
«Mira que si esta mujer tiene el truco para evitarme la ceguera… —pensé—. Joder, eso sí que sería una buena baza para ella a la hora de negociar conmigo».
—Si te lo hace una chica.
—Ya me lo han hecho —me sentí genial. ¡Resulta que hacía tiempo que podía masturbarme sin miedo, y yo sin saberlo!
—¿Te la han chupado? —dijo interrumpiéndome mis pensamientos.
Un niño de aquella edad, por muy psicópata que sea, no puede competir con una hembra de esas características. Ahora tengo claro que la madre de mi amigo era una mujer de espíritu libre atrapada en una sociedad antigua y machista. Ella se revelaba como podía contra el sistema, daba salida a su instinto en las escasas oportunidades que la vida de casada le ofrecía. ¿Qué iba yo a hacer ante una mujer así?
—No, no me la han chupado. O sea, ¿que puedo seguir quedándome ciego?
—Yo puedo arreglarte eso.
Ahí aprendí por primera vez cuál es la mayor fuerza de la naturaleza. Sé que cuesta creerlo; de hecho, cada vez que cuento esta historia la gente me dice que me paso tres pueblos inventando. No me importa demasiado que no me crean: aquella experiencia me la llevé yo. La curiosidad de saber qué se sentía mientras te hacían una mamada, unida al alivio de saber que a partir de ese momento podría masturbarme sin más miedos, me pudo. Además, según mi abuela, si mantenía relaciones con aquella mujer, ya estaba autorizado para meterme en su relación y actuar. Mi amigo entró en la casa justo cuando me limpiaba la polla y ella escupía sobre su mano mi semen infantil. Mi amigo dejó de hablarme para siempre en el momento en el que yo me limpiaba la polla en su casa y ella escupía sobre su mano mi semen infantil. Mi amigo fue internado en un colegio de curas de una ciudad que estaba a más de trescientos kilómetros de la mía a los pocos días de que yo me limpiara la polla en su casa y su madre escupiera sobre su mano mi semen infantil. Creo que mi amigo terminó suicidándose. En la adolescencia se metió de lleno en las drogas y el mal sexo. Eso afectó mucho a la familia. Un día, yo ya adulto, me tropecé con su madre en un semáforo. Le pregunté por su vida. Se echó a llorar y dijo que jamás se perdonaría lo que hizo a su hijo. Yo entiendo que en cierto modo también me estaba pidiendo disculpas a mí por manipularme hasta obtener mi silencio a cambio de sexo fácil y bueno, pero no le pedí que me lo aclarara; simplemente le dije que ella no era responsable de que se vendiera droga a las puertas de los colegios privados. Y me fui. No sé si la consolaría, pero yo me sentí mejor después de hablar con ella. Se me quitó el leve sentimiento de culpa que tenía por la muerte de mi amigo.
Me pregunto por qué razón el sexo provoca tantas catástrofes familiares y tantas tragedias. No debería ser así. Todo el mundo habla de lo sano que es y todos parecemos olvidarlo cuando nuestra pareja o alguien a quien deseamos se pega un buen homenaje. ¿No sería lo lógico decir: «Ah, ¿que has echado un polvo con tu jefe? Pues que sepas que has segregado no sé cuánto por ciento de unas hormonas que te rejuvenecen, así que dale las gracias a tu jefe de mi parte y vamos a hacerlo tú y yo otra vez»?
***
En fin, volviendo a mi tema. Que la cosa era que había llegado el momento en el que a Utopía le tocaba tragarse todos sus discursos sobre lo natural del sexo, sus teorías egoístas sobre lo que se debe soportar o no para convertir una anécdota sexual en infidelidad. Bien, pues de putas se entabla poquito de esto de conexión emocional y, sin embargo, parecía no gustarle la idea de que mi churro —como le llamaba ella cuando quería bajarme la autoestima viril— visitara otros rincones que no fueran los suyos.
Darle vueltas ahora a todo esto me hace recapacitar. ¿Es realmente Utopía como yo la veo, o le saco yo todo ello para que mi mundo se parezca a mi mundo? A fin de cuentas no hago sino retarla a cada momento a que se reinvente para retenerme a su lado. ¿Fue toda mi estrategia del viaje a África una venganza contra el tipo calvo del Porsche de segunda mano, o no dejó de ser la táctica para volver a cautivarla en mi descerebrado e irracional mundo desfigurado? Ahora que mi miedo a la cárcel se ha apoderado de mí, ¿la dejaré marchar o idearé otra manera de mantenerla en mi vida? Mantenerla en mi vida a este precio, a este coste, ¿convierte lo que siente por mí en real o en una burda ficción, un juego superficial, una esclavitud camuflada? ¿Y qué siento yo por ella? ¿Realmente un hombre que ama a una mujer sería capaz de utilizarla como a una puta? ¿Acaso las mujeres que desean ser mantenidas por hombres no se convierten en tales?
Pasaron dos días desde nuestra despedida en el aeropuerto hasta que me llamó. Quería quedar a tomar un café. Yo no había estado quieto desde entonces. Sabía —porque lo aprendí hace mucho tiempo— que la mejor manera de recuperar a alguien es fingiendo que su marcha no te afecta en absoluto. Continuando con tu vida como si nada, incluso mejorándola. Modificando los patrones que realmente afectaron a tu relación de modo que no se repitan para que la persona que te ha dejado se dé cuenta de que otra se beneficiará de todo lo que ella intentó inculcarte y de que, ahora que lo tienes, lo ha perdido. Así me apunté a clases de natación, clases de kung fu, además de empezar a tomarme más en serio a mi entrenador personal de musculación, y planifiqué un viaje a Alemania para visitar a un amigo que conocí cuando era un veinteañero.
—Javier, ¿qué tal lo tienes para tomar un café? —me preguntó alegremente.
—Depende de la hora; estoy un poco liadillo con lo de las clases y el viaje.
—¿Qué viaje?
Y ya había tirado el anzuelo para que el lucio más grande del pantano cayera en mis manos.
—Me voy a Alemania una semana.
Silencio.
—Bueno, si estás tan ocupado, será mejor que lo dejemos para tu vuelta…
—Como prefieras.
Y colgó.
Acababa de poner una pica en Flandes. Nada de ruegos ni súplicas. Indiferencia total a quedar con ella. Por supuesto todo esto me escocía, pero sabía que era el sacrificio obligado para obtener los resultados previstos. A los pocos segundos volvió a llamarme.
—No sé por qué haces esto.
—¿El qué? —pregunté aduciendo desconcierto.
—Sabes que ese viaje a Alemania lo íbamos a hacer juntos.
—Pero eso era cuando éramos novios. Ahora te tocaría hacerlo con Josué.
—¿Jonás? —De repente hubo un cruce de llamadas.
—Señora, cuelgue, que se han cruzado las llamadas…, yo estaba hablando con una amiga.
—¿Perdone?
—Que cuelgue, que ha habido un cruce de líneas.
—¿No eres Jonás?
—Pues no, aunque no me importaría serlo, porque tiene usted una voz muy bonita.
Yo estaba muy crecido. Ni siquiera sabía quién había al otro lado de la línea telefónica; seguramente una mujer joven, por la voz que sonaba a través del auricular. Pero daba un poco igual, porque lo único que yo buscaba, como siempre, eran experiencias nuevas.
—No sé cómo contactar con este hombre. Llevo días intentándolo.
—¿Le debe dinero?
—Me debe un polvo y una explicación.
Sé que cuesta creerlo, pero a mí estas cosas me pasan. En una ocasión, mientras sobrellevábamos mi exesposa y yo una resaca de fin de semana, sonó el teléfono. Me zafé como pude de entre los brazos y las piernas de Alicia. Alicia y yo solíamos pasar las resacas frente al televisor abrazados, mejor dicho, anudados y tirados en nuestro sofá de pana azul cielo. Era la única manera en la que yo podía estar quieto: amarrado a su cuerpo eliminando el alcohol acumulado la noche anterior. De cualquier otra manera me invadía la ineludible necesidad de aprovechar los minutos y su desasosiego pertinente. Descolgué el auricular y una voz juvenil y con acento sudamericano me preguntó que a qué hora cerraban el casino.
—¿Es una broma? —dije.
—¿No es esto un casino?
—Sí, sí, claro —continué pensando en seguirles la broma—. Pero es un casino nudista.
—¿Cómo? —contestó la muchacha intrigada.
—Sí, que aquí jugamos a la ruleta desnudos. Es algo atípico, pero da buenos beneficios en todos los sentidos.
—¿Y cómo podemos llegar hasta allí?
Me incorporé como si me hubieran dado una mala noticia. Miré a Alicia y le hice un guiño para que no se asustara del resto de la conversación, pero su mirada me dio a entender que no le agradaba demasiado que yo continuara con aquello.
—No, mira, no sé en nombre de quién me llamas para gastarme esta broma. Esto no es un casino, es una casa particular.
—Sí, claro, por eso me ha dicho lo de nudista. Se le ha ocurrido sin más.
Así son las cosas. Uno es más creíble inventando que narrando la realidad pura y dura. La gente necesita que la realidad no sea tan real. Tan rutinaria. Nos agarramos a cualquier cosa que pueda sacarnos de la monotonía, incluso a la mentira.
—Ha sido una broma que les he gastado porque pensé que me la estaban intentando colar a mí. De verdad. Habrá habido un cruce de líneas o qué sé yo.
—¿Y conoces algún casino?
—Pues no, lo lamento.
—¿Y por qué no te vienes con una amiga mía y conmigo a buscarlo? Pareces un tipo divertido.
Ahí el que se hubiera agarrado al clavo, aunque me costara la vida, era yo. ¡Dos mujeres que estaban dispuestas a acudir a un casino nudista me estaban ofreciendo su compañía!
—Pues gracias por el ofrecimiento, pero no creo que a mi mujer le pareciera bien. Por su cara averiguo que esta conversación está durando demasiado.
—Que se venga ella también.
Seguro que habrán adivinado que no fuimos ni mi exmujer ni yo. A mí la idea no solo me gustaba, sino que sé que ha sido otra de esas grandes experiencias que he desperdiciado por el amor a una mujer. Por eso, cuando aquella dama se cruzó en la línea preguntando por Jonás, y puesto que yo ya no estaba casado ni emparejado con Utopía, no iba a permitir dejar pasar el tren. Continué la conversación. Por lo visto el tal Jonás la había dejado por una mujer mayor. Buscaba una relación más profunda y lo único que le unía a la mujer con la que yo estaba hablando era un sexo de lo más prohibido. Yo le expliqué condescendientemente que aquel Jonás era un hombre asustadizo y bastante gilipollas. Supe empatizar con el sufrimiento de la dama. Y ella lo agradeció. Hablamos un buen rato y, justo cuando íbamos a concretar la cita, me preguntó:
—¿Cuántos años tienes?
—Cuarenta. ¿Y tú?
—Cincuenta y dos.
Y colgué. Las experiencias nuevas con mujeres de esa edad no me interesan demasiado. Ya sé que este gesto me convirtió en un ser repugnante, pero estábamos juzgando al tal Jonás. Piensen en el tal Jonás. ¿Buscaba a alguien más maduro? Si con cincuenta tacos esta mujer le parecía joven, ¿dónde estaba el fallo? ¿En la mujer que pecaba de infantil, o en Jonás que era gerontofílico? Claro que también cabe la posibilidad de que el tal Jonás rondara los sesenta y buscara a alguien más de su generación…, pero aun así, ¿qué hombre de esa edad rechaza a una mujer de cincuenta por buscar algo más profundo? Soy así. Me gustan las mujeres jóvenes, el vino viejo y el porno duro.
Volví a marcar el teléfono de Utopía para explicarle que no le había colgado yo, sino que había sido un problema de las líneas, pero no me lo cogió. Sin embargo, tenía un sms suyo que decía que venía a mi casa. Le mandé otro diciéndole que no, pero ya era tarde: estaba sonando el timbre de mi puerta. Abrí. Ella vestía como supongo que vestiría la lujuria de vestirse: aquellos trapos tan sensualmente sobre su carne, distraídamente colgados jugando al vicio con la fuerza de la gravedad… Nos quedamos mirándonos un rato. Yo llevaba un pijama con el dibujo de Spiderman estampado. Un pijama antierotismo y unas alpargatas un tanto deshilachadas.
—¿No me vas a invitar a pasar? —dijo pronunciando la «s» como solo ella sabe hacerlo. Ella y aquella chica del conservatorio, Milochi.
—Claro, esta es tu casa.
—¿Desde cuándo?
Le había quitado las llaves de mi hogar hacía unos meses y no lo llevaba bien, se sentía en desventaja porque yo tenía un juego de las llaves de la suya. Yo se las había quitado justo a raíz de que en una de nuestras peleas se colgara de mi sexto piso y me amenazara con tirarse al vacío si no le prometía casarme con ella en menos de seis meses. Obviamente le mentí. ¿Qué hubieran hecho ustedes si una mujer bella está colgada con todo su cuerpo en la fachada de su vivienda y agarrada con sus dos manos temblorosas al alféizar de su ventana? Creo que fueron los setenta segundos más intensos de mi vida. Los recuerdo perfectamente. Mi cabeza pensaba a una velocidad pasmosa, como nunca lo ha hecho y espero que no lo vuelva a hacer. Tan solo se me ocurrió empezar a desnudarme mientras le repetía que la amaba —cosa que era cierta— y que me casaría ese mismo día si era lo que ella necesitaba —cosa que no lo era, y menos después de ese incidente—. El porqué de desnudarme lo tengo claro; el porqué de mis razones para creer que eso sirve para algo es lo que no termino de entender. Otro tema para mi psicóloga, supongo. Yo creo que si tu rival te ve desnudo es como si te viera desprotegido, como si no quedara de ti más que la humanidad que soportas. Ella empezó a llorar y yo pude acercarme despacio hasta sujetarla. Gracias a Dios que cuando la bajé de allí no le importaba demasiado mi mentira. Creo que se dio cuenta de lo que había hecho, pero yo ya no podía recobrar la confianza de que un día no consiguiera frenarla, o que simplemente resbalara. Por eso le quité las llaves.
—Esta será siempre tu casa…, siempre que esté yo, claro.
—¿Ya te has ido de putas?
—Pues no, todavía no.
—He estado pensando en estos días en todo eso que me has contado siempre de tu abuela.
—¿Qué de todo?
—Lo de que te auguró que ninguna mujer te amaría.
—¿Y?
—Que eso no es cierto. Yo te amo. Tu exmujer te amaba al principio. Otra cosa es que tú seas lo suficientemente estúpido para no darte cuenta.
Bien, podía ser cierto todo aquello. Tal vez yo fuera el que no sentía recibir ese cariño. Tal vez esperara demasiado del amor.
—¿Cuánto vas a pagarme por ser tu puta durante una hora?
Los cambios de conversación con Utopía han sido siempre así. Puedes haber tocado quince temas diferentes en apenas cinco minutos de charla. Eso la hace una gran conversadora y una persona de la que difícilmente puedas aburrirte.
—No voy a pagarte nada. No me parece que eso sea tratarte como a la persona que quiero.
—¿E irte de putas sí?
La idea me estaba poniendo de lo más cachondo. Pero si cedía, si aceptaba su juego, de alguna manera estaría sometiéndome otra vez a ella, así que le dije:
—Las putas no me hablan del resto de sus clientes. Yo conozco a Josué. Sé que estás con él cuando no estás conmigo. Eso no me gusta.
—Yo no estoy con nadie. Josué es solo un tío con el que me río. No me interesa lo más mínimo. Ni me atrae.
No sé si me hizo más daño saber que se reía con él —ya que Utopía no es de mucho reír y yo me consideraba el más agraciado para conseguirlo— o pensar que se beneficiaba a la mujer que yo amaba.
—Pero si no te atrae, ¿por qué te lo has zumbado entonces?
—Ya te he explicado que no hemos follado, solo nos hemos liado.
Esto todavía lo entiendo menos. Buscar un orgasmo comprendo que es inevitable una vez que los cuerpos se encienden; babearse y magrearse para no concluir el acto me parece, además de una pérdida de tiempo, algo antinatural. Y más a estas edades. Entiendo que siendo adolescente el miedo, la inseguridad y todo eso impida muchas veces follar, pero a estas alturas cualquier persona que me explique que solo se han liado me resulta un tanto sospechosa. Sospechosa de querer darme gato por liebre.
—Bueno, pues cuando tenga ganas de sexo en compañía, te tendré en cuenta. Ahora, si me disculpas, tengo que preparar el viaje.
—Iré contigo.
Estaba claro que era el momento oportuno para dar el escarmiento final al Josueito de mi vida.
—Está bien. Iremos juntos, pero hay una condición.
—Dime.
—Debes romper con el calvo para siempre. No quiero que vuelvas a verle ni a hablar con él nunca más.
—Ya he roto. Está destrozado.
Bien, mi venganza se había consumado. El tipo había recibido el latigazo del desinterés de la mujer más bella y cruel que he conocido. Sin embargo, me faltaba algo. Un tiro en los huevos después de muerto. Dar rienda suelta a mi alevosía.
—No, pero romperás a mi manera.
Mi manera, aunque suene sádica, era la única que me permitiría perdonar a Utopía su traición amorosa. Comprendí que ver al tío humillado por las piernas y el resto del cuerpo que había anhelado arrebatarme era el único modo que tenía de saciar mi sed de venganza. Así que le pedí que concertara una cita con él en un bar. Yo iría y me sentaría avanzada su conversación, y entonces tendría que decirle a la cara y delante de mí que había sido un error conocerle, que mi polla era más grande y que en el fondo era un engreído solterón feo al que utilizó para darme celos porque quería obtener más amor del hombre de su vida, o séase, YO. Y por supuesto, después de todo eso ella me besaría poniéndome sus manos llenas de gracia en el paquete.
—Estás de broma —me dijo con un semblante que nunca le había conocido.
Supongo que se quedó sorprendida de que pudiera albergar en mi interior tan malas intenciones.
—Es todo lo que tengo que decirte. Así que, con tu permiso, me voy a clase de kung fu. Piénsalo. Yo me iré el viernes —acabé diciéndole aquel martes.
La acompañé hasta su coche. No hablamos nada durante el trayecto. Cuando se subió en su Coupé rojo sin espejo derecho retrovisor, bajó la ventanilla y me dijo:
—Nunca te había considerado mala persona. Creí que no sabías mantener una relación. Eso era todo. Ahora veo que eres un mal tipo.
—Otra razón más para quererme —le dije con aire de tango.
Y se fue. No me extrañó que le faltara el espejo retrovisor derecho. Tal y como conducía, lo raro es que no le faltara el coche entero.