Capítulo XIX

UN JUICIO, UNA MUDANZA Y MIL EUROS MENOS

«Cariño, ¿por qué tienes preservativos

en el bolso si nosotros no usamos?».

«Por si me acuesto con otros, cielo.

Sé que me perdonarías la infidelidad,

pero no la falta de higiene».

Cuando Utopía terminó de marcharse con el agente hacia los juzgados, pasó un buen rato en el que no se oía demasiado por la comisaría. Algún que otro trueno en la lejanía y la respiración profunda y desangelada de mi compañero de celda, nada más. Los dos sonidos me resultaban agradables; tenían cierto ritmo y estaban cargados de graves. Había vuelto a sonar el teléfono una vez más, y una vez más nadie lo había atendido. Preferían disfrutar del refresco de la calle mojada, para eso cobraban la nómina. «Hay que divertirse en el trabajo», te dirán las nuevas teorías inventadas para vender páginas y páginas de consejos que no se pueden aplicar ni de lejos en la vida real.

Yo me estaba empezando a emparanoiar con que la llamada había sido para que me llevaran ante el juez. Mira que si se distraían, el juez se cansaba de esperar y me tenía que quedar allí hasta el lunes… Me hubiera dado un patatús.

Decidí sentarme un rato. En ese momento me arrepentí de haberle dejado la colchoneta al rumano. El banco no solo estaba duro: parecía que hiciera fuerza contra mi culo. Debía estar aleccionado para la tortura. De repente me acordé de los mil euros de mi bolsillo.

—¡Hostias! ¡Mi dinero! ¡Mis mil euros! ¡No están! ¡Se me han debido caer en el coche de la policía! ¿Oiga?

Tenía que hacer que vinieran rápido.

—¿OIGA?

Se acercó un agente que no había visto hasta ese momento. Casi mejor. Caras nuevas para comenzar una nueva vida. Para salir y terminar con todo aquello.

—Mire, llevaba mucho dinero en el bolsillo y se ha debido caer en el traslado hasta aquí, espero que en el coche. ¿Sería tan amable de mirarlo?

—El coche se ha ido a llevar a tu compañera.

—Es decir, que puede que se lo encuentre ella.

—Si está y lo ve, sí.

Las dos condiciones indispensables para que sucediera, claro. Este tío le daba al coco, como buen funcionario. Tal vez no estuviera enderezándose mi suerte, o tal vez no se pueda hablar de suerte cuando la policía anda cerca.

—¿No podría llamar a sus compañeros por el walkie ese, al menos para ver si lo tiene ella?

—Si lo tiene no hay problema, ¿no? Es su compañera. Y si no lo tiene, no hay nada que hacer; eso quiere decir que no está.

—Bueno, está la tercera y cuarta opción. Una, que ella no lo vea, pero sí esté, y dos, que pese a ser mi compañera, como puede usted comprobar, no nos llevamos lo que se dice bien del todo y se lo quede sin más.

—Entonces, en el primero de sus supuestos lo podrá recoger usted, porque utilizaremos el mismo coche para llevarlo, y en el segundo, aunque se lo preguntáramos a ella, lo negaría por joder, ¿no le parece?

¿Qué le pasaba a este tío? ¿Jugaba a la lógica con mi dinero? Ya sé que no le faltaba razón, pero yo hubiera agradecido un pequeño esfuerzo por su parte para saber el paradero de mis euros cuanto antes y calmar mi ansiedad. Aunque fuera por compasión, podría haberme mentido y haberme dicho que lo iba a intentar.

—¿Entonces no va a llamar? Pues tráigame un vaso de agua.

Se fue. Torció la boca a modo de sonrisa. Una sonrisa parecida a cuando te humillan, pero no quieren reconocerlo porque se avergüenzan de ser tan hijos de puta.

Así, me puse a pensar:

«El maldito dinero lo saqué para que Utopía pagara unos cursos que quería hacer de cosas de gimnasios, pero no me dio tiempo a entregárselo, surgió la discusión y luego la detención, así que si lo ha cogido ella, por mí está bien, pero como lo haya cogido alguno de esos tarugos uniformados… ¡Espera! ¿Y si lo ha cogido mi compañero de celda, y por eso lo de hacerse todo el rato el dormido? No, no le ha dado tiempo. ¿O sí? Tengo que preguntárselo, pero me jode despertarlo. ¿Me jode o tengo miedo de su reacción? Sí, es miedo, pero no miedo a que lo tenga y no quiera devolvérmelo, lo que temo es que no lo tenga y le duela que haya desconfiado de él por haberle prejuzgado. Seguro que me considerará un racista. No, no puedo… Y si le pregunto: “Hola, ¿te has encontrado mil euros por aquí?”, me contestará que sí, que en su culo…, seguro que encima me contesta descortésmente. O igual se empieza a reír… ¿Cómo lo hago? ¡Ya sé!».

—¡Mierda! —grité.

Se despertó de un sobresalto y se quedó mirándome con cara de asombro, preocupación y legañas.

—¿Qué pasa? ¿No nos van a sacar hoy?

—He perdido mil euros que llevaba en el bolsillo.

—¿Llevabas mil euros en el bolsillo? ¿Pensabas que podrías sobornar a la policía?

—No, me arrestaron cuando salí del banco.

—¿Y por qué no los dejaste con tus pertenencias?

—No me parecía bien, ¿y si me los quitaban?

—Preferías perderlos, claro.

El tío iba de gracioso. No, no me los cogió él. Eso se nota. Su reacción fue demasiado natural. Ha sido la primera vez que he perdido algo. Nunca me había pasado. De hecho, si estuviera aquí Alicia diría: «¡¡¡Por fiiiiin!!!». A ella le robaban siempre, o lo perdía todo. Una vez incluso tuve que hacer cuatrocientos kilómetros para abrirle la puerta de casa porque le habían robado el bolso con las llaves. Yo, al principio de conocernos, le restaba importancia, le decía aquello de «No pasa nada, estas cosas suceden por algo»; pero al ver que se repetía la tragedia una y otra vez, ya cambié mi mensaje por algo más tipo «¡Joder! A ver si te fijas un poquito más, que estas cosas no suceden porque sí». Ya sé que bastante disgusto tiene el que ha perdido lo que sea, pero no me negarán que jode bastante a los que sufrimos daños colaterales. Yo creo que es por la impotencia de estar implicado y no haberlo podido evitar. Fíjate si podía la niña haber perdido su contraseña del Facebook; así no habría visto el mensaje que Utopía me dejó en el muro, mi divorcio hubiera sido fácil y encima seguiríamos siendo amigos.

Por fin llegó un agente para darme la libertad.

—¿Javier?

—Sí.

—Vamos, es su turno. Coja su mochila y ponga las manos hacia adelante.

En la mochila iba mi supercámara fotográfica. Sentí un inmenso placer al volver a ponérmela en la espalda. Mi cámara y yo. Un equipo. «Hemos perdido a la modelo —le dije con el pensamiento a mi Canon profesional—, pero ya encontraremos otra, ¿verdad?». Con ella cerca nada podía salir mal. El poli me puso las esposas. Aquello me divertía. Me hacía sentir un verdadero delincuente, un tipo duro. Valoraré la posibilidad de hacerme un tatuaje para conmemorar mi desvirgamiento: «Ya no soy un ciudadano modelo». Subí al coche mientras preguntaba a la policía por mi dinero.

—No hemos visto nada. Mire usted.

Uno de ellos empezó a reírse. ¿Sería porque había cogido la pasta?

—¿Por qué se ríe? —le pregunté.

—Porque me parece que es usted gilipollas. ¿Mil euros en el calabozo?

—Siempre saco dinero cuando duermo en camas extrañas —le contesté para que viera que su comentario no me ofendía.

—Pues esta puta te ha salido cara.

No supe si se estaba refiriendo a Utopía y la estaba insultando en mi cara, o simplemente tenía algo de poeta y enlazó lo de camas extrañas con putas. Por si las moscas, decidí aclararlo.

—¿Lo dices por lo de camas extrañas?

—Lo digo por lo de tu novia. ¡Menuda pájara!

¿Y qué haces en esos momentos? Alguien te está soltando en tu jeta una verdad como un templo, pero supongo que ser pareja de alguien significa honrar su honor, aun cuando ella ni lo tenga ni haga por tenerlo, ¿no?

—Un respeto, por favor, no sabe nada de ella.

Para colmo llegó el poli que se la zumbó en los calabozos.

—Algo le he contado yo. —Y se empezó a reír cual hiena.

La risa no le arrancaba de verdad, sino que era forzada. Es lo que tiene pensar que puedes padecer una enfermedad crónica y que pasarán días hasta que te lo confirmen. Por supuesto, no iba a ser yo quien le sacara de su sufrimiento. Yo me había llevado la paliza y él la agonía de la incertidumbre, con lo que habíamos quedado en paz. No me provocaba ninguna compasión. No tenía ni la cara ni la actitud para que ablandara mis entrañas. Yo solo tenía que esforzarme en contenerme. No era el momento para entrar a las provocaciones. Quedaba muy poco para que volviera a ser un ciudadano libre y con derechos. Me quedaba tiempo para desquitarme de su pueril afrenta. El único problema es que corro el riesgo de que se apague mi sed de venganza.

Soy poco rencoroso con los desconocidos. Lo que no soluciono en el momento ya no lo soluciono. Empiezo a darme argumentos para no complicarme la vida. Si me meto en líos es porque la mayoría de las cosas las hago en caliente, pero como me conceda tiempo para pensar la maniobra, ya no hago nada. A lo mejor es que más que no ser rencoroso es que soy perezoso.

Me sorprendí de no entrar al trapo. Está claro que voy madurando ante tanta adversidad. Tendré que ir por este camino, ser más frío a partir de ahora; empiezo a tener una edad como para no buscar problemas. Así que subí al coche. Desde luego, allí no estaba la pasta. Por favor, que la hubiera cogido Utopía. Era para ella. ¡Me daba igual que no supiera que se la daba yo, lo importante es que le llegara! Que tu mano izquierda no sepa lo que hace la derecha. ¿No es esa la verdadera generosidad? ¿La que no se hace pública? Entonces mi cabeza cambió de tercio radicalmente y recordé que Rebeca estaría esperándome en los juzgados. ¿Cómo me recibiría? ¿Se daría cuenta de que las cosas no están ahora para reproches? La verdad es que no lo había pasado tan mal. Algunas palizas, sí, pero no dejan de ser anécdotas para los momentos de cervezas. Los polis y yo llegamos al aparcamiento de los juzgados. Estaba repleto de coches de policía. Subimos unas empinadas escaleras. Los agentes venían detrás. Me trataban con seriedad. Como si por tratar así a un asesino se le fueran a ir las ganas de coserlos a balazos.

Seguimos confiando más en las caras serias para ganarnos el respeto que en la sonrisa. Yo soy un firme defensor del humor sea cual sea la circunstancia, ya lo saben. Y defiendo siempre que la sonrisa es tan capaz de obtener respeto como la peor de las caras con mala hostia, pero es verdad que, aunque lo defienda, el mundo en el que vivimos sigue temiendo los rasgos tensos y tomando poco en serio a los rostros afables. Así nos va.

Me metieron en un cuartito muy pequeño y me hicieron esperar, pero como no estaba cerrado con llave, me sentía ya un hombre libre. «Una hora más, unas palabras con el juez, y en la calle», me repetía una y otra vez. Esperaba, y casi estaba seguro de ello, que Utopía no me la jugara. Quizá no esté en su sano juicio, pero no es mala. Bueno, quizá sea mala, pero por su locura, no por ella misma. Bueno, ella misma es lo que es. Quiero decir, que nos empeñamos en que las personas tenemos más fondo del que vemos, y por lo general suele ser un error. Si Utopía se comportaba como una hija de puta, fuera porque le falla algo en su cabeza o porque realmente disfruta jodiendo, no dejaba de ser una hija de puta. Y si quieres tratar con ella debes aceptarlo. Actuar esperando, confiando en que pueda asomar lo que crees que tiene dentro, es perder siempre la partida.

—¡Qué demonios! Es una hija de puta, eso es lo que es. ¡Una hija de puta! —terminé concluyendo.

Se abrió la puerta como si la estuvieran derribando. No cabía duda: era Rebeca.

—Bueno, sé que para ti todo esto es una experiencia de las que luego hablarás en tus espectáculos, pero la cosa es seria: los dos estáis fichados y eso ya es para toda la vida.

—Ya, como la nostalgia de todo lo que no he hecho.

—¿Qué dices? —me preguntó como desganada, como si la poesía le molestara a los oídos.

—Que las cosas que no hacemos siempre las llevaremos dentro…

—Sí, sí…, tú y tus romances. Escucha. Puedes acogerte a tu derecho a no declarar porque es tu pareja. Ella se ha echado toda la culpa de lo que os ha pasado.

Un alivio casi orgásmico acababa de invadir todo mi cuerpo. ¡Utopía no me la había jugado! No, si al final tendría que sentirme culpable por haber pensado que era una hija de puta… Hiciera lo que hiciera, esta mujer siempre me hacía sentir culpable.

—¿Qué pasa? ¿Estás aquí? —me preguntó mi letrada como si estuviera despachando pescado fresco y despertándome de mis reflexiones.

Comencé a llorar. No pude evitarlo. No era consciente de todas las emociones que llevaba dentro. Tenía llanto para varios días, pero como apuesto por la felicidad, me había negado a derramar lágrimas hasta ese momento. Igual me pasó en las escaleras de aquel sanatorio psiquiátrico cuando era niño: se te abre el grifo emocional y los litros de llanto acumulados salen a presión por tus lacrimales cual aspersores jardineros haciéndote perder cualquier compostura o apariencia digna. Esto lo apunto también para mi cita cuando tenga a la psicóloga.

—¿Ahora lloras? —me reprochó.

«¡Dios —pensé—, cuánto me recuerda esta chica a mi padre!». A mi padre no le he visto cambiar la cara en toda mi vida. Nunca he sabido lo que siente. Y no porque no se lo haya preguntado. Una vez, cuando yo tenía unos dieciséis años, le abordé en el balcón de nuestra casa. Yo acababa de suspender siete de las diez asignaturas que llevábamos en aquel curso. La cosa estaba tensa en mi familia. Ellos seguían creyendo en mis posibilidades académicas y yo no creía en nada por aquel entonces —ahora tampoco lo hago, pero tengo la certeza de que no hay nada en lo que puedas creer; antes solo era una hipótesis—. Me acerqué a él sin miedo. Mi padre infundía mucho respeto, casi temor, a la gente que le rodeaba. Era profesor, y era famoso por su seriedad. Le tenían por buen maestro sus alumnos. Se ganaba la admiración de su público adolescente. Me acerqué y me apoyé a su lado en la barandilla del balcón. Él tenía la mirada perdida en las montañas del fondo.

—Lo importante no es aprobar o suspender, sino que sea feliz como tú, papá —le dije como si fuera capaz de mantener una conversación de igual a igual. Nada de jerarquías familiares, nada de estatus por edades. De igual a igual.

—¿Y a ti quién te ha dicho que yo soy feliz?

Creo que esas han sido las únicas palabras sinceras, desde el corazón, que he obtenido de mi padre. Esas y las del día en que me fui de mi ciudad para intentar ser independiente. Se me acercó mientras preparaba mi maleta y me dijo:

—Nunca hemos hablado de sexo.

—¿Lo vamos a hacer ahora? —pregunté aterrado.

Era muy violento que alguien que siempre has considerado asexuado —más que nada porque no quieres imaginártelo de otra forma— te hable de sexo. Para mí es muy duro pensar que mis padres me concibieron tal y como se concibe a alguien. Prefiero pensar que un día mi padre dijo a mi madre que se quedara embarazada, esta se tomó una pastilla y ¡zas!…, nací yo. Mezcla de paracetamol, algún antibiótico y seguramente una pizca de LSD, porque de lo contrario no entendería muchas cosas.

—Usa preservativo —fue todo lo que me dijo. Y se fue como había venido. Austeramente.

Desde luego que mejor consejo no pudo darme; lo que no entiendo es por qué no lo llevo a rajatabla. Tendré que hacerme análisis por si las moscas… Sí, es buena idea; no quiero perder mi pito.

—Javier, ¿me estás escuchando? —volvió a despertarme la voz de Rebeca.

Tiene una voz peculiar. Atractiva. Sonora. De teatro.

—Deja de llorar y escucha. Mi consejo es que des tu versión de los hechos. En estos casos, y aunque ella se haya echado las culpas, es mejor que quede claro que tú eres la víctima, porque ella podría cambiar su declaración y tú eres hombre. Llevas las de perder.

¿Por qué, si todos estamos de acuerdo en que la ley de malos tratos deja en desventaja al sexo masculino, no hace nadie nada por cambiarlo? Entiendo que es un tema delicado para la mujer, pero al final se está convirtiendo en un tema delicado también para los hombres.

—No lo hará, Rebeca. Lo sé.

—¿Te recuerdo todas las cosas que sabías y te las has comido con patatas?

—No quiero declarar. Quiero que esto se olvide y nada más. Dejaré de verla. No puedo hacer más.

—Tú mismo. No sé para qué me molesto.

—Te molestas porque te preocupas. Porque te preocupas por mí, Rebeca, aunque te joda reconocerlo.

Se quedó mirándome fijamente. Sé que había dado en la diana. Sé que me aprecia un montón. Sé que su arrogancia y distancia solo es una pose porque es de las que cree que el respeto se gana con la violencia emocional. Me estaba divirtiendo. Es como si hubiera derrumbado sus muros. Había llegado a su corazón. Rebeca y yo nos conocimos como amigos, no como abogada y cliente. Ella también se dedica al teatro. Como hobby. Yo puse un anuncio en Internet porque buscaba una actriz para un espectáculo a dúo que había escrito. Entonces todavía estaba casado, claro. Un sábado por la mañana recibí un email de ella lleno de preguntas. Ella pregunta mucho. Esto la convierte en alguien muy atractiva para los egotistas como yo. Quedamos para hablar del proyecto, y la quedada se alargó más de lo que yo esperaba. Nos interesamos de verdad el uno por el otro. A mí me divierte observarla. Es una mujer de las que no te cansas de mirar porque su energía se desborda aunque esté quieta. Y no se gasta. Supongo que todo esto es lo que intuía Utopía y por eso me montaba las que me montaba cada vez que hablaba de ella o tenía que verla por algún asunto. Si alguna vez he pensado en intentar hacérmelo con ella, es algo que no tengo del todo claro. Fantasear he fantaseado, pero lo hago a menudo con casi cualquier mujer. Siempre me las imagino cómo serán a la hora del orgasmo. No es que me ponga, es que creo que nuestra manifestación del orgasmo es incontrolable. Es lo más auténtico que tenemos. Daría diez años de mi vida por poder ver a todas las mujeres que conozco masturbándose. Cuando no tienen que guardar ninguna apariencia. Su momento más íntimo. Sus mejillas sonrosadas contrastando con sus pieles descubiertas. Sus almas desnudas. Sus piernas abiertas para mostrarte lo que las puede convertir en madres. No creo que sea como los hombres, que lo hacemos hasta por aburrimiento. A veces, más que el orgasmo parece que estemos cumpliendo una tarea que nos ha encargado el jefe.

—¿Por qué coño me miras así?

—Te estaba imaginando masturbándote.

—Tú estás enfermo, chaval. —Y abrió la puerta obligándome a salir.

Sé que conseguí ruborizarla. Su mirada calculadora no había sabido multiplicar semejantes cifras. En esos momentos me sentía feliz.

***

El juez ante el que me llevaron era calvo. Como el hijo de puta que se atrevió a intentar robarme el amor de mi ángel. Iba vestido de forma elegante pero informal, de sábado. Rebeca se me acercó a la silla donde me sentaron para ser el blanco de todas las miradas enjuiciadoras.

—Dos cosas: una, este juez es muy de derechas, no digas ninguna de tus imbecilidades sobre el sistema; y dos, no se te ocurra pedir una orden de alejamiento para ti.

Me leyó el pensamiento. Se me había ocurrido proponer, para demostrar mi voluntad de no querer volver a verla, que me pusieran una orden de alejamiento. Pero por lo visto eso más que exculparme daría muestras de que tengo cargo de conciencia. ¡Cómo son estos abogados! Es que lo ven todo.

—Pensaba decir que mis heridas, si me preguntaba, me las había hecho yo mismo, ya que ella se había inculpado.

Y no era del todo falso. Como ya les comenté, una de ellas me la hice pegándome yo mismo. Ya saben, dije aquello de «¿Quieres pegarme? Pues pega», e hice el gesto pero controlé mal. Me pegué una hostia de narices.

—No pienses, Javier, acógete a tu derecho a no declarar y terminamos rápido. Todo lo demás puede complicarte.

A lo mejor Rebeca era el ángel que me anunció la Virgen mientras estaba en el calabozo. Y yo creyendo que era Utopía… Quizá nunca quise verla como tal porque se me mezclaba la insatisfacción de que no me trate como a alguien centrado y serio. ¿Pero por qué iba a hacerlo si no soy ninguna de las dos cosas?

—Bueno. Cuéntenos los hechos —dijo el juez con una expresión que parecía significar más que se la soplaba lo que hubiera pasado que una curiosidad sincera por intentar aclarar y evitar cualquier injusticia.

—Bueno, Utopía y yo estábamos discutiendo… Pero, oiga, es que a mí me han dicho que puedo no declarar, y es lo que me gustaría hacer.

De repente el tío perdió toda su rectitud. Parecía más un cómico que un juez. Se sobresaltó, se echó las manos a la cabeza y empezó a gesticular con aspavientos más dignos de un poseído por el diablo que de un justiciero a sueldo, y a recriminar a Rebeca que si no me había informado, que por qué perdíamos el tiempo… ¿Qué tiempo habíamos perdido? ¡Si apenas comencé a hablar ya decidí acogerme a mi derecho a no declarar! «Titiriteros», pensé englobando a toda la justicia.

—Bueno, en definitiva, que usted es inocente y no ha pegado a nadie, ¿no es cierto? —concluyó el juez sobreactuado.

—Eso.

«Joder, qué majo», pensé. Me había quitado las palabras de la boca. No dijo que me declaraba inocente y ya estaba, sino que matizó que no había pegado a nadie. Me dio la impresión de que estaba de mi parte. Y la cosa terminó: volvía a ser libre. Rebeca se puso a firmar unos papeles. Estaba en su salsa: organizándolo todo, dando instrucciones incluso al juez. Es tremenda. Me puse a mirarle el culo mientras hacía todo esto y yo mantenía mi cara de víctima. Le miré las piernas. Me gustaron sus tobillos. Los tobillos son muy importantes para mí en una mujer. Me gustan delgados. Llega a tal extremo mi obsesión por esa parte del cuerpo de las mujeres que he renunciado a echar polvos porque los tobillos de la chica eran gruesos. La culpa es de un amigo mío que cuando tenía dieciséis años me contagió su obsesión por esta parte de la anatomía femenina. Para mí son más importantes que las tetas o el culo. La cara y los tobillos lo son todo para mi respuesta sexual. Luego, Rebeca me pidió que la acompañara. Salimos a un pasillo, muy limpio, por cierto.

—La policía te va a acompañar a recoger tus cosas de casa de Utopía. Esto no es habitual, con lo que están demostrando que no te consideran culpable del todo. ¡A saber qué ha pasado en esa casa!

—Desde luego muchas cosas, pero para nada maltrato, Rebeca.

—Lo que tú digas, Javier. Y ¿qué me dices de todos los moratones que llevas?

¿Es que no se daba cuenta de que cuando vino a verme al calabozo no llevaba ni la mitad? Claro, igual se pensó que me iban saliendo conforme se me enfriaba el cuerpo. Podría ser, sí.

—Bueno, Rebeca, ¿algo más?

—Nada más. No le cojas el teléfono. El lunes este caso pasa a los juzgados de maltrato a la mujer y tienen que ver que tú intentas romper de verdad con todo esto. Déjame tu móvil.

—¿Para qué?

—Me lo llevo yo. Es la única garantía de que no la liarás.

—Rebeca, no pienso cogerlo, así que no te lo voy a dar. No quiero ir a la cárcel. Se acabó Utopía.

—Y la razón es esa, ¿no? Que no quieres ir a la cárcel.

¿Podía haber otra? Por supuesto que si no estuviera la ley de por medio ahora mismo estaría cuidando de ella. Follando. Con preservativo, eso sí. Me ha faltado echar un polvo con ella con el chubasquero.

Ahora ya no haremos nada. Los hombres y su ley se han metido por medio. No me fío ni de los hombres ni de su ley. Es imperfecta. Como casi todo lo que creamos. Y matizo lo de casi todo. Hay que reconocer que lo que fabrica Apple es perfecto. Soy muy «Macintosh»: desterré los PC el día que me compré mi primer ordenador de esta marca. Son relojes suizos. Sirven para lo que sirven. Como debería pasar con todo. Nada de funciones superficiales que solo sirven para que lo que de verdad necesitas se atasque porque los recursos de tu computadora están entretenidos con pijotadas.

—Sí. La razón es esa —contesté, sabiendo que contribuía a que añadiera otra losa a su respeto por mí.

—Bueno, ahí vienen. Recoges las cosas y te vas a tu casa. Ya nos veremos.

—¿Podemos comer juntos?

—No.

La policía me llevó a casa de Utopía. Estaba buscando entre los recovecos del coche mis mil euros cuando recibí un sms de ella.

Estoy en casa. En mi habitación. No saldré para evitarte dolor.

Pero si quieres puedes entrar a verme.

Te he dejado todo preparado en la puerta.

Si pudieras dejarme el dinero para los cursos

te lo agradecería.

Se refería a los mil euros, luego ella no los tenía. ¡Mierda! ¡Había perdido mil euros! Y sin embargo el papelito con el teléfono de la chica poli lo llevaba en el bolsillo. Ya podía haber sido al revés. Subiendo a su casa empezó a embargarme la emoción. No podía contener las lágrimas. Abrí la puerta. Mis cosas estaban ahí. Había una nota sobre la maleta.

Si quieres entrar a la habitación a verme, puedes.

Prometo no hacer nada. No montar ninguna escena.

Dudé. Entrar o no entrar, ahí residía el dilema. Jugármela como siempre o apostar por lo seguro, como no he hecho nunca. Lloré más. Lloraba cada vez más. Me acerqué a la taza donde guardábamos el dinero para ver si al menos le quedaba algo para terminar la semana. Y entonces los vi. Eran los mil euros. ¡Los mil euros que habían pasado la noche en el calabozo conmigo los tenía ella! Vale que no supiera que eran míos, que los recogería del coche patrulla pensando que había tenido suerte. Pero ¡joder! ¿Por qué entonces seguía pidiéndomelos? Al final iba a reunir más dinero que yo. Los policías me miraron y me apremiaron para que acabara ya. Preferí no pensar más en ello. Ya le haría una trasferencia.

—Ya acabo —dije frotando mi nariz con los dedos de mi mano izquierda, a fin de evitar la velita que tanto me recriminaron en el jardín de infancia.

Recogí todo y lo bajé al patio. Dejé las llaves en la cómoda que había a la entrada; la cómoda donde tantas veces había dejado la camisa para empezar a quitarme los pantalones y hacerlo allí mismo como dos salvajes. Fue más duro de lo que pensaba toda aquella mudanza. Miré por última vez la puerta de su dormitorio. Nuestro dormitorio. El dormitorio que la multinacional del mueble fabricó para satisfacer los sueños de mi niña y mis más sórdidas fantasías. Salí. La policía cerró la puerta. Jamás he sentido un vacío como aquel. Rogué a mi Dios para que ocurriera algo que lo arreglara todo y nos devolviera a los primeros meses juntos. O incluso a nuestra primera conversación en el bar.

—El tiempo nunca da marcha atrás —escuché una voz profunda y serena en mi cabeza.

—¿Eres Dios?

—Soy tu abuela.

—¿Y esa voz?

—Flemas. —Y carraspeó.

—No estarás muy orgullosa de mí, ¿eh?

—Nunca lo he estado, hijo, solo has dado problemas.

—¿Qué culpa tengo yo si me enamoro de…?

—Sí, ya, ya…, lo que sea —me interrumpió—. Mira, esa chica te está utilizando. Se está aprovechando de sus curvas para jugar contigo. Es otra hija del demonio, tal y como el Señor nos advirtió.

—Bueno…, nunca he tenido claro que pueda existir un manipulador si no hay alguien que quiera ejercer de manipulado.

—No entretengas más a los grises, que tienen cosas más importantes que hacer que cuidar de ti.

—Ya no van de gris, abuela. Hace tiempo ya…

—¿Qué? ¿Y de qué color llevan la gabardina?

—No llevan gabardina.

—¿Y cómo esconden las intenciones?

—No las esconden. Llevan el arma y la porra a la vista.

—Eso es porque así infunden más respeto, claro. La cosa entonces se ha desmandado mucho. ¿Es que el rey no hace nada al respecto?

—El rey no manda demasiado. Esto es un Estado de Derecho. No tiene poderes.

—¡Pero entonces los moros nos invadirán!

—¿Tú crees, abuela?

—Yo no creo en nada. Una vez muerta, pierdes mucho la fe.

—¿Y para qué demonios quieres la fe si ya has averiguado el sentido de todo esto?

—Para averiguar el sentido de esto otro.

—¿Tan aburrida es la eternidad?

Los policías me miraban. No sabían si es que había olvidado algo o que simplemente padezco de ataques de parálisis. Me despedí de ellos. Cogí mi coche. Elegí una canción en concreto para celebrar mi obligada libertad. Here I Go Again, de los White Snake. Conducía despacio. Empapándome de las palabras de Coverdale. Cuando entró en la canción la contundente batería, pisé el acelerador y me imaginé como en una escena de película. Perdiéndome entre el vapor seco del desierto. Pero tenía que parar. Pensé en que en mi nevera todo estaría pasado de fecha y tenía hambre. Paré en un Opencor que me venía de camino. Utopía y yo íbamos mucho a comprar cosas a ese lugar cuando la noche estaba avanzada. Ahora iba solo y eran las 15.30 de un sábado lluvioso. Supongo que tendré que empezar a adaptarme y aceptar los cambios…

Y de esta manera he llegado otra vez a estar solo. Rodeado de pensamientos, voces y fantasmas del pasado, pero eso no hace que me sienta acompañado. Han pasado muchos años en los que jamás me ha faltado compañía. Más de veinte años prácticamente sin dejar de sentir los tobillos de una mujer bajo la cama. Me gusta esa sensación. Sentir el cuerpo de una mujer antes de dormir me hace sentir útil. No es que sea la razón de mi vida, pero es un argumento muy importante para que yo no me coma la cabeza pensando en qué sentido tiene todo esto de despertarse y acostarse.