RENDIRSE PARA LOGRAR TU PAZ Y UNOS CUERNOS GRATUITOS
¡POR FAVOR! No te enfrentes al poder si no hay nada en lo que lo vayas a mejorar.
Una de las cosas que más me ha jodido de estar detenido ha sido tener que depender de otros para cumplir con mis necesidades más básicas. Llegada la hora en la que tenía que ir al baño, y haciendo alarde de una de las condiciones del ser humano por excelencia, la de anticiparse y ponerse en lo peor, empecé a pensar que pasarían de venir a sacarme para poder hacerlo. Que se reirían pensando que terminaría meándome encima. Así que decidí que era un buen momento para utilizar la psicología inversa —aquí sí, aquí ya sabía manejarme con ella—. Aunque no era fácil aplicarla. No se me ocurría cómo. No tenía mucho sentido decirles que no quería ir al baño. No creo que me hubieran obligado. No, indudablemente no era buena idea. No tenía más remedio que esperar a que a otro inquilino de aquella cuadra le entraran ganas. Había observado que cuando lo pedían más de uno a la vez, se movilizaban.
De repente, sin más grité el nombre de Utopía. No supe por qué; ni siquiera la tenía en mente en ese momento. No me contestó. Volví a pronunciarlo con un poco más de volumen. Debía de haberse quedado dormida. Lo dije con cierto miedo a molestar a los demás por tercera vez y entonces alguien, con una voz entre rota y cansada, me pidió amablemente con un grito que incluía la expresión «tonto del culo» que me callara.
La gente quiere silencio si no vas a hablar de sus asuntos. Cuando no les resulta útil lo que tienes que decirles o simplemente no soportan tu timbre de voz, no quieren escucharte. Me pregunto: «¿Para qué? ¿Para qué allí preferían el silencio a cualquier voz?». Sobraba el tiempo para dormir, ¿qué más daba que te interrumpieran el sueño? No tenías otra cosa que hacer que volver a conciliarlo. Es como cuando haces viajes largos en avión: solo hay que beber mucho y dormir todo lo que puedas, o de lo contrario el viaje se te hará insoportable… A no ser que viajes con buena compañía. Y que a tu buena compañía no le importe soportarte borracho. Que yo no tengo mal beber. Sí que es un poquitín escandaloso, pero a mí me da que es divertido. Una vez me filmé mientras me bebía una botella de vino con una chica. Sí es cierto que la expresión de la cara se te va desencajando, y que cuando ves el vídeo muchas de las cosas que dices dejan de ser interesantes. El truco consiste en ver el vídeo mientras te tomas otra botella de vino, claro. Mucha gente ha dejado de salir de fiesta conmigo. Dicen que llega un punto en el que me pongo muy pesado, y no por exaltación de la amistad ni nada de eso. Por lo visto me invade una sensación única, algo así como que convergen en mí todos los hilos del universo y me doy cuenta de lo afortunados que somos por estar vivos y poder contar los unos con los otros. Pero ya ven la paradoja: ahí ellos dejan de contar conmigo.
Un tanto molesto y ridículo por el insulto del tío al que le jodí el sueño, por fin vi pasar a un policía delante de mi celda.
—Disculpe, tengo que ir al baño.
—Ya lo llevaremos.
—Llevo rato aguantándome. Aquí dentro deberían poner un meadero.
Se detuvo. Nada como la provocación para captar al público.
—Luego lo escribes y lo dejas en el buzón de sugerencias del McDonald’s que hay en la esquina.
Era un tío ingenioso. Tanto como su barriga y su alopecia coronaria.
—No, en serio, tengo problemas de vejiga y no me conviene aguantar demasiado. —Este tipo de mentiras me vienen así, sin más. Pero mola, ¿no? Es como si mi subconsciente cuidara de mí.
—Hace un rato que has salido, haber aprovechado entonces.
—Estaba ocupado recibiendo golpes.
Se me acercó como si fuera a hacerme una gran confidencia.
—Mira, lo tienes bastante jodido. La has liado parda. Te van a denunciar por agresión a la autoridad.
—¿A mí? ¿A quién he agredido yo?
—Uno de los policías probablemente tenga un esguince en la mano.
—Porque no sabe pegar. ¿Qué culpa tengo yo?
—Por lo que sea, pero me da que tú no te vas de rositas de aquí.
—Por la mañana tengo un juicio.
—Sí, pero ya veremos si no vas directito a la cárcel hasta que salga el otro.
¿Se estaba preocupando por mí? ¿O me estaba intimidando para que se me fueran las ganas de ir a mear? Porque desde luego provocó el efecto contrario.
«Bueno —me dije—, has de mostrar tranquilidad. Que no note que me acaba de entrar el pánico».
—Al margen de todo esto…, déjeme mear.
—Ahora vendremos a por ti.
Me di cuenta de que necesitaba hablar con Rebeca. No podían hacerme eso. ¡Denunciarme ellos a mí! Obviamente le tendría que contar que me dieron la paliza porque sí y no porque intenté ligar con la niña del comisario, y desde luego no le podía contar que volví a por más. No sé si está bien engañar a tu abogada o no. Tampoco sería engañarla. Yo volví a por el imbécil que me dio la bofetada porque quería aclarar el malentendido con él; otra cosa fue la forma que escogí para hacerlo, pero sí que quería aclararlo.
—¡Jefe! —le dije al poli mientras repartía galletas a un preso de la celda de enfrente.
—¿Qué pasa ahora?
—Tengo que hablar con el comisario. Le interesará lo que voy a contarle.
—Vale.
—Lo digo en serio. —Tenía que hacer que resultara muy creíble que tenía un as en la manga.
Se fue. Si conseguía hablar con el gilipollas tipo duro, seguro que llegaba a un acuerdo. El rumano me miraba con cara de pena. Creo que sabía que iba a intentar algo. Me sonrió con complicidad y me dijo:
—¿Vas a por otra?
—No, no… ¡Quieren denunciarme! —le gritaba como si fuera sordo en lugar de extranjero. «Tengo que conseguir que no lo hagan». Incluso me perjudicaría de cara al juicio con Utopía. La creerían a ella. Me considerarían violento. Por fin, a los pocos minutos vinieron a abrirme.
—Sal.
Les acompañé al que ya comenzaba a ser como mi despacho. La poli buenorra aunque hija de puta apoyaba su culo enfundado en sus vaqueros azules en una de las mesas, y el tonto del culo que me había causado todos los problemas estaba sentado en su silla con un cigarro encendido, para variar. A la vista tenían sus dos armas reglamentarias. Tragué saliva. Como siempre, no llevaba nada preparado. La prueba irrefutable de que la improvisación es la mejor aliada de una batalla la obtuve jugando al ajedrez. Siempre que tengo un plan trazado de antemano, mi oponente hace una jugada que no espero y se me desmenuza todo. Nunca he ganado una partida de ajedrez. Tampoco me gusta demasiado el jueguecito, con lo que me da igual perder que ganar, pero es cierto que no haber ganado nunca no dice mucho a favor de mi inteligencia.
—Quisiera aclarar lo que ha pasado —dije.
Apelé a que el imbécil este no fuera violento por puro sadismo, sino que simplemente fuera un enfermo de celos.
—¿Y qué ha pasado? —preguntó el Otelo.
—Eso es. No ha pasado nada. Creo que ganamos los dos fingiendo que no ha pasado nada de nada.
—Has roto la mano a un policía —dijo la mujer.
¿Ahora iban a jugar a lo de poli bueno y poli malo?
—Es solo un esguince. Podrá coger la baja —respondí como si fuera algo sin importancia.
—¿Crees que a los policías nos gusta coger la baja? ¿Que no nos gusta trabajar? —replicó haciéndose la indignada y buscando recrearse con mi incomodidad.
Ese era otro de esos momentos en los que uno no debe decir lo que piensa. Uno de esos momentos para no hacer caso a las voces de tu cabeza, porque obviamente te han bendecido con el comentario ingenioso y descalificador. Y tú sabes que no es momento de ingenios, sino de aportar frases que resuelvan tu problema, pero aun así se apodera de ti lo que eres en realidad y la cagas diciendo:
—La expresión «eres más vago que la chaqueta de un guardia» ¿no le dice nada? —Y ya lo has dicho. ¿Contento? Acabas de mandar todo a la mierda.
Otra vez se levantó el tarugo ese. Mientras lo veía acercarse, le pedía a mi cabeza encarecidamente que aportara una solución ya mismo.
—No me pegue más. Ya no me dolería. Acabemos con esto —solté de carrerilla.
Y se detuvo. Sin duda alguna iba por buen camino.
—Yo no soy mal tío. Simplemente tengo cierta tendencia a meterme en líos, pero no quiero el mal para nadie. Si pudiéramos resolver esto como personas civilizadas…
Silencio.
—No me denuncien, hombre. No volverán a verme por aquí. Ni siquiera estoy porque haya hecho algo.
Mis palabras parecieron llegar al nicotinizado corazón del tipo. Ella terminó por sentarse. Eso en lenguaje corporal quería decir que estaba dejando de estar a la defensiva…, bueno, al menos eso pensé yo.
—No se puede ir de listo por la vida, chaval.
¿Por qué me llamaba chaval? Debíamos tener más o menos la misma edad. Pero me agradó que lo hiciera. Eso implicaba que me consideraba inmaduro. A partir de ahí me regalaría un poco de sabiduría de segunda y eso significaría que estaría empezando a empatizar conmigo. A los hombres nos cuesta empatizar, pero cuando lo hacemos somos tiernos como el pan de molde.
—Tu amiga y tú ¿os habéis pegado o no?
Se refería a Utopía. Bien. La cosa iba mejor de lo que esperaba.
—Ella tiene problemas. No nos pegamos, es que pierde el control.
—¿Y tú la calmas a base de hostias? —me preguntó la mala mujer que copulaba con el sargento de hierro.
—Para nada. Yo aguanto el temporal. Los golpes que recibió son consecuencia de evitar los suyos. No es mala tía. Al contrario.
—¿Y por qué aguantas? —me preguntó él.
Sabía que si lo explicaba pasaría lo de siempre. Mi manera de amar no la entiende el ser humano de a pie. La sociedad nos ha enseñado a querer lo que nos hace papel, lo que nos es de provecho en el mundo material. No basta con que tu pareja te llene el alma: tiene que llenarte también una cuenta corriente a final de mes, o el estómago, o tus hobbies, o que tenga respuestas a tus preguntas. Pero si tu amor es simplemente un instinto que te hace quererla aun cuando no te aporte nada más que calma dos días al mes simplemente por estar a su lado, entonces eres un descerebrado encoñado. No se entiende que un momento, un instante, sean suficientes para resistir cien días de dolor. Sobrevivir: esa es la bandera de Occidente. Tengamos un término medio y estaremos tranquilos. La virtud está en el término medio, decía Aristóteles; seamos personas prudentes. Pero la virtud, también decía el pensador, es buscar la perfección, la verdad, querer saber, y desde mi punto de vista, el hambre y el equilibrio son incompatibles. Pretender aprender lleva a tropezar, y tropezar te hace perder el equilibrio.
—Aguanto porque la quiero —contesté después de todo mi razonamiento filosófico interior—. Porque querer implica tener esperanza en que la persona de enfrente usará el amor que recibe para desterrar cualquier intento de hacerte daño.
Y les dejé con la boca abierta.
—No dudo que tu chica llegue a aprender eso algún día. De momento, te toca sufrir. Se ha zumbado a un compañero en los baños hace un cuarto de hora.
Y ahí fui yo el que pasó a parecer un pez muerto.
—No me lo creo —balbuceé.
Miré a la cara de la chica. Las caras de las mujeres nunca mienten en estos casos, las vence la piedad ante el desamor. ¡Mierda! ¡Era verdad! Utopía se había follado a un tío en pleno presidio. ¡Y encima un madero!
—Mira —continuó diciéndome el tipo mientras se encendía otro cigarro—. No vamos a denunciarte. Lógicamente tú tampoco dirás nada. Diremos que te has liado a mamporros con la gentuza de tu celda. Bastante escarmiento tienes ya con tu princesa.
Escarmiento no, escarnio. Esta lo había hecho para provocar. Como siempre.
—¿Puedo hablar con ella?
—Espera a que se suba las bragas, ¿no te parece?
¡Joder, joder, joder! No, no podía ser cierto. ¿Por qué habría de hacerlo? Sí, vale, ¡por joder, por llamar mi atención! Pero no era ni el momento ni el lugar. Aunque, bien pensado, me venía bien para que esta gente dejara de tocarme los cojones, así que me dije que de alguna forma debería estarle agradecido. Además, mis intenciones de no volver con ella se vieron reforzadas. Habíamos roto. Una amiga me advirtió —una de las tantas ocasiones en las que Utopía me torturaba compartiendo conmigo sus intenciones de follarse al portero de la discoteca— que no me preocupara tanto, que había follado antes de conocerme, que lo haría conociéndome y que cuando rompiéramos, seguiría haciéndolo. Y tenía razón. ¿Por qué me escocía tanto entonces?
Es mi talón de Aquiles en cualquier relación: el hecho de que otras manos toquen la piel que considero mía me destruye completamente. Y no tengo ningún sentido de la propiedad. Me molesta la prepotencia del ladrón, pero no el hurto en sí mismo. Nunca me ha dolido que me robaran los juguetes, ni que me quitaran el bocadillo los matones, ni aquel balón —la venganza fue por puro ego, por ganarme su respeto, pero me importaba tres pimientos el balón—; incluso me robaron el coche una vez y me dio igual. Vale que me jodiera bastante hacer cola en la comisaría por culpa de esos hijos de puta, pero nada más. Ahora bien, si alguien se lía con mi pareja, siento que un terremoto se abre paso a través de mi esqueleto y me derrumbo como la casa de los dos primeros cerditos.
—No, no puedes hablar con ella. No quiero más líos esta noche. Os quedan unas horas para que os lleven a los juzgados y las vamos a pasar tranquilos, ¿de acuerdo? —dijo por fin de manera racional el comisario.
—Bueno, sí, mejor así —respondí resignado.
De vuelta a mi celda me acompañaba la poli otra vez. La historia era la misma de antes; en cambio, las sensaciones habían cambiado. Esta vez la sentía cómplice de mi suerte.
—Me ha gustado lo que has dicho ahí dentro del amor. ¿Piensas de verdad así? —me preguntó en voz melosa.
—Es lo que siento. Para bien o para mal.
—Toma.
Me deslizó un papel en el bolsillo donde llevaba los mil euros. Casi se me bajan los pantalones. Sacó un momento el fajo de billetes, y con su mirada extrañada de ver tanto dinero me dijo algo así como «mira que eres un tipo raro». Entré en la celda. El rumano despierto me sonreía al ver que volvía en el mismo estado en que me marché.
—¿Bien? —me preguntó.
—Bien, sí, gracias.
Cogí el papel que me había dado evitando a toda costa que se viera el fajo de billetes. Me había apuntado su nombre y su teléfono. «Llámame», decía encima de los datos. Me senté en mi esterilla mal llamada colchón por los agentes. Me hubiera fumado bien a gusto otro cigarro, pero el drogadicto dormía y no me apetecía despertarlo —vete a saber si se acordaría de mí—. Yo estaba feliz. Ya no me dolía que Utopía se lo hubiera hecho con el madero. A fin de cuentas, yo también me estaba llevando lo mío de estas instalaciones. Me pregunté si esta tía sería el ángel que me había prometido la Virgen, o si sería Utopía, que se había sacrificado haciéndoselo con el madero en contra de su voluntad en pro de mi beneficio. Miré al techo. (No sé por qué lo hago. Lo hacemos todos, ¿no? Nos han dicho que Dios y la Virgen están ahí arriba. ¿Los que viven en el hemisferio sur mirarán hacia el suelo?).
«Gracias —dije para mis adentros—. Sea quien sea el ángel de las dos, lo está haciendo bien».
—¡Siempre dependiendo de las mujeres!
—¿Abuela?
Era la voz de mi abuela.
—No harás nunca nada útil mientras te encoñes tan pronto.
—Abuela, creí que solo podías hablar desde la tumba.
—Ahí solo está el cuerpo podrido.
—¿Eres tú mi ángel de la guarda?
—Ni ganas. ¡Encima de que me dijiste que valía más la pena ser puta que vivir como vivía yo, y voy a cuidar de ti!
—Bueno, abuela, la sangre tira…
—La sangre circula, hijo, solo circula. Sirve más para desatar que para unir.
—Bueno, también sirve para hacer trasfusiones.
—No sé si estarán buenas esas infusiones…
—Parece que tu tendencia a la sordera no era física, sino espiritual.
—… Para morcillas y embutidos, sí. Una vez probé una morcilla hecha de sangre humana…
—¡No jodas!
—Fue en la guerra, hijo. Aprovechábamos todo.
—¿Y estaba buena?
—Igual que las que se hacen con la sangre de los cerdos.
—Abuela, ¿de verdad que no te acuerdas por qué me auguraste que ninguna mujer me querría?
—¿Cuándo te he dicho yo eso?
—Cuando me curabas la herida, abuela, que siempre tengo que recordártelo.
—¿Y está siendo así?
—Sí, abuela, está siendo así. Por eso te lo pregunto.
—No, si tu abuela nunca se equivoca.
—¿Pero por qué lo dijiste?
—¿Y qué más da? Lo que importa es que no terminas de aceptarlo y que al final no has ido a mear.
Tenía razón. ¿Qué importa de dónde surgen los interrogantes? Lo que importan son las respuestas. Hacerse preguntas no es útil; encontrar respuestas sí. Y esto último, en contra de lo que pueda parecer, no depende de lo primero. Cerré los ojos. Me propuse dormir como fuera. Podía aguantar sin ir al baño. Soy bueno en eso. Quedaban pocas horas para que nos llevaran a los juzgados, había dicho mi verdugo y mi redentor adicto al tabaco. El silencio era ahora denso. Nadie roncaba. Ya sabía por qué no me había contestado Utopía cuando la llamé: debía de tener la boca ocupada. «Descansa, amigo —me dije en voz baja—. Debes estar descansado para mañana. Debes cuidarte. Eres lo único que te queda, en realidad».
Y decidí que mi ángel era ella. Utopía. «Sí —me dije asentando mi certeza a la vez que cerraba mis ojos—. Es ella».
—¿¡Javier!?
Era su voz que volvía a la carga; era mi ángel, que volvía para sacarme de todo aquello… O eso era lo que yo decidí creer mientras me parecía escuchar otra vez aquella risa, o llanto, que no conseguía identificar.