Epílogo

Hércules Poirot y el superintendente Spence estaban celebrando en La Vieille Grand’mere.

Cuando sirvieron el café, Spence se recostó contra el respaldo de su asiento y exhaló un profundo suspiro de satisfacción.

—No es mala la comida aquí —dijo, aprobador—. Un poco afrancesada, quizá; pero, después de todo, ¿dónde puede uno conseguir un bistec decente con patatas hoy en día?

—Había estado cenando aquí la noche que vino usted a verme —dijo Poirot, reminiscente.

—Y ha pasado mucha agua bajo el molino desde entonces. Eso he de reconocerlo, monsieur Poirot: supo usted ganar la partida —una leve sonrisa arrugó el rostro de palo—. Suerte que el joven no se dio cuenta de las pocas pruebas que en realidad teníamos. ¡Un buen abogado las hubiese hecho migas! Pero perdió la cabeza por completo y se delató él mismo. Habló y se comprometió sin esperanza de salvación. ¡Una suerte para nosotros! .

—No fue suerte del todo —le dijo en son de reproche Poirot—. Le trabajé como trabaja uno a un pez grande para sacarlo del agua. Creyó que tomaba en serio las pruebas contra mistress Summerhayes. Cuando vio que no era así, sufrió la reacción y se deshizo. Además, es un cobarde. Esgrimí el cortador de azúcar y creyó que iba a darle con él. El miedo intenso siempre hace decir la verdad.

—Suerte que no padeció las consecuencias de la reacción del comandante Summerhayes —rio Spence—. Tiene genio, vaya si lo tiene, y pies ligeros. Logré interponerme justamente a tiempo. ¿Le ha perdonado ya?

—¡Ah, sí! Somos los mejores amigos del mundo. Y le he dado a mistress Summerhayes un libro de cocina, y le he enseñado personalmente a hacer una tortilla. Bon Dieu, ¡lo que llegué yo a sufrir en esa casa!

Cerró los ojos.

—Fue complicado todo ese asunto —murmuró Spence, sin el menor interés por los angustiados recuerdos de Poirot—. Demuestra cuán cierto es eso de que todo el mundo tiene algo que ocultar. Mistress Carpenter se salvó por un pelo de ser detenida como asesina. Jamás una mujer con sus actos dio más pruebas de ser culpable. Y todo, ¿por qué?

¡Eh bien!, ¿por qué? —inquirió Poirot con curiosidad.

—Nada más que por un pasado un poco desagradable. Había sido tanguista… ¡Y una chica muy animada, con amiguitos a montones! No era viuda de guerra cuando llegó a Broadhinny a instalarse. Solo lo que hoy en día se llama «una esposa no oficial». Claro, nada de eso hubiera valido para un hombre tan pagado de sí mismo como Guy Carpenter. Le había contado un cuento muy distinto. Y estaba frenética ante la posibilidad de que saliera a relucir el asunto en cuanto nos pusimos a investigar la procedencia de todo el mundo.

Saboreó el café y se echó a reír.

—Luego; los Wetherby. Una casa la mar de siniestra. Odio y malicia. Una muchacha cohibida y frustrada. ¿Y qué se oculta tras todo eso? Nada siniestro. ¡Nada más que dinero! El simple y vulgar metal.

—¿Así de sencillo es?

—La muchacha tiene el dinero. Y en abundancia. Se lo dejó una tía. Así, pues, mamá la tiene bien sujeta, por si acaso se le ocurre casarse. Y el padrastro la odia, porque es ella quien tiene los cuartos y quien paga las cuentas. Tengo entendido que él ha fracasado en todo lo que ha emprendido. Un mal bicho. Y, en cuanto a Wetherby, es veneno puro disuelto en azúcar.

—Estoy de acuerdo con usted —Poirot movió la cabeza con gesto de satisfacción—. Es una suerte que sea la muchacha quien tenga el dinero. Así resulta más fácil combinar su matrimonio con James Bentley.

El superintendente pareció sorprendido.

—¿Que va a casarse con James Bentley? ¿Deirdre Henderson? ¿Quién lo dice?

—Yo lo digo. Me pienso ocupar del asunto. Ahora que nuestro pequeño problema ha quedado resuelto, tengo demasiado tiempo. Lo dedicaré a fomentar ese matrimonio. Ninguno de los dos interesados tiene aún la menor idea de semejante cosa. Pero se sienten atraídos. Si los dejáramos solos, nada sucedería. Pero tienen que contar con Hércules Poirot. ¡Ya verá usted! ¡El asunto marchará viento en popa!

Spencer rio.

—A usted no le importa meter la nariz en los asuntos ajenos, ¿verdad?

¡Mon cher!, eso no está bien en sus labios —dijo con reproche Poirot.

—¡Ah! Ahí me ha pillado usted. De todas formas, ese James Bentley es una calamidad.

—¿Que si lo es? En estos instantes se siente hasta afligido porque no le van a ahorcar.

—Debiera estar de rodillas a los pies de usted en agradecimiento —dijo Spence.

—Más bien a los de usted. Pero, aparentemente, él no lo cree así.

—Bicho raro.

—Como usted dice. Y, sin embargo, dos mujeres han estado dispuestas a interesarse por él. La Naturaleza tiene cosas bien inesperadas.

—Yo creí que era con Maude Williams con quien le iba usted a aparejar.

—Escogerá él —dijo Poirot—. Será él quien… ¿cómo dicen?… otorgue la manzana. Pero yo creo que escogerá a Deirdre Henderson. Maude Williams tiene demasiada energía y vitalidad. Con ella se reconcentraría aún más en sí mismo.

—¡No concibo cómo puede quererle ninguna de ellas!

—Los designios y vías de la Naturaleza son, en verdad, inescrutables.

—De todas formas, trabajo le doy a usted. Primero ha de prepararle a él para que se lance. Luego ha de arrancar a la muchacha de las garras de esa madre venenosa… ¡que luchará contra usted con garra y colmillo!

—La victoria está de parte de los grandes batalladores.

—De parte de los grandes bigotes, supongo que quiere usted decir.

Rio Spence a carcajadas su propia gracia. Poirot se acarició, complacido, los bigotes y sugirió un coñac.

—No le digo que no, monsieur Poirot.

Este pidió las copas.

—¡Ah! —dijo Spence—, ya sabía yo que tenía que decirle otra cosa. ¿Se acuerda de los Rendell?

—Naturalmente.

—Bueno, pues cuando le interpelamos a él, salió a relucir algo un poco extraño. Parece ser que cuando su primera mujer murió en Leeds, donde ejercía la carrera entonces, la policía recibió unos cuantos anónimos bastante malintencionados referentes a él. Decían que la había envenenado. Claro que la gente suele decir cosas así. La había asistido otro médico, hombre de reputación, y él parecía creer que la muerte había sido natural. Lo único que había era que ambos se habían hecho un seguro de vida, cada uno a beneficio del otro, cosa que también es usual… Nada que pudiera servir de excusa para que nosotros nos inmiscuyéramos. Y, sin embargo… ¿Qué opina usted?

Poirot recordó el temor de mistress Rendell. Su mención de cartas anónimas y su insistencia en que ella no creía una palabra de lo que los anónimos dijeran. Recordó también su convencimiento de que la investigación del caso McGinty no era más que un pretexto.

Dijo:

—Se me antoja que no fue la Policía la única que recibió anónimos.

—¿Se los mandaron a ella también?

—Creo que sí. Cuando me presenté en Broadhinny, ella creyó que le seguía la pista a su marido y que el asunto McGinty no era más que un pretexto. Sí… Y él lo creyó también. ¡Así se explica! ¡Fue el doctor Rendell quien intentó tirarme debajo del tren aquella noche!

—¿Cree usted que tratará de liquidar a su mujer también? ¿Le considera usted capaz de come ter ese crimen?

—Creo que haría ella muy bien en no asegurarse la vida a favor suyo —contestó secamente Poirot—. Pero, si cree que le tenemos echado el ojo, obrará con prudencia.

—Haremos lo que podamos. No perderemos de vista a nuestro genial doctor, y procuraremos que él lo sepa.

Poirot alzó la copa de coñac.

—¡A la salud de mistress Oliver! —dijo.

—¿Qué es lo que le ha hecho pensar en ella tan de pronto?

—La intuición femenina —contestó Poirot.

—Hubo una breve pausa. Luego dijo Spence muy despacio:

—Robin Upward comparecerá a juicio la semana que viene. ¿Sabe, Poirot, que no puedo por menos de sentir dudas…?

Poirot le intertumpió con horror:

¡Mon Dieu! ¡No me diga que empieza a sentir dudas ahora de la culpabilidad de Robin Upward! ¡No me diga que quiere empezarlo todo otra vez!

El superintendente Spence sonrió tranquilizador:

—¡Santo Dios, no! Él es el asesino, de eso estoy seguro.

Y agregó:

—¡Es lo bastante perverso y está lo suficientemente pagado de sí mismo para hacer cualquier cosa!