EL SENTIMIENTO DE CULPA Y UNA CONFESIÓN INOPORTUNA EN UN LUGAR POCO APROPIADO
«¡Qué fea es la culpa que nadie la quiere!». (Escuchado a mi madre).
—¿¡Javier!?
No contesté.
—¿¡Javier!?
No quería contestar. Qué poco me ha dejado disfrutar de la felicidad que me llega por otros cauces que no sean los suyos. Ha tenido siempre una especie de radar para detectar cuándo soy feliz por cualquier razón ajena a ella. Aunque no estuviéramos cerca, la niña siempre ha presentido cuándo yo era feliz porque sí, y entonces ha tenido que hacer algo para amargarme. Por eso sabía que iba a contarme lo de su polvo traidor, iba a soltarme que se lo había hecho con un gendarme, pero que ya se arrepentía. El golpe y la disculpa. Y cuando se disculpan, ya tienes tú la pelota en tu campo. No perdonar es inhumano, dicen. No cargues con el rencor. Es un sentimiento negativo. Libérate de él a través del perdón. En definitiva, déjate joder, pero no jodas.
—¿Qué pasa, Utopía? Descansa… —Decidí utilizar la técnica de ser buen tío. Igual que cuando mi exesposa me confesó haberme sido infiel. No es que las perdone, pero finjo resignarme, que sé que esto escuece bastante a las conciencias agitadas.
—Javier, tengo que contarte algo.
—Ya me lo contarás fuera, este no es el foro adecuado.
En el fondo sabía de sobra que no me lo iba a contar fuera de esas paredes porque no iba a volver a verla. Lo tenía más que decidido. Tengo claro que a partir de ahora —raro que no haya empezado ya— me bombardeará con mails y sms, y que hasta me mandará fotos follándose a otros llegado el caso. Sé que hará cualquier cosa para que mi sufrimiento me acompañe toda la vida. No sé por qué razón se empeña en que sufra, en que me enfrente al dolor. Pero ¿por qué habría de hacerlo si yo corro más rápido? No es la única persona que me lo dice. Desde pequeño me han dicho que eludo el dolor con el humor y que eso tarde o temprano me hará daño. Que esta actitud mía no me deja madurar. Pero yo lo tengo claro: si eludir el sufrimiento a través del humor ha de hacer que algún día toda esa miseria me tienda una emboscada en cualquier esquina, en cualquier cama…, lo único que sucederá es que el chiste que se me ocurra llegado el momento sea de mayor ingenio. Será mi macrochiste. El chistazo.
Mi exmujer, Alicia, tampoco aceptaba la culpa, pero utilizaba otros métodos para despistarla.
Del día de mi divorcio no recuerdo mucho —ya les dije que estaba bastante borracho—, pero me viene la imagen de que entramos uno detrás del otro al despacho del juez. Mientras esperábamos, Alicia me preguntó que cómo estaba. Yo agradecí la pregunta. Después de una separación tan hostil, parecía que los nubarrones se disipaban. No le dije que estaba borracho porque eso saltaba a la vista, pero tampoco le dije que estaba bien. Enamorado. Viviendo una segunda juventud en el sexo. No, no se lo dije, porque me convenía hacerme el tristón. Había conseguido un reparto más o menos equitativo de nuestros bienes en común. La abogada que sustituyó a Rebeca manejó bien los hilos. Mi ex se quedaba con todo y yo no era demandado por malos tratos. Por lo visto, esto es lo que intentó contarme Rebeca el día que no la dejé hablar porque Utopía había comenzado a jugar con mi cosita: me había amenazado con denunciarme por maltrato psicológico. Ya ven, esto se usa mucho ahora. Algunas mujeres lo utilizan sin darse cuenta del grave perjuicio que ocasionan a las que de verdad sufren malos tratos. De sobra sé que esto no fue idea de Alicia —ella no era de caer tan bajo—; esto se le ocurrió a su abogada. A Maquiavela. Seguro. Pero desde luego Alicia consintió ante tan deshonroso propósito, con lo que, a mi parecer, algo de culpabilidad debería asumir, así que aproveché la euforia de mi estado y le dije:
—No me ha parecido bien que te hayas inventado que te maltrataba.
—Venga, venga, que te has quedado con lo que más quieres.
Se refería a mi portátil y mi cámara. La cámara de tres mil euros por la que ahora estoy aquí, entre rejas. Debería plantearme seriamente si esa cámara atrae los malos comportamientos en las mujeres que dicen amarme. Un consejo: si están casados, no se compren cosas que duren mucho. Gasten su dinero en ropa, viajes, spas, gimnasios, tratamientos de belleza…, es lo que hacía mi exmujer. Todo en lo que se gastaba nuestro dinero era de usar y tirar, de vida útil limitada y, lógicamente, nunca pudo contabilizarse en nuestro divorcio. Sé que suena a comentario malicioso de marido resentido, pero deben creerme cuando les digo que todo ello superaba con creces el coste de mi cámara y mi ordenador.
—Pero admite que has jugado sucio —le rebatí yo en un intento más porque encajara, aunque fuera como homenaje a todas las veces que no lo hizo, su parte de culpa, o de responsabilidad, como dicen ahora los psicólogos, en el asunto.
—¿Y tú qué?
Ya estábamos otra vez enzarzados en nuestra espiral de reproches y balones fuera. Ella no iba a encajar nada. Otra vez jugando a las mismas discusiones, como cuando padecíamos la vida amargamente casados. Cada uno miraba con lupa al otro, nunca hacia nosotros mismos. Sin embargo, en mi caso tenía disculpa, creo yo. Ella era tan guapa… ¿Para qué iba a perder el tiempo mirándome el ombligo? Ni siquiera se sintió culpable cuando me dio con toda la puerta del despacho del juez en la boca. Vale que yo iba borracho y mis reflejos no estaban más que al treinta por ciento de su capacidad, pero yo sé que la entornó justo a mi paso. Que fue su última acción para desquitarse de lo que, según ella, yo le había hecho. Mis papeles de divorcio quedaron un tanto adornados por mis huellas digitales y mi sangre. Como deberían quedar todos, pienso yo. Un divorcio debería sellarse con sangre para no volver nunca más a incurrir en el delito de matrimonio. Al juez no le hizo mucha gracia aquello, pero como siempre, la expresión de hombre vencido que acompaña mis rasgos le hizo contener su furia.
La psicóloga a la que fuimos Utopía y yo para, según ella, construir una relación fuerte y estable también me decía que asumir la responsabilidad y pasar el luto por cualquier adversidad era necesario para seguir creciendo. Tengo cuarenta y un años y mido uno setenta y ocho. Para mí es más que suficiente. No quiero crecer más. Lo llaman el síndrome de Peter Pan, pero yo me identifico más con el doctor House. Crecer me parece envejecer. Y no me gusta envejecer. Las erecciones van a menos y el tiempo de recuperación entre ellas es más largo. Supongo que por eso me gustan las mujeres jóvenes. Un amigo me dijo una vez que eres tan joven como la persona a la que abrazas. Recuerdo que a la psicóloga le contesté que lo de madurar estaba sobrevalorado. Son solo etiquetas que se ha inventado Occidente para tenernos clasificados en los archivos. Yo quiero ser un crío toda la vida. Solo así me escapo del aburrimiento ese que les comenté. De mí mismo. ¿De verdad la vida tiene algún sentido? ¿De verdad ganar dinero para tener tus vacaciones de verano, tus salidas de fin de semana, tu pantalla plana, tu nevera…, de verdad eso es dar sentido a tu vida? La vida de por sí es un aburrimiento. Ya sé que los zen que ahora están tan de moda dicen que hay que disfrutar tan solo viendo crecer la hierba, pero, sinceramente, hierba hay mucha y da poca conversación. Cabezas como la mía está la mía, y me interesa sobre todas las cosas porque es la que está sujeta a mi cuello precisamente. Mi cabeza es toda mi asignatura pendiente. He de darle todos los estímulos que me demanda para que no se dé cuenta de que todo esto de vivir no sirve para nada. ¡Ojo! No estoy deprimido, ni tiendo al suicidio. Simplemente, vivo el presente. Al límite. Y no puedo hacer nada al respecto. La esperanza no me consuela, el futuro no me sirve de motor, el pasado ni lo tengo en cuenta. Lo pasado, pasado. Solo me queda el más inmediato de los momentos. Por eso intento constantemente que me pasen cosas: para que no haya tiempos muertos, para sentirme vivo a cada segundo. Y pensar así, para casi todos, es ser un inmaduro. Ya inventaron de manera muy inteligente el cuento de la cigarra, pero a mi modo de ver tiene sus fisuras, como todos los cuentos. Solo narran una de las posibilidades. ¿Quién dice que la cigarra no entró en el hormiguero y encandiló con sus canciones y su voz a la hormiga reina? ¿Quién dice que no terminó pasando el invierno abrigadita entre los muslos desnudos del insecto más proletario?
***
—Me he acostado con un policía hace un momento en los baños.
Y terminó diciéndomelo.
—Eh, tío, tu chica se ha follado a un madero. ¿No te pesa más la cabeza ahora? —escuché por el pasillo. Algún insomne acababa de encontrar su distracción.
—Eh, capullo, métete en tus asuntos —le dije.
—Niña, estoy en la celda 17. Vente por aquí y pasamos un buen rato —gritó otro imbécil.
Risas. Bromas. Utopía debía disfrutar de lo lindo. Otra vez se estaba convirtiendo en el centro de atención.
—Eh, tío —otra voz del pasillo—. ¿No vas a decirle nada?
¡Claro que me hubiera gustado decirle de todo! Me gustaría haberle preguntado qué la había llevado en realidad a hacerlo. Me gustaría haberle explicado que todo este modo de proceder no sirve más que para destruir nuestra amistad. Ya no solo el amor, la amistad. Lo único que podría mantenernos para siempre cerca.
—Pues eso que os habéis llevado —le dije sin pensarlo. No era una mala frase. Me dejaba de tío indiferente. Pero no pude conformarme con la indiferencia: tuve que echar mano de las tiritas para el ego—. Yo no tardaré en follarme a alguien también cuando salga de aquí.
Y ya la había jodido. Otra vez. Utopía volvió a gritar y a golpear los barrotes pidiendo perdón y diciendo que se mataría en cuanto saliera de allí, que su vida sin mí carecía de sentido. Tenía que haberlo supuesto. Una vez más mi soberbia me había sobrepasado y lo había desequilibrado todo. En ese momento se me acercó un policía.
—¿Por qué no la dejas en paz?
Estaba claro que era el que se la había zumbado. Nadie entraría en un asunto de pareja si no ha participado de la comida. Además cumplía con los requisitos físicos de lo que es follable para ella. En realidad soy yo el que no cumple ninguno de los requisitos, ni físicos ni mentales, que ella valora en un hombre, pero así son las cosas, ¿verdad? Me eligió a mí entre toda esa pandilla de espejos, lycra y gimnasios.
—¿Eres tú el que se lo ha hecho con ella?
—Eso a ti no te importa.
—Habrás usado condón.
—Se ha hecho recientemente las pruebas del sida, me ha dicho que está limpia.
—¡Claro, y a mí me dijo que cuidaría de mí y mira dónde estoy!
La cara del tío cambió de golpe. La verdad es que no sé si Utopía tiene sida o no; tampoco sé si lo tengo yo. Nunca me he hecho las pruebas. No por miedo…, bueno, algo de miedo hay, pero a la Seguridad Social. Cada vez que voy allí lo paso fatal. Los enfermos, los celadores, las enfermeras, los médicos… Todos padecen lo que yo llamo mecanicosis. Están programados únicamente para hacer lo que tienen que hacer. El paciente trata de conseguir cariño y una cita por encima de los derechos de cualquiera que vaya antes en la lista de espera. Los celadores utilizan sus recursos para no ser capturados por dichos pacientes y masacrados con consultas sobre dónde está esto o dónde está aquello. Las enfermeras, programadas para ajusticiarte mientras te realizan la cura entre sus conversaciones triviales personales que exhiben sin ningún tipo de pudor, para hacerte sentir un imbécil que podría haber evitado el accidente. Y los médicos de familia… Un médico de cabecera solo sirve para darte las drogas, decirte lo que ya sabías y remitirte para que el especialista te diga que has desarrollado una enfermedad crónica o mortal que, de haberla cogido a tiempo, no se te hubiera desarrollado. ¿Soy el único que se da cuenta de que es un mero trámite burocrático?
—¿Tiene sida?
—Ella no lo sé, yo sí. Y no lo tuve hasta que la conocí.
«¡Jódete, mamón! —pensé lleno de regocijo—. Aprende a respetar lo de los demás. Ya sé que seguramente ella te puso a cien, pero seguro que tú la trataste demasiado bien antes de que lo hiciera; de lo contrario, no se te hubiera insinuado. ¿Querías contar algo a tus amigotes? Pues ya tienes tema».
El tipo no se iba. Se mantuvo allí, mirándome, como si esperara que desmintiera todo lo que le acababa de contar. Pero no podía. Si lo hacía, me partiría la boca y se me volvería a complicar todo. Que algo había de hacer estaba claro, porque ese sujeto se iba a desmayar allí mismo.
—Tranquilo. Hoy la enfermedad se puede llevar…
—Voy a darle una paliza que se va a cagar.
La había vuelto a joder. Otro movimiento de mis fichas que no concluyó con la jugada que yo esperaba del contrario. Así que detuve al policía gritándole «eh, madero», antes de que llegara a la celda de Utopía. Y como era de esperar, regresó; seguía albergando la esperanza de que todo fuera una invención mía. La esperanza siempre puede más que la venganza, solo que cuando desaparece la primera, cualquier cosa vale con tal de no aceptar que no podemos controlar nada de este universo.
—Mira —le dije en mi mejor tono conciliador—, ella no lo sabe. No sabe que tiene el sida. Yo nunca se lo dije porque de por sí su vida es una mierda. —Esta era una buena salida.
—A ver si lo entiendo. Dices que ella te lo ha contagiado. Tú lo sabes, ella no. Tú te medicas, entiendo (no creo que seas tan gilipollas como para no hacerlo), pero consientes que ella no lo haga, aún con los riesgos que eso conlleva.
—Es que la amo.
—¿La amas, hijo de puta? ¡Por tu puta culpa ahora puedo estar yo contagiado!
Bueno, no dije que le amara a él. Y sí. No fue una buena improvisación. Pero evité la paliza a Utopía. Me la llevé yo. Aunque ya me daba un poco igual. Así conocí la sala que tenían para el efecto. La cosa quedó entre el poli y yo. No llamó a nadie porque, evidentemente, no quería ir pregonando a los cuatro vientos que podía tener la ETS. A pesar de estar uno contra uno, no hice nada por evitar los golpes. ¿Para qué? Esta sí me la había buscado por querer satisfacer a mi ego. Mi conciencia —la que últimamente estaba recobrando mucho la voz— parecía estar bastante orgullosa de mí. Mi cobardía estaba en coma. Y la voz de mi abuela supongo que estaría ocupada intentando recordar por qué me dijo que ninguna mujer me querría nunca de verdad.