LA RECONQUISTA DE UNA MUJER INFIEL Y ALGUNOS DAÑOS COLATERALES
Si hay algo más fuerte que lo que siento por ti,
es solo lo que siento por lo que siento por ti.
En mi viaje a Madrid, cuando desperté en la cama de Lauren a la mañana siguiente de mi encuentro con los skins, ni ella ni su compañera se encontraban en la habitación. Escuché ruidos en la cocina, así que me puse mis pantalones sucios y acartonados por el fango del río y fui hasta allí. Aquella cocina parecía la de una cafetería del barrio de La Latina, de aquella ciudad, a la hora de los desayunos: estaban friendo algo con forma de haber muerto entre retorcijones, la casa apestaba a aceite frito, no tenían campana extractora… —bueno, la tenían, pero estaba estropeada, me explicaron al ver cómo mi nariz buscaba oxígeno entre toda aquella humareda—. En otro momento hubiera ejercido de hombre enterado —como casi todos a la hora de reparar algo delante de una mujer—, pero solo deseaba volver a los brazos de mi amada arrepentida.
—¿Quieres un zumo de naranja? —me preguntó la compañera de mi dama de compañía, a la que llamaremos Jezabel.
—¿Dónde está mi móvil?
—¿Vas a llamarla? —preguntó Lauren—. Hazte de rogar un poco más, hombre.
¿Hacerme de rogar? ¿Más? Y mientras tanto ¿cuántos tipos aparecerían en la cama de Utopía? No, había llegado el momento. Si había llamado era porque me echaba de menos, aunque fuera un poquito. Cogí mi móvil. Tomé aire. Ordené todo el nerviosismo que había en mi corazón y lo distribuí a través de la sangre a todos los músculos de mi cuerpo. Las piernas me temblaban, la voz se agarraba a mis cuerdas vocales para no caer hacia mi pecho, para no resbalar por el sudor nervioso de mi garganta. Marqué.
—Utopía, soy yo.
Empezó a llorar. Me echaba de menos, repetía, como si no pudiera pronunciar otras palabras. Mis músculos se relajaron, la sangre llenó mi polla y el escalofrío que aguardaba desde mi escroto hasta la nuca tuvo que conformarse con esperar otra oportunidad. Al final me dijo:
—Necesito que vuelvas conmigo.
No había acabado la frase y yo ya estaba preparado para despedirme de mis enfermeras improvisadas. Pero me detuvieron. Tenía que desayunar con ellas; era lo mínimo, me dijeron.
—Tenéis razón, disculpad. Me pierde el amor.
—Te pierde la polla.
No iba a consentir que ultrajaran así mi bella historia romántica.
—No, no es eso. La amo.
—Ya, pero ella a ti no, te está utilizando. ¿No le has preguntado qué ha pasado con el tío ese?
«No me interesa», pensé. ¿Acaso la gente se pregunta qué serie de casualidades la llevó hasta el premio gordo de la lotería? Las buenas noticias son siempre demasiado deslumbrantes como para perder el disfrute de recibirlas cuestionando, racionalizando. Racionalizamos para no sufrir, no para dejar de ser felices. De hecho, la razón y la felicidad son bastante incompatibles, al menos en sus extremos.
Desayunamos aquellos huevos embadurnados de aceite y lo que parecían, tras retirar el carboncillo, unas finas lonchas de bacon —la panceta de toda la vida, pero que por lo visto esta habla idiomas—. Luego ayudé a recoger los platos y las tazas a toda prisa. El café estuvo bueno. Tenían una cafetera de esas caras que hacen cafés de verdad. Después, cuando ya iba a decir aquello de «bueno, pues…», la compañera me dijo:
—¿Sigue pendiente lo del trío?
Miré a Lauren. La verdad es que la luz del sol me suele hacer más romántico, menos «sucio», pero la oportunidad del trío volvía a plantearse en mi vida. Ya perdí un autobús que me llevaba a su parada, y ahora la vida volvía a venderme un billete: resultaba tentador tanto para mi deseo como para mi currículum. Lauren parecía estar dispuesta, supongo que porque veía en la experiencia la última oportunidad de tener sexo conmigo. Me miré hacia la entrepierna, como consultando su disponibilidad, pero parecía ocupada pensando en el abrazo de Utopía.
—No, gracias, no os lo toméis a mal. Ahora tendría la cabeza en otra parte.
—En otras tetas —añadió Lauren.
—No, no lo digas así. Necesito una cerveza.
Me acabé el néctar de cebada en apenas tres tragos. Me despedí de ellas con un beso en los labios. Me resultó áspero, nada que ver con los que por la tarde noche del día anterior compartí con mi amada de pago. Tomé un taxi que me llevó hasta mi Volkswagen y retorné a mi ciudad con el corazón a doscientos y mi pie pisando hasta los ciento ochenta. No hubo multas. Llegué en dos horas a la casa de Utopía. Mi estrategia para la venganza a mi deshonrado amor estaba comenzando a desarrollarse al margen de mi control, no pensé que me lo pusiera tan fácil para derrocar al calvo. Ahora tenía que coger yo los hilos y aprovechar los vientos propicios.
Utopía vive en un pueblo de esos que no sabes por qué existen. No tienen mar, no tienen apenas casco histórico…, simplemente son apéndices de una ciudad grande. Alguien hace unos años decidió que los pisos en la capital eran muy caros y se construyó una casa. Se lo dijo a un amigo y poco a poco se fue poblando la cosa. Mucha gente prefiere vivir lejos de las ciudades grandes. Trabajan en las ciudades grandes, disfrutan de sus hermosos atascos a las horas en las que más te apetece tranquilidad, compran en las ciudades grandes, salen de fiesta en las ciudades grandes, pero a la hora de pasar las pocas horas que les quedan, por ejemplo, para dormir, prefieren un pueblo dormitorio.
Aparqué el coche cerca de la estación de metro. Ella vivía cerca de la estación de metro. Dormir en su casa era estar dispuesto a escuchar pitidos y ruidos metálicos desde las cinco de la mañana hasta la una de la noche. Me emocionaba la idea de volver a verla. Estaba a punto de llorar. Llamé al timbre, me abrió, subí las catorce escaleras que separaban su puerta de la calle… Y allí estaba ella, con su larga melena negra sobre sus hombros, su camiseta de tirantes ajustada y un pantaloncito corto que dejaba ver sus piernas y una letra de uno de los dos tatuajes que tenía sobre la nalga y el muslo derechos. Allí estaba ella. Ella… y un tío grande que le daba un beso en la boca mientras sus ojos de gata me miraban a mí como restándole importancia al asunto. El hijo de puta era tan calvo como la punta de mi polla. Una bola de billar. La número ocho. La negra. La que yo estaba decidido a meter para acabar la partida y proclamarme campeón.
—Te veo esta noche —le dijo el capullo. Tenía claro que era Josué.
Pasó por delante de mí saludándome como si fuera el cartero. Yo sabía que de sobra me conocía. Utopía jugaba a eso: siempre tenía un hombre en la recámara. Y se encargaba de que lo supiéramos todos los hombres. Eso hacía que despertara nuestro instinto competitivo. Todos queríamos ser los únicos para ella. Entré y me abrazó. Yo estaba con la cara completamente amoratada y el labio partido, recuerdo del intercambio de opiniones con los skins. Me miró como solo ella sabe hacerlo. Me acarició el labio. Y…
—No sufras, esta sigue siendo tu casa. No me has perdido, Javier, no me has perdido.
¿Dónde estaba la voz del teléfono? En tan solo tres horas había pasado del llanto a volver a manejar la situación. Ya me estaba haciendo creer que era yo quien había reculado. ¿Qué iba a negociar con ella? ¿Qué iba a mejorar de nuestra relación si para ella todo parecía seguir igual que antes de nuestra ruptura? ¿Pero era así? ¿Realmente había reculado yo?
—Estás más delgado. En una semana has perdido por lo menos dos kilos.
Eso para que digan que el alcohol engorda. El alcohol engorda si lo combinas con una vida sin sobresaltos. En cambio, los desamores adelgazan más que cualquier dieta sin calorías. Los endocrinos deberían anotar esto en sus agendas.
—Bueno, pues ya estoy aquí —dije resoplando y confundido ante el nuevo escenario de mi aventura.
—¿Cómo estás?
Era el mismo demonio que me había dejado días atrás. Disfrutaba torturándome. Y eso me gustaba. ¿Ustedes se imaginan salir con el diablo? Imaginen que fuera una mujer: ¡salir con ella sería lo más pecaminoso del mundo! Yo le vendí hace años mi alma a Belcebú. Ya sé que eso solo son supersticiones, pero yo lo hice. Lo hice a cambio de que ninguna mujer pudiera tenerme del todo. Esto lo hice después de lo de mi abuela, claro. No tiene nada que ver con su profecía. ¿O sí? Aquel pacto tuve que hacerlo porque otra mujer estaba destrozándome mi estabilidad emocional. Y el diablo cumplió. Me dio mi parte. Desde entonces, aunque me enamore, ninguna mujer me tiene del todo. Así me va. ¿Cómo se deshace un pacto de estos? ¿Vuelves a un cruce de caminos en noche de luna nueva y le dices que te devuelva lo que quede de tu alma tras descontar los días usados?
Era hora de actuar bien. Utopía se me escapaba. El calvo lo estaba haciendo de maravilla: él la tenía y yo la compartía. Y ahí tuve la revelación. Había una canción de Julio Iglesias que siempre me hacía sentir bien…, venía a decir algo como «Nena, yo seré tu amante porque no quiero lazos; tú cásate con quien te dé la gana, que yo me conformaré con los buenos momentos que te sobren, y te sobrarán muchos porque te habrás casado». Esa era la única manera de tener a Utopía para siempre: que no sintiera que la tenías. Lo supe en aquel mismo momento. No soportaba los lazos, aunque pretendía tenerlos, porque así lo planeaba y ordenaba su corazón huérfano. Algo en mi interior sonrió y me dijo: «Ahí lo tienes, amigo. Ya sabes las reglas. Conoces tu objetivo. Tienes todo a tu favor para empezar la partida que te hará ganador».
No sé si fue mi conciencia, mi abuela, la Virgen…, no lo sé. El caso es que comencé la función. Comenzó el espectáculo. La farsa. El teatro.
—Estoy mal. Muy mal. Pero no es responsabilidad tuya curarme —dije cabizbajo.
—Te equivocas. Para mí siempre serás alguien especial. No puedo dejarte sufrir. ¿Qué puedo hacer por ti?
—Nada. Voy a irme unos días de viaje. A algún sitio que jamás hubiera querido ir. Voy a hacer algo que sea tan distinto a mí que dejaré de reconocerme y alejaré este dolor.
Palabras mágicas y estudiadas. Bueno, palabra mágica y estudiada: VIAJE. A Utopía la volvían loca los viajes. Siempre soñaba con viajar, yo era el perezoso. Aun así, hicimos alguno en el pasado, aunque no todos los que ella soñaba.
—Te acompañaré. Haré lo que sea hasta que salgas de tu dolor.
Me di cuenta, por primera vez también, de que no tenía claro que lo que estaba haciendo fuera por volver con ella. Me empezó a invadir una necesidad más urgente que la de recuperar su amor: vengarme del tipo del Porsche de segunda mano era ahora lo primordial, lo más importante en mi vida. Él creía tenerla, y yo le iba a explicar lo que era tener en la cama a una mujer cuyos besos se dirigen siempre a quien mejor la trate, a quien tenga algo nuevo que ofrecerle y con las suficientes garantías de que seguirá ahí pese a los baches del camino.
—No, debes quedarte —dije en tono casi dramático—. Josué no entendería que te vinieras.
—¿Ahora le llamas Josué?
—Es que no estoy para inspiraciones.
—Josué sabe que eres una persona importante en mi vida. Tendrá que entenderlo. Pero sabes que no puede haber sexo entre nosotros.
—No podría tenerlo. El dolor es demasiado fuerte —dije cual Hamlet a Horacio.
Acababa de poner la primera baldosa del pasillo que me conduciría a la destrucción del corazón del calvo capullo.
—¿Dónde quieres ir? —me preguntó ya casi más pendiente de su nueva aventura que de mi dolor.
—Tú siempre has querido ir a África.
—Pero tú no…, te da miedo… ¿Irías a África?
Típico. Primero fingimos preocuparnos por las necesidades del otro y luego, casi sin dar tiempo a que el otro se acoja a ser el protegido, por las nuestras. A fin de cuentas son las más importantes.
—Algo ha cambiado, princesa, dentro de mí. He tenido una revelación. No voy a dejar de hacer nada en esta vida. Fuera miedos.
La verdad es que lo decía en serio: mi cabeza había pegado un giro de ciento ochenta grados. Siempre había sido un tipo maniático y secuestrado por sus propias reglas, y ahora sentía que todo eso había quedado atrás. Era el momento de ponerme al límite de verdad, de llegar adonde mi imaginación fuera capaz de empujarme. Había decidido dejar de soñar para empezar a estar despierto.
Nos fuimos inmediatamente a buscar una agencia de viajes. El viaje de sus sueños y mi viaje hacia la reconquista del equilibrio entre ella, el calvo y yo. De mi tierra de piel morena en manos de pueblo enemigo. Recorrimos varias agencias; en muchas parecían preferir contagiarte miedo a ese tipo de viajes que venderlo, pero al final dimos con la vendedora maestra. La que supo adecuar su necesidad de vender a la nuestra de visitar el continente explotado. ÁFRICA.
Cuando estuvo todo previsto, le dije:
—Pero nada de móviles, ni mails… Vamos a perdernos. No quiero contacto con este mundo.
—Será como tú quieras. ¿Por qué no eras así antes?
Pues por lo de siempre: porque me acostumbré a mirarme el ombligo. Porque lo tenía todo. Porque la tenía a ella. Y se me olvidó que cualquier coche que tengas, por muy buen motor que tenga, te dejará tirado si no le haces el mantenimiento que él requiere.
Llegó la hora de irme a mi casa. Yo pensé en su cama. Su dormitorio lo monté yo con muebles de Ikea. Su cama, su armario, su cómoda, sus mesitas, su otro cuarto, parte de su salón… Ella había dicho que seguía siendo mi casa, pero no era buena idea quedarme a dormir allí. Mi plan exigía distancia de ella y acercamiento a mi «dolor» interno. Saldríamos de viaje en dos noches. Podría resistirlo. Además, noté en ella la sorpresa de que no se lo pidiera, y las sorpresas la hacían tuya.
—Una cosa más —dije—. Si en algún momento te arrepientes porque crees que le puedes hacer daño a Josué, no te sientas obligada a venir…
Estaba que me salía. ¡Esa frase era de Premio Nobel! Acababa de convertir al imbécil del Porsche de segunda mano en el único obstáculo para que ella no cumpliera su sueño de viajar a África.
—Olvídate de él, este viaje era nuestro…, nos lo debíamos.
La verdad es que yo hubiera preferido ir a un resort de esos de lujo a todo trapo para ver a Utopía todo el día en topless y beber Fray Angélico, su bebida preferida, pero mi plan exigía ciertos sacrificios. Pensé en mi abuela. Tal vez la razón de que ninguna mujer me quisiera es que en el fondo las compraba, no las enamoraba, pero la diferencia, aunque me haga sufrir a veces, es a mi favor. Lo que compras lo puedes vender, o devolver, o cambiar…, si te enamoras, podrás tener a la persona o perderla, pero nunca será decisión tuya del todo.
Por la noche, solo en mi cama, ya no se me hacía tan grande el colchón. No estaba ella a mi lado para compartir su aliento ni su tobillo sobre el mío, pero podía escuchar en mi cabeza los gritos del gilipollas del coche de segunda mano intentando convencer a Utopía, durante su cena, de que abandonara la idea del viaje. Y aunque me lo imaginaba con las venas de las sienes hinchadas buscando una grieta por la que penetrar en la razón y la lógica de mi amada, sabía de sobra que no lo lograría.
Tal vez existieran fisuras en la cabeza de mi chica, pero una vez dentro solo contabas con un laberinto y una brújula estropeada para llegar a su razón. Un laberinto lleno de cadáveres de hombres que lo habían intentado antes que yo y en el que se guardaba un ataúd para el payaso que había osado entrometerse en nuestro camino.