Capítulo XI

LOS HIJOS DE LA OTRA REALIDAD, EL PRIMER ORGASMO Y UNA INNATA TENDENCIA AL HUMOR

¡Claro que me acuerdo de mi primera vez!

Necesitaba aprobar gimnasia o mis padres

me castigarían todo el verano sin ir a la piscina.

Ahora soy socorrista titulado.

Yo no había pegado a ningún policía, salvo que se considere pegar a golpear con los abdominales, el cuello y la cabeza los empeines y los puños de los demás; por eso no creía que lo pudieran utilizar para el juicio en mi contra. Seguro que ellos tampoco querrían problemas. Nadie busca las complicaciones cuando tiene un trabajo seguro. La gente que busca seguridad en lo laboral la busca en todo. Es posible que hasta me amenazaran para que no contara nada, pensaba en mis adentros para consolarme —esto lo aprendí en una serie de televisión cuando era pequeño; la serie se llamaba Los problemas crecen, y me dejó claro en uno de los episodios que al matón del colegio también le preocupan los golpes—. Solo debemos tener miedo cuando nos enfrentamos a alguien que ha perdido la cordura: a un suicida, a un kamikaze… A una Utopía… Ahí sí que llevas las de perder. Hagas lo que hagas, ella siempre hará más.

De alguna forma, y sin tener muy claro el porqué, me siento profundamente atraído por estas personalidades. Los sin-razón. Los hijos de la locura y la desazón emocional. Los parias de la lógica y la racionalización. Los sin-límite. Tal vez esté más cerca de ellos de lo que pienso. No es que los busque; más bien son ellos los que me encuentran. La atracción es mutua; sin embargo, a mí me falta superar la vergüenza para ser el que da el primer paso y entablar una relación.

Ha sido así siempre. No recuerdo muy bien por qué, pero de pequeño mi familia iba siempre en Navidad a lo que se llamaba sanatorio psiquiátrico de la ciudad donde nací. No sé si íbamos a ver a algún inquilino de aquella fortaleza inexpugnable a las normas sociales, o es que mis padres conocían a alguna de las monjas que trabajaban allí ayudando a sobrellevar el castigo con el que nuestro mundo civilizado premiaba a los que el destino había lavado su tique de ida en la lavadora junto a sus vaqueros. Recuerdo que en aquel lugar —supongo que anticipándose a los Reyes Magos— había una mesa inmensa llena de juguetes de infinitos colores, aunque el único color que destacaba de todo aquello en mi memoria es el rojo. Aquel coche teledirigido que nunca llegué a tener; Werner Mach 1, creo que se llamaba. Era mi sueño. Todos los años lo pedía para Reyes, y todos los años me dejaban juegos educativos y golosinas. Más adelante las golosinas se convirtieron en chicles sin azúcar y los juegos educativos en ropa; y más adelante, en dinero. Dinero para la universidad, decían.

Que al final no pude ir a la universidad todo lo que mis padres hubieran querido. No por falta de notas ni por falta de dinero; si hasta me matriculé, pero no podía ir. Cada vez que me acercaba a la facultad mi cabeza me daba mil razones diferentes para no entrar. No es que mi testa me ofreciera alternativas, ni siquiera eso. Simplemente me daba argumentos para alejarme de lo que hoy sigo sin tolerar: que me enseñen algo que yo no quiero aprender.

Me matriculé en Económicas. Todo un acierto (ironía): un tipo como yo, que se pasó el bachillerato escribiendo poesía y caminando por las montañas que circundaban mi instituto, intentando convencerse de querer aprenderlo todo sobre el mundo de las finanzas. Ni siquiera sé manejarme con el dinero. Soy demasiado tímido para pedirlo y demasiado confiado para retenerlo. No es que vaya dándolo por ahí, pero no tengo criterio para establecer el verdadero valor de las cosas. Podrían venderme una barra de pan por diez euros y yo los pagaría. Supongo que eso me acerca, como dije, más a ser un inquilino de un sanatorio psiquiátrico que de una facultad llena de camisas a rayas, pelos engominados y ambiciones de dominar el mundo.

Una de esas Navidades, cuando caminaba por los pasillos alicatados de gris y verde pálido enfermedad de aquel manicomio de varias plantas, subiendo unas escaleras que desafiaban a mi curiosidad, tropecé con un muchacho de pelo rapado y babi de rayas —¡mira, como las camisas de los que estudiaban en mi facultad!—. ¿Se acuerdan de aquellos babis? Se abrochaban por detrás, como las camisas de fuerza, y tenían el cuello redondeado. Eran baberos que te hacían dependiente de otras manos para poder abrochártelo. Yo en párvulos tuve uno de esos; con mi nombre bordado a modo de insignia en mi pecho derecho. La mayoría de las veces pasaba las primeras horas de clase con la espalda desabrochada. Mi timidez, mi eterna compañera de viaje, me impedía pedir ayuda para que metieran los botones en sus ojales respectivos.

Hoy en día seguro que la profesora estaría al tanto de esas cosas, pero en aquellos tiempos lo único que sucedía es que me quedaba sin recreo por desaliñado y recibías cuatro empujones de la profesora mientras te aseaba y te dejaba envasado dentro de aquella camisa de fuerza talla S… Que tú te planteabas, aun siendo tan pequeño, si te odiaba por tener colita; si aquella institutriz surgida de la pluma del marqués de Sade se había enterado de que hacía unas semanas, detrás de la fachada principal del edificio, en ese lugar del patio donde jamás daba el sol, donde su eterna orientación al norte bendecía los rincones gotelados de la pared desconchada con brotes de musgo y manchas de humedad color óxido, un grupo de niñas con mocos colgando y trenzas indias te habían bajado los pantalones para satisfacer su curiosidad sexual. Aunque para mí que más que interés por la anatomía había algo de morbo en todo aquello, porque a raíz del incidente no dejaron de faltarme notas de amor pueril en mi pequeña cartera de plástico duro y con aquel dibujo del tren a Kansas City.

Es curioso: hoy me muero de ganas porque un grupo de mujeres, todas a la vez, sientan curiosidad por mi anatomía, cuando en aquel entonces lo único que sentí fueron las lágrimas calientes que se deslizaban por mis mejillas sucias de Nocilla y de polvo de patio de recreo, y muchas cosquillas por los bajos. Y mientras todo eso ocurría, yo no dejaba de suplicarles que por favor me dejaran en paz. Ya ven, no basta con que las cosas buenas te sucedan para disfrutarlas: tienen que suceder en el momento oportuno. Se podría decir que me violaron, y nadie hizo nada al respecto. Es lo malo de haber sido un solitario en el jardín de infancia. Fui un paria de los que caminaban de un lado a otro de las vallas que limitaban las posibilidades de fuga, y eso te deja indefenso a cualquier maldad que se les pueda ocurrir a tus compañeros. No es que fuera un cobarde, es que siempre estuve en minoría numérica, con lo que aceptaba mi destino.

El niño pelado y con babi con el que tropecé en las escaleras del sanatorio me acorraló despacio en un rincón de uno de los rellanos y comenzó a preguntarme si era una chica… Pero no se estaba metiendo conmigo, era normal su confusión. Yo llevaba el pelo largo a lo paje —así me peinaba mi madre, y así dejé de hacerlo en cuanto tuve capacidad para rebelarme contra ella y sus ideas de la estética—, y el chico me acercaba el dedo como queriendo tocarme la cara —casi como si fuera a meterlo en una tarta de merengue—, y no dejaba de repetir: «¿Chica? ¿Chica?». Yo le contestaba que no, que era un chico con el pelo largo. Yo tenía algo de miedo, pero a la vez me admiraba la mirada del muchacho y su voz.

Para mí lo más increíble de la gente que pierde la razón es su voz. Suelen ser voces con una pronunciación especial, voces únicas y sensuales que contienen algo importante que decir, pero no hallan el camino para concretarlo. La mayoría no hablan, hacen discursos. Y eso me embelesa. He llegado a desviar rutas de mis paseos habituales para tropezar con locos que sabía que estarían en alguna esquina advirtiéndonos del fin del mundo o de que todos llevamos un chip en la polla que manipulan desde Nueva York.

Por aquel entonces yo tendría seis años y poca experiencia en interactuar con algo que no fuera un juguete educativo, así que hice lo único que se me ocurrió para salir de aquel casi secuestro: llorar. Llorar para trasmitir a mi opresor que aquella situación me resultaba incómoda. Hoy sé que la mayoría de las personas respondemos antes a las respuestas emocionales físicas que a las palabras; obviamente, en tales circunstancias fue simplemente instinto. El muchacho comenzó a llorar también y me cogió del hombro como si de un compañero de borrachera se tratase. Estuvimos llorando como cinco minutos hasta que por las escaleras bajó una monja vestida de azul, como la canción, pero esta no llevaba camisita ni canesú. Habló con ternura al pelado y lo separó, invitándole a que fuera al comedor a degustar el flan de huevo que ese día tocaba de postre. El muchacho cortó sus lágrimas como si estuviera programado para hacerlo a esa hora y se fue despidiéndose. «Adiós, chica, adiós…», me decía el desinformado mientras subía las escaleras al comedor, mirándome. Parecía que las tuviera perfectamente dibujadas en su memoria espacial. De haberlo hecho yo, seguramente habría terminado rodando escalera abajo. La monja me sujetó por los hombros para calmarme. Yo dejé de llorar y me abracé a ella como si la conociera de toda la vida; como si fuera la madre que en ese momento necesitaba, no mi madre la de siempre. Ella me hubiera dicho que qué hacía enredando, que eso me pasaba por escaparme de sus faldas. La monja, sin embargo, no. Ella se limitó a decirme que Jesús nos hacía diferentes, pero que eso no era malo. Que ese chico solo quería jugar conmigo. Luego, vio que mi llanto se reprodujo y se convirtió en algo más histérico —me imagino que ya no lloraba por lo del niño, sino por cualquier cosa del pasado, por lo de las niñas y el patio sombrío, o por los golpes de algún matón, o por no recibir mi coche teledirigido en ninguna de mis Navidades pasadas—. El calor que me proporcionaba aquella comprensión en forma de monja desató mi dolor acumulado de una manera compulsiva. Cuando ella vio que mi respiración se entrecortaba, que me ahogaba en mi propio llanto, vamos, que hacía pucheros, como se dice coloquialmente, me arreó una bofetada que me devolvió otra vez a la realidad. Nada como el dolor presente para olvidar el dolor pasado.

—No seas llorica —me dijo en voz alta y resquebrajada, pero sin gritar.

—Pero monja… —le dije—. ¿A qué viene este bofetón? Usted estaba haciéndolo bien.

—Pero tú no, así que he tenido que cambiar de táctica.

Está claro que este diálogo me lo he debido de inventar con el tiempo. Con esa edad dudo que le dijera eso. La mente humana tiene estas cosas. Termina distorsionando los recuerdos para que no nos atrapen para siempre y podamos seguir avanzando. Tampoco tengo muy claro si hay que avanzar o simplemente no quedarse quieto, que digan lo que digan no es lo mismo.

Cuando dejamos el mausoleo al desorden mental y llegamos a casa, fui corriendo al sofá donde mi abuela medio dormitaba y tejía mecánicamente un jersey de lana con un mamífero cornudo en el pecho. (¡Hay que ver qué habilidad tienen algunos para hacer algo mientras su mirada está ausente o dedicada a otros quehaceres!).

—Abuela —le dije saltando a su vera y apoyando mi cabeza bien peinada en su hombro izquierdo—. Me han pegado.

—Hijo, no des esos empujones, que me puedo clavar la aguja en un ojo.

—Me ha pegado una monja y todavía no sé por qué… —continué.

—Las monjas no pegan, niño.

—Eso no es cierto. Tú misma me has contado que las monjas te pegaban cuando eras pequeña.

—¿Te estabas tocando la colita?

—No, abuela, no estaba haciendo pis.

—Se puede tocar uno la colita y no hacer pis.

Entonces no le encontré mucho sentido a esa frase. Descubrí que mi pene servía para algo más que para mear casi a los trece años. Bueno, yo no, me lo descubrió una amiga que tenía a la que llamaremos Fátima, por aquello de no revelar nombres. No fue mi primera vez…, me refiero a la primera vez que hice el amor…, pero sí mi primer orgasmo. Recuerdo que estábamos jugando en el parque a unas cartas que había sobre la selección española de fútbol y el mundial que se celebró por estos lares, y mientras ella barajaba con esas manos agrietadas y resecas por falta de hidratación, le conté lo que las niñas me habían hecho cuando estaba en párvulos.

—Podrían haberte provocado un tucardio —me dijo mirándome a los ojos fijamente como si me estuviera contando una de fantasmas.

—¿Qué es eso de un tucardio?

No lo había escuchado en mi vida. Claro que con trece años que debía tener yo te falta mucho vocabulario que escuchar, pero siempre, sea cual sea la edad que tengamos, consideramos que si una palabra nos suena nueva puede que la persona que nos la está diciendo se la esté inventando.

—Es una especie de grano que si no se detecta a tiempo puede hacer que no te crezca la pichina.

Ahora, desde el juicio que me ha dado la experiencia, veo que esta muchacha era increíblemente inteligente para su edad. Ya tan niña sabía que si quieres captar la atención absoluta de un hombre solo tienes que mencionar las palabras pene y tamaño y, por alguna razón del cerebro reptiliano, nuestra capacidad de atención se incrementa en más de un doscientos por ciento.

—Yo no me he visto nada.

—Porque tú no puedes acceder a verlo todo. Déjame ver a mí.

—¿Qué? ¿Pretendes que me baje los pantalones y mis calzoncillos para que me mires ahí?

—Oye, rico, que lo hago por ti. A mí ni me va ni me viene. —Psicología inversa llaman hoy en día a esto. Obviamente, entonces no sabía ni lo que era la psicología.

Nos fuimos detrás de unos rosales que había debajo de un barranco y, mientras miraba hacia el cielo, me deslicé todo hacia abajo. Ella comenzó a manosearme y, como era de esperar, mi querido pito se sintió halagado ante el tacto tosco y rugoso de aquellas manos inexpertas. Pasados quince segundos, tuve mi primer orgasmo y ella su primer pringue —me gusta pensar que fue su primero—, del que tuvo que limpiarse con unas hojas secas de castaño borde.

—Perdona, no sé lo que me ha pasado —le contesté aliviado, pero con una carga de vergüenza sobre mis hombros que todavía hoy me pesa.

—Que te he reventado el tucardio.

—¿Sí? ¿Entonces me crecerá?

—Eso espero. Mi madre dice que estas cosas deben ser grandes para que los niños nazcan sin problemas.

Gracias a esa anécdota pasé de ser un don nadie ninguneado a ganarme el respeto y la admiración de todos mis compañeros de clase. Fue un día mientras dábamos el aparato reproductor masculino. La profesora dejó paso al turno de preguntas. Todos sentíamos vergüenza de manifestar nuestras inseguridades en público, así que yo sentí que era un buen momento para lavar mi imagen y ganarme el respeto de aquellos adolescentes hostiles. No sé cómo lo logré; supongo que en la lucha entre mi ego y mi timidez ganó el primero. Levanté mi mano y le pedí a la profesora que nos informara acerca del tucardio. La profesora me tomó por el gracioso de turno y tras mandarme al despacho del director evitó, el resto del año, preguntarme sobre nada para no darme la oportunidad de soltar mi gracia y provocar la consiguiente revolución del resto de alumnos. El director, pese a imponerme un castigo de mil pares de narices, no pudo contener una sonrisilla cuando le conté el porqué de mi confusión, y desde aquel día comenzó a saludarme por los pasillos por mi nombre y primer apellido. Mis padres me dejaron claro que nunca se sentirían cómodos hablando de sexo conmigo, con lo que me ahorré desde ese momento muchas charlas innecesarias. Y lo más importante: hice reír a un público difícil, mis compañeros de clase. Los humoristas, pese a que pueda parecer lo contrario, siempre se ganan el respeto de la gente; creo que es porque todos temen su capacidad para ridiculizar cualquier situación, a cualquier persona. Así que comencé a pensar que quizá tenía cierto ingenio para el humor.

Y no me equivoqué. Muchas mujeres se ríen de mí.