EL CAMINO HACIA EL PATÍBULO DE LA HIJA DE LOS DIOSES Y LA SUERTE ECHADA
«¿Cómo sabré que ha dejado de estar enamorado de mí?».
«Cuando en lugar de decirte que moriría por ti
comience a hablarte de su necesidad de ser
individuo antes que pareja».
Volviendo a mi experiencia en cautividad, he de decir que los cuartuchos donde te guardan cuando te llevan a comisaría son más pequeños que los calabozos donde dormí y te proporcionan la enriquecedora sensación de estar más enjaulado. En el que me tocó esta vez había dos bancos, uno enfrente del otro. La puerta era de hierro y tenía una pequeña ventanita que cerraban y abrían según les daba. Las paredes estaban manchadas de sangre. Algunas manchas eran frases de amor. Supongo que en ese lugar habían concluido muchas historias de romances. Como la mía. Allí estaba, de nuevo atrapado con mi justiciero rumano. El que había compartido traslado y esposas. El que me aconsejaba por segunda vez en pocas horas que me echara una novia rumana. Solo había una colchoneta para ablandar la superficie del banco y que tus posaderas descansaran mejor y se la di a él. No fue por generosidad, sino simplemente porque prefería actuar como si en breve fueran a llevarme ante su señoría.
A menudo pienso que nuestra manera de esperar los acontecimientos decide la forma en que estos se nos presentan.
Teniendo en cuenta que era sábado por la mañana, había poco movimiento en la comisaría. Los sábados por la mañana se delinque y por la tarde comienzan las detenciones, por lo visto. Mi compañero se esforzaba en dormir, o al menos estaba tumbado y con el antebrazo sobre su cara. A todos nos molesta mostrar el rostro mientras dormimos. Una vez leí una frase que decía que mirar a la cara de alguien que duerme es como abrir una carta que no va remitida a ti. Y algo de cierto hay. Resulta indiscreto.
Una de las frases escritas en la pared decía: «TE AMARÉ HASTA LA MUERTE, LOURDES, QUE SERÁ PRONTO». Y bien mirado es una forma de cumplir una de las promesas del matrimonio.
—Señor juez, la maté porque cuando me casé le dije que la amaría hasta que la muerte nos separara, y hace poco conocí a una chavala más joven que la chupaba mejor que mi mujer y me enamoré de ella. Mi esposa no llevaba bien que no cumpliera mis promesas, así que tuve que hacerlo. Tuve que matarla.
Deberíamos tener más cuidado con lo que prometemos.
Intentaba distraerme y olvidarme del aburrimiento inventando historias a raíz de los escritos. La verdad es que me he aburrido mucho encerrado. Intenté otra vez hacer el Om ese de los budistas, pero no fui capaz de concentrarme. Quería que me llevaran ante el juez ya.
Mi exesposa sí que sabía aburrirse. Ella sí. Podía estar horas parada en un sitio sin moverse. Hacer cola en algún establecimiento, por ejemplo, parecía no importarle nada. Yo creo que no estaba en paz consigo misma, pero sabía desconectarse. Eso me falta a mí: saber desconectarme.
Recuerdo una vez que pinchamos en la carretera ella y yo. Íbamos de viaje. Empezábamos unas vacaciones. Llamé a la grúa. Tardó casi cuatro horas en llegar. No había ningún bar cerca, solo árboles y barrancos. Ella estaba tan tranquila mirándose las uñas. Le propuse echar un polvo. Como siempre, me dijo que mi sensibilidad para despertar su deseo dejaba mucho que desear, pero ¿qué quería? Tantos años juntos uno coge confianza. Con Utopía sí se puede hablar así. Tienes un calentón y se lo dices, y si ella no tiene ganas por lo menos te hace un apaño. ¿Hablar? No teníamos nada de qué hablar mientras esperábamos la llegada del mecánico. Pasábamos por entonces mucho tiempo juntos y lo que nos sucedía nos sucedía a los dos. Del trabajo ya estaba todo hablado, charlábamos todas las noches con nuestra botella de vino. Creo que sustituimos los orgasmos por el vino y las charlas. Con Utopía ocurre al revés: sustituimos el vino por los orgasmos, al menos los míos. Es otra de las razones por las que me decidí a empezar a hacer ejercicio. Tu capacidad sexual lo agradece. Rindes más y te hace sentir mejor. Por eso cuando estoy sin pareja suelo beber, y en ocasiones hasta he fumado mucho. Desaparece mi deseo sexual y estoy más controlado. El sexo me perturba, me hace daño. Se vuelve adictivo. Ahora me apetece un cigarro. Sabía que no debía haberme fumado el que me dio el yonqui. Que me haría recaer. Pero es un buen momento para empezar a fumar otra vez. Sustituiré los besos húmedos de Utopía por caladas; caladas profundas que nicotinicen mi corazón. Es un buen tema para hacer una canción de desamor. La haré. Podría empezar así y continuar diciendo que la he sustituido por humo amargo, nubecitas calientes que hacen formas de bellos cuerpos que se esfuman al tacto de mis dedos, igual que ha hecho ella tantas veces…
Cuando llegó el de la grúa a reparar el pinchazo yo me había recorrido todos los alrededores de la zona, había construido dos bastones con unos troncos que encontré, había buscado rebollones bajo los pinos y me había hecho una paja detrás de unos matorrales de la que me limpié con una corteza de árbol —se me quedó la polla un poco sucia, y luego tuve picores, pero nada que no pudiera sobrellevar en unas vacaciones—. Sin embargo, mi mujer se había quedado todo ese tiempo sentada en el coche mirando a las musarañas. Imperturbable. El mecánico era un tío soso pero amable. Tenía mucho pelo. No largo, sino de cabeza poblada. ¡Qué injusticias, el tío del Porsche de segunda mano sin nada y este con tanto! No le ayudé demasiado a reparar el infortunio; más bien no le ayudé nada de nada. Había tardado en llegar y yo estaba cansado de tanto correteo campestre. Cuando terminó su faena miró a mi mujer y le dijo:
—No es muy manitas su marido.
—Bueno, él es así. Nos ha salido artista —dijo utilizando el poco humor que la caracterizaba para lanzarme una pulla.
—En algo tendré que derrochar mi creatividad, ya que en el sexo no puedo hacerlo —contesté desde dentro de la cabina de la grúa.
No se habló más. Durante todas las vacaciones, digo.
***
A la espera de que me trasladaran de una vez a los juzgados me entró sed. Quería pedir un vaso de agua, pero no tenía a quién: estaban todos en la calle viendo llover. Estaba cayendo una buena. Toda la mañana ha estado lloviendo y sigue haciéndolo, como si los ángeles se apiadaran de nuestra tragedia. Se escuchaban truenos. Entonces comenzó a sonar el teléfono. Yo estaba seguro de que llamaban de los juzgados para que me llevaran ya, pero allí nadie atendía la llamada. Me di cuenta en ese momento de que hacía tiempo que no sabía nada de mi amada. ¿Dónde la habrían llevado a ella?
—¿Utopía? —susurré a modo de grito contenido hacia el pasillo. Tal vez estuviera en la celda de al lado—. ¿Utopía?
—¿Qué? —se quejó una voz que salía de la ventanita minúscula de la puerta de al lado.
—¡Estás ahí! ¿Cómo estás?
—Vas a dejarme, ¿verdad?
—No pienses en eso ahora. Tenemos cosas más importantes que resolver.
—¿Más importantes que nuestro amor?
Se me había olvidado que para ella todo lo que nos estaba pasando debía ser una atracción más de la feria de su vida. Para ella lo importante es lo que se siente, al margen de las circunstancias. La verdad es que hasta ese momento no había pensado en eso. ¿Qué iba a decir en el juicio? ¿Iba a seguir diciendo que le había pegado? ¿Iba a seguir mintiendo para castigarme? Pensé que tenía que hacer algo al respecto. Elaborar una estrategia. Aunque dado mi currículum en el ajedrez, decidí, como siempre, que sería mejor improvisar.
—Todo está bien, Utopía. Todo está bien.
—Dices eso para que me calme, pero me duele todo el cuerpo.
—Será de follarte al policía —contesté una vez más presa de mi incapacidad para contenerme en decir lo que pienso. ¿Pero qué demonios estaba haciendo? Ya estaba volviendo a las andadas. ¿Quería provocarla? ¿Quería que me jodiera vivo ante el juez?—. Perdona, no debí decir eso —añadí.
—¿Vas a dejarme?
Aunque le había prometido a los pocos días de conocernos que nunca le mentiría, tenía que hacerlo: si hubiera detectado que me quiero ir para siempre, quizá hubiera jugado todas sus cartas para complicarme la vida. Le daría igual mi suerte, lo importante para ella es no perder el contacto conmigo. Lo sé porque le hizo igual a su exnovio. Su exnovio… Cuando me contó su ruptura con él —más o menos parecido a esto que nos está pasando—, me estaba advirtiendo claramente de mi futuro, pero claro, esto es como lo de los accidentes domésticos. «A mí nunca me va a pasar», piensas. No quise mentirle. Siempre me ha costado hacerlo. La quiero. La quiero. La quiero en el fondo y en todo lo demás.
—Hablaremos, hablaremos mucho.
—¿Cuando me hayas dejado?
—Joder, ¿no te parece que nos merecemos algo mejor los dos?
—Yo contigo lo tengo todo.
Pocas veces me decía cosas así. Ojalá lo hubiera dicho durante la discusión previa a nuestro arresto. Esto me desmonta. Cuando me dice cosas así, que parecen demostrar que de verdad me ama, se me derrite el corazón. Siempre me quedará la duda de si me ha manipulado y, sin embargo, mis ganas de ser querido vencen a la inquietud de la incertidumbre.
—Y yo contigo —le contesté.
El teléfono volvió a sonar un par de veces. Yo había olvidado la sed de hacía un rato. Nadie acudió a la llamada. Al poco del cese del molesto timbre se escucharon pasos.
—¿Utopía? —Era el agente que se la había zumbado en los calabozos—. Vamos.
Se la estaban llevando. La vi pasar a través del orificio que llamaban ventana. Bella como siempre. Ni en los peores momentos pierde su belleza. No es algo físico solamente. Es espiritual. Todo su dolor la hace virgen al paso del tiempo y a las circunstancias. «Sin duda alguna es mi ángel», pensé. Deseé que mirara al agujero de la puerta que me privaba de abrazarla. Que cruzara esa mirada suya tan penetrante con la mía. Que me confirmara que de verdad conmigo lo tenía todo. En cambio, no fue lo que pasó. Se alejó despacio. Con su vestido blanco, el que compramos en nuestro último viaje, manchado de mi sangre por la parte de atrás. Me senté. No dejaba de pensar en ella. ¿Debería volver a intentarlo? Si de veras me creyera lo que dije al comisario en los calabozos sobre el amor, debería hacerlo, pero temo demasiado a la cárcel. Sé que no sobreviviría. Siempre le he tenido miedo, a pesar de no ser un hombre de miedos al mundo real. Ni siquiera veo películas sobre presos. Me estremecen. Privar a una persona de libertad es anularla por completo. Prefiero la pena de muerte. De verdad. No para otros, sino para mí. En contra de nuestra lógica de mortales, yo creo que muerto hay esperanza; encerrado, solo muros.