EL INICIO DEL DESCALABRO, UNA AMABLE PROSTITUTA Y LOS HIJOS IDIOTAS DEL FRANQUISMO
Cuando dejó de quererme me dijo:
«Hace tiempo que no siento tu cariño.
Será mejor que te cuente lo del otro
para que tengas una razón para dejarme».
Cuando me divorcié pesaba casi ochenta kilos; ahora apenas supero los sesenta y tres y continúo usando los mismos pantalones. No engordo, me he quedado estancado en ese peso. Y eso que voy al gimnasio. Tengo un entrenador personal que se ha propuesto obedecer mi idea original de ponerme fuerte. Esta idea la cogí de Utopía. Ella es muy de este tipo de salas. Ya saben: vapor humano, cuerpos deformados, al menos los de los hombres. La verdad es que los de las mujeres están para chuparse los dedos. Es curioso, a todas las mujeres que he preguntado en la vida les gustan los cuerpos proporcionados, normales, nada de músculos y, sin embargo, estos que acechan a las féminas como los lobos a los corderos se pasan la vida mirándose en los espejos a ver si han ganado un centímetro de masa muscular. La pena es que se dejen de mirar los cerebros. Me pregunto cuántas neuronas morirán por cada repetición de ejercicio. A ver, está claro que no se puede generalizar. De hecho, mi entrenador es un tipo inteligente y musculado. Me caló rápido. Cuando lo conocí le dije que quería un cuerpo Gillette, como los modelos de las maquinillas de afeitar. Se sonrió por lo bajo, me dijo que debería engordar unos kilillos y me preparó una dieta. Obviamente si cumplo esa dieta a rajatabla engordaré, pero me preocupa que vaya más rápida la dieta que el ejercicio y termine convirtiéndome en víctima de mis propias burlas y me hinche como un globo, por lo que no la cumplo del todo. Cada vez que me pregunta cómo es posible que no engorde y le digo que porque soy muy nervioso, frunce el ceño y dice: «Pues tendrás que relajarte». Luego tengo la impresión, aunque no puedo aseverarlo del todo, de que se sonríe por lo bajo como lo hizo la primera vez que hablamos.
Otra razón para no cumplir la dieta es el dinero. Por favor, ¡es casi como dar de comer a un hipopótamo! Carne roja, pavo, huevos a tutiplén, fruta, pasta y, por supuesto, ni refrescos ni alcohol, que con lo que te gastas en comida casi se agradece. En definitiva: se te queda un cuerpo diez, pero se vuelve un aburrimiento sobrellevar tu existencia.
Lo de apuntarme al gimnasio fue por iniciar la venganza al personaje que considero responsable de que hayamos acabado con antecedentes mi chica y yo. Está mal reconocer dejarse llevar por la venganza, pero peor haberlo hecho. Tal vez por eso esté pagándolo con todos estos infortunios. Al final lo del karma va a tener su cosa.
Lo del tío este empezó un día en el que Utopía y yo estábamos, como siempre, mal, pero con sus buenos momentos que compensaban todo lo malo. De repente comenzó a hablar de un tipo de su gimnasio que la asesoraba «gratuitamente» en los ejercicios. Yo sabía exactamente el significado de la palabra gratuito en el argot hombre cachondo y mujer diez, pero no podía decírselo a ella porque eso me situaría en el colectivo de hombres celosos, al que, aunque pertenezca, no quiero que lo parezca.
Apenas dos noches después de que me hablara del sujeto musculado mientras nos acostábamos, sobre las dos de la mañana, mi querida reina, que por cierto padecía y padece de insomnio, insomnio que hemos compartido siempre por aquello de si caía un polvo, bueno, esta era mi razón, supongo que no la suya…, apenas dos noches después, decía, y a esas horas intempestivas, ella recibió un sms.
Yo nunca pregunto por sus sms: si ella quiere leérmelos, que me los lea; si no, no —esto también obedece a mi disimulo por no parecer celoso—. El caso es que acto seguido me preguntó si quería tener un hijo con ella.
—Ya sabes que sí, pero ahora no estamos bien, no me parece que sea el momento.
—Pues yo voy a dejar de tomar la píldora.
—¿Y eso por qué? —le dije.
—Porque no voy a estar metiendo mierda a mi cuerpo por un tío que no quiere comprometerse conmigo.
—Pero me he venido a vivir a tu casa, estamos juntos, ¿qué más compromiso quieres? Además, desde que la tomas no te duele tanto la regla.
Yo tenía, y gracias a Dios sigo teniendo, mi piso. Más grande. Con más comodidades. Cerca del mar. Pero por alguna razón nunca lo ha querido. Se atrinchera en el suyo. Como si temiera jugar en campo contrario. Se ha inventado, como dije, la excusa de lo de los animales, pero sé de sobra que esa no es la verdadera razón.
—Tú no me quieres. Estás conmigo solo por sexo.
Esta era una afirmación que me escocía —claro que no era la única razón, pero sí una importante—, porque es cierto que donde Utopía me ha liberado por completo es en esta materia. Es cierto que me he hecho adicto a su cuerpo, cualquiera lo haría en mi lugar, pero no me gusta que se dé cuenta. A pesar de que he tratado de evitarlo a toda costa, mi juguete de la entrepierna no es buen actor. No sabe mentir. Por eso, cuando me decía cosas así, yo me sentía descubierto. Tampoco creo que haya nada de malo en ello —esto lo comentaré con la psicóloga el día que la encuentre—, pero sé que ella necesita que se la quiera por lo que es y no simplemente por cómo está y lo que sabe hacer con lo que tiene, sin darse cuenta de que lo que sabe hacer con lo que tiene y el cómo está son partes importantes de lo que la convierte en lo que es.
—Mira —le dije en tono serio pero armonioso—. ¿Por qué estamos siempre discutiendo? ¿No tendrá que ver con el sms que te ha llegado? ¿Son malas noticias?
—Era de… —lo llamaremos Josué, por evitar dar nombres reales.
—¿El tío del gimnasio? ¿Con el que quedaste ayer para tomar un café, luego te dio una vuelta con su Porsche de segunda mano, y que es calvo?
—Se rapa.
—Claro, para anticipar lo evidente. Tal y como dice el manual del calvo vergonzante. Me parece muy osado mandarte un sms a estas horas, ¿no?
—¿Qué insinúas?
—Insinuar no es la palabra, amiga mía. Afirmo que quiere ñaca-ñaca.
Y ya está. Se había escapado el Otelo de mis entrañas y mis amores. Ya era el celoso que había evitado ser durante tanto tiempo.
—No voy a consentir que me hagas sentir culpable por quedar con él. No voy a renunciar a que sea mi amigo. Tú tampoco renuncias a tus amiguitas.
Eso era mentira. Ya había perdido a varias grandes amigas porque se empeñaba en decir que querían tema conmigo. Como buen pelele que soy había dejado de hablar con ellas. Supongo que ahora me tocará arrepentirme. Ahora que ya no estaré con Utopía, no tengo argumentos convincentes para volver a contactar con mis examigas: pensarán que soy un hijo de puta que eligió entre mojar en caliente y mantener una amistad pura. Bueno, si no lo piensan es que son gilipollas, porque en el fondo no se me ocurre otra lectura del asunto.
—Yo renuncié a… —Y me disponía a dar los nombres de las que cayeron en combate cuando me interrumpió.
—¿Y qué me dices de Rebeca? Sigues quedando con ella —se apresuró a decir para no ceder en su maniobra y de paso arremeter contra la única mujer que seguía estando en mi agenda a pesar de sus intentos por ponerle típex.
—¡Es mi abogada! Es normal que quede con ella.
—Pues yo quedaré con Josué. Quiere entrenarme y no me va a cobrar.
Estupendo. Lo había vuelto a hacer. Ya había vuelto a conseguir lo que se proponía antes de empezar la discusión. Jugaba con las palabras, con las frases, hasta que le dabas la opción de quedar como la digna, hacerte sentir como una mierda y salirse con la suya. Y aprovechaba la situación, ¡claro que la aprovechaba! Así que decidí irme de su casa en ese mismo momento. Era todo lo que podía hacer. Quedarme suponía aceptar los cuernos; yéndome, todavía existía la posibilidad de que aquella mujer fría sintiera algo muy en el fondo por mí y se echara atrás.
A la mañana siguiente me llamó para que recapacitara. Sus condiciones no iban a cambiar. Seguiría viendo al calvo, pero eso no tenía por qué afectarnos, decía. Quedé con ella para tomar un café y hablar calmadamente. Si algo tiene Utopía es que dice lo que cree que es la verdad sin miramientos, así que me confesó mientras el café se me atragantaba que el sms del calvo con el Porsche de segunda mano era para pedirle que se fuera con él de viaje a pasar el día.
—Pero ¿no sabe que tienes novio?
—Bueno, ese mensaje lo mandó cuando tú te fuiste. Rompiste conmigo, ¿no?
Yo me quedaba embelesado ante ella. Y seguiría haciéndolo si no temiera acabar en la cárcel de tanto embelesamiento. La tía había provocado una discusión para romper porque de sobra sabía que el tío ese le iba a proponer algo. Habiendo roto, ella era libre para irse adonde quisiera con quien quisiera. Estaba seguro de esto entonces, y ahora estoy más que seguro. Sé que debería enfadarme, irritarme, pero observar la maña que se daba para conseguir sus propósitos provocaba que ganara mi atención y me olvidara de la afrenta. Era digna de estudio. Supongo que por eso mucha gente dice que más que amarla experimento con ella.
—Pero no me he ido, estoy aquí contigo —me susurró.
—¡Pero ese tío quiere algo sucio! ¿No te das cuenta?
Una cosa es ser celoso y otra es que tu pareja disfrute del cortejo machacador de un tipo con un deportivo de segunda mano. Eso, para mí, son cuernos en potencia.
—Pero tú tienes que tener confianza en mí —me dijo en aquel entonces la tía que esta madrugada, hace apenas unas horas, se ha ventilado a un agente en los calabozos.
—No puedo seguir con esto. Lo siento —dije solemnemente.
—¿Es tu última palabra?
Yo sabía que no. Ella sabía que no. Pero había que fingir que sí. No supe hacerlo. El tío iba ganando. Era la tierra nueva, la fértil. Yo necesitaba ponerme en barbecho, a pesar de que eso garantizaba que mi agricultora se iría a sembrar otros prados. Así pues, con la poca dignidad que me quedaba, le hice creer que sí. Que lo era.
Pasé la peor semana de mi vida. Desayunaba con cerveza. Ayunaba hasta la comida con cerveza. Comía con vino. Merendaba con vodka y cenaba con vino. No podía parar de pensar en que el calvo estaba frotando su cráneo brillante contra los pechos de mi amada. Me imaginaba sus manos grandes —porque el tío era grande, según ella— agarrando aquellas caderas con las que mi buen Dios decidió bendecirme durante todos estos meses y estrellándolas contra su cintura esculpida en los gimnasios. Busqué refugio entre las pocas amigas con derecho a roce que me quedaban o que me habían perdonado mi traición a la amistad, aunque sabía que era inútil: el poder de Utopía alcanzaba mi deseo hasta el extremo de no permitirme sentirlo por ninguna otra mujer. Así pues, decidí escapar a la ciudad donde vive mi esposa con la ambición de que un cambio de escenario implicara un cambio de pensamientos. Pero fue más inútil todavía. Todo lo que mis ojos contemplaban quería compartirlo con ella. Había que probar con algo que ella nunca pudiera darme: una buena polla. Pero ¿cómo hacerlo si soy incapaz de escapar de la belleza de la mujer? Sencillo, lo mejor sería acostarme con un transexual.
Me recorrí las calles de la ciudad en las que se amontona esta clase de prostitución. Calles lujosas y de avenidas anchas donde por las noches surgen los proscritos del amor real. Del que se consume como una cerilla. Del que ilumina durante unos segundos el corazón de los que nos sentimos solos si no hay una mujer cerca que sepa fingir que nos quiere tal y como somos. Sabía de antemano que no se me empinaría, sabía mi problema con el dinero y el sexo; aun así, albergaba la esperanza de que la novedad hiciera algo por mí. Quizá algo nuevo se apiadara de mi tristeza y supiera removerme las entrañas hasta arrancarme una erección. Vi unas cuantas chicas de estas que me gustaron, pero necesitaba algo más que un físico imponente. Necesitaba la mirada. Esa mirada cómplice que me hiciera creer que pagaba porque es lo que hay que hacer, pero que también se acostarían conmigo por amor. En definitiva, buscaba la mirada de Utopía. Y llegué hasta Lauren, una morena imponente que me intentaba convencer de que su nombre era de mujer en otro país.
—Pues en este no —le aclaré—. Deberías cambiarlo por otro más femenino. No hace justicia a tu físico.
—La feminidad no se lleva en el nombre —me aclaró ella.
Y tenía razón. Nada mejor para aprender sobre algo que pasar con ello unos minutos. Aunque en mi caso fueron horas. Nos fuimos a unos apartamentos y nos sentamos en la cama.
—¿Por qué ibas por esa zona? —me preguntó.
—Para escapar. ¿Me ayudarás a hacerlo?
—Pero ¿por qué en concreto por esa zona?
Sabía lo que me estaba preguntando. Ella tenía sus dudas, por mi forma de tratarla, de que yo supiera que tenía pene como yo. Pero a mí no me salía hablar de ello directamente. No quería que pareciera que había ido a buscar precisamente eso. Otra vez estaba claro qué era lo que había hecho, pero como se habrán dado cuenta, trato de disimular mucho lo que soy en realidad.
—No sé… ¿Por qué me preguntas eso? —me hice el tonto.
—Tú sabes…
—Abrázame. Yo sé…, demasiadas cosas sé… —la interrumpí y me abracé a ella.
Se sorprendió, comenzó a acariciarme el pelo. Me sentía cómodo. Al menos durante el rato que duró el abrazo no eché de menos nada. Equilibrio.
—Bueno, pero no habrás pagado para abrazarme, ¿no?
—¿No se puede? —pregunté por quitar algo de trascendencia al momento.
Comencé a explicarle que no podría hacer nada con ella por mi conflicto económico-sexual. Aun así, me pidió que me quitara la camisa.
—De verdad, no puedo…, no quiero que pienses que es por… —dije con cierta vergüenza, pero más que acostumbrado a tener que dar esa explicación.
—Bueno, pues déjame jugar contigo y luego hazme algo a mí.
Cuando te piden eso después de haber soltado casi doscientos pavos, te quedas un poco perplejo. ¡Al final te están usando a ti! Pero ella no hablaba de devolverme la pasta: hablaba de sacarle rendimiento a su tiempo. Debía ser muy espiritual porque, además de los doscientos pavos, quería dar gusto a su espíritu. ¡Y qué espíritu tenía! Me sacaba dos dedos. Pero no me hizo sentir mal. No voy a entrar en detalles. Según dijo, se quedó encantada mientras yo contemplaba mi arma cargada, pero sin muelle que activara el percutor. Había pagado por hacer feliz a otra mujer. Esa era la historia de mi vida. Siempre pagaba por ello. Literal y en sentido figurado. Yo me sentía halagado en mi ego y estafado en mi bolsillo, pero ganó el ego, como siempre. Nos vestimos y ya iba a despedirme cuando me dijo que de eso nada, que la noche era joven y que íbamos a desmontar la ciudad. Palabras santas cuando suenan de la boca de una mujer.
—¿Puedo llamarte Selena? Me gusta Selena para ti —le dije.
—Lauren, me llamo Lauren. Me gusta mi nombre.
Tenía carácter. ¿Cómo no me iba a gustar? Las mujeres con carácter te complicarán la vida, pero una sin él te la hará un aburrimiento.
Mentiría si dijera que la gente no nos miraba. Por muy grande que sea la ciudad, los seres humanos que la habitamos no dejamos de ser miserablemente diminutos. Pero a mí eso me pone. Que me miren. Que sepan que soy capaz de atreverme a abrir cualquier caja de Pandora que se me ponga delante.
Cenamos en un buen restaurante. Yo pedí carne roja, a ver si se animaba «mi amigo el decaído» que tan mal acostumbrado estaba a abandonarme siempre que lo necesitaba. (Mi pene debe pertenecer a la familia de los gatos porque solo responde si le interesa a él; no tiene nada en cuenta mis necesidades de quedar bien con la dama en cuestión). Y ella eligió de la carta lubina al horno. Tomamos vino. Y luego paseamos por las calles oscuras hablando tan solo del presente —de emociones y sentimientos, de ideas y pensamientos; nada de recuerdos, ni pasado, ni cicatrices, ni sueños futuros— hasta que llegamos al río que divide a Madrid en noble y proletario, donde me aguardaban nuevos problemas.
Considero que hay dos tipos de borrachos: el que bebe para sí mismo hasta enfermar del hígado con el fin de desintegrar su mierda, y el que decide beber para compartir con el resto su mierda y hace enfermar del hígado a los demás.
Pues allí, en aquel lugar tan apropiado para un beso entre desconocidos, en lugar de rosas y gladiolos, en lugar de brisas románticas de aire silbado por la luna, lo que nos encontramos fue una jauría de borrachos jóvenes hijos de Franco. Al principio vinieron solo a hacer su exhibición de imbecilidad para demostrarnos que el viejo dictador no solo creó escuela, sino que ancló en un ostracismo intelectual a un gran número de idiotas que, de seguir vivo el generalillo, estarían entre rejas posiblemente. Luego se dieron cuenta de que Lauren tenía algo más masculino que el nombre y decidieron que éramos, tal y como se esmeraban en repetir entre gritos y balbuceos alcohólicos, MARICONES. Intenté llevarme a mi chica de allí, pero ella tenía más cojones —y no solo literalmente— que yo, por lo que, tal y como actúan los que presumen de exceder en tamaño de genitales masculinos, decidió defenderse con la palabra sin considerar para nada la situación. Si hubiera podido conectar conmigo telepáticamente, le hubiera trasmitido toda mi sabiduría sobre lo que suele traer el diálogo en casos así.
El diálogo suele llevar al mal entendimiento cuando los conversadores que tienes enfrente tienen tapones de cera en los vasos sanguíneos que riegan sus etilizados cerebros. Incluso aunque no los llevaran, a menudo no suele funcionar. La gente no se pone de acuerdo. Los que lo hacen es porque ya pensaban igual, pero todavía no se habían dado cuenta, o porque no tienen ningún interés en lo que estás diciendo y pretenden que dejes de darles la murga cuanto antes. Nadie cambia de parecer porque tu argumento sea válido si no tienen un resquicio dentro de sí que coincida algo con tu opinión. Solo con que hubiera tenido tiempo de comunicarle mi reflexión habríamos echado a correr, y de seguro que ellos se hubieran vanagloriado de nuestra retirada y puesto fin a su hazaña. Pero no, Lauren no manejaba demasiado bien la telepatía.
—Niñatos, a ver si maduráis y aprendéis a respetar a los demás —les espetó con la dignidad del que se sabe muerto haga lo que haga.
Perfecto. Una reprimenda a los perros salvajes. La niña había decidido que para que los muchachos se calmaran lo mejor era una afrenta desconsiderada.
—¡Os vamos a cortar las pollas! —dijo uno de ellos, que sostenía una bandera de la dictadura más limpia que cualquier pieza de mi ropa interior.
—A mí me hacéis un favor —contestó Lauren muy hábilmente.
Lo que pasa es que no era momento de mostrar ingenio ni habilidades mentales, sino inteligencia emocional. Esta chica también sufría serios problemas de ego. Me pasó por la cabeza unas catorce veces echar a correr y abandonarla a su suerte, pero pensé que la gentuza de esta calaña merece ser combatida. Y me quedé a su lado. Intenté tranquilizarlos, hacer uso de mi expresión lastimosa. Podía llegar a hacerme con ellos. Estaba seguro.
—Por favor, no queremos problemas. Nos vamos y seguís disfrutando de vuestra fiesta.
—Tú me caes bien —me dijo uno que lucía un modelo de esvástica a bajorrelieve en su calva de primate—. Tienes cara de que no sabías que esto es un tío.
—Por favor, no entremos en eso…, nos invitáis a un trago y os dejamos tranquilos, ¿vale? ¡Viva España! —grité en un desesperado intento de que mi patriotismo fingido me ayudara en todo aquello.
Lauren estaba detrás en silencio. Sabía que la estaba impresionando. Yo estaba practicando el famoso lema de más escuelas y menos cárceles, ¿no decía eso un filósofo?
—Vale —dijo el de la bandera más limpia que mis sábanas—. Pero tú le das el primer puñetazo al maricón.
Guay. La cosa se arreglaba con condiciones. Habían decidido negociar y en eso yo era muy bueno. Por aquello de haber trabajado en el sindicato. Había adquirido una capacidad bastante considerable para el toma y daca. Ahora solo debía escoger las palabras correctas y terminaría amansando a aquellas fieras…
—No quiero darle un puñetazo a nadie… Todos merecemos…
Y me lo llevé yo. Un puñetazo. Varias patadas. Momentos de asfixia con la bandera en mi cara. Parecido a lo de la comisaría de hace un rato, pero mejor sincronizado. Estos tenían más coreografía con sus piernas. Caí al río. Fui sacado del río, arrastrado por los matorrales y finalmente abandonado en una barca de aquel puto río.
No había perdido el conocimiento, pero sí que se lo hice creer. Y no resulta fácil. Parecer relajado mientras sigues encajando golpes no es nada sencillo. Tus reflejos suelen traicionarte cuando escuchas el zumbido de un zapato cerca de tu cabeza. Cuando llegó el silencio absoluto, el mismo que me acarició tras la paliza de la policía, el que declara el fin de la violencia, abrí los ojos. Me toqué la cara, el codo derecho, y busqué mi zapatilla izquierda por el bote, pero no estaba. Pensé en la suerte que habría corrido Lauren. Cuando empecé a recibir las primeras patadas la escuché gritar pidiendo ayuda, pero no llegué a ver si escapaba. Me levanté. Me caí al río otra vez y, empapado y embarrado hasta la coronilla, me arrastré como pude hasta la orilla del parque donde había empezado todo. Allí no quedaba nada: ni bandera, ni honra, ni respeto, ni victoria. Nada. Solo botellas vacías, paquetes de cigarros estrujados y colillas. Me senté en una mesa y comencé a llorar. De repente, Lauren apareció por el empedrado con mi zapato extraviado y me ayudó a levantarme. Pidió un taxi y me preguntó adónde quería ir.
—Al infierno, Lauren.
—Acabas de estar. No creo que quieras repetir.
Y me llevó a su casa.
Vivía en un pequeño apartamento muy bien decorado. Con fotos de actrices ya muertas, pero que siguen siendo bellas. Tenía una compañera. También prostituta. Me bañaron. Durante el baño tuve una pequeña erección y albergué la esperanza de que los doscientos euros que había pagado la cubrieran, pero las mujeres no saben practicar sexo cuando hay dolor de por medio. Eso es así, aunque no me guste demasiado. No hicieron ningún comentario. Hicieron lo que pudieron con mis heridas y me dieron una sopa de no sé qué fruto tropical. Estaba horrorosa, pero no supe decírselo. Me la bebí entera alabando el gusto del brebaje.
—¿Mi móvil? —pregunté cuando acabé la purga esa que me dieron como comida.
—Está aquí. —Se notaba que se había dado un chapuzón en el río por solidaridad con su dueño. Los móviles comienzan a ser más fieles que los perros y además hacen más cosas. Hasta puedes tener un perro mascota dentro del móvil.
Funcionaba. Y tenía tres llamadas de Utopía. Seguro que me echaba de menos. Mi idea de alejarme empezaba a dar sus frutos.
—¿Tu novia? —me preguntó Lauren.
—Ya no. Ahora es solo un objetivo de venganza.
—Tú no tienes pinta de saber vengarte de nadie.
Quizá tuviera razón. Quizá me falte valor para la venganza. Si es que es el valor lo que la promueve. Vengarse de alguien que te ha dado momentos buenos es una canallada, pero darle de su propia medicina para que valore sus propios actos no deja de ser educar a la persona, ¿no?
Había llegado el momento de elaborar una estrategia para que el calvo que me había intentado usurpar a mi novia para siempre sufriera las dentelladas de Utopía y para que esta aprendiera de una vez por todas que el amor no es solo corazón, también es inteligencia y negociación.
Me acostaron en la cama de Lauren, que dijo que dormiría con su compañera porque ella padecía de sueño movido y temía tirarme de la cama. Pero yo le pedí que se quedara. Necesitaba calor de mujer. Ella me ofreció que durmiera con su compañera. Decía que se movía menos. Y ahí vi el cielo. ¿Por qué no dormir con las dos? Juntamos las dos camas, a pesar de mis dolores hice las labores de tío fuerte y se tumbaron una a cada lado. Les pedí que se pusieran de cara a mí. Que me abrazaran. Luego me levanté un segundo. Cogí la cartera y pregunté:
—¿Cuánto por un trío?
—No estás en condiciones —dijo la compañera.
—Eso lo decidiré yo —dije.
Pero a Lauren no le gustó la idea. Ya me estaba pasando lo de siempre. Para Lauren ya era su hombre. No iba a compartirme con nadie ni por trabajo. Todas se vuelven celosas cuando están conmigo. Eso, o todas son celosas por naturaleza.
—Anda, machote, vuelve a la cama y descansa —me dijo sonriendo para camuflar su verdadera razón para apaciguar mi deseo.
Cuando pasaron unos minutos las dos respiraban profundamente. Yo no podía dormir. Pensaba continuamente en Utopía cuando, sin saber de dónde venía, escuché la voz de mi abuela otra vez:
—Si hubieras seguido con tu esposa nada de esto te habría pasado.
—Abuela, mi esposa no podía quererme. Es lo que dice tu profecía.
—¿Qué profecía, hijo?
—¡Abuela, joder, siempre lo mismo! Lo que me dijiste de que ninguna mujer me querría.
—¿Yo te dije eso?
—Sí, abuela, de verdad… Te has llevado el alzheimer con tu alma, ¿eh?
—Pues ya ves qué razón tenía.
—¿Pero por qué lo sabías?
En ese momento recibí un codazo de Lauren en toda mi nariz dolorida que me hizo perder el contacto con el más allá para acordarme del más acá y de sus muertos. Era cierto que esta chica se movía mucho. Pero no podía quejarme. Me lo había advertido.