—Narizotas. Me gusta eso. ¿Quién era tu padre, Narizotas?
—No lo conocerías.
—Si era un poeta publicado, lo conozco.
—Déjalo en paz.
—Eres de un humor caprichoso, ¿no?
Estábamos cruzando otra vez el puente Kamennoostrovsky, ahora a pie. Kolya se detuvo en mitad del puente, sus enguantadas manos sobre la baranda, mirando, río abajo, hacia la mansión Dolgorukov. La hija del coronel ya no trazaba sus figuras sobre los patines, pero Kolya se quedó observando un momento, de todas formas, esperando una repetición.
—Me sonrió —dijo.
—No te sonrió. ¿De qué estás hablando? Ni siquiera nos miró.
—Tal vez estés celoso, amigo mío. Pero, sin la menor duda, ella me lanzó una sonrisa. Creo que la había visto antes, en la universidad. Tengo una reputación.
—¿Como desertor?
Kolya se dio la vuelta y me dirigió una mirada airada.
—Te romperé los dientes si vuelves a llamarme desertor.
—Y yo te meteré el cuchillo en el ojo si lo intentas.
Kolya consideró mis palabras y dirigió nuevamente su vista al río.
—Me haré contigo antes de que puedas sacar el cuchillo. Soy muy rápido cuando necesito serlo.
Pensé en sacar el cuchillo ahora, sólo para demostrarle lo equivocado que estaba, pero él no parecía ya irritado y yo quería seguir moviéndome. Cruzamos el puente, de vuelta a tierra firme, y nos dirigimos al sur hacia Pesochnaya, con el río a nuestra derecha, los oxidados raíles del ferrocarril de Finlandia a la izquierda. No corrían trenes desde septiembre, cuando los alemanes sitiaron la ciudad y cortaron las vías de todas las líneas —Finlandia, Moscú, Vitebsk, Varsovia, el Báltico—, todas cortadas e inservibles. La única conexión ahora de la ciudad con el resto de Rusia era por aire, y pocos eran los aviones capaces de cruzar por entre las patrullas alemanas.
—Podríamos darnos a la fuga, por supuesto. Aunque, sin cartillas de racionamiento, es difícil. —Consideró el problema—. No hay muchas posibilidades de que podamos cruzar las líneas alemanas, así que estamos pegados a Piter. Los chicos de la NKVD no me preocupan mucho. En el ejército dicen que la policía no es capaz ni de encontrar chicas en una casa de putas. Pero, sin tener tarjetas de racionamiento… es complicado.
—Tenemos que encontrar los huevos —le dije.
Estábamos caminando bajo la luz del sol y respirando el aire gracias a la orden del coronel; si el pago por este indulto era una docena de huevos, deberíamos encontrar una docena de malditos huevos. No había lugar para la negociación o la maniobra.
—Encontrar los huevos es la mejor solución, estoy de acuerdo. Pero esto no quiere decir que no pueda considerar mis opciones. Quizás no hay huevos en toda la ciudad. ¿Entonces qué? ¿Aún tienes familia en Piter?
—No.
—Yo tampoco. Eso es bueno. No tenemos que preocuparnos más que de nuestra propia piel.
Había carteles pegados en las paredes de los almacenes derruidos por el fuego: ¿HAS FIRMADO YA POR LOS VOLUNTARIOS DEL PUEBLO? No había edificios residenciales en esta zona y la calle estaba vacía, nadie más paseaba bajo el descolorido cielo. Podíamos haber sido los dos últimos supervivientes de la guerra, los dos últimos defensores de la ciudad, con sólo mi cuchillo robado y los supuestamente rápidos puños de Kolya para luchar contra los fascistas.
—El Mercado del Heno es nuestra mejor opción —dijo Kolya—. Estuve allí hace unos meses. Aún tienen mantequilla y queso, y un poco de caviar, quizás.
—Entonces ¿cómo es que los hombres del coronel no pudieron encontrar huevos?
—Es el mercado negro. La mitad de esa mercancía es robada. Encuentras a gente comerciando con sus tarjetas de racionamiento, todo tipo de violaciones de la ley. No van a vender nada a nadie que lleve un uniforme. Especialmente si es un uniforme de la NKVD.
Parecía un argumento razonable. Kolya se puso a silbar una canción sin melodía, de su propia invención, y nos dirigimos a pie hacia el sur, al Mercado del Heno. Las cosas estaban mejorando. La ejecución no era inminente. Yo tenía en mi estómago más comida de la que había tenido en varias semanas, y el fuerte té negro proporcionaba una energía adicional. Sentía en mis piernas suficiente fuerza para propulsarme a donde necesitara ir. Alguien, en alguna parte, tenía una docena de huevos, y nosotros acabaríamos encontrándolos. Mientras tanto, disfruté de una vívida fantasía de la hija del coronel patinando desnuda sobre el Neva, su pálido trasero brillando al sol.
Kolya me dio un golpe en la espalda y me lanzó una lasciva sonrisa, como si hubiera visto a través de mi cráneo de cristal.
—Una muchacha notable, ¿no? ¿Te gustaría hacer algo con ella?
Yo no dije nada, pero Kolya parecía muy experto en mantener conversaciones unilaterales.
—El secreto para ganar a una mujer es el desdén calculado.
—¿Qué?
—Ushakovo. Es una frase de El podenco del patio. Oh, espera, tú no has leído El podenco del patio. —Kolya suspiró, harto de mi gran ignorancia—. Tu padre era un miembro de los literati y te dejó inculto. Algo muy triste.
—¿Por qué no cierras la boca y dejas de hablar de mi padre?
—Radchenko, el protagonista, es un gran amante. Viene gente de todo Moscú para oír sus consejos sobre la manera de cortejar a una mujer. Nunca abandona su cama, está ahí todo el tiempo, yaciendo, tomando té…
—Como Oblomov.
—¡Nada de Oblomov! ¿Por qué todo el mundo dice siempre «como Oblomov»?
—Porque parece exactamente Oblomov.
Kolya dejó de caminar y bajó su mirada hacia mí. Me llevaba una cabeza de estatura, era dos veces más ancho de hombros, y se alzaba amenazadoramente sobre mí ahora, sus ojos despidiendo chispas.
—Cualquier estúpido de la universidad sabe que Goncharov no era ni la mitad de buen escritor que Ushakovo. Oblomov no es nada. Esa novela es una lección de moralidad para la burguesía, una baratija que haces que lean tus hijos para que no crezcan holgazanes. Ahora bien… Radchenko es uno de los grandes héroes del lenguaje. Él y Raskolnikov y Bezhukov y, no sé, Chichikov, quizás.
—Me estás rebajando.
—Bueno, mereces que te rebajen.
Yo seguí caminando hacia el sur, y Kolya, irritado como estaba, pronto cogió el paso. El destino nos había juntado, eso parecía fuera de discusión. Hasta el jueves, estábamos casados.
Al otro lado del hielo cubierto de nieve en polvo del Neva, el ángel de oro seguía sentado en la cima de la dorada aguja de la Catedral de Pedro y Pablo, aun cuando la gente decía que la Wehrmacht había prometido una cruz de hierro al artillero que lo derribara. Kolya hizo un gesto hacia el lado de Petrogrado con la cabeza.
—Yo estaba estacionado en la fortaleza cuando el zoo fue bombardeado.
—He oído decir que había babuinos corriendo por la ciudad, y un tigre siberiano…
—Eso es un cuento —dijo él—. Ninguno de ellos escapó.
—Quizás lo hicieron algunos. ¿Cómo lo sabes?
—Ninguno de ellos escapó. Si quieres que te diga algo agradable para ayudarte a dormir, vale, pero es una mentira. —Escupió en el suelo—. Los Fritz quemaron todo el lugar hasta los cimientos. Betty, la elefanta… A mí me gustaba aquella elefanta. Iba a verla continuamente cuando era un niño. La forma como se lavaba, sorbiendo el agua con su trompa y duchándose ella misma… Era muy graciosa. No lo pensarías, porque era condenadamente grande, pero lo era.
—¿Murió?
—¿Qué te acabo de decir? Todos murieron, Betty tardó horas, sin embargo. La manera como gemía… Yo estaba de centinela y todo lo que quería hacer era correr Y dispararle en el corazón. Terminar con ello. No es agradable oír agonizar a un elefante.
Había un largo camino hacia el Mercado del Heno, seis kilómetros quizás, sobre el puente Liteiny, más allá de los Jardines de Verano donde los olmos y los robles habían sido cortados con hachas, más allá de la Iglesia del Salvador en la Sangre Derramada, con su fachada de teja glaseada y altísimas cúpulas en forma de cebolla, construidas en el lugar donde Hryniewiecki hizo saltar por los aires al emperador y a él mismo. Cuanto más al sur íbamos, más atestadas las calles; todo el mundo iba envuelto en tres capas de tela, inclinándose contra el viento mientras andaban, sus caras cansadas y consumidas y pálidas por la falta de hierro. En la avenida Nevsky, todas las tiendas llevaban cerradas varios meses. Vimos a dos mujeres de unos sesenta años caminando muy juntas, sus hombros tocándose, sus ojos fijos en la acera tratando de descubrir a tiempo la zona de hielo que podía matarlas. Un hombre de glorioso mostacho de morsa llevaba un cubo blanco lleno de clavos negros. Un niño, de no más de doce años, tiraba de un trineo con un trozo de cuerda. Un cuerpecito envuelto en mantas yacía en el trineo, un pie desnudo exangüe arrastrándose sobre la endurecida nieve. Dientes de dragón tachonaban la calle, aquellos bloques de hormigón reforzado que formaban filas para impedir el movimiento de los tanques enemigos. Un cartel impreso pegado sobre la pared rezaba: ¡OJO! ESTE LADO DE LA CALLE ES EL MÁS PELIGROSO DURANTE EL BOMBARDEO.
Nevsky, antes de la guerra, era el corazón de la ciudad, construida para rivalizar con los grandes paseos de Londres y París, kioscos en las aceras pregonando flores de cerezo y chocolates, viejos con delantal detrás del mostrador cortando tajadas de esturión ahumado y marta cebellina, la torre del reloj del ayuntamiento alzándose por encima del clamor, haciendo saber a todo el mundo lo tarde que era para lo que fuera que venía a continuación. Packards negros pasaban rápidamente, sus bocinas sonando, llevando a miembros del Partido de una reunión a otra. Aunque uno no tuviera dinero para comprar nada y ningún lugar importante a donde ir, Nevsky era siempre un lugar bueno para pasear. En junio el sol no se ponía hasta medianoche y nadie quería perderse la luz. Podías descubrir a las chicas más bonitas de Piter contemplando los brillantes escaparates de las tiendas de moda, sus ojos valorando los últimos vestidos puestos a la venta, estudiando su corte de manera que pudieran hacerse el vestido en casa si conseguían robar suficiente material del trabajo. Aunque no les dijeras nunca nada a esas muchachas, aunque siempre observaras desde la distancia…
—Eres virgen, ¿no? —dijo Kolya, interrumpiendo mis pensamientos con una oportunidad que me dejó estupefacto.
—¿Yo? —pregunté, estúpidamente—. ¿De qué estás hablando?
—Estoy hablando del hecho de que tú nunca has tenido sexo con una chica.
A veces uno sabe que no tiene objeto mentir; el juego se ha terminado antes de empezar.
—¿Y a ti qué te importa?
—Escucha, Lev. ¿Y si tratamos de ser amigos? ¿Qué piensas sobre eso? Vamos a estar juntos hasta que encontremos esos huevos; podríamos igualmente llevarnos bien, ¿vale? Ahora bien, tú pareces un chico interesante, un poco tozudo, un poco melancólico al estilo judío, pero me gustas. Y si no fueras tan jodidamente resistente todo el tiempo, podría probablemente enseñarte algo.
—¿Sobre chicas?
—Sobre chicas, sí. Sobre literatura. Sobre ajedrez.
—¿Cuántos años tienes tú, diecinueve? ¿Cómo es que hablas siempre como si fueras un experto en todo?
—Tengo veinte. Y no soy un experto en todo. Sólo en chicas, literatura y ajedrez.
—Eso es todo.
—Hum. Y en el baile. Soy un excelente bailarín.
—¿Cuánto quieres apostar en una partida de ajedrez?
Kolya me lanzó una mirada y sonrió. Exhaló y su aliento se alzó en forma de vapor por encima de su cabeza.
—Me quedaré con ese cuchillo alemán tuyo.
—¿Y yo qué voy a ganar?
—No vas a conseguir nada. No vas a ganar.
—Digamos que sí.
—Tengo, quizás, otros cien gramos de ese embutido…
—¿Cien gramos de embutido contra el cuchillo de un piloto alemán? No lo creo.
—Tengo algunas fotos…
—¿Qué clase de fotos?
—Fotos de chicas. Chicas francesas. Aprenderías cosas que necesitas aprender.
Fotos de chicas francesas parecía un premio por el que valía la pena jugar. No me preocupaba la posibilidad de perder el cuchillo. Había muchas personas en Piter que podían derrotarme al ajedrez, pero me sabía todos sus nombres. Mi padre había sido campeón de la ciudad, cuando aún estaba en la universidad; solía llevarme con él los jueves y domingos al Club de Ajedrez Espartaco, en el Palacio de los Pioneros. Cuando yo tenía seis años, el entrenador del club me declaró un talento. Durante varios años fui uno de los jugadores jóvenes de primera fila, ganando pequeñas cintas y medallas en torneos por toda la oblast de Leningrado. Mi padre se sentía muy orgulloso, aunque era demasiado bohemio para reconocer que le importaban las competiciones y nunca me dejaba exhibir mis premios en nuestro apartamento.
Cuando tenía catorce años, abandoné el club. Había aprendido que yo era un buen jugador, pero que nunca sería un gran jugador. Amigos míos del Espartaco, a los que yo había derrotado sistemáticamente cuando era más joven, me habían dejado muy atrás, avanzando hasta un nivel al que yo no podía acceder por más partidas que jugara, por más libros que leyera, por más problemas de ajedrez que solucionara en la cama por la noche. Yo era como un pianista bien preparado que sabe qué notas ha de golpear, pero no puede hacer suya la música. Un jugador brillante comprende el juego de una manera que jamás puede articular; analiza el tablero y sabe cómo mejorar su posición antes de que su cerebro sea capaz de concebir una explicación para el movimiento. Yo no tenía ese instinto. Mi abandono del club decepcionó a mi padre, pero a mí no me entristeció. El ajedrez se volvió mucho más divertido una vez que ya no tenía que preocuparme del ranking en la ciudad.
Kolya se detuvo en el Café Kvissisana y se quedó mirando a través de un escaparate de vidrio cilindrado cubierto de cruces hechas con cintas. El restaurante del interior estaba vacío, habían quitado todas las mesas, sólo quedaba el suelo de linóleo y una pizarra en la pared todavía escrita con los platos especiales de Augusto.
—Aquí llevé a una chica una vez. Tienen las mejores chuletas de cordero de la ciudad.
—¿Y luego la llevaste a su casa e hiciste el amor con ella? —dije, profundamente sarcástico, pero inmediatamente temiendo que precisamente eso era lo que había hecho.
—No —dijo Kolya, comprobando su imagen en la ventana y remetiendo algún mechón de rubio cabello extraviado bajo su negro gorro de piel—. Hicimos el amor antes de cenar. Después de cenar tomamos una copa en el Europa. Estaba loca por mí, pero me gustaba más una amiga suya.
—¿Pues, por qué no te llevaste a la amiga a cenar?
Kolya sonrió, la clase de sonrisa de un superior dirigida a su simple subordinado.
—Desdén calculado. Necesitas una educación.
Seguimos caminando por la Nevsky. Era la una de la tarde, pero el sol invernal estaba ya bajando en el cielo occidental, y nuestras sombras se iban alargando delante de nosotros.
—Así que empecemos despacio —dijo—, empecemos con lo básico. ¿Hay alguna chica que te guste?
—Ninguna en especial.
—¿Y quién dice que ha de ser especial? Eres virgen, necesitas unos muslos cálidos y un latido de corazón; no a Tamara Karsavina.
—Hay una chica llamada Vera que vive en mi edificio. Pero le gusta otro.
—Estupendo. Primer paso, no nos preocupemos por otro. Preocupémonos por Vera. ¿Qué hay de especial en ella? ¿Por qué te gusta?
—No lo sé. Vive en el edificio.
—Eso ya es algo. ¿Alguna cosa más?
—Toca el violonchelo.
—Hermoso instrumento. ¿De qué color tiene los ojos?
—No lo sé.
—No te gusta la chica. No sabes de qué color tiene los ojos; no te gusta.
—Me gusta, pero el que a ella le importa es Grisha Antokolsky; así que, ¿de qué sirve?
—Estupendo —dijo Kolya, mostrando mucha paciencia en su aburrida tarea—. Piensas que te gusta porque no le gustas a ella. Es muy comprensible, pero te lo digo de veras, no te gusta. Así que olvidémonos de Vera.
Olvidarse de Vera no parecía algo demasiado difícil. Me había pasado los últimos tres años tratando de imaginar cuál sería su aspecto desnuda, pero sólo porque vivía dos pisos por debajo de mí, y una vez, en la piscina del centro juvenil, le había visto los pezones cuando las tiras de su traje de baño se le bajaron. De no haber sido por la caída asustada de Vera junto a la verja del Kirov, yo no me encontraría ahora vagando por las calles de Piter con un desertor lunático, buscando huevos. Ella nunca se dio la vuelta cuando los soldados me agarraron. Probablemente estaba revolcándose con Grisha en uno de los oscuros corredores del Kirov mientras a mí me encerraban en Las Cruces.
—La hija del coronel era bonita. Me gusta.
Kolya me miró, divertido.
—Sí, la hija del coronel es bonita. Me gusta tu optimismo. Pero ésa no es para ti.
—Y tampoco para ti.
—Podrías equivocarte al respecto. Si vieras la mirada que me lanzó…
Pasamos junto a un grupo de niños con escaleras de tijera y cubos de lechada de cal que estaban ocupados pintando rótulos de calles y números de edificios. Kolya se detuvo y los miró.
—¡Eh! —gritó al chico más cercano, que llevaba tantas capas de lana que habrías pensado que era gordo, a menos que vieras la piel pegada al hueso de su rostro, sus ojos brillantes y negros sobre sombras tan profundas como las de un anciano.
Muy pocos niños tan jóvenes habían sido abandonados en la ciudad; a la mayor parte los habían evacuado en septiembre. Los que quedaban solían ser muy pobres, muchos de ellos huérfanos de guerra, sin familia alguna en el este.
—¿Qué demonios estáis haciendo? —preguntó Kolya. Se volvió hacia mí, estupefacto ante esa falta de respeto—. ¡Estos pequeños bastardos están destrozando la avenida Nevsky! ¡Eh! ¡Chico!
—Chúpame la polla y piensa un deseo —dijo el niño de ojos negros, pintando de blanco el número de la puerta de un taller de reparaciones de relojes.
Hasta Kolya pareció quedar turulato por esta invectiva. Se acercó al niño, lo cogió por los hombros y le hizo dar la vuelta.
—Estás hablando con un soldado del Ejército Rojo, niño…
—Kolya… —empecé a decir.
—¿Crees que es momento para travesuras? ¿Qué hacéis tú y tus pequeños amigos gitanos jugando por ahí…?
—Será mejor que me quites las manos de encima —dijo el niño.
—¿Ahora me amenazas? He estado disparando a alemanes los últimos cuatro meses, ¿y ahora tú vas y quieres amenazarme?
—Kolya —repetí, más fuerte esta vez—. Cumple órdenes. Si el Fritz entra en la ciudad, no sabrá adónde va.
Kolya apartó su mirada del niño de negros ojos hacia los letreros de la calle escritos con cal y luego hacia mí.
—¿Cómo sabes eso?
—Porque hace unos días estuve haciendo lo mismo.
Kolya soltó al niño, que le miró airado un momento antes de reanudar su tarea.
—Bueno, eso es algo malditamente inteligente —dijo Kolya, y seguimos nuestro camino hacia el Mercado del Heno.