En las afueras de Leningrado los árboles seguían creciendo, los cuervos murmuraban en las ramas de los abedules, las ardillas corrían entre los abetos. Éstas tenían un aspecto gordo e inocente, fáciles blancos para un hombre con una pistola. Tenían suerte de seguir vivas en la Rusia ocupada.
Marchábamos a través de los bosques, a través de campos despejados bajo el frío sol del invierno, manteniendo a la vista las vías del tren, a nuestra izquierda. La nieve se había endurecido y las agujas de pino se esparcían por ella, creando un terreno por el que se podía caminar. Nos encontrábamos en territorio controlado por los alemanes, pero no había indicación alguna de la presencia germana, ni tampoco signo alguno de guerra. Yo me sentía extrañamente feliz. Piter era mi hogar, pero Piter era un cementerio ahora, una ciudad de fantasmas y caníbales. Caminando por el campo sentía un cambio físico, como si estuviera respirando oxígeno después de meses de trabajar en el fondo de una mina de carbón. Las marañas de mis tripas se habían desenrollado, mis oídos, destaponados, y tenía una fuerza en mis piernas que llevaba meses sin sentir.
Kolya parecía afectado de la misma manera. Entrecerraba los ojos ante el resplandor de la nieve, apretando los labios para despedir grandes bocanadas de vapor, tan encantado con su truco como un niño de cinco años. En alguna parte, cerca de nosotros, dos pájaros se estaban cantando mutuamente, y Kolya me dio una palmada en la espalda, señalando hacia el sonido.
—¡El canto de los pájaros! ¡Eh! ¿Cuándo fue la última vez que oíste eso?
—Hace bastante.
—Un dueto. Hermoso, ¿no?
—«¡Oh, es muy bonito escuchar a los pájaros!». ¿Qué tiene de grande? Pío, pío, pío. ¿A quién le importa? ¡Son aburridos!
Kolya escuchaba cuidadosamente a las aves. Y sonrió.
—Es un poco aburrido, en efecto.
Descubriendo un pedazo de papel verde cerca del tronco de un grande y viejo abedul, se inclinó para recogerlo. Parecía bastante normal, un billete de banco de diez rublos, los ojos de Lenin mirándonos fijamente desde debajo de su ancha y calva cabeza… Excepto que los verdaderos billetes de diez rublos eran grises, no verdes.
—¿Falsos? —pregunté.
Kolya asintió, señalando hacia el cielo con un dedo mientras estudiaba el billete.
—Fritz los deja caer a miles. Cuantos más billetes falsos circulan, menos valen los auténticos.
—Pero éstos no tienen siquiera el color adecuado.
Kolya le dio la vuelta al billete y leyó en voz alta el texto impreso en la otra cara.
—«Los precios de los artículos de alimentación y las necesidades de la vida diaria se han incrementado enormemente y el mercado negro de la Unión Soviética está fluoreciendo». Digamos que «floreciendo» está mal escrito. «Los funcionarios del Partido y los judíos están llevando a cabo negocios turbios en casa mientras tú en el frente tienes que sacrificar tu vida por estos criminal». «Estos criminal», muy bonito. ¿Ocupan la mitad del país y no pueden siquiera encontrar a alguien que escriba la lengua correctamente? «Pronto veréis la razón, así que guardad este billete de diez rublos. Será una garantía de vuestro regreso seguro a una Rusia libre después de la guerra».
Kolya sonrió y me lanzó una mirada.
—¿Estás haciendo negocios turbios, Lev Abramovich?
—Ya quisiera.
—¿Y ellos piensan que esas cosas nos harán cambiar? ¿No lo entienden? ¡Nosotros inventamos la propaganda! Todo esto es una mala táctica; están irritando a la gente a la que tratan de convertir. Un joven piensa que ha encontrado un billete de diez rublos, se siente feliz, quizás pueda comprar una tarjeta extra de embutido. Pero no, no es dinero, es un cupón de rendición mal redactado.
Colgó el billete de la rama de un árbol y le prendió fuego con su encendedor.
—Estás quemando tu posibilidad de volver a una Rusia libre después de la guerra —le dije.
Kolya sonrió mientras yo observaba cómo el billete se ennegrecía y se enrollaba.
—Vamos. Tenemos un largo camino que hacer.
Al cabo de otra hora de caminar con dificultad a través de la nieve, Kolya me pinchó en el hombro con sus enguantados dedos.
—¿Creen los judíos en la vida futura?
El día anterior, la pregunta me hubiera irritado, pero ahora parecía divertida, tan propia de Kolya, preguntando con auténtica curiosidad y a propósito de nada.
—Depende del judío. Mi padre era ateo.
—¿Y tu madre?
—Mi madre no era judía.
—Ah, tú eres un mestizo. No hay nada vergonzoso en ello. Siempre he pensado que tenía sangre gitana en mí, procedente de algún antepasado.
Levanté la mirada hacia él, sus ojos tan azules como los de un husky, unos rizos de cabello rubio brotando de debajo del negro gorro de piel.
—Tú no tienes sangre gitana.
—¿Por qué lo dices? ¿Por los ojos? Hay muchos gitanos de ojos azules en el mundo, amigo mío. De todas formas el Nuevo Testamento es muy claro sobre todo esto. Sigues a Jesús, y vas al cielo; no lo sigues, vas al infierno. Pero el Viejo Testamento… Ni siquiera recuerdo si hay un infierno en el Viejo Testamento.
—Sheol.
—¿Qué?
—El inframundo recibe el nombre de Sheol. Uno de los poemas de mi padre se titula «Los barrotes de Sheol».
Resultaba muy extraño hablar abiertamente sobre mi padre y su trabajo. Las palabras mismas parecían inseguras, como si estuviera confesando un crimen y las autoridades pudieran oírlo. Incluso aquí donde el Politburó no tenía ningún poder, me preocupaba que me pillaran, me preocupaba que hubiera espías acechando entre los alerces. Si mi madre hubiera andado por aquí, seguro que me habría silenciado con una mirada. No obstante, me sentaba bien hablar de él. Me hacía sentirme feliz que los poemas se refirieran al tiempo presente incluso cuando el poeta era tiempo pasado.
—¿Y qué pasa en Sheol? ¿Te castigan por tus pecados?
—No lo creo. Todo el mundo va allí, tanto si ha sido bueno como si ha sido malo. Sólo hay oscuridad y frío y no queda nada de nosotros excepto nuestras sombras.
—Suena adecuado. —Cogió un puñado de nieve limpia y mordió un poco, dejando que se fundiera en la boca—. Hace unas semanas vi a un soldado sin párpados. Era el comandante de un tanque, el cual se averió en algún lugar en el peor momento, y, para cuando los encontraron, los demás muchachos del tanque habían muerto de frío y él tenía medio cuerpo congelado. Perdió algunos dedos de las manos y los pies, un trozo de nariz y los párpados. Le vi durmiendo en la enfermería y pensé que estaba muerto, sus ojos abiertos de par en par… No sé si dirías «abiertos», si no hay forma de cerrarlos. ¿Cómo puedes permanecer cuerdo, sin párpados? ¿Tienes que ir el resto de tu vida sin poder cerrar ni una sola vez los ojos? Preferiría quedarme ciego.
No había visto a Kolya taciturno anteriormente; el repentino cambio de humor despertó mi ansiedad. Pero los dos oímos el aullido al mismo tiempo; nos dimos la vuelta y miramos a través de las tortuosas avenidas de abedules.
—¿Es un perro eso?
Él asintió.
—Al menos suena como tal.
Unos segundos más tarde, volvimos a oír el aullido. Había algo terriblemente humano en su soledad. Necesitábamos seguir andando hacia el este, necesitábamos llegar a Mga al anochecer, pero Kolya se dirigió hacia el perro aullador y yo le seguí sin discutir.
La nieve era más profunda allí, y pronto nos encontramos vadeando a través de ventisqueros que nos llegaban al muslo. La energía que había sentido unos diez minutos antes empezaba a evaporarse. Estaba otra vez cansado, esforzándome por cada paso que daba. Kolya redujo su ritmo para que yo pudiera seguirlo. Si sentía impaciencia conmigo, no lo demostró.
Yo llevaba la cabeza baja para poder elegir cuidadosamente cada pisada —un tobillo torcido era sin duda la muerte ahora—, y descubrí las huellas antes que Kolya. Lo agarré por la manga para detenerlo. Estábamos en el borde de un enorme claro en el bosque. El resplandor de la luz solar sobre las hectáreas de nieve era tan brillante que tuve que cubrirme los ojos con la mano. La nieve aparecía estriada por docenas de huellas de tanques, como si por allí hubiera pasado una brigada entera de Panzers. Yo no conocía las huellas tal como conocía los motores de avión, no podía distinguir las de un Sturmtiger alemán de las de un T-34 ruso, pero sabía que aquéllas no eran de tanques nuestros. Habríamos roto ya el bloqueo si teníamos estos blindados en los bosques.
Esparcidos por la nieve se distinguían unos montones grises y marrones. Al principio pensé que eran chaquetas desechadas, pero en uno de ellos vi una cola, y una pata extendida en otro, y comprendí que se trataba de perros muertos, al menos una docena de ellos. Oímos otro aullido y finalmente vimos al aullador, un perro pastor negro y blanco arrastrándose por el campo, sus patas delanteras haciendo el trabajo que las traseras no podían realizar. Detrás del animal herido había un rastro de sangre de más de un centenar de metros de longitud, un brochazo de rojo trazado a través de una tela blanca.
—Vamos —dijo Kolya, metiéndose en el campo antes de que yo pudiera detenerlo.
Los tanques ya no estaban, pero habían pasado recientemente; las huellas seguían limpiamente definidas en la nieve, sin que el viento las hubiera borrado. Los alemanes estaban cerca, pero a Kolya no le importaba. Se encontraba ya en medio del claro, marchando hacia el perro pastor, y como de costumbre tuve que apresurarme para llegar a su altura.
—No te acerques demasiado a ninguno de ellos —me dijo.
Yo no sabía por qué había dicho eso. ¿Se preocupaba por alguna posible enfermedad? ¿Creía que un perro moribundo podía morderme?
Cuando nos acercamos al perro, pude ver que tenía una caja de madera atada a su lomo, sujeta con un arnés de cuero. Un palillo de madera sobresalía directamente desde la caja. Miré alrededor del campo y vi que los demás perros llevaban el mismo artefacto.
El perro pastor no nos miró. Trataba de llegar a la franja de árboles del otro lado del campo, donde creía que podría encontrar salvación, o consuelo, o un lugar tranquilo para morir. La sangre le brotaba de dos agujeros de bala que tenía cerca de la cadera, y otro que debía de haber atravesado su barriga, porque algo húmedo y enroscado se arrastraba debajo de él, unas entrañas que no habían sido pensadas para ver la luz del día. El pobre animal jadeaba, su larga y rosada lengua colgándole de un costado de su boca, y los negros labios enrollándose hacia atrás dejando ver sus amarilleantes dientes.
—Son minas —dijo Kolya—. Les enseñan a buscar comida bajo el blindaje de un tanque y luego los matan de hambre, y cuando los Panzers vienen, los dejan sueltos. Bum.
Excepto que ninguno de los perros había hecho bum. Los alemanes evidentemente estaban al tanto de todo eso. Avisaban a sus tiradores y sus tiradores tenían buena puntería. Los perros muertos atestaban el campo, pero no había esqueletos de tanques, coches blindados volcados, ninguna explosión. Era otra ingeniosa estratagema rusa que había fracasado completamente, como fracasaban todas las estratagemas rusas, y yo me imaginé a los hambrientos perros corriendo hacia los Panzers, sus patas levantando abanicos de nieve, sus ojos brillantes y felices mientras corrían en busca de su primera comida en varias semanas.
—Dame tu cuchillo —dijo Kolya.
—Ten cuidado.
—Dámelo.
Saqué la daga alemana de su funda y se la tendí. El perro pastor seguía tratando de arrastrar su destripada barriga hacia el bosque, pero estaba perdiendo fuerzas en sus patas delanteras. Finalmente abandonó, al acercarse Kolya, como si hubiera decidido que ya era suficiente. Yacía sobre la nieve empapada de sangre, mirando fijamente a Kolya con unos fatigados ojos castaños. El palillo de madera asomaba de la caja de su lomo como el mástil de un velero. Parecía una cosa endeble, no más grueso que un palillo de tambor.
—Buen chico —dijo Kolya, arrodillándose al lado del animal, y sosteniendo firmemente la cabeza del perro con la mano izquierda—. Eres un buen chico.
Kolya le cortó la garganta al perro con un rápido movimiento. El animal se estremeció, manando la sangre de su cuello, humeando bajo el frío aire. Kolya dejó caer suavemente la cabeza del perro al suelo, donde continuó retorciéndose durante unos segundos, soltando zarpazos al aire, como un cachorrillo que estuviera soñando, y luego se quedó muerto.
Nos quedamos en silencio durante unos momentos, presentando nuestros respetos al caído animal. Kolya lavó ambos lados de la ensangrentada hoja en la nieve, la secó en la manga de su chaqueta y me la devolvió.
—Hemos perdido sólo cuarenta minutos. Caminemos deprisa.