Capítulo XXI

EL PORQUÉ DE LOS FRACASOS EN LAS RELACIONES Y EL GERMEN DESENCADENANTE DE UNA NOCHE EN LOS CALABOZOS

Se equivocaba tanto sacando conclusiones que al final me dejó

por todo lo que jamás se me habría ocurrido hacer.

Estar otra vez en mi casa me alivia al tiempo que me hace tener la extraña sensación de haber dado un rodeo por mi vida para llegar otra vez al mismo sitio. Desde luego que me llevo la experiencia. Tengo otra oportunidad para intentar hacerlo bien, podría pensarse. Pero no creo en segundas oportunidades. Los segundos no se detienen, luego nunca estarás en el mismo punto espacio-tiempo a la hora de repetir lo que sea. ¡Por Dios! Es verdad que empiezo a pensar como un tarado. Pero es que o pienso o me aburro, y no soporto aburrirme, ya lo dije.

Mi aptitud para el aburrimiento crónico me convierte en un ser tendente a la depresión. Y solo puedo escapar de ese dolor sordo que provoca la falta de explicaciones, de perspectiva, de planes, pensando, escribiendo canciones o a través de la boca de una mujer. Por supuesto no de la de cualquiera. No, las mujeres que han pasado por mi vida, todas ellas, han tenido un denominador común: les interesaba yo. Y por supuesto a mí me interesaba casi todo de ellas. Y matizo casi todo porque a raíz de mi vida con Utopía he aprendido algo importante sobre el amor que, pese a que lo sabía, no encontraba la manera de aplicarlo. Hay que querer, hay que amar el lote completo. No se trata de que te guste todo de tu pareja, sino de que lo que no te guste seas capaz de amarlo. Difícil, ¿eh? A ver si no por qué hay tantas separaciones y por qué la mayoría de ellas encima son violentas. Por qué de tanto amar lo que pensamos que puede llegar a ser la otra persona pasamos a no reconocernos siquiera. A desconfiar de la que apenas unos meses atrás le dabas la espalda y le proporcionabas un revólver con la absoluta garantía de que no lo usaría contra ti. A ver quién es el guapo que le da un cortaúñas siquiera a su pareja cuando está en vías de divorcio.

Sí. Y la cosa creo que pasa por lo que les digo: no amarlo todo de la pareja. Al final amamos lo que nos apasiona, lo que nos sirve y lo que proyectamos de lo que deseamos que sea. Yo con Utopía he probado a amar incluso lo que me mata. ¿El resultado? Que si la otra parte no lo hace, el barco termina haciendo aguas igualmente y a ti se te queda la sensación de haber sido víctima de una estafa. Pienso que yo he hecho más esfuerzos que ellas siempre en esto. Empiezo a tener claro que la mujer está programada para eliminar al macho a fin de atraer nuevo esperma para que la reproducción de la especie sea más variada. Y como hemos aprendido todo sobre el amor de forma teórica, tienen condicionada su voluntad, no se permiten expresar su condición natural sin tapujos. Se sienten culpables de traicionar su emoción aprendida y no se dan cuenta de que realmente están traicionando una mucho más importante, su instinto natural, el de la reproducción. Los métodos que usan son básicos y hasta podría decirse que infantiles, pero muy efectivos. Terminan haciendo erosión en cualquier corazón por muy de piedra que lo tengas. Recuerdo una vez con mi exmujer que terminó sacándome de mis casillas y creo firmemente que fue el comienzo de mi retirada en la lucha por intentar recuperar mi matrimonio, por evitar su naufragio.

«¡Pórtate bien!», me dijo estando tirada en el sofá entregando su inteligencia a la máquina desguazadora de cerebros que se esconde dentro del aparato de televisión. Siempre necesitaba, de repente, un refresco, un bocado de algo, o una lima de uñas; cualquier cosa para iniciar su ataque desde su subconsciente. Ya podía estar yo subido a un taburete sorteando a la muerte con equilibrios circenses para cambiar un tubo fluorescente de la cocina.

—Cariño, cuando puedas, cuando acabes…, ¿podrías traerme de la nevera una Coca-Cola? —pronunciaba su boca mientras el resto de su cuerpo manifestaba claramente que el «cuando puedas» significaba «AHORA».

—Puede que acabe muerto, cariño, en cuyo caso, ¿te importaría que no te la llevara y llamar a tus padres para que arreglen lo del seguro?

Lo de que sus padres arreglaran lo del seguro era porque su padre nos tenía a todos pagado el entierro. Era un hombre que no quería molestar a nadie, ni siquiera muerto; por eso lo tenía todo preparado. A mí me incluyó un día que estábamos de cena y se me atragantó una raspa de un pescado de estos que anuncian en la carta que no tiene ninguna espina. Lo pasé mal. Fatal. Pensé que me iba a visitar a mi Dios de manera definitiva e imprevista, pero no. Al final surgió un médico de alguna parte que supo hacerme eso del golpe en el pecho y todo quedó en un ridículo embarazoso, como son todos los ridículos. Ahí el padre de ella se sintió como si me debiera algo. No creo que fuera él el que colocara la espinita de las narices, pero si decidió sentirse culpable, tenía todo su derecho. Así que me incluyó en su seguro de defunción familiar.

—¿Por qué te cuesta tanto hacerme un favor? —siguió mi ex. Este tipo de preguntas son las que me confunden. ¿Realmente quería un refresco o buscaba una razón para hacerme un psicoanálisis?

—Contestando a tu pregunta te diré que me cuesta porque tengo las manos, los dientes y mis piernas ocupadas en evitar un accidente y consumar la operación que tú misma me has pedido que realizara —pronuncié intentando que no se cayeran los tornillos que sujetaba con el marfil de mi boca.

—Ese fluorescente lleva estropeado más de dos semanas. ¿Tenías que repararlo ahora que te pido una Coca-Cola?

Esta última frase la empezó a decir levantándose, llegando hasta la nevera, apoyando su mano sobre el picaporte de aquella, y la acabó volviendo al sofá sin haber abierto la nevera, haber cogido la Coca-Cola y tirándose de nuevo sobre los cojines de su trono como si la vida le pesara.

—Estás de coña, ¿no? ¡La Coca-Cola me la has pedido cuando ya estaba arriba! —dices, incauto de ti, que no te das cuenta de que le estás dando lo que desea, incluso más que la Coca-Cola: pelea. Pelea que aporte otro milímetro de distancia entre tu entendimiento y el suyo.

—Sabes que a esta hora siempre me tomo una Coca-Cola.

—Sabes que a esta hora siempre reparo el fluorescente —contestas algo irritado. Y ya has perdido. Tu ingenio estaba distraído dando paso a tu sentido del equilibrio y tu frase no sirve para nada. Es un absurdo.

—Ya se enfada. El chico no sabe encajar una crítica constructiva. ¡Qué arrogante eres!

Y siguió viendo la tele como si nada hubiera pasado. Y a mí me invadieron un montón de preguntas, unas sobre cómo colocar el fluorescente y conservar la vida, y otras, las más importantes, sobre por qué leches no encontraba a la mujer que supiera darme lo que necesito.

A la mujer perro, como la llamo yo. Una mujer leal, cómplice y vagabunda. La mujer que era al principio mi buena Utopía, pero solo al principio, porque ninguna mujer llegará al final como la conociste. Ni siquiera Utopía, que parecía estar por encima del resto. Y poco a poco vas alejándote hasta quedarte solo. Puede que me juzguen un tanto exagerado por tomar esa anécdota como la referencia que inició mi desinterés por mantener a flote mi matrimonio, pero también dicen que el asesinato del archiduque Francisco Fernando en Sarajevo inició la Primera Guerra Mundial y no me lo trago. Sin embargo, hay que buscar algún momento para justificar nuestras acciones. Y eso hice.

***

Mi casa está hecha un desastre. Dos meses sin aparecer por aquí permiten al polvo hacer su papel. La luz no funcionaba cuando entré: había saltado el diferencial por alguna sobretensión de la tormenta. No debía de hacer mucho de esto, porque la nevera seguía fría. Me he tenido que duchar con agua fría para quitarme la sensación de llevar todavía la manta del calabozo sobre mi ropa porque el gas tampoco iba. No me importa. Sé de sobra que mi Dios está jugando conmigo. Son las pruebas, las señales de siempre; pequeños obstáculos para entretenerme y forjar mi fuerza de voluntad. Luego he comido. He comprado unos chorizos estupendos para hacer a la brasa. Yo los he hecho a la plancha. Como si me los hubiera tenido que comer crudos. Luego he atendido una llamada de Rebeca, que estaba preocupada por si me había quedado en casa de Utopía. Por si no había conseguido escapar de la sirena y su mar. La he intentado convencer —o tal vez intentara convencerme a mí— de que todo está más que terminado. Hasta le he expuesto varias razones improvisadas de por qué no quiero tener pareja en este momento de mi vida. Y ahí ha empezado a darme la razón y a descuartizar a su novio.

Siempre me he preguntado por qué están juntos, pero, obviamente, mi animadversión a dar consejos me impide abordar el tema con ella. No entiendo por qué trata así a su novio. Lo hace mucha gente. Siguen juntos a pesar de tratarse como si no se soportaran. ¿Por qué hacemos eso? Estemos o no cansados de una persona, jamás deberíamos burlarnos de ella. Y lo digo yo, que me he pasado la infancia torturando a la gente. Lo digo yo, que he discutido con la mayoría de las mujeres hasta arrastrarlas al infierno de la duda de sí mismas y de su amor por mí. ¿Por qué veo tan fácil arreglar las relaciones de los demás y las mías son el puto desastre que son?

Estas dudas se las comenté a la psicóloga que visitamos Utopía y yo. Pero esas dudas se llevaron muy inteligentemente por parte de mi pareja en mi contra. De no entender por qué me costaba tanto comprender mis relaciones, la titulada pasó a constatar que mi problema era que no aceptaba que la mujer tuviera sus cambios de humor. Sus tristezas, básicamente. Su sensibilidad, que yo confundía con debilidad, según la licenciada en cabezas averiadas. Se empeñó en que yo no soportaba el dolor, ni el mío ni el de la persona que estuviera a mi lado, y eso nos atascaba. Es cierto que cada vez que alguien que me importa sufre yo no lo llevo bien. Le doy unas cuantas soluciones a su problema, y si no le sirven para salir de su aflicción, la tomo con la persona en cuestión acusándola de no trabajar lo suficiente la felicidad. Ya sé que es un poco contradictorio. De hecho, si lo resumimos, lo que hago es cargar más de problemas a la persona, pero es superior a mí. Contemplar cómo la tristeza se apodera de las personas que quiero y no hacen nada por desterrarla de sus ojos me supera. Por eso la psicóloga le dio la razón a Utopía.

—No sabes manejar el dolor —me dijo mirando por encima de las gafas aquella mujer de pelo rizado y sonrisa inteligente.

—Es lo que le digo yo —respondió Utopía sin mirar por encima de ningunas gafas, sin el pelo rizado, pero con una sonrisa más inteligente todavía. De hecho, puede que sea la sonrisa más inteligente con la que he tropezado.

—No, tú no dices eso —aclaré—. Tú dices que no lo soporto.

—¿Y qué diferencia hay, Javier?

—Pues que puedo no saber manejar una excavadora, pero no quiere decir que no soporte verla en las obras, Utopía.

—De verdad que tus ejemplos son para publicarlos en las revistas —contraatacó mi dama.

—En las que tú lees desde luego no. No se entenderían —repliqué.

Y ahí recibí un fumigazo de agua fresca de un dosificador de esos que en su origen contenía limpiacristales. Una dosis de riego por aspersión que nuestra psicóloga me obsequió mientras torcía esa sonrisa de la que les hablaba hasta convertirla en una de esas muecas de reproche que tan bien hemos aprendido a reconocer en nuestras madres. La mujer era así: trataba a sus pacientes como si educara gatos. Nadie puede decir que no nos lo advirtiera. Sus métodos eran poco convencionales. Por eso la elegimos. Para Utopía y para mí cualquier cosa poco convencional era como para las moscas un panal de rica miel.

—Javier, hemos dejado claro que la burla y el insulto, es decir, las faltas de respeto, no se van a aceptar aquí —me inquirió la confundementes.

—¿Qué he dicho? No es culpa mía que ella lea esas revistas para igno…

No pude acabar la frase. Me cayó otro escupitajo de agua. Utopía empezó a reírse. Yo también. La cosa era bastante cómica. Aquellas sesiones no sé si sirvieron de algo terapéutico, pero hubieran dado para desarrollar un guion cinematográfico. Tuvimos tres o cuatro citas más con ella. Yo siempre llevaba una muda limpia por si las moscas. Estaba harto de salir de allí con la ropa húmeda. Luego nos recomendó intentar durante unos meses ser más respetuosos entre nosotros. Dijo que no había más problema que ese: la falta de respeto. Así que nos compramos dos pistolas de agua, y cada vez que uno de nosotros faltaba al respeto al otro, recibía un tiro de H2O. Al principio funcionó; luego los disparos comenzaron a ser demasiado reiterativos. Los libros de las estanterías empezaron a padecer nuestra mala puntería; las gatas que vivían con Utopía fueron recopilando traumas de los continuos chorros de agua, de nuestros tiros errados, que las alcanzaban; y finalmente, y a favor de todo pronóstico, las pistolitas desencadenaron la bronca que nos ha hecho conocer a fondo las instalaciones donde los hombres cuerdos guardan a los que no respetan el código. Su código.

Tal vez si hubiéramos probado con agua bendita, o con ácido…