DE CUANDO TODO PARECE QUE SE VA A ARREGLAR Y LO QUE SUCEDE ES UN PUNTO DE INFLEXIÓN
«No soy celoso, soy posesivo».
«¿Y qué diferencia hay?».
«Que suena mejor, ¿no te parece?».
Al poco rato del intento de sacar a Utopía de los calabozos, la mujer de uniforme ancho y coleta se acercó de nuevo a mi celda. Mira tú por dónde la vida me concedía otra oportunidad de ganármela. Yo y mi suerte.
—¿Javier Fraude?
—Soy yo.
—Salga.
—¿Todo va bien?
—¿Dónde?
Era dura la mujer, ¿es que los uniformes agrían el carácter? ¿Conocen a alguien con uniforme que sea campechano? Ni siquiera los conductores de autobús lo son. Claro que habrá excepciones como en toda regla, pero yo no he tropezado con ninguna. Y es curioso: los conoces fuera de su vida laboral y pueden ser encantadores. Tiene que ser cosa de la ropa. Quizá los cuellos ajustados, quizá los gorros o los colores grises, negros, pardos, verdes oscuros y azules pálidos. Molaría un uniforme de colores chillones. ¿Cómo sería entonces, por ejemplo, un arresto?
El policía diría:
—Acompáñeme, queda usted arrestado.
—No me costará seguirle. Ni aunque atravesemos un túnel, agente.
—¿Se está usted cachondeando de mí?
—En todo caso el que se cachondea es su sastre, ¿no le parece?
Y claro, te llevarías un porrazo de esos que vemos en las tomas que los videoaficionados hacen de las manifestaciones pacíficas…, aunque quizá aquí fuera con razón. No porque sea un agente del orden, sino porque no está bien burlarse de la ropa de los demás. Yo mismo no soy ningún galán vistiendo, y si alguien se riera de mí a la cara no me sentaría bien. No está bien utilizar para la risa la torpeza de los demás. ¡Claro que yo la utilizo, pero no a la cara, por favor! Eso es de mal gusto y mucho riesgo para tu integridad.
Me llevó hasta una habitación en la que había una mujer que estaba cañón al otro lado de una mesa. Yo iba sujetándome los pantalones con una mano y con la otra tocando constantemente los mil euros de mi bolsillo para ver si seguían ahí. (Qué obsesión, ¿verdad? Pensar que las cosas saltan de los bolsillos. ¡Si estaban ahí hacía dos segundos! ¿Dónde habían podido ir? Malditas inseguridades…). Me pidieron que me sentara en una de esas sillas que parecen surgidas del trazo de un niño de seis años, y me senté; no porque quisiera, sino porque la segunda vez que me lo pidieron dieron a entender con el tono que no se trataba de una sugerencia para mi comodidad, sino de una orden para su seguridad. La mujer del otro lado de la mesa comenzó a hablarme sin levantar la mirada de un impreso.
—¿Quiere hacer una llamada?
—Ya llamaron ustedes a mi abogada, ¿no?
—Sí, pero eso es otra cosa. Ahora me refiero a alguien al que le quiera comunicar que está aquí.
—¿Por si hubiera quedado con alguien y me estuviera esperando, se refiere?
—Por lo que le dé la gana. ¿Quiere o no quiere hacer una llamada? —Aquí ya me miró a los ojos. Demasiado, para mi gusto. Noté algo de impaciencia en esa mirada.
—Disculpe, déjeme pensarlo un segundo.
Silencio.
—Su abogada llegará ahora —volvió a hablarme la mujer.
—¡No joda! —No pude evitar un escalofrío. Rebeca me iba a freír a reproches. Que si te lo dije, que si me dan ganas de dejarte aquí una semana, que si esto era lo que buscabas… Seguro que no me preguntaría si me habían tratado bien, o si necesitaba algo, o si quería que avisara a alguien.
—Ha pedido usted una abogada, ¿no? ¿O es que lo quería de oficio?
—Sí, sí… Es solo que me da un poco de respeto. Me impone respeto mi abogada.
Me pareció que le resultó simpática mi reacción. Se le ablandó algo la expresión de iceberg.
—No se preocupe, es un mero trámite. Pasará la noche aquí. No tiene por qué prestar declaración; puede esperar a hacerlo delante del juez. Mañana estará en la calle. ¿Quiere agua?
—No, gracias, ¿tiene algo con alcohol?
—No. No tenemos alcohol en las comisarías.
—Ya, la policía lo toma fuera. ¿En los bares, quizá?
—¿Qué insinúa?
No le gustó mi comentario. Se le notó por su torcedura de boca. A mí me pareció ingenioso. De todas formas, comprendo que mi ingenio no siempre encuentra el público adecuado; tengo que conseguir aguantarme las ganas de ser ingenioso. Solo consigo meterme en problemas.
—Era un chiste malo, disculpe.
—Muy malo.
—Hombre, muy malo tampoco. Eso en la tele hubiera tenido su chispa, ¿no le parece?
—Es usted un poco idiota, ¿no?
—Vaya, veo que ha hablado con mi abogada.
Y volvió a lo suyo. No parecía entretenerle mi conversación, y fui consciente de que necesitaba algo más personal; más referente a ella. Eso siempre hace surgir el diálogo.
—¡Qué! ¿Mucho asesino esta noche?
—Solo uno.
—Y ¿qué? ¿Lo han trincado?
—Comparte celda con usted.
—¡Ja! Muy bueno.
—¿El qué?
—El chiste, lo del asesino de mi celda.
Por lo visto no era un chiste. Se me quedó mirando como con cierta resignación a lo que ella debió de suponer que era mi estupidez crónica. Solo se me ocurrió decir:
—Lo dice en serio, ¿no? Pues tenemos un problema. Yo he quedado el domingo con uno de ellos para tomar un café. Me ha caído simpático. —Y era cierto que lo había hecho, entre momento de aburrimiento y momento de aburrimiento; también era cierto que no tenía muy claro si terminaría yendo. Todo dependía de mi noche del sábado. Pero aun así, y por hacerme un poco el mártir delante de la oficinista, seguí dándole importancia al hecho.
—Pues no vaya.
—¿Y si se cabrea?
—No me lo diga: es usted de los tontos que van haciendo amigos entre lo mejorcito de la especie. ¿Le ha dicho dónde vive?
—No, pero he quedado en un bar que suelo frecuentar.
—Pues cambie de bar.
—Quería hablar con él de su país. Quiero hacer un viaje a Rumanía.
—No es ningún rumano. Es español.
—Joder, vaya con los tópicos, ya había prejuzgado a esta gente. ¡Ya me parecía que era demasiado simpático para matar a alguien!
Silencio.
—¿Entonces es el drogadicto?
—¿Acaso hay otro español en su celda?
—Ah, pues con ese no he quedado. No me gustan las drogas.
No debió resultar convincente mi afirmación, porque levantó la mirada con esa mezcla de «por qué no te callas si no vas a decir nada inteligente, nada que sea verdad ni nada que sea útil» y «por qué no estudiaría medicina, tal y como me decían mis padres». Ahí, en ese momento tan tenso, entró Rebeca. Como siempre, la tierra tembló bajo sus pies. Con su cargamento de más de energía. Amedrentándome con sus gestos.
—Vale, ya estás aquí. El siguiente paso, la cárcel por unos años.
—Joder, Rebeca, que no. Estoy bien…
—Yo no te he preguntado cómo estás. Ya me imagino que estarás pasándotelo chupi. Cuánto material para tus conciertos y tus canciones, ¿eh?
Por supuesto que di por entendida la ironía, pero no me iba a defender. No hubiera sido práctico.
—Oye, escucha. ¿No hay posibilidad de que saquen a Utopía de aquí? Tiene que ir al hospital a por la medicación —le propuse para ver si con ayuda de ella podía conseguir que se la llevaran al hospital de una maldita vez.
—¿También soy su abogada?
—No, bueno, ella tiene el suyo, pero es de oficio. No sé si esta gente se toma en serio a sus clientes.
—Yo también ejerzo de abogada de oficio. Y me tomo muy en serio a mis clientes.
—Ya, bueno…
—Vale —y dejó de hablarme a mí para dirigirse a la policía cañón—. No va a declarar aquí, ¿vale? Te firmo el papeleo y me largo a casa, que ya es hora.
Se puso a firmar unos papeles como el que lee la propaganda que le meten en el buzón. Hacía ruiditos con la boca. Estaba todo bien, porque continuó sin más.
—Bueno, Javier —me dijo—, te veré mañana en el juicio.
—Espera, mujer, espera —y le consulté a la de la mesa—: ¿Puedo hablar un momento con ella?
—¿Pero no le daba miedo?
¡Mira qué simpática resultó ser la funcionaria! La cara de Rebeca empeoró por momentos: al principio estaba seria; luego, frunció el ceño. Porque soy un tipo con suerte, que si no hubiera terminado con una bofetada.
—¿Miedo? Je, je. Miedo no, hombre…, yo dije que la respetaba mucho… —intenté aclarar, desviando el verdadero mensaje de mi mensaje.
—No quiero pensar cómo interpretará los orgasmos de las mujeres —va y me soltó la tía borde del despacho.
Parecía que Rebeca disfrutaba de aquella situación. Se terminaron hermanando, por aquello de la simpatía de sexos. No me hubiera resultado muy difícil dividirlas, pero había de condensar todas mis fuerzas en que Rebeca me sacara de allí.
—Rebeca, ¿no puedes sacarme de aquí ahora?
—Creí que era lo que buscabas: entrar aquí.
—Ya llevo muchas horas encerrado y me aburro.
Apelar a la compasión. Rebeca conoce mi obsesión por evitar aburrirme, mi agonía cuando estoy solo. A pesar de tener compañeros en la celda, el asunto del idioma me convertía en un náufrago solitario, y, en cierta manera, no entenderte con la persona que tienes delante es más desesperante todavía que estar solo.
—Me voy, Javier —me dijo medio cantando.
—Espera, espera… ¿Qué tal tu novio?
—Libre.
—A tu lado, imposible.
¡Zas! Y la volví a cagar.
Las dos mujeres me miraron fijamente. La policía creo que sonrió, no alcanzaba a verla del todo. Y Rebeca creo que también, pero fue más bien una mueca que anunciaba el advenimiento de la tempestad. La había puesto en evidencia delante de público. Esa osadía la iba a pagar muy cara.
—Adiós, Javier…, mucha suerte en el juicio.
Y se fue. Me quedé allí contemplando cómo se alejaba con su culo. Tiene un culo bonito. Y la espalda. No había reparado hasta ese momento demasiado en ello. Y el pelo. La verdad es que está buena. Jode un poco el conjunto su carácter tan incisivo. Me pasa con todas las mujeres: ya pueden estar buenas que si su personalidad no me dice nada, no hay caso. Por eso soy de los que presumen de follar almas en lugar de cuerpos. La gente suele tomarme por hipócrita. Siempre utilizan el mismo argumento; siempre me salen con lo de que si no prefiero una tía buena a una normal. Y siempre les digo lo mismo: prefiero mujeres seductoras. Los cuerpos no son los que trasmiten la seducción; eso es algo que obedece al alma, si es que tenemos una. Obviamente, después de todo lo ocurrido con Rebeca en la comisaría, ya he perdido cualquier posibilidad de hacérmelo con ella. Si me tenía por un irresponsable, ahora me tendrá por uno al cuadrado. Cuando me conoció sentí que había química entre nosotros, pero ha resultado ser más cuestión de fisión que de fusión. Aun así, me quiere. Yo lo sé. Me trata así porque se preocupa por mí.
—Se ve que no se soportan —me dijo la policía con sus ojos de gata despertándome del embelesamiento en el que había quedado atrapado fruto de la carne.
—Oh, no…, es un juego. —Silencio—. Yo creo que hay química entre nosotros.
—¿Me está tirando los tejos? —me respondió la policía.
Mi comentario sobre la química era para Rebeca, pero si la otra había cogido la vela estaba claro que era porque algo había sentido aquella mujer por mí, así que le seguí el juego.
—Perdona, me ha resultado muy difícil resistirme. Eres muy bella.
—¡Uy, bella! ¿Qué eres?, ¿italiano?
—Bueno, si lo eres, qué quieres que te diga. Para eso están las palabras.
—¿Quieres un café?
—Si lo voy a tomar solo, no.
—Te puedo traer un cortado.
—No, me refiero a…
—Ya sé a qué te refieres. No eres el único ingenioso. Espérame aquí, yo me tomaré otro.
Se marchó de la habitación. Me iba a tomar un café con ella en una comisaría. La cosa se estaba arreglando. «Joda a quien le joda, soy un tipo con suerte», pensé otra vez ajeno al futuro. Dios cuida de mí a través de las mujeres. Los ángeles tienen sexo. Son ellas. Vale que las hay muy brujas, pero es solo porque están desorientadas. Se apodera de ellas el miedo a equivocarse de hombre, a estar perdiendo el tiempo invirtiendo toda su alma en esa relación y que el hombre sucumba ante otro ángel caído. Pensaba en todo esto cuando entró en la sala el comisario… o el inspector, la verdad es que no tengo ni idea de cómo funciona la jerarquía en esto de la policía. Le saludé cortésmente y me respondió de la misma manera. Me sentía bien. Era un crack; había conseguido que me trataran bien hasta en el calabozo. Una vez más sentía haber salido airoso de otra de mis meteduras de pata. El tipo se puso a remover papeles. Buscaba algo que resultó ser un mechero. Se encendió un cigarro. No me ofreció ninguno. La verdad es que llevaba sin fumar muchos años, pero me molesta que la gente no invite cuando está disfrutando de algo. Si conseguía intimar también con este, si me lo ganaba, tal vez no me hicieran volver a la celda y podía pasar la noche allí con ellos de cháchara.
—Qué, ¿turno de noche?
—Sí.
—No soy un delincuente, ¿eh?, estoy aquí por error.
—Eso lo decidirá el juez.
—No, no, el juez dictará sentencia, pero si no reconoce mi inocencia, no estará dictando justicia. Yo no he hecho nada.
—Vale.
Tenía unas facciones duras, pero algo me decía que su corazón no era tan duro como su expresión, así que no me amedrenté por su sequedad: tengo la llave para arrancar cualquier conversación a estos tipos.
—Es muy guapa su compañera, la que se sienta aquí.
—Sí, lo es.
—Ha ido a por unos cafés. Uno para ella y otro para mí. Es amable.
Ahí me di cuenta de que iba por mal camino. A los tíos así no les gusta hablar de la amabilidad de las mujeres, solo de sus culos y sus pechos.
—A lo mejor tengo suerte y consigo invitarla a cenar. ¿Es facilona? —le pregunté en la jerga de estas bestias.
—¿Quiere un cigarro?
—No fumo, lo dejé. La verdad es que nunca he sido fumador por convicción. Empecé a fumar para que mi mujer lo dejara.
—Fúmeselo. Como si fuera su última voluntad.
Me reí forzadamente: ni entendía el chiste ni le veía la gracia.
—¿Han vuelto a instaurar la pena de muerte? —Este sí que era gracioso—. Y me enganché… —añadí continuando la conversación del tabaco y mi exmujer.
Enseguida me di cuenta de que le importaba un pimiento lo que le estaba contando de mi vida con Alicia. Y eso que la historia era buena, y real: al final me enganché al tabaco intentando liberarla a ella de la adicción. Le dije que por cada cigarro que se fumara ella me fumaría otro yo, y como era de suponer, terminé por fumar mucho más que ella. Ahí fue cuando se asustó y terminó por pedirme que lo dejáramos los dos. Y lo dejamos. Para mí fue un triunfo. Fue como obtener los frutos deseados tras ir a la huelga. Bueno, en realidad fue un chantaje emocional como una casa, pero funcionó. Lo triste es que la última vez que la vi, el día de la firma del divorcio, en un descuido suyo pude darme cuenta de que su bolso volvía a cargar con paquetes de tabaco. Me dolió. No demasiado, porque yo llevaba un pedal de alcohol en el cuerpo de no te menees. ¿La razón? No me podía enfrentar a la situación de romper con ella civilmente sobrio, así que hice por evitarlo.
Ya ven: todos mis sacrificios para que ella diera con su adicción al traste. Una vez más se demostró que todo esfuerzo que hagamos por los demás solo lo resistiremos mientras los demás sigan a nuestro lado, con lo que al final solo vale lo que hacemos por y para nosotros mismos. Supongo que, en cierto modo, saber que la había estado engañando le supuso un trauma. De hecho, días después de que su abogada me llamara por primera vez, pasó algo que hizo que recibiera una llamada de Rebeca. Quería contarme algo importante sobre Alicia, pero no pudo hacerlo en ese momento. No porque ella no lo intentara, sino porque me importaba un pimiento en aquel entonces cualquier cosa sobre mi ex y no le dejé. Ya valía de intentar hacerme sentir culpable. Había engañado a mi esposa, sí, pero lo único que nos diferenciaba era que ella me lo contó para intentar arreglar lo nuestro y yo no se lo conté porque me falta valor para ver cómo sufren otras personas por mí. El caso es que yo estaba en mi casa con Utopía. Acabábamos de ver una película, Closer —un enredo fascinante entre parejas; me apasionan las películas que hablan de las relaciones de pareja—, cuando sonó mi teléfono.
—¿Javier?
—¿Rebeca?
—¿Dónde estás?
Me daba gracia, casi siempre que llamaba ella me preguntaba lo mismo: ¿dónde estás? Al principio pensaba que era porque estaba cerca de mi casa y pretendía tomarse un café conmigo, pero luego llegué a la conclusión de que no, porque nunca era el caso, así que deduje que simplemente lo preguntaba para saciar esa necesidad de tenerlo todo bajo control. No sé si ella es consciente de esto. Desde luego, yo ahora no estoy en disposición de revelárselo. Nadie quiere psicoanálisis de un tío que parece más cerca de la demencia que de la cordura. Bueno, nadie… A mí me encanta que me analice gente así. Tienen una perspectiva de las cosas realmente objetiva. Son como espejos de tus verdaderas intenciones. De tu verdadero yo.
—En casa. ¿Pasa algo? —le respondí.
—¿Tú hablaste con la abogada de Alicia, verdad?
¡Zas! Sabía la que se avecinaba. Ya se había enterado de mi traspié con la fulana aquella. En ese momento me empezaron a temblar las piernas y me senté al borde de la cama. Utopía me miraba con curiosidad. No era fácil verme cara de consternación. Casi nada me inmuta. Normal que se extrañara.
—Sí —balbuceé. Me di cuenta de que balbuceaba mucho cuando hablaba con Rebeca, así que templé mi voz con un carraspeo y añadí—: Ya te lo conté.
—¿Qué me contaste, Javier?
Ya estaba otra vez utilizando el inquisidor vocativo.
—Que me parecía una tía agresiva. Una perra rabiosa andrógina.
—Y para calmarla decidiste contarle ¿qué, Javier? ¿Qué se te ocurrió?
Ya no aguantaba más. Si sabía la respuesta, ¿por qué jugaba al gato y al ratón?
—Rebeca, ¿qué pasa?
—Qué va a pasar, querrás decir. Le dijiste que te acostabas conmigo y encima lo repetiste para que lo grabara.
Eso no era cierto. Lo repetí, sí, pero no para que lo grabara. No soy tan gilipollas. Lo repetí para demostrar que nadie va a dominarme con el miedo. Lo repetí para dejar claro que no soy una persona que se achante ante las provocaciones. Lo repetí para anotarme un tanto. Un tanto hacia mi descalabro, ya… Bueno, tal vez sí sea tan gilipollas.
—¿Ocasiona eso algún inconveniente?
Mi pregunta era retórica. De sobras sabía que ocasionaba más de un inconveniente. Pero si yo mostraba calma, si conseguía aparentar que la cosa me parecía trivial, tal vez lo fuera. Tengo esa teoría. Si no te enfrentas al problema, el problema puede desaparecer, o no; y si te enfrentas, ocurre exactamente lo mismo, pero habrás desperdiciado energías que podrías usar para coger el coche, irte a la playa y disfrutar de los cuerpos bronceados que la naturaleza oscurece para tu deleite personal.
—Por lo pronto, ya no puedo representarte. Eso me convierte en parte del problema. Y tu mujer…
La interrumpí bruscamente. Lo que le pasara a mi mujer ya no era asunto mío. Para mí Alicia me había fallado. Había roto por una tontería nuestro pacto de no agresión durante el divorcio. ¡Si ahora se sentía sola, que se lo contara a la personal assistant esa del tío de las zapatillas! Pero que Rebeca no me representara…, eso no me lo esperaba. Acababa de quedarme sin la estrella de mis once jugadores. Barruntaba un resultado muy a la contra.
—Algo podrás hacer…
—Con lo de Alicia está difícil…
—Digo con lo tuyo.
—Claro, recomendarte a una compañera. Pero déjame que te cuente lo de Alicia…
Utopía mientras tanto había comenzado a jugar con mi «cosita». Ya llevaba mucho tiempo quieta. Además, estaba hablando con otra mujer y eso a ella no le hacía mucha gracia. Tenía que aparecer en la foto como fuera, y esa fue la manera que se le ocurrió.
—Rebeca, no me creo que no puedas hacer nada. Es mentira, entre tú y yo no hay nada. Uy… —se me escapó un «uy» al roce de los labios de Utopía contra mi cosita.
—Javier, lo importante es lo de Alicia. ¿Qué pasa? ¿Por qué has dicho uy?
—Tengo que dejarte, Rebeca, se me está quemando la comida…
—Son las seis y media de la tarde. ¿Estás haciendo ahora la comida?
—Es que le ha entrado hambre a Utopía y…
—Ah, que estás con ella… Vale, vale. Cuida de que no te ponga algo más en el Facebook.
Utopía escuchó su consejo. Detuvo su quehacer y me fulminó con la mirada. Yo colgué casi sin despedirme. Sabía que ahora tendría que lidiar con ella. No eran celos. Al menos, no de verdad. Se hacía la celosa para torturarme. Sabía que cuando las cosas se ponían mal entre nosotros, yo terminaba llevándomela de compras para calmarla. No me importaba. De alguna forma tenía que cobrarme aquellas sesiones de sexo. Yo no era digno de ellas. Los tipos como yo jamás accedemos a preciosidades como Utopía si no es pagando un precio. Está claro que con ella el precio ha resultado ser demasiado alto, y no me estoy refiriendo a asuntos de dinero. Traté de explicarle que Rebeca no tenía nada en contra de ella, que simplemente hacía su trabajo. Y que tenía toda la razón en que haber puesto aquello en el Facebook me había complicado totalmente mi divorcio. Luego se puso a llorar. Yo le repetí que Rebeca tenía parte de razón y que haber puesto aquello en el Facebook me había supuesto un pequeño contratiempo en mi divorcio. Y así, mientras se vestía y me amenazaba otra vez con irse a follar al portero de la discoteca que frecuentábamos, yo le repetía insistentemente, suplicando, que Rebeca era una tía que no tenía ni idea de nada y que lo mejor que podía haber hecho era ponerme aquello en el Facebook. Pero no funcionó. Cogió la puerta y se fue como siempre se iba: dejándome su imagen de ángel exterminador tatuada en mi retina. Cerré los ojos y contemplé en la oscuridad el rostro de mi sobrenatural amada lleno de lágrimas, aquellos ojos perforadores que habían atravesado hasta su esencia todo mi espíritu llenándolo de orificios que nunca cicatrizarán. Se me puso dura. Encendí el ordenador y me puse a ver unas fotos que le hice cuando empezamos a salir. Estaba desnuda. Tal y como yo me veía cada vez que me clavaba su mirada. A los pocos minutos recibí un sms comunicándome que en ese momento el portero de la discoteca estaba desabrochándole el sujetador. Esta vez el escalofrío que me recorrió fue más leve. Las cosas duelen menos cuando las esperabas.
***
Por fin la policía buenorra regresó al lugar donde aquel energúmeno con placa y arma me estaba amenazando de muerte sutilmente con un café muy caliente de máquina que dejó encima de la mesa. Yo me sentí aliviado. Estaba claro que aunque el supuesto comisario me tenía ganas, delante de aquella mujer tendría que contenerse.
—Aquí tiene.
—¿Ahora vas a tratarme de usted? —le dije con mi sonrisa más seductora a lo Hollywood.
Había notado que, a su vuelta, aquella morena se comportaba de manera más fría. No me contestó a mi ridícula broma. Se dirigió sin más a la mesa de al lado donde el fumador asalta-normas-cívicas estaba acabando su cigarro. Tras la última calada ella le estampó un beso en la boca, como si quisiera absorber todo el humo que al tipo pudiera quedarle en los pulmones. Ahí, justo en ese momento, a mí me entró uno de mis escalofríos, casi un calambre, que recorrió la zona que va desde mi escroto hasta la nuca. Ahí justo, el tío que acababa de ser besado comenzó a mirarme. Ahí deseé otra vez estar en mi celda con mis compañeros. Ahí el armario ese que fumaba y tenía forma humana se levantó e inició su avance hacia mí con un movimiento que reflejaba su actitud, una actitud pesada y cansada de soportar la vida. Ahí la habitación comenzó a estrecharse como en las trampas de las películas de Indiana Jones. Y ahí me dijo, con voz delatadora y desalentadoramente violenta:
—¿Le estabas tirando los tejos a mi chica?
«Sabes salir de estas, Javier», me repetía una voz que truena siempre más fuerte que la de mi conciencia en los momentos de peligro evidente. Es la voz de la cobardía. Esta tiene más decibelios que el equipo de sonido de un coche tuneado. Pero la presión no me deja pensar con claridad. Debía elegir las palabras exactas como si de mi último cartucho se tratara para acabar el enfrentamiento con alguien que parecía querer asesinarme. Tenía que decir algo que quitara hierro a toda aquella situación y aportara la dosis justa de humor que me permitiera salir indemne de aquello.
—Ninguna mujer tiene dueño.
No se me ocurrió otra cosa. Es una frase de Martín (Hache), una película de Aristarain. Una frase que desde luego te convierte en un hombre moderno, independiente e inteligente… Es decir, en la clase de hombre que recibirá una hostia segura de tropezar con otro que practique los valores de un neandertal dependiente e idiota que crea que estás intentando levantarle a su pareja. Estaba claro que hubiera sido bastante más oportuna cualquier frase de la saga de Harry Potter.
—Mira lo que dice este tío, chiqui. Que ninguna mujer tiene dueño. ¿Estás compitiendo conmigo?
Estaba en desigualdad. En inferioridad de condiciones. Yo era un preso y él, el guardián del calabozo. Si hubiéramos tenido ese conflicto en la calle, está claro que yo no estaría tan acojonado. Corro mucho. Hubiera salido corriendo y ya está. El tío fumaba. Seguramente no tendría más fondo que yo. Pero en aquel momento lo de correr estaba chungo, porque tenía su nariz a un centímetro de mi cara y su palma —aproximadamente de unos veinticinco centímetros abierta de meñique a pulgar— se estaba aproximando a la velocidad del sonido al lado derecho de mi jeta.
Silencio y oscuridad.
Me levanté del suelo sin tener claro cuánto tiempo había pasado desde que me alcanzó su bofetada y me caí. Vi el chispazo. Ese que dicen que te da cuando te pegan un puñetazo. El tío me había dado con la palma abierta y seguro que sabía que derribar a alguien así es más humillante que hacerlo de un puñetazo. Volvía a estar sentado en su silla. Tuve claro que lo mejor era que me quedara un rato más tumbado allí. Joder. Y la tía no había hecho nada en todo aquel tiempo. ¡Nada! Allí permanecía, impasible, sentada en su mesa con la misma frialdad con la que muchas putas te dicen que eres un hombre muy guapo.
—¿Por qué me ha pegado? —le pregunté intentando hacerme el digno pacifista y levantándome despacio.
—¿Quieres más? Tenemos un cuarto para estos casos.
—No es cierto. La policía no pega. Vivimos en un Estado de derecho —le rebatí, como si apelar a la ley pudiera garantizar que esta se cumpliría.
Comenzó a sangrarme una herida que traía en el labio de mi discusión con Utopía. Sangraba escandalosamente. Miré la sangre que caía sobre mi mano derecha y le dije:
—Puedo denunciarle por esto.
—Esa herida ya la traías, gilipollas.
—Me llevaron al ambulatorio antes de encerrarme. Hay un parte de las heridas que tenía.
—Te he dado donde ya te dieron, no soy tonto. Ahora cállate. Llévalo con los otros, Sara.
Sara. La convidada de piedra se llamaba Sara y caminaba en silencio por los pasillos a mi lado. Parecía una geisha al lado de este cretino. Para mí lo había perdido todo. Me gustan las mujeres con autoridad y esta había demostrado tener muy poca. Además, no hizo nada por detener la violencia indiscriminada. Las mujeres que no tienen ese instinto no son buenas. Cuando la niña mala me abrió la puerta de mi celda, sentí un impulso de decirle lo que pensaba, dejarle claro que era muy poca mujer, pero ¿para qué? Seguramente ya lo sabría. A estas alturas de nuestras vidas nos quedan pocas cosas por saber de nosotros mismos. Más bien jugamos a ocultarlas ante los desconocidos para evitar que nos coman terreno. Por eso hablamos tan poco de nuestra mierda con los de fuera: la gente prefiere a los de siempre porque no hay que fingir. Ellos ya te lo han comido todo y solo puedes resignarte.
—¿Qué haces con un imbécil como ese? —le dije al final saltándome a la torera mi autocontrol. No sé si hice bien o mal, pero desde luego me quedé a gusto.
—Prefiero a un imbécil fuerte que a un imbécil cobarde.
Me vino a la cabeza una idea suicida pero audaz. Pensé en que debería salir corriendo, meterme otra vez en la oficina del tarugo ese y soltarle un sopapo bien dado. La voz de mi cobardía me gritaba que me dejara de tonterías. Que aceptara la humillación. Que la racionalizara. «¡Ese tío tiene el poder y no le puedes vencer en estas circunstancias!», me repetía casi desgañitándose.
«Vale —le dije yo—, pero vivo en un país libre. Este tío ha abusado de su poder, la ley me dará la razón».
«Puede que sí o puede que no —me contestaba mi voz—. Desde luego si quieres venganza, que sea por los cauces legales; de lo contrario te estarás convirtiendo en un ser despreciable como él».
Ya lo dije: no creo en la justicia. Ya de pequeño unos matones me robaron en el colegio mi balón de fútbol y el profesor no hizo nada para restablecer a su dueño la propiedad usurpada. Hasta que no recopilé un ejército de mercenarios a los que pagué con lo poco que tenía ahorrado en mi hucha, no equilibré la balanza del ultraje recibido. Aquellos tipos pagaron su afrenta recorriendo desnudos los pasillos del colegio desde los lavabos hasta el despacho del director. Nunca más se atrevieron a meterse conmigo.
Aprendí entonces que el equilibrio no se restablece nunca hasta que uno no pone cartas en el asunto, y ahora esta idea me carcomía el corazón y la cabeza. Tomé aire. Lo solté. Volví a cogerlo. Eché a correr. Gritaba y gritaba como un bárbaro para desoír el dictado de mi falta de valor. Estaba casi llegando a la oficina. Faltaba poco. La chica me perseguía y me gritaba casi como súplica que me detuviera. Pero yo sabía que no lo hacía por mí, sino para evitar que le diera su merecido al gilipollas que se acostaba con ella. Entré en la estancia. Allí había más gente que la última vez. Tres policías y el capullo que me pegó. Tres más que en mi última visita. Mala proporción. Apenas levanté mi puño, empecé a recibir golpes y patadas. Lo veía todo entre sombras y claros. Sabía que estaba en el suelo porque no me resultaba difícil mantener el equilibrio. Ya no solo veía chispazos. De vez en cuando veía la cara de la mujer que, inmutable, contemplaba la salvajada a la que me estaban sometiendo. ¿O me había sometido yo? Daba igual, el resultado era el mismo. Noté que las patadas las empezaba a recibir en el costado y la cabeza. Había cierta desincronización en el ritmo por parte de los maltratadores. Falta de creatividad, a mi entender. Creo que hasta se dieron alguna patada entre ellos porque los cegaba la ira. Recuerdo que podía pensar con claridad a pesar del dolor, y no entendía —sigo sin entenderlo— cómo podían sentir los otros tres rabia hacia mí. Pelotas. Se hacían los ofendidos solo por agradar a su jefe. Estaba recibiendo una paliza de pelotas, nunca mejor dicho. Y de repente, sentí que se me rompió algo por dentro. Como si hubieran abierto una botella de cerveza y me la estuvieran derramando por dentro de mis costillas. ¿Cómo supieron cuándo parar? Bueno, eran policías; sin duda alguna sabrán de golpes. Una vez vi en una película que no es tan fácil matar a un tío a golpes. No creo que quisieran matarme, aunque la última patada que sentí en la nuca me relajó demasiado. Tanto que un sueño agradable se apoderó de mí y ya no recuerdo nada más de aquello hasta que volví a abrir los ojos.
Debió pasar bastante tiempo. Todo había parado. Estaba otra vez en mi celda, luego deduje que había debido perder el conocimiento. No me atrevía a moverme. Estaba bien así. Parecía que mi cuerpo estaba descansado. Me daba miedo intentar moverme por si descubría que tenía algo roto, paralizado. Tenía que motivarme. En peores condiciones he acabado en el gimnasio alguna vez. «Solo son agujetas», me decía a mí mismo. Mi tendencia a restar importancia a los hechos comenzaba a apoderarse de mi lógica. Quería decir a mis compañeros de celda algo para romper el hielo. Me estaban mirando y sé que se estaban compadeciendo de mí. Tenía que decir algo. No soporto la compasión.
—¿Todo bien, muchachos? —Sentí que con esa frase volvía a resurgir de entre mis restos. ¡Bendito humor! Que no me abandone nunca.
Los rumanos empezaron a aplaudirme. Uno de ellos se acercó a mi lado.
—Eres un valiente. Gilipollas… —pronunció con dificultad—. Pero un valiente —me dijo.
El drogadicto gritaba:
—¡Viva la República! Rojos como tú es lo que necesitamos.
No iba a quitarle la ilusión. Rojo. Sí, daba el color; sobre todo después de la paliza. Se levantó como si buscara un asa donde asirse en el aire y me hizo un guiño como si me fuera a desvelar el secreto para salir de allí para siempre. Entonces se sacó un mechero del culo. Así, sin pensarlo. Luego, con los mismos dedos que había utilizado para su prospección, rebuscó en su bolsillo mugriento hasta sacar un cigarro que me colocó en mi boca sujetándome la mandíbula con su mano desvirgadora de traseros.
—Te lo has ganado, monstruo —me dijo, y me lo encendió.
No olía mal. El tabaco es lo que tiene: peor que el tabaco no puede oler nada. Di una calada y no pude reprimir la tos, pero me sentó bien. Me hizo sentir que había acabado algo importante. Me había jurado no volver a fumar, pero también me juré no volver al lado de Utopía la primera vez que me atropelló con el coche y no había cumplido mi palabra. Sí, ya sé que he dicho que nunca hemos llegado a los malos tratos, pero es que para mí eso no cuenta. Algunos lo llaman el síndrome del maltratado; yo lo llamo empatizar con la persona que ha perdido la cabeza. Ella no estaba en sí. Yo me iba de su casa por decimoctava vez para siempre con mi viejo aunque robusto Volkswagen y, de repente, un coche rojo me intentó sacar de la carretera. Era ella. No me asusté demasiado. Pisé el acelerador pensando que la potencia de mi motor no se dejaría alcanzar, pero había demasiado tráfico y me invadió el sentido común —me pasa poco, pero si sé que voy a hacer daño a terceros, me lo planteo—, así que aparqué en un solar. Ella paró unos metros más atrás y comenzó a acelerar con el embrague apretado haciendo rugir su motor de gasolina. Yo pensé que solo quería acojonarme, pero su coche empezó a avanzar hacia el mío dando toda la impresión de que su objetivo era colisionarlos. Los dos perderíamos si lo hacía, pero eso a ella le daba igual. Le da igual perder si te arrastra a ti en su mala jugada. Mujeres kamikaze, peores que la heroína. Salí disparado y no tuve mayor ocurrencia que plantarme entre los dos vehículos. Podía haberme partido las piernas perfectamente, pero se detuvo a un metro de la mutilación y me gritó que me quitara. Yo confiaba en su sentido común. Mal hecho. Aceleró despacio y comenzó a estrujarme las rodillas entre los parachoques de su Coupé y mi Volkswagen. Yo empecé a gritar cuando por fin sentí un calambre que me recorrió desde las rodillas hasta la rabadilla. Ella se detuvo, salió llorando e implorándome perdón. Yo cojeaba en estado de shock hacia un banco para sentarme y comprender toda aquella situación. Tropezó y cayó al suelo como un saco de cemento. Iba hasta las cejas de tranquilizantes. No la recogí. La dejé ahí llorando. Fui hasta mi coche y enfilé rumbo a mi casa. Todos los días me arrepiento de no haberla recogido de aquella acera solitaria y habérmela llevado a casa. Ningún ser humano se merece ser abandonado en ese estado.
Sé que no está bien visto hablar de las buenas propiedades del tabaco; al menos no en los tiempos que corren. Pero no podemos dejar de ser sinceros solo porque la verdad sea insana —eso ya lo practican las religiones y dictaduras varias—, así que me veo obligado a decir que el tabaco te acerca más a tus voces interiores. Por eso, mientras consumía la nicotina que me había ofrecido mi drogado compañero de celda, empecé a escuchar la voz en off de mi cobardía. Me decía que estaba decepcionada. No se esperaba semejante imprudencia por mi parte. «¡Querer pegar a un policía en la comisaría! ¡Qué falta de criterio!», me decía. Intentaba meterme miedo por lo que había hecho. Me hablaba de todas las represalias que se tomarían contra mí. De lo jodido y cuesta arriba que se iba a poner el juicio de por la mañana. Luego, por primera vez en mi vida, escuché con claridad la voz de mi conciencia. Me susurró que estaba orgullosa de mí. «No me criaron para que me pisotearan», me decía, acariciándome las heridas.
«Sé que no he hecho sino complicarme la vida, pero es cierto que mi espíritu parece haberse quedado en calma», le dije.
«Claro —me respondió—, porque has hecho lo que deseabas hacer. Eso siempre conforta».
Me gusta cómo me habló mi conciencia. Tenía que haberle prestado atención más a menudo. No la recordaba tan cómplice y tan sabia.
«Es que soy tu nueva conciencia», me dijo.
«¡Coño! ¿Qué ha pasado con la otra?».
«Ha pedido el traslado por estrés», me contestó riéndose.
«Pues que sepa que no le guardo rencor. La entiendo».
Comencé a rezar a la Virgen. Nunca he sabido a cuál hay que rezar según te pase qué, por eso utilizo el genérico. Virgen. «¿Qué demonios está pasando? —le pregunté—. ¿Va a abandonarme ahora la suerte?». Y escuché una voz de mujer que me respondió: «No sufras, hijo mío, acabamos de mandar un ángel en tu ayuda». Luego escuché algo que no pude identificar bien si era una risa o un llanto. No pude contener más las lágrimas y comencé a llorar. Gracias a Dios sé hacerlo en silencio. Me dolía todo el cuerpo, pero más aún la rabia que no había podido sacar. Cerré los ojos y me concentré en escuchar el delicado llanto de Utopía.
Ha sido la única persona que ha conectado conmigo, y supongo que será la única que lo hará siempre. Lástima que no sepamos manejarlo. Me queda tanto por aprender de mí…