—La dejaste realmente fuera de combate —le dije a Kolya mientras caminábamos hacia el norte pasando por delante de la torre del reloj de la estación de Vitebsk, la mayor de las estaciones de tren de Leningrado, aún ahora, cuando ningún tren había circulado por allí en casi cuatro meses y los vitrales estaban tapados.
—Fue un golpe duro, ¿eh? Nunca le había pegado a una mujer en mi vida, pero parecía el movimiento adecuado.
Ésa era la forma como decidíamos hablar, libre y fácilmente, dos jóvenes discutiendo sobre un combate de boxeo. Ésa era la única manera de hablar. No podíamos dejar que se filtrara demasiada verdad en nuestra conversación, no podíamos admitir con la boca lo que nuestros ojos habían visto. Si abrías la puerta siquiera un centímetro, olías la putrefacción fuera y oías los gritos. Entonces, no abrías la puerta. Mantenías la mente ocupada en las tareas del día, la búsqueda de comida y agua y algo para hacer fuego, y dejabas el resto para el final de la guerra.
El aviso del toque de queda aún no había sonado, pero ya no faltaba mucho. Habíamos decidido pasar la noche en el Kirov, donde yo sabía que tenía suficientes restos de madera para hacer un fuego decente y un pote lleno de agua del río para el té. No era una caminata tan larga, pero, ahora que el pánico se había esfumado, me sentía como un viejo, los músculos de las piernas doloridos por la carrera. El desayuno con el coronel había sido hermoso en aquel momento, pero también había servido para despertar a mi estómago, y el hambre había regresado. Ahora aparecía mezclada con náuseas, porque no podía quitarme de la cabeza la imagen de la caja torácica del niño. Cuando mordisqueaba el azúcar de biblioteca congelado, pensaba que sabía a piel seca, y tenía que obligarme a tragarlo.
Kolya cojeaba a mi lado, sus piernas tan doloridas como las mías, pero a la luz de la luna parecía tan libre de preocupaciones como siempre, libre de todo pensamiento desagradable. Quizás su mente estaba más tranquila porque había reaccionado valientemente, con fuerza y decisión, mientras yo aguardaba encogido en la oscura escalera, esperando ser salvado.
—Mira, siento haber… Quiero decir que lo siento. Me escapé y lo lamento. Me salvaste la vida.
—Te dije que corrieras.
—Sí, pero… Debería haber vuelto. Tenía el cuchillo.
—Tú tenías el cuchillo, claro. —Kolya se rió—. De mucho te hubiera servido. Deberías haberte visto, lanzándole cuchilladas. David y Goliat. Se estaba preparando para comerte crudo.
—Te dejé solo allí. Pensaba que iban a matarte.
—Bueno, ellos lo pensaban también. Pero ya te dije que tengo unos puños rápidos.
Lanzó algunos jabs al aire, gruñendo como un boxeador: ¡Huuuunnh! ¡Huuuunnnh!
—No soy un cobarde. Sé que lo parecí, pero no lo soy.
—Escúchame, Lev —dijo Kolya, pasando su brazo alrededor de mis hombros, obligándome a igualar sus largas zancadas—. Tú no querías ir a ese apartamento. Fue el estúpido campesino el que insistió en ello. Así que no me debes ninguna excusa. Y no pienso que seas un cobarde. Cualquiera con una pizca de cordura habría corrido.
—Tú no lo hiciste.
—Quod erat demonstrandum —dijo él, encantado con su simple latín.
Me sentí un poco mejor en general. Kolya me había dicho que corriera. El gigante podía haberme hecho un agujero en el cráneo tan fácilmente como un niño en un pastel de frambuesa. Quizás no había actuado heroicamente, pero no había traicionado a la nación, tampoco.
—Realmente fue un puñetazo terrible.
—No creo que esa mujer ande masticando a ningún niño durante algún tiempo.
Kolya sonrió al decir eso, pero la sonrisa no le duró mucho en su rostro. Sus palabras llevaron a nuestra mente otra vez la pálida carne, la hoja de plástico húmeda por el goteo. Vivíamos en una ciudad donde las brujas vagaban por las calles, Baba Yaga[4] y sus hermanas, secuestrando a niños y cortándolos en pedazos.
Sonó una sirena, aquel largo y solitario gemido, y pronto todas las sirenas de la ciudad estaban repitiendo su grito.
—Aquí llega Fritz —dijo Kolya, y aumentamos el ritmo de nuestro paso, obligando a nuestros cansados cuerpos a moverse más deprisa. Podíamos oír las granadas aterrizando en el sur, el lejano golpear de timbales a medida que los alemanes empezaban su ataque nocturno contra los grandes Talleres Kirov, donde se construía la mitad de los tanques y motores de avión y armas pesadas de Rusia. La mayor parte de los hombres que trabajaban allí estaban ahora en el frente de batalla, pero las mujeres habían ocupado los tornos y las prensas, y los Talleres nunca perdieron el ritmo, el carbón siempre quemando en los hornos, el humo siempre surgiendo de las chimeneas de ladrillo rojo, las fábricas siempre abiertas, incluso mientras caían bombas a través del tejado, incluso mientras los cadáveres de las muchachas trabajadoras tenían que ser sacados de las líneas de montaje, sus frías manos agarrando todavía las herramientas.
Nos apresuramos por delante de los elegantes y viejos edificios de la avenida Vitebsky, con sus blancas fachadas de piedra, y sus cabezas de sátiro provistas de cuernos de carnero sonriéndonos desde los frontones, esculpidas en los días de los emperadores. Cada uno de estos edificios debía de tener un refugio antiaéreo en su sótano; habría ciudadanos acurrucados allí, docenas de ellos apiñados alrededor de una sola lámpara vacilante, esperando que todo se despejara. Las granadas aterrizaban bastante cerca, ahora que podíamos oírlas zumbar en el aire. El viento era más fuerte y su chillido penetraba por las rotas ventanas de los apartamentos abandonados, como si Dios y los alemanes estuvieran conspirando para derribar nuestra ciudad.
—Cuando estás en primera línea, puedes acertar bastante dónde van a caer las granadas —dijo Kolya, las manos metidas en los bolsillos de su gabán mientras andaba contra el viento, que había estado empujándonos un momento antes—. Las escuchas y lo sabes. Ésa va a caer a cien metros a la izquierda; esa otra caerá en el río.
—Yo puedo distinguir a un Junkers de un Heinkel en cuanto lo oigo.
—Así lo espero. Un Junkers suena como un león, y un Heinkel es un mosquito.
—Bueno, pues un Heinkel de un Dornier, entonces. Yo estuve al mando de un servicio contra incendios sobre el…
Kolya levantó la mano para hacerme callar. Dejó de caminar y yo me detuve a su lado.
—¿Has oído eso?
Escuché. No podía oír nada aparte del viento invernal que parecía venir de todas las direcciones al mismo tiempo, cobrando su fuerza sobre el Golfo de Finlandia, y deslizarse aullando por todas las callejuelas. Pensé que Kolya oía una granada que venía en nuestra dirección y levanté la mirada hacia el cielo, como si pudiera distinguir nuestra muerte volando hacia nosotros, como si pudiera esquivarla en ese caso. El viento finalmente se calmó jadeando más tranquilamente ahora, como un niño al final de su rabieta. Las granadas estallaron hacia el sur, a varios kilómetros de distancia a juzgar por lo que tardaba en llegar su sonido, pero lo bastante cerca para hacer que el pavimento bajo nosotros se estremeciera. Sin embargo, Kolya no estaba escuchando el sonido del viento o de los motores. Alguien dentro del edificio estaba tocando el piano. No se podía ver luz alguna a través de las ventanas, ni velas ni lámparas que ardieran. Los otros residentes debían de haber bajado al refugio del sótano (a menos que estuvieran demasiado débiles por el hambre o fueran demasiado viejos para preocuparse), dejando a aquel aislado genio tocando en la oscuridad, insolente y preciso, presumiendo con estruendosos dobles fortísimos, inmediatamente seguidos de frágiles pianísimos, como si estuviera teniendo una discusión consigo mismo, el tiránico marido y la dócil esposa todos a la vez.
La música clásica —en la radio y las salas de concierto— había desempeñado un papel importante en mi infancia. Mis padres eran fanáticos en su pasión; éramos una familia sin talento para tocar, pero muy orgullosos de nuestra capacidad de escuchar. Yo podía identificar cualquiera de los veintisiete estudios de Chopin sólo con escuchar unos compases; conocía perfectamente a Mahler, desde los Lieder eines fahrenden Gesellen hasta la inacabada Décima. Pero la música que oímos aquella noche nunca la había oído y nunca la he vuelto a oír desde entonces. Las notas estaban ahogadas por el cristal de la ventana y la lejanía y el interminable viento, pero la potencia calaba. Era una música para tiempo de guerra.
Nos quedamos en la acera, bajo una farola apagada cubierta de escarcha, las grandes armas disparando al sur, la luna velada por nubes de muselina, escuchando hasta la nota final. Cuando la pieza terminó, algo parecía no funcionar. La ejecución era demasiado buena para ser desconocida, el ejecutante demasiado experto para aceptar la ausencia de aplausos. Durante un largo momento permanecimos en silencio, mirando fijamente hacia las oscuras ventanas. Finalmente, cuando pareció respetuoso volver a moverse, reanudamos nuestra marcha.
—Es una suerte que nadie le haya trinchado su piano para hacer leña —dijo Kolya.
—Sea quien fuera, nadie va a trincharle su piano. Podría haber sido el propio Shostakovich. Probablemente vive por estos alrededores.
Kolya me miró airado y escupió en la acera.
—Evacuaron a Shostakovich hace tres meses.
—Eso no es cierto. Aparece en todos los carteles, llevando ese casco de vigilante del fuego.
—Sí, el gran héroe, excepto que está en Kuybishev, silbando aquellas melodías de Mahler que le quitó.
—Shostakovich no plagió a Mahler.
—Pensaba que te pondrías del lado de Mahler —dijo Kolya, bajando su mirada hacia mí con aquella mueca de diversión en sus labios que significaba (ahora lo sabía) que se disponía a decir algo irritante—. ¿No prefieres los judíos a los gentiles?
—No están en bandos diferentes. Mahler escribió una música espléndida. Shostakovich escribe música espléndida…
—¿Espléndida? Ja. Ese hombre es mediocre, y encima un ladrón.
—Y tú eres un idiota. No sabes nada de música.
—Sé que Shostakovich estuvo en la radio en septiembre hablando de nuestro deber patriótico de luchar contra el fascismo, y tres semanas más tarde estaba en Kuybishev, comiendo gachas.
—No es culpa suya. Ellos no quieren que lo maten, así que le obligaron a marcharse. Piensa lo malo que sería para la moral…
—Oh, naturalmente, piensa en la tragedia —dijo Kolya, adoptando el tono profesional que utilizaba como supremo sarcasmo—. No podemos dejar que los grandes mueran. Si yo estuviera al mando, propondría el otro sistema. Pongamos a los famosos en primera línea. ¿Shostakovich recibe una bala en la cabeza? ¡Piensa en la ofensa que sufre la nación entera! ¡Todo el mundo! FAMOSO COMPOSITOR ASESINADO POR LOS NAZIS. Anna Ajmatova estuvo en la radio, también, ¿no recuerdas?, diciendo a todas las mujeres de Leningrado que fueran valientes, que aprendieran a disparar un fusil. ¿Y dónde está ahora? ¿Disparando a los alemanes? Bueno, no, creo que no. ¿En los Talleres triturando envueltas de granada? No, está en la maldita Tashkent, vomitando más de esos narcisistas versos que la han hecho famosa.
—Mi madre y mi hermana se marcharon, también. No las llames traidoras.
—Tu madre y tu hermana no aparecieron en la radio diciéndonos a todos que fuéramos valientes. Mira, no espero que los compositores y los poetas sean héroes. Sólo que no me gustan los hipócritas.
Se frotó la nariz con el dorso de su enguantada mano y dirigió su mirada hacia atrás, al sur, a los estallidos de la artillería que iluminaban el cielo.
—¿Dónde está ese maldito edificio tuyo, de todos modos?
Acabábamos de torcer la esquina de Voinova y levanté la mano para señalar el Kirov. Estaba señalando a la nada, pero durante mucho rato ni siquiera pensé en bajar la mano. Donde se había levantado el Kirov había ahora sólo escombros, una empinada colina de trozos de hormigón rotos, un montón de mampostería y retorcidas barras de hierro y cristal pulverizado brillando a la luz de la luna.
De haber estado solo, me habría quedado mirando fijamente aquellas ruinas durante horas sin comprender. El Kirov era mi vida. Vera y Oleg y Grisha. Lyuba Nikolaievna, la solterona del quinto piso que leía las palmas y arreglaba vestidos para todas las mujeres del edificio, que me vio leer una novela de Jack London en la caja de la escalera una noche de verano y al día siguiente me regaló una caja llena de las obras de Robert Louis Stevenson, Rudyard Kipling y Charles Dickens. Anton Danilovich, el portero, que vivía en el sótano y nos gritaba cuando arrojábamos piedras al patio o escupíamos desde el tejado o construíamos lascivos muñecos o muñecas de nieve con zanahorias como penes y gomas de borrar por pezones. Zavodilov, de quien se rumoreaba que era un gángster, al que le faltaban dos dedos de la mano izquierda y siempre silbaba a las chicas, incluso aunque fueran de la casa, quizás silbando con más fuerza a las chicas de la casa para levantarles el ánimo… Zavodilov, que celebraba fiestas que duraban hasta el alba, tocando los últimos discos de jazz, Varlamov y sus Hot Seven, o Eddie Rozner; hombres y mujeres con las camisas a medio abrochar, riendo y bailando en el pasillo, exasperando a todos los viejos, electrizando a los chicos que decidíamos que, si teníamos que crecer, al menos podíamos hacerlo para convertirnos en Zavodilov.
Era un feo y viejo edificio que siempre apestaba a desinfectante, pero era mi hogar, y jamás llegué a pensar que caería. Vadeé con dificultad por entre el montón de escombros, inclinándome para apartar a un lado pedazos de hormigón. Kolya me agarró del brazo.
—Lev… Ven conmigo. Conozco otro lugar donde podemos pasar la noche.
Me solté de su presa y continué despejando el camino con las manos. Él volvió a agarrarme y esta vez me sujetó el brazo con fuerza, de modo que no podía soltarme.
—No queda nadie vivo por aquí.
—No lo sabes.
—Mira —dijo con calma, señalando una serie de pequeñas estacas rojas que habían sido hincadas en los escombros en varios lugares—. Ya han estado cavando aquí. El edificio debió de haber caído anoche.
—Yo estaba aquí anoche.
—La noche pasada estuviste en Las Cruces. Vamos. Ven conmigo.
—La gente sobrevive. Lo he leído. La gente sobrevive durante días, a veces.
Kolya estudió las ruinas. El viento levantaba temporales en miniatura de polvo de hormigón.
—Si hay alguien vivo aquí, no podrás sacarlo con tus manos desnudas. Y si te quedas aquí toda la noche intentándolo, no conseguirás aguantar hasta mañana por la mañana. Vamos. Tengo amigos aquí cerca. Necesitamos resguardarnos.
Moví negativamente la cabeza. ¿Cómo podía abandonar mi hogar?
—Lev… No necesito que pienses ahora. Sólo hace falta que me sigas. ¿Comprendes? Sígueme.
Tiró de mí para apartarme de la colina de escombros, y yo estaba demasiado débil para resistirme, demasiado cansado por la pena, o la ira o la desconfianza. Quería estar caliente. Quería comer. Nos alejamos de los restos del Kirov andando y yo no podía oír mis pasos. Me había convertido en un fantasma. No quedaba nadie en la ciudad que supiera mi nombre completo. No sentía una gran pena por mí mismo, sólo una especie de embotada curiosidad de que aún pareciera estar vivo, mi aliento visible todavía a la luz de la luna, aquel hijo de cosacos marchando todavía a mi lado, mirándome de vez en cuando para asegurarse de que me seguía moviendo y comprobando en el cielo nocturno la posible presencia de bombarderos.