Capítulo XV

DOS HOMBRES ESPOSADOS Y UN VIAJE A LOS JUZGADOS

¿Puede explicarme otra vez cómo van a ejecutarme?

Es por saber si tengo que cancelar las citas de mañana.

Antes de empezar el éxodo a los juzgados nos dieron el desayuno. Otra vez galletas, zumo y mermelada. Lo mío se lo di al drogadicto, que por fin se había despertado: más galletas y me hubiera dado un subidón de azúcar. Aproveché para darle las gracias por lo del cigarro y, como si le hubiera mandado un mensaje en clave, se puso a tocarse y buscarse algo dentro de los bolsillos desesperada y compulsivamente. Como si le hubiera robado yo algo. Después nos pusieron en fila. Comencé a sentirme aliviado; a sentir que todo aquello se acababa. Veía la luz al final del túnel. Miré para todos los lados a ver si reconocía a Utopía entre todos aquellos desamparados, pero a las mujeres se las deben de llevar antes que a los hombres a los juzgados. Las damas primero, claro. Luego comenzamos a desfilar hacia la puerta, donde nos fueron esposando y metiendo en los coches patrulla según el juzgado que nos correspondiera. Sentí algo de complicidad al ver las caras de todos los agentes con los que había compartido algún momento entrañable durante la noche. Creo que lo llaman síndrome de Estocolmo: al final todos esos capullos se habían convertido en una pequeña parte de mi vida, y comprendí y asumí su imbecilidad sumándome a su causa de ser unos hijos de puta porque sí. Me despedí con una sonrisa del comisario, quien se limitó a dar otra calada a otro cigarro —espero que se acuerde de mí el día que el cáncer le lea la cartilla—. Cuando por fin me llegó el turno, me pidieron que extendiera la mano izquierda. A todos los que me precedieron los habían esposado individualmente, pero a mí no. A mí me tenía que tocar con un tío que… ¡parecía ser el asesino de cien tíos! Era el estereotipo de lo que yo pienso que debería ser un sicario. Calvo. Barba. Grande. Barriga más grande todavía. Brazos tatuados con palabras en lo que supongo que sería rumano. ¡Cuánto rumano hay por esos lares! Aunque, como no creo demasiado en la estadística, tal vez sea la casualidad.

La estadística es una ciencia que a mí personalmente no me convence mucho. Siempre que se quiere manipular una información se recurre a ella. ¿Que quieren prohibir el alcohol al volante? Pues nos obsequian con la información de que un diez por ciento de los accidentes se producen por exceso de alcohol en el conductor. ¡Joder! Y el otro noventa por ciento ¿cómo está repartido? Si no llevaban alcohol, queda demostrado que hay más porcentaje de accidentes por parte del colectivo sobrio, ¿no? ¿Que lo que quieren es sacar dinero con la venta de triángulos y chalequitos reflectantes? Entonces nos dicen que el ocho por ciento de las víctimas en carretera se producen por pasar desapercibidos en la vía mientras reparamos un pinchazo. (Yo siempre me acuerdo de un chiste que contaba el humorista Eugenio, ¿saben?, aquel que decía que un motorista se estrellaba con un carro lleno de maderas. El dueño del carro bajaba a atender al accidentado y este le recriminaba que no hubiera puesto un pañuelito rojo al final del carro, a lo que el carretero le espetaba: «¿No has visto el carro lleno de maderas y vas a ver el pañuelito?»). Y luego está la estadística que más me gusta: el avión es el vehículo más seguro. El que tiene menos porcentaje de accidentes de todos los vehículos. Ya, pero utilizando la estadística, ¿también es el que tiene menos porcentaje de muertos por unidad estrellada?, o ¿cuántos fallos mecánicos acaban en tragedia en los coches y cuántos en las aeronaves?

Sé que está mal que prejuzgara a mi compañero de esposas considerándole un tipo peligroso, pero eso va con la condición de ser humano. No se puede evitar. Prejuzgamos. Él llevaba la «pulsera antiescape» en su muñeca derecha y yo en la izquierda. No paraba de mirarme. Yo me hice el duro dejándole pasar primero, pero se paró y me advirtió que en el lado que me iba a tocar sentarme había un charco de un líquido sin determinar. Concluí que no era tan mal tío: se preocupaba de que no me diera reúma. Le dije entonces a uno de los agentes que el asiento —que, por cierto, era de plástico duro, bastante incómodo— estaba encharcado con un fluido del que prefería no deducir su origen, ya que el techo del coche no parecía tener goteras. El agente me miró como si no viera nada; debió de pensar que ojos que no ven, suceso que no está ocurriendo. Levantó los hombros. ¿Qué pretendía? ¿Que me sentara ahí? Hinché pecho y me hice el digno. Todo lo digno que me dejaban ser mis moratones, mis heridas y mis pantalones anchos que tenía que sujetar con mi mano derecha.

—Oye, vale que estoy preso, pero eso no quiere decir que tenga que sentarme en los residuos de cualquiera —le dije como si la vida me resbalara.

—Coge aquel trapo de allí y límpialo si quieres —me contestó como si la vida le resbalara más a él que a mí.

Allá que fuimos mi compañero de viaje esposado y yo hacia el trapo. Allí que lo cogí. Allí que regresamos. Allí que extendí lo que fuera aquello por todo el asiento, porque el trapo aquel no absorbía nada; solo esparcí toda la porquería. Aunque la situación no podía ser más humillante, yo preferí pensar que me había hecho valer. Sí, de acuerdo, me senté igualmente sobre aquella humedad, pero había ejercido mi derecho a ser atendido.

Por fin arrancamos y encauzamos el camino hacia los juzgados prometidos. Las ventanillas del auto estaban subidas. Yo tengo algo de claustrofobia, y aunque suelo disimularlo, mi sudor no. Me fastidiaba bastante estar esposado a otra persona y que mi exceso de transpiración pudiera hacerse pasar por miedo. Además, estando atado a otro hombre, si hubiéramos tenido un accidente, no hubiéramos podido ponernos el chaleco reflectante y podríamos haber pasado a formar parte de las estadísticas. Soy muy cumplidor con las gilipolleces.

Las calles estaban tristes. Llovía torrencialmente. Me encerraron ayer en un día de sol y me han soltado esta mañana con lluvia. Debería ser al revés, como en las bodas. Las bodas deberían celebrarse en días de tormenta y los divorcios, en días soleados. Psicológicamente ayudaría mucho a dar color al asunto.

Todo aquel paisaje hizo que empezara a invadirme una sensación turbia parecida a la tonalidad que debían de haber cogido mis pantalones por culpa del charco del asiento. ¿Cómo había llegado hasta allí? ¿Tanto me había equivocado con Utopía?

—Deja de pensar. ¿Te juzgan por algo grave? —me preguntó de repente el compañero de viaje con su acento de los Cárpatos.

—No. Bueno, sí, pero no lo hice. Una mujer que ha dicho que le he pegado.

—Deberías salir con una rumana. Son leales. No te joden así.

Era la segunda vez que recibía ese consejo en menos de veinticuatro horas. ¿Será que mi Dios me está enviando señales? ¿Debería salir con una chica de ese país?

—A mí me han arrestado por demorarme en tomar una cerveza.

—¿Cómo? —le pregunté.

—Sí, le dije a mi amigo que nos fuéramos ya, que era mejor ir al aeropuerto cuanto antes para volver a mi país. Aquí no entienden muchas cosas. Pero él se empeñó en acabar despacio la cerveza, y me trincaron.

«Curiosa manera de ver la vida —pensé—. Este es de los míos. Este evita la culpa y el dolor».

—¿Pero qué has hecho para que te buscara la policía? —pregunté ya con esa seguridad que da estar esposado a alguien.

—Justicia.

—Ajá… —es todo lo que se me ocurrió contestarle.

Los que imparten justicia no son buenos para mantener conversaciones largas. Podrían juzgarte. Y, como ya dije, no creo en la justicia. Es como los fantasmas que conducen coches de lujo de segunda mano porque no pueden comprarlos nuevos: no sirven de mucho.

Me vino a la cabeza aquella película de Woody Allen, esa en la que escapan unos tipos de la cárcel y van por ahí con las esposas y las bolas. Toma el dinero y corre se titula. ¡Mucho iba a correr yo con aquel tipo cuatro por cuatro! Me llevaría él en volandas cada vez que girara una esquina, ¡parecería su llavero!

Pasados ya los minutos que yo consideraba oportunos para haber llegado a los juzgados, me di cuenta de que nos habíamos desviado para ir de nuevo a la comisaría, la misma donde me llevaron al principio de todo.

—Oiga —grité a los agentes—. ¿No vamos a los juzgados?

—Todavía no, los calabozos de allí están llenos. Esperaréis en los de la comisaría y os iremos llevando.

Creo que fue la primera vez desde mi arresto en la que recibí tanta información. Lo agradecí. Aquellas palabras hicieron que me tranquilizara, que me sintiera ya casi en libertad. Volvían a tratarme un poco como a un civil más. Mi compañero me pidió que le repitiera lo que había dicho el policía. De lo que le conté a lo que me repitió él para que le confirmara si me había entendido había un abismo demasiado grande como para que me apeteciera hacer un esfuerzo por corregirle. Además, tener una versión distinta de los hechos reales no va a cambiar lo que vaya a pasar; en todo caso podía cambiar nuestras opciones, pero esposados, vigilados y encerrados no hay más opciones que aguantar la respiración e intentar ahogarse por asfixia o seguir la corriente.

Las versiones de los hechos casi nunca son interesantes. Mutan según la boca que las narra, con lo que, si quieres tomar decisiones en base a ellas, sabes que muy posiblemente te estés equivocando.

Cuando llegamos al lugar donde empezó mi calvario con las fuerzas del orden, yo ya estaba cansado de hacer malabares para sujetarme los pantalones. Había probado mil inventos: a meterme la camiseta por los bolsillos, a subirme los calzoncillos y darle la vuelta a la goma para que agarraran el pantalón… Nada. A cualquier movimiento se me caían. Me di cuenta de que era el momento de cambiar de talla.