Capítulo I

UN CALABOZO PARA DOS ENAMORADOS

La conocí y le juré que moriría por ella; lo que nunca

prometí es cumplir una cadena perpetua a su lado.

Llegar a tu casa después de una noche encerrado en los calabozos de una comisaría se parece mucho a lo que se siente cuando una mujer trata de convencerte, mientras yace boca arriba en tu cama con la respiración entrecortada, de que ha sido el mejor polvo de su vida. No es que se pase mal arrestado: simplemente es una pérdida de tiempo tremenda. Y eso que cuando aquellos agentes de la ley y el orden me dijeron con sus voces de robot radiofónicas que quedaba detenido, pensé, por ser positivo, que algo aprendería de todo aquello. Lamentablemente, he de reconocer que veinticuatro horas encerrado en un calabozo no enseñan nada que no hayas podido aprender en la escuela. Es más: pasé más miedo en mis años de colegio que durante mi noche entre rejas; y sin miedo hay cosas que no se pueden aprender. No me han faltado momentos para tenerlo estando ahí atrapado, pero no lo he tenido. Seguramente se deba a mi nivel de conciencia espiritual. Cualquier otra persona que no haya llegado a mi estadio —el cual desconozco si es elevado o se arrastra cual gusano— no lo habría soportado; en cambio, yo estoy en un punto de mi vida en el que, bien sea porque tengo algún tumor interno alojado en el cerebro que me presiona mi capacidad lógica, o bien porque simplemente soy idiota, me siento absolutamente incapaz de tomarme las cosas en serio, incluidas las serias. En definitiva, que no solo no he aprendido nada nuevo con la experiencia carcelaria, sino que encima me ha quedado demostrado una vez más que lo que yo sé no me sirve para nada, porque los demás no se lo saben.

Ahora me encuentro en mi casa, protegido de la vigilancia directa del sistema que vela por nosotros, refugiado de las miradas y enjuiciamientos de todos los que creen en el significado de la palabra normal. Queda pendiente un segundo juicio. Por lo visto, el que se ha celebrado esta mañana en mi honor y en el de mi pareja no ha sido más que otra pantomima para que los que trabajan en la justicia justifiquen su salario. Dicen que la justicia va lenta. ¡Claro que tiene que ir lenta! Ocupándose de casos como el mío, es comprensible que se demore todo y que, para variar, como dice un chiste de Mafalda, lo urgente no deje paso para lo importante.

Ha sido una noche diferente al resto de mis noches. No es la privación de libertad a la que me he visto sometido lo que la ha hecho especial. A fin de cuentas, he viajado de noche en avión y tampoco puedes ir a ningún sitio durante el vuelo. Estás tan atrapado como puedas estarlo en cualquier calabozo y, salvo que te permiten emborracharte y que las butacas son algo más cómodas, no veo mucha diferencia… Bueno, si acaso, que los calabozos no tienen enchufes —o sea, que ni puedes electrocutarte ni recargar el móvil—. Que para entrar a la «suite» te quitan todo salvo la ropa y el dinero que lleves en papel. Digo yo que si no hay enchufes será para eso, para evitar que te achicharres como lo haría un pájaro despistado contra los cables eléctricos que acompañan cualquier carretera. La ley de los hombres no permite que te hagas daño tú solo: si hay que hacértelo, debe dejarse en manos de funcionarios adiestrados al efecto. Sí, ha sido una noche diferente, pero no tiene nada que ver en ello el escenario donde ha trascurrido. Lo que la ha hecho distinta ha sido la sensación de ser ajusticiado por otros hombres por algo que ni siquiera saben cómo condenarlo para ser justos.

Nunca he cometido un crimen. Al menos, ninguno que esté penado por la ley. Ni siquiera ahora. Me han detenido, simple y llanamente, por una mentira. Una mentira fabricada por una mujer bella en estado de shock y a la que salpiqué con una pistola de agua, como tantas otras veces. Por pueril que parezca la razón, las pistolitas llevaron a otra cosa, y la otra cosa a algo más gordo; y así, indefectiblemente, nos vimos envueltos en una sucesión de desafortunados acontecimientos que terminaron, en contra de todo nuestro pronóstico e intención, en el calabozo.

Una mentira improvisada por los nervios y la desesperación de una de esas mujeres de las que no puedes despegarte a pesar de que todo augure un desastroso final. Una de esas con las que nunca estarás seguro de nada, entre otras cosas, de si está en tu vida porque te ama o de si tú estás en la suya porque colecciona experiencias y tú das el prototipo de probeta. Una de esas criaturas que sabes que están contigo, pero que no es de nadie, ni siquiera de su propia razón, y a la que los agentes de la Policía local no han cuestionado demasiado a la hora de creerse su declaración.

La cosa es así: a las mujeres bellas se las toma muy en serio cuando tienen un contratiempo, y a las feas se las suele follar con la luz apagada o fantaseando con el cuerpo de otra mujer mientras bajas la mirada hacia sus pechos.

Y no hay nada que hacer en una celda, salvo esperar a que alguien venga a rescatarte. Pero por lo visto, cuando hay un lío entre una mujer y un hombre, te mantienen encerrado toda la noche. Da igual a qué hora te pongan las esposas: pasarás la noche entre rejas. Quizá intenten que te des cuenta de lo mal que se duerme lejos de la cama de la dama que te ha denunciado, no lo sé. Tal vez sea solo cuestión de burocracia. La burocracia tiene su ritmo, sus tiempos, y modificarlos puede provocar el caos. Imaginen que se diera el caso de que, por un papel traspapelado, dejaras de existir dentro del calabozo y fuera nadie te echara de menos. ¡Desaparecerías! Nadie te reclamaría, y tampoco se sabría cómo llegaste hasta allí, con lo que, muy posiblemente, te irías pudriendo dentro de la celda hasta que la queja de alguno de los limpiadores sobre el olor acumulado en tu ropa durante meses llegara al comité de empresa de los funcionarios. Y, aun así, no sé si investigarían tu procedencia, o simplemente te irían cambiando de atuendo para cumplir con lo que la ley de prevención de riesgos laborales diga respecto a los olores fuertes.

Lo peor de todo cuanto me ha pasado es que haya sucedido a raíz de una falacia. Ella dijo que le pegué. No es cierto: soy incapaz de pegar a nadie. Nunca he tenido claro si esto obedece a mi cobardía, a mi humanidad —una humanidad bastante cuestionable y escurridiza, por otra parte—, o a la mezcla de ambas cosas… El caso es que ella enseñó su bracito de Barbie con un inoportuno moratón —fruto de una caída de los dos al suelo— a los agentes de la local, y sin más preguntas los funcionarios armados me sacaron de la casa y me gritaron que me callara.

¿Por qué me gritó aquel policía? ¿Qué hay de la presunción de inocencia que tan meticulosa e hipócritamente se maneja en los medios de comunicación? ¿Es que la mayoría de los delincuentes son sordos? ¡Pero si fui yo quien los llamé! ¡Fui yo quien llamó a la policía! Fui yo quien tuvo que llamar a las fuerzas del orden para que aquello no llegara a convertirse en una tragedia sin marcha atrás. ¿No les daba eso una pista del asunto? Yo solo quería irme de allí. De su casa. Del aborto de hogar que no había superado el periodo de prueba para saber si nuestra unión era eterna. Pero ella no me dejaba: se interponía entre la puerta y mi fuga. «¿Y dónde está la dificultad?», se preguntarán. Si quieres irte de un sitio, apartas a la chica, coges la puerta y te largas. Pero no es tan fácil cuando quieres evitar moratones inoportunos y además pretendes llevar contigo todas tus maletas, tu portátil con tus mejores palabras y tu cámara de fotos de tres mil euros.

Tengo una cámara que es la hostia, sí. A pesar de no ser fotógrafo. Ni siquiera se me da bien la fotografía. Pero si quieres fotografiar a mujeres desnudas, no puedes ir con una cámara compacta. No cuela. No es cierto eso de que las tías que están buenas son tontas. ¡De tontas no tienen ni un pelo! Y esta que me impedía la salida con su cuerpazo de modelo estaba buena de narices.

Gracias a Dios que a los pocos minutos llegó al lugar de los hechos una pareja de polis nacionales con dos dedos de frente: no tardaron en preguntarme por el moratón y los arañazos de mi cara. Les dije que la mayoría me los había hecho yo. Ya había sucedido otras veces. La gente suele dejar de discutir contigo cuando comienzas a autolesionarte: los invade una mezcla de miedo y compasión y cejan en su empeño por hacerte daño. Por eso cogí la práctica de darme golpes en la cara cuando ella y yo nos enzarzábamos en una de nuestras broncas espectaculares. En otras discusiones había funcionado. Hacía que ella se calmara. Era como si de repente despertara de su trance y se diera cuenta de que todo estaba fuera de lugar; y como a mí el dolor no me resulta molesto, pues nunca me pareció una mala praxis. Lógicamente me preguntaron si ella me había pegado. Yo no sabía qué responder para no comprometerla y dije que «lo normal en estos casos». Y ante semejante gilipollez de respuesta, la arrestaron a ella también. Lo llaman violencia doméstica, aunque resulte paradójico, porque he de reconocer que ninguno de los dos estamos domesticados.

Cuando mi chica vio cómo me colocaban las esposas, salió de su letargo emocional y rompió a llorar y a gritar, cambiando su testimonio de manera radical y confesando habérselo inventado todo. Pero era ya demasiado tarde. Lo llaman actuar de oficio: la policía puede decidir cuál es la verdad a priori, ya luego el juez terminará de cagarla.

Hemos estado casi veinticuatro horas encerrados —los dos— en jaulas diferentes, aunque comunicadas por el mismo pasillo. No podíamos compartir espacio, nos dijeron. Ella se ha pasado la noche llamándome entre sollozos y diciendo que lo sentía. Así durante todo el encierro, y yo contestándole que estaba todo bien. No sé por qué tengo la manía de decir que está todo bien cuando está todo mal. Tendré que mirármelo. La gente no suele tomarte demasiado en serio cuando dices cosas de este tipo. Es como si tu ausencia de problemas —mejor dicho, tu incapacidad para verlos— te convirtiera en un irresponsable. Ojo, no estoy diciendo que no lo sea. De hecho mi abogada, Rebeca, me advirtió de que terminaría entre rejas por culpa de esta mujer. Ahora bien, que desoigas un consejo tampoco te convierte en un vivalavirgen, creo yo. No sé, quizás sea un poco despreocupado, pero desde luego le he concedido la oportunidad a la letrada de que me suelte la famosa frase de «¿Te acuerdas cuando no me hiciste caso con lo de tu novia?», cada vez que no esté de acuerdo con alguna de mis decisiones. Y lo hará, me lo dirá. Poca gente es capaz de aguantar no quedar por encima de otra; y ella menos. No es mala tía. Al contrario: la considero una gran amiga y persona, aunque eso no es incompatible con que se le llene la boca reprochándome algo que ya predijo.

Cómo he llegado a esta situación no lo tengo claro. En qué punto de mi vida di el paso que me derivó hasta haber sido encerrado entre barrotes y custodiado por seres de mi misma especie es un enigma que habré de resolver, pero no me apetece hacerlo todavía. No le veo la utilidad a saber de qué te mueres cuando ya no hay remedio —salvo que seas el doctor House—. Acabo de cumplir los cuarenta y uno, como quien dice, por lo que quizá todo se deba a que esté pasando la crisis esa de los cuarenta. Lo que necesitaría tener claro es si dura solo un año o toda la década; más que nada para relajarme y afrontar una nueva etapa de mi vida, o para apretar los dientes y capear el temporal durante los nueve años que me quedan hasta los cincuenta… Aunque, pensándolo bien, toda mi vida ha sido una crisis; y creo que me falta muy poquito para aceptarlo. Dicen que aceptar tu realidad es el primer paso para que todo siga igual, pero que estés más tranquilo. O tal vez no tenga nada que ver con la edad ni con la crisis esa de la que tanto hablan, y se deba simplemente a que mi suerte ha decidido cambiar. Siempre me he considerado un hombre con suerte…, aunque la última vez que hablé con mi madre me hizo reflexionar. «Sin trabajo, sin dinero, sin una pareja que te dé estabilidad, sin planes de futuro… ¿Dónde está tu suerte?», me preguntó. Yo le contesté que en todo lo demás, pero para mi madre —como para la mayoría de la gente— no hay nada más. Y claro, que mi pareja «emocionalmente inestable» estuviera buena de cojones, que cuando no discutíamos folláramos como se folla en las mejores películas porno y que, a mi edad, estuviera enamorado con la misma pasión y curiosidad con la que lo estuve a los quince años, para ella eso no es ninguna suerte, sino más bien una desgracia. La desgracia que, por lo visto, ha terminado enfilándome al calabozo.

Todo esto de los calabozos no ha sido ni mucho menos como lo pintan por la tele. Sí, tiene su punto de sórdido que las mantas y el colchón que te dan apestan a historias desafortunadas y orina, y que si quieres ir al baño tendrás que esperar a que el policía de turno te tome en serio, pero poco más. Los compañeros de celda van a lo suyo: tus problemas son tuyos y los suyos te los regalarían encantados, pero no se puede. Lo que la vida nos da es solo de cada uno. Bueno, hasta cierto punto. Con algunas mujeres no ocurre exactamente así. A menudo la vida te da mujeres que son más de otros que tuyas —incluso más de ellas mismas que tuyas—; pero, en fin, de ti depende elegir eso o conformarte con matar a tu padre y salir con tu madre.

En la celda que me adjudicaron a mí me tocó estar tumbado entre tres rumanos y un «ciudadano» español puesto hasta las cejas de heroína. Uno de los rumanos, que hablaba un poco el castellano, me da que hasta llegó a empatizar con mi dolor. Dolor espiritual, exacto. A fin de cuentas, mi chica estaba en mi misma situación y, por mucho que no nos entendiéramos, jamás le desearía a la mujer que amo esta experiencia.

Por eso no volveré a verla nunca más. No sé manejarla; la arrastro hacia mi decadente manera de entenderlo todo sin darme cuenta. Digamos que tras lo sucedido me he propuesto romper con ella como se rompen las cosas de verdad: dejándolas tiradas en el suelo y limpiándote las suelas de las botas para no arrastrar contigo ningún resto mientras abandonas el lugar que deseas perder de vista. Sin duda alguna, es lo mejor para ella también, aunque todavía no lo sepa, ni quiera saberlo.

Veremos qué dice el juez: si me ayuda con su veredicto a cumplir mi propósito de fuga o me enreda durante años con más juicios y pactos y mierdas en esta relación destructiva. Sinceramente, no tengo miedo a la justicia; no puedo tenérselo. No la he conocido en cuarenta y un años, así que he llegado a la conclusión de que no existe; como esos hijos que menciona Aute en su Al alba.

Al amor que nos tenemos esta mujer y yo, a eso sí le tengo miedo. Porque no es un amor de los que matan, sino de los de cadena perpetua.