Capítulo XX

LOS CONSEJOS, LAS PROMESAS Y EL DESAGÜE POR DONDE SE VA LA RAZÓN

Él: Nunca encontrarás a nadie que te ame como yo.

Ella: Prométemelo.

Si existiera una razón por excelencia para no bajarse del tranvía que me lleva por estos raíles tan descalabrados que parecen ser mi vida, sin duda alguna sería que el conductor de la máquina lleva los ojos vendados. Esto hace, aparte de imprudente, apasionante el viaje. Por si fuera poco, el cambio de agujas parece manejarlo un disléxico y los semáforos se han fundido con una sobrecarga producida por la última tormenta. Resumiendo toda esta poesía barata, diríamos que Utopía es hoy por hoy la única razón por la que me despierto cada día con ganas de vivir. Puede que también sea mi único argumento, o al menos el más importante, para terminar estrellando mi cuerpo contra un agujero abierto en la tierra y morir. Qué duda cabe de que a su lado puedes sentir la electricidad estática de la túnica negra de la Parca erizando el vello de tus brazos y de tu pecho… Pero caer muerto no es algo que vayas esperando a cada momento si al abrir los ojos por la mañana sigues deseando algo. Y yo, todas las mañanas, me despierto con el deseo de que por fin nos abandone el demonio que nos enfrenta, ese pícaro burlón venido del infierno que manipula nuestras palabras para que lleguen en forma de dardo envenenado al corazón del otro.

Por eso hago caso omiso de los consejos de Rebeca, de los de mis conocidos, de los de mi madre y hasta de los de mi exmujer. Sí. No se iba a quedar fuera Alicia. Nadie se frena a la hora de dar consejos. Y es algo que no me va demasiado; ni darlos ni que me los den. El caso es que recibí una carta de mi exmujer a los dos o tres meses de nuestro divorcio. Estaba redactada a modo de despedida por los buenos tiempos vividos, pero dejaba tajantemente claro que era una oda al reproche de no haber tenido narices para confesarle que me estaba tirando a otra.

Querido Javier:

Tan solo unas palabras para agradecerte los buenos momentos que en el tiempo compartido hemos pasado. Qué duda cabe que hubiera esperado un final diferente. Bueno, incluso nunca esperé que llegara un final. Creí que estaríamos para siempre unidos de una u otra manera. Yo ahora soy feliz con él —el tipo de las zapatillas, como siempre le has llamado tú— y espero que a ti te vaya bien y no termines con esa mujer con la que estás como me dicen nuestros amigos que vas a terminar: solo y roto.

Dale recuerdos también a ella. Espero que te quiera como te mereces —ni más ni menos—. Me pregunto por qué, si yo tuve el valor de contarte que tenía un lío, tú no, y has preferido hacerme cargar con la culpa. En el fondo tengo que darle las gracias a ella, a tu «chica», por publicarlo. Aunque me dolió, me sirvió para darme cuenta de que tu amor por mí era una farsa. […]

Sin más, y tal y como tú me engañaste enseñaste, me despido para siempre en un día de otoño. De los que a ti tanto te gustan y a mí tanto me deprimen.

Saludos

Lo que más me fastidió de la carta es que seguí sin enterarme cómo demonios se llamaba el tío de las zapatillas. Por supuesto le contesté. Ella había elegido el formato epistolar de toda la vida: la carta con su sobre que es capaz de llevar el aroma de las manos que dibujaron las palabras; la comunicación en desuso. Y yo no podía ser tan básico y contestarle con un simple mail. Yo no podía ser el no romántico. Tardé un día en encontrar el método, pero lo hallé.

Querida Alicia (stop). Llamo al tío que se te zumba «hombre de las zapatillas» porque nunca tuviste la deferencia de decirme su nombre (stop). Mi chica manda sus «de nadas» (stop). La farsa era decir quererme y contarme zumbarte a otro (stop). Yo al menos no dije ni conté nada por evitarte sufrimiento, que es un cáncer del amor (stop). Y por favor, para despedirte con un «saludos» no hace falta hablar del otoño (stop). Es despilfarrar poesía.

Mandé el telegrama y se lo conté a Utopía. Me acuerdo de que no le gustó mi maniobra. No por mis palabras, sino porque el hecho de contestar su carta presuponía cierta necesidad por mi parte de comunicarme con ella. Yo pienso que para nada lo uno implica lo otro, pero como lo que uno piensa no sirve de mucho cuando los demás creen que piensas lo contrario aunque no lo quieras reconocer, dejé de pensar sin más.

Pensar. Hace tiempo hablé con mi hermano de esto. Pensar. Recuerdo que me dijo:

—Javier, le das muchas vueltas a la cabeza. La gente como tú está siempre en el límite entre la razón y la demencia. Es fácil perderse en el otro lado si no paras de remover tempestades en tu cerebro.

—Mira, lo he leído en Siddhartha. La verdadera sabiduría no se puede trasmitir salvo que no te importe parecer un loco.

—A eso me refiero —añadió.

—Sí, ¿verdad que es una buena frase?

—No, no… Me refiero a que ya no te cuestionas si eres un imbécil o un sabio. Has descartado la posibilidad de que estés como una regadera. No digo que no seas sabio; simplemente digo que tú ya te sientes incomprendido por ser el único que tiene la verdad. Los demás estamos equivocados. Tú no.

—No digo que estéis equivocados. Es que no hacéis esfuerzo por comprenderme.

—¿Y por qué habría que hacerlo? El sol sale por la mañana y se esconde por la tarde. Puedes hacer dos cosas: aprovechar su calor por el día para vivir y disfrutar de su ausencia por la noche para fabricar secretos que sirvan de refugio a tu alma, o romperte la cabeza preguntándote qué fuerzas manejan al astro rey y qué tienen que ver contigo y tu destino. Los que de verdad saben ser felices eligen la primera opción. Los que escogen la segunda no tienen por qué dejar de serlo, pero suelen perderse lo mejor del astro rey, sus propiedades para nuestra salud e iluminar nuestros momentos.

—No te entiendo nada —le dije.

—Tú no estuviste en el entierro de la abuela, ¿verdad?

Sabía sobradamente que no. Eso me lo ha reprochado mi familia desde el día que la enterraron.

—¿Y eso qué tiene que ver con todo esto? —pregunté un poco molesto por la pregunta. Mi hermano estaba haciendo como Rebeca, preguntando para llegar a la respuesta que él espera. Y eso me molesta mucho, de verdad. Me parece una pérdida de tiempo. «Dime adónde quieres llegar y nos ahorraremos la posibilidad de que me distraiga si tu discurso me parece demasiado largo pensando en adónde quieres ir a parar».

—Cuando la abuela estaba para morir, me cogió de la mano y me redactó unas palabras para que se leyeran en su entierro. En ellas se decía algo sobre ti. Algo bello, pero a la vez estremecedor. Si hubieras venido, sabrías de lo que hablo.

Por qué estaba haciendo eso, no lo sé. Mi hermano nunca ha sido un tipo jodelón. ¿A qué demonios venía tanto misterio?

—Bueno —dije mostrando cierta indiferencia. Mi estrategia preferida: la famosa psicología inversa. Consiste en hacer creer a la persona de la que quieres obtener algo que no estás interesado en ese algo. Cuando la persona tiene entre seis y siete años suele funcionar. Si funciona pasada esa edad, hay que sopesar la idea de que esa persona sea gilipollas y que tú también lo seas por perder tu tiempo intentando obtener algo de gente así—. ¿Y qué es lo que dijo?

—Era algo sobre tu suerte en el amor.

—Bien, y ¿guardas ese papel? —Empezaba a sentir impaciencia, se me iba a hacer puñetas mi psicología inversa. Resulta que desde que murió mi abuela mi hermano guardaba el sentido de sus palabras y yo no lo sabía.

—No, pidió que lo echaran junto a su ataúd.

—Bueno, pero te acordarás de lo que decía.

—Prometí decirlo en voz alta solo aquella vez. Me hizo prometérselo.

—¡Está muerta, joder! ¿Acaso crees que va a venir del más allá para echarte la bronca?

—Una promesa es una promesa, Javier.

Y una rosa es una rosa, como dice Mecano. ¡No te jode…! Cuando alguien se esconde tras su palabra de honor para impedirte avanzar en tu búsqueda de lo que sea está claro lo que está intentando. Dominarte. Doblegarte. Tenerte atado con la más vieja de las amarras: la incertidumbre, la curiosidad, la necesidad de saber algo que puede revelarte cómo dar con seguridad el siguiente paso. Las promesas no existen. Existen las intenciones de cumplir las promesas. Pero prometer es malgastar palabras, y creerse una promesa, tener pocas luces. Si nadie puede controlar el azar en nuestras vidas, ¿quién puede asegurar que siempre se sigan dando las condiciones para que puedas no traicionarte?

Utopía, por ejemplo, es una fervorosa practicante del cumplimiento de las promesas. Yo hace tiempo que dejé de prometerle nada. Soy muy ligero a la hora de prometer, de jurar. Puedo jurar cualquier cosa por la vida de quien haga falta, hasta por la mía. La experiencia me ha demostrado que nadie de los que he puesto en juego en mis juramentos ha caído fulminado por un rayo cuando he incumplido mi palabra. Además, que yo sepa no hay ningún mandamiento cristiano que diga que no prometerás si no estás seguro de no poder cumplirlo. Porque no cumplir una promesa no es lo mismo que mentir, solo es cambiar de opinión. Prometer sabiendo que no vas a cumplir sí podría serlo, aunque, en mi opinión, si haces eso, más que estar mintiendo estás dando la oportunidad a la otra persona de que aprenda de una vez por todas que creerse una promesa es pueril, poco práctico, y te predispone a sufrir otra decepción en la vida de la que no aprenderás nada, porque culparás al otro de haberte mentido en lugar de a ti de ser un ingenuo. No es que ser ingenuo esté mal. Ser ingenuo simplemente demuestra que todavía eres tonto. Que no aprendes, porque con las oportunidades que te da la vida para que dejes de serlo, deberías haber pasado a ser un desconfiado hace tiempo. A ver, lo de Utopía con las promesas no es solo una cuestión de ingenuidad: lo suyo es un código autoimpuesto. La razón no la tengo clara. Unas veces creo que es porque necesita saber que hay algo inquebrantable en este universo, algo imperturbable, algo que nunca se irá de su lado. Como ya dije, no ha tenido una vida fácil. Ha tenido que sobrevivir sola en este mundo devoraindividuos. Todas las instituciones le han fallado: el Estado, la familia, Dios. Por eso digo que se aferra a las promesas de esa manera tan dogmática. Su mente tiene que creer en algo o quedará a la deriva con su barco sin timón.

Dice que Dios la abandonó. La historia con la que lo afirma es un tanto surrealista y no me deja muy claro nada, como casi siempre que busco respuestas sobre ella. Fue en la cama. Bueno, en una furgoneta. Mientras se lo hacía con un chico y una amiga. Ella tenía unos quince años, me dijo. El muchacho estaba penetrándola a ella mientras la otra cría la besaba en la boca. A menudo le pido que me repita la historia porque me pone de un cachondo que no veas. Ella dice que se sentía la mujer más plena del planeta; que aquello era el verdadero amor. Adolescente. Todavía instintivo en toda su naturaleza. Los dos sexos creados por Dios compartiendo un mismo cuerpo: el suyo. Cerró los ojos y le dio gracias por todo aquello. Y en aquel mismo instante abrieron el portón de la furgoneta un grupo de chavales vestidos con camisetas de bandas de rock que basan su imagen en la falta de higiene, y lo que era puro, dulce y natural pasó a ser sucio, amargo y depravado. No voy a dar más detalles. El muchacho recibió algo parecido a lo que he recibido yo en el calabozo, y ellas…, pues se pueden imaginar.

La primera vez que me contó la historia no pude evitar preguntarle:

—¿Pero te gustó más lo puro o lo sucio?

—Te estoy diciendo que a mi amigo le dieron una paliza.

—Ya, pero obviando eso, que siempre está mal, ¿qué sexo preferiste?

—Si te refieres a si me puse cachonda, te diré que sí. Que nos trataron bien. No fue una violación en sí. Conocía a los chicos y tres de ellos me gustaban.

—¿Pero cuántos eran en total?

—Tres chicos y una chica, la hermana de uno de ellos.

—¿Y qué pasó con el chico al que dieron la paliza?

—No volvió a hablarnos.

—¿Por qué? ¿Qué culpa teníais vosotras de lo que pasó?

—Nosotras lo habíamos planeado, y terminó descubriéndolo. La verdad es que el chico era el novio de mi amiga y le estaba poniendo los cuernos, y decidimos tenderle esa trampa.

—¡Caray! Pero no hacía falta que le dierais el placer de tener un trío. Podríais haberle dado la paliza sin más. El tío se llevó lo suyo de bueno.

—Es que me gustaba. Era yo con la que le estaba poniendo los cuernos a mi amiga.

No me negarán que no es para quedarse mirando a esta mujer y no volver a dirigir la vista a nada ni a nadie más. Esa lógica tan kafkiana, esa falta de cualquier previsión de razonamiento la convierten en el mayor de los jeroglíficos. Las pirámides de Egipto son meros sudokus comparadas con la racionalización de esta hija de la cordura enferma. Los hay que prefieren libros. Yo prefiero su alma. Releer constantemente la misma página y ver cómo mutan las frases a cada nueva lectura.

—Pero no entiendo por qué culpas a Dios de algo que tú provocaste —le pregunté.

—¿Y quién culpa a Dios de nada?

—Esta es la historia que me cuentas cada vez que te pregunto cuándo y por qué te abandonó.

—Porque siempre que te la cuento terminamos haciendo el amor de otra manera. No como siempre.

—No sabía que tuviéramos una manera de hacer el amor como siempre.

—Tú no sabes nada, cariño, nada de nada sobre nosotros.

Y ahí solíamos empezar a desnudarnos. ¡Cuánto voy a echar de menos esas introducciones tan caóticas para iniciar la actividad sexual! Nuestros rituales sadomasopsicologistas. Nunca he tropezado con nadie que pudiera condensar tanta energía dentro de sí en una pelea para luego darle salida a modo de placer. De orgasmo. Parecía que el universo nos utilizaba para restablecer su equilibrio en pequeñas dosis. Dos humanos contribuyendo a la continuación del Big Bang.

Por eso la gente teme tanto nuestra relación. Saben que nos hemos juntado una sirena desterrada de las profundidades del mar y un marinero que arrojó su brújula al océano confiando en que seguir la estela del rastro de la mujer pez le llevará al puerto donde le esperan los mejores besos. Y por eso mismo no puedo aceptar consejos de nadie, porque no son sino intentos por sustituir a mi brújula. Vanos esfuerzos por abortar mi único viaje voluntario, por reducirme a los límites de la costa de un país de enanos, feos y miedosos.

Cuando llegas a esta conclusión, a negar cualquier contacto con la realidad de la que hablan los que te conocen, los que te aprecian a su manera, cuando aceptas que estás a merced de tu suerte, que no vas a dirigir ninguno de tus movimientos, sino que te vas a dedicar a guiarte por la voz más profunda de tu alma, esa voz que no es la de la conciencia, ni la de tu cobardía, ni la de tu valor, ni la de tu abuela, que ni siquiera escuchas con claridad, que desconfías de que no sea ni tuya, que puede que sea que simplemente un duende aburrido esté tocando algún instrumento hecho de cuerdas de piel de mujeres malas y huesos de hombres grises y sus notas pronuncien tu destino… Cuando llegas a ese punto es cuando tu hermano, tu padre, tu gente te dirá por última vez que estás cruzando el puente al otro lado, y tú te girarás para ver cómo se despiden de ti, y no los verás ya porque una densa niebla cubrirá cada paso que vayas dando, y el horizonte que se abre a tu nuevo camino parecerá no pertenecerte, no querer recibirte, guardarte rencor por el tiempo que has tardado en llegar hasta él. Te sentirás en ningún lugar, ninguneado por tu propia vida, ni para adelante ni para atrás. ¿Y si te pierdes al volver? ¿Y si sucede al avanzar? El próximo segundo lo decidirá todo. Entonces ves la cola de la sirena aparecer y sumergirse a un lado del puente. Esa opción no la habías contemplado: ni adelante ni atrás, escapar del camino trazado por la perpendicular, saltar del puente y probar si la marea oscura sabe qué hacer contigo.

Yo tengo la sensación de haber saltado en algún momento de este último año. Quizá cuando conocí a Utopía, quizá cuando me separé de mi mujer. Salté. Todavía no sé si he hecho bien. Todavía no sé si ha llegado el punto para sacar la conclusión. Elegí la opción que no se me mostraba clara. Inventé un camino. ¿Y si el destino ese del que hablan no lo contemplaba? ¿Y si he saltado a un agujero negro de esos que dicen que se comen hasta la luz?