Capítulo II

UNA ABUELA CON «MALA FOLLÁ» Y LO QUE COMIENZA A SER UNA VIDA A LA DERIVA

«¿Pero usted cree que estoy loco o simplemente soy un genio?»,

le pregunté al psicólogo.

«En cuanto me dé un plátano, bajaré de la lámpara

y le responderé con gusto a su pregunta»,

me contestó el licenciado.

Gracias a Dios no tengo hijos. No me ha apetecido tenerlos en todos estos años. Cuatro décadas, y jamás he echado en falta a un niño o a una niña que dependieran económica o emocionalmente de mí. Ni siquiera las «niñas» mayores de dieciocho me atraen si han de depender de mí de alguna de estas maneras. Ahora es distinto. Desde que conocí a la que ha compartido mi única noche como presunto delincuente se ha apoderado de mí un instinto reproductor que no puedo controlar. Ni siquiera la primera vez que nos acostamos usamos condón, y nunca comenzamos a hacerlo. Me he entregado a su merced en cada polvo. Si me decía que dentro, yo me corría dentro; si me decía que fuera, yo lo hacía fuera. Y jamás me ha preocupado el que pudiera dejarla embarazada, a pesar de que algo en mi cabeza me golpeaba y me gritaba que ni se me ocurriese; que puede que sí, que surgiera de nuestro amor un ser perfecto, pero que ya lo convertiríamos en una imperfección crónica con nuestros cuidados y cariños desordenados. Pese a todo, y aun habiendo pasado todo lo que ha pasado, no puedo dejar de pensar que de nuestra fusión hubiera nacido un ser divino, con lo que no puedo asegurar al cien por cien —tal y como asegurarían la mayoría de los que nos conocen— que haya sido una suerte no haber tenido un hijo con ella.

Muchos hombres piensan como lo hacía yo respecto a lo de continuar su especie: lo de «nada de niños» se repite constantemente. Y creo firmemente que eso obedece a que no se han tropezado con la auténtica madre de sus hijos. Con la mujer que les corresponde como pareja perpetua en este universo desconcertante. Con la dama que removería su testosterona hasta el punto de resetearlos a su estado más primitivo, más instintivo, más evolutivo, y hacerles desear su progenie. Luego están los otros: los que, aunque no se hayan librado de reproducirse, hubieran preferido evitarlo y por ello se sienten obligados de alguna manera a esforzarse en aparentar que el sentido de su vida son sus retoños. Bueno, aparentarlo y convencernos a los demás, porque si no convences a los demás de tu éxito, de poco te sirve tenerlo, salvo que seas budista o algo de eso. Este tipo de padres suele darte razones tremendamente existenciales de por qué han optado por la continuidad de su estirpe mientras sus mujeres juegan en el parque con los angelitos portadores de sus genes hipócritas y ellos toman una cerveza tras otra, a la una de la tarde de un domingo cualquiera, en uno de esos bares donde sirven los botellines con cierto regusto a pescado.

Dejando divagaciones a un lado sobre mi paternidad y mis reflexiones al respecto —que no dejan de ser útiles para comprender lo que me ha llevado a amar tan desproporcionadamente a esta hembra—, y por hablarles algo más de mí que les aclare el porqué de mi arresto, les diré que soy de esa clase de personas a las que les pasan muchas cosas… Bueno, quizá tampoco me pasen más que al resto, sino que al tener una buena memoria e imaginación, mi colección de momentos esté más completa que la de los demás. La imaginación la desarrollé gracias a las continuas desilusiones a las que me enfrenté durante mi infancia. Algo así como lo que le sucedería al personaje de una película serie B de Walt Disney: si el mundo no es como esperabas, dibújalo tú a tu manera, sé tu propio Dios, ¿me entienden? Y supongo que, por conservar todavía algo de niño, y también por evitar morirme de aburrimiento, nunca dejé de utilizarla. Me aburro mucho cuando estoy solo. Siempre he admirado a los que pueden permanecer quietos y consigo mismos sin morirse de asco. Yo soy incapaz de eso. Necesito ruido exterior, distracciones continuas. Quedarme a solas con mis pensamientos me hace infeliz y autodestructivo, y cualquier psicólogo te dirá que el comportamiento autodestructivo no es sano: es mucho mejor destruir a los demás antes que hacerse daño a uno mismo.

No es que haya visitado a ningún psicólogo. Bueno, sí, pero nunca solo. Es decir, he ido a terapia de pareja, sin ir más lejos con la dama en la que hasta el momento no he dejado de pensar. Ella me convenció para hacerlo porque vi en su intención que sí buscaba realmente que lo nuestro funcionara de una manera más, digamos…, convencional, menos violenta; menos disfuncional de como venía desarrollándose. Por eso fui, y lo hice, por supuesto, con la narcisista esperanza de que me dieran la razón, de que me eximieran de la responsabilidad de todo lo que no funcionaba. A ver si los curanderos de la psique podían poner algo de paz en nuestra relación diciendo que toda la culpa era de ella. Pero por lo visto ese no era un buen punto de partida para mejorar nuestra comunicación, me dijo la psicóloga. Debería habérmelo callado. Semejante muestra de sinceridad no jugó en mi favor a lo largo de la terapia.

Queda claro, por nuestra situación actual, que mucha paz no han sembrado entre nosotros las teorías sobre la pareja ideal. Yo ya advertí a la psicóloga que lo de la pistolita de agua no era buena idea.

El caso es que nunca he ido solo a una terapia de estas: lo de ir y hablar con un desconocido de mis demonios es una tarea pendiente. Me encantaría tener una charla a solas con alguno de estos conductores de cerebros. Siempre me he imaginado que mi psicólogo sería mujer, que tendría unas bellas piernas que esconderían medio muslo bajo su falda blanca y que constantemente sonreiría ante mis ocurrencias. Que se moriría en secreto por llevarme a cenar y conocer al verdadero paciente; no al que se tumba delante de ella, sino al que tiene que sobrevivir diariamente lejos de su consuelo. Pero resulta complicado elegir a la psicóloga en cuestión, porque no vienen fotos en las guías; sería como un disparo a ciegas. Supongo que llamas a un teléfono al azar y una voz sensual —todas las voces de mujer al teléfono me parecen sensuales— te arropa y te da una cita. Luego al llegar allí, esa voz sensual se revelará en forma de mujer y puede que sí, o puede que no, se parezca a la psicóloga de tus sueños. Demasiada tensión para mí. Prefiero esperar a que alguien me recomiende una psicóloga que esté cañón, y mientras eso sucede, escribo en mi blog de Internet —«el granero de javier fraude» lo he titulado— todas las ocurrencias que se me vienen a la cabeza y actúo en locales pequeños cantando canciones que compongo desde lo más racional de mí mismo. Y lo hago, claro está, con la esperanza de que esa vena artística sea la válvula que impedirá que el vapor acumulado en mi cráneo por la locomotora que recorre los raíles de mi vida termine por derretirme el cerebro.

Mi vida no es ni ha sido fácil, aunque no por falta de cartas. Desde mi punto de vista, me ha complicado la existencia mi maldita impaciencia; lanzarme a jugar las bazas que me tocaban sin pensar las posibles consecuencias de las jugadas. Sin planificar. Siempre improvisando. Pero no me puedo quejar, porque todo podía haberme ido mucho peor de no haber nacido en una familia que se puede permitir sacarme de mis errores una y otra vez. Muchos errores, sí, y ya desde pequeño. A menudo pienso que si hoy fuera niño, si hubiera tenido que pasar mi infancia en los tiempos que corren ahora, ya sería pasto de los reformatorios y los juzgados de menores. Gracias a Dios que en los años de mi niñez y adolescencia todo aquello recibía el nombre de «gamberradas y travesuras propias de la edad». No es que robara, o destruyera mobiliario público, no. Lo que sucedía es que sentía un incontrolable impulso por castigar a los demás niños. Por ajusticiarlos. Por alimentar mi instinto sádico y cruel. Sin mancharme las manos, claro está; ya les he dicho que soy incapaz de pegar a nadie. Por eso, en lugar de ser yo quien hiciera el trabajo sucio, siempre me rodeaba de matones a los que sabía manipular o sobornar eficazmente para que cumplieran mis inhumanas hazañas. En realidad, la mayoría de mis víctimas no me había hecho absolutamente nada…, tal vez un insulto en el recreo, o una burla que yo transformaba en grave afrenta para dar salida, sin adquirir a cambio sentimiento de culpa alguno, a toda mi maldad interna.

Ya ven, quizá hoy esté pagando todo aquello; algo del karma, creo que lo llaman. Si has hecho algo bueno, te vendrá bueno; si has hecho algo malo, te caerá la del pulpo. Me pregunto cuánta mala gente tuvo que haber por Alemania durante los años precedentes al 39 según semejante teoría… No, no me cuadra eso del karma; es otro de tantos placebos para los que temen ver la realidad cruda de la vida. Para los que buscan analgésicos ante la adversidad cruel de algunos momentos. Ante las injustificadas broncas de tu jefe. Ante los imprevisibles cuernos de tu pareja. Ante el puñetazo del tío que se ofendió cuando le llamaste sinvergüenza por quitarte el aparcamiento que llevabas esperando desde hacía quince minutos.

Mi gran suerte reside en que todas mis salvajadas adolescentes han quedado camufladas por mi apariencia frágil y benévola. Así es, un aura de delicadeza y beneficencia me rodea, haciendo que todo mi lado oscuro pase desapercibido ante la mirada de cualquiera. Mis ojos, por ejemplo, han sido siempre mis mejores aliados para enmascarar mis verdaderas intenciones, mis auténticas pasiones sádicas y castigadoras. Para que se hagan una idea de la bondad que rezuma mi rostro, les diré que durante toda mi vida el mundo me ha tratado bien y ha preferido creerme a mí en el caso de tener que elegir entre mi versión sobre algún hecho o la de otra persona. Hasta los que me consideran un manipulador maquiavélico sucumben ante esa energía que se desprende de mis gestos y mi fisonomía sin ningún esfuerzo por mi parte. Es como si nadie me creyera capaz, en el fondo, de hacer nada por maldad. Nadie, excepto las mujeres a las que he amado de verdad. Paradójico, ¿no? Cuando pongo todo mi empeño en intentar hacer el bien, no me creen. Bueno, las mujeres y el poli local que no me dejó explicar mi teoría sobre lo que pasó en aquel primer piso y al que le debo todo el tiempo desperdiciado entre muros de hormigón, ronquidos y luces fluorescentes —a mi juicio— insuficientes.

Y esto que les cuento de la expresión de mi jeta —que para muchas personas sería un don estupendo, una bendición en su día a día, y que, dicho sea de paso, posiblemente me ayude mucho de cara al juicio pendiente—, para mí se ha convertido en una maldición que me impide saber quién soy realmente, el porqué de mis gestos y mis acciones, y si soy bueno o malo. ¿Es la cara el espejo del alma? ¿No muestran todos los espejos una realidad invertida? ¿No es el lado izquierdo de la vida el lado derecho de nuestro reflejo? ¿Soy entonces lo contrario a lo que refleja mi imagen?

Joder, cuando veo las fotos de mi infancia, sí que reconozco, tras esa mirada que los demás no consiguen traspasar, un atisbo de nihilismo emocional, de vacío ante las sensaciones del corazón. Poniéndome en la piel de mi psicóloga ficticia, ella podría decir sobre mí que soy un psicópata. Una persona incapaz de empatizar con los demás. Lo que me pregunto es por qué he llegado a desarrollar de manera autodidacta esa capacidad para trasmitir todo lo contrario, es decir, para aparentar ser un hombre sensible, correcto y perfectamente integrado en esta sociedad de hombres buenos…

Vendrá de la niñez. Como casi todo. A menudo pienso que todo partió de una, aparentemente intrascendente, conversación con mi abuela.

Siendo muy pequeño, me hice una herida jugando a mi juego preferido: la Segunda Guerra Mundial. Y mi abuela, mientras me curaba la escandalosa hemorragia de mi rodilla, me hizo saber que muy posiblemente ya no conseguiría nunca una mujer que me quisiera. Digo yo que la idea de estar solo, de pensar que no encontraría el amor en lo que durara mi vida, me hizo desarrollar todo este elenco de habilidades para simular ser un tío diez. Naturalmente, fingí no dar mayor importancia a las palabras de mi abuela en aquel momento. Eso también forma parte de mi colección de juegos manipuladores: fingir indiferencia. Si los demás no saben lo que te importa, jamás podrán controlarte. Puedo resultar un tanto paranoico con esto de pensar en que los demás quieran controlarme, pero créanme, según mi experiencia, la gente siempre termina utilizando tus debilidades para su provecho, con lo que cuantas menos pistas tengan sobre ti, mejor.

Cuando mi abuela acabó su tarea de enfermería y mi rodilla dejó de gotear mercromina y sangre, le pedí que me hiciera un bocadillo de mantequilla con Cola Cao para coger fuerzas y volver a jugar al barrio —como llamábamos a aquella calle llena de coches mal aparcados, olor a basura y piedras aburridas de ser pateadas por zapatillas remendadas, donde matábamos el tiempo a base de jugar al fútbol, juegos de chapas, o incluso admirando algún recorte de revista porno manchado de semen ajeno con el que algún tipo había limpiado su polla después del homenaje a la dama—. Más tarde, cuando llegué a los dieciséis años, seguía sin entender del todo la profecía de mi abuela. Las chicas me besaban, yo les tocaba por debajo de sus camisetas de colores y todo parecía funcionar correctamente. A mí no me gustaban los besos y ellas decían no disfrutar demasiado con mis dedos, ásperos de arrastrarme una y otra vez por la tierra. Justo así me hice la herida que me curó mi abuela: arrastrándome por la tierra.

Fue el día que cumplía los diecisiete —justo antes de soplar las velas que manchaban de cera la superficie de mi tarta de chocolate, y nada más acabar de dejarlo con Carla, una niña regordeta y contestona que, tras regalarme unos juegos magnéticos, me dijo que era imposible quererme siendo como era— que le pregunté a la madre de mi madre por el significado de aquella frase que me soltó en el pasado y que me auguraba un futuro sin el calor y el afecto que proporciona la compañía femenina. Pero la señora había muerto el año anterior y, pese a que mi madre me decía que se podía hablar con los muertos, yo no obtuve respuesta del cadáver de mi santa abuela en aquel momento tan solemne. Tal vez estaba enfadada porque no acudí a su entierro, tal vez porque no pasaba ni un rato a su lado mientras estuvo entre los vivos, o tal vez porque un día le solté que, para tener una vida como la que ella había tenido, hubiera preferido ser puta. No sé por qué fue, pero desde luego no respondió a mis palabras. ¡Cuidado!, que para mí las putas eran unas damas con unas vidas apasionantes, mujeres que sabían que eran necesarias para el sostenimiento de este sistema cínicamente basado en la monogamia, mujeres leales que te garantizaban guardar cualquier secreto. La comparación fue solo por fastidiar.

Sé que sueno a putero, pero no es oro todo lo que reluce. De hecho, la primera vez que estuve con una puta no llegué a follar…, bueno, ni la segunda, ni la tercera… Nos desnudamos cada uno por su lado; me pidió que me lavara mi miembro en el bidé; luego fuimos a la cama y se tumbó. Y ahí acabó todo. Una mujer que se me entrega sin desearme es la garantía perfecta de que a mí no se me empine. Esa es mi cruz. Ella me dijo que eso no podía ser, que eso no era bueno para ella: sus jefes podrían acusarla de no calentar lo suficiente a los clientes si se enteraran. Yo tuve que explicarle que no era bueno ni para ella ni para mí: afuera me esperaba un grupo de chavales impacientes por conocer mi experiencia. Así que me aproveché de la puta: ella estaba obligada a guardar mis secretos y, como una excepción, yo guardé el suyo. Por aquel entonces no era muy bueno guardando secretos; tampoco es que lo sea ahora, pero al menos ya no tengo cargo de conciencia por revelarlos.

Volviendo al asunto de mi abuela, más adelante un taxista me explicó que eso de hablar con los muertos solo sirve a los que no tienen amigos en vida. Y como yo no tenía ni un solo amigo en el que confiar por aquel entonces, comprendí que si no podía hablar con mi abuela debía ser por alguna de las anteriores razones que les he mencionado.

Un par de meses después de aquel cumpleaños estuve con la primera mujer que consideró oportuno formalizar nuestra relación para poder jugar con mis dedos y su piel de una manera más profunda, segura y comprometida. Se llamaba Patricia, y no destacaba por su risa. Tenía una especie de niebla perpetua en su ánimo. Era guapa como una sombra de luna llena, y fría y distante como muchas canciones que hablan de amores calientes. Acariciarla era un poco como chupar una polla de plástico. (Este símil lo utilizo únicamente porque me lo han contado algunas mujeres; yo nunca chuparía nada de plástico. Mi padre me ha dado varios sabios consejos en la vida, y en uno de ellos me advirtió muy mucho de los problemas que causa chupar cosas fabricadas por los humanos… «Tú —me decía— chupa solo cosas creadas por Dios.».) Un día que Patricia parecía más lejos que de costumbre, y con cierto miedo por mi parte de que se alejara tanto que tuviera que pasarme la noche sin dormir buscándola, le pregunté si me quería. Me miró como si mi abuela le hubiera advertido que algún día yo le haría esta pregunta, y me contestó que no, que no era nada personal, simplemente no sentía amor por mí. Solo estaba enamorada de su padre: su padre era su gran amor. Me costaba entender que sintiera amor por su padre. ¿Soñaba con que los dedos de su padre corretearan por su piel? ¿Prefería el aliento de un hombre de casi cincuenta años a los jadeos de un joven que no llegaba a la veintena? Hoy lo entiendo mejor; por lo visto, tampoco sería una idea tan disparatada. Es lo que tiene leer cosas sobre la evolución y todo eso: aprendes el lado animal de las relaciones. Bueno, el caso es que su negativa hizo que me estremeciera ante algo que surgió de mi estómago y me recorrió el pecho hasta la nuca. Mira que si mi abuela fuese a tener razón después de todo…

Por eso fui aquella noche al cementerio donde estaba enterrada la madre de mi tío Andrés y me perdí entre la oscuridad y tanta tumba. Allí era imposible localizar la lápida de la mujer. Estaba repleto de cruces. ¡Qué poca originalidad! Recuerdo que pensaba que cómo era posible que a ninguno de los familiares de aquellos difuntos se les hubiera ocurrido poner en lugar de la trillada imagen de Cristo una escultura de Mazinger Z, Spiderman, o incluso de Javier Gurruchaga… Y de pronto, tuve una revelación. Quizá mi abuela tuviera razones para no dirigirme la palabra, pero aunque solo fuera por educación, un fiambre desconocido tendría que hacerlo. Me detuve ante la tumba de una persona que no había vivido más de treinta años, y le formulé la pregunta: «¿Por qué mi abuela tras curarme la herida de mi accidente me dijo que ninguna mujer me querría?». Hubo un silencio más profundo que el silencio de muchas tras echar un polvo conmigo —la mayoría de la gente dice que esto no es bueno, aunque pueda parecerlo— y, no sé si fue el agitar de los cipreses de alrededor con el viento o la imaginación que nunca he logrado tener del todo bajo control, escuché:

—Tu abuela te odiaba por ser hombre. Tu abuela odiaba a todos los hombres. Tu abuela ahora odia a todos los machos muertos enterrados en este cementerio.

—Ya —dije—, ¿pero y qué tiene eso que ver para que me auspiciara semejante cosa?

—Nada. Es lo que tiene la gente con «mala follá»: no necesitan ninguna razón para intentar joderte. Les resbala tu suerte. Si consiguen traumatizarte, guay; y si no, pues nada, se consuelan pensando que tu vida será una mierda por sí sola de todas formas.

Me alejé de allí mientras el muerto seguía hablándome. Este se pasaba con las palabras. Yo solo quería una respuesta, no un análisis de la relación abuela-nieto. Tropecé entonces de casualidad con la tumba de la señora madre de mi tía Juliana —hermana de mi tío Andrés y de mi madre— y le conté lo que me había dicho aquel tipo de la tumba que murió joven. Simplemente por contarlo, no esperaba respuesta. Pero de pronto se escuchó la voz resquebrajada y resentida de mi abuela, que me dijo:

—Ese es idiota, y tú más por hacerle caso.

—Vale, abuela, pero ¿qué quisiste decir?

—¿Cuándo? —me preguntó extrañada.

—Cuando tuve aquel accidente y me dijiste que nadie me querría.

—No me acuerdo, hijo… Por cierto, ¿sigue existiendo la monarquía en España?

—Pero por algo lo dirías. Haz memoria…

—Pues por lo que se dicen todas las cosas, por hablar…

—Pues acertaste: nadie me quiere.

—¿Ves como tenía razón?

—¡¡Pero si acabas de decir que no lo dijiste por nada!!

—Ya sé, ya sé, pero tenía razón…

—Sí, abuela, sigue la monarquía en España… ¿Cómo iba a cambiar todo eso en tan poco tiempo? —dije resignado.

—Todos los cambios se producen en muy poco tiempo. La espera es larga, pero el momento del cambio apenas dura un orgasmo.

—¡Abuela! —le dije—. ¡Qué sabrás tú de orgasmos!

—Uy, hijo, ¿acaso crees que en mi generación éramos tontas? Los tontos sois vosotros, que solo pensáis en follar ¡y os olvidáis de lo más importante!

Me extrañó una reflexión así de mi abuela y le pregunté:

—¿Qué es lo más importante, abuela?

—Poder mirar a los ojos secretamente a la persona que te has follado.

Corrió una brisa más fría que las que había notado hasta ese momento y sentí que se había perdido la comunicación. Comencé a buscar el camino a la salida del cementerio mientras repensaba sus últimas palabras. Se me había olvidado preguntarle por qué había tardado tanto tiempo en hablarme, pero me dio pereza regresar. Imagínense que su respuesta me hubiera hecho sentir culpable: ¡todos sabemos que hay que evitar la culpabilidad a toda costa! Además, no es bueno volver a retomar una conversación que ha ido bien con alguien que te guarda rencor; seguro que en la segunda parte se tuerce la cosa y terminas mal parado.

Conforme dejaba atrás los muros del campo santo comencé a escuchar las voces de otros muertos. ¡Aquello era una algarabía! Se morían —bueno, se desvivían; supongo que será más apropiado decirlo así— por conversar con un vivo.

Por lo visto en lugares así se echa mucho de menos un periódico del día.