17

Veinte minutos más tarde nos estábamos abriendo camino nuevamente a través de la nieve, y el calor de la granja iba desapareciendo ya de la memoria. Flanqueados por poderosos pinos, caminábamos en fila india con nueve pasos de distancia entre hombre y hombre, según órdenes explícitas de Korsakov. Yo no comprendía la importancia táctica de la formación, pero confiaba en que aquellos hombres eran maestros de la emboscada y sabían lo que estaban haciendo. Kolya caminaba delante de mí y, con mi cabeza colgando baja, yo podía ver sólo el borde de su abrigo y sus negras botas de cuero. El resto de los cuerpos de nuestra pequeña caravana eran fantasmas, invisibles e inaudibles, excepto por el ocasional crujido de una ramita pisada o el chirrido de un tapón de cantimplora desenroscado para tomar un sorbo de té todavía caliente.

Nunca me había creído realmente ese bulo común de que los soldados aprendían a dormir mientras marchaban, pero a medida que continuábamos hacia el este, arrullados por el ritmo de nuestras botas hundiéndose y levantándose en la nieve, iba dando bandazos entrando y saliendo de un estado de duermevela. Ni siquiera el frío podía mantenerme enteramente despierto. Novoye Koshkino estaba sólo a unos kilómetros de la granja por carretera, pero nosotros nos encontrábamos lejos de cualquier carretera, rodeando unos campamentos alemanes con los que Kolya y yo habríamos topado de no haber ido escoltados. Korsakov había dicho que la marcha duraría cuatro horas. Antes de que hubiera transcurrido la primera, yo sentía como si alguien hubiera vertido un espeso jarabe por un agujero en mi cerebro. Todo lo que hacía lo hacía lentamente. Si quería frotarme la nariz, era consciente de la orden del cerebro y de la obediencia a regañadientes de la mano, el largo trayecto que la mano realizaba en su camino hacia la cara, la búsqueda de la nariz (generalmente un blanco fácil) y el agradecido retorno de la mano a su confortable cuevecita en las profundidades de la chaqueta marinera de mi padre.

Cuanto más cansado estaba, más dudosa me parecía toda aquella situación. ¿Cómo podía ser real? Éramos una banda de ratones encantados, marchando bajo blancuzca luna, como de tiza, allá arriba en la pizarra celeste. Un brujo vivía en Novoye Koshkino, alguien que conocía las antiguas palabras que podían transformarnos otra vez en los hombres que fuimos antaño. Pero había peligros en el camino, gigantescos gatos negros corriendo por el hielo, arremetiendo contra nosotros mientras nos escurríamos en busca de refugio, nuestras largas colas retorciéndose por el miedo.

Mi bota se hundió demasiado en un montoncillo de nieve blanda y casi me torcí el tobillo. Kolya se detuvo y miró hacia atrás cuando me oyó tambalearme, pero conseguí enderezarme, hacerle un rápido asentimiento con la cabeza y seguir caminando sin necesidad de ayuda.

Las chicas de la granja se habían marchado al mismo tiempo que nosotros. No tenían abrigo, ni botas de invierno. Los alemanes se lo habían llevado todo después de que Zoya hiciera su intento de escapada. Sin la ropa adecuada, las chicas recurrieron a acumular capas, poniéndose todas las blusas, suéteres y pares de polainas que tenían, hasta que vacilaron bajo el peso, tambaleándose por la gran sala como obesas campesinas borrachas. Galina había sugerido la idea de coger los sobretodos de los alemanes, pero rápidamente fue silenciada… Sus posibilidades eran bastante malas ya si eran capturadas, pero serlo llevando el abrigo de un oficial muerto era el fin.

Kolya y yo las habíamos besado en la mejilla al salir. Habían decidido no ir a Leningrado; algunas de ellas tenían familia allí, pero los tíos y primos podrían haber muerto ya o huido hacia el este. Y, más importante aún, no había suficiente comida en Leningrado para los residentes, y ciertamente nada de comida para cuatro chicas procedentes de los pueblos sin tarjetas de racionamiento. Leningrado no tenía sentido, de manera que se dirigían hacia el sur. Se llevaron todas las provisiones que quedaron después de que los partisanos hubieran arramblado con la mayor parte. Korsakov les dejó que conservaran dos de las Lugers alemanas para su protección. Sus posibilidades no eran buenas, pero ellas parecían estar muy animadas cuando salieron de la granja. Habían estado prisioneras allí durante meses, habían sufrido sus propias torturas noche tras noche y ahora eran libres. Besé sus ocho mejillas, me despedí de ellas con un gesto de la mano y nunca las volví a ver, ni supe nada más de ellas.

Algo me sacudió el hombro, mis ojos se abrieron de golpe y comprendí que había estado caminando en un trance semiinconsciente. Kolya marchaba a mi lado ahora, su enguantada mano agarrándome a través de la chaqueta.

—¿Sigues con nosotros? —preguntó con calma, mirándome con auténtica preocupación.

—Aquí estoy.

—Camino contigo. Mantente despierto.

—Korsakov nos dijo…

—Yo no recibo órdenes de ese cerdo sin madre. Ya viste cómo trató a las chicas.

—Tú eres el que estaba tan amistoso con él.

—Lo necesitamos en este momento. Y a su amiguita… Ya te vi mirándola fijamente allá atrás junto a la chimenea. Te gustaría soltarle un tiro a la francotiradora, ¿eh? ¿Eh? ¡Ja!

Yo negué con la cabeza, demasiado cansado incluso para gruñir ante aquella miserable broma.

—¿Has estado alguna vez con una pelirroja? Oh, espera, ¿qué estoy diciendo?, tú nunca has estado con nadie. La buena noticia es que son demonios entre las sabanas. Dos de cada tres de los mejores polvos de mi vida han sido con pelirrojas. Bueno, dos de cada cuatro en todo caso. Pero la otra cara de la moneda es que odian a los hombres. Hay mucha ira ahí, amigo mío. Ten cuidado.

—¿Todas las pelirrojas odian a los hombres?

—Tiene mucho sentido cuando piensas en ello. Cualquier pelirroja con que te encuentres es probable que descienda de algún vikingo que andaba por ahí cortando los brazos de la gente antes de violar a su abuela ancestral. Lleva en ella la sangre de los saqueadores.

—Es una buena teoría. Deberías hablarle a ella de eso.

Cada paso que daba trataba de hacerlo en la huella de la bota del partisano que caminaba dieciocho pasos por delante de nosotros. Pisar nieve aplastada consume menos energía que hacerlo sobre nieve reciente en polvo, pero el hombre de delante tenía largas piernas, y a mí me costaba mucho ir a su ritmo.

—A ver si lo tengo claro —empecé, jadeando un poco y agachándome para esquivar una rama saliente cargada de agujas de pino—. ¿Estamos marchando hacia Novoye Koshkino para encontrar la casa donde los Einsatzgruppen están acuartelados, porque ellos podrían tener huevos allí?

—Eso es lo que estamos haciendo para el coronel. Pero para nosotros, y para Rusia, estamos marchando hacia Novoye Koshkino para matar a los Einsatz, porque tienen que ser eliminados.

Yo bajaba la cabeza para que la mayor parte de mi rostro quedara resguardado del viento por el cuello vuelto hacia arriba de la chaqueta de mi padre. ¿Qué sentido tenía seguir discutiendo? Kolya se consideraba a sí mismo un poco bohemio, un librepensador, pero a su manera era tanto un auténtico creyente como un Joven Pionero. Lo peor de todo ello era que yo no creía que estuviera equivocado. Los Einsatzkommandos tenían que ser destruidos antes de que nos destruyeran a nosotros. Sólo que yo no quería ser el responsable de destruirlos. ¿Se suponía que tenía que deslizarme en su guarida con un cuchillo como toda protección? Cinco días atrás, un relato de esta expedición habría parecido la gran aventura que yo había estado esperando desde que la guerra empezara. Pero ahora, en medio de ello, deseaba haberme marchado en septiembre con mi madre y mi hermana.

—¿Recuerdas el final del libro primero de El podenco del patio? ¿Cuando Radchenko ve a su antiguo profesor dando traspiés por la calle y murmurando cosas a las palomas?

—Es la peor escena en la historia de la literatura.

—Oh, perdona, tú nunca has leído ese libro.

Era algo extrañamente confortante en la coherencia de Kolya, su disposición a hacer siempre las mismas bromas —si es que se podía llamar bromas— una y otra vez. Era como un alegre abuelo senil que se sentara a la mesa a la hora de la cena con su sopa de remolacha esparcida por su cuello, contando una vez más la historia de su encuentro con el emperador, aunque todo mundo en su familia podía recitarla de memoria.

—Es uno de los pasajes más bellos de la literatura, sabes. Su profesor había sido un famoso escritor en su tiempo, pero ahora está completamente olvidado. Radchenko siente vergüenza por el viejo. Lo observa por la ventana de su dormitorio (Radchenko nunca sale del apartamento; recuerda, no ha salido en siete años), observa cómo el profesor se aleja, lanzando puntapiés a las palomas y maldiciéndolas. —Kolya se aclaró la garganta y adoptó el tono declamatorio—: «El talento ha de ser como una amante fanática. Es hermosa; cuando estás con ella, la gente te observa, se da cuenta de tu presencia. Pero ella llama a la puerta a horas extrañas, y desaparece durante largos períodos, y no tiene paciencia alguna con el resto de tu existencia: tu mujer, tus hijos, tus amigos. Es la noche más emocionante de tu semana, pero algún día te dejará para siempre. Una noche, después de que haya desaparecido durante años, la verás del brazo de hombre más joven, y ella fingirá no reconocerte».

La aparente inmunidad de Kolya al agotamiento se agravaba y me asombraba. Yo podía seguir moviéndome sólo fijándome en un árbol lejano y prometiéndome a mí mismo que no abandonaría antes de llegar a él. Y cuando llegábamos a aquel árbol, yo encontraba otro y juraba que éste sería el último. Pero Kolya parecía capaz de caminar a través de los bosques, perorando con cuchicheo teatral, durante horas cada vez.

Esperé un momento para asegurarme de que había terminado antes de asentir con la cabeza.

—Eso es bonito.

—¿Verdad que sí? —dijo rápidamente, encantado de oírlo.

La forma en que respondió me hizo que estudiara su cara iluminada por la luna.

—¿Tienes memorizada la mayor parte del libro?

—Oh, yo no diría eso. Pasajes aquí y allá.

La nieve era más profunda cuando cruzamos una loma, haciendo más penosa aún la tarea de caminar, y yo resoplaba como un anciano que tuviera un solo pulmón mientras me dirigía tambaleante al siguiente árbol.

—¿Puedo hacerte una pregunta?

—Acabas de hacerla —dijo, con su irritante sonrisa de agrado.

—¿Qué escribes en tu diario?

—Depende del día. A veces, sólo unas notas sobre lo que hemos visto. A veces oigo a alguien decir algo, un par de frases, y me gusta como suenan…

Asentí, y experimenté manteniendo un ojo cerrado durante diez segundos, y luego el otro, alternando, en un intento de darles un poco de descanso y evitarles el viento.

—¿Por qué lo preguntas?

—Pienso que estás escribiendo El podenco del patio.

—Piensas… ¿Te refieres a una crítica de El podenco del patio? Bueno, así es. Ya te lo dije. Algún día daré conferencias sobre el libro. Quizás sólo siete hombres en Rusia saben más de Ushakovo que yo.

—Yo no creo que exista ningún Ushakovo. —Empujé mi gorro hacia arriba para poder tener una visión más clara de él—. Tú no paras de decirme que es un clásico, Y yo nunca he oído hablar de él. Y fuiste muy feliz cuando te dije que me gustaba ese fragmento; estabas orgulloso de él. Si yo citara a Pushkin para ti, y tú dijeras que el escritor es muy bueno, eso no me haría sentirme orgulloso, ¿verdad? No es obra mía.

La expresión de Kolya nunca variaba. Su cara no admitía nada, no negaba nada.

—¿Pero te gustó?

—No es malo. ¿Se te acaba de ocurrir?

—En las últimas horas. ¿Y sabes lo que me inspiró? Ese poema de tu padre… «Un viejo poeta, otrora famoso, visto en un café».

—Ésa fue otra pista. Se lo robaste descaradamente.

Se rió, soltando una gran ráfaga de vapor al frígido aire.

—Esto es literatura. No lo llamamos robo, lo llamamos homenaje. ¿Qué hay de la primera línea del libro? ¿Te gustó, también?

—No recuerdo la primera línea del libro.

—«En el matadero donde nos besamos por primera vez, el aire seguía oliendo a la sangre de los corderos».

—Un poco melodramático, ¿no?

—¿Y qué hay de malo en el drama? Todos estos escritores contemporáneos son tan tímidos como peces…

Melodrama, he dicho.

—… pero si el tema exige intensidad, debería tener intensidad.

—Así que todo este tiempo… ¿Por qué no me dijiste simplemente que estabas escribiendo una novela?

Kolya estaba mirando a la luna, que se hundía ahora hacia las copas de los pinos. Pronto se habría puesto y estaríamos caminando en medio de la verdadera oscuridad, tropezando con raíces y resbalando en el negro hielo.

—La verdad es, ¿sabes?, aquella primera noche en que nos conocimos… ¿En Las Cruces? Pensé que iban a fusilarnos por la mañana. Así que ¿qué podía importar lo que te dijera? Dije lo primero que me pasó por la cabeza.

—¡Me dijiste que no iban a fusilarnos!

—Bueno, parecías un poco asustado. Pero, vamos, piensa en ello: ¿un desertor y un saqueador? ¿Qué posibilidades teníamos?

El siguiente árbol que yo había elegido como apeadero parecía imposiblemente lejano, un pino destacado que se alzaba por encima de sus hermanos, un silencioso centinela más viejo que todo el resto. Mientras yo jadeaba, Kolya sorbía un poco de té de su cantimplora, como un naturalista en una excursión nocturna a pie. Las raciones del ejército superaban en mucho las raciones de los civiles… Ése era mi análisis razonando para explicar su superior energía, ignorando el hecho de que ambos habíamos ingerido la misma comida durante los últimos días.

—Dijiste que habías abandonado tu unidad para poder defender tu tesis sobre El podenco del patio de Ushakovo —dije yo, haciendo una pausa entre frase y frase para poder recobrar el aliento—. Y ahora admites que no hay ningún Ushakovo y no hay Podenco del patio.

—Pero lo habrá. Si vivo lo suficiente.

—¿Por qué abandonaste tu unidad?

—Es complicado.

—Eh, vosotros dos, ¿vais a joder entre los matorrales o qué?

Kolya y yo nos dimos la vuelta. Vika se había deslizado detrás de nosotros sin emitir ningún sonido. Estaba tan cerca que yo podría haber alargado la mano y tocado su mejilla. Nos miraba airada a la cara, con desprecio, evidentemente disgustada por estar en compañía de tan miserables soldados.

—Os han dicho que marchéis en fila india con una distancia de nueve pasos.

Su voz era muy grave, áspera, para una muchacha tan pequeña, como si hubiera estado enferma la semana anterior y su laringe aún no se hubiera recuperado. Era una experta en el cuchicheo, capaz de enunciar cada palabra de manera que pudiéramos oírla todos y, sin embargo, nadie situado a cinco metros pudiera oír nada.

—Andáis paseando por ahí como un par de maricas, charlando sobre libros. ¿Os dais cuenta de que tenemos campamentos alemanes a menos de dos kilómetros de donde nos encontramos? Si queréis acabar en una fosa con todos los comunistas y judíos, es asunto vuestro, pero yo tengo planeado ver Berlín el año que viene.

—Él es judío —dijo Kolya, metiéndome el codo en los riñones, ignorando la furiosa mirada que yo le dirigía.

—¿Ah, sí? Bueno, eres el primer judío estúpido que he conocido y, o bien os dais la vuelta y volvéis a Piter o cerráis la boca y seguís nuestras reglas. Hay alguna razón por la que no hemos perdido ni un hombre en dos meses. Ahora, seguid, moveos.

Con una mano en cada una de nuestras espaldas nos empujó hacia delante, y nosotros ocupamos nuevamente el lugar en la fila india, nueve pasos entre uno otro, avergonzados y silenciosos.

Pensaba en el inexistente autor Ushakovo y su inexistente obra maestra, El podenco del patio. Por alguna razón, yo no estaba irritado con Kolya. Era una mentira extraña, pero inofensiva, y cuanto más caminaba más comprendía su motivación. Kolya parecía alguien valiente, sin miedo, pero todo el mundo tiene miedo en su interior, en alguna parte; el miedo forma parte de nuestra herencia. ¿Acaso no somos descendientes de las pequeñas y tímidas musarañas que se acurrucaban en las sombras mientras las grandes bestias andaban por ahí con sus tremendas pisadas? Caníbales y nazis no ponían nervioso a Kolya, pero la amenaza de una posible situación violenta, sí… Es decir, la posibilidad de que un extraño pudiera reírse de unas líneas que él hubiera escrito.

Mi padre tenía muchos amigos, la mayor parte de ellos escritores, y éstos habían elegido nuestro apartamento como sede de su club debido a la cocina de mi madre y a la poca disposición de mi padre para echar a la calle a nadie. Mi madre se quejaba de que estaba dirigiendo el Hotel Literati. El lugar apestaba a humo de cigarrillos y las colillas estaban por todas partes, en las macetas de flores y en tazas de té a medio beber. Una noche un autor de teatro experimental metió docenas de colillas en bolas de cera de vela fundida sobre la mesa de la cocina, representando fuerzas romanas y cartaginesas, para poder demostrar la doble maniobra de envolvimiento de Aníbal en la batalla de Cannas. Mi madre se quejaba del ruido, de los vasos rotos, de las alfombras manchadas con vino ucraniano barato, pero yo sabía que le gustaba recibir a aquella multitud de poetas y novelistas. Le encantaba cuando devoraban sus estofados y se deshacían en elogios sobre sus pasteles. De joven había sido una mujer hermosa y, si bien ella no era coqueta, le gustaba cuando unos hombres bien parecidos flirteaban con ella. Se sentaba al lado de mi padre en el sofá y escuchaba los debates y discursos rimbombantes y críticas, sin decir nada pero escuchándolo todo, anotándolo todo para el interrogatorio que ella sufriría de mi padre cuando el último borracho finalmente saliera tambaleándose por la puerta. Ella no era escritora, pero sí buena lectora, apasionada y ecléctica en sus gustos. Cuando llegaba a su apartamento uno de los grandes hombres, un Mandelstam o un Chukovsky, no los trataba con ningún especial favoritismo, pero yo podía ver que los observaba más cuidadosamente, evaluando cómo se comportaban con mi padre. En su mente la comunidad literaria tenía sus rangos tan exactamente como el ejército. La tropa quizás no tenía títulos e insignias, pero igualmente tenía sus niveles diferentes, y ella quería saber en qué lugar se encontraba mi padre.

En ocasiones, cuando se habían vaciado suficientes botellas de vino, se levantaba un poeta, balanceándose ligeramente como si estuviera soplando un fuerte viento, y recitaba un nuevo poema que había escrito. Para mí, un niño de ocho años atisbando en el salón desde el pasillo, sabiendo que me pillarían pronto y confiando en que fuera mi padre el que lo hiciera (éste era casi imposible de enfurecer, en tanto que mi madre era rápida con su dura mano en el trasero), los poemas no significaban nada. La mayoría de los poetas querían ser Mayakovsky y, aunque no podían igualar su talento, sí podían remedar su oscuridad, declamando sonoramente unos versos que no tenían ningún sentido para mí a los ocho años, y probablemente tenían sólo un poco para todos los demás de la habitación. Pero, aunque los poemas no me impresionaban, sus interpretaciones, si… Aquellos inmensos hombres con sus enmarañadas cejas, siempre sosteniendo cigarrillos entre los dedos, las largas cenizas rompiéndose y cayendo al suelo siempre que gesticulaban demasiado exageradamente. Raras veces, una mujer se levantaba y se enfrentaba a la fija mirada de los presentes… En una ocasión, incluso la propia Ajmatova, según mi madre. Aunque yo no recuerdo haberla visto.

A veces los poetas leían unas notas garabateadas y otras hablaban de memoria. Cuando habían terminado, demasiado conscientes de las caras que los observaban, alargaban la mano en busca del más próximo vaso de vino o vodka… No solamente por el apoyo que significaba la bebida, sino para tener algo que hacer, una simple acción con que ocupar manos y ojos mientras esperaban la reacción de la multitud. Se trataba de un auditorio de colegas profesionales, competidores, Y la respuesta usual era una modesta aprobación. Una o dos veces, vi a aquellos envidiosos hombres de letras estallar en euforia, tan conmovidos por el poder de la obra que se habían olvidado de sus celos cuando gritaban «¡Bravo! ¡Bravo!» y se abalanzaban sobre el aturdido, feliz, poeta, besándole las mejillas con sus húmedos y sucios labios, desordenándole el cabello, repitiendo sus líneas favoritas y moviendo la cabeza con admiración.

Una reacción mucho más habitual, sin embargo, era el desdeñoso silencio, sin nadie que se atreviera a mirar al poeta a los ojos o pudiera fingir interés en el contenido, felicitando sin entusiasmo el empleo de una garbosa metáfora. Cuando una lectura fracasaba, el poeta lo sabía rápidamente. Depositaba su copa de alcohol, mientras el rubor de la vergüenza se esparcía por su rostro, se secaba la boca con la manga y se largaba discretamente al otro extremo del apartamento, mostrando un gran interés en los libros de las estanterías de mi padre… Balzac y Stendhal, Yeats y Baudelaire. El hombre derrotado abandonaba pronto la fiesta, aunque marcharse demasiado rápidamente parecería una falta de deportividad, una malhumorada forma de cobardía, por lo cual aguardaría unos agonizantes veinte minutos mientras todo el mundo a su alrededor evitaba solícitamente mencionar su poema, como si se tratara de una ventosidad brutal aunque nadie fuera tan grosero como para reconocerla. Finalmente, le daba las gracias a mi madre por su comida y hospitalidad, sonriendo, pero sin mirarla a los ojos, y salía apresuradamente por la puerta, sabiendo que, un instante después de su salida, todo el mundo bromearía sobre la atrocidad que él había destapado, qué horror, qué apelmazado saco de pretensión y artificio.

Kolya se protegía a sí mismo inventando a Ushakovo. El fingido escritor proporcionaba una cobertura, de manera que Kolya podía poner a prueba su frase inaugural, la filosofía de su protagonista, incluso el título del libro, calibrando mi reacción, sin miedo a la burla. En tanto que chanchullo, no era de los más elaborados pero él lo había llevado a cabo con gracia, y decidí que Kolya podía probablemente escribir una novela decente algún día, si sobrevivía a la guerra y abandonaba la ampulosa primera frase.

La charla con Kolya y el encuentro con Vika me habían despabilado hasta despertarme otra vez, y miré a mi alrededor en el bosque, confiando en que los hombres que me precedían y me seguían tuvieran mejores ojos para la oscuridad que yo. La luna finalmente se había ocultado tras los árboles; el sol tardaría horas en salir; la noche era realmente negra ahora. Por dos veces casi me metí entre los árboles. Las estrellas habían aparecido por millones, pero estaban ahí sólo como decoración, y me pregunté por qué aquellos lejanos soles aparecían como agujeritos de luz. Si los astrónomos tenían razón y el universo estaba lleno de estrellas, muchas de ellas mayores que nuestro sol, y si la luz viajaba siempre sin perder velocidad o disminuir, ¿por qué no resplandecía el cielo a cada momento del día? La respuesta debía de ser obvia, pero yo no conseguía imaginármela. Durante treinta minutos no me preocupe de los Einsatzkommandos y su jefe Abendroth; me olvidé de los calambres musculares de mis piernas y no me fijé en el frío. ¿Eran las estrellas como linternas, incapaces de proyectarse más allá de cierta distancia? Desde el tejado del Kirov podía distinguir la linterna de un soldado brillando desde algunos kilómetros de distancia, aun cuando el rayo no pudiera iluminar mi cara desde allí. Pero entonces, ¿por qué el rayo de una linterna pierde potencia con la distancia? ¿Se esparcían las partículas de luz como los perdigones de un disparo de escopeta? ¿Estaba la luz incluso hecha de partículas?

Mis semilúcidas divagaciones terminaron finalmente cuando colisioné con la espalda de Kolya, golpeándome la nariz y lanzando un grito de sorpresa. Una docena de voces me hicieron callar. Entrecerrando los ojos ante las borrosas sombras que tenía delante de mí vi que todos se habían reunido al lado de una enorme roca, coronada de nieve. Vika se había subido ya a la cúspide del peñasco; no sé cómo había conseguido encaramarse por sus resbaladizas, congeladas, paredes en la oscuridad.

—Están quemando los pueblos —le gritó a Korsakov.

En el momento en que habló, olí el humo en el aire.

—Han encontrado los cuerpos —dijo Korsakov.

Los alemanes habían dejado muy claro su filosofía de represalia a los civiles en el territorio ocupado. Clavaban carteles en las paredes; emitían proclamas en sus programas de radio en lengua rusa; esparcían el rumor a través de sus colaboradores: matad a uno de nuestros soldados y mataremos a treinta rusos. Seguir la pista de los partisanos era una tarea difícil, pero acorralar a un gran número de viejos, mujeres y niños era fácil, incluso ahora que la mitad de la nación había huido.

Si Korsakov y sus hombres estaban preocupados por la idea de que su incursión a primera hora de la noche había desencadenado una carnicería de inocentes, no vi signo alguno de ello en sus rostros. El enemigo había declarado la guerra total cuando invadió nuestro país. Habían jurado, repetidamente y por escrito, incinerar nuestras ciudades y esclavizar al populacho. No podíamos combatirlos con moderación. No podíamos luchar la guerra total con media guerra. Los partisanos continuarían eliminando nazis; los nazis continuarían masacrando a no combatientes; y, finalmente, los fascistas aprenderían que no podían ganar la guerra aunque mataran a treinta civiles por cada uno de sus soldados muertos. La aritmética era brutal, pero la aritmética brutal siempre había funcionado a favor de Rusia.

Vika bajó gateando del peñasco. Korsakov se adelantó para conferenciar con ella. Cuando pasaba por delante de nosotros, le murmuró a Kolya:

—Pues, nada. Ahí se queda Novoye Koshkino.

—¿No vamos a ir?

—¿Y para qué? La cuestión era llegar allí antes de la salida del sol y tratar de cazar al Einsatz. ¿Hueles ese humo? Los Einsatz nos están cazando a nosotros.